La avenida Foch parecía construida para la gente más rica del mundo. El amplio paseo, que unía el Arco de Triunfo con el Bois de Boulogne, discurría entre dos hileras de jardines ornamentales, flanqueados por calles laterales que daban acceso a las principescas mansiones. El número 84 era una residencia magnífica cuya amplia escalinata conducía a cinco plantas de elegantes habitaciones. La Gestapo la había convertido en una casa de tortura.
Sentado en una sala de estar de exquisitas proporciones, Dieter contempló la intrincada decoración del techo durante unos instantes; luego, cerró los ojos y se preparó para el interrogatorio. Tenía que aguzar el ingenio y embotar la compasión.
Algunos hombres disfrutaban torturando a los prisioneros. El sargento Becker, de Reims, era uno de ellos. Los gritos de sus víctimas los hacían sonreír, la sangre de sus heridas les provocaba erecciones y sus ansias de agonía los llevaban al orgasmo. Pero no eran buenos interrogadores, porque se concentraban en el dolor más que en la información. Los mejores torturadores eran hombres que, como Dieter, aborrecían el proceso de todo corazón.
Dieter se imaginó cerrando puertas en su alma, guardando las emociones en sus armarios. Pensó en las dos mujeres como en dos máquinas que le proporcionarían información en cuanto descubriera cómo ponerlas en funcionamiento. Sintió una frialdad peculiar, que lo cubrió como un manto de nieve, y supo que estaba listo.
─Traiga a la mayor ─dijo.
El teniente Hesse fue en su busca.
Dieter la observó atentamente mientras entraba y se sentaba en la silla. Llevaba el pelo corto y un traje de corte masculino, y tenía las espaldas anchas. La mano derecha le colgaba floja, y se sujetaba el hinchado antebrazo con la izquierda: Dieter le había fracturado la muñeca. No cabía duda de que le dolía; estaba pálida y tenía la frente perlada de sudor. Pero sus labios apretados esbozaban un rictus de firme determinación.
Dieter le habló en francés:
─Todo lo que ocurra en este cuarto está bajo su control ─dijo─. Las decisiones que tome y las cosas que diga le causarán un dolor insoportable o le procurarán alivio. Depende enteramente de usted. ─La mujer no dijo nada. Estaba asustada, pero no se dejó llevar por el pánico. Iba a ser difícil de doblegar; Dieter lo comprendió de inmediato─. Para empezar, dígame dónde se encuentra el cuartel general en Londres del Ejecutivo de Operaciones Especiales.
─En el ochenta y uno de Regent Street ─respondió la mujer. Dieter asintió.
─Déjeme explicarle algo. Sé que el Ejecutivo dice a sus agentes que no permanezcan en silencio durante los interrogatorios; pero también que den respuestas falsas difíciles de comprobar. Y, porque lo sé, le haré muchas preguntas cuyas respuestas que conozco. De ese modo, sabré si me está mintiendo. ¿Dónde está el cuartel general del EOE?
─En Carlton House Terrace.
Dieter se acercó a ella y la abofeteó con todas sus fuerzas. La mujer soltó un grito de dolor. La mejilla se le congestionó. A menudo resultaba útil empezar con un guantazo. El dolor era mínimo, pero el golpe era una humillante demostración del desamparo del prisionero y socavaba efectivamente su decisión de resistir.
Sin embargo, la mujer le lanzó una mirada desafiante.
─¿Así es como tratan los oficiales alemanes a las damas?
Tenía un aire distinguido y hablaba francés con acento de clase alta.
Debía de ser aristócrata, supuso Dieter.
─¿Damas? ─dijo Dieter con desprecio─. Acaba de atacar y matar a dos policías que estaban haciendo su trabajo. La muchacha con la que acababa de casarse Specht se ha quedado viuda y los padres de Rolfe han perdido a su único hijo. Usted no es un soldado de uniforme, no tiene excusa. En respuesta a su pregunta... no, los oficiales alemanes no tratamos así a las damas, tratamos así a las asesinas. ─La mujer desvió la mirada. Con aquel comentario, comprendió Dieter, acababa de marcarse un tanto. Estaba empezando a minar los cimientos de su moral. ─ Dígame otra cosa. ¿Qué tal conoce a Flick Clairet?
Los ojos de la prisionera se dilataron en una involuntaria expresión de sorpresa. Dieter supo que no se había equivocado. Aquellas dos formaban parte del equipo de la mayor Clairet. Había vuelto a descolocarla.
Sin embargo, la mujer recobró la compostura y respondió:
─No conozco a nadie con ese nombre.
Dieter le golpeó la mano izquierda y la obligó a soltarse el antebrazo. La muñeca fracturada quedó colgando, y la mujer soltó un grito de dolor. Dieter le agarró la mano derecha y le dio un tirón. La mujer lanzó un alarido.
─¿Por qué han ido a cenar al Ritz, por amor de Dios? ─le preguntó Dieter soltándole la mano.
La mujer dejó de chillar. Dieter le repitió la pregunta. Ella respiró hondo y respondió:
─La cocina es excelente.
Era todavía más dura de lo que había pensado.
─Llévesela ─ dijo Dieter─. Y traiga a la otra.
La más joven era realmente bonita. No había ofrecido resistencia en el momento de la detención, de modo que conservaba un aspecto presentable: el vestido sin una arruga y el maquillaje intacto. Parecía mucho más asustada que su compinche. Le hizo la misma pregunta que a la mayor:
─¿Por qué estaban cenando en el Ritz?
─Siempre había querido ir ─respondió la chica. Dieter no daba crédito a sus oídos.
─¿No se les ocurrió que podía ser peligroso?
─Pensé que Diana cuidaría de mí.
Así pues, la otra se llamaba Diana.
─¿Cómo se llama usted?
─Maude.
Aquello estaba resultando sospechosamente fácil. ─¿Y qué está haciendo en Francia, Maude?
─Teníamos que volar algo.
─¿El qué?
─No me acuerdo. ¿Podría tener algo que ver con los trenes? Dieter empezaba a preguntarse si lo estaba tomando por el pito del sereno, pero decidió intentarlo de nuevo:
─¿Cuánto hace que conoce a Felicity Clairet?
─¿Se refiere a Flick? Sólo unos días. Es una sargenta de aquí te espero ─dijo la chica, y se quedó pensativa─. Pero tenía razón. No debíamos haber ido al Ritz ─admitió, y rompió a llorar─.Yo no quería hacer nada malo. Sólo pasármelo bien y ver sitios bonitos, que es lo que siempre he querido.
─¿Cuál es el nombre en clave de su equipo?
─Las abubillas ─ dijo la chica en inglés.
Dieter frunció el ceño. El mensaje de radio de Helicóptero las llamaba «grajillas».
─¿Está segura?
─Sí. Está sacado de un poema, «La abubilla de Reims», creo. No, «La grajilla de Reims», eso es.
Si no era tonta de remate, estaba haciendo una interpretación magistral.
─¿Dónde cree que puede estar Flick en estos momentos? Maude se tomó su tiempo para pensarlo.
─De verdad que no lo sé ─dijo al fin.
Dieter soltó un suspiro de exasperación. Una era demasiado dura para sacarle nada y la otra, demasiado estúpida para contar algo útil. Aquello iba a ser más largo de lo que había imaginado.
Tal vez hubiera un modo de acortar el proceso. Sentía curiosidad sobre la relación de aquellas dos. ¿Por qué habría arriesgado su vida la mayor, con tanto carácter y más bien masculina, para llevar a aquella monada sin cerebro a cenar al Ritz? «Puede que sea un morboso ─se dijo Dieter─. Pero...»
─Llévesela ─ordenó en alemán─. Enciérrela con la otra. Asegúrese de que la celda tiene mirilla.
Al cabo de un rato, el teniente Hesse lo acompañó a una pequeña habitación del ático. Dieter miró por un agujero de la pared. En la habitación contigua, las dos mujeres permanecían sentadas en el borde de la cama. Maude estaba llorando y Diana la consolaba. Dieter las observó con atención. Diana tenía la muñeca derecha en el regazo y le acariciaba el pelo a Maude con la izquierda. Le hablaba en voz baja, pero Dieter no pudo entender lo que decía.
¿Hasta dónde llegaba aquella relación? ¿Eran camaradas de armas, amigas del alma o... algo más? Diana se inclinó hacia delante y besó a Maude en la frente. Eso no significaba nada. A continuación, le cogió la barbilla, le hizo volver la cabeza y la besó en los labios. Era un gesto de consuelo, pero tal vez demasiado íntimo para dos simples amigas.
De pronto, la lengua de Diana asomó entre sus labios y empezó a lamer las lágrimas de Maude. No era una caricia erótica ─nadie habría tenido ganas de sexo en semejantes circunstancias─, pero sí una muestra de afecto que sólo se habría permitido una amante, nunca una simple amiga. Diana y Maude eran lesbianas. Y eso solucionaba el problema.
─Vuelva a bajar a la mayor ─ordenó Dieter a Hesse, y regresó a la sala de entrevistas.
Cuando Diana entró en la sala por segunda vez, Dieter hizo que el teniente la atara a la silla.
─Prepare la máquina eléctrica ─ordenó a continuación.
Dieter esperó con impaciencia a que Hesse arrastrara el carrito hasta la sala y enchufara el aparato de electroshocks. Cada minuto que pasaba alejaba un poco más a Flick Clairet de él.
Cuando todo estuvo listo, agarró a Diana del pelo con la mano izquierda. Obligándola a mantener inmóvil la cabeza, le aplicó dos pinzas de contacto en el labio inferior. Luego, encendió el aparato.
Diana empezó a chillar. Lo mantuvo encendido durante diez segundos; luego, lo apagó.
─Eso era menos de la mitad de la potencia ─dijo Dieter cuando Diana dejó de sollozar.
Era cierto. Rara vez usaba toda la potencia. Sólo recurría a ella cuando la tortura se había prolongado en exceso y el prisionero se desmayaba constantemente, en un último intento de penetrar en su oscurecida consciencia. Y a esas alturas solía ser demasiado tarde, porque la locura había empezado a declararse.
Pero eso Diana no lo sabía.
─Otra vez, no ─suplicó─. Por favor, otra vez no.
─¿Está dispuesta a responder a mis preguntas?
Diana soltó un gemido, pero no dijo que sí.
─Traiga a la otra ─ordenó Dieter a Hesse.
Diana ahogó un grito.
El teniente volvió con Maude y la ató a la silla.
─¿Qué quieren de mí? ─gimoteó Maude.
─No digas nada... Es mejor.
Maude llevaba una blusa fina. Tenía una figura estupenda y abundante pecho. Dieter le abrió la blusa de golpe, y los botones salieron volando.
─¡Por favor! ─suplicó la chica─. ¡Se lo contaré todo!
Bajo la blusa llevaba una camiseta de algodón con cenefas de encaje. Dieter agarró la prenda por el cuello y la rasgó. Maude empezó a chillar.
Dieter retrocedió y la miró. Tenía los pechos redondos y firmes. Una parte de su mente se recreó contemplándolos. A Diana debían de encantarle, pensó.
Retiró las pinzas de contacto del labio de Diana y las colocó cuidadosamente en los pequeños y rosados pezones de Maude. Luego, volvió junto al aparato y puso la mano en el mando.
─De acuerdo ─murmuró Diana─. Se lo diré todo.
Dieter se aseguró de que el túnel ferroviario de Marles estuviera fuertemente custodiado. Si las «grajillas» conseguían llegar, les resultaría prácticamente imposible entrar en el túnel. Estaba seguro de que Flick ya no conseguiría su objetivo. Pero eso era secundario. Dieter deseaba capturarla e interrogarla con desesperación.
Ya eran las dos de la madrugada del domingo. El martes habría luna llena. Podían faltar horas para la invasión. Pero en esas pocas horas Dieter podía partirle el espinazo a la Resistencia francesa... si conseguía meter a Flick Clairet en una cámara de tortura. Sólo necesitaba la lista de nombres y direcciones que llevaba en la cabeza. La Gestapo de todas las ciudades de Francia, miles de agentes bien entrenados, sólo esperaba una orden. No eran un dechado de inteligencia, pero sabían detener a la gente. En un par de horas podían encarcelar a cientos de cuadros de la Resistencia. En lugar del alzamiento de masas que sin duda esperaban los aliados en apoyo de la invasión, reinaría la calma y el orden necesarios para que los alemanes organizaran su respuesta y empujaran a los invasores de vuelta al mar.
Había enviado un equipo de la Gestapo al Hotel de la Chapelle, pero por puro formalismo: estaba seguro de que Flick y las otras tres mujeres lo habrían abandonado minutos después de la detención de sus camaradas. ¿Dónde estarían ahora? Reims era el centro de operaciones natural para una acción en Marles, lo que explicaba que el plan original de las «grajillas» fuera saltar sobre Chatelle. Dieter seguía considerando probable que Flick pasara por Reims. La ciudad estaba en la carretera y en la línea férrea a Marles, y en ella la agente británica debía de esperar obtener alguna ayuda del diezmado circuito Bollinger. Dieter habría apostado cualquier cosa a que en esos momentos Flick estaba en camino entre París y Reims.
Tomó las disposiciones necesarias para que todos los puestos de control de la Gestapo entre las dos ciudades dispusieran de información detallada sobre las identidades falsas de las cuatro agentes británicas. No obstante, aquello también era poco más que una formalidad: si no tenían identidades alternativas, encontrarían el modo de evitar los controles.
Dieter llamó a Reims, sacó a Weber de la cama y le explicó la situación. Por una vez, Weber no puso pegas. Aceptó enviar a dos agentes de la Gestapo a vigilar la casa de Michel Clairet, otros dos, el piso de Gilberte y dos más, la casa de la calle du Bois, para proteger a Stéphanie.
Por último, cuando empezaba a dolerle la cabeza, llamó a Stéphanie.
─Los terroristas británicos van camino de Reims ─le explicó─. He ordenado que manden dos hombres para protegerte.
Stéphanie estaba tan tranquila como de costumbre.
─Gracias.
─Pero es importante que sigas acudiendo a las citas. ─Con suerte, Flick no sospecharía hasta qué punto había penetrado Dieter en el circuito Bollinger e iría derecha a sus brazos─. Recuerda que cambiamos el lugar de contacto. Ya no es la cripta de la catedral, sino el Café de la Gare. Si se presenta alguien, te lo llevas a la casa, como hiciste con Helicóptero. La Gestapo se encargará del resto.
─De acuerdo.
─¿Estás segura? He procurado reducir al mínimo los riesgos, pero sigue siendo peligroso.
─Estoy segura. ¿Tienes jaqueca?
─Sólo está empezando.
─Tienes la medicina?
─La tiene Hans.
─Siento no estar ahí para ponértela yo.
Él también lo sentía.
─Tenía intención de volver a Reims esta noche, pero me parece que no podré.
─Ni se te ocurra coger el coche. Yo estoy bien. Un pinchacito y a la cama. Ya vendrás mañana.
Tenía razón. Le iba a costar Dios y ayuda volver al piso de la Porte de la Muette, que estaba a menos de un kilómetro. No podría volver a Reims hasta que se recuperara de la tensión de los interrogatorios.
─De acuerdo ─dijo─. Dormiré unas horas y saldré por la mañana.
─Feliz cumpleaños.
─¡Te has acordado! Yo lo había olvidado.
─Tengo algo para ti.
─¿Un regalo?
─Algo más... movido.
A pesar del dolor de cabeza, Dieter sonrió de oreja a oreja. ─ Mira que voy para allá...
─Te lo daré mañana.
─No sé si podré esperar.
─Te quiero.
Las palabras «Te quiero» acudieron a sus labios, pero Dieter dudó, reacio como siempre a pronunciarlas; al cabo de un instante oyó un clic. Stéphanie había colgado.
En la madrugada del domingo, Paul Chancellor saltó en paracaídas sobre un campo de patatas próximo al pueblo de Laroque, al oeste de Reims, donde ─no sabía si por suerte o por desgracia─ no lo esperaba ningún comité de recepción.
El aterrizaje le causó un tremendo espasmo de dolor en la rodilla mala. Paul apretó los dientes y se quedó inmóvil en el suelo esperando a que se le pasara. Probablemente, la rodilla seguiría doliéndole de vez en cuando el resto de su vida.
Cuando fuera viejo podría decir que una punzada significaba lluvia, si llegaba a viejo.
Al cabo de cinco minutos pudo ponerse en pie y desembarazarse del paracaídas. Encontró la carretera, se orientó por las estrellas y empezó a andar, despacio, porque cojeaba más que nunca.
Su identidad, ideada a toda prisa por Percy Thwaite, era la de un maestro de escuela de Epernay, a unos kilómetros al oeste de Laroque. Viajaba a dedo hasta Reims para visitar a su padre enfermo. Percy le había conseguido todos los documentos necesarios, algunos falsificados a toda prisa esa misma noche y enviados a Tempsford con un motorista. La cojera encajaba de maravilla en la identidad falsa: un veterano con heridas de guerra podía ser maestro perfectamente, mientras que un joven sano debería haber estado en un campo de trabajo en Alemania.
Llegar era la parte fácil. Ahora tenía que encontrar a Flick. Su única forma de localizarla era contactar con el circuito Bollinger. No le quedaba más remedio que confiar en que Brian fuera el único miembro del circuito en poder de la Gestapo. Como cualquier otro agente recién llegado a Reims, se pondría en contacto con mademoiselle Lemas. Pero tendría que ser especialmente cauteloso.
Poco después del alba, oyó el ruido de un motor. Dejó la carretera y se ocultó entre las viñas. Cuando el vehículo estuvo cerca, vio que era un tractor. El peligro era mínimo: la Gestapo no solía desplazarse en tractor. Paul volvió a la carretera y levantó el pulgar.
Al volante del tractor, que arrastraba un remolque cargado de alcachofas, iba un chico de unos quince años. El chaval hizo un gesto hacia la pierna de Paul y preguntó:
─¿Herida de guerra?
─Sí ─respondió Paul. La ocasión más lógica en que un soldado francés podía haber resultado herido era la Batalla de Francia, de modo que añadió─: Sedan, mil novecientos cuarenta.
─Yo era demasiado joven ─dijo el chico con pesar. ─Dichoso tú.
─Pero espere a que vuelvan los aliados. Se va a armar una... ─ El chico le lanzó una mirada de soslayo─. No puedo decirle más. Pero espere y verá.
Paul se quedó pensativo. ¿Sería miembro del circuito Bollinger aquel chaval?
─Pero, ¿tendrán los nuestros las armas y las municiones que necesitan? ─le preguntó.
Si el chico sabía algo, sabría como mínimo que los aliados habían arrojado toneladas de armamento en los últimos meses.
─Usaremos lo que haga falta como armas.
¿Estaba siendo discreto? No, concluyó Paul. Sólo había dicho vaguedades. Estaba fantaseando. Paul no le hizo más preguntas.
El joven tractorista lo dejó a las afueras y Paul siguió cojeando hasta el centro de la ciudad. El punto de contacto había cambiado de la cripta de la catedral al Café de la Gare, pero la hora era la misma, las tres de la tarde. Tenía tiempo de sobra para aburrirse.
Entró en el bar para desayunar y reconocer el terreno. Pidió un café solo. El viejo camarero enarcó las cejas; Paul comprendió que había cometido un desliz y se apresuró a corregirlo.
─No sé por qué digo «solo». Como si hubiera leche para el café.
El camarero sonrió y se fue a hacerle el café.
Paul respiró aliviado. Hacía ocho meses que no trabajaba en la clandestinidad y había olvidado la agotadora atención que exigía fingirse otro. Pasó la mañana en la catedral, dormitando entre misa y misa, y volvió al bar a la una y media para almorzar. El café se quedó vacío alrededor de las dos y media, pero Paul siguió en su mesa, tomando achicoria tras achicoria. A las tres menos cuarto, dos hombres entraron en el bar y pidieron cerveza. Paul los observó con atención. Eran dos viejos propietarios y hablaban en francés regional. Conversaban con erudición sobre la floración de las viñas, un período crítico que acababa de finalizar. Parecía poco probable que fueran agentes de la Gestapo.
A las tres en punto, una mujer atractiva vestida con discreta elegancia entró en el café. Llevaba un vestido fino de algodón verde, sombrero de paja y zapatos muy usados: uno negro y el otro marrón. Tenía que ser la Burguesa.
Paul estaba un tanto sorprendido. Se la había imaginado mayor. Probablemente era una suposición gratuita, porque Flick nunca se la había descrito, pero, fuera como fuese, prefería asegurarse. Se levantó de la mesa y salió del bar.
Avanzó por la acera hasta la entrada de la estación y se detuvo para vigilar el café. No llamaría la atención: como había supuesto, había varias personas dando vueltas ante la entrada, esperando a algún compañero de viaje.
Se dedicó a observar a los clientes del local. Una mujer pasó ante la puerta con un niño que pedía un pastel; la madre acabó cediendo y entró en el café. Salieron los dos propietarios. Un gendarme hizo una visita rápida y volvió a la calle con un paquete de cigarrillos en la mano.
Paul empezó a convencerse de que la Gestapo no estaba al acecho. No había nadie a la vista que pareciera remotamente peligroso. El cambio de lugar de contacto los había despistado.
Sólo se preguntaba una cosa. Cuando Brian Standish había caído en la trampa de la catedral, Charenton, el amigo de la Burguesa, había acudido al rescate. ¿Dónde estaba hoy? Si vigilaba a su amiga en la catedral, ¿por qué no iba a hacerlo en el café? Pero el hecho no era peligroso en sí mismo. Y podía haber cientos de explicaciones plausibles.
La madre y el niño salieron del café. Luego, a las tres y media, la Burguesa apareció en la puerta y echó a andar en dirección opuesta a la estación. Paul la siguió por la otra acera. La mujer se detuvo a la altura de un coche pequeño de estilo italiano y color negro, un Simca-Cinq, lo llamaban los franceses. Paul cruzó la calle. La mujer entró en el coche y encendió el motor.
Había que decidirse, se dijo Paul. No tenía la certeza de que aquello fuera seguro, pero había tomado todas las precauciones posibles, excepto la de renunciar al contacto. Antes o después, tendría que asumir riesgos. Para eso estaba allí.
Fue derecho a la puerta del acompañante y la abrió. La mujer lo miró sin alterarse.
─¿Monsieur?
─Rece por mí.
─Rezo por la paz.
Paul entró en el coche.
─Soy Danton ─dijo improvisando un nombre en clave.
─¿Por qué no ha contactado en el café? ─preguntó la mujer poniendo el coche en marcha─. Lo he visto nada más entrar. Me ha hecho esperar ahí dentro media hora. Es peligroso.
─Quería asegurarme de que no era una trampa. La Burguesa lo miró con atención.
─Sabe lo de Helicóptero...
─Sí. ¿Dónde está su amigo, Charenton, el que lo salvó? La mujer torció en dirección sur y pisó el acelerador. ─Hoy tenía que trabajar.
─¿Un domingo? ¿Qué es?
─Bombero. Está de guardia.
Eso explicaba la ausencia. Paul decidió pasar al auténtico motivo de su viaje.
─¿Dónde está Helicóptero?
La Burguesa meneó la cabeza.
─Ni idea. Sólo soy la intermediaria. Establezco contacto con los agentes y se los paso a Monet. Lo demás no me concierne.
─ ¿Está bien Monet?
─Sí. Me telefoneó el jueves por la tarde para informarse sobre Charenton.
─¿No ha vuelto a hacerlo?
─No. Pero eso es normal.
─¿Cuándo lo vio por última vez?
─¿En persona? Nunca lo he visto.
─¿Ha oído hablar de la Tigresa?
─No.
Paul se puso a cavilar mientras el coche atravesaba un barrio residencial. La Burguesa no podía proporcionarle la información que necesitaba. Tendría que pasar al siguiente eslabón de la cadena.
La mujer detuvo el coche ante una casa alta.
─Entré y lávese un poco ─le dijo a Paul.
Paul se apeó. Todo parecía estar en orden: la Burguesa había acudido al lugar acordado y respondido correctamente a la contraseña, y nadie la había seguido. Por desgracia, no le había proporcionado ninguna información útil, de modo que seguía ignorando en qué medida estaba comprometido el circuito Bollinger y hasta qué punto corría peligro Flick. Mientras la mujer lo precedía hasta la puerta e introducía la llave en la cerradura, Paul se llevó la mano al bolsillo de la camisa y acarició el cepillo de dientes de madera; como era francés, no le habían puesto pegas para que lo llevara encima. De pronto, tuvo una inspiración. Al tiempo que la Burguesa cruzaba el umbral, se lo sacó del bolsillo, lo dejó caer justo delante de la puerta y entró.
─Qué casa tan grande. ─El papel pintado, anticuado y oscuro, y los aparatosos muebles cuadraban más bien poco con la propietaria─. ¿Hace mucho que vive en ella?
─La heredé hace tres o cuatro años. Me gustaría redecorarla, pero hoy en día no hay de nada ─explicó la mujer abriendo una puerta y haciéndose a un lado─. Por favor, pase a la cocina.
Paul entró y vio a dos hombres de uniforme. Ambos empuñaban pistolas automáticas. Y ambas pistolas apuntaban en su dirección.
El Hispano-Suiza pinchó en la carretera nacional 3 entre París y Meaux. Un clavo había atravesado el neumático. Irritado por el retraso, Dieter se puso a refunfuñar arcén arriba y abajo; pero el teniente Hesse levantó el vehículo con el gato y cambió la rueda con tranquila eficiencia. Al cabo de unos minutos, volvían a estar en marcha.
Dieter había dormido hasta tarde, bajo la influencia de la inyección de morfina que le había puesto Hans poco después de medianoche, y ahora miraba el, paisaje con impaciencia mientras dejaban atrás la deprimente zona industrial del este de París y avanzaban entre campos de cultivo. No veía el momento de llegar a Reims. Había tendido una trampa para Flick Clairet y necesitaba estar presente cuando cayera en ella.
El enorme Hispano-Suiza volaba por un tramo de carretera rectilíneo flanqueado de álamos, probablemente una antigua vía romana. Al comienzo de la guerra, Dieter estaba convencido de que el Tercer Reich sería como el Imperio Romano, un poder paneuropeo que traería una paz y una prosperidad sin precedentes a todos sus súbditos. Ya no estaba tan seguro.
Le preocupaba su amante. Stéphanie corría peligro, y Dieter se sentía culpable. En esos días, todo el mundo corría peligro, se dijo. La guerra moderna ponía a toda la población en primera línea. La mejor manera de proteger a Stéphanie ─y de protegerse él mismo y proteger a su familia en Alemania─ era derrotar a las fuerzas de invasión. Pero había momentos en que se maldecía por implicar a su amante en su misión. Estaba jugando a un juego muy peligroso y usándola como cebo. Los terroristas de la Resistencia no hacían prisioneros. Acostumbrados a vivir en constante peligro, no tenían escrúpulos en matar a compatriotas que colaboraban con el enemigo. Dieter apenas podía imaginarse la vida sin Stéphanie. La perspectiva le resultaba deprimente, y comprendió que debía de estar enamorado. Siempre se había dicho que la chica sólo era una hermosa cortesana, y que la estaba usando como los hombres solían usar a esas mujeres. Ahora acababa de darse cuenta de que se había estado engañando. Y deseó con más fuerza que antes llegar a Reims y estar a su lado.
Era domingo por la tarde, de modo que apenas había tráfico y progresaban rápidamente.
El segundo pinchazo se produjo cuando estaban a menos de una hora de Reims. A Dieter le habría gustado gritar de desesperación. Otro clavo doblado. ¿Tan malos eran los neumáticos de la guerra? ¿O es que los franceses, sabiendo que nueve de cada diez vehículos pertenecían a las fuerzas de ocupación, arrojaban sus clavos viejos a la carretera deliberadamente?
No tenían más ruedas de repuesto, así que habría que ponerle un parche a la pinchada para poder continuar. Dejaron el coche en el arcén y echaron a andar. Un par de kilómetros más adelante había una granja. La extensa familia estaba sentada alrededor de los restos de un abundante almuerzo dominical: sobre la mesa había queso, fresas y varias botellas de vino vacías. Los campesinos eran los únicos franceses que no pasaban hambre. Dieter obligó al granjero a sacar el carro y el caballo y llevarlos a la localidad más cercana.
En la plaza del pueblo había un surtidor de gasolina ante un taller, de cuya puerta colgaba el letrero de «Cerrado». Dieter y Hans se pusieron a aporrearla y consiguieron interrumpir la siesta del garagiste, que subió refunfuñando a una vetusta camioneta y partió en busca del coche de Dieter con Hans en el asiento del acompañante.
Dieter tomó asiento en el cuarto de estar de la casa del mecánico, bajo las insistentes miradas de tres criaturas andrajosas. La señora de la casa, una mujer de pelo sucio y aspecto cansado, se quedó trabajando en la cocina, pero no le ofreció ni un mal vaso de agua.
Dieter volvió a acordarse de Stéphanie. En el pasillo había un teléfono. Asomó la cabeza a la cocina.
─¿Puedo hacer una llamada? ─preguntó en tono amable─. Por supuesto, se la pagaré.
La mujer le lanzó una mirada hostil.
─¿Adónde? ─gruñó.
─A Reims.
La mujer asintió, miró el reloj de cocina y apuntó la hora.
Dieter llamó a la operadora y le dio el número de la casa de la calle du Bois. Al cabo de un instante, oyó una voz grave y áspera que repitió el número con marcado acento de la región. Dieter se puso tenso.
─Aquí Pierre Charenton ─murmuró.
Al otro lado del hilo, la voz se transformó en la de Stéphanie:
─ Hola, cariño.
Dieter comprendió que, como precaución, la chica había respondido haciendo su imitación de mademoiselle Lentas, y sintió un alivio inmenso.
─¿Va todo bien? ─le preguntó.
─He capturado a otro agente enemigo para ti ─respondió Stéphanie con toda naturalidad.
Dieter sintió que se le secaba la boca.
─¡Dios mío, bien hecho! ¿Cómo ha sido?
─Contactó conmigo en el Café de la Gare y lo traje aquí.
Dieter cerró los ojos. Si algo hubiera ido mal, si hubiera hecho algo que hubiera despertado las sospechas del agente, ahora podía encontrarse muerta.
─¿Y después?
─Tus hombres lo han reducido.
Había dicho «él». Eso significaba que el terrorista no era Flick. Dieter se sintió decepcionado. No obstante, su estrategia estaba dando resultados. Aquel hombre era el segundo agente aliado que caía en la trampa.
─¿Cómo es?
─Joven. Cojea y le falta media oreja.
─¿Qué han hecho con él?
─Está aquí, atado en el suelo de la cocina. Estaba a punto de llamar a Sainte-Cécile para que vinieran a por él.
─No lo hagas. Enciérralo en la bodega. Quiero hablar con él antes que Weber.
─¿Dónde estás?
─En un pueblucho. Hemos tenido un maldito pinchazo.
─No tardes.
─Estaré ahí en una o dos horas.
─De acuerdo.
─¿Cómo estás?
─Estupendamente.
Dieter quería una respuesta menos banal.
─No, en serio, ¿cómo te sientes?
─¿Que cómo me siento? ─Stéphanie hizo una pausa─. No sueles hacerme ese tipo de preguntas.
Dieter dudó.
─No suelo involucrarte en la captura de terroristas.
─Me siento bien ─respondió Stéphanie suavizando la voz─. No te preocupes por mí.
Dieter se sorprendió a sí mismo diciendo algo que no tenía pensado:
─¿Qué haremos después de la guerra? ─Al otro lado de la línea, se produjo un significativo silencio─. Por supuesto, la guerra podría durar otros diez años, pero también podría acabar dentro de dos semanas, y en tal caso, ¿qué haríamos?
Stéphanie parecía recobrada de su sorpresa, pero su voz tenía un extraño temblor cuando preguntó:
─¿Qué te gustaría hacer a ti?
─No lo sé ─dijo Dieter; pero la respuesta lo dejó insatisfecho, y al cabo de un momento balbuceó─: No quiero perderte.
─Oh.
Dieter esperó a que dijera algo más.
─¿Qué estás pensando? ─le preguntó al ver que seguía callada.
Stéphanie no dijo nada. Dieter oyó un ruido extraño al otro lado de la línea y comprendió que estaba llorando. Se le hizo un nudo en la garganta. En ese momento, captó la mirada de la mujer del mecánico, que seguía controlando la duración de la llamada. Tragó saliva y se volvió de espaldas; no quería que una extraña lo viera descompuesto. ─Estaré ahí enseguida ─murmuró─.Y seguiremos hablando.
─Te quiero ─dijo Stéphanie.
Dieter volvió la cabeza hacia la mujer del mecánico. No le quitaba ojo. «¡Que se vaya al infierno!», se dijo. ─Yo también te quiero ─respondió, y colgó el auricular.
Las «grajillas» emplearon casi todo el día en viajar de París a Reims.
Pasaron todos los controles sin contratiempos. Sus nuevas identidades falsas funcionaban tan bien como las viejas, y nadie notó que Flick había retocado su fotografía con lápiz de ojos.
Pero su tren se detenía durante una hora en plena vía cada dos por tres e iba acumulando retrasos. Sentada en el asfixiante compartimento, obligada a permanecer mano sobre mano, Flick se moría de impaciencia viendo esfumarse minutos preciosos. El motivo de las detenciones era evidente: los bombarderos de la RAU y de las fuerzas aéreas estadounidenses habían destrozado la mitad de la línea. Cuando el tren daba una sacudida y volvía a ponerse en marcha, se asomaba a una ventanilla y veía a las brigadas de vías y obras retirando raíles retorcidos, cambiando traviesas y colocando carriles nuevos. Su único consuelo era que los retrasos debían de ser aún más desesperantes para Rommel, pues le impedían desplegar sus tropas para repeler la invasión.
Un peso frío e inerte le oprimía el pecho, y Diana y Maude le acudían a la mente sin cesar. A esas alturas las habrían interrogado con toda certeza, torturado con mucha probabilidad y asesinado muy posiblemente. Flick conocía a Diana de toda la vida. Iba a tener que contarle lo ocurrido a William, su hermano, y a su propia madre, que iba a sentirlo casi tanto como William: no en vano había ayudado a criar a Diana.
Empezaron a ver viñedos, luego, cavas de champán a ambos lados de las vías, y por fin llegaron a Reims minutos antes de las cuatro de la tarde del domingo. Como había temido Flick, era demasiado tarde para llevar a cabo la misión, ese mismo día
Las esperaban otras veinticuatro horas angustiosas en territorio ocupado. Y tenían un problema más concreto e inmediato: dónde pasar la noche.
Reims no era París. No tenía barrio chino con pensiones de mala nota cuyos propietarios prescindieran de hacer preguntas, y Flick no sabía de ningún convento cuyas monjas ocultaran a fugitivos en busca de asilo. Allí no había callejas oscuras en las que los vagabundos pudieran dormir entre cubos de basura sin ser molestados por la policía.
A Flick se le ocurrieron tres posibles escondrijos: la casa de Michel, el piso de Gilberte y la casa de mademoiselle Lemas en la calle du Bois. Desgraciadamente, los tres podían estar bajo vigilancia, dependiendo de hasta qué punto se hubiera infiltrado la Gestapo en el circuito Bollinger. Si Dieter Franck había tomado a su cargo la investigación, cabía temerse lo peor.
No quedaba más remedio que ir a comprobarlo.
─Tenemos que trabajar por parejas otra vez ─les dijo a las otras─. Cuatro mujeres juntas llaman mucho la atención. Ruby y yo iremos delante. Greta y Jelly, seguidnos a unos cien metros.
Fueron andando hasta casa de Michel, que no estaba lejos de la estación. Era el domicilio conyugal de Flick, que, sin embargo, siempre la había considerado la casa de Michel. Había espacio más que suficiente para cuatro mujeres; pero era poco probable que la Gestapo no la conociera: habría sido asombroso que ninguno de los prisioneros capturados el domingo anterior hubiera revelado la dirección.
El edificio estaba en una calle concurrida en la que había varios comercios. Mientras avanzaban por la acera, Flick miraba disimuladamente hacia el interior de cada vehículo aparcado y Ruby vigilaba las casas y las tiendas. La casa era un edificio alto y estrecho en una elegante manzana de inmuebles del siglo XVIII. Tenía un pequeño jardín delantero con un magnolio. El lugar estaba tranquilo y silencioso, y no se veía movimiento en las ventanas. El umbral tenía una capa de polvo.
En el primer recorrido, no vieron nada sospechoso: ni obreros levantando la calle ni ociosos en la terraza del bar Chez Régis ni lectores de periódico apoyados en postes del telégrafo.
Volvieron por la otra acera. Delante de la panadería había un Citroen Traction Avant con dos hombres trajeados que fumaban con cara de aburrimiento en el interior.
Flick se puso tensa. Llevaba la peluca morena, y estaba convencida de que no la reconocerían como a la chica del cartel, a pesar de lo cual apretó el paso al llegar a la altura del Citroen con el corazón en un puño. Siguió avanzando por la acera temiendo que le dieran el alto en cualquier momento; pero llegó al final de la manzana sin contratiempos, dobló la esquina y respiró aliviada.
Aflojó el paso. Sus temores se habían confirmado. La casa de Michel no les servía. No tenía puerta trasera, pues la manzana formaba un bloque compacto. No podían entrar sin que las viera la Gestapo.
Flick consideró las otras dos posibilidades. Probablemente, Michel seguía viviendo en el piso de Gilberte, a no ser que lo hubieran capturado. El edificio disponía de una útil entrada posterior. Pero el apartamento era diminuto; cuatro mujeres que pasaran la noche en una vivienda de un solo dormitorio, además de estar incómodas, podían atraer la atención del resto de los vecinos.
Parecía evidente que el lugar más adecuado para pasar la noche era la casa de la calle du Bois. Flick la había visitado en dos ocasiones. Era un edificio enorme con dormitorios de sobra. Mademoiselle Lemas era de total confianza y siempre estaba dispuesta a alojar y alimentar a huéspedes inesperados. Llevaba años dando cobijo a agentes británicos, pilotos de aviones derribados y prisioneros evadidos. Y tal vez supiera qué le había ocurrido a Brian Standish.
La casa estaba a dos o tres kilómetros del centro de la ciudad. Las cuatro mujeres se pusieron en camino, con Flíck y Ruby en cabeza y Greta y Jelly a cien metros de distancia.
Llegaron media hora más tarde. La calle du Bois era una tranquila calle residencial; un equipo de vigilancia se habría visto negro para mantenerse oculto. Sólo había un coche aparcado a la vista: un Peugeot 201 en buen estado pero demasiado lento para la Gestapo. Estaba vacío.
Flick y Ruby dieron un paseo preliminar por delante de la casa. Tenía el aspecto habitual. El Simca-Cinq de mademoiselle Lemas estaba en el patio, lo que sólo era relativamente raro, porque siempre lo guardaba en el garaje. Flick aflojó el paso y volvió la cabeza hacia la ventana con discreción. No vio a nadie. Mademoiselle Lemas apenas utilizaba aquella habitación; era una anticuada sala de estar, con un piano impoluto, cojines bien ahuecados y la puerta siempre cerrada, salvo para las visitas formales. Sus huéspedes clandestinos siempre se sentaban en la cocina, en la parte posterior de la casa, donde no corrían el riesgo de que los vieran desde la calle.
Al pasar ante la puerta, un objeto caído en el suelo atrajo la mirada de Flick. Era un cepillo de dientes de madera. Sin dejar de andar, se agachó y lo recogió.
─¿Has olvidado el tuyo? ─le preguntó Ruby.
─Se parece al de Paul ─respondió Flick, que había estado a punto de decir «Es el de Paul», aunque en Francia debía de haber cientos, tal vez miles, iguales.
─¿Crees que podría estar aquí?
─Tal vez.
─¿Por qué iba a venir?
─No lo sé. Para advertirnos de algún peligro, tal vez.
Dieron la vuelta a la manzana. Antes de volver a acercarse a la casa, esperaron a que Greta y Jelly les dieran alcance.
─Esta vez iremos juntas ─dijo Flick─. Greta y Jelly llamarán a la puerta.
─Ya iba siendo hora, los pies me están matando ─rezongó Jelly.
─Ruby y yo continuaremos hasta la parte posterior, sólo como precaución. No nos mencionéis; limitaos a esperar a que aparezcamos.
Volvieron a acercarse a la casa, esta vez las cuatro juntas. Flick y Ruby entraron en el patio, pasaron junto al Simca y se deslizaron hasta la parte posterior. La cocina, que ocupaba la mayor parte de esa fachada, tenía dos ventanas con una puerta en medio. Flick esperó a oír el timbre de la puerta y se arriesgó a echar un vistazo por una de las ventanas.
El corazón se le paró en el pecho.
En la cocina había tres personas: dos hombres de uniforme y una mujer alta de exuberante cabellera pelirroja que desde luego no era mademoiselle Lemas.
En una fracción de segundo, Flick los vio apartar la vista de las ventanas y volver la cabeza hacia la puerta principal con expresión inquieta. Luego, volvió a agacharse.
Procuró concentrarse. Estaba claro que los hombres eran agentes de la Gestapo. La mujer debía de ser una francesa colaboracionista que se hacía pasar por mademoiselle Lemas. Le había resultado vagamente familiar, a pesar de haberla visto de espaldas: algo en el elegante vuelo de su vestido verde de verano había hecho saltar la alarma en la memoria de Flick.
Por desgracia, era evidente que los alemanes habían descubierto la casa de seguridad y la habían convertido en una trampa para agentes aliados. El pobre Brian Standish debía de haber caído en ella de cabeza. Flick se preguntó si seguiría vivo.
Una fría determinación se apoderó de su ánimo. Sacó la pistola. Ruby la imitó.
─Tres ─susurró Flick─. Dos hombres y una mujer. ─Respiró hondo. Había llegado el momento de ser implacable─. Vamos a matar a los hombres ─le dijo a Ruby─. ¿De acuerdo? ─La chica asintió. Flick dio gracias a Dios por la sangre fría de Ruby─. Preferiría conservar con vida a la mujer para interrogarla, pero, si vemos que se nos va a escapar, le dispararemos.
─Entendido.
─Los hombres están en el lado izquierdo. La mujer habrá ido a abrir. Tú quédate en esta ventana, yo iré a la otra. Apunta al hombre que tengas más cerca. Dispara cuando yo lo haga.
Flick se deslizó a lo largo de la pared y se agachó bajo la otra ventana. Había empezado a resollar, y el corazón le latía como un martillo neumático, pero tenía la mente tan clara como si estuviera jugando al ajedrez. Nunca había disparado a través de un cristal. Decidió disparar tres veces en rápida sucesión: una para romper el cristal, otra para matar a su blanco y la última para asegurarse. Le quitó el seguro a la Browning con un golpe del pulgar y la sostuvo apuntando al cielo. Luego, se irguió y miró por la ventana.
Los dos alemanes estaban vueltos hacia la puerta del pasillo. Empuñaban sendas pistolas. Flick encañonó al que tenía más cerca.
La pelirroja había salido, pero la puerta del pasillo se abrió al instante, y Flick la vio aparecer en el umbral y hacerse a un lado. Sin sospechar nada, Greta y Jelly pasaron junto a ella; de pronto, vieron a los hombres de la Gestapo. Greta, sobresaltada, soltó un chillido. Se oyó una voz ─Flick no pudo entender lo que decía─, y Greta y Jelly levantaron las manos.
La falsa mademoiselle Lemas entró en la cocina. Al verla de frente, Flick confirmó su impresión. La había visto antes. Un instante después recordó dónde. En la plaza de Sainte-Cécile, el domingo anterior, en compañía de Dieter Franck. Flick la había tomado por la querida del mayor. Obviamente, era algo más.
De pronto, la mujer miró hacia la ventana y vio el rostro de Flick. Parpadeó, abrió la boca y levantó la mano para señalar lo que acababa de descubrir. Los dos hombres empezaron a volverse.
Flick apretó el gatillo. La detonación del arma le pareció simultánea al estallido del cristal. Manteniendo la pistola recta y bien sujeta, disparó otras dos veces.
Un segundo después, Ruby descargó su Colt.
Los dos hombres cayeron al suelo.
Flick corrió hacia la puerta y entró en la cocina.
La pelirroja se había lanzado a la carrera hacia la puerta de la calle. Flick levantó la pistola, pero demasiado tarde: en una fracción de segundo, la mujer dobló la esquina del pasillo y desapareció de su vista. De pronto, con insospechada rapidez, Jelly se abalanzó hacia la puerta. Al cabo de un momento se oyó un estrépito de muebles rotos y cuerpos rodando por el suelo.
Flick salió al pasillo y asomó la cabeza al recibidor. Jelly había derribado a la pelirroja sobre el embaldosado. También había partido las delicadas patas curvas de una mesa en forma de riñón, hecho añicos el jarrón chino que adornaba la mesa y esparcido por el suelo el ramillete de hierbas secas que contenía el jarrón. La francesa forcejeaba intentando levantarse. Flick la encañonó con la pistola. Jelly, dando prueba de una sorprendente rapidez de reflejos, agarró a la mujer por el pelo y le estrelló la cabeza contra las baldosas hasta que dejó de debatirse.
La pelirroja calzaba zapatos viejos, uno negro y el otro marrón.
Flick volvió a la cocina y echó un vistazo a los dos alemanes, que yacían inmóviles en el suelo. Recogió sus pistolas y se las guardó en los bolsillos. Dos armas menos para el enemigo.
Por el momento, las cuatro «grajillas» estaban fuera de peligro.
Flick seguía electrizada por la adrenalina. En su momento, se dijo, pensaría en el hombre al que acababa de matar. La desaparición de un ser humano era un hecho terrible. Su solemnidad podía ser aplazada, pero no eludida. Pasarían horas o días, pero Flick acabaría preguntándose si aquel joven de uniforme había dejado atrás a una mujer que ahora estaba sola y unos hijos sin padre. Por el momento, fue capaz de apartar aquella idea de su mente y concentrarse en la misión.
─Jelly, vigila a la mujer. Greta, busca cuerda y átala a una silla. Ruby, mira arriba y asegúrate de que no hay nadie más en la casa. Yo registraré el sótano.
Flick bajó las escaleras de la bodega a toda prisa. Sobre el suelo de tierra había un hombre atado y amordazado. La mordaza le cubría la mayor parte del rostro, pero Flick advirtió que le faltaba media oreja.
Tiró de la mordaza para destaparle la boca, se inclinó sobre él y le dio un largo y apasionado beso.
─Bienvenido a Francia.
─Es la mejor bienvenida que me han dado nunca ─respondió él sonriendo de oreja a oreja.
─Tengo tu cepillo de dientes.
─Se me ha ocurrido en el último segundo, porque la pelirroja me tenía escamado.
─Si no llega a ser por eso, hubiéramos caído de cabeza en la trampa.
─Gracias a Dios lo has visto.
Flick se sacó la pequeña navaja de la vaina de la manga y empezó a cortar las ligaduras.
─¿Cómo has llegado hasta aquí?
─Me lancé en paracaídas anoche.
─¿Y se puede saber para qué demonios?
─Decididamente, la radio de Helicóptero está siendo utilizada por la Gestapo. Quería prevenirte.
Flick le lanzó los brazos al cuello en un arrebato de cariño.
─ ¡Me alegro tanto de que estés aquí!
Él la estrechó en sus brazos y la besó.
─Siendo así, me alegro de haber venido.
Flick y Paul subieron a la planta baja.
─Mirad a quién me he encontrado en la bodega ─dijo Flick.
Las chicas saludaron a Paul y se volvieron hacia Flick esperando instrucciones. Flick pensó con calma. Habían transcurrido cinco minutos desde el tiroteo. Los vecinos tenían que haberlo oído, pero pocos ciudadanos franceses habrían corrido al teléfono para llamar a la policía: tenían miedo de acabar respondiendo preguntas en las dependencias de la Gestapo. Sin embargo, convenía evitar cualquier riesgo innecesario. Tenían que largarse cuanto antes.
Flick se volvió hacia la falsa mademoiselle Lemas, que permanecía atada a una silla de la cocina. Sabía lo que había que hacer, pero pensarlo le produjo un estremecimiento.
─¿Cómo se llama?
─Stéphanie Vinson.
─Usted es la amante de Dieter Franck.
La chica estaba pálida como un sudario, pero le lanzó una mirada desafiante, y Flick no pudo evitar admirar su belleza.
─Dieter me salvó la vida.
De modo que así se había ganado Franck la lealtad de aquella mujer, se dijo Flick. Pero eso no cambiaba nada: un traidor era un traidor, alegara lo que alegase.
─Usted trajo a Helicóptero a esta casa para que lo capturaran. ─La chica no dijo nada─. ¿Está vivo o muerto?
─No lo sé.
Flick señaló a Paul.
─También lo ha traído a él. ─Flick pensó en el peligro que había corrido Paul, y la cólera alteró su voz─.Y habría seguido ayudando a la Gestapo hasta que nos capturara a todos. ─ Stéphanie agachó la cabeza. Flick se colocó detrás de la silla y sacó la pistola─. Es usted francesa; sin embargo, ha colaborado con la Gestapo. Podían habernos matado a todos.
Los otros, viendo lo que estaba a punto de ocurrir, se apartaron de la línea de tiro.
Stéphanie no podía ver el arma, pero presentía que iba a suceder algo.
─¿Qué van a hacer conmigo? ─murmuró.
─Si la dejamos aquí, le dirá a Franck cuántos somos y qué aspecto tenemos, y lo ayudará a capturarnos, para que pueda torturarnos y matarnos... ¿verdad? ─La chica no respondió. Flick le apuntó a la nuca─. ¿Tiene alguna excusa para ayudar al enemigo?
─Hice lo que tenía que hacer. Como todo el mundo.
─Exactamente ─respondió Flick, y apretó el gatillo dos veces.
Los disparos retumbaron en el reducido espacio de la cocina. Un chorro de sangre, mezclada con algo más, brotó del rostro de la mujer y tiñó la falda de su elegante vestido. El cuerpo cayó hacia delante y quedó inmóvil.
Jelly dio un respingo y Greta volvió la cabeza. Hasta Paul se puso pálido. Sólo Ruby permaneció impertérrita.
Todos guardaron silencio.
─Vámonos de aquí ─dijo Flick al fin.
Eran las seis en punto de la tarde cuanto Dieter aparcó delante de la casa de la calle du Bois. Tras el largo viaje, el coche azul celeste estaba cubierto de polvo e insectos muertos. Al tiempo que se apeaba, una nube se deslizó sobre el sol, y la calle residencial quedó en sombras. Dieter se estremeció.
Se quitó las gafas protectoras ─había estado conduciendo con la capota bajada─ y se pasó los dedos por el cabello para alisárselo.
─Por favor, Hans, espéreme aquí ─dijo volviéndose hacia Hesse; quería estar solo con Stéphanie.
Echó en falta el Simca-Cinq de mademoiselle Lemas apenas abrió la verja y entró en el jardín. La puerta del garaje estaba abierta y el garaje, vacío. ¿Lo estaría utilizando Stéphanie? Pero, ¿adónde habría ido? Tenía que esperarlo en la casa, protegida por dos agentes de la Gestapo.
Se acercó a la puerta y tiró del cordón de la campana mecánica. El sonido del timbre se apagó y la casa quedó en silencio. Dieter miró por la ventana de la sala de estar, que, como de costumbre, estaba vacía. Volvió a llamar. No obtuvo respuesta. Se agachó para mirar por la abertura del buzón, pero apenas pudo ver nada: un trozo de escalera, un cuadro de un paisaje alpino y la puerta de la cocina, entreabierta. No había ningún movimiento.
Miró hacia la casa vecina y vio un rostro que se apartaba rápidamente de una ventana y una cortina que volvía a cubrirla.
Dobló la esquina de la casa, atravesó el patio lateral y llegó al jardín posterior. Vio dos ventanas rotas y la puerta trasera abierta. El corazón le dio un vuelco. ¿Qué había ocurrido allí?
─¿Stéphanie? ─gritó.
No hubo respuesta.
Entró en la cocina.
Al principio no entendió lo que estaba viendo. Había un bulto atado a una silla con cuerda ordinaria. Parecía el cuerpo de una mujer con un amasijo repugnante en lo alto. Al cabo de unos instantes, su experiencia como policía le dijo que el repugnante amasijo era una cabeza humana destrozada por un disparo. Luego, vio que la mujer calzaba zapatos viejos, uno negro y el otro marrón, y comprendió que era Stéphanie. Soltó un aullido de angustia, se tapó los ojos con las manos y se derrumbó lentamente sobre las rodillas, sollozando.
Al cabo de un minuto, apartó las manos de los ojos y se obligó a mirar de nuevo. El ex detective vio la sangre en la falda del vestido y concluyó que le habían disparado desde atrás. Tal vez había sido un gesto piadoso, para evitarle el terror de saber que estaba a punto de morir. Le habían disparado dos veces. Los dos grandes orificios de salida habían dejado intactos sus sensuales labios, pero le habían destrozado los ojos y la nariz y habían convertido su hermoso rostro en una máscara espantosa. De no haber sido por los zapatos, no la habría reconocido. Los ojos de Dieter se llenaron de lágrimas, y el cuerpo de Stéphanie se convirtió en una mancha borrosa.
La sensación de pérdida era como una herida. Nunca había sufrido una conmoción tan profunda como la súbita certeza de la desaparición de Stéphanie. No volvería a lanzarle una de sus orgullosas miradas; no volvería a atraer las miradas de todos los hombres al entrar a un restaurante; no volvería a sentarse ante él y deslizar unas medias de seda sobre sus perfectas pantorrillas. Su elegancia y su ingenio, sus miedos y sus deseos, habían sido anulados, borrados, aniquilados. Dieter se sentía como si le hubieran disparado a él, como si hubiera perdido una parte de sí mismo. Susurró su nombre: al menos le quedaba eso.
De pronto, oyó una voz a su espalda.
Sobresaltado, soltó un grito.
Volvió a oírlo: un gruñido sin palabras, pero humano. Se puso en pie de un salto y dio media vuelta secándose las lágrimas con el dorso de la mano. Por primera vez, vio a dos hombres en el suelo. Los dos vestían uniforme. Eran los agentes de la Gestapo que debían proteger a Stéphanie. No habían conseguido salvarla, pero habían muerto intentándolo.
Al menos uno de ellos.
Uno permanecía inmóvil, pero el otro estaba intentando hablar. Era joven, un muchacho de diecinueve o veinte años, con el pelo negro y un pequeño bigote. Su gorra de uniforme estaba en el suelo de linóleo, junto a su cabeza.
Dieter se acercó y se arrodilló junto a él. Vio los orificios de salida en el pecho del muchacho: le habían disparado por la espalda. Yacía en medio de un charco de sangre. Agitó la cabeza y movió los labios. Dieter acercó la oreja a su boca.
─Agua ─susurró el muchacho.
Se estaba desangrando. Siempre pedían agua cuando se acercaba el fin. Dieter lo sabía: lo había visto en el desierto. Buscó un vaso, lo llenó en el grifo y lo acercó a los labios del moribundo, que bebió con avidez. El agua le resbalaba por la barbilla y caía sobre el cuello de su guerrera, empapada de sangre.
Dieter se dijo que tenía que llamar y pedir un médico, pero debía descubrir lo que había ocurrido. Si esperaba, el muchacho podía expirar sin contarle lo que sabía. Dieter dudó sobre la decisión sólo un momento. El hombre era prescindible. Primero, lo interrogaría; luego, llamaría al médico.
─¿Quién ha sido? ─le preguntó, y volvió a inclinar la cabeza hacia los labios del moribundo.
─Cuatro mujeres ─farfulló el muchacho.
─Las «grajillas» ─murmuró Dieter con amargura. ─Dos por delante... dos por detrás.
Dieter asintió. Podía imaginarse cómo había ocurrido. Habían llamado a la puerta principal. Stéphanie había ido a abrir. Los agentes de la Gestapo habían permanecido alerta, mirando hacia el pasillo. Dos de las terroristas se habían deslizado hasta las ventanas de la cocina y les habían disparado por la espalda. ¿Y después...?
─¿Quién ha matado a Stéphanie?
─Agua...
Dieter necesitó toda su fuerza de voluntad para reprimir su impaciencia. Fue al fregadero, volvió a llenar el vaso y regresó junto al moribundo. El muchacho volvió a beberse toda el agua y exhaló un suspiro de alivio, un suspiro que se transformó en un gemido de atroz agonía.
─¿Quién ha matado a Stéphanie? ─repitió Dieter. ─La más baja ─murmuró el agente de la Gestapo.
─Flick ─masculló Dieter con el corazón henchido de un furioso deseo de venganza.
─Lo siento, mayor... ─susurró el muchacho.
─¿Cómo ha sido?
─Rápido... Ha sido muy rápido.
─Cuéntemelo.
─La han atado... han dicho que era una traidora... le han disparado en la nuca... y se han marchado.
─¿Traidora? ─murmuró Dieter.
El muchacho asintió.
Dieter ahogó un sollozo.
─Nunca le pegó un tiro en la nuca a nadie ─dijo en un susurro dolorido.
El agente de la Gestapo no lo oyó. Sus labios estaban inmóviles y su respiración había cesado.
Dieter extendió la mano derecha y le cerró los párpados con las yemas de los dedos.
─Descansa en paz ─murmuró.
Luego, dando la espalda al cuerpo de la mujer a la que amaba, fue hacia el teléfono.
Acomodarse en el Simca-Cinq les había costado lo suyo. Ruby y Jelly se habían sentado en el estrecho asiento trasero. Paul, al volante. Greta, en el asiento del acompañante y Flick, encima de Greta.
En otras circunstancias, les habría entrado la risa, pero lo que acababa de ocurrir seguía angustiándolos. Habían estado a punto de caer en manos de la Gestapo, y habían matado a tres seres humanos. En esos momentos, estaban tensos, alerta y listos para reaccionar de inmediato ante cualquier imprevisto. Sólo pensaban en sobrevivir.
Flick guió a Paul hasta una calle paralela a la de Gilberte. Recordó el día en que había llegado allí con Michel, herido durante el ataque al palacio, hacía justo una semana, e indicó a Paul que aparcara junto a la entrada de la calleja.
─Esperad aquí ─dijo saliendo del coche─.Voy a echar un vistazo.
─Date prisa, por amor de Dios ─la urgió Jelly.
─Me daré toda la que pueda.
Flick echó a correr por la calleja, dejó atrás el muro posterior de la fábrica y cruzó la puerta de la tapia. Atravesó el jardín a toda prisa y se deslizó al interior del edificio por la puerta trasera. El vestíbulo estaba desierto y en silencio. Subió las escaleras, procurando no hacer ruido, hasta el último piso.
Se detuvo ante la puerta de Gilberte. Lo que vio la llenó de consternación. Habían forzado la puerta. Estaba abierta, colgando del gozne superior. Flick escuchó con atención, pero no oyó nada, y algo le dijo que el allanamiento se había producido hacía días. Respiró hondo y entró con cautela.
Habían registrado la vivienda superficialmente. En el pequeño cuarto de estar, los cojines de los asientos estaban desordenados, y en el rincón de la cocina, las puertas del aparador, abiertas de par en par. Flick echó un vistazo en el dormitorio y vio algo por el estilo. Habían sacado los cajones de la cómoda, abierto las puertas del armario y dejado huellas de botas sucias sobre la colcha.
Se acercó a la ventana y miró hacia la calle. Aparcado frente al edificio, vio un Citroen Traction Avant con dos hombres en los asientos delanteros.
Todo eran malas noticias, pensó Flick con desesperación. Alguien había hablado, y Dieter Franck le había sacado mucho partido a la confesión. Pacientemente, había seguido un rastro que lo había llevado primero a mademoiselle Lemas, luego a Brian Standish y finalmente a Gilberte. ¿Y Michel? ¿Estaría detenido? Parecía más que probable.
Flick se puso a cavilar sobre Dieter Franck. Había sentido un estremecimiento al leer la escueta nota biográfica redactada por el M16 pegada al dorso de su foto. Ahora comprendía que no se había asustado bastante. Era listo y persistente. Había estado a punto de capturarla en Chatelle, había llenado París de carteles con su imagen y había capturado e interrogado a sus camaradas uno tras otro.
Sólo lo había visto dos veces, durante apenas unos momentos en ambas ocasiones. Procuró recordar su rostro. Su mirada traslucía inteligencia y firmeza, se dijo, además de la determinación propia de un hombre que podía ser implacable. Estaba totalmente segura de que le seguía el rastro y decidió ser más cautelosa que nunca.
Alzó los ojos al cielo. Quedaban unas tres horas de luz.
Bajó las escaleras de dos en dos, atravesó el jardín a la carrera y llegó al Simca-Cinq.
─Malas noticias ─dijo agachándose para entrar en el coche─. La Gestapo ha registrado el piso y vigila la entrada principal.
─Dios... ─murmuró Paul─. ¿Y ahora adónde vamos?
─Conozco otro sitio ─respondió Flick─.Volvamos a la ciudad.
Flick oyó los jadeos del diminuto motor de quinientos centímetros cúbicos, que se las veía y se las deseaba para mover el sobrecargado Simca-Cinq, y se preguntó cuánto tardaría en dejarlos en la estacada. Por otra parte, suponiendo que los alemanes hubieran descubierto los cadáveres de la casa de la calle du Bois, ¿cuánto tardarían en dar la alerta sobre el coche de mademoiselle Lemas a todas las fuerzas de la Gestapo y de la policía de Reims? Franck no podía ponerse en contacto con los hombres que ya estaban patrullando las calles, pero los informaría en el primer cambio de turno. Y Flick no sabía a qué hora entraban en servicio las patrullas nocturnas. Llegó a la conclusión de que apenas les quedaba tiempo.
─Vamos a la estación ─le dijo a Paul─. Dejaremos el coche allí.
─ Buena idea ─respondió Paul─. Puede que piensen que nos hemos ido de la ciudad.
Flick recorría las calles con la mirada, temiendo ver algún Mercedes del ejército o algún Citroen negro de la Gestapo. Pasaron cerca de una pareja de gendarmes y contuvo la respiración. Sin embargo, llegaron al centro de la ciudad sin contratiempos. Paul aparcó cerca de la estación. Se apearon a toda prisa y se alejaron a buen paso del comprometedor vehículo.
─Tengo que hacer esto sola ─les dijo Flick─. Es mejor que me esperéis en la catedral.
─Hoy he pasado tanto tiempo allí ─murmuró Paul─, que estoy seguro de que me han perdonado todos los pecados varias veces.
─Entonces, reza para que encontremos un sitio en el que pasar la noche ─replicó Flick, y se alejó a toda prisa.
Volvió a la calle donde vivía Michel. El bar Chez Régis estaba a cien metros de su casa. Flick entró y se acercó a la barra. Sentado tras ella, Alexandre Régis, el dueño del local, hacía tiempo fumándose un cigarrillo. La saludó moviendo la cabeza, pero no le dijo nada.
Flick abrió la puerta que daba acceso a los lavabos, avanzó por un corto pasillo y abrió lo que parecía un armario. Subió un empinado tramo de escaleras. Al final había una puerta con mirilla. Flick llamó con los nudillos y se puso donde pudieran verla. Al cabo de un momento, Mémé Régis, la madre de Alexandre, apareció en el umbral.
Flick entró en una amplia habitación que tenía las ventanas pintadas de negro. El suelo estaba cubierto con esteras, las paredes, pintadas de marrón, y del techo pendían varias bombillas sin tulipa. Un grupo de hombres jugaba a las cartas alrededor de una mesa circular. En un rincón había una barra. Era una timba ilegal.
A Michel le gustaba apostar fuerte al póquer y codearse con gente de mal vivir, y acudía a aquel sitio alguna que otra noche. Flick nunca jugaba, pero algunas veces lo acompañaba, se sentaba a su lado y seguía las partidas durante una hora. Michel decía que le daba suerte. Era un buen lugar para esconderse de la Gestapo, y Flick tenía la esperanza de encontrarlo allí, pero se desengañó en cuanto echó un vistazo a los jugadores.
─Gracias, Mémé ─le dijo a la madre de Alexandre. ─Cuánto tiempo sin verte... ¿Cómo estás?
─Bien. ¿Sabes algo de mi marido?
─¡Ay, el granuja de Michel! No, y me temo que esta noche tampoco va a venir.
Los habituales del garito ignoraban que Michel pertenecía a la Resistencia, y Flick optó por no hacer más preguntas.
Volvió al bar y se sentó en un taburete. La camarera, una mujer de mediana edad con los labios pintados de rojo vivo, se acercó a ella sonriendo. Era Yvette Régis, la mujer de Alexandre.
─¿Tienes whisky? ─le preguntó Flick.
─Claro ─respondió Yvette─. Para los que pueden permitírselo ─ añadió sacando una botella de Dewar's White Label y sirviéndole unos dedos.
─Estoy buscando a Michel ─le dijo Flick.
─Hace cosa de una semana que no lo veo ─respondió Yvette. ─ Vaya... ─murmuró Flick, y le dio un sorbo a la bebida─. Esperaré un rato, por si aparece.
Dieter estaba desesperado. Flick era más lista de lo que creía. Había eludido su trampa. Estaba en Reims, pero no tenía modo de encontrarla.
Ya no podía hacer seguir a ningún miembro de la Resistencia de Reims, con la esperanza de que Flick se pusiera en contacto con él, porque los había detenido a todos. Mantenía la casa de Michel y el piso de Gilberte bajo vigilancia, pero estaba convencido de que Flick era demasiado astuta para dejarse ver por el típico polizonte de la Gestapo. Había carteles con su imagen por toda la ciudad, pero a esas alturas debía de haber cambiado de aspecto tiñéndose el pelo o algo por el estilo, porque nadie la había denunciado. Lo había burlado de todas todas.
Necesitaba una inspiración genial.
Y la había tenido... creía.
Estaba sentado en el sillín de una bicicleta, junto al bordillo de una acera, en una calle del centro de Reims, justo enfrente del teatro. Llevaba boina, gafas protectoras, un jersey basto de algodón y los bajos del pantalón metidos en los calcetines. Estaba irreconocible. Nadie sospecharía de él. La Gestapo no iba en bicicleta.
Miró hacia el extremo oeste de la calle, entrecerrando los ojos para protegerse del sol poniente. Esperaba ver un Citroen negro. Consultó su reloj: de un minuto a otro.
Al otro lado de la calle, Hans permanecía sentado al volante de un viejo y ruidoso Peugeot cuya vida útil tocaba a su fin. Tenía el motor encendido: Dieter no podía arriesgarse a que no se pusiera en marcha en el momento crítico. El teniente Hesse, que también se había disfrazado, llevaba gorra, gafas de sol, un traje raído y zapatos desgastados, como la mayoría de los franceses. Nunca había hecho nada parecido, pero había aceptado la orden de Dieter con impertérrito estoicismo.
Dieter tampoco había hecho nada parecido en su vida. No tenía ni idea de si funcionaría. Podía fallar todo y pasar de todo.
Lo que Dieter había planeado era desesperado, pero, ¿qué podía perder? El martes habría luna llena. Estaba seguro de que los aliados tenían la invasión a punto. Flick era la clave para hacerla fracasar. Se merecía cualquier riesgo.
Sin embargo, ganar la guerra no era la principal preocupación de Dieter. Le habían arruinado el futuro; le daba igual quién dominara Europa. No dejaba de pensar en Flick Clairet. Le había destrozado la vida; había asesinado a Stéphanie. Quería encontrarla, y capturarla, y llevársela al sótano del palacio. Allí saborearía la satisfacción de la venganza. No se cansaba de imaginar cómo la torturaría, las barras de hierro que fracturarían sus pequeños huesos, el aparato de electroshocks puesto al máximo de su potencia, las inyecciones que la dejarían indefensa y le provocarían atroces espasmos de náusea, el baño de hielo que le produciría estremecedoras convulsiones y le congelaría la sangre de los dedos... La destrucción de la Resistencia y la victoria sobre los invasores se habían convertido en meros apéndices del castigo de Flick.
Pero primero tenía que encontrarla.
Al final de la calle apareció un Citroen negro.
Clavó los ojos en él. ¿Sería el que esperaba? Era un modelo de dos puertas, el que se usaba siempre que había que trasladar a un prisionero. Intentó distinguir a los ocupantes. Le pareció que eran cuatro. Tenía que ser el coche que esperaba. Cuando estuvo más cerca, reconoció el atractivo rostro de Michel Clairet. Iba en el asiento trasero, custodiado por un agente de la Gestapo. Dieter se puso en tensión.
Se alegró de haber ordenado que no lo torturaran mientras él estuviera ausente. De otro modo, aquel plan hubiera sido irrealizable.
Cuando el Citroen llegó a la altura de Dieter, el Peugeot de Hesse se apartó de la acera bruscamente, invadió la calzada y colisionó de frente con el Citroen. Se oyó un estrépito de chapa abollada y un estallido de cristales rotos. Dos agentes de la Gestapo se apearon de un salto de los asientos delanteros del Citroen y empezaron a vociferar en francés macarrónico en dirección a Hans, sin percatarse de que su compañero se había golpeado la cabeza y se había derrumbado sobre el prisionero.
Era el momento crítico, se dijo Dieter con los nervios tensos como alambres. ¿Mordería el anzuelo Clairet? De momento, contemplaba estupefacto la escena que se desarrollaba ante el Citroen.
Aún tardó unos segundos en reaccionar. Dieter creyó que iba a dejar escapar aquella oportunidad. De pronto, apartó al agente de la Gestapo de un empujón. Se inclinó entre los asientos delanteros, forcejeó con la manilla de la puerta, consiguió abrir, empujó hacia delante el asiento del acompañante y se deslizó afuera.
Volvió la cabeza hacia los agentes de la Gestapo, que seguían discutiendo con Hesse. Estaban de espaldas. Dio media vuelta y echó a andar a toda prisa. Por la expresión de su rostro, estaba claro que apenas podía creer en su suerte.
Dieter no cabía en sí de gozo. Su plan estaba funcionando. Empezó a pedalear detrás de Clairet.
Hesse siguió a Dieter a pie.
Temiendo acercarse en exceso a Clairet, Dieter se apeó, subió la bicicleta a la acera y reanudó la persecución empujándola calle adelante. Clairet dobló la primera esquina, cojeando ligeramente a consecuencia de la herida, pero a buen paso y manteniendo las manos bajas para ocultar las ligaduras. Dieter lo seguía a una distancia prudencial, a ratos a pie y a ratos en bicicleta, ocultándose entre los transeúntes o detrás de algún vehículo alto. Clairet volvía la cabeza de vez en cuando, pero no hizo ningún intento sistemático de dar esquinazo a un hipotético perseguidor. No parecía temer que le hubieran tendido una trampa.
Al cabo de unos minutos, Hans alcanzó a Dieter, tal como habían acordado, y Dieter dejó que tomara la delantera y siguió andando tras él. Más adelante, volvieron a intercambiar los puestos.
¿Adónde iría Clairet? Era esencial para el plan de Dieter que lo guiara hasta otros miembros de la Resistencia, lo que le permitiría retomar el rastro de Flick.
Para sorpresa de Dieter, Clairet llegó al barrio de la catedral y siguió andando en dirección a su casa. ¿Acaso no temía que la tuvieran bajo vigilancia? Fuera como fuese, tomó una calle perpendicular a la suya y la siguió hasta la acera de su casa. No obstante, cruzó la calzada y fue derecho a Chez Régis, a unos cien metros enfrente de su casa.
Dieter dejó la bicicleta apoyada contra el muro del local inmediato, una tienda abandonada cuya desvaída muestra rezaba: «Charcuteríe». Esperó unos minutos, por si Clairet salía. Luego, entró en el bar, su intención era asegurarse de que Clairet seguía dentro, confiando en que con gafas y gorra no le reconocería. Compraría cigarrillos y volvería a salir. Pero Clairet no estaba en el bar. Dieter se quedó perplejo.
─¿Sí, señor? ─le preguntó el camarero.
─Cerveza ─dijo Dieter─. De barril.
Si reducía la conversación al mínimo, era probable que el camarero no notara su leve acento alemán y lo tomara por un ciclista que había decidido hacer un alto para apagar la sed.
─Marchando.
─¿Dónde está el lavabo?
El hombre señaló una puerta en el extremo del bar. Dieter entró. Clairet no estaba en el aseo de caballeros. Se arriesgó a echar un vistazo en el de señoras. Tampoco. Abrió una especie de armario y vio una escalera. La subió. Al final había una puerta maciza con mirilla. Llamó con los nudillos, pero no obtuvo respuesta. Se quedó escuchando. No se oía nada, pero la puerta era gruesa. Estaba convencido de que había alguien del otro lado, comprobando que no era un cliente habitual. Dieter hizo como si estuviera buscando el lavabo y se hubiera equivocado de puerta. Se rascó la cabeza, se encogió de hombros y volvió por donde vino.
No se veía ninguna puerta trasera. Clairet seguía allí dentro, en el cuarto de arriba. Dieter estaba convencido. Pero, ¿qué podía hacer?
Cogió el vaso de cerveza y se lo llevó a una mesa para evitar al camarero. La cerveza era floja e insípida. Hasta en Alemania había empeorado por culpa de la guerra. Se la acabó de mala gana y salió a la calle.
En la acera de enfrente, Hesse fingía mirar el escaparate de una librería. Dieter cruzó la calle.
─Está en una especie de sitio privado, en el piso de arriba ─le explicó a Hans─. Podría estar reunido con otros miembros de la Resistencia. Aunque también puede ser un burdel, o cualquier otra cosa; y no quiero alertarlo antes de que nos lleve hasta alguien que merezca la pena. ─Comprendiendo el dilema, Hans asintió. Dieter tomó una decisión. Era demasiado pronto para volver a detener a Clairet─. Cuando salga, lo seguiré yo. En cuanto nos pierdas de vista, fuerza la entrada a ese cuarto.
─¿Solo?
Dieter señaló hacia el Citroen negro en el que dos agentes de la Gestapo montaban guardia frente a la casa de Clairet. ─Que te ayuden esos dos.
─Muy bien.
─Intenta que parezca una operación antivicio... Arresta a las putas, si es que hay alguna. No menciones a la Resistencia. ─ Muy bien. Ahora, a esperar.
Flick lo veía todo negro, hasta el instante en que Michel cruzó el umbral.
Sentada ante la barra del pequeño casino improvisado, conversaba lánguidamente con Yvette y miraba con indiferencia los concentrados rostros de los hombres pendientes de las cartas, los dados o las vueltas de la rueda de la ruleta. Ninguno le prestaba mucha atención: jugaban demasiado fuerte para dejarse distraer por una cara bonita.
Si no encontraba a Michel, estaría en apuros. Paul y las «grajillas» esperaban en la catedral, pero no podrían quedarse allí toda la noche. Podían dormir al raso ─era junio, y sobrevivirían─, pero se arriesgaban a que los cogieran.
También necesitaban transporte. Si el circuito Bollinger no podía proporcionárselo, no tendrían más remedio que robar un coche o una furgoneta. Pero se verían obligados a llevar a cabo la misión utilizando un vehículo buscado por la policía. Sería un riesgo que añadir a una empresa sobradamente peligrosa.
Había otro motivo para su abatimiento: la imagen de Stéphanie Vinson acudía a su mente sin cesar. Era la primera vez que mataba a un prisionero atado e indefenso, y la primera vez que le disparaba a una mujer.
Cualquier muerte la perturbaba profundamente. El agente de la Gestapo al que había abatido momentos antes de ejecutar a Stéphanie era un combatiente y empuñaba una pistola; aun así, a Flick le parecía terrible haber puesto fin a su vida. Había sentido lo mismo respecto a los otros hombres que había matado: dos policías de la Milicia en París, un coronel de la Gestapo en Lille y un traidor francés en Rouen. Pero lo de Stéphanie era peor. Le había puesto la pistola en la nuca y había apretado el gatillo. Justo lo que enseñaba a hacer a los aspirantes del Ejecutivo. Desde luego, Stéphanie se lo merecía; a Flick no le cabía la menor duda. Pero la obligaba a hacerse preguntas sobre sí misma. ¿Qué clase de persona era capaz de matar a sangre fría a una prisionera indefensa? ¿Se había convertido en un verdugo sin entrañas?
Apuró el whisky, pero rechazó el segundo por miedo a achisparse. En ese momento, Michel cruzó el umbral.
Un alivio enorme se apoderó de Flick. Michel conocía a todo Reims. Él la sacaría del apuro. De pronto, Flick volvió a sentirse capaz de cumplir la misión.
Al ver su desgarbada figura, su atractivo rostro y sus risueños ojos, no pudo evitar sentir un afecto no exento de tristeza por su marido. Probablemente siempre lo sentiría. Luego, al pensar en el apasionado amor que había llegado a inspirarle, una nostalgia dolorosa le oprimió el corazón.
Cuando lo tuvo más cerca, advirtió que estaba muy desmejorado. El corazón de Flick se llenó de compasión. Su rostro, surcado por nuevas arrugas, acusaba el cansancio y el miedo, y parecía el de un hombre diez años más viejo, se dijo Flick angustiada.
Pero lo que más la angustiaba era pensar en decirle que su matrimonio había acabado. Tenía miedo. Resultaba irónico que trabajara infiltrada en territorio enemigo, que acabara de matar a un agente de la Gestapo y a una traidora francesa, y que nada la asustara tanto como herir los sentimientos de su marido.
Michel estaba visiblemente contento de volver a verla.
─¡Flick! ─exclamó yendo hacia ella. La herida de la pierna seguía haciéndole cojear─. ¡Sabía que te encontraría aquí!
─Temía que te hubieran capturado los alemanes ─le dijo Flick bajando la voz.
─¡Y lo hicieron!
Michel se volvió para dar la espalda a las mesas de juego y le enseñó las muñecas, atadas con cuerda gruesa.
Disimuladamente, Flick se sacó la navaja de la vaina que llevaba bajo la manga y le cortó las ligaduras. Los jugadores no vieron nada, y Flick volvió a guardar la navaja.
Mémé Régis vio a Michel cuando se estaba metiendo las cuerdas en los bolsillos de los pantalones. Se acercó a él y lo besó en ambas mejillas. Flick lo observó mientras flirteaba con aquella mujer que podía ser su madre, hablándole con voz acariciante y dedicándole una de sus seductoras sonrisas. Al cabo de unos instantes, Mémé los dejó solos y volvió a atender a los jugadores. Michel le contó a Flick cómo había escapado. Hasta ese momento, Flick había temido que quisiera besarla apasionadamente, porque no hubiera sabido cómo reaccionar; pero Michel se concentró tanto en el relato de su aventura que al parecer ni siquiera se le pasó por la cabeza ponerse romántico con ella.
─¡He tenido una suerte increíble! ─exclamó al finalizar. A continuación, se sentó en un taburete, se frotó las muñecas y pidió una cerveza.
Flick asintió.
─Puede que demasiada ─murmuró.
─¿Qué quieres decir?
─Que podría ser una trampa.
Michel, juzgando que acababa de llamarlo ingenuo, puso cara de indignación.
─¿Pueden haberte seguido hasta aquí?
─No ─respondió con firmeza─. Por supuesto, lo he comprobado.
Flick no se quedó tranquila, pero lo dejó correr.
─Así que Brian Standish ha muerto y mademoiselle Lemas, Gilberte y el doctor Boucher están en manos de la Gestapo.
─Los demás están muertos. Los alemanes entregaron los cuerpos de los que cayeron en la acción. Y los supervivientes, Gaston, Genevieve y Bertrand fueron ejecutados por un pelotón de fusilamiento en la plaza de Sainte-Cécile.
─Dios mío...
Se quedaron en silencio. Flick pensaba abrumada en el sufrimiento y las vidas que estaba costando su misión.
Yvette sirvió a Michel, que se bebió media cerveza de un trago y se secó los labios con el dorso de la mano.
─Imagino que habrás vuelto para intentarlo de nuevo.
Flick asintió.
─Pero la tapadera es que vamos a volar el túnel ferroviario de Martes.
─Es una buena idea, deberíamos hacerlo igualmente.
─Otra vez será. Dos miembros de mi equipo cayeron en París, y a estas alturas habrán hablado. Habrán contado lo del túnel, porque no tenían ni idea de cuál es nuestra auténtica misión, y puedes estar seguro de que los alemanes habrán doblado la vigilancia en Martes. Dejaremos el túnel para la RAF y nos concentraremos en Sainte-Cécile.
─¿Qué puedo hacer yo?
─Necesitamos un sitio para pasar la noche. Michel se puso a pensar.
─La bodega de Joseph Laperriére ─dijo al fin.
Laperriére era propietario de unas cavas de champán. Antoinette, la tía de Michel, había sido su secretaria.
─¿Es uno de los nuestros?
─Un simpatizante. ─Michel esbozó una sonrisa amarga─. Ahora todo el mundo simpatiza con la causa. Esperan la invasión de un día para otro ─dijo, y miró a Flick inquisitivamente─. Imagino que no se equivocan...
─No ─respondió Flick, que no podía ser más explícita─. ¿Es muy grande la bodega? Somos cinco.
─Lo bastante grande para ocultar en ella a cincuenta personas. ─Estupendo. También necesito un vehículo para mañana.
─¿Para ir a Sainte-Cécile?
─Y para después, para acudir a la cita con el avión, si seguimos vivas. ─Eres consciente de que no podéis usar el prado de Chatelle, ¿verdad? La Gestapo lo conoce. Me capturaron allí.
─Sí. El avión nos recogerá en el campo de Laroque. Les di instrucciones.
─El campo de patatas. Bien.
─¿Y el vehículo?
─Philippe Moulier tiene una furgoneta. Hace el reparto de la carne a todas las bases alemanas. El lunes es su día libre.
─Sé quién es: un pronazi.
─Lo era. Y ha sangrado a los boches durante cuatro años. Pero ahora tiene miedo de que triunfe la invasión y lo linchen por colaboracionista en cuanto se vayan los alemanes. Está desesperado por hacer algo por nosotros y demostrar que no es un traidor. Nos prestará la furgoneta.
─Llévala a la bodega mañana a las diez en punto de la mañana. Michel le acarició la mejilla.
─¿No podemos pasar la noche juntos? ─le preguntó esbozando una de sus sonrisas y lanzándole la mirada tierna y traviesa de costumbre.
Flick sintió que algo se removía en su interior, pero sin la fuerza de antaño. Entonces, aquella sonrisa la hubiera derretido. Ahora era como el recuerdo de un deseo.
Quiso decirle la verdad, porque no soportaba no ser totalmente sincera. Pero temía poner en peligro la misión. Necesitaba la ayuda de Michel. ¿O se estaba valiendo de una excusa? Puede que simplemente le faltara valor.
─No ─respondió─. No podemos.
Michel la miró cariacontecido.
─¿Es por Gilberte?
Flick asintió, pero no sabía mentir, y se sorprendió a sí misma contestando:
─Sí, en parte.
─¿Cuál es la otra parte?
─No creo que debamos mantener esta conversación en medio de una misión importante.
Michel la miró sorprendido, casi asustado.
─¿Hay otro?
Flick no tuvo fuerzas para decirle la verdad.
─No.
Michel la miró fijamente.
─Bien ─dijo al fin─. Me alegra saberlo.
Flick se odió a sí misma.
Michel apuró la cerveza y bajó del taburete.
─La bodega de Laperriére está en el Chemin de la Carriére. Tardarás media hora andando.
─Conozco la calle.
─Yo iré a hablar con Moulier sobre la furgoneta. Michel la abrazó y la besó en los labios.
Flick pasó un mal trago. Después de haber negado que hubiera otro, difícilmente podía rechazar el beso; pero permitir que Michel la besara la hizo sentirse desleal hacia Paul. Cerró los ojos y esperó pasivamente a que se apartara de ella.
Michel no podía dejar de notar su falta de entusiasmo, y se la quedó mirando durante unos instantes.
─Nos veremos a las diez ─dijo, y se marchó.
Flick decidió esperar cinco minutos antes de imitarlo y le pidió otro whisky a Yvette.
Iba a darle un sorbo, cuando una luz roja empezó a soltar destellos sobre la puerta.
Nadie dijo nada, pero todos los presentes se pusieron en movimiento de inmediato. El crupier paró la ruleta y le dio la vuelta al tablero de forma que la mesa pareciera normal. Los jugadores de cartas recogieron sus posturas y se pusieron las chaquetas. Yvette recogió los vasos de la barra y los dejó en el fregadero. Mémé Régis apagó las luces, y la bombilla de encima de la puerta siguió lanzando destellos rojos en la oscuridad.
Flick recogió su bolso del suelo y buscó la pistola. ─¿Qué pasa? ─le preguntó a Yvette.
─Una redada de la policía ─respondió la mujer.
Flick maldijo entre dientes. Sería el colmo de la mala suerte que la detuvieran por estar en una timba ilegal.
─Alexandre nos avisa desde abajo ─le explicó─. ¡Vamos, deprisa! ─dijo señalando hacia el fondo de la habitación.
Flick miró en la dirección que le indicaba Yvette y vio a Mémé Régis metiéndose en una especie de armario. La mujer apartó un montón de abrigos viejos colgados de una barra y abrió una portezuela practicada en la pared del fondo. Los jugadores empezaron a desfilar. «Puede que aún salga de ésta», se dijo Flick.
La luz roja dejó de destellar, y los policías empezaron a aporrear la puerta. Flick cruzó la habitación a tientas y se unió a los jugadores agolpados ante el armario. Cuando llegó su turno, se introdujo por la portezuela y entró en un cuarto vacío. El suelo estaba unos treinta centímetros más bajo, y Flick supuso que se encontraba en el piso superior de la tienda contigua al bar. Echó a correr escaleras abajo detrás de la gente y, como había imaginado, vio el sucio mostrador de mármol y la polvorienta vitrina de la charcutería abandonada. La persiana metálica estaba bajada para que nadie pudiera ver el interior desde la calle.
Siguió a los otros hacia la parte posterior. Cruzaron la puerta trasera y salieron a un patio de tierra rodeado por una tapia alta. La puerta de la tapia daba a una calleja, y ésta a la calle de atrás. El grupo llegó a ella y se dispersó.
Flick hizo un alto para recobrar el aliento y orientarse, y echó a andar en dirección a la catedral, donde la esperaban Paul y las «grajillas».
─Dios mío ─murmuró─, me ha ido de poco.
A medida que se tranquilizaba, empezó a considerar la redada en la timba ilegal desde un punto de vista diferente. Se había producido apenas unos minutos después de que se marchara Michel. Flick no creía en las coincidencias.
Cuanto más lo pensaba más evidente le parecía que los hombres que aporreaban la puerta del garito la buscaban a ella. Sabían que el pequeño grupo de jugadores habituales acudía a la timba desde antes de la guerra. Por supuesto, la policía local estaba enterada de lo que pasaba en el piso superior de Chez Régis. ¿Por qué iban a decidir clausurarlo de buenas a primeras? Y, si no era la policía, tenía que ser la Gestapo. Pero a los alemanes no les interesaban los jugadores. Su objetivo eran los comunistas, los judíos, los homosexuales... y los espías.
La milagrosa huida de Michel había despertado sus sospechas desde el principio, pero la seguridad con que afirmaba que no lo habían seguido había acabado por tranquilizarla. Ahora veía las cosas de otro modo. La fuga de su marido parecía tan amañada como el «rescate» de Brian Standish. Flick veía el retorcido cerebro de Dieter Franck detrás de ambos. Alguien había seguido a Michel hasta el bar, descubierto la existencia de la sala de arriba y deducido que se encontraba en ella.
Si Flick estaba en lo cierto, cabía suponer que Michel seguía bajo vigilancia. Si no lo advertía por sí mismo, llevaría a sus perseguidores hasta la casa de Philippe Moulier y, por la mañana, cuando cogiera la furgoneta, hasta la bodega donde las «grajillas» habrían pasado la noche.
«Y ahora ─se dijo Flick─, ¿qué demonios voy a hacer?»