Paul y Flick conversaban.
Seguían tumbados en la estrecha cama. Tenían la luz apagada, pero el resplandor de la luna bañaba la ventana. Paul estaba desnudo, como al entrar Flick. Siempre dormía desnudo. Sólo se ponía el pijama para ir al baño del final del pasillo.
Cuando Flick abrió la puerta, estaba dormido, pero se despertó de inmediato y saltó de la cama, inconscientemente convencido de que aquella visita clandestina en plena noche era cosa de la Gestapo. Se abalanzó sobre el desconocido y le echó las manos al cuello antes de comprender que era Flick.
Asombrado, emocionado y agradecido, cerró la puerta y la besó allí mismo, larga y apasionadamente. Seguía medio dormido, y por un momento temió estar soñando y despertar solo.
Flick lo rodeó con los brazos y le acarició los hombros, la espalda y el pecho. Sus manos, suaves pero firmes, lo exploraban con avidez y se detenían en cada detalle de su cuerpo.
─Tienes mucho pelo ─le susurró Flick.
─Como un mono.
─Pero feo ─bromeó ella.
Paul la miraba embelesado, pendiente de los movimientos de sus labios, pensando que en unos instantes los rozaría con los suyos, y que sería maravilloso.
─Vamos a acostarnos ─dijo sonriendo.
Se echaron en la cama, el uno frente al otro, pero Flick no se quitó la ropa, ni siquiera los zapatos. A Paul le resultó extrañamente excitante estar desnudo con una mujer completamente vestida. Le gustaba tanto que no tenía ninguna prisa en dar el siguiente paso. Habría querido que aquel instante se prolongara eternamente.
─Dime algo ─murmuró Flick con voz perezosa y sensual.
─ ¿Qué?
─Cualquier cosa. Apenas te conozco.
¿Qué era aquello? Nunca había estado con una chica que se comportara de aquel modo. Había entrado en su habitación en plena noche, se había acostado en su cama, aunque sin quitarse nada, y se había puesto a hacerle preguntas.
─¿Para eso has venido? ─le preguntó Paul sin dejar de mirarla. ¿Para interrogarme?
Ella rió con suavidad.
─No te preocupes, quiero hacer el amor contigo, pero sin prisas. Háblame de tu primera novia.
Paul le acarició el rostro con la punta de los dedos, siguiendo la curva de su barbilla. No sabía qué pretendía, ni adónde quería ir a parar. Había conseguido desconcertarlo.
─¿Podemos tocarnos mientras hablamos?
─Sí.
Paul la besó en la boca.
─¿Y besarnos?
─También.
─Entonces, creo que deberíamos hablar un rato, digamos durante uno o dos años.
─¿Cómo se llamaba?
Flick no estaba tan segura de sí misma como pretendía, se dijo Paul. Estaba nerviosa; por eso preguntaba tanto. Pero, si interrogarlo la hacía sentirse más cómoda, no tenía inconveniente en contestar a sus preguntas.
─Se llamaba Linda. Éramos unos críos. Tan críos que casi me da vergüenza. La primera vez que la besé, ella tenía doce años y yo, catorce. ¿Te lo imaginas?
─Claro. ─Flick rió por lo bajo, y por un instante volvió a ser una niña─. Yo también me besaba con chicos a los doce.
─Teníamos que fingir que salíamos con un montón de amigos, y normalmente empezábamos la tarde con ellos, pero en cuanto podíamos nos escabullíamos y nos metíamos en un cine o en un sitio por el estilo. Seguimos así durante un par de años, antes de hacerlo por primera vez.
─¿Dónde era, en Estados Unidos?
─En París. Mi padre era agregado militar de la embajada. Los padres de Linda tenían un hotel en el que solían alojarse los norteamericanos de paso. Siempre íbamos con un montón de chavales expatriados.
─¿Dónde lo hicisteis?
─En el hotel. Lo teníamos fácil. Siempre había habitaciones disponibles.
─¿Cómo fue la primera vez? ¿Usasteis... ya sabes, alguna precaución?
─Linda le robó un condón a su padre.
Los dedos de Flick le acariciaban el vientre. Paul cerró los ojos. ─¿Supiste ponértelo?
─Me lo puso ella. Fue muy excitante. Casi no pude aguantarme. Y si sigues así...
Flick deslizó la mano hacia su cadera.
─Me habría gustado conocerte cuando tenías dieciséis años.
Paul abrió los ojos. Ya no quería prolongar aquel instante eternamente. En realidad, no veía el momento de dar el siguiente paso.
─¿Te importaría...? ─Tenía la boca seca, y tuvo que tragar saliva─.
¿Te importaría quitarte algo?
─No. Pero, hablando de precauciones...
─En mi cartera. En la mesilla de noche.
─Bien.
Flick se incorporó en la cama, se desanudó los zapatos y los arrojó al suelo. Luego, se puso en pie y se desabrochó la blusa. Estaba tensa, se dijo Paul.
─Tómate tiempo, tenemos toda la noche.
Hacía un par de años que no veía desnuda a una mujer de verdad. Los había sobrellevado a base de revistas, en las que, invariablemente, todas las chicas lucían rebuscados modelemos de seda con encajes, corsés, ligueros y negligées transparentes. Flick llevaba una camiseta de algodón, sin sujetador, y Paul supuso que los pequeños y firmes pechos que se delineaban tentadoramente bajo el tejido se sostenían solos. Flick dejó caer la falda. Llevaba unas sencillas bragas blancas de algodón con adornos en los muslos. Tenía un cuerpo diminuto pero musculoso. Parecía una colegiala cambiándose para jugar al hockey, pero lo excitaba infinitamente más que las chicas de las revistas.
─¿Está mejor así? ─preguntó Flick acostándose de nuevo.
Paul le acarició la cadera, rozando la piel caliente, el suave algodón y de nuevo la piel. Aún no estaba lista; Paul podía notarlo. Se dijo que tenía que ser paciente y adaptarse a su ritmo.
─No me has contado tu primera vez ─le había dicho. Para su sorpresa, Flick se puso roja.
─No fue tan bonita como la tuya.
─¿Y eso?
─El sitio era horrible. Un cuartucho polvoriento.
Paul se indignó. Había que ser un verdadero idiota para salir con una chica tan especial como Flick y echarle un polvo rápido en un rincón de mala muerte.
─¿Cuántos años tenías?
─Veintidós.
Paul había imaginado que diría diecisiete.
─Vaya... A esa edad te merecías una cama con dosel.
─Lo peor no fue eso.
Empezaba a relajarse, comprendió Paul, que no obstante la animó a seguir hablando:
─Entonces, ¿qué pasó?
─Probablemente, que yo no tenía muchas ganas. Me convenció a base de insistir.
─¿No lo querías?
─Quererlo, lo quería, pero no estaba preparada.
─¿Cómo se llamaba?
─Prefiero no decírtelo.
Paul supuso que se trataba de su marido, Michel, y en lugar de insistir la besó y le preguntó:
─¿Puedo tocarte los pechos?
─Puedes tocarme lo que quieras.
Nadie le había dicho nunca nada parecido. Su franqueza lo sorprendía y lo excitaba. Paul empezó a explorar su cuerpo. En semejante trance, la mayoría de las mujeres que había conocido cerraban los ojos, pero Flick los mantuvo abiertos y estudió su rostro con una mezcla de deseo y curiosidad que acabó de inflamarlo. Era como si mirándolo lo estuviera explorando, en lugar de lo contrario. Las manos de Paul delinearon el firme perfil de sus pechos, y las yemas de sus dedos se familiarizaron con sus pezones y aprendieron lo que les gustaba. Luego, le quitó las bragas. Tenía el vello abundante, ensortijado y de color miel, y debajo, en la ingle izquierda, un antojo parecido a una salpicadura de té. Paul agachó la cabeza y se lo besó; luego, posó los labios en sus rubias guedejas y probó su humedad con la punta de la lengua.
Paul sintió que Flick iba cediendo al placer. Su nerviosismo se había esfumado. Sus brazos y sus manos se extendieron, flojos y abandonados, pero sus caderas se tendían hacia él con ansia. Paul exploró los pliegues de su sexo con delectación. Los movimientos de Flick se hicieron más apremiantes poco a poco.
Flick le apartó la cabeza con las manos. Tenía la cara encendida y respiraba pesadamente. Estiró el brazo hacia la mesilla de noche, abrió la cartera de Paul y encontró los preservativos, tres unidades en una bolsita de papel. Rasgó la bolsa con dedos temblorosos, sacó uno y se lo puso a Paul. Luego, lo obligó a tumbarse boca arriba y se puso encima. Se inclinó a besarlo y le dijo al oído:
─Cuánto me gusta sentirte dentro...
Luego, se incorporó y empezó a moverse.
─Quítate la camiseta ─le dijo Paul.
Ella se la sacó por la cabeza.
Paul la contempló mientras se movía sobre él, con el rostro congelado en una expresión dolorosamente concentrada y agitando deliciosamente sus hermosos pechos. Se sentía el hombre más afortunado del mundo. Le habría gustado que aquello no acabara nunca, que no amaneciera, que no hubiera mañana, ni avión, ni paracaídas, ni guerra...
En esta vida, se dijo, no había nada como el amor.
Cuando acabaron, lo primero que pensó Flick fue: «Y ahora, ¿qué voy a decirle a Michel?»
No estaba triste. Estaba llena de amor y deseo por Paul. En poco tiempo había llegado a sentirse más unida a él de lo que nunca lo estuvo a Michel. Deseaba hacer el amor con él todos los días del resto de su vida. Ése era el problema. Su matrimonio había acabado. Y tendría que decírselo a Michel en cuanto lo viera. No podía fingir, ni siquiera durante unos minutos, que sentía aquello por él.
Michel era el único hombre con el que había tenido relaciones íntimas antes de conocer a Paul. Se lo habría dicho a Paul, pero se habría sentido desleal hablándole de Michel. Aquello le parecía más desleal que el mismo adulterio. Algún día le contaría a Paul que era su según do amante, y puede que añadiera que el mejor, pero nunca le hablaría de cómo eran sus relaciones con Michel.
Sin embargo, lo diferente con Paul no era sólo el sexo, era ella misma. A Michel nunca le había preguntado por sus anteriores experiencias sexuales, como había hecho con Paul. Nunca le había dicho: «Puedes tocarme lo que quieras». Nunca le había puesto un condón, ni se había sentado a horcajadas sobre él, ni le había dicho cuánto le gustaba sentirlo dentro.
Al acostarse en la cama junto a Paul, era como si otra personalidad hubiera surgido de su interior, de un modo similar a lo que le ocurría a Mark cuando entraba en el Criss-Cross Club. De pronto, había tenido la sensación de que podía decir lo que quisiera, hacer lo que se le ocurriera, ser ella misma sin miedo a lo que pudiera pensar Paul.
Con Michel nunca había sido así. Al conocerlo siendo su alumna y deseando impresionarlo, nunca había conseguido ponerse en un auténtico pie de igualdad con él. Había seguido buscando su aprobación, algo que Michel nunca buscaba en ella. En la cama, se esforzaba en complacerlo más que en disfrutar.
─¿En qué estás pensando? ─le preguntó Paul al cabo de unos instantes.
─En mi matrimonio.
─¿Y?
Flick se preguntó cuánto debía confesarle. Esa misma tarde, Paul le había dicho que quería casarse con ella, pero eso había sido antes de que acudiera a su cuarto. Que los hombres nunca se casan con las mujeres que se acuestan con ellos antes de hora, lo sabía hasta la más incauta. No siempre era cierto, como probaba su propia experiencia con Michel. Pero, de todas formas, decidió contarle a Paul la mitad de la verdad.
─Que se ha acabado.
─Una decisión drástica.
Flick apoyó un codo en la almohada y lo miró fijamente. ─¿Te preocupa?
─Todo lo contrario. Espero que eso signifique que seguiremos viéndonos.
─¿Estás seguro?
Paul la rodeó con los brazos.
─No me atrevo a decirte lo seguro que estoy.
─¿Por qué?
─Porque no quiero que salgas huyendo. Hace un rato he dicho una tontería.
─¿Lo de casarte conmigo y tener hijos?
─Lo decía en serio, pero he sido un poco arrogante.
─No tiene importancia ─dijo Flick─. Cuando la gente es demasiado correcta, suele significar que no les importas. Un poco de torpeza resulta más sincera.
─Supongo que tienes razón. Nunca lo había pensado.
Flick le acarició el rostro. Notó que le apuntaba la barba, y se dio cuenta de que la luz del amanecer empezaba a colarse por la ventana. Se obligó a no consultar su reloj: no quería saber cuánto tiempo les quedaba.
Deslizó la mano por el rostro de Paul y recorrió sus facciones con la punta de los dedos: sus pobladas cejas, las profundas cuencas de sus ojos, su enorme nariz, lo que quedaba de su oreja izquierda, sus sensuales labios, su ancha barbilla...
─¿Tienes agua caliente? ─le preguntó de improviso. ─Sí. El lavabo es el no va más. Esa pila del rincón. Flick saltó fuera de la cama.
─¿Qué vas a hacer?
─Tú quédate ahí.
Cruzó la habitación descalza sintiendo los ojos de Paul sobre su cuerpo desnudo, y deseó no ser tan ancha a la altura de las caderas. En el estante de encima del lavabo había un vaso con un tubo de pasta dentífrica y un cepillo de dientes de madera, que reconoció como francés. Al lado vio una navaja de afeitar, una brocha y un cuenco para la espuma. Abrió el grifo del agua caliente, mojó la brocha y llenó el cuenco de espuma. Luego, se volvió hacia Paul. Se la comía con los ojos.
─Tengo demasiado culo.
Paul sonrió de oreja a oreja.
─Desde aquí no lo parece. ─Flick volvió a la cama con el cuenco y la brocha─. Un momento ─dijo Paul─. ¿Qué pretendes?
─Voy a afeitarte.
─¿Por qué?
─Ya lo verás.
Flick le cubrió la cara de espuma; luego, fue por la navaja y llenó el vaso de agua caliente. Se sentó sobre su vientre igual que cuando habían hecho el amor y lo afeitó con cuidadosas pasadas de navaja.
─¿Quién te ha enseñado a hacer esto? ─le preguntó Paul.
─No hables ─le dijo Flick─. De pequeña vi a mi madre afeitando a mi padre muchas veces. Papá era alcohólico, y llegó un momento en que ya no podía sujetar la navaja sin que le temblara el pulso, así que mamá tenía que afeitarlo a diario. Levanta la barbilla. ─Paul obedeció, y Flick le pasó la navaja por la delicada piel de la garganta. Cuando acabó, humedeció una toalla con agua caliente y le quitó la espuma; luego, le secó la cara con otra limpia─. Ahora debería aplicarte una crema facial, pero seguro que eres demasiado masculino para usarla.
─No tenía ni idea de que existieran esas cosas.
─Entonces, listo.
─¿Y ahora?
─¿Te acuerdas de lo que me estabas haciendo justo antes de que cogiera tu cartera?
─Perfectamente.
─¿No te has preguntado por qué no te he dejado continuar?
─He pensado que te apetecía más... lo otro.
─No, me estabas arañando los muslos con los pelos de la barba, justo donde la piel es más sensible.
─Vaya, no sabes cuánto lo siento.
─Pues ahora tienes la ocasión de hacerte perdonar. Paul frunció el ceño.
─Cómo?
Flick resopló con fingida exasperación.
─Vamos, Einstein. Ahora que estás bien afeitadito...
─Ah, ya caigo... ¿Conque por eso me has afeitado? Quieres que... Flick se acostó boca arriba, separó las piernas y sonrió de oreja a oreja.
─¿Te vale esto como pista?
Paul se echó a reír.
─Me parece que sí ─dijo, y se inclinó sobre ella. Flick cerró los ojos.
El antiguo salón de baile estaba en el ala oeste del palacio, la más dañada por el bombardeo. Uno de sus extremos había quedado reducido a escombros: sillares cuadrados, trozos de frontón y fragmentos de muro pintado apilados en polvorientos montones; pero el otro permanecía intacto. El sol matinal entraba por un enorme agujero del techo y bañaba una hilera de columnas rotas produciendo, pensó Dieter, el efecto pintoresco de un cuadro victoriano de ruinas clásicas.
Había decidido celebrar la sesión informativa en el salón de baile. La alternativa era reunirse en el despacho de Weber, pero Dieter no deseaba dar la impresión de que era Willi quien estaba al mando. Había un pequeño estrado, probablemente para la orquesta, en el que habían colocado una pizarra. Los hombres habían traído sillas de otros lugares del edificio y las habían ordenado en cuatro hileras de cinco perfectamente alineadas. Muy alemán, pensó Dieter sonriendo interiormente; los franceses las habrían dejado de cualquier modo. Weber, que había reunido al equipo, estaba sentado en el estrado de cara a los hombres, para dejar claro que era uno de los mandos, no un subordinado de Dieter.
La existencia de dos jefes, iguales en rango y mutuamente hostiles, era la mayor amenaza para la operación, se dijo Dieter.
Había dibujado un minucioso mapa de Chatelle en la pizarra. El pueblo consistía en tres edificios grandes ─probablemente granjas o bodegas─, seis casas y una panadería, apiñados en torno a un cruce de carreteras y rodeados por viñedos al norte, oeste y sur, y por un prado de un kilómetro de largo, bordeado por un gran estanque, al este. Dieter suponía que se utilizaba para pasto porque el terreno era demasiado húmedo para la vid.
─Los paracaidistas intentarán tomar tierra en el prado ─dijo Dieter─. Debe de ser un lugar de aterrizaje y despegue habitual, más que suficiente para un Lysander y lo bastante largo incluso para un Hudson. Sin duda, el estanque colindante les resulta muy útil como punto de referencia visible desde el aire. En el extremo sur del prado hay un establo, que probablemente utilizan los comités de recepción para ocultarse mientras esperan a los aviones. ─Hizo una pausa─. Lo más importante que deben recordar todos ustedes es que queremos que esos paracaidistas tomen tierra. Tenemos que evitar cualquier acción que pudiera alertar de nuestra presencia al comité de recepción o al piloto. Debemos ser silenciosos e invisibles. Si el avión da media vuelta y regresa a su base con los agentes a bordo, habremos perdido una oportunidad de oro. Uno de los paracaidistas es una mujer que puede proporcionarnos información sobre la mayoría de los circuitos de la Resistencia del norte de Francia... siempre que consigamos ponerle las manos encima.
Weber tomó la palabra, más que nada, para recordar su presencia a los hombres:
─Permítanme subrayar lo que acaba de decir el mayor Franck. ¡No corran riesgos! ¡No tomen iniciativas! ¡Aténganse al plan!
─Gracias, mayor ─dijo Dieter─. El teniente Hesse los ha dividido en equipos de dos hombres, designados con letras que van de la A a la L. Cada edificio del mapa está marcado con una de esas letras. Llegaremos al pueblo a las veinte horas. Ocuparemos los edificios tan rápidamente como podamos. Todos los habitantes serán trasladados a la mayor de las casas grandes, conocida como maison Grandin, y permanecerán allí bajo custodia hasta que todo haya acabado.
Uno de los hombres levantó la mano.
─¡Schuller! ─ladró Weber─. Puede hablar.
─Señor, ¿y si los terroristas llaman a una casa? Al no recibir respuesta, podrían empezar a sospechar.
Dieter asintió.
─Buena pregunta. Pero dudo que hagan tal cosa. Mi hipótesis es que los miembros del comité de recepción son forasteros. Los aliados no suelen lanzar agentes en paracaídas cerca de lugares habitados por simpatizantes de la Resistencia; es un riesgo innecesario. Estoy casi seguro de que llegarán cuando haya oscurecido e irán directamente al establo sin molestar a los lugareños.
Weber volvió a meter baza.
─Ése sería el procedimiento normal de la Resistencia ─afirmó en el tono de un médico emitiendo su diagnóstico.
─La maison Grandin será nuestro cuartel general ─siguió diciendo Dieter─. El mayor Weber estará al mando en ella. ─Era su estratagema para mantenerlo alejado de la acción real─. Los civiles permanecerán encerrados en algún sitio conveniente, a ser posible, la bodega. Hay que conseguir que guarden silencio, de modo que podamos oír llegar al vehículo del comité de recepción y, más tarde, al avión.
─Si algún prisionero persiste en hacer ruido, pueden pegarle un tiro ─dijo Weber.
─Tan pronto tengamos encerrados a los vecinos, los equipos A, B, C y D tomarán posiciones en las carreteras que conducen al pueblo y se mantendrán ocultos. Si llega cualquier vehículo o persona, informarán por radio de onda corta, pero no harán nada más. Insisto, a partir de ese momento, no impedirán a nadie la entrada al pueblo ni harán nada que pueda alertar de su presencia. ─Dieter recorrió la sala con la mirada preguntándose con pesimismo si los hombres de la Gestapo tenían suficiente cerebro para seguir aquella orden─. El enemigo necesita un medio de transporte para seis paracaidistas más el comité de recepción, así que llegarán en un camión o autobús, o tal vez en varios coches. Creo que entrarán en el prado por este portón pues, dada la época del año, el terreno estará muy seco, de modo que los vehículos no corren peligro de quedar atascados, y estacionarán entre el portón y el cobertizo, justo aquí ─dijo Dieter señalando un lugar en el mapa─. Los equipos E, F, G y H estarán en este grupo de árboles próximo al estanque, equipados con potentes linternas. Los equipos I y J permanecerán en la maison Grandin custodiando a los prisioneros y guardando el puesto de mando con el mayor Weber. ─Dieter no quería tener cerca a Weber en el momento de las detenciones─. Los equipos K y L estarán conmigo detrás de este seto próximo al cobertizo. ─Hans había averiguado quiénes eran los mejores tiradores y los había asignado a los equipos bajo el mando directo de Dieter─. Permaneceré en contacto por radio con todos los equipos y estaré al mando en el prado. Cuando oigamos el avión, ¡no haremos nada! Cuando veamos a los paracaidistas, ¡no haremos nada! Esperaremos hasta que tomen tierra y los miembros del comité de recepción los reúnan y los lleven hacia el lugar en que hayan aparcado los vehículos ─ y, alzando la voz, por Weber más que por cual quiera de sus hombres, añadió─: ¡No detendremos a nadie hasta ese momento! ─Los hombres no echarían mano a la pistola a menos que un oficial nervioso se lo ordenara─. Cuando llegue, yo daré la señal. A partir de ese instante, y hasta que reciban la orden de retirada, los equipos A, B, C y D detendrán a cualquiera que intente entrar o salir del pueblo. Los equipos E, F, G y H encenderán las linternas y enfocarán con ellas al enemigo. Los equipos K y L me seguirán y efectuarán las detenciones. Nadie debe disparar al enemigo, ¿está claro?
Schuller, que al parecer era el listo del grupo, volvió a levantar la mano.
─¿Y si nos disparan ellos? ─preguntó.
─No respondan al fuego. ¡Esos hombres no nos sirven de nada muertos! Arrójense al suelo y sigan enfocándolos con las linternas. Los equipos E y F son los únicos que pueden utilizar sus armas, y tienen órdenes de limitarse a herir a los paracaidistas. Queremos interrogarlos, no matarlos.
En ese momento, sonó el teléfono, y Hesse levantó el auricular y contestó.
─Es para usted ─dijo tendiéndoselo a Dieter─. Del cuartel general de Rommel.
Más oportuno, imposible, pensó Dieter mientras cogía el auricular. Había llamado a La Roche-Guyon hacía un rato y había dejado dicho que necesitaba hablar con Walter Godel.
─Walter, amigo mío, ¿cómo está el mariscal de campo? ─dijo Dieter al teléfono.
─Estupendamente, ¿qué quiere? ─contestó Godel, tan brusco como siempre.
─He pensado que al mariscal de campo le gustaría saber que vamos a dar un pequeño golpe esta misma noche: la detención de un grupo de saboteadores en el momento de su llegada. ─Por un instante, Dieter dudó si convenía dar detalles por teléfono, pero necesitaba que Godel apoyara la operación y, dado que estaba utilizando una línea militar alemana, el riesgo de que la Resistencia estuviera escuchando era mínimo─. Según mi información, uno de ellos podría proporcionarnos abundantes datos sobre varios circuitos de la Resistencia.
─Excelente ─dijo Godel─. En estos momentos, le estoy hablando desde París. ¿Cuánto tardaría en llegar a Reims en coche? ¿Dos horas?
─Tres.
─Entonces lo acompañaré durante la operación. Dieter estaba encantado.
─Por supuesto ─respondió─, si ése es el deseo del mariscal de campo. Lo esperamos en el palacio de Sainte-Cécile no más tarde de las diecinueve horas ─añadió volviéndose hacia Weber, que estaba ligeramente pálido.
─Muy bien ─respondió Godel, y colgó.
Dieter tendió el auricular a Hesse.
─El ayudante personal del mariscal de campo Rommel, mayor Godel, se reunirá con nosotros esta tarde ─anunció en tono triunfal─. Razón de más para asegurarnos de actuar con impecable eficacia. ─Sonrió a la sala y se volvió hacia Weber─. Qué suerte la nuestra, ¿no?
Las «grajillas» pasaron la mañana metidas en el autobús que las llevaba hacia el norte. Fue un viaje lento y zigzagueante entre densos bosques y verdes trigales, de pueblo somnoliento en pueblo somnoliento, rodeando Londres por el oeste. El campo parecía ajeno, no ya a la guerra, sino al propio siglo XX, y Flick esperaba que siguiera así indefinidamente. Cuando atravesaron la ciudad medieval de Winchester, pensó en Reims, otra ciudad catedralicia, aunque con nazis de uniforme pavoneándose por las calles y coches negros de la Gestapo en todas las esquinas, y agradeció a Dios que se hubieran detenido en el Canal de la Mancha. Se sentó junto a Paul y contempló el paisaje durante unos minutos; luego, agotada por el ajetreo de la noche, se quedó profundamente dormida con la cabeza apoyada en el hombro de su amante.
Llegaron a Sandy, en el condado de Bedford, a las dos de la tarde. El autobús descendió por una sinuosa carretera comarcal y tomó un cansino de tierra que atravesaba el bosque y desembocaba ante una enorme mansión llamada Tempsford House. Flick la había visitado en numerosas ocasiones: era el punto de reunión para el cercano aeródromo de Tempsford. La sensación de tranquilidad la abandonó de golpe. Para Flick, a despecho de su elegancia dieciochesca, el edificio simbolizaba la insoportable tensión de las horas previas a un vuelo sobre territorio enemigo.
Llegaban tarde para comer, pero les sirvieron té y sándwiches en la biblioteca. Flick se tomó el té, pero estaba demasiado nerviosa para comer. Los demás, en cambio, hicieron los honores con apetito.
Tras subir a sus habitaciones, las mujeres volvieron a reunirse en la biblioteca. La habitación se había transformado en una especie de guardarropa de estudio cinematográfico, atestado de percheros con chaquetas y vestidos, cajas de sombreros y zapatos, y paquetes etiquetados «Culottes», «Chaussettes» y «Mouchoirs», alrededor de una mesa de caballete con varias máquinas de coser.
Al mando de la operación se encontraba madame Guillemin, una mujer delgada de unos cincuenta años que lucía un elegante vestido camisero y una graciosa chaquetilla a juego. Llevaba las gafas en la punta de la nariz y una cinta métrica colgada al cuello, y hablaba un francés exquisito con acento parisino.
─Como saben, la ropa francesa es inequívocamente distinta de la inglesa. No diré que tengan más estilo, pero, ya me entienden, tienen más... estilo.
Se encogió de hombros a la francesa, y las chicas se echaron a reír.
No era solo cuestión de estilo, pensó Flíck sombría. Normalmente, las chaquetas francesas eran unos veinte centímetros más largas que las inglesas y tenían numerosas diferencias de detalle, cualquiera de las cuales podía ser la pista fatal que delatara a un agente. Por ese motivo, todas aquellas prendas habían sido adquiridas en Francia, obtenidas de refugiados a cambio de ropa inglesa nueva o fielmente copiadas de modelos franceses y usadas el tiempo necesario para que no parecieran nuevas.
─Como se acerca el verano, lo que tenemos ahora son vestidos de algodón, trajes finos de lana y gabardinas. ─Madame Guillemin hizo un gesto hacia las dos jóvenes sentadas ante sendas máquinas de coser─. Mis ayudantes harán las alteraciones necesarias si las prendas no les quedan perfectas.
─Necesitamos ropa más bien cara ─dijo Flick─, pero bastante usada. Si nos para la Gestapo, tenemos que parecer señoras respetables.
Cuando tuvieran que pasar por limpiadoras, podrían disimular la calidad de la ropa quitándose sombreros, guantes y cinturones.
Madame Guillemin empezó por Ruby. La miró de arriba abajo durante un minuto, se acercó a un perchero y eligió un vestido azul marino y una gabardina de color habano.
─Pruébese esto. La gabardina es de hombre, pero en los tiempos que corren las francesas ya no tienen manías. ─La sastra indicó un rincón de la biblioteca─. Si quiere, puede cambiarse detrás de aquel biombo, y para las más tímidas hay un pequeño gabinete detrás del escritorio. Creemos que el dueño de la casa se encerraba en él para leer porquerías. ─Las chicas rieron de nuevo, excepto Flick, que se sabía de memoria los chascarrillos de madame Guillemin. La sastra se quedó mirando a Greta─. Enseguida estoy con usted ─dijo, y pasó a la siguiente. Eligió sendos conjuntos para Jelly, Diana y Maude, que desfilaron hacia el biombo; luego, se acercó a Flick y bajó la voz─: ¿Qué es esto, una broma?
─¿Qué quiere decir?
La mujer se volvió hacia Greta.
─Usted es un hombre. ─Flick soltó un bufido de frustración y se puso a dar vueltas por la biblioteca. La sastra había desenmascarado a Greta en cuestión de segundos. Era un mal presagio─. Podrá engañar a todo el mundo, pero no a mí. Lo he calado enseguida.
─¿Cómo? ─preguntó Greta.
Madame Guillemin se encogió de hombros.
─Las proporciones son justo las contrarias ... Tiene los hombros demasiado grandes y las caderas demasiado estrechas, las piernas demasiado musculosas y las manos demasiado grandes. Es evidente para cualquier experto.
─Para esta misión, tiene que ser una mujer ─dijo Flíck con irritación─, así que, por favor, vístala lo mejor que pueda.
─Por supuesto. Pero, por amor de Dios, procure que no lo vea un sastre.
─No se preocupe. La Gestapo no suele contratar sastres ─ respondió Flick con fingida confianza; no quería que madame Guillemin supiera hasta qué punto la había inquietado.
La sastra volvió a medir a Greta con la mirada.
─Voy a darle una falda y una blusa que hagan contraste, para disimular su altura, y una gabardina tres cuartos.
La mujer eligió las prendas y se las tendió a Greta.
Greta las miró con disgusto. En cuestión de ropa, se inclinaba por conjuntos mucho más llamativos. Sin embargo, no se quejó.
─Voy a ser tímida y encerrarme en el gabinete ─dijo.
Por último, madame eligió un vestido verde manzana y una gabardina a juego para Flick.
─El color realza sus ojos ─aseguró la sastra─. Ya sé que no quiere llamar la atención; pero, ¿por qué no lucirse un poco? Su atractivo podría sacarla de más de un atolladero.
Era un vestido suelto y le sentaba como una tienda de campaña, pero consiguió darle un poco de forma poniéndose un cinturón.
─Es usted tan chic como una francesa ─dijo madame Guillemin. Flick se quedó con las ganas de decirle que la principal utilidad del cinturón sería sujetar una pistola.
Las chicas acabaron de vestirse y empezaron a desfilar por la biblioteca toqueteándose y soltando risitas. Madame Guillemin había elegido bien: todas se mostraron satisfechas de sus conjuntos, aunque algunos necesitaban pequeños arreglos.
─Mientras ajustamos los vestidos, pueden elegir los accesorios ─dijo la sastra.
No tardaron en perder la vergüenza y empezaron a corretear por la biblioteca en ropa interior probándose sombreros y zapatos, pañuelos y bolsos. Flick comprendió que habían olvidado momentáneamente los peligros de la misión y estaban disfrutando de lo lindo con su nuevo vestuario.
Para sorpresa de todas, Greta salió del gabinete hecha un brazo de mar. Flick la examinó detenidamente. Se había levantado el cuello de la sencilla blusa para darle un toque de estilo y se había echado la gabardina por los hombros como si fuera una capa. Madame Guillemin enarcó una ceja pero no hizo ningún comentario.
A Flick le estaban acortando el vestido. Mientras lo hacían, se dedicó a mirar la gabardina del derecho y del revés. Trabajar en la clandestinidad le había aguzado la vista para los detalles, y no dejó de examinar la prenda hasta que estuvo segura de que las costuras, el forro, los botones y los bolsillos eran de estilo francés. En la etiqueta del cuello podía leerse: «Galerías Lafayette».
Flick mostró a madame Guillemin la navaja que solía llevar en la manga. Sólo medía ocho centímetros y la hoja era muy fina, aunque extremadamente afilada. Tenía el mango pequeño y carecía de guarda. La vaina era de cuero, con orificios para pasar el hilo.
─Quiero que me la cosan a la manga de la gabardina ─dijo Flick.
─Lo haré yo misma ─respondió la sastra.
Madame entregó a cada una de las chicas un montoncito de ropa interior con dos mudas de cada prenda, todas con etiquetas de tiendas francesas. Con asombroso ojo clínico, había acertado no sólo con las tallas, sino también con los gustos de cada cual: corsés para Jelly, graciosas braguitas con encajes para Maude, bragas azul marino de cintura alta y sujetadores de aros para Diana, y camisetas y bragas normales y corrientes para Ruby y Flick.
─Los pañuelos tienen las marcas de lavado de diferentes blanchisseries de Reims ─dijo madame Guillemin sin poder ocultar su orgullo.
Para acabar, les mostró una selección de artículos de equipaje: un macuto de lona, una maleta grande de dos compartimentos, una mochila y varias maletas de fibra sintética, de distintos tamaños y colores. Cada mujer eligió un artículo. En su interior encontraron un cepillo, pasta de dientes, polvos de tocador, crema para el calzado, cigarrillos y cerillas de marcas francesas. Aunque estarían fuera poco tiempo, Flick había insistido en que les proporcionaran juegos completos.
─Recordad ─les dijo─, no podéis llevar nada que no os hayamos dado esta tarde. Vuestra vida depende de ello. ─Las chicas se acordaron del peligro que afrontarían en unas horas, y las risas cesaron de golpe─. Muy bien, escuchadme todas: volved a vuestras habitaciones y vestíos de francesas, ropa interior incluida. Nos veremos a la hora de la cena.
El salón principal de la casa había sido transformado en bar. Cuando entró Flick, había una docena de hombres con uniforme de la RAF, todos ─Flick lo sabía de otras veces─ destinados a hacer vuelos clandestinos sobre Francia. En una pizarra, figuraban los nombres auténticos o en clave de los que partirían en misión esa noche, con las horas a las que debían abandonar la casa. Flick leyó:
Aristóteles ─ 19.50 Cpt. Jenkins y Tte. Ramsey ─ 20.05 Grajillas ─ 20.30 Colgate y Topadas ─ 21.00 El Pupas, Paradoja, Saxofón ─ 22.05
Flick consultó su reloj. Las seis y media. Faltaban dos horas.
Se sentó en la barra y paseó la mirada por la sala preguntándose cuántos de aquellos hombres volverían y cuántos morirían en acción. Algunos, muy jóvenes, fumaban y contaban chistes como si tal cosa. Los mayores, más curtidos, saboreaban el whisky o la ginebra con la sombría certeza de que podía ser el último. Flick pensó en sus padres, en sus mujeres o novias, en sus hijos, pequeños o crecidos. El trabajo de aquella noche dejaría a algunos de ellos hundidos en un dolor del que nunca se recuperarían del todo.
Sus lúgubres pensamientos se vieron interrumpidos por una aparición que la dejó pasmada. Simon Fortescue, el solapado burócrata del M16, entró en el bar con su perenne traje de raya diplomática seguido... por Denise Bouverie.
Flick los miró boquiabierta.
─Felicity, no sabe cuánto me alegro de encontrarla ─dijo Fortescue. Sin esperar a que lo invitaran, acercó un taburete para Denise─. Camarero, un gin tonic, por favor. ¿Qué tomará usted, lady Denise?
─Un martini, muy seco.
─¿Y usted, Felicity?
─¡Tenía que estar en Escocia! ─exclamó Flick por toda respuesta. ─Mire, me parece que aquí ha habido un malentendido. Denise me ha contado todo lo referente a ese policía...
─De malentendidos, nada ─lo atajó Flíck─. Denise no superó el cursillo. Ni más ni menos.
Denise resopló indignada.
─No me entra en la cabeza que una joven de buena familia y de inteligencia más que mediana no haya supe...
─Es una bocazas.
─¿Qué?
─Que no sabe mantener la jodida boca cerrada. No es de fiar. ¡Y no debería andar suelta por el mundo!
─Maldita insolente... ─farfulló Denise.
Fortescue procuró mantener la calma y bajó la voz.
─Mire, su hermano es el marqués de Inverlocky, íntimo del primer ministro. Inverlocky en persona me ha pedido que me asegure de que Denise tiene una oportunidad de arrimar el hombro. Imagino que ahora comprende lo poco diplomático que sería rechazarla.
─A ver si lo he entendido ─dijo Flick alzando la voz. Un par de pilotos se volvió a mirarla─. Como favor a su amigo de la clase alta, me está pidiendo que me lleve a alguien que no es de fiar a una peligrosa misión detrás de las líneas enemigas. ¿Es eso?
Mientras Flick decía aquello, Paul y Percy entraron en el bar. El coronel Thwaite clavó los ojos en Fortescue con indisimulada animosidad.
─¿He oído bien? ─preguntó Paul.
─He traído a Denise conmigo ─dijo Fortescue─ porque, francamente, sería muy embarazoso para el gobierno que la dejaran en tierra...
─¡Y un peligro para mí que subiera al avión! ─lo atajó Flick─. Está malgastando saliva. Lady Denise no volverá al equipo.
─Mire, no quiero abusar de mi rango...
─¿Qué rango? ─preguntó Flick.
─Renuncié a mi puesto en la Guardia como coronel... retirado ─completó Flick. Y, en el servicio civil, soy el equivalente a un general de brigada. ─No sea ridículo ─rezongó Flick─. Usted no pertenece al ejército. ─Le estoy ordenando que lleve con usted a Denise. ─Entonces tendré que meditar mi respuesta ─dijo Flick. ─ Eso está mejor. Estoy seguro de que no lo lamentará. ─Muy bien, ahí va mi respuesta. Que le den por el culo.
Fortescue se puso rojo. No debía de ser frecuente que una mujer le deseara esas cosas, porque se había quedado sin habla, cosa rara en él. ─¡Bien! ─dijo Denise─. Creo que ya ha quedado suficientemente claro con qué clase de persona estamos tratando.
─Están tratando conmigo ─replicó Paul, y se volvió hacia Fortescue─. Estoy al mando de esta operación, y no aceptaré a Denise en el equipo a ningún precio. Si quiere seguir discutiendo, llame a Monty.
─Bien dicho, muchacho ─añadió Percy.
Fortescue consiguió recuperar la voz, se volvió hacia Flick y agitó un dedo ante sus ojos.
─Llegará el día, señora Clairet, en que lamentará lo que me ha dicho ─murmuró bajándose del taburete─. Lo siento mucho, lady Denise, pero creo que aquí ya hemos hecho todo lo que hemos podido. La aristócrata y el espía se marcharon por donde habían venido.
─Maldito imbécil... ─murmuró Percy.
─Vamos a cenar ─dijo Flick.
Las «grajillas» los esperaban en el comedor. Cuando se disponían a tomar su última comida en Inglaterra, Percy les hizo un regalo espléndido: pitilleras de plata para las fumadoras y polveras de oro para las demás.
─Tienen contrastes franceses, de modo que pueden llevarlas consigo. ─Las chicas estaban encantadas, pero el coronel volvió a bajarles los ánimos con su siguiente comentario─. El regalo tiene un segundo propósito. Se trata de objetos fáciles de empeñar si necesitan dinero rápido para salir de un auténtico apuro.
La comida era abundante, un auténtico banquete para los tiempos que corrían, y las «grajillas» se la metieron entre pecho y espalda en un visto y no visto. Flick seguía sin tener apetito, pero hizo un esfuerzo y se echó al cuerpo un bistec enorme, sabiendo que era más carne de la que comería en Francia en una semana.
Cuando acabaron de cenar, se había hecho la hora de salir hacia el aeródromo. Volvieron a las habitaciones para recoger sus maletas francesas y subieron al autobús. Recorrieron otro camino de tierra, cruzaron un paso a nivel y, al cabo de un rato, vieron una especie de graneros al borde de una explanada estrecha y larga. El letrero rezaba «Granja Gibraltar», pero Flick sabía de sobra que habían llegado a Tempsford y que los graneros eran hangares Nissen mal camuflados.
Entraron en lo que parecía un establo, donde los esperaba un oficial con uniforme de la RAF montando guardia junto a los estantes de acero de los equipos. Antes de recibir los suyos, las «grajillas» tuvieron que someterse a un registro. Maude llevaba una caja de cerillas inglesa en la maleta; Diana, un crucigrama a medio hacer arrancado del Daily Mirror en un bolsillo, aunque juró y perjuró que pensaba dejarlo en el avión; y Jelly, jugadora empedernida, una baraja con «Made in Birmingham» impreso en cada carta.
Paul les repartió los carnés de identidad, las tarjetas de racionamiento y los cupones para ropa. Cada una recibió cien mil francos franceses, casi todo en mugrientos billetes de mil francos. Era el equivalente de quinientas libras esterlinas, suficiente para comprar dos automóviles Ford.
También les entregaron armas, pistolas automáticas Colt del calibre 45, y afilados machetes de comando de doble hoja. Flick rechazó la una y el otro. Llevaba su propia pistola, la Browning automática de nueve milímetros. Se había puesto el cinturón de cuero, en el que podía llevar la pistola o, en caso necesario, la metralleta. También prefería la navaja de manga al machete de comando, más largo y mortífero, pero mucho menos práctico. La mayor ventaja de la navaja era que, si le pedían la documentación, podía llevarse la mano a un bolsillo interior con toda naturalidad y sacar el arma en el último momento.
Además, había un rifle Lee-Enfield para Diana y una metralleta Sten Mark II con silenciador para Flick.
El explosivo plástico que necesitaría Jelly se distribuyó equitativamente entre las seis mujeres, de forma que, aunque se perdieran una o dos bolsas, quedara bastante para hacer el trabajo.
─¡Podríamos volar por los aires! ─protestó Maude.
Jelly le explicó que el explosivo plástico era extraordinariamente seguro.
─Conozco a un tío que se pensó que era chocolate y se comió un trozo ─aseguró─. Pues, ¿querrás creerlo? ─añadió─. Ni siquiera le entró cagadera.
Iban a darles las habituales granadas de mano Mills en forma de piña, pero Flick pidió las de carcasa cuadrada y uso general, porque podían utilizarse como cargas explosivas.
Por último, cada mujer recibió una pluma estilográfica, con una píldora letal en el capuchón.
Antes de ponerse el traje de vuelo, hicieron cola para ir al lavabo. El mono disponía de una pistolera, de modo que el agente tuviera el arma a mano y, en caso necesario, pudiera defenderse nada más tomar tierra. Tras enfundarse el mono, se colocaron el casco y las gafas y, por último, se abrocharon el arnés del paracaídas.
Paul se llevó aparte a Flick. Seguía teniendo los pases especiales que permitirían a las mujeres entrar en el palacio haciéndose pasar por limpiadoras. Si una de las «grajillas» caía en manos de la Gestapo, el pase revelaría a los alemanes el auténtico objetivo de la misión. Por seguridad, se los entregó todos a Flick, para que los repartiera en el último momento.
Luego la besó. Ella lo abrazó con pasión desesperada y le metió la lengua en la boca sin pudor hasta perder la respiración.
─No dejes que te maten ─le susurró Paul al oído.
Una discreta tos los sacó de su abstracción. Flick percibió el aroma de la pipa de Percy y se apartó de Paul.
─El piloto espera sus últimas instrucciones ─dijo el coronel. Paul asintió y echó a andar hacia el aparato.
─Asegúrese de que comprende que Flick es el oficial al mando ─le dijo Percy cuando aún estaba cerca.
─Claro ─respondió Paul.
Percy parecía preocupado, y Flick tuvo un mal presentimiento. ─¿Qué ocurre? ─le preguntó.
El coronel Thwaite sacó una hoja de papel del bolsillo de su chaqueta y se la tendió.
─Un motociclista procedente de Londres me ha entregado esta nota del cuartel general del Ejecutivo justo antes de que abandonáramos la casa. Lo envió ayer por la noche Brian Standish.
Percy aspiraba con ansia el humo de la pipa y lo soltaba a grandes bocanadas.
Flick leyó la hoja a la última luz de la tarde. Era un mensaje descodificado. Su contenido la golpeó como un puñetazo en el estómago.
─¡Brian ha estado en manos de la Gestapo! ─exclamó consternada alzando la vista.
─Sólo unos segundos.
─Eso dice el mensaje.
─¿Alguna razón para desconfiar?
─¡Qué puta mierda! ─dijo Flick alzando la voz.
Un piloto que pasaba cerca volvió la cabeza, sorprendido de oír aquella expresión de labios de una mujer. Flick hizo un rebujo con el papel y lo tiró al suelo.
Percy se agachó, lo recogió y alisó las arrugas.
─Vamos a intentar mantener la calma y pensar con claridad. Flick respiró hondo.
─Tenemos una regla ─dijo con vehemencia─. Cualquier agente que haya estado en manos del enemigo, fueran cuales fuesen las circunstancias, debe regresar inmediatamente a Londres para informar.
─Entonces no tendrías operador de radio.
─Puedo arreglármelas sin él. ¿Y qué me dices de ese Charenton?
─Supongo que es natural que mademoiselle Lemas haya reclutado a alguien para que la ayudara.
─Todos los nuevos deben ser investigados por Londres.
─Sabes perfectamente que esa regla no se ha aplicado nunca.
─Como mínimo deben recibir el visto bueno del jefe local.
─ Bueno, pues ya lo ha recibido. Michel está convencido de que Charenton es de fiar. Después de todo, salvó a Brian de la Gestapo. El incidente de la catedral no es algo que se pueda montar deliberadamente, digo yo.
─Puede que nunca ocurriera y que ese mensaje venga directamente del cuartel general de la Gestapo.
─Ha sido enviado utilizando nuestros códigos de seguridad. Además, los alemanes no se habrían inventado una historia sobre su captura y su posterior liberación. Habrían comprendido que despertaría nuestras sospechas. Se habrían limitado a decir que había llegado sin novedad.
─Tienes razón, pero sigue sin gustarme.
─Ya, a mí tampoco ─dijo Percy, para sorpresa de Flick─. Pero no sé qué hacer.
Flick soltó un suspiro.
─Tenemos que arriesgarnos. No hay tiempo para hacer comprobaciones. Si no inutilizamos la central telefónica en los próximos tres días, será demasiado tarde.
─No tenemos más remedio que ir.
Percy asintió. Flick vio que tenía los ojos húmedos. El coronel se llevó la pipa a los labios y volvió a retirarla.
─Buena chica ─murmuró con un hilo de voz─. Buena chica.