En plena noche, las carreteras del sur de Inglaterra estaban abarrotadas. Largos convoyes de camiones del ejército serpenteaban por las cintas de asfalto y hacían retumbar las casas de los pueblos en dirección a la costa. Desconcertados, los vecinos se asomaban a las ventanas de sus dormitorios y contemplaban boquiabiertos el interminable río de vehículos que les impedía dormir.
─Dios mío ─murmuró Greta─. Es verdad que va a haber una invasión.
Habían salido de Londres poco después de medianoche en un coche prestado, un enorme Lincoln Continental blanco que a Flick le encantaba conducir. Greta llevaba uno de sus conjuntos más discretos, un sencillo vestido negro y una peluca morena. No volvería a ser Gerhard hasta que acabara la misión.
Flick esperaba que Greta fuera tan experta como aseguraba Mark. Trabajaba como técnica en Correos y Telégrafos, y era de suponer que conocía su oficio. Pero Flick no había tenido la oportunidad de ponerla a prueba. En esos momentos, mientras se arrastraban tras un transporte de tanques, Flick le habló de la misión, rezando para que la conversación no sacara a la luz ninguna laguna en los conocimientos de Greta.
─El palacio dispone de una central automática nueva, instalada por los alemanes para mejorar las comunicaciones por teléfono y teletipo entre Berlín y las fuerzas de ocupación.
Al principio, Greta se mostró escéptica respecto al plan.
─Pero, cariño, contando con que tengamos éxito, ¿qué impide a los alemanes desviar las llamadas hacia la red general?
─El volumen de tráfico. El sistema está sobrecargado. El centro de mando del ejército, conocido como «Zeppelin», que se encuentra a las afueras de Berlín, recibe o envía ciento veinte mil llamadas de larga distancia y veinte mil télex diariamente. Y serán muchos más cuando invadamos Francia. Pero la mayor parte del sistema francés consiste en centrales manuales. Ahora imagina que la principal central automática queda fuera de servicio y hay que hacer todas esas llamadas como antes, a través de operadoras, empleando diez veces más tiempo. El noventa por ciento de ellas no llegaría a establecerse nunca.
─Los militares podrían prohibir las llamadas civiles.
─Eso no arreglaría nada. Las llamadas civiles representan una fracción muy pequeña del tráfico total.
─De acuerdo. ─Greta se quedó pensativa─. Bueno, podríamos destruir los paneles del equipo común.
─¿Para qué sirven?
─Proporcionan los voltajes de los tonos y los timbres, tanto para las llamadas manuales como para las automáticas. Y los transformadores de registro, que convierten los códigos de área en instrucciones para la elección de rutas.
─Y con eso, ¿inutilizaríamos toda la central?
─No. Además, estarían en condiciones de reparar los daños. Tendríamos que destruir la central manual, la central automática, los amplificadores de larga distancia, la central de télex y los amplificadores de télex, que probablemente están en sitios diferentes.
─Recuerda que no dispondremos de muchos explosivos. Sólo podremos entrar con los que quepan en nuestros seis bolsos.
─Eso es un auténtico problema.
Michel había examinado la cuestión con Arnaud, un miembro del circuito Bollinger que trabajaba en el PTT francés ─Postes, Télégraphes, Téléphones─; pero Flick ignoraba a qué conclusiones habían llegado, y Arnaud había muerto durante el ataque a la central.
─Tiene que haber algún dispositivo común a todos los sistemas.
─Sí, lo hay. El CPD.
─¿Qué es?
─El cuadro principal de distribución. Dos juegos de terminales instaladas en largos soportes. Todos los cables que llegan del exterior confluyen en un extremo del cuadro, y todos los que parten de la central telefónica salen del otro. Están conectados entre sí por cables de empalme.
─¿Dónde podrían estar?
─En alguna sala próxima a la cámara de cables. Sobre el papel, bastaría con aplicar una llama a los cables hasta fundir el cobre.
─¿Cuánto tardarían en volver a conectarlos? ─Un par de días.
─¿Estás segura? No hace mucho, una bomba destrozó los cables de mi calle, y el técnico de Correos y Telégrafos los volvió a conectar en unas horas.
─Las reparaciones del tendido exterior son sencillas; basta con conectar los extremos cortados, rojo con rojo y azul con azul. Pero un cuadro principal de distribución tiene centenares de conexiones cruzadas. Dos días es una estimación optimista, y doy por supuesto que los técnicos disponen de las fichas guía.
─¿Fichas guía?
─Muestran cómo están conectados los cables. Normalmente, se guardan en un armario del cuarto del CPD. Si las hiciéramos desaparecer, se pasarían semanas haciendo pruebas hasta acertar con las conexiones.
Flick recordó haber oído decir a Michel que la Resistencia tenía a alguien del PTT dispuesto a destruir los duplicados de las fichas, que se custodiaban en los cuarteles generales.
─Esto empieza a tener buena pinta. Ahora, préstame atención. Por la mañana, cuando les explique la misión a las demás, voy a contarles algo completamente diferente, una historia que servirá de tapadera.
─¿Por qué?
─Para que la misión no se vaya al garete si detienen e interrogan a alguna de nosotras.
─Ah. ─Greta puso cara de susto─. Qué horror...
─Tú eres la única que sabe la verdad, así que mantén la boca cerrada por el momento.
─No te preocupes. Las locas estamos acostumbradas a guardar secretos.
A Flick le sorprendió aquel calificativo, pero no hizo ningún comentario.
El centro de desbaste estaba instalado en los terrenos de una de las mansiones más señoriales de Inglaterra. Beaulieu, pronunciado «Biuli», era una extensa propiedad situada en New Forest, cerca de la costa sur. Palace House, el edificio principal, era la residencia de lord Montagu.
Ocultas tras los bosques, se alzaban numerosas y espléndidas casas de campo rodeadas por sus propios terrenos. La mayoría estaban vacías desde el comienzo de la guerra. Los propietarios jóvenes habían pasado al servicio activo y los viejos solían disponer de medios para huir a lugares más seguros. El Ejecutivo había requisado doce de aquellas casas, que utilizaba como centros de adiestramiento en seguridad, manejo de radio, interpretación de mapas y otras habilidades más turbias, como el robo, el sabotaje, la falsificación y el asesinato.
Llegaron a la casa a las tres de la mañana. El coche recorrió un camino de tierra lleno de baches, cruzó una valla y se detuvo ante un enorme edificio. Llegar a aquel sitio era como entrar en un mundo de fantasía, donde se hablaba del engaño y la violencia con la mayor naturalidad. La casa producía un efecto de irrealidad de lo más apropiado. Aunque tenía unos veinte dormitorios, había sido construida a imitación de las casitas campesinas, afectación arquitectónica que había estado en boga en los años previos a la Primera Guerra Mundial. A la luz de la luna, con sus chimeneas y sus buhardillas, sus ventanas en saliente y sus tejados a cuatro aguas, parecía una ilustración de un libro infantil, un caserón destartalado donde una podía jugar al escondite todo el santo día.
El silencio era absoluto. Las otras ya habían llegado, pero debían de estar durmiendo. Flick conocía la casa y encontró dos habitaciones libres en el ático. Se despidió de Greta y se acostó de inmediato. Estaba rendida, pero aguantó despierta unos minutos, preguntándose cómo iba a convertir a aquellos bichos raros en una unidad de combate. El sueño la venció enseguida.
A las seis ya estaba en pie. Desde su ventana se veía el estuario del Solent. A la luz gris de la mañana, el agua parecía mercurio. Hirvió agua en un cacharro y se lo llevó a Greta, para que se afeitara. Luego, despertó a los otros.
Percy y Paul fueron los primeros en llegar a la enorme cocina de la parte posterior de la casa, Percy pidiendo té y Paul, café. Flick les respondió que se lo hicieran ellos. No había ingresado en el Ejecutivo para hacer de chacha.
─Yo te he preparado té muchas veces ─protestó Percy.
─Lo haces con aire de nobleza obliga ─replicó Flick─. Como un duque cediendo el paso a la doncella.
Paul se echó a reír ─Hay que ver cómo son ustedes...
El cocinero del ejército llegó a las seis y media, y en un periquete se sentaron alrededor de la gran mesa, ante platos de huevos fritos y gruesas tiras de bacon. A los agentes no se les racionaba la comida: necesitaban hacer reservas. Una vez entraban en acción, solían pasar días sin comer caliente.
Las chicas fueron llegando de una en una. Maude Valentine, que entró la primera, provocó la admiración de Flick: Percy y Paul no le habían dicho que fuera tan atractiva. Iba de punta en blanco y se había pintado la boquita de piñón con carmín rojo brillante, como si la esperaran para desayunar en el Savoy. Fue derecha a sentarse junto a Paul y le lanzó una sonrisa seductora.
─¿Ha dormido bien, mayor? ─le preguntó.
Flick respiró aliviada al ver el rostro de pirata de Ruby Romain. No le habría extrañado enterarse de que había huido durante la noche. Desde luego, podían volver a detenerla por el asesinato. No la habían indultado; tan sólo habían retirado los cargos. Siempre cabía la posibilidad de volver a presentarlos. Eso hubiera debido bastar para disuadirla; pero era tozuda como una mula, y podía decidir probar suerte.
A esa hora de la mañana, Jelly Knight aparentaba su edad. Se sentó junto a Percy y le sonrió con afecto.
─Habrás dormido como un tronco, ¿no? ─le preguntó. ─Tengo la conciencia tranquila.
Jelly se echó a reír.
─Pero, ¿tú tienes de eso?
El cocinero le sirvió un plato de huevos con bacon, pero ella puso cara de asco.
─Gracias, guapo, pero tengo que cuidar la línea.
Desayunó una taza de té y un cigarrillo tras otro.
Greta apareció en el umbral, y Flick contuvo el aliento.
Llevaba un bonito vestido de algodón con pequeños pechos falsos. Una chaqueta rosa disimulaba la anchura de sus hombros y un pañuelo de seda, su garganta masculina. Llevaba la peluca morena y corta. Se había empolvado a fondo, pero apenas había usado rímel ni pintalabios. En contraste con su excesivo personaje cuando estaba en escena, ahora interpretaba a una joven más bien modosa y un tanto acomplejada por su altura. Flick la presentó a las demás y observó sus reacciones. Era la primera prueba del personaje de Greta.
Todos sonrieron a la nueva, sin mostrar el menor signo de encontrarla rara. Flick respiró aliviada.
Tras conocer a Maude, sólo le faltaba lady Denise Bouverie. A Percy, que la había reclutado en Hendon, le parecía indiscreta. Resultó ser una chica de lo más normal, de abundante pelo negro y aire inseguro. Aunque era hija de marqués, carecía del aplomo característico de las chicas de la clase alta. Era demasiado anodina para resultar simpática.
«Éste es mi equipo ─se dijo Flick─: una coqueta, una asesina, una ladrona, un travestí y una niña boba y bien.» Faltaba alguien, comprendió Flick: la otra aristócrata. Diana no había aparecido. Y ya eran las siete y media.
─¿Le dijiste a Diana que nos levantamos a las seis? ─le preguntó a Percy.
─Se lo dije a todas.
─Y yo he aporreado su puerta a las seis y cuarto ─dijo Flick poniéndose en pie─. Más vale que vaya a buscarla. Habitación diez, ¿verdad?
Subió las escaleras y llamó a la puerta. Al no obtener respuesta, la abrió y entró. La habitación estaba patas arriba: la maleta, abierta sobre la cama deshecha; los almohadones, tirados por el suelo; unas bragas, olvidadas sobre el tocador... Pero aquello no tenía nada de anormal. Diana estaba acostumbrada a que la gente fuera tras ella recogiéndolo todo. La madre de Flick había sido una de esas personas. Simplemente, Diana había decidido dar una vuelta. Tendría que aprender que su tiempo había dejado de pertenecerle, pensó Flick con irritación.
─Ha desaparecido ─informó a los demás al regresar a la cocina─. Empezaremos sin ella. ─Se quedó de pie en la cabecera de la mesa─.Tenemos por delante dos días de adiestramiento. Luego, el viernes por la noche, nos lanzaremos en paracaídas sobre Francia. El equipo es exclusivamente femenino porque las mujeres pueden desplazarse por la Francia ocupada con más facilidad. No resultan tan sospechosas como los hombres para la Gestapo. Nuestra misión es volar un túnel de la línea férrea que une Frankfurt y París, cerca de un pueblo llamado Marles, en las proximidades de Reims. ─Flick miró a Greta, que conocía el auténtico objetivo. La falsa morena siguió untando una tostada con mantequilla sin despegar los labios ni levantar la vista─. En circunstancias normales, el curso de adiestramiento duraría tres meses ─siguió diciendo Flick─. Pero ese túnel tiene que estar destruido el lunes por la noche. En los próximos dos días, esperamos proporcionaros las reglas básicas de seguridad, enseñaros a saltar en paracaídas, a utilizar determinadas armas y a matar sin hacer ruido.
Maude se puso pálida a pesar del maquillaje.
─¿A matar? ─exclamó─. ¿No esperarás que unas chicas hagamos algo así?
Jelly soltó un bufido de indignación.
─Por si no lo sabes, hay una puta guerra en marcha.
En ese momento, se abrió la puerta del jardín y apareció Diana con los pantalones de pana manchados de verdín.
─He estado de excursión en el bosque ─dijo entusiasmada─. Maravilloso. Y mirad lo que me ha dado el hombre que cuida el invernadero.
Diana se sacó un puñado de tomates maduros de los bolsillos y los hizo rodar sobre la mesa.
─Siéntate, Diana ─dijo Flick─. Llegas tarde a la primera sesión.
─Lo siento, querida. ¿Me he perdido tu deliciosa charla?
─Ahora estás en el ejército ─replicó Flick exasperada─. Cuando te dicen que estés en la cocina a las siete, no es una sugerencia.
─¿No irás a ponerte en plan de gobernanta conmigo, eh, cariño?
─Siéntate y cállate.
─Vas a acabar asustándome, querida.
─Diana ─dijo Flick alzando la voz─, cuando te ordene que te sientes y calles, limítate a hacerlo sin replicar. Y no vuelvas a llamarme «querida» bajo ninguna circunstancia. ¿Entendido?
Diana se sentó y guardó silencio, pero le lanzó una mirada desafiante. «Ay, Dios ─se dijo Flick─, me parece que he metido la pata.»
La puerta se abrió de golpe, y un hombre bajo y musculoso de unos cuarenta años entró en la cocina. Su camisa de uniforme ostentaba galones de sargento.
─¡Buenos días, chicas! ─exclamó con jovialidad.
─Os presento al sargento Bill Griffiths ─dijo Flick─, uno de vuestros instructores. ─No simpatizaba con aquel individuo, instructor de adiestramiento físico del ejército, demasiado aficionado a la lucha cuerpo a cuerpo. Flick había advertido que apenas se disculpaba cuando lesionaba a alguien, y que aún se empleaba más a fondo con las mujeres─. Ya hemos acabado con la charla, sargento. Puede empezar cuando guste ─añadió Flick haciéndose a un lado y apoyando la espalda en la pared.
─Sus deseos son órdenes, mayor Clairet ─dijo el sargento en tono levemente burlón─. Aterrizar en paracaídas ─explicó Griffiths ocupando el puesto de Flick a la cabecera de la mesa─ es como saltar de un muro de cinco metros de altura. El techo de esta cocina es un poco más bajo, de modo que es como saltar al jardín desde el primer piso.
─Ay, madre ─oyó Flick murmurar a Jelly.
─Al llegar al suelo, no hay que intentar quedarse de pie ─siguió diciendo Griffiths─. Si intentan aterrizar en posición erguida, se romperán las piernas. Lo más seguro es dejarse caer. De modo que lo primero que vamos a aprender es cómo caer. Si no quieren mancharse la ropa, por favor, vayan al vestuario, que está ahí mismo, y pónganse un mono. Las espero fuera dentro de tres minutos.
Mientras las mujeres se cambiaban, Paul se despidió de Flick.
─Necesitamos un avión para las prácticas de mañana, y sé que van a decirme que no hay ninguno disponible. Voy a Londres a pegar unas cuantas voces.Volveré esta noche.
Flick se dijo que probablemente también iba a ver a la chica.
En el jardín había una vieja mesa de pino, un horrible armario victoriano de caoba y una escalera de mano de cinco metros. Jelly estaba aterrada.
─¿No pretenderás que saltemos de lo alto de ese jodido armario, verdad? ─le preguntó a Flick.
─Sólo cuando os hayamos enseñado a hacerlo ─respondió Flick─. Te sorprenderá lo fácil que es.
Jelly se volvió hacia Percy.
─Maldito gusano... ─murmuró─. ¡En menudo fregado me has metido!
Cuando todas estuvieron listas, el sargento Griffiths las reunió a su alrededor.
─Primero vamos a aprender a saltar desde una altura cero. Hay tres modos: hacia delante, hacia atrás y hacia un lado. ─ Griffiths hizo una demostración de los tres métodos dejándose caer sin esfuerzo y levantándose de un salto con agilidad de gimnasta─. Mantengan las piernas juntas ─dijo y, lanzándoles una mirada maliciosa, añadió─: Como deberían hacer todas los jovencitas. ─Nadie le rió la gracia─. No intenten amortiguar la caída con los brazos; manténganlos pegados al cuerpo. No tengan miedo de hacerse daño. Si se rompen un brazo, les dolerá muchísimo más.
Como era de esperar, las jóvenes no tuvieron problemas. Diana, Maude, Ruby y Denise aprendieron a caer como atletas a los pocos intentos. Ruby, que lo había conseguido a la primera, perdió la paciencia con el ejercicio y se subió a lo alto de la escalera.
─¡Todavía no! ─le gritó Griffiths, pero era demasiado tarde.
Ruby se arrojó al suelo desde lo alto de la escalera y cayó perfectamente. A continuación, se alejó del grupo, se sentó al pie de un árbol y encendió un cigarrillo.
«Con ésta tendré problemas», se dijo Flick.
Pero quien más la preocupaba era Jelly. Era un miembro clave del equipo, la única experta en explosivos. Pero había perdido la elasticidad de la juventud hacía años. Aprender la técnica del salto en paracaídas se le iba a hacer cuesta arriba. No obstante, era animosa. La primera vez, cayó como un saco y se levantó maldiciendo, pero lista para intentarlo de nuevo.
Para sorpresa de Flick, la peor alumna era Greta.
─No puedo hacerlo ─le dijo a Flick─. Ya te dije que no valía para estas cosas.
Era la primera vez que Greta pronunciaba más de dos palabras seguidas, y Jelly la miró frunciendo el ceño y murmuró: ─Qué acento más curioso...
─Déjeme ayudarla ─le dijo Griffiths a Greta─. Quédese quieta. Relaje el cuerpo. ─La cogió por los hombros. De pronto, con un brusco empujón, la arrojó al suelo. Greta cayó de bruces y soltó un quejido. Se levantó con dificultad y, para consternación de Flick, se echó a llorar─. Por amor de Dios ─rezongó Griffiths─. Con inútiles así, no hay nada que hacer.
Flíck lo fulminó con la mirada. No estaba dispuesta a perder a su técnica en telefonía por culpa de aquel bestia.
─Tómeselo con calma ─le dijo.
Griffiths no estaba dispuesto a bajarse del burro.
─¡Yo no soy nada comparado con la Gestapo!
Flick decidió reparar el daño personalmente y cogió a Greta de la mano.
─Haremos un poco de práctica juntas.
Doblaron la esquina de la casa y se detuvieron en otra zona del jardín.
─Lo siento ─dijo Greta─. Odio a ese enano.
─Te comprendo. Ahora, vamos a hacerlo juntas. Ponte de rodillas.
─Se arrodillaron una frente a la otra y se cogieron las manos─. Tú limítate a hacer lo mismo que yo. ─Flick se inclinó lentamente hacia un lado. Greta la imitó y se dejó caer al suelo con ella, que seguía agarrándole las manos─.Ya está ─dijo Flick─. ¿A que no era tan difícil?
Greta sonrió.
─¿Qué le costaba hacer lo mismo a ese animal? Flick se encogió de hombros.
─¡Hombres! ─exclamó sonriendo─.Y ahora, ¿crees que podrás dejarte caer estando de pie? Lo haremos igual, cogiéndonos de las manos.
Greta hizo con Flick los mismos ejercicios que las otras con el sargento. Al poco rato, cuando cogió confianza, fueron a reunirse con el grupo. Estaban saltando desde encima de la mesa. Cuando llegó su turno, Greta aterrizó impecablemente, y sus compañeras la premiaron con un aplauso.
A continuación, aprendieron a saltar desde el armario y, minutos después, desde lo alto de la escalera. Cuando Jelly se lanzó al vacío, rodó por el suelo perfectamente y se levantó como si tal cosa, Flick le dio un abrazo.
─Estoy orgullosa de ti ─le aseguró─. ¡Bien hecho! Griffiths, mohíno, se volvió hacia Percy.
─¿Qué coño va a ser del ejército si hay que abrazar a la gente porque han cumplido las jodidas órdenes?
─Más vale que te acostumbres, Bill ─le respondió Percy.
Una vez en la casa de la calle du Bois, Dieter subió la maleta de Stéphanie al dormitorio de mademoiselle Lemas. Se detuvo en la puerta y echó un vistazo a la impecable cama individual, a la anticuada cómoda de nogal y al reclinatorio, de cuyo brazo colgaba un rosario.
─No te va a ser fácil pasar por la dueña de esta casa ─ murmuró Dieter dejando la maleta sobre la cama.
─Diré que la he heredado de una tía soltera, y que no he tenido tiempo de arreglarla a mi gusto ─respondió Stéphanie.
─Bien pensado. Aun así, más vale que lo desordenes todo un poco.
Stéphanie abrió la maleta, sacó un camisón transparente de color negro y lo dejó al desgaire sobre el reclinatorio.
─Eso lo cambia todo ─dijo Dieter─. ¿Qué harás si suena el teléfono?
Stéphanie se quedó pensativa. Cuando habló, su voz era más baja, y un tonillo provinciano y distinguido había sustituido a su refinado acento parisino:
─¿Diga? Sí, aquí mademoiselle Lemas... ¿Con quién hablo, por favor?
─Muy bien ─aprobó Dieter.
La comedia tal vez no engañara a un pariente o a un amigo íntimo, pero funcionaría con un desconocido, ayudada por la distorsión de la línea telefónica.
A continuación, echaron un vistazo a las habitaciones. Había otros cuatro dormitorios, listos para sendos invitados, con las camas hechas y una toalla limpia en el toallero. En la cocina, en lugar de un puñado de sartenes y una cafetera individual, encontraron cacerolas grandes y un saco de arroz que habría bastado para alimentar a mademoiselle Lemas durante todo un año. En la bodega, había vin ordinaire barato, pero también media caja de buen whisky escocés. El garaje del costado de la casa contenía un Simca Cinq de antes de la guerra, versión italiana del Fiat «Topolino», como lo llamaban en Italia. Estaba en buen estado y tenía el depósito lleno. Dieter accionó la palanca de contacto, y el motor se puso en marcha de inmediato. Era poco probable que las autoridades hubieran permitido a mademoiselle Lemas comprar gasolina y piezas de recambio para que pudiera hacer la compra en coche. Sin duda, se los proporcionaba la Resistencia. Dieter se preguntó cómo se las habría apañado para utilizar el vehículo sin que la detuvieran. Tal vez se hacía pasar por comadrona.
─La vieja estaba bien organizada ─murmuró Dieter.
Stéphanie se puso a preparar la comida. Las tiendas no tenían ni carne ni pescado, pero habían comprado champiñones, una lechuga y una barra de pain noir, pan hecho con harina de baja calidad y salvado, lo único que podían conseguir los panaderos en aquellos tiempos. Stéphanie preparó una ensalada y arroz con champiñones, y Dieter echó un vistazo en la despensa y encontró queso, que tomaron de postre. Con la mesa del comedor cubierta de migas y el fregadero de la cocina lleno de cacharros sucios, la casa empezaba a parecer habitada.
─La guerra ha debido de ser la mejor época de su vida ─dijo Dieter mientras tomaban café.
─¿Cómo puedes decir algo así? Van a enviarla a un campo de prisioneros.
─Piensa en la vida que llevaba antes. Una mujer sola, sin marido, sin familia desde que murió su padre ... Y, de pronto, entran en su vida todos esos jóvenes, chicos y chicas valientes en misiones de alto riesgo. Seguramente le cuentan sus amores y sus miedos. Los esconde en su casa, les da whisky y cigarrillos, y luego les desea suerte y los pone en camino. Probablemente han sido los años más emocionantes de su vida. Te apuesto lo que quieras a que nunca ha sido tan feliz.
─Puede que hubiera preferido una vida tranquila, comprar sombreros con una amiga, poner flores en la catedral, ir a París una vez al año para asistir a un concierto...
─En el fondo, nadie prefiere una vida tranquila. ─Dieter se volvió hacia la ventana del comedor─. ¡Maldita sea! ─Una joven subía por el sendero empujando una bicicleta con un cesto delante del manillar─. ¿Quién coño es ésa?
─¿Qué hago? ─preguntó Stéphanie con los ojos clavados en la chica.
Dieter no respondió de inmediato. La desconocida era una joven poco atractiva y de aspecto saludable, con los pantalones manchados de barro y anchos cercos de sudor en los encuentros de la basta camisa. En lugar de acercarse a la puerta, empujó la bicicleta hasta el patio lateral. Dieter estaba consternado. ¿Tan pronto iba a malograrse su farsa?
─Va hacia la puerta de atrás. Debe de ser una amiga o una pariente. Tendrás que improvisar. Ve a su encuentro, yo escucharé desde aquí.
Oyeron la puerta de la cocina, que se abrió y volvió a cerrarse.
─¡Buenos días, soy yo! ─exclamó la chica en francés.
Stéphanie entró en la cocina. Dieter se acercó a la puerta y se arrimó a la pared. Lo oía todo con claridad.
─¿Quién es usted? ─preguntó la chica sorprendida. ─Stéphanie, la sobrina de mademoiselle Lemas.
La desconocida no se esforzó en disimular su recelo. ─No sabía que tuviera una sobrina.
─A mí tampoco me ha hablado de usted. ─Dieter percibió la nota de amistosa ironía en la voz de Stéphanie, y comprendió que interpretaba su papel con naturalidad─. ¿Quiere sentarse? ¿Qué lleva en la cesta?
─Provisiones. Me llamo Marie. Vivo en el campo. Puedo conseguir comida extra y le traigo parte a... a mademoiselle.
─Ah ─dijo Stéphanie─. Para sus... invitados. ─Se oyó ruido de papeles, y Dieter supuso que la chica estaba desenvolviendo los alimentos de la cesta─. ¡Qué maravilla! Huevos... tocino... fresas...
Eso explicaba que mademoiselle Lemas estuviera más bien rolliza, se dijo Dieter.
─Así que lo sabe... ─dijo la chica.
─Estoy al tanto de la vida secreta de mi tía, sí.
Al oírla decir «mi tía», Dieter cayó en la cuenta de que ignoraban el nombre de pila de mademoiselle Lemas. La comedia se iría al traste en cuanto Marie descubriera que Stéphanie no sabía ni el nombre de «su tía».
─¿Dónde está?
─Ha ido a Aix. ¿Se acuerda usted de Charles Menton, antiguo deán de la catedral?
─No, la verdad.
─Claro, es usted demasiado joven. Era el mejor amigo del padre de mi tía. Cuando se retiró, se fue a vivir a Provenza. ─ Stéphanie estaba improvisando con brillantez, se dijo Dieter admirado. Tenía tanta sangre fría como imaginación─. Le ha dado un ataque al corazón, y mi tía ha ido a cuidarlo. Me ha pedido que cuide de sus invitados mientras está fuera.
─¿Cuándo volverá?
─Por desgracia, el señor Menton no vivirá mucho. Por otra parte, la guerra podría estar a punto de acabar.
─Mademoiselle Lemas no le había contado a nadie lo del señor Menton...
─Me lo había contado a mí.
Parecía que Stéphanie iba a salirse con la suya, se dijo Dieter. Si aguantaba un poco más, Marie acabaría yéndose convencida. Puede que hablara con alguien de lo ocurrido, pero la historia de Stéphanie era creíble y concordaba con la naturaleza misma de la Resistencia, tan diferente a un ejército disciplinado: alguien como mademoiselle Lemas podía decidir dejar su puesto a un sustituto por su cuenta y riesgo. Los jefes de la Resistencia montaban en cólera, pero no podían hacer nada: todos sus efectivos eran voluntarios.
Dieter empezaba a tranquilizarse.
─¿De dónde es usted? ─oyó preguntar a Marie. ─Vivo en París.
─Tiene su tía Valérie más sobrinas escondidas por ahí? ─Creo que no... Ninguna, que yo sepa.
─Es usted una mentirosa.
El tono de Marie había cambiado radicalmente. La farsa no había funcionado. Dieter suspiró, se llevó la mano al interior de la chaqueta y sacó la automática.
─Pero, ¿puede saberse de qué está hablando?
─Está mintiendo. Ni siquiera sabe su nombre. Se llama Jeanne, no Valérie.
Dieter le quitó el seguro al arma y puso la palanca de la izquierda de la corredera en la posición de disparo.
─Siempre la llamo «tía» ─replicó Stéphanie con aplomo─. Es usted una maleducada.
─Lo sabía desde el principio ─dijo Marie en tono despectivo─. Jeanne no confiaría en alguien como usted en la vida. Con esos tacones y esa peste a perfume...
Dieter entró en la cocina.
─Qué lástima, Marie ─dijo─. Si fuera más confiada, o menos lista, habría podido marcharse sin problemas. Ahora, en cambio, está arrestada.
Marie se volvió hacia Stéphanie.
─¡Puta de la Gestapo! ─le espetó.
Stéphanie acusó el insulto y enrojeció.
Dieter sintió tal furia que estuvo a punto de abofetear a Marie con la pistola.
─Lamentará ese comentario cuando esté en manos de la Gestapo ─le dijo fríamente─. Hay un individuo llamado sargento Becker que se muere de ganas por hacerle unas preguntas. Cuando esté chillando, sangrando y suplicando piedad, acuérdese de ese insulto lanzado a la ligera.
Marie parecía a punto de huir. Dieter casi deseó que lo hiciera. Así podría dispararle y resolver el problema. Pero la chica no se movió. Al cabo de unos instantes, dejó caer los hombros y se echó a llorar.
Sus lágrimas no lo conmovieron.
─Túmbese boca abajo en el suelo y ponga las manos a la espalda. ─La chica obedeció, y Dieter se guardó el arma─. Creo haber visto un rollo de cuerda en la bodega ─le dijo a Stéphanie.
─Voy a buscarlo.
Stéphanie volvió trayendo un trozo de cuerda para tender la ropa. Dieter le ató las muñecas y los tobillos a Marie.
─Tengo que llevarla a Sainte-Cécile. No podemos arriesgarnos a que llegue un agente británico hoy mismo y ella siga estando aquí. ─Consultó su reloj. Eran las dos de la tarde. Llevaría a la detenida al palacio y estaría de vuelta a las tres─.Tendrás que ir sola a la cripta ─dijo volviéndose hacia Stéphanie─. Coge el Simca del garaje. Estaré en la catedral, aunque puede que no me veas ─añadió, y la besó. Como un marido antes de marcharse al trabajo, se dijo Dieter con sombrío humor. Levantó a Marie y se la echó al hombro─. Tengo que darme prisa ─dijo, y fue hacia la puerta de atrás. Salió, pero volvió atrás de inmediato─. Esconde la bicicleta.
─No te preocupes ─respondió Stéphanie.
Cruzó el patio cargado con la chica y salió a la calle. Abrió el maletero del Hispano-Suiza y la metió dentro. Si se hubiera ahorrado su desagradable comentario, habría viajado tumbada en el asiento posterior.
Cerró el maletero de golpe y miró a su alrededor. No vio a nadie, pero en calles como aquélla siempre había mirones espiando por las rendijas de las persianas. Los habrían visto llevarse a mademoiselle Lemas el día anterior, y se acordarían del cochazo azul celeste. En cuanto se alejara en él, empezarían a largar sobre aquel individuo que había encerrado a una chica atada de pies y manos en el maletero de su coche. En tiempos normales, habrían llamado a la policía; pero, en la Francia ocupada, nadie acudía a las fuerzas del orden a menos que no tuviera más remedio, sobre todo cuando el asunto tenía que ver con la Gestapo.
Para Dieter, la pregunta clave era ésta: ¿se enteraría la Resistencia de la detención de mademoiselle Lemas? Reims era una ciudad, no un pueblo. Detenían a gente todos los días: ladrones, asesinos, estraperlistas, comunistas, judíos... Era muy probable que lo ocurrido en la calle du Bois en aquellos dos días no llegara a oídos de Michel Clairet.
Pero no imposible.
Dieter entró en el coche y se dirigió hacia Sainte-Cécile.
Para alivio de Flick, el equipo había completado la primera sesión de adiestramiento razonablemente bien. Todas habían aprendido la técnica de caída, que era la parte más difícil del salto en paracaídas. La clase de interpretación de mapas no había ido tan bien. Ruby nunca había asistido a la escuela y apenas sabía leer: para ella, un mapa era como una página escrita en chino. Maude se hacía un lío con direcciones como nornoreste y empezaba a agitar las pestañas postizas mirando al instructor. A pesar de su esmerada educación, Denise parecía completamente incapaz de comprender el sistema de coordenadas. Si, una vez en Francia, se veían obligadas a dispersarse, se dijo Flick con preocupación, parecía poco probable que consiguieran orientarse por sus propios medios.
Por la tarde, pasaron a las materias duras. El capitán Jim Cardwell, instructor de armamento, tenía un carácter diametralmente opuesto a Bill Griffiths. Era un individuo bonachón de rostro anguloso y espeso bigote negro que sonrió de oreja a oreja cuando las chicas comprobaron lo difícil que era acertarle a un árbol a seis pasos de distancia con un Colt 45 automático.
Ruby empuñaba la pistola con naturalidad y la disparaba con puntería: Flick sospechó que había usado armas cortas con anterioridad. La gitana aún se sintió más a gusto cuando el capitán la rodeó con sus brazos para enseñarle a sujetar un rifle Lee Enfield canadiense.Jim le murmuró algo al oído, y Ruby ladeó la cabeza y le sonrió con un destello de malicia en sus ojazos negros. Llevaba tres meses encerrada en una prisión de mujeres, recordó Flick. No podía culparla por disfrutar del contacto con un hombre.
Jelly también manejaba las armas con relajada familiaridad. Pero la estrella de la sesión fue Diana. Se echó el rifle al rostro y alcanzó el centro de la diana con las cinco balas de ambos cargadores, que disparó en segura y letal sucesión.
─¡Muy bien! ─exclamó Jim sorprendido─. Me va a quitar el puesto. Diana lanzó una mirada triunfante a Flick.
─Ésta es una de las cosas en las que no eres la mejor ─le soltó.
«¿A qué demonios ha venido eso?», se preguntó Flick. ¿Seguía acordándose Diana de la época del colegio, en que Flick sacaba mucho mejores notas? ¿Intentaba resucitar aquella rivalidad infantil?
La nota discordante la dio Greta. Una vez más, resultó ser más femenina que las mujeres de verdad. Se tapaba las orejas y daba saltitos nerviosos a cada detonación, y cerraba los ojos aterrada antes de apretar el gatillo. Jini, todo paciencia, le dio tapones para los oídos y le cogió la mano para enseñarle a apretar el gatillo con suavidad; pero no sirvió de nada: era demasiado asustadiza para acertarle al blanco.
─¡Yo no estoy hecha para estas cosas! ─exclamó con desesperación.
─Entonces, ¿qué coño haces aquí? ─le replicó Jelly. Flick intervino de inmediato.
─Greta es nuestra técnica. Ella te dirá dónde tienes que colocar las cargas.
─¿Para qué necesitamos una técnica alemana?
─Soy inglesa ─respondió Greta─. Mi padre era de Liverpool. Jelly soltó un bufido escéptico.
─Si ese acento es de Liverpool, yo soy la duquesa de Devonshire.
─Guarda la agresividad para la próxima clase ─le dijo Flick─. Dentro de un momento podrás luchar cuerpo a cuerpo.
Aquellos rifirrafes empezaban a preocuparla. Necesitaba que cada cual confiara en todas sus compañeras.
Volvieron al jardín de la casa, donde las esperaba Bill Griffiths. Se había puesto pantalones cortos y zapatillas de tenis, y estaba haciendo flexiones sobre la hierba, desnudo de cintura para arriba. Cuando se puso en pie, Flick tuvo la sensación de que quería que admiraran su físico.
A Griffiths le encantaba enseñar defensa personal dando un arma al alumno y diciéndole: «Atáqueme». Así podía demostrar que era posible repeler a cualquier atacante sólo con las manos. Era un método espectacular. A veces, Griffiths era innecesariamente violento, pero Flick se decía que a los agentes les convenía habituarse.
Ese día había extendido una selección de armas sobre la vieja mesa de pino: un cuchillo de aspecto impresionante que, según él, formaba parte del equipo de las SS; una Walther P38 automática como las que Flick había visto usar a los oficiales alemanes; una porra de la policía francesa; un trozo de cable eléctrico negro y amarillo, al que llamó «garrote», y una botella de cerveza con el culo astillado.
Griffiths volvió a ponerse la camisa y se dirigió al grupo:
─Cómo escapar de alguien que te está apuntando con una pistola. ─Empuñó la Walther, le quitó el seguro y se la tendió a Maude. Ella le apuntó con el arma─. Tarde o temprano, su captor querrá que vayan a algún sitio. ─Dio la espalda a la chica y levantó las manos─. Lo más probable es que las siga de cerca clavándoles el cañón entre los riñones. ─Empezó a andar en un amplio círculo con Maude pisándole los talones─. Ahora, Maude, quiero que apriete el gatillo en cuanto crea que pretendo escapar. ─Griffiths avivó el paso poco a poco y Maude se vio obligada a imitarlo para mantener la pistola pegada a su espalda; de pronto, el sargento se inclinó a un lado y hacia atrás. Le atrapó la muñeca derecha con el brazo y le propinó un golpe seco en la mano. La chica soltó un grito y dejó caer el arma─. En este momento, conviene no cometer un error fatal ─ dijo Griffiths mientras Maude se frotaba la muñeca─. No echen a correr. Si lo hacen, Hans no tendrá más que recoger la pistola del suelo y pegarles un tiro en la espalda. Lo que tienen que hacer es... ─Se agachó, cogió la Luger, apuntó con ella a Maude y apretó el gatillo. Se oyó─ un disparo. Maude soltó un grito, lo mismo que Greta─. Por supuesto, son balas de fogueo.
A veces, Flick habría preferido que Griffiths no fuera tan teatral en sus demostraciones.
─Practicaré todas estas técnicas con ustedes durante unos minutos ─siguió diciendo el sargento. Cogió el cable eléctrico y se volvió hacia Greta─. Rodéeme el cuello con él. Cuando se lo diga, apriete tan fuerte como pueda. ─Se lo tendió─. El tío de la Gestapo, o el traidor colaboracionista de la policía francesa, podría matarlas con el cable, pero no sostener su peso con él. Muy bien, Greta, estrangúleme. ─Greta vaciló un instante; luego, tiró de los extremos del cable, que se hundió en el musculoso cuello de Griffiths. El sargento alzó ambos pies, se dejó caer y aterrizó de espaldas en el suelo con el cable alrededor del cuello. Greta se miró las manos─. Desgraciadamente ─dijo Griffiths─, ahora están tumbadas en el suelo con su enemigo de pie junto a ustedes, o sea, se encuentran en una posición nada ventajosa ─ recalcó poniéndose en pie de un salto─.Vamos a intentarlo de nuevo. Pero esta vez, antes de dejarme caer, voy a agarrar de la muñeca a mi captor.
El sargento se colocó en posición y Greta tensó el cable. Griffiths le cogió la muñeca y saltó en el aire sin soltársela. Greta perdió el equilibrio y cayó hacia él, que dobló una rodilla y se la clavó en el estómago.
Greta rodó por el suelo y se quedó ovillada, boqueando y haciendo arcadas.
─¡Por Cristo bendito, Griffiths!.─gritó Flick─. Esta vez se ha pasado... El sargento sonrió satisfecho.
─Yo no soy nada comparado con los de la Gestapo. Flick se acercó a Greta y la ayudó a levantarse.
─Lo siento.
─Es un jodido nazi ─consiguió decir Greta entre dos jadeos.
Flick la acompañó al interior de la casa y la hizo sentarse en la cocina. El cocinero, que estaba pelando patatas, les ofreció una taza de té, y Greta la aceptó y le dio las gracias.
Cuando Flick volvió al jardín, Griffiths había elegido a su siguiente víctima, Ruby, y le había dado la porra de policía. Al ver la expresión de la chica, Flick pensó: «Si yo fuera Griffiths, me andaría con ojo».
No era la primera vez que lo veía enseñar aquella técnica. Cuando Ruby levantara el brazo derecho para asestarle un porrazo, el sargento se lo agarraría, giraría sobre sí mismo y la haría volar por los aires impulsándola con el hombro. Ruby caería de espaldas y se daría un buen batacazo.
─Bueno, calorra, dame con la porra ─se guaseó Griffiths─. Tan fuerte como quieras.
Ruby levantó el brazo y el sargento se abalanzó sobre ella, pero el resto del ejercicio no siguió el curso habitual. Cuando Griffiths fue a cogerlo, el brazo de la chica había desaparecido. La porra cayó al suelo. Ruby dio un paso adelante con la rodilla doblada y se la clavó entre las ingles. El hombre soltó un chillido estridente. La chica lo agarró de la pechera, lo atrajo hacia sí y le propinó un rodillazo en la nariz. Para rematar la faena, le atizó un puntapié en la espinilla con uno de sus recios zapatos negros. Griffiths cayó al suelo como un saco sangrando por la nariz.
─¡Maldita zorra! ¡El ejercicio no era así! ─gritó el sargento.
─Yo no soy nada comparada con la Gestapo ─respondió Ruby.
Cuando Dieter aparcó delante del hotel Frankfort, faltaba un minuto para las tres. Saltó fuera del coche y avanzó a grandes zancadas por el empedrado de la plaza, bajo la pétrea mirada de los ángeles posados en los arbotantes de la catedral. Sería demasiada casualidad que se presentara un agente británico el primer día, se dijo Dieter. No obstante, si la invasión era inminente, los aliados tendrían que echar el resto en los próximos días.
Vio el Simca-Cinq de mademoiselle Lemas aparcado en una esquina de la plaza: Stéphanie ya había llegado. Por suerte, apenas eran las tres. Si algo se torcía, no quería que la chica tuviera que apañárselas sola.
Cruzó la majestuosa puerta oeste y penetró en la fresca penumbra del templo. Buscó al teniente Hesse con la mirada y lo vio sentado en el último banco. Asintieron en señal de saludo, pero no cruzaron palabra.
Dieter se sentía como un violador. El asunto que se traía entre manos era impropio de un lugar así. No se consideraba religioso ─al menos, en comparación con el alemán medio─, pero tampoco ateo. Se sentía incómodo acechando a espías en un recinto sagrado desde hacía siglos.
Procuró desechar aquella idea diciéndose que era pura superstición. Se dirigió al costado sur del templo y avanzó por la nave escuchando el eco de sus pasos en los muros de piedra. Al llegar al transepto, vio la entrada de la cripta, al pie del altar mayor. Allí abajo, se dijo, calzada con un zapato negro y otro marrón, estaría Stéphanie. Desde donde se encontraba, Dieter podía ver en ambas direcciones: hacia atrás, a lo largo de la nave sur por la que había llegado, y hacia delante, hasta la pared interior del ábside, en la curva del deambulatorio. Se arrodilló en un banco y juntó las manos para rezar.
─Señor ─murmuró─, perdóname por el dolor que causo a mis prisioneros. Tú sabes que me limito a cumplir con mi deber. Y perdóname por pecar con Stéphanie. Sé que no está bien, pero la has hecho tan hermosa que no puedo resistir la tentación. Protege a mi querida Waltraud y ayúdala a cuidar de Rudi y de la pequeña Mausi. Presérvalos de las bombas de la RAE. Ilumina al mariscal Rommel cuando se produzca la invasión. Dale fuerzas para que pueda arrojar al mar al ejército aliado. Es una plegaria muy corta para lo mucho que te pido, pero Tú sabes lo ocupado que estoy ahora. Amén.
Dieter miró a su alrededor. No se celebraba ningún servicio, pero había un puñado de gente repartida por los bancos de las capillas, rezando o sentada en silencio en la quietud del templo. Unos cuantos turistas paseaban por las naves, hablando en voz baja sobre la arquitectura del templo y echando atrás la cabeza para admirar las inmensas bóvedas.
Si un agente aliado aparecía ese día, Dieter pensaba limitarse a mirar y permanecer a la expectativa. Si todo iba bien, no tendría que intervenir. El agente abordaría a Stéphanie, le diría la contraseña y la acompañaría a la casa de la calle du Bois.
De ahí en adelante, sus planes eran más vagos. El agente, esperaba, lo llevaría a otros. Tarde o temprano, se produciría un progreso: un imprudente habría hecho una lista de nombres y direcciones; un equipo de radio y un libro de códigos caerían en sus manos o conseguiría capturar a alguien como Flick Clairet, que, sometida a tortura, delataría a media Resistencia.
Dieter consultó su reloj. Eran las tres y cinco. Probablemente no se presentaría nadie. Alzó la vista. Horrorizado, vio a Willi Weber. ¿Qué demonios estaba haciendo allí?
Iba de paisano, con el traje verde de tweed. Lo acompañaba un hombre más joven de la Gestapo vestido con chaqueta de cuadros. Venían del extremo este y avanzaban hacia el deambulatorio en dirección a Dieter, pero no lo habían visto. Se detuvieron a la altura de la entrada a la cripta.
Dieter maldijo entre dientes. Aquello podía arruinarlo todo. Casi deseó que no se presentara ningún agente británico.
Al volverse hacia la nave sur, vio a un joven con una pequeña maleta. Dieter frunció el ceño. La mayoría de los presentes era gente mayor.
El chico llevaba un viejo traje azul de corte francés, pero el pelo rojizo, los ojos azules y el cutis lechoso le daban un aire de vikingo. Era un tipo muy inglés, pero también podía ser alemán. A simple vista, parecía un oficial de permiso en visita turística o deseoso de rezar.
Sin embargo, se delató solo. Siguió avanzando por la nave con paso decidido, sin admirar la arquitectura, como habría hecho un turista, ni sentarse en un banco, como alguien religioso. A Dieter se le aceleró el corazón. ¡Un agente! ¡Y el primer día! La maleta no podía contener más que una radio portátil y, en consecuencia, un libro de códigos. Aquello era más de lo que Dieter se había atrevido a esperar.
Pero allí estaba Weber para echarlo todo a perder.
El agente llegó a la altura de Dieter y aflojó el paso, buscando sin duda la entrada a la cripta.
Weber vio al chico y se lo quedó mirando; al cabo de un instante, le dio la espalda y fingió estar absorto en las estrías de una columna.
La cosa aún podía funcionar, se dijo Dieter. Weber había cometido una estupidez presentándose allí, pero quizá se limitaría a observar. No sería tan imbécil como para intervenir. Podía arruinar una oportunidad única.
El agente vio la entrada de la cripta y desapareció escaleras abajo.
Weber miró a Dieter desde el otro extremo del transepto y le hizo un gesto con la cabeza. Siguiendo su mirada, Dieter vio a otros dos hombres de la Gestapo al acecho bajo la galería del órgano. Era mala señal. Weber no necesitaba a tres secuaces para limitarse a observar. Dieter se preguntó si le daría tiempo a hablar con él y convencerlo para que despidiera a sus hombres. Pero Weber se negaría, empezarían a discutir y...
Dieter aún seguía indeciso cuando vio a Stéphanie, que empezó a subir las escaleras de la cripta con el agente pegado a los talones.
La chica vio a Weber en cuanto llegó arriba. Una expresión de alarma alteró sus facciones. Parecía desconcertada por aquella presencia inesperada, como si al salir al escenario hubiera descubierto que se había equivocado de obra. Dio un traspiés, y el joven agente se apresuró a sostenerla por el codo. Recobró la compostura con su habitual rapidez y sonrió al muchacho con agradecimiento. «Bien hecho, preciosa», murmuró Dieter para sus adentros.
En ese momento, Weber avanzó hacia ellos. ─¡No! ─exclamó Dieter involuntariamente. Nadie lo había oído.
Weber cogió del brazo al agente y le dijo algo. Dieter comprendió que acababa de detenerlo y esbozó un gesto de desesperación. Stéphanie se apartó de los dos hombres con la perplejidad pintada en el rostro.
Dieter se levantó del banco y fue hacia el grupo con paso vivo. Al parecer, Weber había decidido cubrirse de gloria capturando a un agente. Era absurdo pero posible.
Antes de que Dieter llegara junto a ellos, el agente dio un brusco tirón, se soltó de Weber y echó a correr.
El joven de la chaqueta a cuadros que acompañaba a Weber reaccionó con rapidez. Dio dos largas zancadas, saltó hacia el agente con los brazos extendidos y consiguió tocarle las piernas. El inglés vaciló, pero recuperó el equilibrio, agitó los pies y siguió corriendo sin soltar la maleta.
Las repentinas carreras y los jadeos de ambos hombres resonaron en los muros de la catedral, y la gente se volvió a mirar. El inglés corría en dirección a Dieter, que comprendió lo que estaba a punto de ocurrir y soltó un gruñido. La segunda pareja de la Gestapo surgió en la esquina del crucero. El muchacho los vio y, al parecer, adivinó quiénes eran, porque torció a la izquierda. Pero era demasiado tarde. Uno de los policías estiró la pierna e interceptó su carrera. El agente cayó hacia delante y aterrizó en el duro suelo de piedra con un ruido seco. La maleta voló por los aires. Los dos policías saltaron sobre el chico. Weber llegó corriendo con expresión triunfal.
─Mierda ─masculló Dieter, olvidando dónde estaba. Aquellos imbéciles iban a fastidiarlo todo.
Sin embargo, aún había un modo de salvar la situación.
Se llevó la mano al interior de la chaqueta, sacó la Walther P38, le quitó el seguro y apuntó a los hombres de la Gestapo que mantenían inmovilizado al agente.
─¡Suéltenlo ahora mismo o disparo! ─gritó a voz en cuello en francés.
─Mayor, yo... ─empezó a decir Weber.
Dieter disparó al aire. La detonación resonó en las bóvedas de la catedral y ahogó las palabras de Weber.
─¡Silencio! ─aulló Dieter en alemán.
Weber lo miró asustado y cerró la boca.
Dieter se acercó a uno de los policías y le clavó el cañón de la pistola en la mejilla.
─¡Atrás! ¡Atrás! ─volvió a gritar en francés─. ¡Apártense de él! ─ Con el terror pintado en los rostros, los dos hombres de la Gestapo se levantaron y empezaron a retroceder. Dieter se volvió hacia Stéphanie─. Jeanne! ─exclamó usando el nombre de pila de mademoiselle Lemas─. ¡Vamos! ¡Fuera de aquí! ─ Stéphanie reaccionó de inmediato. Dando un amplio rodeo alrededor de los hombres de la Gestapo, corrió hacia la puerta oeste. Entre tanto, el agente había conseguido levantarse─. ¡Sígala, deprisa! ─le gritó Dieter señalando a la chica. El muchacho agarró la maleta, saltó por encima de los asientos del coro y huyó a toda prisa por el centro de la nave. Desconcertados, Weber y sus tres adláteres lo siguieron con la mirada─. ¡Al suelo! ¡Boca abajo! ─les ordenó Dieter.
Los tres hombres obedecieron, y Dieter empezó a retroceder sin dejar de apuntarles con la pistola. Al cabo de un instante, dio media vuelta y se lanzó a la carrera en pos de Stéphanie y el agente británico.
Los vio desaparecer por la puerta y se detuvo para hablar con Hans, que había permanecido en los pies de la catedral y lo miraba impertérrito.
─Hable con esos gilipollas ─farfulló Dieter entre dos resoplidos. Explíqueles lo que intentamos hacer y asegúrese de que no nos sigan ─añadió enfundando la pistola y echando a correr de nuevo.
El motor del Simca-Cinq estaba en marcha. Dieter empujó al agente al estrecho asiento posterior y se sentó en el asiento del acompañante. Stéphanie hundió el pie en el acelerador, y el pequeño vehículo salió disparado como el corcho de una botella de champán.
Abandonaron la plaza y enfilaron una bocacalle a toda velocidad. Dieter se volvió y miró por la ventanilla posterior.
─No nos siguen ─murmuró en francés─ Ve más despacio. Sólo falta que nos pare un gendarme francés.
─Me llamo Helicóptero ─dijo el agente─. ¿Qué demonios ha pasado ahí adentro?
Dieter comprendió que «Helicóptero» era su nombre en clave, y recordó el de mademoiselle Lemas, que le había revelado Gaston.
─Ésta es Burguesa ─respondió indicando a Stéphanie─, y yo soy Charenton ─dijo al azar; por algún motivo, lo primero que le había venido a la cabeza era el nombre de la prisión donde había permanecido encerrado el marqués de Sade─. Burguesa sospechaba desde hace días que tenían vigilada la catedral, así que me pidió que la acompañara. No pertenezco al circuito Bollinger... Burguesa es una intermediaria.
─Sí, eso ya lo sé.
─Como le decía, nos temíamos que la Gestapo estaría al acecho. Ha sido una suerte que Burguesa me pidiera ayuda.
─¡Ha estado usted brillante! ─exclamó Helicóptero entusiasmado─. Dios, qué miedo he pasado... Creí que la había fastidiado el día de mi estreno.
«Y lo has hecho», murmuró Dieter para su coleto.
Era posible que hubiera conseguido salvar la situación. Ahora, Helicóptero creía a pies juntillas que Dieter pertenecía a la Resistencia. El chico hablaba un francés perfecto, pero al parecer no había notado su ligero acento alemán. ¿Había alguna otra cosa que pudiera despertar sus sospechas, tal vez más tarde, cuando pudiera pensar con calma? Dieter se había levantado del banco y había soltado un «¡No!» al comienzo del alboroto, pero un simple «no» podía interpretarse de mil maneras; además, era poco probable que el chico lo hubiera oído. Willi Weber lo había llamado «mayor» en alemán, y él había disparado el arma para evitar que lo descubriera. ¿Habría oído Helicóptero aquella palabra suelta y sabría lo que significaba? ¿La recordaría más tarde y le daría qué pensar? No, concluyó Dieter. Si el agente había comprendido aquella palabra, habría supuesto que Weber se dirigía a alguno de los otros hombres de la Gestapo: todos iban de paisano, de modo que podían tener cualquier graduación.
A partir de ese momento, Helicóptero, convencido de que Dieter lo había arrancado de las garras de la Gestapo, confiaría ciegamente en él.
Pero los otros no serían tan cándidos. La aparición de un nuevo miembro de la Resistencia, llamado Charenton y reclutado por mademoiselle Lemas, no dejaría indiferentes ni a Londres ni al jefe del circuito Bollinger, Michel Clairet. Uno y otros harían preguntas y comprobaciones. Dieter tendría que inventarse una explicación plausible para cuando llegara el momento. Por ahora era imposible predecir el curso de los acontecimientos.
Dieter se concedió un momento para saborear su triunfo. Había dado otro paso en su objetivo de desmantelar la Resistencia en el norte de Francia. Y lo había conseguido a despecho de la estupidez de la Gestapo. Además, se lo había pasado en grande.
Ahora, el reto era sacar el máximo partido de la credulidad de Helicóptero. El agente tenía que seguir operando, en el convencimiento de no haber sido descubierto. De ese modo, acabaría conduciendo a Dieter a otros agentes, con suerte, a decenas de ellos. No obstante, no sería tarea fácil.
Llegaron a la calle du Bois, y Stéphanie guardó el coche en el garaje de mademoiselle Lemas. Entraron en la casa por la puerta de atrás y se sentaron en la cocina. Stéphanie trajo una botella de whisky de la bodega y llenó tres vasos.
Dieter estaba impaciente por confirmar que la maleta de Helicóptero contenía un equipo de radio.
─Convendría que enviara un mensaje a Londres de inmediato ─ le sugirió al chico.
─Tengo órdenes de emitir a las ocho en punto y recibir a las once. Dieter tomó buena nota.
─Aun así, debería informar cuanto antes de que la cripta de la catedral ya no es un lugar seguro. De lo contrario, podrían enviar a otros agentes a una trampa sin saberlo. No me extrañaría que mandaran a alguien esta misma noche.
─Dios mío, es cierto ─murmuró el chico─. Usaré la frecuencia de emergencia.
─Puede instalar el aparato aquí mismo, en la cocina.
Helicóptero levantó la pesada maleta, la dejó sobre la mesa y la abrió.
Dieter ahogó un suspiro de profunda satisfacción. Allí estaba la radio.
El interior de la maleta estaba dividido en cuatro compartimientos: dos a los lados y dos en medio, uno en la parte de delante y otro en la de atrás. Dieter vio enseguida que el de detrás contenía el transmisor, con las teclas del Morse, y el de delante, el receptor, con la toma para conectar los auriculares. El compartimiento de la derecha alojaba la batería. La utilidad del compartimiento de la izquierda quedó clara cuando Helicóptero levantó la tapa y dejó al descubierto un conjunto de accesorios y piezas de repuesto: un cable eléctrico, un adaptador, una antena, cables de conexión, unos auriculares, tubos de reserva, fusibles y un destornillador.
Era un equipo en buen estado y ordenado con pulcritud, se dijo Dieter con admiración; justo lo que cabía esperar de un operador alemán, pero no, desde luego, del típico chapucero inglés.
Ya sabía las horas de transmisión y recepción de Helicóptero. Ahora tenía que enterarse de las frecuencias y ─sobre todo─ del código.
Helicóptero conectó un cable al aparato.
─Creía que funcionaba mediante batería ─dijo Dieter.
─Sí, pero también con la corriente. Creo que el truco favorito de la Gestapo, cuando intentan localizar la fuente de una transmisión del enemigo, es cortar el suministro eléctrico de la ciudad manzana por manzana hasta que se corta la transmisión. ─Dieter asintió─. Pues bien, con este equipo, si se va la luz, basta con accionar este pulsador, y el aparato empieza a alimentarse de la batería.
─Muy bien ─dijo Dieter, pensando en poner al corriente a la Gestapo, por si aún no lo estaban.
Helicóptero enchufó el cable a una toma de corriente, sacó la antena y le pidió a Stéphanie que la colocara en lo alto de un aparador. Dieter buscó en los cajones de la cocina y encontró un lápiz y una libreta, que mademoiselle Lemas debía de emplear para hacer la lista de la compra.
─Tenga ─dijo tendiéndoselos a Helicóptero─. Utilice esto para codificar su mensaje.
─Más vale que antes me piense lo que voy a decir ─respondió el chico.
Helicóptero se rascó la cabeza y empezó a escribir en inglés:
LLEGADA OK CANCELAR VISITAS CRIPTA STOP VIGILADA GESTAPO CONSEGUÍ ESCAPAR STOP
─Con esto bastará por ahora ─dijo.
─Deberíamos proporcionarles otro lugar de contacto para los agentes ─sugirió Dieter─. Digamos el Café de la Gare, junto a la estación de ferrocarril.
Helicóptero lo escribió.
A continuación, sacó de la maleta un pañuelo de seda que llevaba impresa una compleja tabla de pares de letras, y un cuadernillo de unas doce hojas en las que figuraban palabras de cinco letras sin sentido. Dieter reconoció los elementos de un sistema de encriptación mediante cuadernillo de un solo uso. Era indescifrable... a menos que se dispusiera del cuadernillo.
Helicóptero escribió las combinaciones de cinco letras de la primera hoja sobre las palabras de su mensaje; luego, utilizó las letras que acababa de escribir para elegir las transposiciones del pañuelo de seda. Sobre las cinco primeras letras de CONTACTO había escrito la primera palabra sin sentido del cuadernillo, que era BGKRU. La primera letra, B, le indicó qué columna de la tabla del pañuelo debía usar. En la tercera fila de la misma, figuraban las letras «Ce». Eso significaba que tenía que sustituir la C de CONTACTO por la letra e.
El código resultaba inatacable por los métodos habituales de descodificación, porque la siguiente A no estaría representada por una e, sino por otra letra. De hecho, una letra podía ser sustituida por cualquier otra, de modo que la única forma de descifrar el mensaje era usar el cuadernillo con las agrupaciones de cinco letras. Aun en el caso de que los especialistas dispusieran de un mensaje codificado y de su traducción al lenguaje corriente, no podrían interpretar ningún otro, porque habría sido codificado usando otra hoja del cuadernillo; de ahí que se le llamara «cuadernillo de un solo uso»: cada hoja se quemaba después de usarla una sola vez.
Una vez cifrado el mensaje, Helicóptero encendió la radio y pulsó un botón que contenía este rótulo: «Selector de cristal». Al mirar con atención el dial, Dieter distinguió tres trazos de lápiz de cera amarillo apenas visibles. Desconfiando de su memoria, Helicóptero había señalado sus posiciones de emisión. El cristal que iba a usar era el reservado para las emergencias. De los otros dos, uno le serviría para transmitir y el otro para recibir.
Cuando el chico hubo sintonizado, Dieter comprobó que el dial de frecuencias también estaba marcado con lápiz de cera.
Antes de enviar el mensaje, Helicóptero confirmó que tenía comunicación con la estación receptora:
HLCP DXDX QTC1 QRK? K
Dieter frunció el ceño intentando adivinar. El primer grupo de letras debía de ser el indicativo de «Helicóptero». El siguiente, «DXDX», era un misterio. El uno del final de «QTC 1 » sugería que aquel grupo significaba algo como: «Tengo un mensaje para enviarles». La interrogación del final de «QRK?» hacía suponer que Helicóptero preguntaba si lo recibían alto y claro. Dieter sabía que «K» significaba «Cierro». Pero el «DXDX» seguía sin decirle nada.
─No olvide su clave de seguridad ─dijo Dieter obedeciendo a una intuición.
─No la he olvidado ─respondió Helicóptero.
«Ahí tienes el "DXDX"», concluyó Dieter.
Helicóptero cambió la clavija a «Recibir», y Dieter oyó responder al Morse:
HLCP QRK QRV K
El primer grupo volvía a ser el indicativo de «Helicóptero». El segundo, «QRK», aparecía en el otro mensaje, pero seguido de un interrogante. Sin él, debía de significar: «Lo recibo alto y claro». «QRV» admitía más dudas, pero cabía interpretarlo como una invitación a emitir.
Mientras Helicóptero tecleaba el mensaje en Morse, Dieter lo observaba eufórico. Estaba viviendo el sueño de cualquier cazador de espías: tenía en sus manos a un agente que se creía libre como un pájaro.
Helicóptero apagó la radio en cuanto acabó de enviar el mensaje. Convenía utilizarla el tiempo estrictamente necesario, pues la Gestapo disponía de equipos radiogonométricos para rastrear las emisiones.
En Inglaterra, tendrían que transcribir el mensaje, descifrarlo y entregárselo al controlador de Helicóptero, que probablemente debería consultar con sus superiores antes de responder; todo el proceso podía tardar horas, de modo que Helicóptero esperaría hasta las once para volver a establecer la conexión.
Entre tanto, Dieter tenía que conseguir alejarlo del aparato y, sobre todo, del pañuelo y del cuadernillo.
─Imagino que ahora querrá contactar con el circuito Bollinger... ─le dijo.
─Sí. Londres necesita saber lo que queda de él.
─Lo pondremos en contacto con Monet, el jefe del circuito. ─ Dieter consultó su reloj y el corazón le dio un vuelco: era un reloj de reglamento de oficial del ejército alemán; si Helicóptero lo reconocía, todo el montaje se iría al garete. Procurando recobrar la calma, añadió─: Tenemos tiempo, lo llevaré en coche a su casa.
─¿Está lejos? ─preguntó Helicóptero levantándose.
─En el centro de la ciudad.
Monet, cuyo auténtico nombre era Michel Clairet, no estaría en casa. No había vuelto a pisarla tras el ataque al palacio; Dieter lo había comprobado. Los vecinos aseguraban no tener la menor idea de dónde estaba. Era lógico. Monet, convencido de que alguno de sus camaradas revelaría su nombre y su dirección durante los interrogatorios, había decidido ocultarse.
Helicóptero empezó a guardar la radio.
─¿No hace falta recargar la batería de vez en cuando? ─le preguntó Dieter.
─Sí. De hecho, nos aconsejan que la mantengamos conectada a la corriente siempre que sea posible, para tenerla cargada al máximo.
─¿Y por qué no la deja conectada? Dentro de un rato, cuando volvamos por la radio, la tendrá completamente cargada. Si viniera alguien, Burguesa puede esconderla en cuestión de segundos.
─Buena idea.
─Entonces, vámonos. ─Dieter abrió la marcha hacia el garaje y sacó el Simca-Cinq. A continuación, salió precipitadamente del coche como si hubiera olvidado algo─. Espere aquí un momento ─le dijo a Helicóptero─, tengo que decirle algo a Burguesa.
Dieter volvió a entrar en la casa. En la cocina, Stéphanie tenía la vista clavada en la radio, que seguía sobre la mesa. Dieter sacó el cuadernillo de uso único y el pañuelo de seda del compartimento de los accesorios.
─¿Cuánto tardarás en copiar todo esto? ─le preguntó Dieter. Stéphanie hizo una mueca.
─¿Ese galimatías? Por lo menos una hora.
─Hazlo tan deprisa como puedas, pero procura no equivocarte. Lo mantendré alejado de aquí durante hora y media.
Volvió al coche y llevó a Helicóptero al centro de Reims.
La casa de Michel Clairet era un edificio pequeño pero elegante situado en el barrio de la catedral. Dieter esperó en el coche mientras Helicóptero se acercaba a la puerta. Al cabo de un par de minutos, el agente se cansó de llamar y regresó al Simca.
─No contesta nadie.
─Volveremos a intentarlo mañana por la mañana ─dijo Dieter─. Entre tanto, conozco un bar frecuentado por miembros de la Resistencia ─mintió─.Tal vez encuentre a algún conocido.
Aparcó cerca de la estación y eligió un bar al azar. Se sentaron en una mesa y bebieron cerveza floja durante una hora. Luego, volvieron a la calle du Bois.
Cuando entraron en la cocina, Stéphanie miró a Dieter y asintió con disimulo. Dieter interpretó que había conseguido copiarlo todo.
─Bueno ─dijo Dieter volviéndose hacia Helicóptero─, imagino que le apetecerá darse un baño después de pasar la noche al raso. Y, desde luego, necesita afeitarse. Le enseñaré su habitación mientras Burguesa le llena la bañera.
─Son ustedes muy amables.
Dieter lo llevó a una habitación del ático, la más alejada del baño. En cuanto lo oyó chapotear en la bañera, volvió al cuarto y registró su ropa. Helicóptero llevaba una muda de ropa interior y calcetines, con etiquetas de tiendas francesas. En los bolsillos de su chaqueta, encontró cigarrillos y cerillas franceses, un pañuelo con etiqueta francesa y una cartera. Dentro había un montón de dinero: medio millón de francos, suficiente para comprar un coche nuevo, si hubiera habido alguno en venta. Los documentos de identidad parecían auténticos, aunque sin duda eran falsificaciones.
Además, la cartera contenía una fotografía.
Dieter la miró asombrado. La mujer que aparecía en primer plano era Flick Clairet. No cabía duda. Era la rubia de la plaza de Sainte-Cécile. Aquel hallazgo era un extraordinario golpe de suerte para Dieter. Y un desastre para ella.
La joven llevaba un traje de baño que dejaba al aire sus musculosas piernas y sus bronceados brazos. La tela elástica moldeaba los pequeños pechos, la estrecha cintura y la deliciosa curva de las caderas. La chica miraba directamente a la cámara con un asomo de sonrisa y tenía un brillo húmedo, de agua o transpiración, en la garganta. Tras ella y ligeramente desenfocados, dos jóvenes en bañador parecían a punto de zambullirse en un río. Estaba claro que la fotografía había sido tomada durante una inocente excursión campestre. Pero la semidesnudez de la modelo, la humedad de su garganta y su leve sonrisa se confabulaban para producir una imagen cargada de sexualidad. De no haber sido por los jóvenes del fondo, la chica podía haber estado a punto de quitarse el traje de baño y quedarse desnuda ante quien estuviera detrás de la cámara. Así era como sonreía una mujer a su hombre cuando quería que le hiciera el amor, se dijo Dieter. Entendía perfectamente que un chico joven como Helicóptero guardara aquella foto celosamente.
Los agentes tenían prohibido llevar fotos consigo cuando estaban en territorio enemigo, por razones más que obvias. La pasión de Helicóptero podía costarle la vida a Flick Clairet, además de provocar la destrucción de buena parte de la Resistencia.
Dieter se guardó la foto en un bolsillo y salió del cuarto. No podía negar que había sido un día provechoso.
Paul Chancellor se pasó el día luchando contra la burocracia militar, persuadiendo, amenazando, rogando, enjabonando y, en última instancia, sacando a relucir el nombre de Monty. Al final, consiguió un avión para las prácticas de paracaidismo del grupo del día siguiente.
Cuando cogió el tren para regresar a Hampshire, se dio cuenta de que estaba impaciente por volver a ver a Flick. Le gustaba un montón. Era inteligente, fuerte y un regalo para la vista. Lástima que estuviera casada.
Aprovechó el viaje para leer las crónicas de guerra del periódico. El prolongado letargo del frente oriental había acabado el día anterior con una repentina y formidable ofensiva germana contra Rumania. La capacidad de recuperación de los alemanes era asombrosa. Se estaban retirando en todas partes, pero seguían defendiéndose.
El tren llegó con retraso, y Paul se perdió la cena de las seis en punto en el centro de desbaste. Tras la cena, solía haber una clase teórica; luego, a las nueve, los alumnos podían relajarse durante una hora, antes de irse a la cama. Paul encontró a la mayoría del grupo en la sala de estar de la casa, que disponía de una librería, un aparador lleno de juegos de sociedad, un equipo de radio y una pequeña mesa de billar. Se acercó al sofa y se sentó al lado de Flick.
─¿Cómo ha ido el día? ─le preguntó en voz baja.
─Mejor de lo que cabía esperar ─respondió ella─. Pero vamos tan apurados de tiempo... Espero que se acuerden de algo cuando estén sobre el terreno.
─Algo es mejor que nada, digo yo.
Percy Thwaite y Jelly jugaban al póquer a penique la partida. Jelly era todo un personaje, se dijo Paul. No acababa de entender que una revientacajas profesional se considerara a sí misma una respetable ciudadana inglesa.
─¿Qué tal se ha portado Jelly? ─le preguntó a Flick.
─Muy bien. Ha tenido más dificultades que las otras con los ejercicios físicos, pero, vaya, se ha puesto en facha y al final no ha desmerecido de las jóvenes.
Flick hizo una pausa y frunció el ceño.
─¿Qué? ─dijo Paul.
─Su hostilidad hacia Greta va a ser un problema.
─No tiene nada de extraño que una inglesa odie a los alemanes.
─Pero es absurdo... Greta ha sufrido a los nazis mucho más que Jelly.
─Eso Jelly no lo sabe.
─Pero sabe que Greta está dispuesta a luchar contra ellos. ─La gente no actúa con lógica en este tipo de cosas.
─Desde luego que no.
La interesada estaba hablando con Denise. O casi, se dijo Paul. Denise hablaba y Greta escuchaba.
─Mi cuñado, lord Foules, pilota cazabombarderos ─la oyó decir con su amanerado acento de aristócrata─. Se está preparando para realizar misiones de apoyo a las fuerzas de invasión.
─¿Has oído eso? ─le preguntó Paul a Flick frunciendo el ceño.
─Sí. O se lo está inventando todo o está siendo peligrosamente indiscreta.
Paul observó a Denise. Era una chica huesuda que siempre parecía ofendida. Dudaba que estuviera fantaseando.
─A mí no me parece una imaginativa ─dijo.
─A mí tampoco. Creo que está contando auténticos secretos. ─ Más vale que prepare una pequeña prueba para mañana. ─De acuerdo.
Paul quería asegurarse de tener a Flick para él solo, de forma que pudieran hablar con más libertad.
─¿Vamos a dar un paseo por el jardín? ─le propuso.
Flick aceptó y lo acompañó afuera. El aire era cálido y aún quedaba una hora de luz natural. El jardín de la propiedad consistía en varias hectáreas de césped salpicado de árboles. Maude y Diana estaban sentadas en un banco bajo un haya roja. Maude había coqueteado con Paul al principio, pero él no le había dado alas, y la chica parecía haber dejado correr la cosa. En esos momentos, escuchaba ávidamente a Diana mirándola a los ojos casi con adoración.
─¿Qué le estará contando Diana? ─dijo Paul─. La tiene fascinada.
─A Maude le encanta que le hable de su vida ─ respondió Flick─.
Desfiles de moda, recepciones, viajes en transatlántico...
Paul recordó que Maude lo había sorprendido preguntándole si la misión los llevaría a París.
─A lo mejor quería que me la llevara a Estados Unidos.
─Ya he notado que le haces tilín ─dijo Flick.─ Es atractiva.
─Pero no mi tipo.
─¿Por qué no?
─¿Sinceramente? No es lo bastante lista.
─Bien ─dijo Flick─. Me alegro.
─¿Por qué?
─Otra cosa me habría decepcionado.
Paul se dijo que era una actitud un tanto condescendiente. ─ Me alegro de tener tu aprobación ─replicó.
─No seas irónico ─repuso Flick─. Pretendía hacerte un cumplido. Paul le sonrió. No podía evitar que le gustara, incluso cuando lo trataba con suficiencia.
─Entonces me retiraré ahora que voy ganando ─dijo.
Al pasar junto a las dos mujeres, oyeron decir a Diana:
─... y la condesa le soltó: «Aparta las zarpas de mi marido, bruja». A continuación, le echó la copa de champán por la cabeza, a lo que Jennifer respondió agarrándola de los pelos... y quedándose con ellos en la mano, ¡porque llevaba peluca!
Maude rió de buena gana.
─¡Cuánto me habría gustado estar allí!
─Parece que todas empiezan a hacer amigas ─dijo Paul.
─Menos mal. Necesito que trabajen en equipo.
El jardín se fundía poco a poco con el bosque, y cuando quisieron darse cuenta estaban en plena espesura. El solio de las hojas apenas dejaba pasar luz.
─¿Por qué llaman «Bosque Nuevo» a esta zona? ─preguntó Paul─. Parece la mar de viejo.
─¿Aún no te has dado cuenta de que los nombres ingleses no tienen lógica?
Paul se echó a reír.
─Supongo que no.
Siguieron caminando en silencio. Paul se sentía romántico. Le habría gustado besar a Flick, pero no podía olvidarse de su anillo de boda. ─Cuando tenía cuatro años, conocí al rey ─dijo Flick de improviso. ─¿Al actual?
─No, a su padre, Jorge V. Estuvo de visita en Somersholme. Por supuesto, procuraron mantenerme alejada de él; pero el domingo por la mañana apareció por el huerto y me vio. «Buenos días, pequeña ─me dijo─. ¿Lista para ir a la iglesia?» Era un hombre bajito, pero tenía un auténtico chorro de voz.
─¿Y tú qué dijiste?
─«¿Quién es usted?», le pregunté. «Soy el rey», respondió. Y entonces, según la leyenda familiar, yo repliqué: «No es verdad, es usted demasiado pequeño». Afortunadamente, le dio por reír. ─Veo que ni de niña sentías respeto por la autoridad. ─Eso dicen.
Paul oyó un gemido ahogado. Perplejo, volvió la cabeza hacia el lugar del que procedía el ruido y vio a Ruby Romain y a Jim Cardwell, el instructor de armamento. Ruby estaba reclinada contra un árbol y Jim la abrazaba inclinado sobre ella. Se estaban besando apasionadamente. Ruby volvió a gemir.
Estaban más que abrazados, comprendió Paul, que sintió tanto apuro como excitación. Las manos de Jim no paraban quietas bajo la blusa de Ruby, que tenía la falda levantada hasta la cintura. Paul vio una de sus morenas piernas y la tupida mata de pelo que le cubría el pubis. La otra pierna, levantada y doblada, descansaba el pie en la cadera del capitán. Se meneaban al unísono de forma inequívoca.
Paul miró a Flíck. También los había visto. Siguió observándolos durante un instante, con una expresión de sorpresa y de algo más. Luego, dio media vuelta y se alejó a buen paso. Paul la siguió, y juntos desanduvieron el camino que los había llevado allí, procurando no hacer ruido.
─Lo siento mucho ─dijo Paul al cabo de un rato.
─No ha sido culpa tuya ─respondió Flick.
─Aun así, siento haberte llevado por ahí.
─No tiene importancia. Nunca había visto a nadie haciendo... eso. Ha sido bastante tierno.
─¿Tierno? ─dijo Paul, que hubiera utilizado otro calificativo─. Eres una mujer impredecible, ¿sabes?
─¿Cómo lo has notado?
─No seas irónica, intentaba hacerte un cumplido ─dijo Paul repitiendo sus palabras exactas.
─Entonces, me retiraré ahora que voy ganando ─replicó Flick riendo.
Salieron del bosque y avanzaron por el jardín. Apenas quedaba luz, y en la casa habían corrido las cortinas antiaéreas. Maude y Diana habían abandonado el banco bajo el haya roja.
─Sentémonos unos minutos ─propuso Paul, que se resistía a entrar en la casa.
Flick lo complació sin decir palabra.
Paul se sentó de lado para poder mirarla. Ella soportó el examen sin protestar, pero se quedó pensativa. Paul le cogió la mano y le acarició las yemas de los dedos. Flick lo miró con una expresión inescrutable, pero no retiró la mano.
─Sé que no debería ─dijo Paul─, pero tengo muchas ganas de besarte.
Flick siguió mirándolo sin responder, con una expresión a medias divertida, a medias triste. Paul tomó la callada por respuesta y la besó.
Sus labios eran suaves y cálidos. Paul cerró los ojos y se concentró en la sensación. Para su sorpresa, la chica los separó, y Paul sintió la punta de su lengua, primero a lo largo del labio superior y, luego, del inferior, y abrió la boca.
La rodeó con los brazos y la atrajo hacia sí, pero ella lo rechazó y se puso en pie.
─Basta ─murmuró y, dando media vuelta, se alejó hacia la casa.
Paul se quedó mirándola alejarse en la penumbra. De repente, su cuerpo, menudo y armonioso, le pareció la cosa más deseable del mundo. Flick echó a correr, y sus atléticas zancadas lo hicieron sonreír.
─Felicity ─murmuró─, eres absolutamente adorable.
Cuando desapareció en el interior de la casa, Paul se puso en pie y siguió sus pasos. En la sala de estar, Diana, que fumaba con aire pensativo, se había quedado sola. Paul se sentó a su lado obedeciendo a un impulso.
─Usted y Flick se conocen desde que eran niñas... Diana le sonrió con inesperada calidez.
─Es un encanto, ¿verdad?
Paul no quería delatarse.
─Me cae muy bien y me gustaría saber más cosas sobre ella.
─Siempre le ha gustado la aventura ─dijo Diana─. Le encantaban los largos viajes a Francia que hacíamos en febrero. Pasábamos una noche en París y luego cogíamos el Tren Azul hasta Niza. Uno de esos inviernos, mi padre decidió visitar Marruecos. Creo que Flick nunca se lo ha pasado mejor. Aprendió cuatro palabras árabes y no perdía ocasión de practicarlas con los mercaderes de los zocos. Nos pasábamos las horas muertas leyendo las memorias de las aguerridas viajeras victorianas que habían recorrido Oriente Medio disfrazadas de hombre.
─Se entendía bien con su padre?
─Mucho mejor que yo.
─¿Cómo es su marido?
─Todos los hombres de Flick tienen algo de exóticos. En Oxford, su mejor amigo era un chico nepalí, Rajendra, lo que causó auténtica consternación en la sala de alumnas veteranas de St Hilda, se lo aseguro, aunque no sé si llegó a... ya sabe, a cometer alguna inconveniencia con el chico. Otro alumno, un tal Charlie Standish, bebía los vientos por ella, pero era demasiado aburrido para Flick. Se enamoró de Michel porque es encantador, extranjero y listo, como a ella le gustan.
─Exóticos ─murmuró Paul.
Diana se echó a reír.
─No se preocupe, encaja en el tipo. Es estadounidense, le falta media oreja y es más listo que el hambre. Sólo tiene que jugar sus bazas.
Paul se puso en pie. La conversación empezaba a tomar unos derroteros demasiados íntimos.
─Lo tomaré como un cumplido ─dijo sonriendo─. Buenas noches. Camino de su habitación, pasó ante la de Flick. Había luz bajo la puerta.
Se puso el pijama y se acostó, pero no tenía sueño. Estaba demasiado nervioso y contento para dormir. Le habría gustado que Flick y él pudieran hacer como Ruby y Jim: ceder a sus deseos sin sentirse culpables. ¿Por qué no?, se preguntó. ¿Por qué demonios no?
La casa estaba en silencio.
Unos minutos después de medianoche, saltó fuera de la cama y se deslizó por el pasillo hasta la habitación de Flick. Llamó suavemente a la puerta y entró sin esperar respuesta.
─Hola ─musitó Flíck.
─Soy yo.
─Ya.
Estaba acostada boca arriba en la estrecha cama, con la cabeza recostada sobre dos almohadones. Tenía las cortinas descorridas, y la luz de la luna se filtraba por la pequeña ventana. Paul veía con claridad la línea recta de su nariz y el óvalo de su barbilla, que al principio no había acabado de gustarle. Ahora le parecía angelical.
Paul se arrodilló junto a la cama.
─La respuesta es no ─le susurró Flick.
Él le cogió la mano y le besó la palma.
─Por favor ─murmuró.
─No.
Se inclinó para besarla, pero ella volvió la cara. ─Sólo un beso.
─Si te beso, estoy lista.
El corazón le dio un vuelco. Eso quería decir que Flick sentía lo mismo que él. La besó en el pelo, luego en la frente y en la mejilla, pero ella mantuvo vuelta la cabeza. La besó en el hombro, sobre el tirante del camisón, y le rozó el pecho con los labios. Tenía el pezón erecto.
─Lo deseas ─le dijo Paul.
─Fuera ─ordenó Flick.
─No me digas eso.
La chica se volvió hacia él. Paul inclinó la cara para besarla, pero ella le puso un dedo en los labios como si quisiera silenciarlo. ─Vete ─repitió─. Lo digo en serio.
Paul contempló su hermoso rostro a la luz de la luna. Su expresión no dejaba lugar a dudas. Aunque apenas la conocía, comprendió que no conseguiría convencerla. Se levantó de mala gana.
Ante la puerta, lo intentó por última vez.
─Mujer, no seas así...
─Basta de charla. Vete.
Paul dio media vuelta y salió.