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Eumenes se alejó en silencio y llegó a su estancia en el interior del archivo real. Se sentó apoyando los brazos y la cabeza en el escritorio y permaneció largo rato meditando. Luego tomó su decisión.

Retiró una bolsa del archivo, se acomodó el manto en los hombros, se pasó una mano por el pelo y salió nuevamente al corredor hasta encontrarse enfrente del despacho del rey.

Dejó escapar un profundo suspiro y llamó a la puerta.

—¿Quién es?

—Eumenes.

—Adelante.

Eumenes entró y cerró la puerta tras de sí. Filipo tenía la cabeza reclinada y parecía estar hojeando un documento que tenía delante.

—Señor, hay una petición de mano.

El rey levantó de golpe la cabeza. Tenía el rostro lleno de costurones y el único ojo que le quedaba lo tenía rojo de cansancio, de cólera, de llanto.

—¿De quién se trata? —preguntó.

—El sátrapa persa que es también rey de Caria, Pixódaro, te ofrece la mano de su hija para un príncipe de la casa real.

—Mándale a hacer gárgaras. Yo no trato con los persas.

—Señor, creo que deberías hacerlo. Pixódaro no es exactamente un persa, gobierna por cuenta del Gran Rey una provincia costera del Asia Menor y controla la fortaleza de Halicarnaso. Si te preparas para pasar los estrechos, podría resultar una elección estratégica importante. Sobre todo en estos momentos en que el trono persa no está aún en manos seguras.

—Tal vez no andes equivocado. Mi ejército partirá dentro de unos pocos días.

—Una razón más para hacerlo.

—¿Tú a quién elegirías?

—Bien, yo pensaba en…

—Arrideo. Le daremos a éste. Mi hijo Arrideo es un bobalicón, no podrá ocasionarnos grandes problemas. Y si en la cama no sale muy airoso, ya pensaré yo en la joven esposa. ¿Cómo es?

Eumenes sacó de la bolsa un pequeño retrato en tablilla, sin duda obra de un pintor griego, y se lo mostró.

—Parece muy bonita, pero no hay que fiarse: cuando uno las ve al natural se lleva verdaderas sorpresas…

—Entonces, ¿qué hago?

—Escribe que me siento honrado y emocionado por su petición y que he elegido para la muchacha al valiente príncipe Arrideo, joven arrojado en combate, de elevados sentimientos y todas esas bobadas en las que tan bueno eres. Luego tráeme la carta para la firma.

—Es una buena decisión, señor. Me pondré a ello inmediatamente. —Se encaminó hacia la puerta, pero se detuvo como si de repente se hubiera acordado de algo importante—. ¿Puedo hacerte una pregunta, mi señor?

Filipo le miró con sospecha.

—¿De qué se trata?

—¿Quién mandará el ejército que envíes a Asia?

—Átalo y Parmenio.

—Magnífico. Parmenio es un gran soldado y Átalo…

Filipo le miró fija y desconfiadamente.

—Quería decir que el alejamiento de Átalo podría favorecer…

—Una palabra más y mando cortarte la lengua.

Eumenes continuó impertérrito:

—Ya es hora de que reclames a tu hijo, señor. Por muchos y válidos motivos.

—¡Calla esa boca! —gritó Filipo.

—El primero es de orden político: ¿cómo te las arreglarás para convencer a los griegos de que tienen que vivir en paz dentro de una alianza común, si no eres capaz de mantener la paz siquiera dentro de tu familia?

—¡Cállate! —rugió el rey descargando un gran puñetazo sobre la mesa.

Eumenes sintió que su corazón estallaba en su pecho y estaba convencido de que ya había llegado su última hora, pero pensó que, en aquella situación ahora ya desesperada, era preferible morir como un hombre y prosiguió así:

—La segunda es de orden puramente personal: todos nosotros sentimos una maldita nostalgia de ese muchacho, y tú el primero, señor.

—Una palabra más y mando a la guardia que te encierre.

—Y Alejandro sufre terriblemente por todo esto.

—¡Guardia! —gritó Filipo—. ¡Guardia!

—Puedo asegurártelo. Y también la princesa Cleopatra no hace más que llorar.

Entró la guardia con gran estruendo de armas.

—Aquí tengo una carta de Alejandro que dice…

La guardia estaba a punto de ponerle las manos encima.

Alejandro a Eumenes, ¡salve!

Filipo, con una seña, le detuvo.

Estoy contento por lo que me cuentas de mi padre, que goza de buena salud y se prepara para la gran expedición contra los bárbaros en Asia.

El rey hizo una señal a la guardia de que saliera.

Pero, al mismo tiempo, la noticia que me das me entristece profundamente.

Eumenes se detuvo y miró de hito en hito a su interlocutor. Estaba alteradísimo, preso de una violenta emoción, y su único ojo de cíclope fatigado relucía bajo la frente rugosa como un carbón.

—Prosigue —dijo.

Mi sueño ha sido desde siempre seguirle en esa grandiosa empresa y cabalgar a su lado para demostrarle cuánto he tratado, durante toda mi vida, de igualar su valor y su grandeza de soberano.

Por desgracia, las circunstancias me han obligado a un gesto irreparable y la cólera me ha empujado más allá de los límites que un hijo debe rebasar.

Pero ciertamente un dios hace que cosas de este tipo sucedan, porque cuando los hombres pierden el dominio de sus actos, entonces se cumple lo que está escrito que ha de cumplirse.

Los amigos están bien, pero tristes, como yo, por la lejanía de la patria y de las personas queridas. Entre ellos, mi buen Eumenes, también te incluyo a ti. Ayuda al rey lo mejor que puedas. Eso, a mí, por desgracia me está negado. No pierdas los ánimos.

Eumenes volvió a guardar la carta y miró a Filipo, que se había cubierto el rostro con las manos.

—Yo me permití… —prosiguió al cabo de un poco.

El rey levantó la cabeza de repente.

—¿Qué te permitiste?

—Preparar una carta…

—¡Gran Zeus, yo a este griego le mato, le estrangulo con mis propias manos!

Eumenes se sentía en aquel momento como el capitán de una nave que, tras haber luchado largamente con el oleaje en medio del tempestuoso mar, con las velas desarboladas y el casco maltrecho, ha llegado ya a las proximidades de puerto, pero ha de pedir no obstante un último esfuerzo a su tripulación extenuada. Lanzó por ello un largo suspiro, tomó de la bolsa otra hoja y comenzó a leer bajo la mirada incrédula del soberano.

Filipo, rey de los macedonios, a Alejandro, ¡salve!

Lo que sucedió el día de mi casamiento fue para mí motivo de infinita amargura y decidí, a pesar del afecto que me une a ti, que te alejaría para siempre de mi presencia. Pero el tiempo es buen médico y sabe aliviar los más agudos dolores.

He meditado largamente acerca de lo sucedido y, considerando que quienes tienen una edad más avanzada y una mayor experiencia deben de dar ejemplo a los jóvenes a menudo cegados por las pasiones, he decidido poner fin al destierro al que te condené.

El mismo destierro es revocado también para tus amigos que, causándome grave ofensa, decidieron seguirte.

Es la clemencia del padre la que se impone aquí al rigor del juez y del soberano. A cambio, sólo te pido que des muestras de tu pesar por el ultraje que padecí y me demuestres que tu afecto filial no permitirá que semejantes situaciones vuelvan a producirse.

Cuídate.

Eumenes se quedó inmóvil en medio de la estancia, boquiabierto, sin saber en aquel momento qué esperarse. Filipo no decía nada, pero era evidente que quería disimular las emociones que agitaban su ánimo y mantenía la cabeza ladeada de modo que le mostraba el ojo ciego que no podía ya llorar.

—¿Qué te parece, señor? —dijo Eumenes, encontrando por fin el suficiente valor para preguntar.

—Yo no habría sabido escribirlo mejor.

—Entonces, si quisieras dignarte firmarla…

Filipo alargó la mano, tomó un cálamo, lo mojó en el tintero, pero luego se detuvo, ante la mirada ansiosa de su secretario.

—¿Qué es lo que no está bien, señor?

—No, no —dijo el soberano firmando la carta.

Inmediatamente después, sin embargo, volvió la hoja del revés, y la pluma empezó de nuevo a chirriar en una esquina inferior de la misma. Eumenes volvió a coger la misiva, echó cenizas encima, sopló y, tras hacer una reverencia, se encaminó hacia la puerta, rápido y ligero, antes de que el rey cambiase de parecer.

—Un momento —le llamó Filipo.

Se lo había pensado mejor.

Eumenes se detuvo.

—¿Qué deseas, señor?

—¿Adónde expedirás esta carta?

—Bueno, me he permitido mantener contactos, recabar con discreción alguna información…

Filipo sacudió la cabeza.

—Así que pago a un espía para que se ocupe de mi administración… Yo a este griego le estrangulo, más pronto o más tarde. ¡Por Zeus, juro que le destrozaré con estas manos!

Eumenes esbozo de nuevo una inclinación y abandonó la estancia. Mientras se apresuraba hacia su despacho, su mirada recayó en las palabras que el rey había añadido debajo de su firma.

Si lo vuelves a intentar, te mato.

Te he echado de menos.

Papá.