A Dieter empezó a dolerle la cabeza poco después de medianoche, en la suite del Hotel Frankfort, mientras permanecía de pie en mitad del dormitorio con los ojos clavados en la cama que no volvería a compartir con Stéphanie. Estaba convencido de que, si pudiera llorar, se le pasaría; pero las lágrimas no acudieron a sus ojos, y al cabo de un rato se puso una inyección de morfina y se derrumbó sobre la colcha.
El teléfono lo despertó antes del alba. Era Walter Godel, el ayudante de Rommel.
─¿Ha empezado la invasión? ─le preguntó Dieter aturdido.
─Hoy no hay nada que temer ─respondió Godel─. El Canal de la Mancha está revuelto.
Dieter se incorporó en la cama e intentó espabilarse sacudiendo la cabeza.
─Entonces, ¿qué ocurre?
─Está claro que la Resistencia esperaba algo. Esta noche ha habido una auténtica ola de sabotajes por todo el norte de Francia. ─La voz de Godel, fría de por sí, adquirió un tono glacial─. Si no me equivoco, su trabajo consiste en evitar que ocurran estas cosas. ¿Qué hace en la cama?
Dieter encajó el varapalo lo mejor que pudo y se esforzó por recobrar su habitual aplomo.
─Precisamente estoy siguiéndole el rastro a la organizadora más importante de la Resistencia ─aseguró procurando no dar la impresión de que intentaba excusar su fracaso─. Anoche estuve a punto de capturarla. La detendré hoy mismo. No se preocupe, mañana por la mañana estaremos cazando terroristas a cientos. Se lo prometo ─dijo, y lamentó de inmediato el tono suplicante de su última frase.
Godel no se dejó conmover.
─Pasado mañana puede ser demasiado tarde.
─Lo sé... ─empezó a decir Dieter, pero la comunicación se había cortado. Jodel le había colgado.
Con el auricular aún en la mano, Dieter consultó su reloj. Eran las cuatro de la mañana. Saltó fuera de la cama.
Ya no le dolía la cabeza, pero, fuera por la morfina o por la desagradable conversación telefónica, se sentía mareado. Se tomó tres aspirinas con un vaso de agua y empezó a afeitarse. Mientras se enjabonaba el rostro, pasó revista a los acontecimientos de la tarde anterior, preguntándose nerviosamente si había hecho todo lo que estaba en su mano.
Dejando al teniente Hesse frente a Chez Régis, había seguido a Michel Clairet hasta el domicilio de Philippe Moulier, proveedor de carne de diversos restaurantes y cocinas militares. La vivienda ocupaba el piso de encima del negocio. Dieter había vigilado el edificio durante una hora, pero nadie lo había abandonado.
Dieter había supuesto que Clairet pasaría la noche en la casa, había buscado un bar y había telefoneado a Hesse. Hans había conseguido una motocicleta y se había reunido con él ante la vivienda de Moulier a las diez. Perplejo, el teniente le había explicado que no habían encontrado a nadie en el piso superior de Chez Régis.
─Deben de tener algún sistema de alarma ─había dicho Dieter─ Imagino que lo acciona el camarero a la menor sospecha.
─¿Cree usted que puede ser un escondrijo de la Resistencia?
─Es probable. Imagino que el Partido Comunista lo utilizaba para celebrar reuniones, y la Resistencia lo aprovecha para sus propios fines. ─Pero, ¿cómo han conseguido escapar?
─Habrá una trampilla debajo de la alfombra, o algo por el estilo. Los comunistas estarían preparados para las situaciones de emergencia. ¿Ha detenido al camarero?
─He detenido a todo el mundo. Ahora están en el palacio.
Dieter había dejado a Hesse vigilando la casa de Moulier y se había desplazado en coche a Sainte-Cécile. Una vez en el palacio, había interrogado a Alexandre Régis, el aterrorizado propietario del bar, y había averiguado en cuestión de minutos que su hipótesis era errónea. El piso de encima de Chez Régis no era ni un escondrijo de la Resistencia ni un lugar de reunión del Partido Comunista, sino una timba ilegal. No obstante, Alexandre le había confirmado que Michel Clairet había estado en ella esa tarde. Y ─había añadido─ se había encontrado allí con su mujer.
Era desesperante. Había vuelto a escapársele de las manos. Dieter había capturado a un miembro de la Resistencia tras otro, pero Flick lo eludía constantemente.
En la suite del hotel, Dieter acabó de afeitarse, llamó al palacio y ordenó que le enviaran un coche con un conductor y dos hombres de la Gestapo. A continuación, se vistió y bajó a la cocina del hotel para pedir media docena de cruasanes calientes, que envolvió en una servilleta de lino. Luego, salió al fresco de la madrugada. Las primeras luces teñían de plata las campanas de la catedral. Uno de los rápidos Citroen de la Gestapo lo esperaba ya ante el hotel.
Dieter dio al conductor la dirección del domicilio de Moulier. Encontró a Hans acurrucado en el hueco de la puerta de un almacén, a cincuenta metros de la casa. Nadie había entrado ni salido en toda la noche, le dijo el teniente, de modo que Michel tenía que seguir dentro. Dieter ordenó al conductor del Citroen que aparcara a la vuelta de la esquina y se quedó con Hesse, compartiendo los cruasanes y viendo alzarse el sol sobre los tejados de la ciudad.
La espera sería larga. Dieter se esforzó por dominar su impaciencia a medida que pasaban los minutos y las horas inútilmente. La pérdida de Stéphanie seguía doliéndole en el alma, pero se había recuperado de la conmoción inicial y volvía a estar preocupado por el curso de la guerra. Pensó en las fuerzas de invasión concentradas en algún lugar del sur o el este de Inglaterra, en los barcos cargados de tanques y hombres ansiosos por convertir los tranquilos pueblos costeros del norte de Francia en campos de batalla. Pensó en los saboteadores franceses, armados hasta los dientes gracias a las pistolas, municiones y explosivos que los aliados les lanzaban en paracaídas y listos para atacar la retaguardia de los defensores alemanes, para apuñalarlos por la espalda y entorpecer decisivamente la capacidad de maniobra de Rommel. Se sintió idiota e impotente agazapado en la puerta de un almacén de Reims, esperando a que un terrorista aficionado acabara de desayunar. «Hoy ─se dijo─, tal vez me conduzcan hasta el mismo corazón de la Resistencia.» Pero todo lo que tenía eran esperanzas.
Eran las nueve pasadas cuando se abrió la puerta de la casa.
─Al fin ─murmuró Dieter apretándose contra la pared mientras Hans lo imitaba y apagaba el cigarrillo.
Clairet salió del edificio acompañado por un muchacho de unos diecisiete años, hijo ─supuso Dieter─ de Moulier. El chico retiró el cerrojo del portón del garaje y abrió. Clairet entró en el garaje y al cabo de un momento salió al volante de una furgoneta negra con letreros blancos en los costados, en los que podía leerse: «Moulier et Fils─Viande». Detuvo el vehículo delante del garaje y se asomó a la ventanilla para hablar con el muchacho.
Dieter estaba electrizado. Clairet había pedido prestada una furgoneta de reparto. Tenía que ser para transportar a las «grajillas». ─¡Vamos! ─le dijo a Hans.
Hesse se acercó a la motocicleta, que tenía aparcada en el bordillo, y se agachó junto a ella dando la espalda a la calle, como si estuviera manipulando el motor. Dieter corrió hacia la esquina, ordenó al conductor del Citroen que lo pusiera en marcha y se volvió para observar a Clairet.
La furgoneta se había puesto en marcha y empezaba a alejarse en dirección opuesta.
Hesse arrancó la moto y la siguió. Dieter subió al Citroen y ordenó al conductor que siguiera al teniente.
Clairet iba en dirección este. En el asiento del acompañante del Citroen, Dieter clavaba la vista con ansiedad en la parte posterior de la furgoneta. El vehículo, alto y con un respiradero en el techo en forma de pequeña chimenea, era fácil de seguir. «Ese pequeño tubo va a llevarme hasta Flick Clairet», pensó Dieter con optimismo.
La furgoneta aflojó la marcha en el Chemin de la Carriére y torció hacia el patio de una cava de champán llamada Laperriére. Hans pasó de largo y giró en la primera esquina seguido por el Citroen negro de la Gestapo. Los dos vehículos se detuvieron, y Dieter se apeó a toda prisa.
─Me parece que las «grajillas» han pasado la noche ahí dentro ─le dijo al teniente.
─¿Vamos a detenerlas? ─preguntó Hans entusiasmado.
Dieter se quedó pensativo. Se enfrentaba al mismo dilema que la víspera, delante de Chez Régis. Flick podía estar allí dentro.
Pero, si no era así y actuaban precipitadamente, Clairet dejaría de serles útil para encontrarla.
─Todavía no ─respondió─. Esperaremos.
Dieter y Hans se apostaron en la esquina para vigilar la cava de Laperriére. Al fondo del patio, lleno de barriles vacíos, había un edificio alto y elegante y una nave de techo plano, que debía de albergar las bodegas. La furgoneta de Moulier estaba aparcada en el patio.
Dieter tenía el corazón en un puño. Era de suponer que Clairet aparecería de un momento a otro acompañado por Flick y el resto de las «grajillas». Subirían a la furgoneta dispuestos a dirigirse hacia su objetivo... y Dieter y la Gestapo entrarían en acción y los detendrían.
Al cabo de unos instantes, Clairet salió solo de la nave. Parecía perplejo e indeciso. Se detuvo en mitad del patio y miró a su alrededor con el ceño fruncido.
─Y ahora, ¿qué le pasa? ─murmuró Hans.
Dieter empezaba a temer que Flick hubiera vuelto a darle esquinazo. ─Algo no va como esperaba.
Un minuto después, Clairet subió el corto tramo de escaleras que conducía a la puerta de la casa y llamó con los nudillos. Una doncella con cofia blanca abrió y lo hizo pasar.
Volvió a salir minutos más tarde. Parecía tan perplejo como antes, pero ya no estaba indeciso. Fue hacia la furgoneta, subió y la puso en marcha.
Dieter soltó una maldición. Todo apuntaba a que las «grajillas» no estaban allí. Clairet parecía tan sorprendido como él, pero eso no le servía de consuelo.
Tenía que descubrir qué había ocurrido allí.
─Haremos lo mismo que ayer, pero esta vez usted seguirá a Michel y yo registraré el lugar.
Hans puso en marcha la motocicleta.
Dieter vio alejarse a Clairet en la furgoneta de reparto, seguido a prudente distancia por Hesse. Cuando los perdió de vista, llamó a los tres agentes de la Gestapo con un gesto y entró con ellos en la propiedad de Laperriére.
─Vigilen la casa y asegúrense de que no salga nadie ─ordenó a dos de los agentes; luego, se volvió hacia el tercero─. Usted y yo registraremos la bodega ─le dijo, y echó a andar hacia la nave.
En la planta baja de la bodega había una gran prensa y tres cubas enormes. La prensa estaba inmaculada: faltaban dos o tres meses para que empezara la recolección de la uva. No había nadie, aparte de un viejo que estaba barriendo el suelo. Dieter vio unas escaleras y bajó por ellas. En el fresco sótano había más actividad: un puñado de trabajadores vestidos con monos azules metían botellas en cajas. Los hombres dejaron de trabajar y se quedaron mirando a los dos desconocidos.
Dieter y el agente de la Gestapo registraron almacén tras almacén atestado de botellas de champán, algunas colocadas en los botelleros de las paredes, otras inclinadas con el cuello hacia abajo dentro de bastidores especiales en forma de A. Pero no vieron a ninguna mujer.
En el cuarto del final del último pasillo, Dieter encontró migas de pan, colillas y una horquilla. Aquello confirmaba lo que había temido. Las «grajillas» habían pasado la noche allí. Pero habían escapado.
Dieter necesitaba alguien sobre quien descargar su frustración. Era poco probable que los trabajadores supieran algo sobre las «grajillas», pero el propietario debía de haberlas autorizado a ocultarse en el sótano. Se lo haría pagar caro. Volvió a la planta baja, atravesó el patio y fue hacia la casa. Uno de los agentes de la Gestapo le abrió la puerta.
─Están en la habitación delantera ─le dijo.
Dieter entró en una sala amplia y decorada con objetos caros, pero abandonados: gruesas cortinas polvorientas, una alfombra raída y una larga mesa de comedor con doce sillas a juego. La aterrorizada servidumbre permanecía de pie en un extremo de la habitación: la doncella que abría la puerta, un anciano que llevaba un gastado traje negro y parecía el mayordomo y una mujer gruesa con un delantal anudado a la cintura, que debía de ser la cocinera. El otro agente de la Gestapo los encañonaba con la pistola. Una mujer delgada de unos cincuenta años y pelo rojo con hebras de plata permanecía sentada en el extremo más alejado de la mesa. Llevaba un vestido fino de seda de color amarillo pálido y miraba a Dieter con aire de tranquila superioridad.
Dieter se acercó a uno de los agentes de la Gestapo.
─¿Dónde está el marido? ─le preguntó en voz baja.
─Se ha marchado a las ocho. No saben adónde ha ido. Lo esperan para la hora de comer.
Dieter se volvió hacia la señora de la casa.
─¿Madame Laperriére?
La mujer asintió con expresión grave, pero no se dignó hablar.
Dieter decidió herir su amor propio. Algunos oficiales alemanes trataban con deferencia a los franceses ricos; en opinión de Dieter, hacían mal. Él no estaba dispuesto a rebajarse yendo hasta el final de la mesa para proseguir la conversación.
─Tráigala aquí.
El agente de la Gestapo se acercó a ella y le dijo unas palabras. La mujer se levantó lentamente y fue hasta donde estaba Dieter.
─¿Qué quiere? ─preguntó madame Laperriére.
─Ayer por la mañana, un grupo de terroristas ingleses mató a dos agentes alemanes y a una mujer francesa y se dio a la fuga.
─Siento oírlo ─murmuró la mujer.
─Ataron a la mujer y le pegaron dos tiros en la nuca ─siguió diciendo Dieter─. Cuando la encontramos, tenía el vestido cubierto de sangre y materia gris. ─Madame Laperriére cerró los ojos y volvió la cabeza─. Anoche, su marido dio cobijo en su bodega a esos terroristas. ¿Se le ocurre algún motivo por el que no debamos ahorcarlo?
Detrás de Dieter, la doncella empezó a sollozar.
Madame Laperriére estaba deshecha. Las piernas dejaron de sostenerla, y tuvo que agarrarse al respaldo de una silla y sentarse.
─No, por favor ─murmuró.
─Puede ayudar a su marido contándome lo que sepa ─le dijo Dieter.
─Yo no sé nada ─respondió la mujer con un hilo de voz─. Llegaron cuando acabábamos de cenar y se han marchado antes del amanecer. Ni siquiera he llegado a verlos.
─¿Tenían vehículo? ¿Les ha proporcionado un coche su marido? La mujer meneó la cabeza.
─No tenemos gasolina.
─Entonces, ¿cómo distribuyen el champán que producen?
─Nuestros clientes tienen que venir a recogerlo.
Dieter no la creía. Estaba seguro de que Flick necesitaba un medio de transporte. Por eso había pedido prestada la furgoneta Clairet y se había presentado allí con ella. Sin embargo, Flick y las «grajillas» se habían ido sin esperarlo. Debían de haber conseguido otro vehículo y decidido continuar por su cuenta. Sin duda, Flick habría dejado un mensaje para su marido explicándole la situación y diciéndole dónde podía reunirse con ella.
─¿Pretende hacerme creer que se fueron de aquí a pie? ─le preguntó Dieter.
─No ─respondió madame Laperriére─. Sólo he dicho que no sé nada. Cuando me he levantado, ya se habían ido.
Dieter seguía pensando que mentía, pero sacarle la verdad exigiría tiempo y paciencia, y a Dieter se le estaban agotando ambas cosas.
─Deténganlos a todos ─ordenó a los agentes de la Gestapo con una mezcla de cólera y frustración.
En ese momento, sonó el teléfono del pasillo. Dieter salió del comedor y descolgó el auricular.
─Póngame con el mayor Franck ─dijo una voz con acento alemán.
─Al aparato.
─Aquí el teniente Hesse, mayor.
─Hans, ¿qué ha ocurrido?
─Estoy en la estación. Clairet ha aparcado la furgoneta y ha sacado un billete a Marles. El tren está a punto de salir.
Era lo que Dieter había pensado. Las «grajillas» se habían marchado por su cuenta tras dejar instrucciones para que Clairet se reuniera con ellas. Seguían planeando volar el túnel ferroviario. Estaba harto de que Flick fuera siempre un paso por delante de él. No obstante, no había conseguido eludirlo completamente. La persecución no había acabado. Dieter estaba convencido de que no tardaría en darle caza.
─Coja el tren de inmediato ─le ordenó a Hans─. No se separe de él. Nos encontraremos en Marles.
─Muy bien ─dijo Hesse, y colgó.
Dieter regresó al comedor.
─Llamen al palacio y pidan transporte ─dijo a los agentes de la Gestapo─. Entreguen a los detenidos al sargento Becker para que los interrogue. Díganle que empiece con Madame ─añadió, y se volvió hacia el conductor─. Usted me llevará a Marles.
Desayunaron en el Café de la Jare, cerca de la estación de ferrocarril. Flick y Paul tomaron achicoria, pan negro y salchichas con poca o ninguna carne en su interior. Ruby, Jelly y Greta desayunaban en otra mesa, como si no los conocieran. Flick no dejaba de mirar hacia la calle.
Sabía que Michel corría un enorme peligro, y había considerado la posibilidad de buscarlo para ponerlo sobre aviso. Podría haber ido a casa de Moulier, pero eso habría sido hacerle el juego a la Gestapo, que estaría siguiendo a Michel con la esperanza de que los condujera hasta ella. Y llamarlo por teléfono a la casa era arriesgarse a que los escucharan en la central telefónica y descubrieran su escondrijo. De hecho, había decidido Flick, lo mejor que podía hacer para ayudar a Michel era no ponerse en contacto con él directamente. Si su teoría era acertada, Dieter Franck lo dejaría libre en tanto no la hubiera capturado.
De modo que había optado por entregar un mensaje para Michel a madame Laperriére. Decía lo siguiente:
Michel:
Estoy segura de que estás bajo vigilancia. El lugar en el que estuviste anoche recibió una visita inesperada después de que te fueras. Es muy probable que te hayan seguido esta mañana.
Nos iremos antes de que llegues y procuraremos pasar inadvertidos en el centro de la ciudad. Aparca la furgoneta cerca de la estación y deja la llave bajo el asiento del conductor. Coge un tren a Marles. Líbrate de tu perseguidor y vuelve a Reims.
¡Ten cuidado, por favor!
Flick
No olvides quemar esta nota.
En teoría, era una buena idea, pero Flick pasó la mañana con el corazón en un puño, rezando para que funcionara.
Por fin, a las once, vio una furgoneta negra que aparcó ante la entrada de la estación. El rótulo del costado, estarcido con letras blancas, rezaba: «Moulier et Fils─Viandes».
Flick vio bajar a su marido y volvió a respirar.
Michel entró en la estación. Estaba siguiendo el plan.
Flick intentó comprobar si lo seguían, pero era imposible. La gente no paraba de llegar a pie, en bicicleta o en coche. Cualquiera de los que entraban en la estación podría estar siguiendo a Michel.
Flick se quedó en el bar, fingiendo tomarse el amargo sucedáneo de café, pero lanzando constantes vistazos a la furgoneta para descubrir si la estaban vigilando. Observó los vehículos que llegaban a la estación y estudió los rostros de la gente que entraba y salía, pero no vio a nadie que mirara hacia la furgoneta. Al cabo de quince minutos, le hizo un gesto a Paul. Se levantaron, cogieron las maletas y salieron del café.
Flick abrió la puerta del conductor y se metió en la furgoneta. Paul se sentó a su lado. Flick tenía un nudo en la boca del estómago. Si la Gestapo les estaba tendiendo una trampa, aquél era el momento ideal para detenerlos. Buscó debajo del asiento, encontró la llave y puso en marcha el vehículo.
Miró alrededor. Nadie parecía haberse fijado en ellos.
Ruby, Jelly y Greta salieron del café. Flick movió la cabeza para indicarles que subieran atrás.
Flick se volvió hacia la caja del vehículo. La furgoneta disponía de estantes, cajones y bandejas de hielo para mantener baja la temperatura. Todo parecía escrupulosamente limpio, pero el aire conservaba un leve olor a carne cruda.
En la parte posterior, las mujeres abrieron las puertas, lanzaron las maletas a la caja y subieron. Ruby cerró de un golpe. Flick puso primera y empezó a alejarse de la estación.
─ ¡Lo hemos conseguido! ─exclamó Jelly.
Flick sonrió débilmente. Lo más duro estaba por llegar.
Salieron de la ciudad y tomaron la carretera a Sainte-Cécile. Flick temía ver algún coche de la policía o algún Citroen de la Gestapo, pero se sentía relativamente segura. El letrero de la furgoneta proclamaba su derecho a circular. Y no era extraño que una mujer condujera un vehículo de reparto, cuando tantos hombres franceses trabajaban en campos de Alemania o habían huido a las colinas para unirse al maquis y eludir la deportación.
Llegaron a Sainte-Cécile poco después de mediodía. Una vez más, Flick comprobó la calma repentina que se adueñaba de las calles francesas apenas daban las doce y la gente se sentaba en torno a la comida más importante del día. Flick se dirigió directamente a casa de Antoinette. La puerta alta de dos hojas que daba al patio interior estaba entreabierta. Paul se apeó y la abrió de par en par. Flick entró con la furgoneta y Paul la siguió y volvió a cerrar.
─Venid cuando me oigáis silbar ─dijo Flick, y saltó fuera de la furgoneta.
Flick llegó ante la puerta de Antoinette. La última vez que había llamado a ella, hacía ocho días eternos, la tía de Michel, asustada por el tiroteo de la plaza, había tardado en contestar. Esta vez, abrió de inmediato. La mujer, que llevaba un vestido amarillo de algodón, elegante pero gastado, la miró sin comprender: Flick seguía llevando la peluca morena. Al cabo de un instante, consiguió reconocerla.
─¡Tú! ─exclamó aterrorizada─. ¿Qué quieres ahora?
Flick se volvió hacia la furgoneta, soltó un silbido y empujó a Antoinette al interior del piso.
─No se preocupe ─le dijo─. La vamos a atar para que los alemanes no sospechen de usted.
─¿A qué viene esto? ─preguntó Antoinette temblando como una hoja.
─Enseguida se lo explico. ¿Está sola?
─Sí.
─Bien.
Paul y las mujeres entraron en el piso y Ruby cerró la puerta. Flick los reunió en la cocina. La mesa estaba puesta: pan negro, zanahoria rallada, un trozo de queso y una botella de vino sin etiqueta.
─¿A qué viene esto? ─volvió a preguntar Antoinette.
─Siéntese ─le dijo Flick─. Acabe de comer.
La mujer se sentó, pero no tocó la comida.
─Se me ha quitado el apetito.
─La cosa es muy sencilla ─dijo Flick─. Sus chicas no van a limpiar el palacio esta tarde. Lo haremos nosotras.
Antoinette la miró asombrada.
─¿Cómo?
─Vamos a mandarles una nota diciéndoles que vengan antes de acudir al trabajo. Cuando lleguen, las ataremos. Luego, entraremos en el palacio en su lugar.
─No pueden, no tienen pases.
─Sí, los tenemos.
─¿Cómo...? ─Antoinette ahogó un grito─. ¡Tú me robaste el pase! ¡El domingo del tiroteo! Creía que lo había perdido... ¡Los alemanes me volvieron loca!
─Siento haberle causado problemas ─dijo Flick.
─Pero esto es peor... ¡Quieres volar el palacio! ─Antoinette empezó a gemir y mecerse en la silla─. Me culparán a mí. Ya los conoces... ¡Nos torturarán a todas!
Flick apretó los dientes. Sabía que Antoinette podía estar en lo cierto. Cabía la posibilidad de que la Gestapo diera por supuesto que las limpiadoras habían colaborado en el engaño y las matara a todas.
─Vamos a hacer todo lo posible para que parezcan inocentes ─ dijo Flick─. Usted y sus chicas serán nuestras víctimas, igual que los alemanes.
─No nos creerán ─gimió Antoinette─.Y puede que nos maten.
─Sí ─replicó Flick con dureza─. Eso es lo malo de la guerra.
Marles era una pequeña localidad situada al este de Reims, donde la línea férrea iniciaba el largo ascenso hacia las montañas camino de Frankfurt, Stuttgart y Nuremberg. Por el túnel situado a las afueras del pueblo discurría la inagotable corriente de suministros enviados por la madre patria a las fuerzas alemanas que ocupaban Francia. La destrucción del túnel dejaría a Rommel sin municiones.
Las casas con entramado de madera pintada de colores vivos daban al pueblo un aire bávaro. El ayuntamiento se alzaba en una plaza arbolada, frente a la estación de ferrocarril. En esos momentos, el jefe local de la Gestapo, que se había instalado en el magnífico despacho del alcalde, estudiaba un gran mapa de la zona extendido sobre la mesa con Dieter Franck y el oficial al mando del destacamento que custodiaba el túnel, un tal capitán Bern.
─Tengo veinte hombres en cada extremo del túnel y otro grupo patrullando la montaña constantemente ─dijo Bern─. La Resistencia tendría que reunir una fuerza considerable para vencerlos.
Dieter frunció el ceño. Según la confesión de la lesbiana a la que había interrogado, Diana Colefield, Flick había empezado con un equipo de seis mujeres, incluida ella, y en esos momentos no debía de contar más que con cuatro. No obstante, cabía la posibilidad de que se hubiera unido a otro grupo o establecido contacto con miembros de la Resistencia de Marles y sus alrededores.
─Tienen gente de sobra ─dijo Dieter─. Los franceses están convencidos de que la invasión es inminente.
─Sin embargo, es difícil que un grupo numeroso pase inadvertido. Y hasta la fecha no hemos visto nada sospechoso.
Bern era bajo y delgado, y usaba gafas de lentes gruesas, lo que probablemente explicaba que lo hubieran destinado a aquel agujero en lugar de asignarle una unidad de combate; pero Dieter había comprendido de inmediato que, a pesar de su juventud, era un oficial inteligente y eficaz, y se sentía inclinado a tomarse muy en serio sus opiniones.
─¿Hasta qué punto es vulnerable el túnel a los explosivos? ─le preguntó Dieter.
─Está excavado en la roca. Desde luego, puede ser destruido, pero haría falta todo un camión cargado de dinamita.
─Tienen dinamita de sobra.
─Pero tendrían que traerla aquí e, insisto, sin que nosotros los descubramos.
─Desde luego. ─Dieter se volvió hacia el jefe de la Gestapo─. ¿Ha recibido algún informe sobre vehículos sospechosos o sobre algún grupo de recién llegados?
─En absoluto. En el pueblo sólo hay un hotel, y en estos momentos no hay nadie alojado en él. Mis hombres han recorrido los bares y restaurantes a la hora de la comida, como todos los días, y no han visto nada fuera de lo normal.
─¿Cabe la posibilidad, mayor, de que la información que ha recibido respecto a un atentado contra el túnel sea una estratagema? ─preguntó Bern tímidamente─. Una cortina de humo, tal vez para apartar su atención del auténtico objetivo...
Dieter no había descartado aquella inquietante posibilidad. La amarga experiencia le había enseñado que Flick Clairet era una maestra en el arte del engaño. ¿Habría vuelto a burlarlo? Era una idea demasiado humillante para considerarla.
─Interrogué a la informante yo mismo, y estoy seguro de que era sincera ─respondió Dieter procurando ocultar su rabia─. Aun así, podría tener razón. Es posible que esa mujer hubiera recibido una información falsa, como medida de precaución.
─Se acerca un tren ─dijo Bern inclinando la cabeza. Dieter frunció el ceño. No oía nada─. Tengo muy buen oído ─añadió el capitán con una sonrisa─. Seguramente, para compensar mi mala vista.
Dieter había averiguado que, hasta el momento, el único tren llegado de Reims había sido el de las once, de modo que Clairet y el teniente Hesse debían de haber cogido el siguiente.
El jefe de la Gestapo se acercó a la ventana.
─Es un tren procedente del este ─dijo─. Su hombre llegará de Reims, si no he entendido mal...
Dieter asintió.
─En realidad, se acercan dos trenes ─dijo Bern─. Uno de cada lado. El jefe de la Gestapo miró en la otra dirección. ─Tiene razón, son dos.
Bajaron a la plaza. El conductor de Dieter, que estaba recostado contra el Citroen, se puso firme y apagó el cigarrillo. A su lado había un motorista de la Gestapo, listo para seguir a Clairet.
Los tres hombres entraron en la estación.
─¿Hay otra salida? ─le preguntó Dieter al jefe de la Gestapo.
─No.
Siguieron esperando.
─¿Se han enterado de la noticia? ─preguntó Bern.
─No, ¿qué ha ocurrido? ─dijo Dieter.
─Roma ha caído.
─Dios mío...
─El Noveno Ejército de Estados Unidos entró en la Piazza Venezia a las siete de la tarde de ayer.
Como oficial superior, Dieter se sintió en la obligación de mantener la moral.
─Es una mala noticia, pero era de esperar ─dijo─. No obstante, Italia no es Francia. Si intentan invadirnos, se llevarán una desagradable sorpresa ─aseguró Dieter, esperando no equivocarse.
El tren procedente del este fue el primero en llegar. Sus pasajeros empezaban a apearse cuando el procedente de Reims entró en el andén. En el vestíbulo había un grupo de gente esperando a los viajeros. Dieter los observó disimuladamente, preguntándose si la Resistencia local contactaría con Clairet cuando saliera de la estación. No vio nada sospechoso.
La Gestapo tenía un puesto de control en la puerta de acceso al vestíbulo. El jefe de la Gestapo se unió a sus subordinados. El capitán Bern se ocultó detrás de un pilar. Dieter volvió al coche y se sentó en la parte posterior para vigilar la entrada de la estación.
¿Qué haría si el capitán Bern tenía razón y el asunto del túnel era una cortina de humo? La perspectiva era desalentadora. Tendría que considerar alternativas. ¿Qué otros objetivos militares había en la zona de Reims? La central telefónica de Sainte-Cécile, desde luego; pero la Resistencia había fracasado en su intento de inutilizarla hacía tan sólo una semana. Parecía poco probable que volvieran a atentar contra ella tan pronto. Al norte de la ciudad había un campamento militar, varias estaciones ferroviarias de clasificación entre Reims y París...
Estaba perdiendo el tiempo. Hacer suposiciones no le llevaría a ninguna parte. Lo que necesitaba era información.
Podía interrogar a Clairet de inmediato, tan pronto bajara del tren, arrancarle las uñas una a una hasta que hablara... pero, ¿sabría la verdad? Puede que le contara alguna historia falsa en la que creía a pies juntillas, como había hecho Diana. Era preferible limitarse a seguirlo hasta que se encontrara con Flick. Ella sabía cuál era el auténtico objetivo. Era la única a quien merecía la pena interrogar.
Dieter observaba a los viajeros que habían pasado el control de la Gestapo y abandonaban la estación. Se oyó un pitido, y el tren procedente del este se puso en marcha. Seguían saliendo viajeros: diez, veinte, treinta... El tren procedente de Reims arrancó.
En ese momento, Hesse apareció en la entrada de la estación.
─¿Qué demonios...? ─farfulló Dieter.
Hans recorrió la plaza con la mirada, vio el Citroen y corrió hacia él. Dieter saltó fuera del coche.
─¿Qué ha pasado? ¿Dónde está? ─le preguntó el teniente.
─¿Qué quiere decir? ─gritó Dieter colérico─. ¡Tenía usted que seguirlo!
─¡Y lo he hecho! Ha bajado del tren. Lo he perdido de vista en la cola del control. Al cabo de un momento, he empezado a preocuparme y me he saltado la cola, pero había desaparecido.
─¿Ha podido volver al tren?
─No... Lo he seguido hasta que ha abandonado el andén. ─¿Y subirse al otro?
Hans lo miró estupefacto.
─He dejado de verlo justo cuando cruzábamos al andén de Reims.
─Eso es ─murmuró Dieter─. ¡Maldita sea! Va camino de Reims.
Clairet era un señuelo. Todo este viaje ha sido una cortina de humo ─dijo Dieter, furioso consigo mismo por haberse tragado el anzuelo.
─¿Qué hacemos?
─Daremos alcance al tren y usted volverá a seguirlo. Estoy convencido de que nos llevará hasta Flick Clairet. ¡Suba al coche, vamos!
Flick apenas podía creer que hubieran llegado tan lejos. Cuatro de las seis «grajillas» originales habían eludido la captura, a pesar de la brillantez de su adversario y de los vaivenes de la suerte, y ahora estaban en la cocina de Antoinette, a sólo unos pasos de la plaza de Sainte-Cécile y a apenas cien metros de un cuartel de la Gestapo. En diez minutos se pondrían en marcha hacia las puertas del palacio.
Antoinette y cuatro de las cinco limpiadoras estaban fuertemente atadas a sendas sillas de cocina. Paul las había amordazado a todas menos a Antoinette. Las cinco habían llegado con una pequeña cesta o una bolsa de lona con comida y bebida ─pan, patatas asadas, fruta y una botella con vino o sucedáneo de café─, que solían tomar durante el descanso de las nueve y media, pues tenían prohibida la entrada a la cantina alemana. En esos momentos, las «grajillas» estaban vaciando las cestas y bolsas a toda prisa y volviendo a llenarlas con lo que debían introducir en el palacio: linternas, pistolas, munición y explosivo plástico en barritas de doscientos cincuenta gramos. Las maletas en las que habían transportado todo aquello hasta el momento habrían llamado la atención en manos de unas limpiadoras que acudían al trabajo.
Flick se dio cuenta enseguida de que las bolsas y las cestas no bastaban. Su metralleta Sten con silenciador podía desarmarse en tres partes, pero cada una medía palmo y medio, y Jelly tenía dieciséis detonadores en un recipiente a prueba de sacudidas, una bomba incendiaria de termita y un bloque de un producto químico que producía oxígeno, para avivar fuegos en sitios cerrados, como búnqueres. Además, tras llenar las bolsas con sus cosas, tendrían que ocultarlas con las de las limpiadoras. Les faltaba sitio.
─Maldita sea ─murmuró Flick, que empezaba a ponerse nerviosa─. ¿No tiene bolsas más grandes, Antoinette?
─¿De qué clase?
─Pues bolsas, bolsas grandes. Tendrá alguna bolsa de la compra, ¿no?
─La que uso cuando voy a comprar fruta. Está en la despensa. Flick se puso a buscar y sacó un capazo de paja de forma rectangular. ─Es perfecto. ¿No tiene algún otro?
─No. ¿Para qué iba a querer dos?
Necesitaban cuatro, se dijo Flick.
Se oyó llamar a la puerta. Flick fue a abrir. En el rellano había una mujer con una bata floreada y una redecilla en el pelo: la última limpiadora.
─Buenas tardes ─dijo Flick.
La mujer, sorprendida al ver a una extraña, dudó. ─¿Está Antoinette? Me ha mandado una nota... Flick esbozó una sonrisa tranquilizadora.
─Está en la cocina. Entre, por favor.
La mujer avanzó por el piso, que evidentemente conocía bien, y entró en la cocina, donde se detuvo en seco y soltó un chillido.
─No te preocupes, Francoise ─le dijo Antoinette─. Nos han atado para que los alemanes no piensen que les hemos ayudado.
Flick se acercó a la mujer y le cogió la bolsa. Era de cuerda trenzada, ideal para llevar una barra de pan y una botella, pero inservible para ellas.
Aquel irritante problema la estaba sacando de quicio minutos antes del momento culminante de la misión. No podrían ponerse en marcha hasta que lo resolvieran. Flick trató de pensar con calma.
─¿Dónde compró el capazo? ─le preguntó a Antoinette al cabo de un instante.
─En la cestería de enfrente. Se ve desde la ventana.
La tarde era cálida, y las ventanas estaban abiertas, pero con los postigos entornados para que no entrara sol. Flick separó unos dedos los de la ventana más próxima y se asomó a la calle du Cháteau. En la acera de enfrente había una tienda de cestos, velas, escobas y perchas.
Flick se volvió hacia Ruby.
─Ve y compra otros tres capazos, deprisa. ─Ruby fue hacia la puerta─. Si puede ser, de diferentes formas y colores ─añadió Flick, comprendiendo que cuatro mujeres con capazos idénticos podían llamar la atención.
─De acuerdo.
Deshaciéndose en disculpas y sonrisas, Paul ató a la última limpiadora a una silla y la amordazó. La mujer no se resistió.
Flick entregó sus pases a Jelly y Greta. Los había retenido hasta el último minuto por miedo a que la Gestapo capturara a alguna «grajilla», le encontrara el pase encima y descubriera el objetivo de la misión. Luego, con el de Ruby en la mano, se asomó a la ventana.
La chica salió de la tienda llevando tres capazos diferentes. Flick respiró aliviada y consultó su reloj: faltaban dos minutos para las siete.
En ese momento, se produjo el desastre.
Ruby iba a cruzar la calle cuando la abordó un individuo vestido con ropa de estilo militar: boina, camisa azul de algodón con botones en los bolsillos, corbata azul oscuro y pantalones negros con los bajos metidos en botas altas. Era el uniforme de la Milicia, la policía de seguridad que hacía el trabajo sucio del régimen.
─¡Oh, no! ─murmuró Flick.
Como la Gestapo, la Milicia estaba formada por sujetos demasiado estúpidos y brutales para trabajar en la policía regular. Sus jefes eran versiones pudientes del mismo tipo, patriotas desaforados que se llenaban la boca con la gloria de Francia y enviaban a sus subordinados a detener a niños judíos escondidos en desvanes.
Paul se acercó a la ventana y miró hacia la calle por encima del hombro de Flick.
─¡Mierda, un puto miliciano! ─masculló.
La mente de Flick trabajaba a toda velocidad. ¿Era aquello un encuentro casual, o formaba parte de un rastreo organizado para dar con las «grajillas»? Los milicianos eran un hatajo de camorristas y tenían carta blanca para incordiar a sus compatriotas. Paraban a los transeúntes por el simple hecho de que no les gustaba su cara, examinaban sus papeles con lupa y los arrestaban con cualquier excusa. ¿Era eso lo que estaba haciendo aquel sujeto con Ruby? Así lo esperaba Flick. Porque, si la policía había decidido parar a todo el mundo en las calles de Sainte-Cécile, puede que nunca llegaran a las puertas del palacio.
El policía empezó a interrogar a Ruby con agresividad. Flick no podía oírlo con claridad, pero captó las palabras «mestiza» y «negra», y se preguntó si estaría acosando a Ruby por ser gitana. Ruby sacó sus papeles. El hombre los examinó y siguió interrogándola sin devolvérselos.
Paul sacó la pistola.
─Guarda eso ahora mismo ─le ordenó Flick. ─¿No irás a dejar que la detenga?
─Sí, voy a hacerlo ─respondió Flick con calma─. Si iniciamos un tiroteo, podemos despedirnos de la misión, pase lo que pase. La vida de Ruby no es tan importante como inutilizar la central telefónica. Guárdate la maldita pistola.
Paul se la metió bajo el cinturón.
La conversación entre Ruby y el miliciano subió de tono. Aterrada, Flick vio que la chica se cambiaba los tres capazos a la mano izquierda y se llevaba la derecha al bolsillo de la gabardina. El hombre la agarró del hombro izquierdo con brusquedad, obviamente decidido a detenerla.
Ruby actuó con celeridad. Dejó caer los capazos. Su mano derecha salió del bolsillo empuñando el machete de comando. Dio un paso adelante, echó atrás la mano y descargó el arma con enorme fuerza. La hoja atravesó la camisa del miliciano justo debajo del esternón.
─Dios ─murmuró Flíck.
El policía emitió un breve quejido, que murió transformado en un barboteo horrible. Ruby sacó el machete y volvió a asestárselo, esta vez en el costado. El hombre echó atrás la cabeza y abrió la boca en un grito mudo.
Flick procuró pensar. Si conseguían ocultar el cuerpo de inmediato, tal vez salieran del paso. ¿Había algún testigo del apuñalamiento? Los postigos le impedían ver la calle en toda su extensión. Los abrió de par en par y asomó el cuerpo. A su izquierda, la calle du Cháteau estaba desierta, salvo un camión aparcado y un perro que dormitaba delante de una puerta. Al volverse hacia el otro lado, vio a tres jóvenes, dos hombres y una mujer vestidos con ropa de estilo militar, que se acercaban por la acera. Debían de pertenecer al personal administrativo del palacio.
El miliciano se desplomó sobre la acera con la boca llena de sangre.
Antes de que Flick pudiera alertarla, los dos hombres de la Gestapo se abalanzaron sobre Ruby y la agarraron de los brazos.
Flick se apartó de la ventana rápidamente y entornó los postigos. Ruby no tenía escapatoria.
Siguió observando por la rendija que separaba los dos postigos. Uno de los hombres de la Gestapo lanzó la mano de Ruby contra la pared de la tienda y la obligó a soltar el machete. La joven alemana se inclinó sobre el cuerpo del miliciano. Le levantó la cabeza y le dijo algo; luego, se volvió hacia sus compañeros. Se produjo un rápido intercambio de frases farfulladas. La joven corrió hacia el interior de la cestería y regresó con el tendero. El hombre se inclinó sobre el miliciano y volvió a erguirse poniendo cara de asco, fuera debido a las terribles heridas o al odiado uniforme, Flick no hubiera sabido decirlo. La joven alemana echó a correr hacia el palacio, presumiblemente en busca de ayuda, mientras sus dos compañeros arrastraban a Ruby en la misma dirección.
Flick se volvió hacia Paul.
─Baja y coge los capazos ─le ordenó.
Paul no se lo pensó.
─Sí, señora ─dijo, y salió hacia la puerta.
Flick lo vio aparecer en la calle y cruzar la calzada. ¿Qué pensaría el tendero? El hombre miró a Paul y dijo algo. Paul no le respondió; se agachó, cogió los capazos rápidamente y dio media vuelta.
El tendero se quedó mirando a Paul. Su rostro expresaba con claridad lo que le pasaba por la cabeza: pasmo ante la aparente indiferencia de Paul, perplejidad mientras intentaba encontrar una explicación a lo ocurrido y una sonrisa de inteligencia al empezar a comprender.
─Hay que moverse ya ─dijo Flick cuando Paul entró en la cocina─. ¡Meted las cosas en los capazos y andando! Tenemos que pasar el control mientras los guardias siguen revolucionados por lo de Ruby.
Flick se apresuró a llenar su capazo con una linterna, las tres piezas de la metralleta Sten, seis cargadores de treinta y dos balas y su parte de explosivo plástico. La pistola y la navaja iban en sus bolsillos. Tapó el contenido del capazo con una servilleta y puso encima media barra de pan y una botella.
─¿Y si los guardias de la entrada intentan registrar los capazos? ─preguntó Jelly.
─Será lo último que hagan ─respondió Flick─. Nos llevaremos por delante a todos los nazis que podamos. No permitáis que os capturen vivas.
─¡Ay, Dios! ─murmuró Jelly, pero comprobó el cargador de su automática como una profesional y volvió a encajarlo con un golpe seco.
La campana de la iglesia empezó a dar las siete.
Estaban listas.
Flick se volvió hacia Paul.
─Alguien podría extrañarse de que se presenten tres limpiadoras en vez de seis. Antoinette es su jefa, así que tal vez decidan preguntarle el motivo. Si viene alguien, tendrás que cargártelo.
─Entendido.
Flick besó a Paul en la boca, rápida pero apasionadamente, y salió a toda prisa seguida por Jelly y Greta.
En la acera de enfrente, el tendero, que seguía mirando al miliciano agonizante, alzó la vista hacia las tres mujeres y la desvió de inmediato. Flick supuso que había empezado a ensayar sus respuestas a un posible interrogatorio: «No he visto nada. No había nadie más».
Las tres «grajillas» echaron a andar calle adelante en dirección a la plaza. Impaciente por llegar al palacio, Flick apretó el paso con la vista clavada en la verja de entrada, que se alzaba justo enfrente, al otro lado de la plaza. Ruby y sus dos captores la atravesaban en ese preciso instante. «Bueno ─se dijo Flick─, al menos ella lo ha conseguido.»
Llegaron al final de la calle y empezaron a cruzar la plaza. La luna del Café des Sports, destrozada durante el tiroteo del domingo anterior, estaba tapiada con tablas. Dos centinelas abandonaron el palacio escopeta en mano y echaron a correr por la plaza, sin duda hacia el lugar donde había caído el miliciano. Las «grajillas» se hicieron a un lado, y los soldados pasaron junto a ellas sin mirarlas.
Flick llegó a la entrada de la verja. Era el primer momento de auténtico peligro.
El centinela seguía mirando a sus dos compañeros sin prestar atención a Flick. Echó un rápido vistazo a su pase y le indicó que entrara con un gesto de la cabeza. Flick cruzó la valla y se detuvo para esperar a las otras.
Greta se acercó al centinela, que le hizo tan poco caso como a Flick.
Estaba pendiente de lo que ocurría en la calle du Cháteau.
Flick se dijo que lo habían conseguido; pero, de pronto, el soldado, que acababa de comprobar el pase de Jelly, se inclinó sobre su capazo. ─Eso huele que alimenta ─le dijo a Jelly.
Flick contuvo el aliento.
─Será el embutido de mi cena ─respondió Jelly─. Es un poco fuerte. El centinela le indicó que entrara y volvió a mirar hacia la plaza. Las tres «grajillas» cruzaron la explanada, subieron la escalinata y, al fin, entraron en el palacio.
Dieter pasó la tarde persiguiendo el tren de Clairet y deteniéndose en un pueblo de mala muerte tras otro para comprobar que no lo abandonaba. No dejaba de decirse que estaba perdiendo un tiempo precioso y que Clairet sólo era un señuelo; pero no tenía alternativa. Aquel hombre era su única pista. Sin él, no tendría nada.
El tren llegó a Reims con Clairet en él.
Una angustiosa sensación de fracaso y desgracia inminentes se abatió sobre Dieter mientras esperaba en el coche, junto a un edificio bombardeado, a que Clairet saliera de la estación. ¿Cuál había sido su error? Estaba convencido de haber hecho todo lo humanamente posible. Sin embargo, nada había funcionado.
¿Y si seguir a Clairet no lo llevaba a ninguna parte? Antes o después, tendría que cortar por lo sano y someterlo a interrogatorio. Pero, ¿cuánto tiempo le quedaba? Esa noche habría luna llena, pero el Canal de la Mancha seguía revuelto. Los aliados podían posponer la invasión, o decidir atacar a pesar del mal tiempo. En cuestión de horas podía ser demasiado tarde.
Esa mañana, Clairet había llegado a la estación en la furgoneta de Philippe Moulier, el proveedor de carne. Dieter había intentado localizarla en las inmediaciones de la estación; al no encontrarla, supuso que la había recogido Flick. A esas alturas, las «grajillas» podían estar en cualquier sitio en un radio de doscientos kilómetros. Dieter se maldijo por no haber dejado a alguien vigilando el vehículo.
Intentó distraerse pensando en cómo interrogar a Clairet. Probablemente su punto débil era Gilberte. En esos momentos, la chica estaba en una celda del palacio, preguntándose qué harían con ella. Seguiría allí hasta que Dieter tuviera la certeza de que había acabado con ella; luego, la ejecutarían o la enviarían a un campo de Alemania. ¿Cómo podía usarla para hacer hablar a Clairet, y rápido?
Pensar en los campos de Alemania le dio una idea.
─Cuando la Gestapo manda prisioneros a Alemania ─dijo inclinándose hacia el conductor─, los envía en tren, ¿verdad?
─Sí, señor.
─¿Es verdad que los meten en los mismos vagones que sirven para transportar animales?
─Sí, señor, en vagones de ganado. Es lo que se merece ese hatajo de comunistas, judíos y demás.
─¿Dónde los embarcan?
─Aquí mismo, en Reims. El convoy de París para aquí. ─¿Y cada cuánto pasa?
─Hay uno casi todos los días. Sale de París después de mediodía y llega aquí hacia las ocho de la tarde, cuando no se retrasa.
Antes de que pudiera perfilar su idea, Dieter vio a Clairet saliendo de la estación. A diez metros, confundido entre la gente, apareció Hans. Clairet echó a andar hacia el Citroen por la acera contraria.
El conductor de la Gestapo encendió el motor.
Dieter se volvió en el asiento para observar mejor las evoluciones de Clairet y Hesse.
Los dos hombres pasaron a la altura del coche. Luego, para sorpresa de Dieter, Clairet torció en la calle inmediata al Café de la Gare.
Hans apretó el paso y dobló la misma esquina menos de un minuto después.
Dieter frunció el ceño. ¿Intentaba Clairet dar esquinazo a Hans?
El teniente volvió a aparecer en la esquina y miró a ambos lados de la calle con cara de preocupación. Apenas había gente: los escasos viajeros que entraban a la estación o salían a la calle y los últimos trabajadores del centro de la ciudad, que volvían a sus casas. Hesse movió los labios y volvió a la calleja.
Dieter gruñó audiblemente. Hans había perdido a Clairet.
Era el peor desastre en el que había estado implicado desde la batalla de Alam Halfa, cuando un error del contraespionaje había provocado la derrota de Rommel. Aquello había sido el punto de inflexión de la guerra en el norte de África. Dieter rezó para que esto no fuera el punto de inflexión de la guerra en Europa.
Mientras miraba aterrado hacia la bocacalle, Clairet apareció en la puerta del café.
Dieter respiró aliviado. Clairet había despistado a Hans, pero ignoraba que tenía otro perseguidor. No todo estaba perdido.
Clairet cruzó la calle y echó a correr hacia el coche de Dieter.
Dieter trató de pensar. Para mantener la vigilancia, tendría que correr tras Clairet, y resultaría evidente que lo estaba siguiendo. Era imposible: la vigilancia había acabado. Tenía que detener a Clairet.
Clairet seguía corriendo por la acera, obligando a apartarse a los viandantes. La herida de la pierna lo hacía cojear, pero avanzaba deprisa y se acercaba al coche de Dieter rápidamente.
Dieter tomó una decisión.
Abrió la puerta del coche y cuando Clairet estaba a unos metros, se apeó y la mantuvo abierta para entorpecer el paso. Clairet se arrimó a la pared para eludir el obstáculo, pero Dieter estiró la pierna y el partisano tropezó con su pie, salió despedido y aterrizó sobre la acera.
Dieter sacó la pistola y le quitó el seguro.
Clairet permaneció boca abajo unos segundos, aturdido. Luego, apoyó las manos en el suelo e intentó incorporarse. Dieter le puso el cañón de la pistola en la sien.
─No se levante ─le dijo en francés.
El conductor sacó un par de esposas del maletero, se las puso a Clairet y lo arrastró hasta el asiento posterior del Citroen. En ese momento, apareció Hans.
─¿Qué ha pasado? ─preguntó compungido.
─Ha entrado en el Café de la Jare por la puerta trasera y ha salido por la delantera ─le explicó Dieter.
Hans se sintió aliviado.
─¿Y ahora?
─Acompáñeme a la estación. ─Dieter se volvió hacia el conductor─. ¿Lleva pistola?
─Sí, señor.
─No pierda de vista a ese hombre. Si intenta escapar, dispárele a las piernas.
─Sí, señor.
Dieter y Hans se apresuraron a llegar a la estación. En el vestíbulo, Dieter vio a un hombre con uniforme de ferroviario y lo acorraló en un rincón.
─Quiero ver al jefe de estación ahora mismo. El hombre lo miró ceñudo, pero respondió:
─Lo acompañaré a su despacho.
El jefe de estación vestía chaqueta y chaleco negros y pantalones de rayas, un uniforme tan elegante como anticuado, gastado en codos y rodillas. Al parecer, no se quitaba la gorra ni siquiera en el despacho. Era evidente que la visita de aquel enérgico alemán le producía inquietud.
─¿Qué puedo hacer por usted? ─preguntó con una sonrisa nerviosa.
─¿Espera algún tren de prisioneros procedente de París?
─Sí, a las ocho, como siempre.
─Cuando llegue, reténgalo hasta que yo se lo ordene. Tengo que embarcar a un prisionero especial.
─Muy bien. Si pudiera tener una autorización escrita...
─Por supuesto. Me encargaré de ello. ¿Hacen ustedes algo con los prisioneros durante la parada?
─A veces limpiamos los vagones con la manguera. Ya sabe, son vagones de ganado, de modo que no hay lavabos y, francamente, se ponen hechos un asco, y no es que quiera criticar...
─No limpien los vagones esta tarde, ¿entendido? ─Por supuesto.
─¿Hacen algo más?
El hombre dudó un instante.
─Pues... no.
Dieter comprendió que le ocultaba algo.
─Vamos, hombre, suéltelo. No va a pasarle nada.
─A veces, los compañeros sienten lástima de los prisioneros y les dan agua. No está permitido, estrictamente hablando, pero...
─Esta tarde, nada de agua.
─Comprendido.
Dieter se volvió hacia Hans.
─Quiero que lleve a Michel Clairet a la comisaría de policía y lo encierre en una celda; luego, regrese a la estación y asegúrese de que se cumplen mis órdenes.
─Por supuesto, mayor.
Dieter levantó el auricular del teléfono del jefe de estación.
─Póngame con el palacio de Sainte-Cécile. ─Cuando obtuvo comunicación, preguntó por Weber─. En los calabozos hay una mujer llamada Gilberte ─le dijo cuando se puso al teléfono.
─Lo sé ─respondió Weber─. Una chica muy atractiva.
Weber parecía muy satisfecho de sí mismo, se dijo Dieter.
─ ¿Podrías mandarla en un coche a la estación de Reims? El teniente Hesse se hará cargo de ella.
─Muy bien ─respondió Weber─. No te retires, por favor. ─Weber se apartó el teléfono de la boca y ordenó a alguien que se encargara del traslado de Gilberte. Dieter esperaba impaciente. ─Ya está arreglado ─dijo Weber al fin.
─Gracias...
─No cuelgues. Tengo noticias para ti.
Ése era el motivo de que estuviera tan ufano, pensó Dieter.
─ Te escucho ─dijo.
─He capturado a un agente aliado.
─¿Qué? ─se asombró Dieter. Por fin cambiaba su suerte─. ¿Cuándo?
─Hace unos minutos.
─¿Dónde, por amor de Dios?
─Aquí mismo, en Sainte-Cécile.
─¿Cómo ha sido?
─Ha atacado a un miliciano, y tres de mis brillantes muchachos estaban cerca. Han tenido la presencia de ánimo de capturar a la culpable, que llevaba una Colt automática.
─¿Has dicho «la culpable»? ¿Es una mujer?
─Sí.
Eso lo aclaraba todo. Las «grajillas» estaban en Sainte-Cécile. Su objetivo era el palacio.
─Weber, escúchame bien ─dijo Dieter─. Creo que esa mujer forma parte de un equipo de saboteadoras que intentan atentar contra la central.
─Ya lo intentaron una vez ─replicó Weber─. Y les dimos su merecido.
─Por supuesto que se lo disteis ─dijo Dieter procurando disimular su impaciencia─. Por eso mismo puede que esta vez actúen con más astucia. ¿Puedo sugerirte una alerta de seguridad? Dobla la guardia, registra el palacio e interroga a todo el personal no alemán del edificio.
─Ya he dado las órdenes pertinentes.
Dieter no estaba muy seguro de que a Weber se le hubiera ocurrido declarar una alerta, pero eso era lo de menos, con tal de que lo hiciera ahora.
Por un momento, Dieter consideró anular sus instrucciones sobre Gilberte y Clairet, pero decidió no hacerlo. Podría necesitar interrogar a Clairet antes de que acabara la noche.
─Volveré a Sainte-Cécile de inmediato ─le dijo a Weber.
─Como quieras ─respondió Weber con suficiencia, dando a entender que podía apañárselas sin él.
─Necesito interrogar a la detenida.
─Ya hemos empezado a hacerlo. El sargento Becker la está ablandando un poco.
─¡Por amor de Dios! La quiero en sus cabales y capaz de hablar.
─Por supuesto.
─Por favor, Weber, esto es demasiado importante para cometer errores. Te ruego que mantengas a Weber bajo control hasta mi llegada.
─Muy bien, Franck. Me aseguraré de que no se le vaya la mano.
─Gracias. Llegaré tan pronto como pueda ─dijo Dieter, y colgó.
Flick se detuvo en la puerta del magnífico vestíbulo del palacio. El corazón le latía con mucha fuerza y un miedo helado le oprimía el pecho. Estaba en la guarida de los leones. Si la capturaban, nada podría salvarla.
Abarcó la sala con una rápida mirada. Las modernas centralitas telefónicas, instaladas en hileras de una exactitud marcial, contrastaban con el desvaído esplendor de las paredes pintadas de rosa y verde y los rechonchos querubes que decoraban el techo. Los haces de cables reptaban por el tablero de ajedrez del suelo de mármol como cuerdas desenrolladas sobre la cubierta de un barco.
La cháchara de las cuarenta operadoras se confundía en un abejorreo constante. Las que estaban más cerca levantaron la vista hacia las recién llegadas. Flick vio que una de las chicas hablaba con su vecina y las señalaba. Todas eran de Reims y sus alrededores, y muchas del mismo Sainte-Cécile, de modo que debían de conocer a las limpiadoras habituales y advertirían de inmediato que las «grajillas» eran desconocidas. Pero Flick contaba con que no las delataran a los alemanes.
Se orientó rápidamente recordando el plano de Antoinette. El ala oeste, a su izquierda, era la más afectada por el bombardeo y estaba en desuso. Torció a la derecha y, seguida por Jelly y Greta, cruzó la puerta de hojas altas que conducía al ala este.
Una sala conducía a la siguiente, en una sucesión de grandiosos recibidores llenos de centralitas y estantes atestados de aparatos que zumbaban y pitaban a medida que las operadoras marcaban números. Flick ignoraba si las limpiadoras solían saludar a las telefonistas o pasaban junto a ellas en silencio: los franceses eran gente expresiva, pero aquel sitio se regía por la disciplina militar alemana. Se limitó a sonreír levemente y evitar el contacto visual.
En la tercera sala había una supervisora con uniforme alemán sentada ante un escritorio. Flick iba a pasar de largo, pero la mujer la interpeló:
─¿Dónde está Antoinette?
─Vendrá enseguida ─respondió Flick sin detenerse; y, al oír el temblor de miedo de su propia voz, rezó para que la mujer no lo hubiera percibido.
La supervisora alzó la cabeza hacia el reloj, que marcaba las siete y cinco.
─Llegan tarde.
─Lo sentimos mucho, madame, empezaremos enseguida ─dijo Flick apretando el paso y entrando en la sala inmediata.
Con el corazón en un puño, se quedó escuchando un momento, temiendo que la supervisora le gritara que volviera; pero, al no oír nada, respiró aliviada y siguió andando, con Jelly y Greta pegadas a sus talones.
Al final del ala este había una escalera, que ascendía hacia las oficinas y descendía hacia el sótano. El objetivo de las «grajillas» se encontraba en el sótano; pero antes de bajar debían llevar a cabo algunos preparativos.
Giraron a la izquierda y avanzaron por el ala de servicio. Siguiendo las indicaciones de Antoinette, encontraron el pequeño cuarto donde se guardaban los artículos de limpieza: escobas, fregonas, cubos para el agua, cubos de basura y las batas marrones de algodón que debían ponerse para trabajar. Entraron en el cuarto y Flick cerró la puerta.
─Esto va como la seda, de momento ─dijo Jelly.
─¡Estoy tan asustada! ─murmuró Greta, pálida y temblorosa─. Creo que no podré seguir.
─Ya verás como sí ─le dijo Flick sonriendo tranquilizadoramente─. Vamos con ello. Meted vuestras cosas en esos cubos.
Jelly empezó a colocar los explosivos en uno de los cubos y, tras un momento de vacilación, Greta la imitó. Flick montó la metralleta Sten, pero no le puso la culata, lo que reducía su longitud en treinta centímetros y permitía ocultarla con más facilidad. A continuación, le acopló el silenciador y puso la palanca de tiro en la posición de disparo a disparo. Cuando se usaba silenciador, había que recargar la recámara manualmente después de cada disparo.
Se metió la metralleta debajo del cinturón. Luego, se puso una de las batas y se la dejó desabrochada para poder echar mano a la metralleta con rapidez. Entre tanto, Jelly y Greta se habían guardado las pistolas y la munición en los bolsillos de las suyas.
Casi estaban listas para bajar. No obstante, el sótano era un área de alta seguridad, con un centinela en la puerta; la limpieza la llevaban a cabo los propios alemanes, y el personal francés tenía prohibido el acceso. Antes de entrar, iban a provocar un pequeño alboroto.
Estaban a punto de salir cuando la puerta se abrió de golpe y un oficial alemán apareció en el umbral.
─¡Pases! ─les ladró.
Flick se puso tensa. Había supuesto que se encontrarían con una alerta de seguridad. Los alemanes tenían que haber descubierto que Ruby era una agente aliada, aunque sólo fuera porque llevaba una pistola automática y un machete de comando; lo más lógico era que tomaran precauciones extraordinarias para proteger la central. No obstante, Flick contaba con que reaccionaran demasiado tarde para frustrar la operación. Al parecer, su esperanza había resultado fallida. Debían de estar comprobando la identidad de todos los franceses presentes en el edificio.
─¡Deprisa! ─gritó el oficial con impaciencia. Flick vio la insignia de su camisa de uniforme y supo que era un teniente de la Gestapo. Le tendió el pase. El alemán lo examinó detenidamente, comparó la fotografía con el rostro de Flick y se lo devolvió. Luego, hizo lo mismo con Jelly y Greta─.Tengo que registrarlas ─dijo inclinándose sobre el cubo de Jelly.
A su espalda, Flick sacó la Sten de debajo de la bata.
El teniente frunció el ceño con perplejidad, metió la mano en el cubo de Jelly y cogió el recipiente a prueba de sacudidas. Flick le quitó el seguro al arma.
El alemán desenroscó la tapa del recipiente y se quedó mirando los detonadores con el asombro pintado en el rostro. Flick le disparó a la espalda.
El arma no fue totalmente silenciosa ─el supresor de sonido dejaba mucho que desear─, y el disparo produjo un ruido seco, como el ¡plof! de un libro al golpear el suelo.
El oficial de la Gestapo dio un respingo y se desplomó.
Flick extrajo el cartucho, tiró del cerrojo y volvió a dispararle en la cabeza para curarse en salud.
Introdujo otra bala en la recámara y se guardó el arma debajo de la bata.
Jelly arrastró el cuerpo hasta la pared y lo dejó detrás de la puerta, donde nadie lo vería aunque echara un vistazo al cuarto.
─Larguémonos de aquí ─dijo Flick. Jelly salió del cuarto. Greta, blanca como el papel, se quedó plantada con los ojos clavados en el cadáver del alemán─. Greta. Tenemos un trabajo que hacer. Vamos.
Al fin, Greta asintió, cogió la fregona y el cubo y cruzó la puerta como un autómata.
Fueron directamente a la cantina. En el comedor sólo había dos chicas de uniforme fumando y tomando café.
─Ya sabéis lo que tenéis que hacer ─murmuró Flick en francés. Jelly empezó a barrer el suelo.
Greta no se movió.
─No me dejes en la estacada ─le dijo Flick.
Greta asintió. Respiró hondo, enderezó el cuerpo y murmuró:
─Estoy lista.
Flick entró en la cocina, y Greta la siguió.
Según Antoinette, las cajas de los fusibles del edificio estaban en un armario de la cocina, junto al enorme horno eléctrico. Un joven alemán trabajaba ante los fogones. Flick le lanzó una sonrisa pícara.
─¿Qué puede ofrecerle a una chica hambrienta? ─le preguntó.
El alemán sonrió de oreja a oreja.
A su espalda, Greta sacó unos alicates con los brazos forrados de caucho y abrió la puerta del armario.
El cielo estaba parcialmente cubierto, y el sol se ocultó cuando el coche de Dieter Franck entró en la pintoresca plaza de Sainte-Cécile. Las nubes eran del mismo tono gris oscuro que el techo de pizarra de la iglesia.
Dieter vio a cuatro centinelas en la entrada del palacio, en lugar de los dos habituales. Aunque iba en un coche de la Gestapo, el oficial examinó detenidamente su pase y el del conductor antes de ordenar que les abrieran las puertas de hierro forjado de la verja e indicarles que entraran. Dieter sonrió satisfecho: Weber se había tomado en serio la necesidad de extremar la seguridad.
Un viento frío le azotó el rostro mientras ascendía la escalinata del palacio. Al entrar en el vestíbulo y ver las hileras de mujeres atareadas ante sus centralitas, pensó en la agente aliada que había detenido Weber. Las «grajillas» eran un equipo exclusivamente femenino. Se le ocurrió que podían intentar introducirse en el palacio haciéndose pasar por telefonistas. ¿Podrían conseguirlo? Se dirigió hacia el ala este y se detuvo a hablar con la supervisora alemana.
─¿Alguna de estas mujeres ha empezado a trabajar en los últimos días? ─le preguntó.
─No, mayor ─respondió la mujer─. La última chica nueva empezó hace tres semanas.
Eso invalidaba su hipótesis. Dieter asintió y siguió andando. Llegó al final del ala este y bajó las escaleras. La puerta del sótano estaba abierta, como de costumbre, pero guardada por dos centinelas en vez de uno. Weber había doblado la vigilancia. El cabo se cuadró y el sargento le pidió el pase.
Dieter observó que el cabo permanecía detrás del sargento mientras éste comprobaba el pase.
─Tal como están, sería muy fácil reducirlos a ambos ─les dijo─. Cabo, debería ponerse a un lado, y a dos metros del sargento, de forma que tenga un buen ángulo de tiro si atacan a su compañero.
─Sí, señor ─respondió el cabo.
Dieter entró en el pasillo del sótano. Se oía el zumbido del generador diesel que proporcionaba fluido eléctrico al sistema telefónico. Dejó atrás las puertas de los cuartos del equipo y entró en la sala de entrevistas. Esperaba encontrar en ella a la detenida, pero estaba desierta.
Cerró la puerta, perplejo. El misterio quedó resuelto de inmediato. Del interior de la cámara de tortura le llegó un grito desgarrador.
Dieter se abalanzó hacia la puerta.
Becker estaba de pie junto al aparato de electroshocks; Weber observaba sentado en una silla. Sobre la mesa de operaciones había una joven con las muñecas y los tobillos sujetos con las correas y la cabeza inmovilizada en el cepo. Los cables de la maquina se deslizaban entre sus piernas y desaparecían bajo su vestido azul.
─Hola, Franck ─dijo Weber─. Adelante, únete a nosotros. A Becker se le acaba de ocurrir un invento. Enséñeselo, sargento.
Becker metió la mano bajo el vestido de la mujer y sacó un cilindro de ebonita de unos quince centímetros de largo y tres de diámetro. Dos anillos de metal separados un par de centímetros rodeaban el cilindro. Sendos cables conectaban los anillos a la máquina.
Dieter había presenciado muchas sesiones de tortura, pero aquella sádica caricatura del acto sexual le revolvió el estómago, y no pudo reprimir un estremecimiento de asco.
─Todavía no ha hablado, pero acabamos de empezar ─dijo Weber─. Aplíquele otra descarga, sargento.
Becker levantó la falda e introdujo el cilindro en la vagina de la prisionera. Cogió un rollo de cinta aislante, cortó un trozo y fijó el cilindro a las ingles de la mujer para evitar que se saliera. ─Esta vez, suba un poco el voltaje ─dijo Weber. Becker volvió junto a la máquina.
En ese momento, se fue la luz.
El horno pegó un estampido y soltó un fogonazo azul. Las luces se apagaron, el motor del frigorífico se paró con un gruñido, y el olor de los aislantes quemados llenó la cocina.
─¿Qué ha pasado? ─preguntó el cocinero en alemán.
Flick se abalanzó hacia la puerta y atravesó corriendo la cantina seguida por Greta y Jelly. Recorrieron un pasillo corto y llegaron a la escalera. Flick se detuvo, se sacó la metralleta de debajo del cinturón y la mantuvo oculta bajo la bata.
─¿El sótano estará completamente a oscuras? ─le preguntó a Greta. ─He cortado todos los cables ─respondió Greta─, incluidos los del sistema de emergencia.
─Vamos ─dijo Flick, y echó a correr escaleras abajo.
La luz natural procedente de las ventanas de la planta baja era más escasa a medida que bajaban, y la entrada al sótano en penumbra.
Ante la puerta había dos soldados. Uno de ellos, un joven cabo armado con una escopeta, les sonrió y dijo:
─No se preocupen, señoras, sólo es un corte de luz.
Flick le disparó al pecho; luego, encañonó al sargento y lo abatió.
Las tres «grajillas» cruzaron el umbral. Flick llevaba la metralleta en la mano derecha y una linterna en la izquierda. Oía un zumbido de maquinaria y voces que gritaban preguntas en alemán a cierta distancia.
Encendió la linterna durante un segundo. Estaban en un pasillo ancho de techo bajo. Al fondo empezó a abrirse una puerta. Flick apagó la linterna. Al cabo de un instante vio el resplandor de una cerilla al final del pasillo. Greta había cortado la corriente hacía unos treinta segundos. Los alemanes no tardarían en reaccionar y buscar linternas. Tenían un minuto, tal vez menos, para ocultarse.
Probó a abrir la puerta que tenía más cerca. No estaba cerrada con llave. Iluminó el interior con la linterna. Era un laboratorio fotográfico. Vio una cuerda de la que colgaban fotos y a un hombre vestido con una bata blanca que avanzaba a tientas hacia la puerta.
Cerró de un portazo, cruzó el pasillo en dos zancadas e intentó abrir la puerta de enfrente. Estaba cerrada con llave. Dada la situación del cuarto, en la parte delantera del palacio y en una esquina de la zona de aparcamiento de la explanada, supuso que contenía los depósitos de combustible.
Avanzó por el pasillo y abrió la siguiente puerta. El rumor de la maquinaria se hizo más fuerte. Volvió a encender la linterna, durante apenas un segundo, lo justo para ver un generador de electricidad ─la fuente independiente de alimentación de la central telefónica, supuso─, y se volvió hacia Greta y Jelly.
─¡Traed los cuerpos aquí! ─les susurró.
Las dos mujeres arrastraron los cadáveres de los centinelas hasta el cuarto del generador. Flick volvió a la entrada del sótano y cerró la puerta de acero de un portazo. El pasillo quedó completamente a oscuras. En el último momento, decidió disparar contra los tres enormes cerrojos de la parte interior. Eso podía darles unos segundos preciosos.
Volvió al cuarto del generador, cerró la puerta y encendió la linterna.
Jelly y Greta habían arrimado los cuerpos a la pared de la puerta e intentaban recuperar el aliento.
─Hecho ─murmuró Greta.
El cuarto estaba lleno de tuberías y cables, pero, gracias a la eficiencia alemana, el color de cada uno dependía de su función, y Flick sabía lo que representaba cada color: las tuberías de aire eran amarillas; las de combustible, marrones; las de agua, verdes; y los cables eléctricos, a rayas rojas y negras. Flick dirigió el foco de la linterna hacia la tubería marrón que alimentaba de gasoil el generador.
─Más tarde, si tenemos tiempo, quiero que le hagas un boquete a ese tubo.
─Eso es pan comido ─dijo Jelly.
─Ahora, agárrate a mi hombro y sígueme. Greta, tú agárrate a Jelly y adelante, ¿de acuerdo?
─De acuerdo.
Flick apagó la linterna y abrió la puerta. Ahora tendrían que explorar el sótano a ciegas. Flick apoyó una mano en la pared y empezó a avanzar hacia el final del pasillo. A cierta distancia, un vocerío confuso indicaba que varios hombres se movían intentando orientarse en la oscuridad.
─¿Quién ha cerrado la puerta principal? ─preguntó un alemán en tono autoritario.
─Parece que está atascada ─respondió Greta en alemán, pero con voz de hombre.
El alemán soltó una maldición. Al cabo de un instante, se oyó el chirrido de un cerrojo.
Flick llegó a otra puerta. La abrió y volvió a encender la linterna. El cuarto contenía dos enormes cajones de madera del tamaño y la forma de mesas de autopsia.
─El cuarto de las baterías ─susurró Greta─. Vamos al siguiente.
─¿Qué era eso, una linterna? ─se oyó decir al alemán─. ¡Tráiganla aquí!
─Enseguida ─respondió Greta con la voz de Gerhard, pero las tres «grajillas» siguieron avanzando en dirección opuesta.
Flick abrió la siguiente puerta, entró en el cuarto seguida de Jelly y Greta y volvió a cerrar antes de encender la linterna. Estaban en una sala alargada con estanterías llenas de aparatos a ambos lados. Junto a la puerta había un mueble que probablemente contenía planos. En el extremo más alejado de la sala, el haz de la linterna iluminó una mesa pequeña. Tres hombres permanecían sentados a su alrededor con naipes en las manos. Al parecer no se habían movido en el minuto transcurrido desde el comienzo del apagón. En ese instante, lo hicieron.
Flick los encañonó antes de que acabaran de levantarse. Jelly fue igual de rápida. Flick abatió a uno. La pistola de Jelly detonó, y el de al lado se desplomó. El tercer alemán se arrojó al suelo, pero la linterna de Flick volvió a enfocarlo de inmediato. Flick y Jelly dispararon al mismo tiempo, y el hombre quedó inmóvil.
Flick procuró olvidar que los muertos eran tres seres humanos. No había tiempo para sentimientos. Recorrió las paredes con el haz de la linterna, y lo que vio consiguió levantarle los ánimos. Aquel cuarto era casi con seguridad el que estaban buscando.
A un metro de una de las paredes largas había un par de estanterías de la altura de la sala, atestadas de terminales colocados en perfectas hileras. Los cables telefónicos procedentes del exterior atravesaban la pared formando pulcros haces y acababan conectados en la parte posterior de los terminales de la estantería más próxima a la puerta. Cables similares salían de la parte posterior de los terminales de la estantería más alejada y desaparecían por el techo en dirección a las centralitas de la planta baja. Una maraña de cables de empalme conectaba entre sí los terminales de ambas estanterías. Flick se volvió hacia Greta.
─¿Bien?
Greta examinaba los terminales a la luz de su linterna con expresión fascinada.
─Este es el CPD, el cuadro principal de distribución ─ respondió─. Aunque es un poco distinto a los que tenemos en Inglaterra.
Flick la miró sorprendida. Hacía unos minutos había asegurado que estaba demasiado asustada para continuar. Ahora parecía absorta en la faena, a pesar de que acababan de matar a tres hombres.
En la pared de enfrente, las estanterías relucían con el resplandor de unos tubos de vacío.
─¿Y lo del otro lado? ─le preguntó Flick.
Greta se volvió y enfocó la linterna.
─Ésos son los amplificadores y el sistema de circuitos conductores para las líneas de larga distancia.
─Estupendo ─dijo Flick con animación─. Explícale a Jelly dónde tiene que colocar las cargas.
Las tres mujeres pusieron manos a la obra. Jelly retiró los envoltorios de papel de cera que cubrían las barritas de explosivo plástico amarillo, mientras Flick cortaba trozos de mecha. Ardían a centímetro por segundo.
─Haré todas las mechas de tres metros ─dijo Flick─. Eso nos dará exactamente cinco minutos para alejarnos.
A continuación, Jelly conectó las mechas con los detonadores y éstos con los fulminantes.
Flick sostuvo la linterna mientras Greta colocaba las cargas en los puntos más vulnerables del cuadro de distribución y luego mientras Jelly introducía los fulminantes en el plástico.
No perdieron un instante. En cinco minutos, al cuadro, sembrado de cargas, parecía haberle salido un sarpullido amarillo.
Por último, trenzaron los extremos de las mechas de modo que una sola llama sirviera para encenderlas todas.
Jelly sacó la bomba de termita, un bote negro del tamaño y la forma de una lata de sopa, que contenía una mezcla de limaduras de aluminio y óxidos metálicos. Al inflamarse, desprendería un calor muy intenso y violentas llamas. Le quitó la tapa para dejar al descubierto las dos mechas y la colocó detrás del CPD.
─En algún lugar del sótano tiene que haber miles de tarjetas que muestran cómo deben conectarse los circuitos. Deberíamos quemarlas. Los operarios tardarían dos semanas en lugar de dos días en volver a conectar los cables.
Flick abrió el armario arrimado a la pared de la puerta y vio cuatro cajas llenas de diagramas, cuidadosamente clasificados mediante separadores etiquetados.
─¿Es esto lo que estamos buscando?
Greta examinó una tarjeta a la luz de la linterna.
─Sí.
─Amontónalos alrededor de la bomba de termita ─dijo Jelly─. Arderán en segundos.
Flick volcó los diagramas junto al cuadro de distribución.
Jelly dejó el producto químico generador de oxígeno junto a la pared del fondo.
─Esto avivará el fuego ─explicó─. Normalmente, sólo ardería la madera de las estanterías y el material aislante que recubre los cables; pero, con esto, hasta el cobre de los cables se fundirá.
Todo estaba listo.
Flick barrió el cuarto con el haz de la linterna. Los muros exteriores eran de ladrillo antiguo, pero los tabiques que separaban los cuartos eran de madera. La explosión los destruiría, y el fuego se propagaría rápidamente por todo el sótano.
Habían pasado siete minutos desde el comienzo del apagón. Jelly sacó un mechero.
─Vosotras dos ─dijo Flick─, salid del edificio por vuestra cuenta. Jelly, por el camino haz una visita al cuarto del generador y agujerea la tubería del gasoil donde te he dicho.
─Entendido.
─Nos encontraremos en casa de Antoinette.
─¿Y tú adónde vas? ─le preguntó Greta angustiada. ─A buscar a Ruby.
─Tienes cinco minutos ─le advirtió Jelly.
Flick asintió.
Jelly prendió las mechas.
Al pasar de la oscuridad del sótano a la penumbra de la escalera, Dieter comprobó que los centinelas de la entrada habían desaparecido. Probablemente habían ido a buscar ayuda, pero su falta de disciplina consiguió enfurecerlo. Tenían que haber permanecido en su puesto.
Sin embargo, cabía la posibilidad de que no se hubieran marchado voluntariamente. ¿Los habrían reducido y encerrado en algún sitio a punta de pistola? ¿Habría comenzado ya el ataque al palacio?
Dieter echó a correr escaleras arriba. En la planta baja no había signos de lucha. Las operadoras seguían trabajando: el circuito eléctrico que alimentaba el sistema telefónico era diferente al del resto del edificio, y por las ventanas seguía entrando bastante luz para que las mujeres vieran sus centralitas. Corrió hasta la cantina y la atravesó en dirección a la parte posterior del palacio, donde estaban los talleres de mantenimiento, pero por el camino se asomó a la cocina y vio a tres soldados vestidos con mono, que observaban la caja de los fusibles.
─En el sótano no hay luz ─les dijo.
─Sí, señor ─respondió uno de ellos. Dieter vio que llevaba galones de sargento─. Han cortado todos estos cables.
─¡Entonces ─dijo Dieter alzando la voz─, vaya por sus herramientas y vuelva a conectarlos, maldito idiota!
El sargento lo miró asustado.
─Sí, señor.
─Creo que ha sido el horno eléctrico, señor ─dijo tímidamente un cocinero joven.
─¿Qué ha pasado? ─le ladró Dieter.
─Verá, mayor, estaban limpiando detrás del horno y de repente se ha oído una explosión...
─¿Quién? ¿Quién lo estaba limpiando?
─No lo sé, señor.
─¿Un soldado? ¿Alguien a quien conozca?
─No, señor... una limpiadora.
Dieter no sabía qué pensar. Era evidente que el ataque al palacio había comenzado. Pero, ¿dónde estaba el enemigo? Salió de la cocina, fue hasta la escalera y empezó a subir hacia las oficinas del primer piso.
Al llegar a la curva de la escalera, algo captó su mirada, y Dieter se volvió. Una mujer alta vestida con bata de limpiadora subía del sótano llevando una fregona y un cubo.
Se quedó petrificado, con los ojos clavados en la limpiadora y la mente trabajando a toda velocidad. Aquella mujer no podía estar allí. Los trabajadores franceses tenían prohibido el acceso al sótano. Desde luego, la confusión provocada por el corte de luz podía explicarlo todo. Sin embargo, el cocinero había culpado del apagón a una limpiadora. Dieter recordó su breve conversación con la supervisora de las telefonistas. No había ninguna nueva. Pero no le había preguntado sobre las limpiadoras francesas.
Bajó las escaleras y se encontró con la mujer en el rellano de la planta baja.
─¿Qué hacía usted en el sótano? ─le preguntó en francés.
─He bajado a limpiar, pero se ha ido la luz.
Dieter frunció el ceño. La mujer hablaba francés con un acento que no acababa de reconocer.
─Usted no puede bajar ahí.
─Sí, ya me ha dicho el soldado que limpian ellos mismos. No lo sabía.
El acento no era inglés, pero se percibía perfectamente. ─ ¿Cuánto hace que trabaja aquí?
─Sólo una semana. Hasta hoy siempre he limpiado arriba.
La historia era plausible, pero Dieter no se quedó satisfecho. ─ Acompáñeme ─dijo agarrando a la mujer del brazo.
Ella no se resistió, y Dieter la llevó a la cocina y buscó al cocinero.
─¿Reconoce a esta mujer?
─Sí, señor ─contestó el cocinero─. Es la que estaba limpiando detrás del horno.
Dieter se volvió hacia la limpiadora.
─¿Es cierto?
─Sí, señor. Si he estropeado algo, lo siento mucho. Dieter reconoció el acento.
─Usted es alemana ─dijo.
─No, señor.
─Traidora inmunda... ─masculló Dieter, y se volvió hacia el cocinero─. Agárrela y sígame. Va a contármelo todo.
Flick abrió la puerta rotulada «Sala de entrevistas», entró, volvió a cerrar y recorrió la habitación con el haz de la linterna.
Vio una mesa de pino con ceniceros, varias sillas y un escritorio de acero. No había nadie.
Flick se quedó perpleja. Había encontrado las celdas en aquel mismo pasillo y las había iluminado a través de las mirillas. Estaban vacías: los prisioneros capturados por la Gestapo en los últimos ocho días debían de estar en otro sitio... o muertos. Pero Ruby tenía que seguir allí.
En ese momento, a su izquierda, vio otra puerta, que debía de conducir a una cámara interior.
Apagó la linterna, abrió la puerta, entró, cerró y encendió la linterna.
Vio a Ruby al instante. Estaba tumbada en una mesa similar a la mesa de operaciones de un quirófano. Correas especialmente ideadas le inmovilizaban las muñecas y los tobillos y le impedían mover la cabeza. Un cable conectado a una máquina eléctrica reposaba entre sus piernas y desaparecía bajo su falda. Flick comprendió de inmediato lo que le habían hecho y ahogó un grito de horror.
─Ruby, ¿puedes oírme? ─le preguntó acercándose a la mesa.
Ruby emitió un gemido. Flick respiró aliviada: estaba viva.
─Voy a soltarte ─le dijo, y dejó la metralleta Sten encima de la mesa. Ruby intentó hablar, pero sólo consiguió emitir una queja inarticulada. Flick se apresuró a desabrochar las correas que la mantenían sujeta a la mesa.
─Flick ─dijo Ruby al fin.
─¿Qué?
─Detrás...
Flick saltó a un lado. Un objeto pesado le rozó la oreja y le golpeó el hombro izquierdo con fuerza. Flick soltó un grito de dolor, dejó caer la linterna y se derrumbó. Al tocar el suelo, rodó sobre sí misma tan deprisa como pudo para que su atacante no pudiera golpearla de nuevo.
Ver a Ruby en aquel estado la había impresionado tanto que se había olvidado de iluminar los rincones del cuarto con la linterna. Alguien que permanecía al acecho entre las sombras había esperado el momento propicio y se había deslizado hasta su espalda.
Tenía el brazo izquierdo agarrotado, y empezó a tentar el suelo con la mano derecha en busca de la linterna. Antes de que pudiera encontrarla, se oyó un fuerte chasquido y se encendieron las luces.
Flick parpadeó y vio dos siluetas. Una pertenecía a un individuo bajo y corpulento de cabeza redonda y pelo cortado al rape.Tras él, estaba Ruby. En la oscuridad, había recogido del suelo una especie de barra de acero, y en esos instantes la levantaba en alto preparada para descargarla. Apenas volvió la luz, Ruby vio al hombre, giró y le golpeó con la barra en la cabeza con todas sus fuerzas. Fue un golpe atroz, y el hombre cayó al suelo como un saco y se quedó inmóvil.
Flick se levantó. Su brazo izquierdo empezaba a recobrar la sensibilidad. Recogió la Sten de encima de la mesa de operaciones.
Ruby se había arrodillado junto al cuerpo del hombre, que permanecía boca arriba.
─Te presento al sargento Becker ─dijo.
─¿Estás bien? ─le preguntó Flick.
─Estoy jodida, pero este cabrón me las va a pagar todas juntas. Ruby agarró al sargento por la pechera de la camisa, lo puso en pie y, haciendo un gran esfuerzo, consiguió subirlo a la mesa de operaciones. El hombre soltó un gruñido.
─Está volviendo en sí ─dijo Flick─.Voy a acabar con él. ─Dame diez segundos.
Ruby se inclinó sobre el sargento, le juntó las piernas y le pegó los brazos a los costados; luego, le inmovilizó las manos y los tobillos con las correas y le colocó la cabeza en el cepo. Por último, cogió el borne cilíndrico del aparato de electroshocks y se lo metió en la boca. El hombre resollaba y se atragantaba, pero no podía mover la cabeza. Ruby cogió un rollo de cinta aislante, cortó una tira con los dientes y pegó el cilindro a la boca del sargento para asegurarse de que no se le saliera. Luego, se acercó a la máquina y se puso a jugar con el mando.
Se oyó un zumbido bajo. Sobre la mesa, el hombre arqueó el cuerpo e intentó chillar. Violentas convulsiones lo agitaban de pies a cabeza mientras tiraba en vano de las correas. Ruby lo observó durante unos segundos.
─Vámonos ─dijo al fin.
Flick y Ruby salieron de la cámara dejando al sargento Becker sobre la mesa de operaciones, retorciéndose y gruñendo como un cerdo en el matadero.
Flick consultó su reloj. Jelly había encendido las mechas hacía un poco. Cruzaron la sala de entrevistas y salieron al pasillo. La confusión había cesado casi por completo. Cerca de la salida, tres alemanes conversaban tranquilamente. Flick apretó el paso en su dirección seguida por Ruby.
El instinto le aconsejaba pasar rápidamente junto a ellos con la mayor naturalidad; pero, de pronto, al final del pasillo, apareció la esbelta figura de Dieter Franck, que avanzaba hacia ellas seguido por dos o tres personas a las que no pudo ver con claridad. Flick se detuvo, y Ruby chocó contra su espalda. Flick se volvió hacia la puerta más cercana. El rótulo rezaba: «Sala de escucha». Empuñó el pomo y abrió. El cuarto estaba vacío. Flick y Ruby entraron y entornaron la puerta.
La dejaron abierta un par de dedos. Flick oyó vociferar al mayor Franck:
─Capitán, ¿dónde están los dos hombres que deberían custodiar la entrada?
─No lo sé, mayor. Nos lo estábamos preguntando en este momento.
Flick le quitó el silenciador a la metralleta Sten y puso la palanca de tiro en la posición de disparo a ráfagas. Sólo había utilizado cuatro balas, de modo que le quedaban veintiocho en el cargador.
─Sargento, usted y el cabo monten guardia ante la puerta ─oyó decir a Franck─. Capitán, suba al despacho del mayor Weber y dígale que el mayor Franck le recomienda vivamente que ordene un registro inmediato del sótano. ¡Vamos, a paso ligero!
Segundos después, el mayor Franck pasó ante la sala de escucha. Flick aguzó el oído y esperó. Se oyó un portazo. Flick se asomó al pasillo con cautela. Franck había desaparecido.
─Vamos ─le dijo a Ruby.
Salieron de la sala de escucha, avanzaron por el pasillo y llegaron a la salida.
─¿Qué hacen ustedes aquí? ─les preguntó el cabo en francés. Flick tenía preparada la respuesta.
─Mi amiga Valérie es nueva aquí, y se ha perdido durante el apagón. El cabo las miró con desconfianza.
─Arriba había luz suficiente. ¿Cómo es posible que haya acabado en el sótano?
─Lo siento mucho, señor ─terció Ruby─. Creía que tenía que limpiar aquí abajo, y nadie me ha dicho lo contrario.
─Tenemos orden de no dejarlas entrar ─dijo el sargento─, no de no dejarlas salir, cabo.
Los dos hombres se echaron a reír y les indicaron que se marcharan.
Dieter ató a la prisionera a una silla y despidió al cocinero. Una vez solos, la observó durante unos instantes, preguntándose de cuánto tiempo disponía. Una agente había sido arrestada en la calle, cerca del palacio. Otra, si es que era una agente, subiendo del sótano. ¿Y las demás? ¿Habrían conseguido entrar y marcharse? ¿Seguían fuera, esperando el momento propicio? ¿O estaban en el palacio en esos precisos instantes? Era para volverse loco. Pero acababa de ordenar que registraran el sótano. Aparte de eso, lo único que podía hacer era interrogar a la prisionera.
Dieter empezó con el tradicional guantazo, súbito y humillante. La mujer ahogó un grito de sorpresa y dolor.
─¿Dónde están las otras? ─le preguntó Dieter.
La mejilla izquierda de la mujer enrojeció. Dieter estudió su expresión. Lo que vio lo dejó perplejo.
Parecía feliz.
─Está en el sótano del palacio ─le dijo Dieter─. Detrás de esa puerta, hay una cámara de tortura. En el otro lado, tras ese tabique, están los terminales de la central telefónica. Esto es el final de un túnel, un culde-sac, como dicen los franceses. Si sus amigas planean volar el edificio, lo más probable es que usted y yo muramos en esta sala.
La mujer mantuvo la misma expresión.
Puede que el palacio no estuviera a punto de saltar en mil pedazos, pensó Dieter. Pero, entonces, ¿en qué consistía la misión de aquellas mujeres?
─Usted es alemana ─dijo Dieter─. ¿Por qué está ayudando a los enemigos de su patria?
La mujer se decidió a hablar.
─Se lo contaré ─dijo en alemán con acento de Hamburgo─. Hace muchos años, tenía un amante. Se llamaba Manfred. ─La prisionera clavó los ojos en el vacío, recordando─. Los nazis lo detuvieron y lo enviaron a un campo. Imagino que murió allí, porque no he vuelto a saber nada de él. ─Hizo una pausa y tragó saliva. Dieter esperó. Al cabo de un momento, la mujer siguió hablando─: Cuando me lo quitaron, juré que me vengaría. Eso es todo. ─La mujer sonrió─. Su inmundo régimen tiene las horas contadas. Y yo he ayudado a destruirlo.
Algo no cuadraba. La mujer hablaba como si la operación hubiera acabado. Se había producido un apagón. ¿Habrían conseguido su propósito durante los escasos minutos que había durado? Aquella mujer no parecía tener miedo. ¿Era posible que no le importara morir?
─¿Por qué detuvieron a su amante?
─Decían que era un pervertido.
─¿De qué clase?
─Era homosexual.
─¿Y era su amante?
─Sí.
Dieter frunció el ceño. Luego, miró a la mujer con detenimiento. Era alta y ancha de hombros... Bajo el maquillaje, su nariz y su barbilla parecían masculinas...
─¿Es usted un hombre? ─preguntó Dieter asombrado. La mujer se limitó a sonreír.
Una sospecha terrible asaltó a Dieter.
─¿Por qué me cuenta todo eso? ─exclamó─. ¿Está intentando mantenerme ocupado mientras sus amigas escapan? ¿Está sacrificando su vida para asegurar el éxito de la misión...?
Un ruido débil le hizo perder el hilo de las ideas. Parecía un gruñido ahogado. En ese momento, cayó en la cuenta de que ya lo había oído un par de veces, pero no le había prestado atención. Parecía proceder del cuarto de al lado.
Dieter se puso en pie de un salto y abrió la puerta de la cámara de tortura.
Esperaba ver a la otra agente, inmovilizada sobre la mesa, y se quedó petrificado al encontrarse con otra persona. Era un hombre, pero al principio no pudo reconocerlo, porque tenía el rostro desfigurado: la mandíbula dislocada, los dientes rotos, las mejillas salpicadas de sangre y vómito... Al cabo de unos instantes, reconoció el rechoncho corpachón del sargento Becker. Los cables del aparato de electroshocks acababan en su boca. Dieter vio el extremo del borne cilíndrico, sujeto con una tira de cinta aislante a los labios del sargento. Becker, que seguía vivo, se agitaba y emitía un gruñido continuo y atroz. Dieter estaba horrorizado.
Corrió hacia la máquina y la apagó. Becker dejó de estremecerse. Dieter agarró los cables y tiró con fuerza. El borne salió disparado de la boca del sargento.
Dieter soltó los cables y se inclinó sobre la mesa.
─¡Becker! ─exclamó─. ¿Puede oírme? ¿Qué ha pasado aquí? No hubo respuesta.
En la planta baja reinaba la normalidad. Flick y Ruby avanzaron a buen paso entre las hileras de telefonistas, que, inclinadas sobre las centralitas, murmuraban a los micrófonos incorporados a sus cascos sin parar de introducir clavijas en las tomas y poner en comunicación a las cabezas pensantes de Berlín, París y Normandía. Flick consultó su reloj. En dos minutos exactos todas aquellas comunicaciones se interrumpirían, y la máquina militar alemana se desarmaría y quedaría reducida a un montón de componentes aislados, incapaces de trabajar al unísono. «Vanos ─se dijo Flick─, tenemos que llegar a la puerta...»
Salieron del edificio sin contratiempos. En unos segundos estarían en la plaza del pueblo. Casi lo habían conseguido. Pero, apenas pisaron la explanada, vieron a Jelly, que volvía sobre sus pasos.
─¿Dónde está Greta? ─les preguntó.
─Pero, ¿no ha salido contigo? ─preguntó Flick a su vez.
─Me he parado en el cuarto del generador para poner una carga en la tubería del gasoil, como me habías dicho. Greta ha continuado sola. Pero no ha llegado a casa de Antoinette. Sólo estaba Paul, y no la ha visto. Así que he decidido volver para buscarla. ─Jelly tenía un envoltorio en las manos─. Le he dicho al centinela de la entrada que salía a buscar mi cena.
Flick estaba consternada.
─Greta debe de seguir dentro... ¡Mierda!
─Voy a entrar a buscarla ─dijo Jelly con decisión─. Ella me salvó de la Gestapo en Chartres, así que se lo debo.
Flick consultó su reloj.
─Tenemos menos de dos minutos... ¡Deprisa!
Las tres mujeres se precipitaron hacia la puerta y echaron a correr hacia el fondo del ala este bajo la mirada estupefacta de las operadoras. Flick empezaba a arrepentirse de su precipitación. Con aquel intento desesperado de salvar a una de las mujeres del equipo, ¿no estaría arriesgando las vidas de las otras dos... y la suya?
Flick se detuvo al llegar a la escalera. Los dos soldados que las habían dejado salir del sótano con una broma no les permitirían entrar de nuevo tan fácilmente.
─Como antes les dijo a las otras en voz baja─. Nos acercaremos a los centinelas sonriendo y les dispararemos en el último momento.
─¿Qué hacen ahí: ─preguntó una voz sobre sus cabezas. Flick se quedó petrificada.
Volvió la cabeza y miró de reojo. En el tramo de escalera que descendía del primer piso, había cuatro hombres. Uno, vestido con uniforme de mayor, la encañonaba con una pistola. Flick reconoció al mayor Weber.
Era el grupo que se disponía a registrar el sótano a instancias de Dieter Franck. Había aparecido en el peor momento.
Flick maldijo su irreflexión. Ahora estaban perdidas las cuatro.
─Tienen ustedes pinta de conspiradoras ─dijo Weber.
─¿Nosotras? ─respondió Flick─. Somos las limpiadoras.
─Tal vez ─replicó el mayor─. Pero hay un equipo de agentes enemigas en el pueblo.
Flick fingió sentirse aliviada.
─Ah, ¿era eso? ─respondió─. Si están buscando agentes enemigas, nos quedamos más tranquilas. Temíamos que estuvieran descontentos de la limpieza.
Flick soltó una risita, y Ruby la imitó. Ambas sonaron falsas.
─Levanten las manos ─dijo Weber sin dejar de encañonarlas. Al tiempo que alzaba las muñecas, Flick echó un vistazo al reloj. Quedaban treinta segundos─. Bajen las escaleras ─les ordenó Weber.
Flick tragó saliva y empezó a bajar. Ruby y Jelly la siguieron, con los cuatro hombres pisándoles los talones.
Flick se detuvo al pie de la escalera. Veinte segundos. ─¿Otra vez ustedes? ─le preguntó uno de los centinelas. ─Dígaselo a su mayor ─respondió Flick.
─Sigan andando ─ordenó Weber.
─Creía que teníamos prohibido entrar en el sótano ─dijo Flick.
─¡He dicho que sigan andando!
Cinco segundos.
Cruzaron la puerta del sótano.
La explosión fue tremenda.
Al fondo del pasillo, los tabiques del cuarto del equipo salieron despedidos contra la pared de enfrente. Se oyeron una serie de detonaciones y las llamas asomaron por el boquete. La onda expansiva los derribó a todos.
Flick apoyó una rodilla en el suelo, se sacó la metralleta de debajo de la bata y se volvió. Jelly y Ruby estaban a su lado. Los centinelas, Weber y los otros tres hombres seguían en el suelo. Flick apretó el gatillo.
De los seis alemanes, sólo Weber conservó la sangre fría. Al tiempo que Flick soltaba una ráfaga, el mayor disparó su pistola. Jelly, que intentaba levantarse, soltó un grito y cayó. Una fracción de segundo después, Flick alcanzó a Weber en el pecho y lo abatió.
Flick vació el cargador sobre los seis cuerpos tumbados en el suelo del pasillo. Extrajo el cargador, sacó otro del bolsillo y lo encajó en el arma.
Ruby se inclinó sobre Jelly e intentó encontrarle el pulso. Al cabo de unos instantes, se volvió hacia Flick.
─Muerta ─murmuró.
Flick miró hacia el otro extremo del pasillo, donde debía de estar Greta. Las llamas seguían consumiendo el cuarto de los terminales, pero la pared de la sala de entrevistas parecía intacta.
Flick echó a correr hacia el infierno.
Dieter se vio tumbado en el suelo y se preguntó qué había ocurrido. Oyó fragor de llamas y olió humo. Se levantó como pudo y miró a su alrededor.
Comprendió de inmediato que la pared de ladrillos de la cámara de tortura le había salvado la vida. El tabique que separaba la sala de entrevistas del cuarto de los terminales había desaparecido. Los escasos muebles de la sala habían salido despedidos contra la pared. La prisionera, que había corrido la misma suerte, yacía en el suelo, atada a la silla, con el cuello en un ángulo atroz, que indicaba que estaba muerta... o muerto. El fuego devoraba el cuarto de los terminales y se extendía rápidamente.
Dieter se dijo que sólo tenía unos segundos para escapar de allí.
La puerta de la sala se abrió de golpe, y Flick Clairet apareció en el umbral empuñando una metralleta.
Llevaba una peluca morena y ligeramente torcida, bajo la que asomaba el cabello rubio. Sofocada, sin aliento, con la mirada brillante, estaba preciosa.
Si hubiera tenido un arma en la mano en ese momento, la habría abatido en un arrebato de ira. Capturada viva, habría sido una presa inigualable, pero se sentía tan rabioso y humillado por los éxitos de aquella mujer y por sus propios fracasos que no hubiera podido controlarse.
Pero el arma la tenía ella.
En un primer momento, clavó los ojos en el cuerpo de su camarada y ni siquiera lo miró. La mano de Dieter se deslizó hacia el interior de su chaqueta. De pronto, Flick movió la cabeza y lo vio. Su expresión cambió de inmediato, y Dieter supo que lo había reconocido. Sabía quién era. Sabía contra quién había estado luchando durante los últimos nueve días. En sus ojos había una mirada de triunfo. Pero Dieter vio también la sed de venganza en la mueca de sus labios, y en ese momento Flick levantó el arma y apretó el gatillo.
Dieter se abalanzó hacia la cámara de tortura al tiempo que las balas hacían saltar fragmentos de ladrillo de la pared. Sacó la Walther P38 automática, le quitó el seguro y apuntó a la puerta, listo para disparar en cuanto la mujer apareciera en el umbral.
Flick no apareció.
Dieter esperó unos segundos y se asomó a la sala con cautela. Flick había desaparecido.
Atravesó la sala en dos zancadas, abrió la puerta y salió al pasillo. Flick y otra mujer corrían hacia la salida. Dieter levantó el arma al tiempo que saltaban sobre unos cuerpos tumbados en el pasillo. Apuntó a Flick, pero cuando iba a disparar sintió un dolor intenso en el antebrazo. Soltó un grito y dejó caer el arma. El fuego había prendido en la manga de su chaqueta. Se la quitó a toda prisa y la arrojó al suelo.
Cuando volvió a alzar la vista, las dos mujeres habían desaparecido.
Dieter recogió la pistola y echó a correr tras ellas.
Cuando apenas había recorrido unos metros, percibió un fuerte olor a gasoil. Había un escape, o tal vez las saboteadoras habían agujereado una tubería. De un segundo a otro, el sótano explotaría como una bomba gigante.
Pero aún podía coger a Flick Clairet.
Siguió corriendo hasta la salida y subió las escaleras de dos en dos.
En la cámara de tortura, el uniforme del sargento Becker empezó a arrugarse.
El calor y el humo le hicieron recobrar el conocimiento. Intentó moverse y gritó pidiendo ayuda, pero nadie lo oyó.
Tiró de las correas que lo sujetaban a la mesa de operaciones, como tantas de sus víctimas en el pasado; pero, como ellas, en vano.
Segundos más tarde, el fuego prendió en sus ropas, y Becker empezó a gritar.
Flick vio al mayor Franck subiendo las escaleras tras ella con la pistola en la mano. Comprendió que si se detenía y daba la vuelta para dispararle él podía ser más rápido, y decidió seguir corriendo en lugar de luchar.
Alguien había accionado la alarma de incendios, y una bocina atronaba el palacio mientras Ruby y ella corrían hacia el vestíbulo entre las hileras de centralitas. Todas las operadoras habían abandonado sus puestos y huían hacia la salida, de modo que Flick tuvo que aflojar la marcha, sortear a las que corrían despavoridas por las salas y abrirse paso a empujones y codazos entre las que se apelotonaban ante las puertas interiores. El caos hacía difícil que Franck les disparara sin obstáculos, pero la distancia que las separaba de él se reducía segundo a segundo.
Llegaron a la puerta principal y se lanzaron escaleras abajo. Flick alzó la vista hacia la plaza y vio la parte trasera de la furgoneta de Moulier, estacionada ante la verja del palacio con el motor en marcha y las puertas abiertas. Junto al vehículo, Paul las miraba angustiado. Flick pensó que era lo mejor que había visto nunca.
Ante la escalinata, dos soldados alejaban a las mujeres de la zona de aparcamiento y las desviaban hacia las viñas del extremo oeste de la explanada. Flick y Ruby hicieron caso omiso a sus aspavientos y siguieron corriendo hacia la verja. Uno de los soldados vio la metralleta de Flick y sacó el arma.
Paul se echó un rifle a la cara y apuntó entre los barrotes de la verja. Se oyeron dos disparos, y los dos soldados cayeron al suelo. Paul abrió las puertas de la verja.
Al tiempo que abandonaba la explanada, Flick oyó silbar las balas sobre su cabeza y las vio incrustarse en la furgoneta: Franck le estaba disparando.
Paul saltó al asiento del conductor.
Flick y Ruby se lanzaron al interior de la furgoneta.
El vehículo se puso en marcha, y Flick vio que el mayor Franck echaba a correr hacia el aparcamiento en dirección a su Hispano-Suiza.
En ese momento, abajo, en el sótano, las llamas alcanzaron los depósitos de gasoil.
Se oyó una explosión formidable, y el suelo tembló como agitado por un terremoto. La zona de aparcamiento hizo erupción, y el aire se llenó de grava, tierra y fragmentos de hormigón. La onda expansiva volcó la mitad de los coches aparcados alrededor de la vieja fuente, y una lluvia de pedruscos y ladrillos se abatió sobre el resto. Dieter Franck salió despedido hacia la escalinata. El surtidor de gasolina voló por los aires, y una lengua de fuego brotó del lugar que ocupaba. Varios coches empezaron a arder, y sus depósitos explotaron uno tras otro. La furgoneta abandonó la plaza, y Flick no pudo ver nada más.
Paul conducía a toda velocidad hacia la salida del pueblo, mientras Flick y Ruby botaban sobre el suelo de la furgoneta. De improviso, Flick cayó en la cuenta de que habían cumplido su misión. Apenas podía creerlo. Pensó en Greta y Jelly, que acababan de morir, y en Diana y Maude, muertas o condenadas a morir en algún campo de concentración, y no pudo sentirse feliz. Pero experimentó una satisfacción salvaje al recordar el cuarto de los terminales envuelto en llamas y el aparcamiento del palacio saltando por los aires.
Miró a Ruby.
Ruby le sonrió.
─Lo hemos conseguido ─dijo.
Flick asintió.
Ruby le echó los brazos al cuello y la estrechó con fuerza.
─Sí ─ dijo Flick─. Lo hemos conseguido.
Dieter se levantó del suelo como pudo. Le dolía todo el cuerpo, pero podía andar. El palacio era una pira y el aparcamiento, un campo de batalla. Alrededor, las mujeres chillaban y corrían sin ton ni son.
Mirara adonde mirara, sólo veía destrucción. Las «grajillas» habían conseguido su objetivo. Pero la partida no había acabado. Aún estaban en Francia. Y, si lograba capturar e interrogar a Flíck Clairet, aún podía convertir la derrota en victoria. Con toda probabilidad, la agente británica se encontraría esa misma noche con un avión en algún campo no muy lejos de Reims. Tenía que averiguar cuándo y dónde.
Y sabía a quién preguntárselo.
A su marido.