El EOE no tenía aviones propios. Debía obtenerlos de la RAF, lo que era como arrancar muelas. En 1941, tras mucho hacerse rogar, las fuerzas aéreas habían soltado dos Lysander, demasiado lentos y pesados para servir de apoyo a las fuerzas terrestres, pero ideales para aterrizajes clandestinos en territorio enemigo. Más tarde, a instancias del propio Churchill, cedieron al Ejecutivo dos escuadrillas de viejos bombarderos, aunque el jefe del mando de bombarderos, Arthur Harris, nunca dejó de maquinar para recuperarlos. En la primavera de 1944, durante la que lanzó decenas de agentes sobre Francia para preparar la invasión, el Ejecutivo disponía de un total de treinta y seis aparatos.
El avión que transportaba a las «grajillas» era un bombardero bimotor Hudson de fabricación estadounidense, construido en 1939 y convertido en una antigualla tras la aparición del bombardero pesado Lancaster de cuatro motores. El morro del Hudson disponía de dos ametralladoras, a las que la RAF había añadido un torreta trasera con otras dos. En la parte posterior de la cabina de los pasajeros había una escotilla en forma de pequeño tobogán, por la que los paracaidistas se arrojaban al vacío. La cabina carecía de asientos, y las seis mujeres y el auxiliar permanecían repantigados en el suelo metálico. Estaban heladas, incómodas y muertas de miedo, pero a Jelly le dio un ataque de risa, que consiguió alegrarlas a todas.
Compartían la cabina con una docena de contenedores metálicos de la altura de un hombre, provistos de arneses de paracaídas y llenos ─supuso Flick─ de armas y municiones para facilitar las operaciones de sabotaje de otros circuitos de la Resistencia durante la invasión. Después de lanzar a las «grajillas» sobre Chatelle, el Hudson continuaría vuelo hacia un destino indeterminado antes de virar y poner rumbo de nuevo a Tempsford.
La sustitución de un altímetro averiado había retrasado el despegue; cuando dejaron atrás la costa inglesa, era la una de la madrugada. Una vez sobre el Canal, el piloto descendió a unos centenares de pies sobre la superficie del mar para mantener el aparato por debajo del nivel de los radares enemigos, y Flick cruzó los dedos para que no les disparara algún barco de la Royal Navy. Pero, al cabo de unos minutos, ascendió de nuevo hasta los ocho mil pies para cruzar la costa francesa y se mantuvo a esa altura hasta dejar atrás la fortificada franja costera de la «Muralla Atlántica»; luego, volvió a descender hasta los trescientos pies para facilitar la navegación.
El navegante, atareado con sus mapas, calculaba la posición del aparato por estima e intentaba confirmarla mediante los accidentes del terreno. A sólo tres días de la fase llena, la luna seguía creciendo y permitía distinguir los pueblos importantes, a pesar de que permanecían completamente a oscuras. No obstante, solían disponer de baterías antiaéreas, que aconsejaban evitarlos como a los campamentos e instalaciones militares. Los puntos de referencia más útiles eran ríos y lagos, especialmente si la luna se reflejaba en sus aguas. Los bosques aparecían como simples manchas negras, cuya inesperada ausencia era signo inequívoco de que el piloto había equivocado el rumbo. El brillo de las vías férreas, el resplandor de las máquinas de vapor y los faros de los escasos coches que se atrevían a desobedecer la prohibición también servían de ayuda.
Flick se pasó el vuelo cavilando sobre Brian Standish y el misterioso Charenton. La historia podía ser cierta. La Gestapo habría averiguado la localización del lugar de contacto interrogando a los supervivientes del ataque al palacio; luego, habría tendido una trampa en la cripta y habría atrapado a Brian, liberado no obstante por el amigo de mademoiselle Lemas. Todo era perfectamente plausible. No obstante, Flick odiaba las explicaciones enrevesadas. Sólo se quedaba tranquila cuando los hechos encajaban solos y no necesitaban ninguna explicación.
Al llegar a la región de Champaña, un factor adicional facilitó la navegación. Era un invento reciente conocido como Eureka- Rebecca. Eureka, una radiobaliza, emitía una señal distintiva desde un lugar secreto en el casco urbano de Reims. La tripulación del bombardero ignoraba su localización exacta, pero Flick sabía que Michel la había colocado en la torre de la catedral. El receptor de radio, Rebecca, iba en la cabina de vuelo del Hudson, encajado entre los instrumentos de navegación. Estaban a unos ochenta kilómetros al norte de Reims cuando el navegante captó la señal del Eureka de la torre de la catedral.
La idea de los inventores era que el Eureka estuviera en el campo de aterrizaje con el comité de recepción. Sin embargo, el equipo pesaba más de cuarenta kilos, era demasiado aparatoso para pasar inadvertido y no habría engañado ni al agente más inepto de la Gestapo en un control. Los jefes de la Resistencia estaban dispuestos a colocar los Eureka en emplazamientos permanentes, pero no a cargar con ellos de aquí para allá.
En consecuencia, el navegante tuvo que volver a echar mano de los medios tradicionales para encontrar Chatelle. Por suerte, tenía al lado a Flick, que había aterrizado allí en numerosas ocasiones y podía reconocer el prado desde el aire. De hecho, iban a pasar de largo a un kilómetro del pueblo, pero Flick vio el estanque al oeste y advirtió al piloto.
Viraron a babor y sobrevolaron el campo a trescientos pies de altura. Flick vio las luces de las linternas, cuatro débiles puntos en forma de ele, y los destellos de la luz del ángulo, que emitía la señal convenida. El piloto ascendió a seiscientos pies, la altura ideal para efectuar el salto: más arriba, el viento podía alejar a los paracaidistas de la zona de aterrizaje; más abajo, la capota podía no haberse desplegado del todo cuando el agente llegara al suelo.
─Listo cuando lo estén ustedes ─dijo el piloto. ─No lo estamos ─ respondió Flick.
─¿Cuál es el problema?
─No estoy segura. ─El instinto de Flick la había puesto en guardia. Ya no eran sólo las dudas sobre Brian Standish y Charenton. Abajo pasaba algo. Señaló el pueblo, a la izquierda del aparato─. Mire, ni una luz.
─¿Y eso la sorprende? Es por los bombardeos. Y son las tres de la mañana.
Flick sacudió la cabeza.
─En el campo, a la gente le importan un bledo las prohibiciones de los alemanes. Y siempre hay alguien levantado: una madre dando el pecho, un insomne, un estudiante empollando para los exámenes. Nunca he visto este pueblo completamente a oscuras.
─Si presiente que pasa algo, deberíamos largarnos cuanto antes ─dijo el piloto, nervioso.
Aparte de las luces, había algo. Flick fue a rascarse la cabeza, y sus dedos chocaron con el casco. Sus temores seguían sin concretarse.
¿Qué hacía? No podía anular la operación sólo porque los habitantes de Chatelle hubieran respetado la prohibición por una vez.
El avión sobrevoló el campo y se escoró para virar.
─Recuerde ─dijo el piloto, angustiado─, cada pasada de más aumenta los riesgos. Toda la gente del pueblo debe de estar oyendo nuestros motores, y alguno puede llamar a la policía.
─¡Exacto! ─exclamó Flick─. Deberíamos haber despertado a todo el mundo, pero nadie ha encendido una luz.
─No sé, la gente de pueblo suele ser desconfiada. Cada uno en su casa y Dios en la de todos, como dicen ellos.
─Chorradas. Son tan cotillas como el que más. Esto es rarísimo.
El piloto estaba cada vez más nervioso, pero siguió volando en círculos.
De golpe, Flick cayó en la cuenta.
─El panadero no ha encendido el horno. Normalmente se ve el resplandor desde el aire.
─¿No será su día de descanso?
─¿Qué día es hoy? Sábado. Los panaderos cierran los lunes o los martes, pero nunca los sábados. ¿Qué habrá pasado? ¡Parece un pueblo fantasma!
─¡Entonces, vámonos de una vez!
Era como si hubieran juntado a los vecinos, incluido el panadero, y los hubieran encerrado en un granero... Justo lo que habría hecho la Gestapo si se hubiera enterado de sus planes y estuviera esperándolas.
No podía cancelar la operación. Era demasiado importante. Pero el instinto le repetía que no se lanzara sobre Chatelle.
─Un riesgo es un riesgo ─dijo en voz alta.
El piloto empezaba a perder la paciencia.
─Entonces, ¿qué quiere hacer?
De pronto, Flick se acordó de los contenedores de la cabina del pasaje.
─¿Cuál es su siguiente destino?
─No puedo decírselo.
─Normalmente, no. Pero le aseguro que necesito saberlo.
─Un campo al norte de Chartres. Es decir, el circuito Vestryman.
─Los conozco ─dijo Flick sintiendo renacer sus esperanzas. Ahí tenía la solución─. Nos lanzaremos con los contenedores. Habrá un comité de recepción esperándolos, de modo que podrán hacerse cargo de nosotras. Podríamos estar en París esta misma tarde, y en Reims, mañana por la mañana.
El piloto aferró la palanca de mando.
─¿Está segura?
─¿Puede hacerlo?
─Puedo llevarlas allí, no hay problema. La decisión táctica es suya. Usted está al mando de la misión... Eso me lo han dejado muy claro.
Flick estaba indecisa. Sus sospechas podían ser infundadas, en cuyo caso debería enviar un mensaje a Michel a través de la radio de Brian, para comunicarle que, aunque había decidido no saltar sobre Chatelle, el equipo estaba en camino. Pero debería dar el mínimo de información, en previsión de que la radio de Brian estuviera en manos de la Gestapo. Sin embargo, era factible. Podía redactar un escueto mensaje para que el piloto se lo entregara a Percy. Brian lo recibiría en un par de horas.
También tendría que cambiar los planes para la recogida de las «grajillas» una vez hubieran cumplido la misión. Lo previsto era que un Hudson aterrizara en Chatelle a las dos de la madrugada del domingo y, si no estaban allí, volviera a hacerlo el lunes a la misma hora. Si Chatelle estaba vigilado por la Gestapo, habría que utilizar el Campo de Oro, nombre en clave de la zona de aterrizaje próxima al pueblo de Laroque, al oeste de Reims. El grupo emplearía un día más en llevar a cabo la misión, porque tendría que trasladarse de Chartres a Reims; por lo tanto, el avión que lo recogiera debería aterrizar a las dos de la madrugada del lunes y, en caso de no encontrarlas, el martes a la misma hora.
Flick sopesó los pros y los contras. Tomar tierra en Chartres significaba perder un día. Pero hacerlo en Chatelle podía significar el fracaso de la misión y la captura de todo el grupo, que acabaría en las cámaras de tortura de la Gestapo. La elección estaba clara.
─Vamos a Chartres ─le dijo Flick al piloto.
─Recibido y conforme.
El aparato se inclinó para virar, y Flick volvió a la cabina del pasaje. Las «grajillas» la miraron con expectación.
─Ha habido un cambio de planes ─les dijo.
Escondido tras el seto, Dieter observaba con perplejidad las evoluciones del avión británico.
¿A qué esperaban para saltar? El aparato había pasado dos veces sobre la zona de aterrizaje. El comité de recepción estaba en su sitio. ¿Se habría equivocado el jefe al hacer la señal? ¿Se habrían descubierto los hombres de Weber? Era para volverse loco. Tenía a Felicity Clairet a tan sólo unos metros. Si ordenaba disparar al avión, un tiro afortunado habría podido alcanzarla.
De pronto, el avión se inclinó, viró y empezó a alejarse en dirección sur.
Dieter estaba avergonzado. Flick Clairet lo había burlado... delante de Walter Godel, Willi Weber y veinte agentes de la Gestapo.
Por un instante, ocultó el rostro entre las manos.
¿Qué había fallado? Podían ser muchas cosas. Sobre el rumor de los motores del Hudson, Dieter oyó jurar a los franceses. Los partisanos parecían tan perplejos como él. Lo más probable era que Flick, una jefe de equipo con experiencia, se hubiera olido algo y hubiera cancelado el salto.
─¿Qué piensa hacer ahora? ─le preguntó Walter Godel, sentado en la hierba junto a él.
Dieter lo pensó un instante. En el prado había cuatro terroristas: Clairet, el jefe, que seguía cojeando a consecuencia de la herida de bala, Helicóptero, el operador de radio británico, un francés al que no conocía, y una chica joven. ¿Qué hacía con ellos? La estrategia de dejar libre a Helicóptero, tan inteligente sobre el papel, le había acarreado dos reveses humillantes, y no estaba dispuesto a encajar un tercero. Tenía que sacar algún provecho del fracaso de esa noche. No le quedaba más remedio que volver a los métodos tradicionales y confiar en que los interrogatorios le permitieran salvar la operación... y la cara.
Dieter se llevó el micrófono de la radio de onda corta a los labios y susurró:
─A todas las unidades, les habla el mayor Franck... Acción, repito, acción ─dijo poniéndose en pie y sacando la pistola automática.
Los agentes de la Gestapo ocultos tras los árboles encendieron sus potentes linternas. Iluminados sin piedad, los cuatro partisanos miraron a su alrededor, desconcertados e indefensos en mitad del prado.
─¡Los tenemos rodeados! ─gritó Dieter en francés─. ¡Levanten las manos!
A su lado, Godel sacó la Luger. Los cuatro agentes de la Gestapo que acompañaban a Dieter apuntaron con sus rifles a las piernas de los terroristas. Hubo un momento de incertidumbre: ¿intentarían defenderse? Si disparaban, les responderían. Con suerte, sólo saldrían heridos. Pero esa noche Dieter no estaba de suerte. Y si aquellos cuatro morían, se quedaría sin nada.
Seguían indecisos.
Dieter avanzó hacia las luces, y los cuatro tiradores se movieron con él.
─¡Los tenemos encañonados! ─gritó─. ¡No saquen sus armas! Uno de los terroristas echó a correr.
Dieter soltó un juramento. Vio un destello rojizo a la luz de las linternas: era Helicóptero. Aquel estúpido galopaba campo a través como un toro desmandado.
─Dispárenle ─ordenó Dieter en voz baja.
Los cuatro tiradores apuntaron cuidadosamente y apretaron el gatillo. Los disparos resonaron con fuerza en el silencio del prado. Helicóptero dio otras dos zancadas y se desplomó.
Dieter miró a los otros tres, expectante. Al cabo de un instante, levantaron las manos.
Dieter se llevó la radio a los labios.
─A todos los equipos del prado ─dijo enfundando la pistola─. Acérquense y háganse cargo de los prisioneros.
Caminó hacia el lugar en que había caído Helicóptero. El cuerpo estaba inmóvil. Los tiradores de la Gestapo le habían disparado a las piernas, pero era difícil acertar a un blanco móvil en la oscuridad, y uno de los cuatro había apuntado demasiado alto y le había atravesado el cuello: le había seccionado la médula, la yugular, o ambas cosas. Dieter se arrodilló junto al muchacho y le buscó el pulso, pero no lo encontró.
─No eras el agente más listo que he conocido, pero sí un muchacho valiente ─murmuró, y le cerró los ojos─. Que Dios te acoja en su seno.
Observó a los otros tres mientras los desarmaban y los esposaban. Clairet aguantaría bien los interrogatorios; Dieter lo había visto en acción: tenía coraje. Probablemente, su punto débil era la vanidad. Era buen mozo y mujeriego. La mejor forma de torturarlo sería delante de un espejo: partirle la nariz, romperle los dientes, marcarle la cara, hacerle comprender que cuanto más tiempo resistiera, peor encarado acabaría.
El otro tenía pinta de ejercer alguna profesión liberal, tal vez la abogacía. El agente de la Gestapo que lo estaba cacheando tendió a Dieter un pase que eximía del toque de queda al doctor Claude Boucher. Dieter supuso que era falso; pero, cuando registraron los coches de la Resistencia, encontraron un maletín de médico lleno de instrumentos y específicos. El doctor Boucher estaba pálido pero sereno: también sería duro de roer.
La chica era la más prometedora. Tendría unos diecinueve años y era bonita: largo pelo negro y ojos enormes; pero estaba aterrada. Sus papeles la identificaban como Gilberte Duval. Dieter sabía, por el interrogatorio de Gaston, que Gilberte era la amante de Michel Clairet y rival de Flick. Manejada con habilidad, no tardaría en cantar.
Los vehículos alemanes, que habían permanecido en el granero de la casa Grandin, llegaron al prado. Los prisioneros y los agentes de la Gestapo irían en el camión. Dieter dio órdenes de que los encerraran en celdas separadas y les impidieran comunicarse.
Godel y Dieter se trasladaron al palacio de Sainte-Cécile en el Mercedes de Weber.
─¡Hemos hecho el ridículo! ─rezongó Weber─. ¡Qué pérdida de tiempo y qué despilfarro de hombres!
─No exageres ─replicó Dieter─. Hemos retirado de la circulación a cuatro agentes subversivos, que, después de todo, es el cometido de la Gestapo. Y lo mejor de todo es que tres de ellos siguen vivos y en condiciones de ser interrogados.
─¿Qué espera obtener de ellos? ─preguntó Godel.
─El muerto, Helicóptero, era un operador de radio ─le explicó Diether─. Tengo una copia de su libro de códigos. Desgraciadamente, no había traído el equipo. Si consiguiéramos dar con él, podríamos hacernos pasar por Helicóptero.
─¿No le vale cualquier radio? Siempre que conozca las frecuencias que le habían asignado, claro.
Dieter meneó la cabeza.
─Para el oído experto, cada transmisor suena diferente. Y esas pequeñas radios portátiles son especialmente fáciles de identificar. Los diseñadores han eliminado todos los circuitos superfluos para reducir el tamaño, y el resultado es un deterioro de la calidad del sonido. Si dispusiéramos de un aparato idéntico, obtenido de otro agente capturado, merecería la pena correr el riesgo.
─Es posible que tengamos alguno.
─De tenerlo, estará en Berlín. Es más rápido buscar el de Helicóptero. ─¿Y cómo piensa hacerlo?
─La chica me dirá dónde está.
Dieter pasó el resto del viaje meditando la estrategia de los interrogatorios. Podía torturar a la chica delante de los dos hombres, pero quizá no bastara. Lo mejor sería torturarlos a ellos delante de la chica. Aunque quizá hubiera un método más sencillo.
El plan empezaba a formarse en su cabeza cuando pasaron ante la biblioteca pública del centro de Reims. Dieter se había fijado en el edificio con anterioridad. Era una pequeña joya, una casa modernista de piedra ocre, rodeada por un cuidado jardín.
─¿Te importa detener el coche un momento, Weber? ─Weber murmuró una orden al conductor─. ¿Tienes herramientas en el maletero?
─No tengo ni idea ─respondió Weber─. ¿Qué mosca te ha picado ahora?
─Con su permiso, mayor ─terció el conductor─. Llevamos la caja de herramientas reglamentaria.
─¿Hay algún martillo grande? ─preguntó Dieter.
─Sí ─dijo el conductor, y saltó fuera del coche. ─No tardaré nada ─aseguró Dieter apeándose.
El conductor le tendió un martillo de mango largo y gruesa cabeza de acero. Dieter pasó junto al busto de Andrew Carnegie y subió la escalinata de la biblioteca. Como era de esperar, estaba cerrada y a oscuras. Una trabajada reja de hierro forjado protegía las puertas de cristal. Dieter dobló la esquina del edificio y vio una puerta de madera que parecía conducir al sótano. El letrero rezaba: «Archivos Municipales».
Dieter golpeó la cerradura con el martillo. Cedió al cuarto martillazo. Entró y dio la luz. Subió por una escalera estrecha y, una vez en la planta baja, cruzó el vestíbulo hacia la sección de literatura. Buscó en la letra efe, encontró las obras de Flaubert y cogió un ejemplar del libro que le interesaba: Madame Bovary. Sabía que estaría: puede que fuera el único libro que no faltaba en ninguna biblioteca del país.
Buscó el capítulo noveno de la segunda parte y localizó el pasaje en cuestión. No se había equivocado. Era justo lo que necesitaba.
Dieter regresó al coche. Godel lo miró divertido. Weber, con incredulidad.
─¿Qué, necesitabas lectura?
─Si no leo un capítulo, me cuesta dormirme ─replicó Dieter. Godel rió. Le cogió el libro y leyó el título.
─Un clásico de la literatura universal ─sentenció─. Aun así, debe de ser la primera vez que alguien fuerza una biblioteca para robarlo.
Prosiguieron viaje hacia Sainte-Cécile. Cuando llegaron al palacio, el plan de Dieter estaba perfilado.
Para empezar, ordenó al teniente Hesse que preparara a Clairet haciéndolo desnudarse y atándolo a una silla en la cámara de tortura.
─Enséñele los alicates de arrancar las uñas ─le dijo Dieter─. Luego, déjelos en la mesa, donde pueda verlos.
Mientras Hesse cumplía sus instrucciones, Dieter fue a buscar pluma, tintero y un cuadernillo de papel de cartas a las oficinas del primer piso.
Walter Godel se había instalado cómodamente en un rincón de la cámara, dispuesto a observar. Dieter estudió a Monet durante unos instantes. El jefe del circuito Bollinger era un hombre alto, con atractivas arrugas en las comisuras de los ojos. Vestía con desaliño y tenía ese aire de granuja simpático que tanto gusta a las mujeres. Ahora estaba asustado pero resuelto a callar: pensando con angustia en cómo resistir a la tortura el mayor tiempo posible, supuso Dieter.
Dieter dejó la pluma, el tintero y el papel en la mesa, junto a los alicates, para mostrarle que tenía dos alternativas.
─Desátele las manos ─ordenó.
Hesse obedeció. El rostro de Clairet dejó traslucir un enorme alivio mezclado con el miedo a que aquello no fuera real.
─Antes de interrogar a los prisioneros ─explicó Dieter a Godel─, quiero obtener muestras de su letra.
─¿De su letra?
Dieter asintió mirando a Clairet. El partisano, que debía de haber entendido el breve diálogo en alemán, parecía esperanzado.
Dieter se sacó Madame Bovary de un bolsillo, lo abrió y lo dejó sobre la mesa.
─Copie el capítulo noveno ─le dijo a Clairet en francés.
El prisionero dudó. Parecía una petición inofensiva. Sospechaba que le estaban. tendiendo una trampa, se dijo Dieter, pero no podía imaginar en qué consistía. Dieter esperó. Los miembros de la Resistencia tenían instrucciones de hacer todo lo posible para posponer el comienzo de la tortura. Clairet acabaría viendo aquello como un medio para ese fin. Era poco probable que fuera inofensivo, pero no podía ser peor que quedarse sin uñas.
─Muy bien ─dijo tras una larga pausa, y empezó a escribir.
Dieter lo observó. Escribía con letra amplia y campanuda. Empleó seis cuartillas para copiar dos páginas. Cuando iba a pasar la hoja del libro, Dieter le indicó que parara. Luego, le dijo a Hans que lo devolviera a su celda y trajera a Gilberte.
Godel echó un vistazo a lo que había escrito Clairet y meneó la cabeza con perplejidad.
─Me gustaría saber qué pretende con esto, Franck ─murmuró tendiéndole las hojas y regresando a su silla.
Dieter rasgó una de las hojas con cuidado para dejar sólo las frases que le interesaban.
Gilberte entró en la cámara aterrorizada pero desafiante.
─No pienso decirles nada. Nunca traicionaré a mis amigos. Además, no sé nada. Sólo soy la conductora.
Dieter la invitó a sentarse y le ofreció café.
─Auténtico ─dijo tendiéndole la taza. Los franceses tenían que conformarse con achicoria.
Gilberte lo probó y le dio las gracias.
Dieter la observó con calma. Era guapa de verdad, morena y con grandes ojos negros, pero su expresión tenía algo de bovina.
─Es usted una mujer preciosa, Gilberte ─dijo Dieter─. No creo que sea una auténtica asesina.
─No, no lo soy ─respondió Gilberte con énfasis.
─Pero una mujer es capaz de hacer cualquier cosa por amor, ¿verdad?
La chica lo miró sorprendida.
─Veo que lo ha entendido.
─Lo sé todo sobre usted. Está enamorada de Michel.
Gilberte inclinó la cabeza sin despegar los labios.
─Un hombre casado, desde luego. Eso es lamentable. Pero usted lo quiere. Por eso ayuda a la Resistencia. Por amor, no por odio. La chica asintió.
─¿Tengo razón? ─le preguntó Dieter─. Responda, por favor.
─Sí ─ murmuró Gilberte.
─Pero ha hecho mal, querida.
─Sé que he hecho cosas...
─No me ha entendido. Ha hecho mal, no sólo violando la ley, sino también enamorándose de Michel.
Gilberte lo miró desconcertada.
─Ya sé que está casado, pero...
─Me temo que él no la quiere.
─¡Claro que me quiere!
─No. Quiere a su mujer. Felicity Clairet, conocida como Flick. Una inglesa ni tan chic ni tan guapa como usted, que además es mayor... Pero él la quiere.
Las lágrimas afluyeron a los ojos de Gilberte. ─Eso es mentira ─sollozó.
─Le escribe cartas, ¿lo sabía? Imagino que se las entrega a los correos que vuelven a Inglaterra. Le manda cartas de amor en las que le dice cuánto la echa de menos. Son bastante poéticas, aunque un poco anticuadas. He leído unas cuantas.
─Eso no es posible.
─Llevaba una encima cuando los detuvimos. Ha intentado romperla hace justo un momento, pero hemos conseguido salvar unos pedazos.
Dieter se sacó del bolsillo la hoja que había roto y se la tendió. ─¿Es su letra?
─Sí.
─Y es una carta de amor, ¿no?
Gilberte leyó despacio, moviendo los labios:
¡Sí, pienso en ti constantemente! Tu recuerdo me desespera... ¡Ah, perdóname! Me iré... ¡Adiós! Me iré lejos, tan lejos que no volverás a oír hablar de mí. Y sin embargo... hoy mismo... no sé qué extraña fuerza me ha empujado hacia ti. Porque es inútil luchar contra el cielo, es imposible resistirse a la sonrisa de los ángeles. No hay más remedio que dejarse arrastrar por lo que es hermoso, encantador, adorable.
Gilberte dejó caer el papel con un sollozo.
─Lamento que se haya enterado por mí ─dijo Dieter con suavidad. Sacó el pañuelo blanco de lino del bolsillo delantero de su chaqueta y se lo tendió. La chica ocultó el rostro en él.
Había llegado el momento de pasar de la conversación al interrogatorio sin alertar a Gilberte.
─Imagino que Michel ha estado viviendo con usted desde que se fue Flíck.
─Desde mucho antes ─respondió la chica, indignada─. Desde hace seis meses; dormía en casa todas las noches, salvo cuando ella estaba en la ciudad.
─¿En casa de usted?
─Tengo un piso. Es muy pequeño, pero suficiente para dos... dos personas que se quieren ─murmuró Gilberte, y rompió a llorar de nuevo.
Dieter procuraba mantener un tono ligero y distendido mientras hacía derivar la conversación hacia el tema que le interesaba.
─¿No les resultaba incómodo compartir un piso tan pequeño con Helicóptero?
─No vivía con nosotros. Michel lo trajo ayer mismo.
─Pero debieron de discutir dónde se quedaría...
─No. Michel le había encontrado un sitio, una habitación encima de la librería de viejo de la calle Moliere.
Walter Godel se removió en su silla. Empezaba a comprender adónde quería ir a parar Dieter. Éste hizo como que no se había dado cuenta y, con la mayor naturalidad, le preguntó a Gilberte:
─¿Dejó sus cosas en el piso cuando salieron hacia Chatelle para esperar al avión?
─No, se las había llevado a la habitación.
Dieter hizo la pregunta crucial:
─¿La maleta pequeña también?
─Sí.
─Ah. ─Ya tenía lo que necesitaba. La radio de Helicóptero estaba en aquella habitación de encima de la librería de la calle Moliere─. He acabado con esta pánfila ─le dijo a Hesse en alemán─. Entréguesela a Becker.
El Hispano-Suiza azul de Dieter estaba aparcado frente al palacio. Con Walter Godel a su lado y Hans Hesse en el asiento posterior, Dieter cubrió rápidamente el sinuoso tramo de carretera que unía SainteCécile y Reims, y se dirigió directamente a la calle Moliere.
Forzaron la puerta de la librería y subieron la vieja escalera de madera que llevaba al cuarto de encima de la tienda. No tenía más muebles que un jergón relleno de paja y cubierto con una sábana basta. En el suelo, junto a la modesta yacija, había una botella de whisky, un neceser y la pequeña maleta.
Dieter la abrió y le mostró la radio a Godel.
─Con esto ─dijo exultante─, puedo convertirme en Helicóptero. En el viaje de vuelta a Sainte-Cécile, hablaron sobre el mensaje que convenía enviar.
─Lo primero que querría saber Helicóptero es por qué no se lanzaron los paracaidistas ─dijo Dieter─. Así que preguntaría: «¿Qué pasó?». ¿Está de acuerdo?
─Y estaría molesto ─apuntó Godel.
─Entonces, puede que dijera: «¿Qué diantre pasó?». Godel meneó la cabeza.
─Estudié en Inglaterra antes de la guerra. Esa expresión, «¿Qué diantre?», es demasiado fina. Es un ridículo eufemismo de: «¿Qué coño?». Un militar joven no la usaría nunca.
─Muy bien, entonces lo haremos decir: «¿Qué coño pasó?» ─ Demasiado vulgar ─objetó Godel─. Helicóptero sabe que el mensaje podría ser descodificado por una mujer.
─Su inglés es mejor que el mío, usted elige.
─Yo creo que diría: «¿Qué demonios pasó?». Expresa su enfado y es una expresión masculina que no resulta ofensiva para una mujer.
─De acuerdo. A continuación, querrá saber qué quieren que haga, de modo que les pedirá nuevas órdenes. ¿Qué diría?
─Probablemente: «Espero instrucciones». A los ingleses no les gusta la palabra «órdenes»; les suena poco refinada.
─Muy bien. Y tenemos que solicitar una respuesta rápida, porque Helicóptero estaría impaciente, como lo estamos nosotros.
Llegaron al palacio y fueron directamente a la sala de escucha del sótano. Un operador de mediana edad llamado Joachim enchufó la radio de Helicóptero y sintonizó su frecuencia de emergencia mientras Dieter garrapateaba el mensaje:
¿QUÉ DEMONIOS PASÓ? ESPERO INSTRUCCIONES. URGE RESPUESTA.
Dieter procuró reprimir su impaciencia y explicó cuidadosamente a Joachim cómo tenía que codificar el mensaje, incluida la contraseña de seguridad.
─¿No descubrirán que no es Helicóptero quien teclea? ¿No pueden reconocer el ritmo particular del operador, como si fuera su letra?
─Sí ─respondió Joachim─. Pero he oído transmitir a ese chico un par de veces, y puedo imitarlo. Es un poco como remedar la voz de alguien, como poner acento de Frankfurt, por así decirlo.
Godel parecía escéptico.
─¿Es usted capaz de hacer una imitación perfecta después de haberlo oído dos veces?
─No, perfecta no. Pero los agentes suelen estar bajo una enorme presión cuando transmiten, escondidos en algún cuchitril y temiendo que los descubramos en cualquier momento, así que las pequeñas variaciones pueden achacarse a la, tensión ─explicó el operador, y empezó a teclear el mensaje.
Dieter calculó que les quedaba al menos una hora de espera. El operador de la estación británica tendría que descodificar el mensaje y entregárselo al controlador de Helicóptero, que seguramente estaría en la cama. Podía cogerlo por teléfono y redactar la respuesta inmediatamente; pero, aun así, habría que codificarla y transmitirla. Por último, una vez la recibieran, Joachim tendría que descodificarla.
Dieter y Godel subieron al comedor de la planta baja, donde encontraron al cabo de cocina ocupado en preparar el desayuno, y le pidieron que les hiciera salchichas y café. Godel estaba impaciente por regresar al cuartel general de Rommel, pero quería quedarse para ver en qué acababa aquello.
Ya había amanecido cuando se presentó una joven en uniforme de las SS para comunicarles que había llegado la respuesta y que Joachim estaba acabando de mecanografiarla.
Godel y Dieter se apresuraron a bajar al sótano. Dando otra prueba de su habilidad para olfatear la acción, Weber se les había adelantado. Joachim tendió el mensaje mecanografiado a su jefe y sendas copias a Godel y Dieter.
Dieter leyó:
«GRAJILLAS» CANCELARON SALTO PERO ESTÁN EN TIERRA ESPERE MENSAJE DE TIGRESA.
─Esto y nada todo es nada ─rezongó Weber.
Godel parecía estar de acuerdo.
─Qué decepción ─murmuró.
─¡Se equivocan! ─exclamó Dieter con júbilo─. La Tigresa está en Francia, ¡y sabemos qué aspecto tiene! ─Se sacó las fotos de Flick Clairet del bolsillo con un floreo y le tendió una a Weber─. Saca de la cama a un impresor y haz que tire cien copias. Quiero ver esta cara por todo Reims en las próximas doce horas. Hans, que me llenen el depósito del coche.
─¿Adónde piensa ir? ─preguntó Godel.
─A París, con la otra fotografía, a hacer lo mismo que aquí. ¡Esta vez no se me escapará!
El salto había ido como la seda. Primero, lanzaron los contenedores, para evitar que alguno aterrizara en la cabeza de una «grajilla»; acto seguido, las paracaidistas se sentaron una tras otra en la boca de la escotilla y, cuando el auxiliar les dio una palmada en el hombro, se deslizaron por el tobogán y cayeron al vacío.
Flick fue la última. Apenas saltó, el Hudson viró hacia el norte y desapareció en la noche. Les deseó suerte. Estaba amaneciendo; debido a los retrasos de la noche, tendrían que efectuar la última parte del vuelo a la peligrosa luz del día.
Flick hizo un aterrizaje perfecto, con las rodillas dobladas y los brazos pegados a los costados, y rodó por el suelo. Se quedó inmóvil durante unos segundos. Suelo francés, se dijo con un estremecimiento; territorio enemigo. Ahora era una criminal, una terrorista, una espía. Si la cogían, la ejecutarían.
Apartó aquella idea de su mente y se puso en pie. A unos metros, un burro la miró a la luz de la luna, inclinó la cabeza y siguió pastando. Tres contenedores habían caído cerca de donde se encontraba. Algo más lejos, diseminados en parejas por el campo, vio a media docena de partisanos que recogían los pesados bultos y se los llevaban hacia los vehículos.
Se desembarazó del arnés del paracaídas, se quitó el casco y salió del mono. Mientras lo hacía, un muchacho se acercó corriendo y, en jadeante francés, exclamó:
─¡No esperábamos a nadie, sólo las armas!
─Un cambio de planes ─respondió Flick─. No se apure. ¿Está Anton con usted?
Anton era el nombre en clave del jefe del circuito Vestryman. ─Sí.
─Dígale que la Tigresa está aquí.
─Ah... ¿Usted es la Tigresa? ─dijo el chico, visiblemente impresionado.
─Sí.
─Yo soy Chevalier. Es un placer conocerla.
Flick alzó los ojos al cielo. Había empezado a pasar del negro al gris.
─Por favor, Chevalier, hable con Anton enseguida. Dígale que somos seis y necesitamos que nos lleven. No hay tiempo que perder.
─Sí, señora ─dijo el chico, y echó a correr.
Flick plegó el paracaídas cuidadosamente y se puso a buscar a las otras «grajillas». Greta había caído en un árbol y se había magullado al atravesar las ramas superiores, pero había conseguido librarse del arnés y saltar al suelo. Las demás habían caído sobre la hierba y no se habían hecho ni un rasguño.
─Estoy muy orgullosa de mí misma ─declaró Jelly─, pero no volvería a hacerlo ni por un millón de libras.
Flick había observado que los partisanos llevaban los contenedores hacia el extremo sur del prado, y abrió la marcha en esa dirección. Al cabo de unos instantes, vieron una furgoneta de albañil, un carro tirado por un caballo y una vieja limusina Lincoln sin capó movida por un motor de vapor. Flick, en absoluto sorprendida, sonrió: la gasolina era un artículo de lujo, y los franceses tenían que aguzar el ingenio si querían utilizar sus coches.
Los partisanos habían cargado la mayoría de los contenedores en el carro y estaban cubriéndolos con cajas vacías. El resto iba en la furgoneta. Al mando de la operación estaba Anton, un individuo delgado de unos cuarenta años tocado con una boina mugrienta y embutido en una chaquetilla de trabajo azul. El hombre las miró asombrado.
─¿Seis mujeres? ─exclamó moviendo un cigarrillo amarillento en la comisura de los labios─. ¿Qué es esto, un equipo de costureras?
Flick había descubierto que lo mejor era hacer oídos sordos a las bromas sobre mujeres, y le habló con la mayor seriedad:
─Ésta es la mayor operación que he tenido a mi cargo, y necesito tu ayuda.
─Faltaría más.
─Tenemos que coger un tren a París.
─Puedo llevaros a Chartres. ─Miró al cielo calculando el tiempo que faltaba para que se hiciera de día y señaló hacia una granja, apenas visible al otro lado del campo─. De momento, ocultaos en un granero. Cuando hayamos dejado los contenedores, volveremos a por vosotras.
─No es buena idea ─dijo Flick con firmeza─.Vamos con retraso.
─El primer tren a París sale a las diez. Te garantizo que llegaréis a tiempo para cogerlo.
─No digas estupideces. A saber cuándo pasa el tren. ─Era cierto. La combinación de los bombardeos aliados, los atentados de la Resistencia y los errores deliberados de los ferroviarios hostiles a los nazis había desquiciado los horarios; lo más sensato era llegar a la estación cuanto antes y coger el primer tren─. Deja los contenedores en el granero y llévanos ya.
─Imposible ─dijo Anton─. Tengo que quitar las armas de en medio antes de que se haga de día.
Los hombres dejaron de trabajar para presenciar la discusión.
Flick soltó un suspiro. Las armas y las municiones de los contenedores eran lo más importante del mundo para Anton. Eran la fuente de su poder y su prestigio.
─Esto es más importante, créeme ─dijo Flick.
─Lo siento...
─Escúchame bien, Anton. Si no haces esto por mí, te prometo que no volverás a recibir un solo paquete de Inglaterra. Y sabes que está en mi mano, ¿verdad?
Hubo una pausa. Anton no quería bajarse del burro delante de sus hombres. Pero, si le cortaban el suministro de armas, esos mismos hombres se buscarían otro jefe. Aquél era el único medio de presión de los agentes británicos sobre la Resistencia Francesa.
Y funcionó. Anton la fulminó con la mirada. Lentamente, se quitó la colilla de la boca, le echó un vistazo y la lanzó lejos.
─Está bien ─murmuró─. Subid a la furgoneta.
Las mujeres ayudaron a descargar los contenedores y subieron a la caja del vehículo. El suelo estaba sucio de polvo de cemento, barro y aceite, pero utilizaron unos trozos de saco como almohadillas y se sentaron. Anton cerró las puertas.
Chevalier se puso al volante.
─Pónganse cómodas, señoras ─dijo en inglés─. ¡Allá vamos!
─Nada de bromas, por favor ─lo atajó Flick en francés─, y nada de inglés.
El chico se puso en marcha sin replicar.
Después de viajar ochocientos kilómetros en el suelo metálico de un bombardero, las «grajillas» hicieron otros cuarenta en el de una furgoneta inmunda. Sorprendentemente, Jelly ─la mayor, la más gruesa y la menos paciente de las seis─ se lo tomó con más filosofía que ninguna, haciendo bromas sobre las incomodidades y riéndose de sí misma cuando el vehículo tomaba una curva cerrada y la hacía rodar por el suelo.
Pero cuando salió el sol y la furgoneta entró en la pequeña ciudad de Chartres, los rostros de las seis mujeres volvieron a tensarse.
─No puedo creer que esté haciendo esto ─murmuró Maude, y Diana le apretó la mano.
Flick había perfilado el plan.
─A partir de ahora ─les dijo─, nos dividiremos en parejas.
Flick había formado los grupos en el centro de desbaste. Diana iría con Maude, porque no habría aceptado otra compañera. Flick había decidido emparejarse con Ruby, porque necesitaba a alguien con quien discutir los problemas, y Ruby era la «grajilla» más inteligente. Por desgracia, Greta y Jelly tendrían que ir juntas.
─Sigo sin entender por qué me toca ir con el extranjero ─dijo Jelly.
─Esto no es una excursión campestre, donde una puede sentarse con su mejor amiga ─respondió Flick irritada─. Es una operación militar y harás lo que se te ordene. ─Jelly no dijo ni pío─.Tendremos que cambiar nuestras historias, para explicar el viaje en tren ─prosiguió Flick─. ¿Alguna idea?
─Yo soy la mujer del mayor Remmer ─dijo Greta─, un oficial alemán destinado en París, de viaje con mi doncella francesa.
Iba a visitar la catedral de Reims. Supongo que ahora podría volver de visitar la de Chartres.
─Perfecto. ¿Diana?
─Maude y yo somos secretarias de la compañía eléctrica en Reims. Hemos viajado a Chartres porque... Maude ha perdido el contacto con su novio y pensábamos que podía estar aquí. Pero no estaba.
Flick asintió satisfecha. Había centenares de francesas buscando a parientes desaparecidos, especialmente a hombres jóvenes, que podían haber resultado heridos en un bombardeo, detenidos por la Gestapo, enviados a campos de trabajo en Alemania o reclutados por la Resistencia.
─Yo soy la viuda de un agente de bolsa caído en 1940 ─dijo Flick─. He venido a Chartres a recoger a una prima huérfana y llevármela conmigo a Reims.
Una de las mayores ventajas de los agentes secretos femeninos era que podían desplazarse por el país sin levantar sospechas, mientras que un hombre sorprendido fuera del área donde trabajaba se arriesgaba a que lo acusaran de pertenecer a la Resistencia, especialmente si era joven.
Flick se volvió hacia el conductor.
─Chevalier, busque un lugar discreto para dejarnos. ─Seis mujeres bien vestidas bajando de la caja de una vieja furgoneta habrían llamado la atención incluso en la Francia ocupada, donde la gente tenía que conformarse con los medios de transporte disponibles─. Ya encontraremos la estación nosotras.
Un par de minutos más tarde, Chevalier detuvo la furgoneta, retrocedió hasta una bocacalle, se apeó y abrió las puertas traseras. Las «grajillas» saltaron a tierra y vieron que estaban en una calleja empedrada con casas altas en ambas aceras. Al fondo, sobre los tejados, se veía parte de la catedral.
Flick les recordó el plan:
─Id a la estación, sacad billetes de ida a París y coged el primer tren. Cada pareja hará como que no conoce a las demás, pero intentaremos sentarnos juntas. Nos reagruparemos en París. Ya sabéis la dirección.
Se encontrarían en una pensión llamada Hotel de la Chapelle, cuya propietaria, aunque no pertenecía a la Resistencia, no haría preguntas. Si llegaban a tiempo a la estación, continuarían viaje a Reims de inmediato; si no, pasarían la noche en la pensión. Flick no se moría de ganas de ir a París, que hervía de agentes de la Gestapo y de sus esbirros franceses, los collabos, pero el transbordo era inevitable.
Flick y Greta seguían siendo las únicas que conocían el auténtico objetivo de la misión. Las otras estaban convencidas de que iban a volar un túnel ferroviario.
─Diana y Maude las primeras, vamos, ¡deprisa! Jelly y Greta, tras ellas, más despacio.
Las dos parejas se alejaron una tras otra con el miedo pintado en el rostro. Chevalier estrechó las manos de Flick y Ruby, les deseó suerte y se marchó en la furgoneta camino del Campo de Oro, para recoger el resto de los contenedores. Las dos mujeres salieron de la calleja.
Los primeros pasos en una localidad francesa eran siempre los peores. Flick tenía la sensación de que todas las personas con las que se encontraban sabían lo que eran, como si llevaran un letrero pegado a la espalda en el que dijera: «¡Agente británica! ¡Dispare a matar!». Pero la gente pasaba a su lado sin fijarse en ellas y, tras cruzarse sin contratiempos con un gendarme y un par de oficiales alemanes, su pulso recuperó el ritmo normal.
No obstante, se sentía rara. Siempre había sido una persona respetable, y de niña le habían enseñado a considerar amigos a los policías.
─Odio estar en el otro lado de la ley ─murmuró en francés─. Como si hubiera hecho algo malo.
Ruby rió por lo bajo.
─A mí me resbala ─dijo─. La policía y yo nunca hemos hecho buenas migas.
Flick recordó con un estremecimiento que el martes de esa misma semana Ruby seguía en la cárcel por asesinato. Cuatro días que parecían una eternidad.
Al llegar a la catedral, en lo alto de la colina, y ver aquel templo incomparable, aquella cima de la cultura medieval francesa, Flick no pudo evitar emocionarse. De pronto, sintió una nostalgia dolorosa al pensar que en otros tiempos podría haber pasado horas contemplando aquella maravilla desde todos sus ángulos.
Descendieron la colina hacia la estación, un moderno edificio de piedra del mismo color que la catedral. Entraron en el vestíbulo cuadrado de mármol ocre. En la ventanilla había cola. Era buena señal: la gente intuía que el tren no tardaría en llegar. Greta y Jelly ya estaban en la fila, pero no había ni rastro de Diana y Maude. Era de suponer que esperaban en el andén.
Sobre el despacho de billetes, un cartel anti Resistencia mostraba a un matón con pistola y a Stalin tras él. La leyenda decía así:
¡ASESINAN envueltos en los pliegues de NUESTRA BANDERA!
«Yo soy una de ésos», se dijo Flick.
Sacaron los billetes sin contratiempos. Para llegar al andén tenían que pasar un control de la Gestapo, y a Flick se le aceleró el pulso. Greta y Jelly ya estaban en la cola. Sería su primer encuentro con el enemigo. Flick rezó para que no perdieran los nervios. Diana y Maude debían de haber pasado el control.
Greta respondió a los agentes de la Gestapo en alemán. Flick la oyó con claridad mientras recitaba su historia.
─Conozco al mayor Recomer ─dijo uno de los agentes, un sargento─. Del cuerpo de Ingenieros, ¿no?
─No, del contraespionaje ─respondió Greta.
Al verla tan tranquila, Flick se dijo que, a Greta, hacerse pasar por lo que no era no le suponía el menor esfuerzo.
─Supongo que le gustan las catedrales ─dijo el sargento en tono distendido─. Porque, en este agujero, no hay mucho más que ver. ─Sí.
El hombre se puso a revisar los papeles de Jelly.
─¿Acompaña a frau Recomer en todos sus viajes? ─le preguntó. ─Sí, es muy amable conmigo ─contestó Jelly.
Flick percibió el temblor de su voz y comprendió que estaba aterrorizada.
─¿Han visitado el palacio del obispo? ─dijo el sargento─. Merece la pena.
─Sí, es impresionante ─respondió Greta en francés.
El sargento miraba a Jelly a la espera de su respuesta. Ella se había quedado alelada, y tardó unos segundos en contestar: ─La mujer del obispo ha sido muy amable.
A Flick se le cayó el alma al suelo. Jelly hablaba un francés perfecto, pero no tenía la menor idea sobre ningún país extranjero y por supuesto no sabía que los obispos sólo se casaban en la Iglesia Anglicana, que Francia era un país católico y que sus sacerdotes guardaban el celibato. Jelly se había delatado en el primer control.
¿Qué pasaría ahora? Flick llevaba la metralleta Sten con silenciador en la maleta, desmontada en tres partes; pero tenía la Browning automática en la vieja mochila de cuero que llevaba a la espalda. Discretamente, descorrió la cremallera de la mochila para tener rápido acceso al arma, mientras Ruby metía la mano en el bolsillo derecho de la gabardina y empuñaba su pistola.
─¿La mujer? ─preguntó el sargento─. ¿Qué mujer? ─Jelly lo miró desconcertada─. ¿Es usted francesa?
─Por supuesto.
Greta se apresuró a intervenir.
─Se refiere a la mujer que lleva la casa, al ama de llaves del señor obispo ─dijo en francés.
─Eso, el ama de llaves del señor obispo, quería decir ─confirmó Jelly, comprendiendo que había metido la pata.
Flick contuvo el aliento.
El sargento dudó unos segundos; luego, se encogió de hombros y les devolvió sus papeles.
─Espero que el tren no las haga esperar ─dijo, de nuevo en alemán.
Greta y Jelly siguieron su camino, y Flick respiró aliviada.
Cuando le llegó el turno y estaba a punto de enseñar su documentación, dos gendarmes franceses se saltaron la cola. Se detuvieron en el puesto de control y esbozaron un saludo, pero no sacaron sus papeles. El sargento asintió.
─Pasen ─dijo.
«Si la seguridad de este sitio dependiera de mí ─se dijo Flick─, a este sargento se le iba a caer el pelo.» Cualquiera podía hacerse pasar por poli. Pero los alemanes eran de una amabilidad exquisita con la gente de uniforme: eso explicaba en buena parte que hubieran entregado su país a un hatajo de psicópatas.
Había llegado su turno de mentir a la Gestapo.
─¿Son primas? ─preguntó el sargento clavando los ojos en Flick y luego en Ruby.
─No nos parecemos mucho, ¿verdad? ─respondió Flick con una desenvoltura que estaba lejos de sentir.
No se parecían nada: Flick tenía el pelo rubio, los ojos verdes y la piel clara, mientras que Ruby era morena y tenía los ojos negros. ─Su prima parece gitana ─dijo el sargento.
Flick fingió indignación.
─¿Ah, sí? Pues no lo es ─y, a modo de explicación del color de tez de Ruby, añadió─: Su madre, la mujer de mi tío, era de Nápoles. El sargento se encogió de hombros y se volvió hacia Ruby. ─¿Cómo murieron sus padres?
─En el descarrilamiento de un tren ─dijo.
─¿Un atentado de la Resistencia? ─preguntó el sargento. ─Sí.
─Mi más sentido pésame, señorita. Esos terroristas son animales ─gruñó el sargento devolviéndoles los papeles.
─Gracias, señor ─dijo Ruby.
Flick se limitó a hacer un gesto con la cabeza y la siguió.
No había sido un control fácil. «Espero que no sean todos igual ─se dijo Flick─. Mi corazón no lo soportaría.»
Diana y Maude estaban en el bar. Flick las vio al otro lado del cristal y advirtió que estaban bebiendo champán. Se puso furiosa. Los billetes de mil francos del Ejecutivo no eran para eso. Además, Diana sabía de sobra que necesitaba estar despejada para no cometer errores. Pero de momento no podía hacerse nada.
Greta y Jelly estaban sentadas en un banco. Jelly parecía contrita, sin duda porque alguien a quien consideraba un pervertido extranjero acababa de salvarle la vida. Flick se preguntó si aquello la haría cambiar de actitud.
Ruby y ella encontraron un banco libre a cierta distancia y se sentaron.
Al cabo de cinco horas, el andén estaba a rebosar. Entre los viajeros que esperaban había hombres trajeados con aspecto de abogados o empresarios con asuntos que resolver en París, mujeres francesas relativamente bien vestidas y grupos de militares alemanes. Las «grajillas», que disponían de dinero y libretas de racionamiento falsas, pudieron comprar pain noir y sucedáneos de café en el bar.
Eran las once pasadas cuando el tren se detuvo en la estación. Los coches iban de bote en bote, y apenas bajó gente, de modo que Flick y Ruby tuvieron que quedarse de pie, lo mismo que Greta y Jelly. En cambio, Diana y Maude encontraron sitio en un compartimento de seis, con dos mujeres de mediana edad y los dos gendarmes franceses.
Los gendarmes inquietaban a Flick. Consiguió abrirse paso entre la gente apretujada en el pasillo y hacerse un hueco junto a la puerta del compartimento, desde donde podía echar un vistazo por el cristal y vigilar a los cuatro. Por suerte, la combinación de la noche en vela y del champán de la estación pudo más que Diana y Maude, que se quedaron dormidas en cuanto el tren emprendió la marcha.
El convoy avanzaba cansinamente resoplando entre bosques y campos de cultivo. Al cabo de una hora, las dos señoras francesas se apearon en una estación intermedia, y Flick y Ruby se apresuraron a ocupar sus sitios. Sin embargo, Flick lo lamentó casi de inmediato. A los gendarmes, dos veinteañeros, les faltó tiempo para pegar la hebra, encantados de tener a dos chicas con las que conversar durante el largo viaje.
Se llamaban Christian y Jean-Marie. El primero, de pelo negro y rizado y ojos castaños, era románticamente guapo; Jean-Marie tenía una mirada astuta, una cara zorruna y un bigote rubio. Christian, el más hablador, ocupaba el asiento del centro y tenía a Ruby a un lado. Flick estaba sentada enfrente, junto a Maude, que dormía con la cabeza apoyada en el pecho de Diana.
Los gendarmes contaron que iban a París para recoger a un preso. El asunto no tenía nada que ver con la guerra: el detenido era un vecino de Chartres que había asesinado a su mujer y a su hijastro y había huido a París, donde los flics, los policías de la capital, le habían echado el guante y lo habían hecho confesar. Christian y Jean-Marie tenían que traerlo de vuelta a Chartres para que lo juzgaran. Christian se llevó la mano a un bolsillo de la guerrera y les enseñó las esposas que le pondrían, como para demostrar a Flick y Ruby que no estaban fanfarroneando.
En una hora, Flick se enteró de toda la vida y milagros de Christian. A continuación, y en justa correspondencia, tuvo que detallar su falsa identidad mucho más allá de los rasgos básicos que había imaginado de antemano. Acabó agotada, pero se dijo que era una buena práctica para un interrogatorio de verdad.
Dejaron atrás Versalles y pasaron de largo por la estación de clasificación de Saint-Quentin, devastada por los bombardeos. Maude se despertó. Se acordó de hablar en francés, pero no de fingir que no conocía a Flick, así que le preguntó:
─Hola. ¿Dónde estamos, lo sabes?
Los gendarmes, sorprendidos, cruzaron una mirada. Flick les había dicho que Ruby y ella no conocían a las otras dos chicas; sin embargo, Maude se había dirigido a ella como a una amiga.
Flick conservó la sangre fría.
─No nos conocemos ─dijo sonriendo─. Me parece que me ha confundido con su amiga. Está usted medio dormida.
Maude frunció el ceño como diciendo: «¿De qué demonios estás hablando?»; pero no tardó en captar la mirada de Christian. En rápida mímica, su rostro expresó sorpresa, comprensión y horror, y al cabo de un instante, en tono nada convincente, farfulló:
─Por supuesto, qué tonta soy... Usted perdone.
Por suerte, Christian no era un hombre suspicaz.
─Lleva dormida dos horas ─le dijo a Maude sonriendo─. Estamos a las afueras de París. Pero, como puede ver, el tren se ha parado.
Maude le dedicó la más deslumbrante de sus sonrisas.
─ ¿Cuándo cree usted que llegaremos?
─La verdad, señorita, me pide usted demasiado. Yo sólo soy humano; el único que conoce el futuro es Dios.
Maude rió como si el gendarme hubiera dicho algo deliciosamente ingenioso, y Flick se relajó.
En ese momento, Diana despertó sobresaltada y exclamó en inglés:
─¡Dios santo, cómo me duele la cabeza! ¿Dónde demonios estamos?
Un segundo después vio a los dos gendarmes y comprendió al instante lo que acababa de hacer... pero era demasiado tarde.
─¡Ha hablado en inglés! ─dijo Christian. ─Flick vio que Ruby metía la mano en el bolsillo de la gabardina─. ¡Usted es inglesa! ─dijo el gendarme señalando a Diana, y se volvió hacia Maude─. ¡Y usted también! ─y, recorriendo el compartimento con la mirada, cayó en la cuenta─. ¡Todas son inglesas!
Flick extendió el brazo y agarró a Ruby por la muñeca cuando ya había sacado la mitad del arma fuera del bolsillo de la gabardina.
Christian advirtió el gesto, bajó la vista hacia la mano de Ruby y exclamó:
─¡Y están armadas!
Su pasmo habría resultado cómico si la vida de ellas cuatro no hubiera estado en peligro.
─¡Ay, Dios, la he jodido del todo! ─murmuró Diana.
El tren dio una sacudida y se puso en marcha.
─¡Son agentes de los aliados! ─dijo Christian bajando la voz.
Flick aguardaba su reacción con el corazón en un puño. Si intentaba sacar la pistola, Ruby le dispararía. En tal caso, tendrían que saltar del tren. Con suerte, podrían escabullirse entre las casuchas del suburbio que atravesaban en esos momentos antes de que la Gestapo iniciara la persecución. El convoy empezó a coger velocidad, y Flick se preguntó si no era mejor saltar ya, antes de que fuera demasiado deprisa.
Pasaron unos segundos en tenso silencio. De pronto, Christian esbozó una sonrisa.
─¡Buena suerte! ─dijo bajando la voz hasta convertirla en un susurro─. Su secreto está seguro con nosotros.
Eran simpatizantes de la Resistencia... gracias a Dios. Flick relajó el cuerpo, aliviada.
─Gracias ─murmuró.
─¿Cuándo empezará la invasión? ─preguntó el chico.
Era una ingenuidad pensar que alguien que conociera semejante secreto se lo iba a revelar así como así; pero, para mantenerlo motivado, Flick respondió:
─De un día para otro. Tal vez el martes.
─¿En serio? Eso es maravilloso... ¡Viva Francia!
─No sabe cómo me alegro de que estén de nuestro lado.
─Siempre he estado en contra de los alemanes. ─Christian decidió ponerse alguna medalla─. En mi trabajo, he podido prestar más de un servicio útil a la Resistencia, de un modo discreto, claro ─dijo dándose un golpecito en una aleta de la nariz.
Flick no lo creyó ni por un segundo. No dudaba de que fuera hostil a los alemanes, como la mayoría de los franceses después de cuatro años de penurias y toques de queda. Pero, si realmente hubiera colaborado con la Resistencia, no se lo habría dicho a nadie; por el contrario, habría tenido pánico a que lo descubrieran.
Pero eso no importaba. La cuestión era que Christian había comprendido de qué lado soplaba el viento y no iba a delatar a unas agentes aliadas a la Gestapo a unos días de la invasión. Había demasiadas probabilidades de que acabara costándole caro.
El tren redujo la marcha, y Flick vio que estaban entrando en la Gare d'Orsay y se levantó. Christian le besó la mano y, con voz temblorosa de emoción, murmuró:
─Es usted una mujer valiente. ¡Buena suerte!
Flick bajó la primera. Apenas pisó el andén, vio a un hombre pegando carteles. Se fijó en la imagen y el corazón le dio un vuelco. Era su propio retrato.
Nunca había visto aquella imagen, ni recordaba que le hubieran hecho una fotografía en traje de baño. El fondo era una mancha gris, como si lo hubieran cubierto de pintura, así que no proporcionaba ninguna pista. El cartel daba su nombre y uno de sus viejos alias, Francoise Boule, y la acusaba de ser una asesina.
El hombre acabó de pegar el cartel, recogió los bártulos y eligió otro trozo de pared.
Flick comprendió que su foto debía de estar por todo París.
Fue un golpe terrible. La dejó clavada en mitad del andén. Estaba tan asustada que le entraron ganas de vomitar. Dejó pasar unos segundos y consiguió reponerse.
Su primer problema era cómo salir de la Gare d'Orsay. Miró hacia el comienzo del andén y vio un puesto de control en la puerta de acceso al vestíbulo. Dio por supuesto que los agentes de la Gestapo disponían de la foto.
¿Cómo pasar el control? No podía ponerse a la cola y confiar en la suerte. Si los alemanes la reconocían, la detendrían al instante, y no conseguiría enredarlos les contara lo que les contara. ¿Salir del paso a tiro limpio? Puede que las «grajillas» consiguieran eliminar a los hombres del control; pero la estación debía de estar llena de alemanes, por no hablar de policías franceses, que dispararían primero y preguntarían después. Era demasiado arriesgado.
Había otra solución, comprendió Flick. Podía ceder el mando de la operación a una de las chicas ─probablemente a Ruby─, dejar que pasaran el control y probar suerte la última. De ese modo, la misión tendría una posibilidad.
Se volvió hacia el tren. Ruby, Diana y Maude ya se habían apeado.
Christian y Jean-Marie se disponían a bajar. De pronto, Flick se acordó de las esposas del gendarme y se le ocurrió una solución desesperada. Empujó al chico a la plataforma del coche y subió tras él. Christian, no sabiendo qué pensar, sonrió nervioso.
─ ¿Qué ocurre?
─Mire ─le dijo Flick─. Hay un cartel con mi foto en aquella pared.
Los dos gendarmes se asomaron a la puerta del coche. Christian se puso pálido.
─¡Dios mío, son espías de verdad! ─murmuró Jean-Marie.
─ Tienen que ayudarme ─dijo Flick.
─¿Cómo? La Gestapo... ─balbuceó Christian. ─Tengo que pasar el control.
─Pero la detendrán...
─No si ya estoy detenida.
─¿Qué quiere decir?
─Pónganme las esposas. Finjan que me han capturado. Pasen el control conmigo. Si los paran, díganles que me llevan al 84 de la avenida Foch, el cuartel general de la Gestapo.
─¿Y después?
─Requisen un taxi y llévenme con ustedes. Luego, cuando nos hayamos alejado de la estación, me quitan las esposas, me dejan en un lugar discreto y siguen su camino.
Christian estaba aterrorizado. Saltaba a la vista que se estaba rompiendo la cabeza en busca de una excusa para negarse. Pero, después de sus fanfarronadas sobre la Resistencia, lo tenía difícil.
Jean-Marie parecía más tranquilo.
─Funcionará ─dijo─. No sospecharán de unos policías de uniforme.
Ruby subió al coche.
─¡Flick! ─murmuró─. Ese cartel...
─En eso estamos. Los gendarmes van a hacerme pasar el control esposada y soltarme fuera de la estación. Si no funciona, quedas al mando de la misión ─y, en inglés, añadió─: Olvídate de la historia del túnel ferroviario. El auténtico objetivo es la central telefónica de Sainte-Cécile. Pero no se lo digas a las demás hasta el último momento. Ahora, tráelas aquí, deprisa.
Segundos después, las seis mujeres estaban reunidas en un compartimento del coche. Flick les explicó el plan.
─Si la cosa sale mal y me detienen, no se os ocurra disparar. La estación debe de estar llena de policías. Si iniciáis una batalla campal, la perderéis. Lo primero es la misión. Olvidaos de mí, salid de la estación, reagrupaos en la pensión y seguid con el plan. Ruby tomará el mando. Y no hay tiempo para discusiones ─dijo, y se volvió hacia Christian─. Las esposas.
El gendarme seguía dudando.
A Flick le habría gustado gritarle: «¡Sácalas de una puta vez, bocazas cobarde!». Pero optó por bajar la voz y sonreír mientras le murmuraba: ─Gracias por salvarme la vida... Nunca lo olvidaré, Christian. El chico sacó las esposas.
─Las demás, andando ─dijo Flick.
Christian le esposó la muñeca derecha a la izquierda de Jean-Marie; a continuación, bajaron del coche y avanzaron juntos por el andén en dirección al puesto de control. Christian llevaba la maleta de Flick y la mochila de cuero con la Browning automática dentro. Llegaron al final de la cola. Jean-Marie alzó la voz:
─¡Atención, señores, dejen paso! ¡Por favor, señoras y caballeros, dejen el paso libre!
Con Flick en medio, los dos gendarmes se pusieron a la cabeza de la cola y, tal como habían hecho en Chartres, saludaron a los hombres de la Gestapo, pero no se detuvieron.
Esta vez, sin embargo, el capitán al mando del control apartó la vista del carné que estaba examinando y murmuró:
─Un momento.
Los tres se quedaron clavados. Flick supo que estaba a un paso de la muerte.
El capitán la miró fijamente.
─Es la mujer del cartel.
Christian estaba demasiado asustado para hablar.
─Sí, capitán ─se apresuró a decir Jean-Marie─. La detuvimos en Chartres.
Flick agradeció a Dios que uno de los dos chicos tuviera algo en la cabeza.
─Los felicito ─dijo el capitán─. Pero, ¿adónde la llevan?
─ Tenemos órdenes de entregarla en la avenida Foch ─respondió Jean-Marie, que al parecer había olvidado el número de la calle.
─¿Necesitan transporte?
─Tenemos un coche de la policía esperándonos a la salida.
El capitán asintió, pero, en lugar de autorizarlos a continuar, siguió mirando a la detenida. Flick empezaba a creer que algo en su aspecto la había delatado, que el alemán había podido leer en su rostro que se estaba fingiendo presa.
─Estos ingleses... ─rezongó el hombre al cabo de unos instantes─. Mandan a niñas a hacer el trabajo de hombres ─y meneó la cabeza con incredulidad. Jean-Marie tuvo la sensatez de mantener la boca cerrada─. Adelante ─dijo al fin el capitán.
Flick y los gendarmes cruzaron el vestíbulo y salieron al sol del exterior.
Paul Chancellor se había encolerizado con Percy Thwaite al enterarse del asunto del mensaje de Brian Standish.
─¡Me ha engañado! ─le había gritado─. ¡Se las apañó para librarse de mí antes de enseñárselo a Flick!
─Es cierto, pero me pareció lo mejor...
─Soy yo quien está al mando de esta operación. ¡No tiene usted ningún derecho a ocultarme información!
─Supuse que cancelaría el vuelo.
─Puede que lo hubiera hecho... Puede que hubiera sido lo mejor.
─Pero lo habría hecho porque quiere a Flick, no porque fuera la decisión más acertada.
Aquello había sido un golpe bajo, porque Paul había comprometido su posición de jefe acostándose con un miembro del equipo. El comentario no había conseguido más que aumentar la rabia de Paul, que, sin embargo, no había tenido más remedio que tragársela.
No podían ponerse en contacto con el avión de Flick, pues los vuelos sobre territorio enemigo prescindían rigurosamente de comunicarse por radio, de modo que los dos hombres habían pasado la noche en el aeródromo, fumando, dando vueltas y pensando con preocupación en la mujer a la que, cada uno a su modo, tanto querían. Paul llevaba en el bolsillo de la camisa el cepillo de dientes francés que habían compartido el viernes por la mañana, tras su primera noche juntos. Por lo general, no era supersticioso, pero no dejaba de tocarlo, como si la estuviera tocando a ella para asegurarse de que seguía bien.
Cuando volvió el avión y el piloto les contó que Flick, temiéndose una emboscada de la Gestapo en el prado de Chatelle, había decidido saltar cerca de Chartres, Paul se había sentido tan aliviado que le había faltado poco para echarse a llorar.
Minutos más tarde, Percy había recibido una llamada del cuartel general del Ejecutivo y había sabido que Brian Standish había enviado otro mensaje preguntando qué había ocurrido. Paul había decidido enviar la respuesta redactada por Flick que les había entregado el piloto del Hudson. Si Brian seguía en libertad, el mensaje lo informaría de que las «grajillas» habían tomado tierra y se pondrían en contacto con él; pero no daba más datos, en previsión de que el operador estuviera en manos de la Gestapo.
Sin embargo, seguían sin tener ninguna certeza respecto a lo ocurrido en Reims. A Paul, aquella incertidumbre le resultaba insoportable. Flick tenía que llegar a Reims a toda costa. Paul necesitaba saber si iba derecha a una trampa de la Gestapo. Tenía que haber algún modo de comprobar que las transmisiones de Brian era fiables.
Sus mensajes contenían las contraseñas correctas: Percy lo había comprobado. Pero la Gestapo podía haber torturado a Brian para obligarlo a revelarlas. Según Percy, había medios más sutiles de comprobar la identidad del operador, pero estaban en manos de las chicas de la estación de escucha. En consecuencia, Paul había decidido ir allí.
En un principio, Percy había intentado disuadirlo. Presentarse en una unidad de escucha podía poner en peligro a los agentes, le había asegurado, pues perturbaba la buena marcha del servicio. Paul había hecho oídos sordos. A continuación, el jefe de la estación le había dicho que estaría encantado de fijar una fecha para la visita, que podría efectuar al cabo de unas dos o tres semanas. Paul le había contestado que su idea era más bien dos o tres horas y había insistido, con amabilidad pero con firmeza, usando la amenaza de la cólera de Monty como último recurso. Y se había puesto en camino a Grendon Underwood.
De niño, en la época en que asistía a la escuela dominical, Paul le había dado muchas vueltas a un problema teológico. Había observado que en Arlington, Virginia, donde vivía con sus padres, la mayoría de los niños de su edad se iban a la cama a la misma hora, las siete y media. Eso significaba que rezaban sus oraciones simultáneamente. Con todas aquellas voces alzándose hacia el cielo, ¿cómo podía oír Dios lo que él, Paul, estaba diciendo? La respuesta del pastor ─«Dios lo puede todo» lo dejó insatisfecho. El pequeño Paul sabía que aquello era una evasiva. La cuestión siguió intrigándolo durante años.
Si hubiera podido ver Grendon Underwood, lo habría comprendido enseguida.
Como Dios, el Ejecutivo de Operaciones Especiales tenía que escuchar innumerables mensajes, y lo más frecuente era que llegaran por decenas y al mismo tiempo. Agazapados en sus escondrijos, los agentes secretos aporreaban sus teclados Morse al unísono, como los escolares de Arlington rezando arrodillados junto a sus camas a las siete y media. El Ejecutivo los oía a todos.
Grendon Underwood era otra imponente casa de campo abandonada por sus propietarios y ocupada por el ejército. Oficialmente llamada Estación 53a, albergaba un puesto de escucha. En sus amplios terrenos, una multitud de antenas de radio agrupadas en grandes arcos escuchaban, como las orejas de Dios, mensajes procedentes de cualquier punto entre el norte ártico de Noruega y el polvoriento sur español. Cuatrocientos operadores de radio y especialistas en códigos, la mayoría mujeres jóvenes del FANY, trabajaban en la enorme mansión y vivían en hangares Nissen erigidos a toda prisa en el jardín.
Paul fue recibido por Jean Bevins, una supervisora corpulenta que usaba gafas. Al principio, la mujer parecía aterrorizada por la visita de aquel pez gordo que representaba al mismísimo general Montgomery, pero acabó tranquilizándose al ver que Paul tenía la sonrisa fácil y hablaba con naturalidad. Lo acompañó a la sala de transmisiones, donde alrededor de un centenar de mujeres permanecían sentadas en hileras, con sendos auriculares, libretas y lápices. Una pizarra enorme mostraba los nombres en clave de los agentes, sus horas de recepción y transmisión y las frecuencias que tenían asignadas. En la sala reinaba una atmósfera de intensa concentración; en aquellos instantes, no se oía más ruido que el tecleo del Morse con el que una operadora comunicaba a un agente que lo recibía alto y claro.
Jean le presentó a Lucy Briggs, una atractiva rubia con un acento de Yorkshire tan marcado que Paul tuvo que aguzar el oído para entenderla.
─¿Helicóptero? ─dijo la chica─. Sí, claro que lo conozco. Es nuevo. Llama a las veinte horas y recibe a las veintitrés. Hasta ahora, no ha dado problemas.
Se comía las haches. En cuanto lo advirtió, Paul dejó de tener problemas con su acento.
─¿A qué se refiere? ─le preguntó a Lucy─. ¿Qué problemas suelen dar?
─Bueno, algunos no sintonizan bien, y tienes que buscar su frecuencia. Otras veces, la señal es débil y cuesta entender las letras; si no estás muy atenta, puedes confundir los puntos con las rayas. La letra be, por ejemplo, es muy parecida a la de. Y, al ser tan pequeñas, las radios portátiles suenan fatal.
─¿Sería capaz de reconocer el ritmo de Helicóptero? La chica dudó.
─Sólo ha emitido tres veces. El miércoles estaba un poco nervioso, probablemente porque era la primera vez, pero tecleaba pausadamente, como si supiera que tenía tiempo de sobra. Me alegré... Supuse que se sentía razonablemente seguro. Sufrimos por ellos, ¿sabe? Nosotras estamos aquí sentadas tan ricamente, mientras ellos van dando tumbos tras las líneas enemigas con la maldita Gestapo pisándoles los talones.
─¿Qué me dice de su segundo mensaje?
─Sí, el del jueves... Se notaba que tenía prisa. Cuando van apurados, puede resultar difícil entenderlos, ya sabe... ¿Qué era eso, dos puntos seguidos, o una raya corta? No sé desde dónde estaría transmitiendo, pero desde luego estaba deseando acabar y largarse.
─¿Y el siguiente?
─El viernes no emitió. Pero no me preocupé. Sólo llaman cuando no tienen más remedio; es demasiado peligroso. Luego, salió al aire el sábado por la mañana, justo antes del amanecer. Era un mensaje de emergencia, pero no parecía nervioso; de hecho, recuerdo haber pensado: «Se curte rápido». Lo digo porque la señal era fuerte, el ritmo, regular y todas las letras, claras.
─¿Podría haber sido otra persona quien manejara el transmisor? Lucy lo pensó unos instantes.
─Parecía él... Pero sí, supongo que podría tratarse de otra persona. Y, si quien se hacía pasar por él era un alemán, sonaría claro y relajado, desde luego, porque no tenía nada que temer.
Paul se sentía como si caminara por un barrizal. Cada pregunta que formulaba tenía dos respuestas. Necesitaba algo tajante, algo que lo ayudara a vencer el pánico cada vez que pensaba que podía perder a Flick, menos de una semana después de que hubiera entrado en su vida como un regalo de los dioses.
Jean Bevins, que los había dejado solos, volvió agitando unas hojas de papel en su rolliza mano.
─He traído las descodificaciones de los tres mensajes recibidos de Helicóptero ─dijo.
Paul, gratamente sorprendido por su discreta eficacia, leyó la primera cuartilla:
NOMBRE CLAVE HLCP (HELICÓPTERO) CONTRASEÑA PRESENTE
30 MAYO 1944 CONTENIDO MENSAJE:
LLEGADA OK CANCELARVISITAS CRICTA STOP VIJILADA GESTAPO CONSEGÍ ESCAPAR STOP NUEVO LUGAR CONTACTO CAFE DE LA GARRE CIERRO
─Su fuerte no es la ortografía ─comentó Paul. ─Son las prisas ─explicó Jean─. Todos cometen errores cuando teclean en Morse. Los descodificadores tienen orden de reproducirlos en lugar de corregirlos, por si pudieran tener algún significado.
La segunda transmisión de Brian, que informaba del estado del circuito Bollinger, era más larga:
NOMBRE CLAVE HCLP (HELICÓPTERO) CONTRASEÑA PRESENTE
31 MAYO 1944 CONTENIDO MENSAJE:
CINCO AGENTE ATIVOS A SABER STOP MONET ERIDO STOP CONDESA BIEN STOP CHEVALAYUDAAVEZES STOP BURGESA ENSU PUESTO STOP MI SALVADOR NOMBRE CLAVE CHARENTON STOP
─La cosa va de mal en peor ─dijo Paul alzando la vista. ─Ya le dije que la segunda vez iba a escape ─le recordó Lucy. El mensaje continuaba con un detallado relato del incidente en la catedral. Paul pasó al tercero:
NOMBRE CLAVE HCLP (HELICÓPTERO) CONTRASEÑA PRESENTE 2 JUNIO 1944
CONTENIDO MENSAJE: QUE DEMONIOS PASO INTERROGANTE STOP ESPERO ISTRUCCIONES STOP URGE RESPUESTA CIERRO
─Va mejorando ─dijo Paul─. Sólo hay una falta.
─Creo que el sábado estaba más relajado ─opinó Lucy.
─O eso, o el mensaje lo envió otra persona ─respondió Paul. De pronto, se le ocurrió un modo de comprobar si «Brian» era Brian o un impostor de la Gestapo. Si funcionaba, al menos sabría a qué atenerse─. Lucy, ¿comete usted errores cuando transmite?
─Casi nunca ─respondió la joven lanzando una mirada inquieta a su supervisora─. Si una chica nueva es un poco descuidada, el agente monta la de Dios es Cristo. Y con razón, la verdad. Con lo mal que lo pasan, no tenemos justificación para cometer errores.
Paul se volvió hacia la señora Bovins.
─Si escribo un mensaje, ¿podrían codificarlo tal cual? Será una especie de prueba.
─Por supuesto.
Paul consultó su reloj. Eran las siete y media de la tarde. ─ Helicóptero debería emitir a las ocho. ¿Podrían enviarlo a esa hora? ─Sí ─respondió la supervisora─. Cuando salga al aire, le diremos que permanezca a la escucha después de trasmitir para recibir un mensaje de emergencia.
Paul se sentó, pensó durante unos segundos y se puso a escribir:
INFORME ARMAS CUANTAS AUTO CUENTAS STENS CUANTA MUNICIO RESPECTO CUANTA GRADANAS URGE RESPUESTA
Releyó el mensaje. Era una petición absurda redactada en tono autoritario, y parecería codificada y transmitida con desidia. Se la enseñó a la señora Bevins. La mujer frunció el ceño.
─Es un mensaje horroroso. Una auténtica vergüenza. ─¿Cuál cree que sería la reacción de un agente? La supervisora soltó una risita.
─Enviar una respuesta colérica salpicada con unos cuantos tacos.
─Por favor, codifíquelo tal como está y envíeselo a Helicóptero. La mujer parecía indecisa.
─Si es eso lo que desea...
─Sí, por favor.
─Está bien ─respondió la supervisora, y se llevó el papel.
Paul salió a comer algo. La cantina estaba abierta las veinticuatro horas, como el resto de la estación, pero el café era aguachirle y sólo tenían sándwiches rancios y pastas secas.
Unos minutos después de las ocho, Jean Bevins entró en la cantina en busca de Paul.
─Helicóptero ha llamado diciendo que aún no sabía nada de la Tigresa. En estos momentos, le estamos enviando el mensaje de emergencia.
─Muchas gracias.
Brian, o el impostor de la Gestapo, tardaría al menos una hora en descodificar el mensaje, redactar una respuesta, codificarla y transmitirla. Paul clavó los ojos en el plato preguntándose cómo se atrevían los ingleses a llamar sándwich a aquello: dos rebanadas de plan blanco manchadas de margarina y una hoja de papel de fumar de color jamón. Sin mostaza.
El barrio chino de París era un dédalo de callejas oscuras y sucias esparcido sobre una colina, tras la calle de la Chapelle, no muy lejos de la Gare du Nord. «La Charbo», la calle de la Charbonniére, ocupaba el corazón del barrio. En la acera norte, el convento de la Chapelle se alzaba como una estatua de mármol en un muladar. El convento consistía en una iglesia diminuta y una casa en la que ocho monjas consagraban sus vidas a ayudar a los parisinos más desdichados. Hacían sopa para ancianos famélicos, disuadían del suicidio a mujeres desesperadas, sacaban del arroyo a marineros borrachos y enseñaban a leer y escribir a los hijos de las prostitutas. El Hotel de la Chapelle estaba pegado al convento.
El hotel no era exactamente un burdel, pues no daba alojamiento a pupilas fijas; pero, cuando había habitaciones libres, la propietaria no tenía ningún inconveniente en alquilarlas por horas a las mujeres pintarrajeadas y embutidas en trajes de noche baratos que llegaban arrastrando a sebosos ricachos franceses, soldados alemanes de incógnito o cándidos adolescentes en busca de emociones demasiado borrachos para andar por su propio pie.
Flick cruzó la puerta con una profunda sensación de alivio. Los gendarmes la habían dejado a un kilómetro del hotel. Por el camino había visto dos copias de su cartel. Christian le había dado su pañuelo, un cuadrado de impoluto algodón, rojo con lunares blancos, y Flick se lo había puesto en la cabeza para ocultar su pelo rubio, con la certeza de que cualquiera que la mirara dos veces la reconocería por el cartel. Sin embargo, no podía hacer otra cosa que bajar la vista y cruzar los dedos. Había sido el paseo más largo de su vida.
La dueña del hotel, una mujer gruesa y simpática, llevaba una bata de seda rosa sobre un corsé de ballenas. Hacía muchos años, había sido hermosa, se dijo Flick. No era la primera vez que visitaba el hotel; no obstante, la dueña no dio muestras de reconocerla. Flick se dirigió a ella como «Madame», pero la mujer le contestó: «Llámeme Régine». A continuación, cogió el dinero de Flick y le dio la llave de una habitación sin hacer preguntas.
Flick estaba a punto de subir cuando miró por el cristal de la puerta y vio a Diana y Maude bajando de un extraño taxi, una especie de sofá sobre ruedas tirado por una bicicleta. Su patinazo con los gendarmes no parecía haberlas escarmentado. Entraron en el hotel muertas de risa a cuenta del vehículo.
─¡Dios bendito, vaya antro! ─dijo Diana nada más entrar─ .Tendremos que comer fuera.
Los restaurantes parisinos habían seguido funcionando durante la ocupación, pero inevitablemente la mayoría de sus clientes eran oficiales alemanes, y los agentes procuraban evitarlos.
─Eso ni pensarlo ─dijo Flick irritada─.Vamos a estarnos quietecitas unas cuantas horas y al amanecer iremos a la Gare de l'Est. Maude lanzó una mirada acusadora a Diana.
─Me prometiste que me llevarías al Ritz.
Flick procuró no alterarse.
─Pero, ¿en qué mundo vives? ─le preguntó a Maude.
─Vale, no te sulfures.
─¡Nadie sale del hotel! ¿Está claro?
─Sí, sí.
─Una de nosotras saldrá más tarde y comprará comida. Ahora tengo que hacer cosas. Diana, quédate ahí sentada y espera a las otras mientras Maude sube vuestras cosas a la habitación. Avísame cuando hayan llegado todas.
En las escaleras, Flick se cruzó con una chica negra enfundada en un ajustado vestido rojo y advirtió que tenía una abundante mata de pelo negro y liso.
─Espere ─le dijo Flick─. ¿Me vendería la peluca?
─Puedes comprarte una a la vuelta de la esquina, guapa. ─La chica miró a Flick de arriba abajo con aire displicente y la tomó por una buscona aficionada─. Pero, la verdad, yo diría que necesitas algo más que una peluca.
─Es una urgencia.
La chica se quitó la peluca para mostrarle sus rizos naturales, cortados casi al ras del cráneo.
─No puedo trabajar sin ella.
Flick sacó un billete de mil francos del bolsillo de su chaqueta.
─Cómprate otra. ─La chica, viendo que tenía demasiado dinero para ser una prostituta, miró a Flick con otra cara. Encogió los hombros, agarró el billete y soltó la peluca─. Gracias ─le dijo Flick.
La chica la miró fijamente. Sin duda, se estaba preguntando cuántos de aquellos habría en la chaqueta de Flick.
─También lo hago con mujeres ─dijo y, alargando la mano, le rozó los pechos con las puntas de los dedos.
─No, gracias.
─A lo mejor tu novio y tú...
─No.
La chica miró el billete de mil francos.
─Bueno, supongo que puedo tomarme la noche libre. Buena suerte, guapa.
─Gracias ─dijo Flick─. La necesitaré.
Buscó su habitación, dejó la maleta sobre la cama y se quitó la chaqueta. Sobre el lavabo había un pequeño espejo. Flick se lavó las manos y contempló su imagen durante unos instantes.
Se peinó el corto pelo rubio, se lo pasó por detrás de las orejas y se lo sujetó con horquillas. Luego, se encasquetó la peluca y, mirándose en el espejo, se la enderezó. Era enorme, pero se mantendría en su sitio. La melena negra alteraba su aspecto radicalmente. Sin embargo, producía un llamativo contraste con las cejas rubias. Flick abrió su estuche de maquillaje, sacó el lápiz de ojos y se las pintó de negro. Mucho mejor. No sólo parecía morena, sino más exuberante que la chica del traje de baño. La nariz recta y la barbilla pronunciada seguían siendo las mismas, pero apenas constituían un vago aire de familia entre dos hermanas muy distintas.
A continuación, sacó el carné de identidad del bolsillo de la chaqueta. Con sumo cuidado, retocó la fotografía usando el lápiz de ojos para dibujar finas líneas de pelo negro y estrechas cejas negras. Cuando acabó, observó la fotografía con atención. Parecía poco probable que alguien adivinara que la habían manipulado, a menos que la frotara con un dedo hasta emborronar los trazos de lápiz.
Flick se quitó la peluca, se descalzó y se tumbó en la cama. Llevaba dos noches sin dormir, porque había pasado la del jueves haciendo el amor con Paul y la del viernes en el suelo metálico de un bombardero Hudson. Cerró los ojos y se quedó dormida en cuestión de segundos.
Se despertó al oír que llamaban a la puerta. Para su sorpresa, empezaba a hacerse de noche. Llevaba horas dormida. Se acercó a la puerta y preguntó:
─¿Quién es?
─Ruby.
La dejó entrar.
─¿Va todo bien?
─No estoy segura.
Flick corrió las cortinas y apagó la luz.
─¿Qué ha pasado?
─Han llegado todas, pero no encuentro ni a Diana ni a Maude. No están en su habitación.
─¿Dónde las has buscado?
─En el despacho de la propietaria, en la iglesia de al lado, en el bar de enfrente...
─¡No, Dios mío! ─murmuró Flick consternada─. Ese par de estúpidas se han ido de picos pardos.
─¿Adónde?
─Maude quería ir al Ritz.
Ruby se quedó boquiabierta.
─¡No pueden ser tan idiotas!
─Maude lo es con ganas.
─Pero Diana parecía más sensata...
─Diana está enamorada ─dijo Flick─. Imagino que haría cualquier cosa que le pidiera Maude. Además, quiere impresionar a su amorcito, llevarla a sitios elegantes y demostrarle que se mueve como pez en el agua entre la buena sociedad.
─Con razón dicen que el amor es ciego.
─En este caso, más que ciego es gilipollas y suicida. Es increíble, pero estoy convencida de que han ido allí. No les estaría mal empleado que las detuvieran.
─¿Qué vamos a hacer?
─Ir al Ritz y sacarlas de allí a rastras... si no llegamos tarde. Flick se puso la peluca.
─Me había extrañado que te hubieras pintado las cejas. Funciona, pareces otra.
─Estupendo. Coge tu pistola.
En el vestíbulo, Régine le tendió un sobre a Flick. La letra era de Diana. Flick lo rasgó y leyó la nota:
Nos vamos a un hotel mejor. Nos encontraremos en la Gare de l'Est a las cinco de la mañana. ¡Y no te preocupes!
Flick le enseñó la nota a Ruby; luego, la hizo pedazos. Estaba más enfadada consigo misma que con ellas. Conocía a Diana de toda la vida y sabía que era caprichosa e irresponsable. «¿Por qué se me ocurriría traerla?», se preguntó. Porque no tenía a otra, fue la respuesta.
Salieron de la pensión. Flick no quería coger el metro, porque la Gestapo tenía controles en algunas estaciones y realizaba inspecciones ocasionales en los trenes. El Ritz estaba en la plaza Vendome, a media hora de La Charbo yendo a buen paso. El sol se había ocultado, y la oscuridad empezaba a adensarse. Tendrían que estar pendientes de la hora: el toque de queda empezaba a las once.
Flick se preguntaba cuánto tardaría el personal del hotel en denunciar a Diana y Maude a la Gestapo. Les habrían notado algo raro de inmediato. Según sus documentos, eran un par de secretarias de Reims. ¿Qué pintaban en el Ritz aquel par de pelagatos? Iban razonablemente bien vestidas para lo habitual en la Francia ocupada, pero desde luego no como las clientas típicas del Ritz: esposas de diplomáticos de países neutrales, amigas de los peces gordos del mercado negro y amantes de oficiales alemanes. Puede que el director del hotel no hiciera nada, sobre todo si no simpatizaba con los nazis; pero la Gestapo tenía informadores en todos los restaurantes y hoteles importantes de la ciudad, y cobraban, sobre todo, para informar de desconocidos con historias poco creíbles. Eran detalles como aquél lo que trataban de inculcar los cursos de adiestramiento del Ejecutivo; pero el curso duraba tres meses, y Diana y Maude lo habían hecho en dos días.
Flick apretó el paso.
Dieter estaba exhausto. Conseguir que imprimieran mil carteles y los distribuyeran en medio día había requerido todo su poder de persuasión y de intimidación. Había sido paciente y persistente cuando había podido, y se había puesto hecho una furia cuando había sido necesario. Además, había pasado la noche anterior en vela. Tenía los nervios de punta, la cabeza como un bombo y el genio atravesado.
Pero una sensación de paz se apoderó de su ánimo en cuanto entró en el magnífico edificio de la Porte de la Muette, con vistas al Bois de Boulogne. El trabajo que llevaba a cabo para Rommel le exigía recorrer todo el norte de Francia, por lo que necesitaba una base en París; sin embargo, había tenido que prodigar sobornos y amenazas para conseguir aquel piso. Había merecido la pena. Le encantaban los paneles de caoba negra, las gruesas cortinas, los altos techos, la plata del siglo XVIII del aparador... Se paseó por el fresco y oscuro salón para renovar la relación con sus posesiones favoritas: una pequeña escultura de una mano, de Rodin; un pastel de una bailarina poniéndose una zapatilla de ballet, de Degas; una primera edición de El conde de Montecristo... Se sentó al Stenway de media cola y tocó una lánguida versión de Ain't Misbehavin': No one to talk with, all by myself..
Antes de la guerra, el piso y la mayoría de los muebles habían pertenecido a un ingeniero de Lyon que se había hecho de oro fabricando pequeños aparatos eléctricos, aspiradoras, radios y timbres de puerta. Se lo había contado una vecina, una viuda rica cuyo marido había sido un destacado fascista francés en los años treinta. El ingeniero era un hombre sin gusto, le había explicado la mujer: había pagado para que le eligieran el papel pintado y las antigüedades. Su único interés al adquirir objetos bellos era impresionar a los amigos de su mujer. Había acabado marchándose a los Estados Unidos, donde todo el mundo era tan vulgar como él, había dicho la condesa, que acto seguido se había declarado encantada de que el piso tuviera un nuevo dueño capaz de apreciarlo.
Dieter se deshizo de la chaqueta y la camisa y se lavó la cara y el cuello para quitarse la mugre de París. A continuación, se puso una camisa blanca, gemelos de oro en las mangas francesas y una corbata de color gris plata. Mientras se la anudaba, puso la radio. Las noticias de Italia eran malas. El locutor decía que los alemanes defendían sus posiciones con coraje. Dieter concluyó que Roma caería en cuestión de días.
Pero Italia no era Francia.
Ahora había que esperar a que alguien viera a Felicity Clairet. Desde luego, no tenía la absoluta certeza de que Flick fuera a pasar por París; pero, después de Reims, sin duda era el sitio más probable donde cabía esperar verla. Echaba de menos a Stephanie. Por desgracia, necesitaba que siguiera ocupando la casa de la calle du Bois. Cabía la posibilidad de que otros agentes aliados aterrizaran en las inmediaciones de Reims y llamaran a su puerta. Era importante atraerlos poco a poco a la red. Había dado instrucciones de que no torturaran ni a Clairet ni al doctor en su ausencia. Podían seguir siéndole útiles.
En la nevera había una botella de Dom Perignon. Dieter la abrió y se sirvió unos dedos en una flauta de cristal. Luego, con la sensación de que la vida era buena, se sentó ante su escritorio para leer el correo.
Tenía carta de Waltraud, su mujer.
Mi querido Dieter:
No sabes cuánto me duele que no podamos estar juntos el día de tu cuadragésimo cumpleaños.
Lo había olvidado por completo. Miró la fecha en el reloj Cartier de sobremesa. 3 de junio. Ese día cumplía cuarenta años. Se sirvió otra copa de champán para celebrarlo.
En el sobre había otras dos hojas. Su hija de siete años, Margarete, a la que llamaban Mausi, lo había dibujado en uniforme de pie junto a la torre Eiffel. Lo había hecho más alto que la torre: así magnificaban los niños a sus padres. Su hijo Rudi, de diez años, le había escrito una carta de adulto, con tinta azul oscuro y esmerada letra redondilla:
Querido papá:
Voy muy bien en la escuela, aunque el aula del doctor Richter ha sido bombardeada. Pero, como era de noche, la escuela estaba vacía.
Dieter cerró los ojos con una mueca de dolor. No soportaba pensar en las bombas cayendo sobre la ciudad donde vivían sus hijos. Maldijo a los asesinos de la RAF, aunque sabía que sus compatriotas también habían arrojado bombas sobre los escolares británicos.
Miró el teléfono del escritorio considerando la posibilidad de llamar a casa. Era difícil obtener comunicación: la red francesa estaba sobrecargada y el tráfico militar tenía prioridad, de modo que podían pasar horas hasta que conectaban una llamada personal. No obstante, decidió intentarlo. Sentía una necesidad acuciante de oír las voces de sus hijos y asegurarse de que seguían vivos.
Extendió la mano, pero el aparato sonó antes de que llegara a tocarlo. Levantó el auricular.
─Mayor Franck.
─Aquí el teniente Hesse. El corazón de Dieter empezó a palpitar.
─¿Han encontrado a Felicity Clairet?
─No. Algo casi igual de bueno.
Flick había estado en el Ritz en una ocasión, cuando estudiaba en París, antes de la guerra. Una amiga y ella se habían puesto sombrero y maquillaje, guantes y medias, y habían cruzado la puerta como si lo hicieran a diario. Se habían paseado por la galería comercial del interior riéndose de los absurdos precios de pañuelos, estilográficas y perfumes. Luego, se habían sentado en el vestíbulo fingiendo esperar a alguien y se habían divertido criticando los modelitos de las mujeres que acudían a tomar el té. Ellas no se habían atrevido a pedir ni siquiera un vaso de agua. En aquella época, Flick ahorraba hasta el último penique para comprar localidades en el paraíso que para ella suponía la Comédie Francaise.
Al parecer, desde el comienzo de la ocupación, los propietarios intentaban llevar el hotel con la mayor normalidad posible, a pesar de que muchas de las habitaciones habían sido ocupadas permanentemente por gerifaltes nazis. Ese día Flick no llevaba ni guantes ni medias, pero se había empolvado el rostro y se había colocado la boina en un ángulo desenfadado, y sólo podía esperar que algunos de los clientes actuales del hotel se vieran obligados a parecidos compromisos.
Hileras de vehículos militares grises y negras limusinas se alineaban delante del hotel, en la plaza Vendome. En la fachada del edificio, seis banderas nazis rojo sangre ondeaban con jactancia agitadas por la brisa. Un portero con sombrero de copa y pantalones rojos les lanzó una mirada suspicaz y les salió al paso.
─No pueden entrar ─les dijo.
Flick llevaba un vestido azul claro bastante arrugado y Ruby, uno azul marino y una gabardina de hombre. No iban vestidas para cenar en el Ritz. Flick intentó imitar la hauteur de una francesa tratando con un irritante inferior.
─¿Cuál es el problema? ─le preguntó al hombre arrugando la nariz.
─Está entrada está reservada a las personalidades, madame. Ni siquiera los coroneles alemanes pueden entrar por aquí. Tendrán que dar la vuelta por la calle Cambon y usar la entrada posterior.
─Está bien ─respondió Flick en tono displicente, aunque estaba encantada de que no les hubiera dicho que no iban vestidas para la ocasión.
Las dos mujeres dieron la vuelta al edificio y entraron por la puerta posterior.
Las arañas hacían resplandecer el vestíbulo, y los bares de ambos extremos rebosaban de hombres de esmoquin o uniforme. El rumor de las conversaciones chirriaba y chasqueaba con las consonantes del alemán, más que borboritar con las lánguidas vocales del francés. Flick se sintió como si acabara de entrar en el bastión del enemigo.
Se acercó al mostrador. Un conserje con levita de botones de latón la miró de arriba abajo. En vista de que no era ni alemana ni una francesa rica, preguntó con frialdad:
─¿Sí?
─Compruebe si mademoiselle Legrand está en su habitación ─ dijo Flick en tono perentorio. Puede que Diana hubiera empleado el nombre que figuraba en su documentación, Simone Legrand─. Estamos citadas.
El conserje cambió de actitud.
─¿A quién debo anunciar?
─Madame Martigny. Trabajo para ella.
─Muy bien. En realidad, mademoiselle está en el comedor principal con su acompañante. Tenga la bondad de hablar con el jefe de comedor.
Flick y Ruby cruzaron el vestíbulo y se asomaron al restaurante. Era el dechado de la vida elegante: manteles blancos, cubiertos de plata, velas y camareros de negro deslizándose por el salón con platos de comida. Nadie hubiera dicho que medio París se moría de hambre. Flick olió auténtico café.
Se detuvo en el umbral y vio a Diana y Maude de inmediato. Ocupaban una mesa pequeña en el extremo más alejado del salón. Mientras las observaba, Diana sacó una botella de vino de una reluciente cubitera y llenó las dos copas. Flick habría podido estrangularla.
Dio un paso en dirección a la mesa, pero el jefe de comedor se interpuso en su camino.
─¿Sí, madame? ─dijo el hombre mirando su vestido sin disimulo.
─Buenas noches ─respondió Flick─. Tengo que hablar con aquella señora.
El hombre no se movió. Era un individuo bajo de aspecto frágil, pero no parecía dispuesto a dejarse enredar.
─Tal vez pueda transmitirle su mensaje.
─Me temo que no, es demasiado personal.
─Entonces, le diré que está usted aquí. ¿Su nombre?
Flick tenía los ojos clavados en Diana, pero ella seguía a lo suyo.
─Soy madame Martigny ─dijo Flick con resignación─. Dígale que necesito hablar con ella inmediatamente.
─Muy bien. Tenga la amabilidad de esperar aquí.
Flick apretó los dientes con frustración. Cuando el jefe de comedor dio media vuelta, estuvo a punto de seguirlo hasta la mesa. Pero en ese instante vio que un joven con el uniforme negro de mayor de las SS la observaba desde una mesa próxima. Sus ojos se encontraron, y Flick desvió la vista con un nudo en la garganta. La insistencia de aquella mirada, ¿era pura curiosidad por la discusión con el jefe de comedor? ¿Significaba que el alemán había visto la fotografía e intentaba recordar de qué le sonaba el rostro de aquella desconocida? Puede que simplemente la encontrara atractiva. En cualquier caso, comprendió Flick, montar una escena habría sido una temeridad.
Cada segundo que pasaban en el comedor era una temeridad, y Flick tuvo que vencer la tentación de dar media vuelta y salir huyendo.
El jefe de comedor habló con Diana, se volvió e hizo un gesto a Flick.
─Más vale que esperes aquí ─le dijo Flick a Ruby─. Una llamará menos la atención que las dos ─añadió, y se alejó hacia la mesa.
Para irritación de Flick, ni Diana ni Maude tuvieron la decencia de mostrarse avergonzadas. Maude estaba en la gloria y Diana, tan impertinente como de costumbre. Flick agarró el borde de la mesa con ambas manos y se inclinó para hablar en un susurro:
─Esto es extremadamente peligroso. Levantaos ahora mismo y venid conmigo. Pagaréis la cuenta en la salida.
Había sido tan tajante como permitían las circunstancias, pero Diana y Maude seguían en las nubes.
─Sé razonable, Flick ─dijo Diana.
Flick se sintió indignada. ¿Cómo podía ser Diana tan estúpida y tan arrogante?
─Pedazo de idiota... ─masculló entre dientes─. ¿No te das cuenta de que os la estáis jugando?
Flick comprendió al instante que había sido un error insultarla. Diana la miró con aires de superioridad.
─Es mi vida. Y estoy en mi derecho de arriesgarla.
─Nos estás poniendo en peligro a las demás y toda la misión. ¡Levantate de la silla!
─Escúchame bien...
De pronto, se produjo movimiento detrás de Flick. Diana interrumpió la frase y miró hacia el comedor.
Flick dio media vuelta y contuvo la respiración.
En el umbral del salón, esperaba el distinguido oficial alemán al que había visto en la plaza de Sainte-Cécile. Lo reconoció al primer vistazo: un individuo alto con elegante traje negro y pañuelo blanco en el bolsillo de la pechera.
Se volvió a toda prisa y, con el corazón palpitante, rezó para que no la hubiera visto. Con la melena negra, era muy probable que no la hubiera reconocido al primer golpe de vista.
Su nombre le acudió a la mente de inmediato: Dieter Franck. Había encontrado su fotografía en los archivos de Percy Thwaite. El mayor Franck había sido detective de policía. Flick recordó la anotación del dorso de la foto: «Estrella del contraespionaje de Rommel, se le considera un hábil interrogador y un torturador despiadado».
Por segunda vez en una semana, lo tenía lo bastante cerca como para pegarle un tiro.
Flick no creía en las coincidencias. Había algún motivo para que estuviera allí al mismo tiempo que ella.
No tardó en descubrirlo. Volvió a mirar y lo vio cruzando el salón a grandes zancadas con cuatro matones de la Gestapo pegados a los talones. Venían hacia ellas. El jefe de comedor los seguía a unos pasos con el pánico pintado en el rostro.
Flick volvió el rostro y se alejó discretamente. Franck se detuvo ante la mesa de Diana.
Se hizo un silencio sepulcral: los comensales interrumpieron sus conversaciones a media frase, los camareros dejaron de llenar los platos y el sumiller se quedó petrificado con una licorera de burdeos en la mano.
Flick llegó a la puerta, donde Ruby la seguía esperando.
─Va a detenerlas ─le susurró Ruby llevándose la mano al bolsillo. Los ojos de Flick volvieron a encontrarse con los del mayor de las SS.
─Deja las manos quietas ─murmuró─. No podemos hacer nada. Podríamos enfrentarnos a él y a los cuatro de la Gestapo, pero esto está infestado de oficiales alemanes. Aunque consiguiéramos cargarnos a esos cinco, los otros nos coserían a balazos.
Franck estaba interrogando a Diana y Maude. Flick estaba demasiado lejos para oír lo que decían. La voz de Diana adoptó el tono de desdeñosa indiferencia que solía usar cuando estaba equivocada. Maude estaba llorosa.
Franck debía de haberles pedido la documentación, porque las dos mujeres se inclinaron simultáneamente hacia sus bolsos, que habían dejado en el suelo, contra las sillas. El alemán se movió ligeramente para ponerse a un lado de Diana, a unos centímetros detrás de su silla, y vigilar sus movimientos, y en ese instante Flick supo lo que iba a ocurrir a continuación.
Maude tendió su documentación al mayor, pero Diana sacó la pistola. Se oyó una detonación, y uno de los agentes de la Gestapo dobló el cuerpo y se desplomó. El restaurante hizo erupción. Las mujeres rompieron a chillar y los hombres se lanzaron de cabeza bajo las mesas. Sonó otro disparo, y otro alemán exhaló un quejido. Un grupo de comensales echó a correr hacia la salida.
La pistola de Diana apuntó al tercer agente de la Gestapo. Como en un fogonazo, Flick volvió a ver a Diana en los bosques de Somersholme, fumando sentada en la hierba, rodeada de conejos muertos, y recordó lo que le había dicho: «Sabes matar». No se había equivocado.
Pero Diana no hizo el tercer disparo.
Dieter Franck mantuvo la sangre fría. Aferró el antebrazo derecho de Diana con ambas manos y lo golpeó contra el borde de la mesa. Diana emitió un grito de dolor y soltó la pistola. El mayor la arrancó de la silla, la arrojó boca abajo sobre la moqueta y cayó sobre sus riñones con ambas rodillas. A continuación, le puso las manos a la espalda y, haciendo oídos sordos a sus quejas de dolor, la esposó y se levantó.
─Larguémonos de aquí ─le dijo Flick a Ruby.
Presas del pánico, hombres y mujeres se habían abalanzado hacia la puerta e intentaban salir al mismo tiempo. Antes de que Flick pudiera moverse, el joven mayor de las SS que la había estado observando se puso en pie de un salto y la agarró del brazo.
─Espere un momento ─dijo en francés.
─¡Quíteme las manos de encima! ─exclamó Flick tratando de dominar el pánico.
El alemán le apretó el brazo con más fuerza.
─Me ha parecido que conocía usted a esas mujeres.
─¡Pues se ha equivocado! ─replicó Flíck tratando de soltarse. El hombre tiró de ella con violencia.
─Se va a quedar aquí y va a responder a unas preguntas.
Se oyó otro estallido. Las mujeres volvieron a chillar, pero nadie vio de dónde procedía el disparo. El rostro del oficial de las SS se contrajo en una mueca de dolor. Al tiempo que doblaba las rodillas, Flick vio a Ruby tras él, deslizando la pistola en el bolso.
─¡Gracias! ─murmuró.
Las dos mujeres se abrieron paso hasta el vestíbulo empujando sin contemplaciones y pudieron huir a la carrera sin levantar sospechas, porque la desbandada era general.
Había una hilera de coches aparcados a lo largo de un bordillo de la calle Cambon. La mayoría de los chóferes habían echado a correr hacia la entrada posterior del hotel para informarse de lo ocurrido. Flick eligió un Mercedes sedán 230 de color negro con rueda de repuesto en un estribo. Echó un vistazo al salpicadero: la llave estaba en el contacto.
─¡Entra! ─urgió a Ruby.
Se sentó al volante y accionó el encendido automático. El potente motor soltó un rugido. Flick puso primera, hizo girar el volante y apretó el acelerador. El coche era aparatoso y cachazudo, pero estable: una vez cogió velocidad, tomó las curvas como un tren.
Cuando estuvieron a varias manzanas del hotel, Flick empezó a evaluar la situación. Había perdido a un tercio del equipo, incluida su mejor tiradora. Consideró la posibilidad de abandonar la misión, pero la desechó al instante. Sería complicado; tendría que explicar por qué se presentaban cuatro limpiadoras en vez de las seis habituales, pero algo se le ocurriría. Les harían más preguntas de las previstas, pero el riesgo merecía la pena.
Abandonaron el coche en la calle de la Chapelle. Ruby y ella no corrían un peligro inmediato. Apretaron el paso hacia la calle de la Charbonniére. Una vez en la pensión, Ruby fue a buscar a Greta y a Jelly y las llevó a la habitación de Flick. Flick les contó lo ocurrido.
─Diana y Maude serán interrogadas de inmediato ─les dijo─. Dieter Franck es un interrogador hábil y despiadado, así que tenemos que dar por supuesto que contarán todo lo que saben, incluida la dirección de este hotel. Eso significa que la Gestapo podría llegar de un momento a otro. Tenemos que marcharnos ahora mismo.
Jelly tenía los ojos arrasados en lágrimas.
─Pobre Maude ─murmuró─. Tenía menos cerebro que un mosquito, pero no se merecía que la torturaran.
Greta fue más práctica.
─¿Y adónde vamos?
─Nos esconderemos en el convento de al lado. Admiten a todo el mundo. Ya he ocultado en él a prisioneros de guerra evadidos otras veces. Dejarán que nos quedemos hasta el amanecer.
─¿Y después?
─Iremos a la estación como teníamos previsto. Diana le dará a Dieter Franck nuestros nombres auténticos, nuestros nombres en clave y nuestras identidades falsas. Los alemanes darán la alerta general respecto a cualquiera que viaje con nuestros alias. Afortunadamente, tengo un segundo juego de documentaciones para cada una, con las mismas fotografías pero diferentes identidades. La Gestapo no tiene fotografías vuestras, y yo he cambiado mi aspecto lo mejor que he podido, así que los guardias de los puestos de control no tienen ninguna pista para reconocernos. Sin embargo, para mayor seguridad, no iremos a la estación a primera hora. Esperaremos hasta las diez, cuando esté llena.
─Diana también les dirá cuál es nuestra misión ─apuntó Greta.
─Les contará que vamos a volar el túnel ferroviario de Marles. Afortunadamente, ésa no es nuestra auténtica misión. Sólo es lo que os conté para curarme en salud.
─Piensas en todo, Flick ─dijo Jelly con admiración.
─Sí ─respondió Flick, sombría─. Por eso sigo viva.
Paul llevaba más de una hora sentado en la deprimente cantina de Grendon Underwood, pensando angustiado en Flick. Empezaba a creer que Brian Standish había sido capturado. El incidente de la catedral, el hecho de que Chatelle estuviera completamente a oscuras y la excesiva corrección del tercer mensaje de radio apuntaban en la misma dirección.
En el plan original, el equipo habría saltado sobre Chatelle y se habría encontrado con un comité de recepción compuesto por Monet y los restos del circuito Bollinger. Michel Clairet las habría mantenido escondidas durante unas horas, mientras buscaba un medio de transporte a Sainte-Cécile. Cuando hubieran entrado en el palacio y volado la central telefónica, las habría llevado de vuelta a Chatelle para que las recogiera el avión. Ahora, todo eso había cambiado, pero, cuando llegara a Reims, Flick seguiría necesitando tanto un medio de transporte como un escondite, que confiaría en obtener del circuito Bollinger. Sin embargo, si Brian había sido capturado, ¿quedaría algún miembro del circuito? ¿Sería segura la casa de seguridad? ¿Estaría también Monet en poder de la Gestapo?
En ese momento, Lucy Briggs entró en la cantina y se acercó a su mesa.
─Jean me ha pedido que le diga que están descodificando la respuesta de Helicóptero ─dijo la chica─. Si quiere acompañarme...
Paul siguió a la operadora hasta el diminuto cuarto ─una antigua despensa, supuso Paul─ que servía de despacho a Jean Bevins. La supervisora, que tenía una hoja de papel en la mano, parecía desconcertada.
─No puedo entenderlo ─dijo. Paul leyó el papel rápidamente:
NOMBRE CLAVE HLCP (HELICÓPTERO) CONTRASEÑA PRESENTE
3 JUNIO 1944 CONTENIDO MENSAJE:
DOS STENS CON SEIS CARGADORES CADA UNA STOP UN RIFLE LEE ENFELD CON DIEZ CARGADORES STOP SEIS COLT AUTOMÁTICAS CON UNAS CIEN BALAS STOP NINGUNA GRANADA CIERRO
Paul miró el mensaje como esperando que las palabras formaran una frase menos aterradora, pero no fue así.
─Suponía que se pondría furioso ─dijo la señora Bevins─. Ni siquiera se queja. Contesta a sus preguntas y se queda tan ancho.
─Exactamente ─dijo Paul─. Eso demuestra que no es él.
Aquel mensaje no provenía de un agente acosado en territorio enemigo que acababa de recibir una petición absurda de sus burocráticos superiores. La respuesta había sido redactada por un oficial de la Gestapo desesperado por mantener la apariencia de absoluta normalidad. Lo único raro era «Enfeld» en lugar de «Enfield», un lapsus muy propio de un alemán, pues feld era la traducción a su lengua del inglés field.
Ya no había duda posible. Flick corría un peligro enorme.
Paul se frotó las sienes. Sólo quedaba una solución. La operación se estaba yendo al garete, y tenía que salvarla... y salvar a Flick.
Alzó la vista hacia la supervisora y la sorprendió mirándolo con expresión apenada.
─¿Puedo usar su teléfono?
─Por supuesto.
Paul marcó Baker Street. Percy estaba en su despacho.
─Soy Paul. Estoy convencido de que Brian ha sido capturado. Su radio está siendo utilizada por la Gestapo. En la antigua despensa, la señora Bevins ahogó un grito.
─¡Dios mío! ─exclamó Percy─. Y no hay modo de advertir a Flick.
─Sí, sí lo hay. ─¿Cuál?
─Consígame un avión. Me voy a Reims. Esta noche.