Tercer día:
martes, 30 de mayo de 1944

Flick salió de Londres al amanecer conduciendo una motocicleta Vincent Comet con un potente motor de 500 centímetros cúbicos. Las carreteras estaban desiertas. El racionamiento de la gasolina era muy estricto, y los conductores podían acabar en la cárcel por hacer viajes «innecesarios». Iba a toda velocidad. Era peligroso pero emocionante. El riesgo merecía la pena.

Se sentía igual respecto a la misión, asustada pero impaciente. Había trasnochado con Percy y Paul, bebiendo té y ultimando el plan. Habían decidido que el grupo constara de seis mujeres, como las brigadas de limpieza del palacio. Necesitaban una experta en explosivos y una técnica en telefonía, que decidiría dónde colocaban las cargas para asegurarse de que dejaban la instalación fuera de combate. Flick quería contar con una buena tiradora y con dos soldados experimentadas. Con ella, hacían seis.

Tenía un día para encontrarlas y necesitaría un mínimo de dos para ponerlas a punto, al menos para enseñarles a saltar en paracaídas. Miércoles y jueves. Saltarían sobre Reims el viernes por la noche, y entrarían en el palacio el sábado por la tarde; a las malas, el domingo. Eso les dejaba un día como margen de error.

Cruzó el río por el puente de Londres. La motocicleta recorrió como una exhalación los muelles y las calles bombardeadas de Bermondsey Y Rotherhithe; a continuación, Flick enfiló la carretera vieja de Kent, ruta tradicional de peregrinación en dirección a Canterbury. En cuanto salió de los suburbios, hizo girar el acelerador al límite de su potencia. Durante un rato, dejó que el viento le alborotara el pelo y se llevara sus preocupaciones.

Aún no eran las seis cuando llegó a Somersholme, la casa de campo de los barones de Colefield. Flick sabía que William, el barón, estaba en Italia, camino de Roma con el Octavo Ejército. Su hermana, la Honorable Diana Colefield, era el único miembro de la familia que residía en la mansión en aquellos momentos. El inmenso edificio, que disponía de docenas de dormitorios para los invitados y sus sirvientes, se había convertido en casa de reposo para soldados convalecientes.

Flick redujo la velocidad y recorrió el paseo flanqueado de tilos centenarios lentamente, absorta en la magnífica mole de granito rosa, en sus ventanas salientes, sus balcones, buhardillas y caballetes, sus decenas de vanos y su ejército de chimeneas. Aparcó en el patio de grava, junto a una ambulancia y un grupo de jeeps.

El vestíbulo bullía de enfermeras cargadas con bandejas de té. Aunque los soldados estaban allí para recuperarse, seguían despertándolos al amanecer. Flíck preguntó por la señora Riley, el ama de llaves, y le indicaron que bajara al sótano. Encontró a la mujer mirando la caldera con preocupación en compañía de dos hombres vestidos con mono.

─Hola, mamá ─dijo Flick.

La señora Riley le echó los brazos al cuello y le plantó un sonoro beso. Era aún más baja que Flick y estaba igual de delgada, pero, como su hija, tenía más fuerza de lo que parecía, de modo que el abrazo dejó a Flick sin respiración. Jadeando y riendo, escapó de entre los brazos de su madre.

─¡Uno de estos días me vas a romper algo!

─Nunca sé si estás viva hasta que vienes a verme ─se quejó la señora Riley con su leve pero pertinaz deje irlandés: sus padres la habían traído de Cork hacía cuarenta y cinco años.

─¿Qué le pasa a la caldera?

─Que no la hicieron para calentar tanta agua. Las enfermeras son unas maniáticas de la limpieza; imagínate que obligan a los pobres soldados a bañarse a diario. Vamos a la cocina, que te prepararé el desayuno.

Flick tenía prisa, pero se dijo que su madre se merecía unos minutos. Además, necesitaba comer algo. Siguió a la señora Riley escaleras arriba y la acompañó a las dependencias de la servidumbre.

Flick se había criado en aquella casa. Había jugado en el patio de los criados, había correteado por los bosques del contorno, había ido a la escuela del pueblo, que se encontraba a kilómetro y medio, y regresado a la casa desde el internado y la universidad para pasar las vacaciones.

Había sido afortunada. La mayoría de las mujeres con el oficio de su madre se veían obligadas a dejar el trabajo cuando tenían un hijo. La señora Riley lo había conservado, en parte porque el anciano conde era un hombre poco convencional, pero sobre todo porque no estaba dispuesto a dejar escapar a un ama de llaves tan excepcional. Su marido, que era mayordomo, había muerto cuando Flick tenía seis años. Todos los inviernos, en febrero, la señora Riley y su hija acompañaban a la familia a la villa de Niza. Allí era donde Flick había aprendido francés.

El difunto conde, padre de William y Diana, que sentía debilidad por ella, la había animado a estudiar y le había pagado las matrículas del colegio privado. Se sintió muy orgulloso cuando Flick obtuvo una beca de la Universidad de Oxford. La muerte del anciano, que se había producido poco después de estallar la guerra, causó tanto dolor a Felicity como si hubiera sido la de su auténtico padre.

En la actualidad, la familia sólo ocupaba parte de la casa. La antigua despensa se había convertido en cocina. La madre de Flick puso a calentar la tetera.

─Con una tostada tengo bastante, mamá.

La señora Riley hizo como que no la oía y puso a freír unas tiras de bacon.

─Bueno, ya veo que estás bien ─dijo la mujer─. ¿Y ese marido tuyo tan guapo?

─Michel está vivo ─respondió Flick sentándose a la mesa de la cocina; el bacon olía que alimentaba.

─¿Que está vivo? Si dices eso, es que le ha pasado algo... ¿Lo han herido?

─Le pegaron un tiro en el culo. Sobrevivirá. ─Entonces, lo has visto...

Flick se echó a reír.

─Mamá, por favor ... Ya sabes que no puedo contarte nada.

─Sí, claro que lo sé. ¿No estará tonteando con alguna pelandusca? Supongo que eso no es un secreto militar...

Como siempre, la intuición de su madre la dejó pasmada. Parecía medio bruja.

─Espero que no.

─Ya. ¿Alguna pelandusca en particular, con la que esperas que no esté tonteando?

Flick no respondió a la pregunta directamente.

─¿Te has parado a pensar, mamá, que a veces los hombres parecen no darse cuenta de que una chica es tonta perdida? La señora Riley gruñó por lo bajo.

─Conque así está la cosa... Es guapa, supongo... ─¡Pse!

─¿Joven?

─Diecinueve.

─¿Lo has puesto firmes?

─Sí. Me ha prometido dejarlo.

─Puede que mantenga su promesa... si no lo dejas solo demasiado tiempo.

─Lo intentaré.

La señora Riley soltó un suspiro.

─Eso es que vas a volver...

─No puedo decírtelo.

─¿Es que no has hecho ya bastante?

─Todavía no hemos ganado la guerra, de modo que no, supongo que no he hecho bastante.

La mujer le puso delante un plato con huevos y bacon. Flick se dijo que parecía el equivalente de las raciones de una semana, pero se contuvo y no protestó. Lo mejor era mostrarse agradecida. Además, de repente le había entrado un hambre canina.

─Gracias, mamá ─dijo─. Me mimas demasiado.

La señora Riley sonrió satisfecha, y Flick se lanzó al ataque. Mientras comía, comprendió divertida que, a pesar de sus evasivas, su madre le había sonsacado todo lo que deseaba saber con una facilidad pasmosa.

─Deberías trabajar para el servicio secreto ─le dijo masticando un trozo de huevo frito─. Podrían emplearte como interrogadora. Has conseguido que te lo contara todo.

─Soy tu madre, tengo derecho a saberlo.

No tenía importancia. Mamá no se lo contaría a nadie.

La mujer se tomó una taza de té mientras su hija comía.

─Por supuesto, tienes que ganar la guerra tú solita ─dijo con tono entre cariñoso y sarcástico─.Ya eras así de pequeña: independiente hasta la impertinencia.

─Y no me lo explico, porque siempre estabais pendientes de mí. Cuando tú tenías trabajo, siempre había media docena de doncellas bailándome el agua.

─Creo que te animé a valerte por ti misma porque no tenías padre. Cuando querías que te hiciera alguna cosa, arreglarte la cadena de la bici, por ejemplo, o coserte un botón, solía decirte: «Prueba a hacerlo tú, y si no puedes, me lo dices». Nueve veces de cada diez no volvía a saber nada del asunto.

Flick se terminó el bacon y rebañó el plato con un trozo de pan. 

─A veces me ayudaba Mark ─dijo Flick refiriéndose a su hermano, que le llevaba un año.

Su madre la miró muy seria.

─Dejémoslo estar ─murmuró.

Flick reprimió un suspiro. Su madre y su hermano llevaban dos años sin hablarse. Mark era director de escena en un teatro y vivía con un actor llamado Steve. Hacía años que la señora Riley había comprendido que a su hijo «no le tiraba el matrimonio», como ella decía. Pero en un arranque de ingenua sinceridad, Mark había cometido la estupidez de contarle a mamá que quería a Steve y que eran como marido y mujer. Mamá se había sentido mortalmente ofendida y no había querido volver a saber nada de su hijo.

─Mark te quiere, mamá ─le aseguró Flick.

─Hummm.

─Me gustaría tanto que os reconciliarais...

─No lo dudo.

La mujer cogió el plato vacío de Flick y lo lavó en el fregadero. Flick meneó la cabeza con exasperación.

─Mira que eres cabezota, mamá...

─De alguien tenías que heredarlo, hija.

Flick no pudo evitar una sonrisa. Su madre no era la única que la acusaba de cabezonería. «Borrica», solía llamarla Percy, aunque cariñosamente. Flick procuró mostrarse conciliadora.

─En fin, supongo que no puedes evitar sentirte así. Además, no pienso discutir contigo después de semejante desayuno.

No obstante, acabaría consiguiendo reconciliarlos. Pero tendría que dejarlo para mejor ocasión, se dijo levantándose de la mesa.

─Me he alegrado mucho de verte, hija ─murmuró la señora Riley sonriendo─. Me tienes preocupada.

─He venido por algo más. Necesito hablar con Diana. 

─¿Y eso?

─No puedo decírtelo.

─Espero que no estés pensando en llevártela a Francia contigo. 

─¡Chisss...! ¿He dicho yo algo de ir a Francia? 

─Supongo que como es tan buena tiradora... 

─No puedo decirte nada.

─¡Hará que te maten! No sabe lo que significa la palabra disciplina... ¿Cómo iba a saberlo? No la han educado para eso. Por supuesto, no es culpa suya. Pero cometerías una estupidez confiando en ella...

─Sí, ya lo sé ─la atajó Flick, impaciente. Había tomado una decisión y no pensaba discutirla con su madre.

─Ha colaborado en varios sitios durante la guerra, y la han acabado echando de todos.

─Lo sé. ─Sin embargo, Diana era una tiradora de primera, y Flick no tenía tiempo para ser exigente. Aceptaría lo que encontrara. Su mayor preocupación era que Diana se negara. No podía forzar a nadie. Aquel trabajo era estrictamente para voluntarias─. ¿Sabes dónde puede estar?

─Seguirá en el bosque ─respondió la señora Riley─. Ha salido temprano, a cazar conejos.

─Ya.

Con Diana no había bicho tranquilo. Le encantaba cazar zorros, perseguir venados, acribillar liebres, abatir urogallos... Incluso le gustaba pescar. A falta de algo mejor, se conformaba con los conejos.

─No tienes más que localizar el tiroteo.

─Gracias por el desayuno.

Flick besó a su madre y se dirigió hacia la puerta.

─Y no te pongas a tiro de esa loca ─le advirtió la señora Riley en el último momento.

Flick salió por la puerta de servicio, atravesó el huerto y penetró en el bosque por la parte posterior de la casa. Los árboles estaban cubiertos de lustrosas hojas nuevas, y las ortigas le llegaban a la cintura. Flick, que llevaba botas recias de motorista y pantalones de cuero, avanzó decidida pisoteando la maleza. El mejor medio para reclutar a Diana, se dijo, era plantearle un reto.

Se había adentrado unos trescientos metros en el bosque, cuando oyó un disparo de escopeta. Se detuvo, aguzó el oído y gritó: ─¡Diana!

No hubo respuesta.

Siguió andando en la misma dirección y llamando a Diana de vez en cuando. Unos metros más adelante, oyó gritar:

─¡Por aquí, maldito escandaloso, seas quien seas! 

─Voy, pero baja la escopeta.

Diana la esperaba fumándose un cigarrillo, sentada contra un roble en el borde de un claro. Tenía la escopeta sobre las rodillas, abierta para volver a cargarla, y una docena de conejos amontonados a un lado.

─¡Mira a quién tenemos aquí! ─exclamó la joven─. Me has espantado a todas las piezas.

─Ya volverán mañana. ─Flick observó a su antigua compañera de juegos. Diana era atractiva, aunque el pelo, oscuro y corto, y las pecas, que le salpicaban la cara a la altura de la nariz, la hacían parecer un chico.Vestía cazadora y pantalones de pana─. ¿Cómo estás, Diana?

─Aburrida. Frustrada. Deprimida. Por lo demás, estupendamente.

Flíck se sentó a su lado en la hierba. Puede que fuera más fácil de lo que suponía.

─¿Cuál es el problema?

─Que me estoy pudriendo en la jodida campiña inglesa mientras mi hermano conquista Italia.

─¿Cómo está?

─¿William? ¿Cómo quieres que esté? Encantado de contribuir a ganar la guerra. Mientras tanto, a mí nadie me da un trabajo como Dios manda.

─A lo mejor yo puedo arreglarlo.

─Tú eres una FANY. ─Diana le dio una calada al cigarrillo y soltó una bocanada de humo─. Cariño, yo no puedo hacer de chauffeuse. Flick asintió. Diana era demasiado señorita para hacer los trabajos subalternos a los que podían aspirar la mayoría de las mujeres. 

─La verdad es que venía a proponerte algo más interesante. 

─¿El qué?

─Puede que no te atraiga. Es bastante difícil, y muy peligroso. Diana la miró con escepticismo.

─¿Qué hay que hacer, conducir durante los apagones?

─No puedo explicarte gran cosa, porque es secreto. 

─Flick, cariño, ¿no irás a decirme que eres una Mata-Hari?.

─Te aseguro que no me ascendieron a mayor por llevar de paseo a los generales.

Diana la miró de hito en hito.

─¿Estás hablando en serio?

─Completamente.

─Dios santo...

Mal que le pesara, estaba impresionada.

Flick necesitaba su consentimiento explícito.

─Entonces, ¿estás dispuesta a hacer algo verdaderamente peligroso? No estoy bromeando, es más que probable que no lo cuentes. 

Más que asustada, Diana parecía encantada.

─Claro que estoy dispuesta. William se juega la vida a diario, ¿por qué no iba a hacerlo yo?

─¿Estás segura?

─Segurísima.

Flick disimuló su alivio. Acababa de reclutar a la primera mujer de su equipo.

Diana estaba tan entusiasmada que Flick decidió aprovechar la oportunidad para poner los puntos sobre las íes.

─Hay una condición, y puede que te resulte más desagradable que el peligro.

─¿Cuál?

─Me llevas dos años y en la vida civil perteneces a una clase superior. Eres la hija de un conde, y yo la de un ama de llaves. Hasta ahí, ningún problema. Como diría mamá, esas cosas no tienen vuelta de hoja. 

─Muy bien, cariño, entonces, ¿cuál es el problema? 

─Estoy al mando de la operación. Tendrás que obedecerme. 

Diana se encogió de hombros.

─De acuerdo.

─Será un problema ─insistió Flick─. Se te hará cuesta arriba. Pero no voy a pasarte una hasta que te acostumbres. Te lo advierto. 

─¡Sí, señor!

─En mi departamento las formalidades están de más, así que no hace falta que me llames ni señor ni señora. Pero llevamos la disciplina militar a rajatabla, especialmente durante las operaciones. Si lo olvidas, mi ira será la menor de tus preocupaciones. En mi trabajo, desobedecer una orden puede significar perder la vida.

─¿Jesús, qué dramático! Pero lo entiendo, por supuesto.

Flíck no estaba tan segura, pero había hecho todo lo que estaba en su mano. Se sacó un bloc del bolsillo de la blusa y escribió una dirección de Hampshire.

─Haz la maleta para tres días. Tienes que presentarte aquí. Coges el metro en Waterloo hasta Brockenhurst.

Diana leyó la dirección.

─Pero... si es la propiedad de lord Montagu... 

─Ahora la mayor parte la ocupa mi departamento. ─¿Qué departamento es ése?

─La Agencia de Investigación Interdepartamental ─dijo Flick usando el nombre en clave de costumbre.

─Espero que lo que vamos a hacer sea más emocionante que el nombrecito.

─Eso te lo garantizo.

─¿Cuándo empiezo?

─Tienes que estar allí hoy mismo. ─Flick se puso en pie─. Empezarás el adiestramiento mañana al amanecer.

─Volveré contigo a casa y me pondré a hacer la maleta ─dijo Diana levantándose─. Dime una cosa...

─Si puedo...

Diana, que parecía apurada, se puso a manosear la escopeta. Cuando miró a Flick, la expresión de su rostro traslucía una franqueza inequívoca.

─¿Por qué yo? ─preguntó─. Supongo que sabes que me han echado de todas partes...

Flick asintió.

─No voy a engañarte. ─Volvió la vista hacia los conejos ensangrentados, que seguían en el suelo, y la alzó de nuevo hacia el delicado rostro de Diana─. Eres una cazadora ─dijo─. Justo lo que necesito.

12

Dieter durmió hasta las diez. Se despertó con dolor de cabeza debido a la morfina, pero por lo demás se sentía bien: contento, optimista, confiado. El sangriento interrogatorio de la víspera le había proporcionado una pista caliente. La mujer de la calle du Bois, conocida por el nombre en clave de Burguesa, podía conducirlo directamente hasta el corazón de la Resistencia francesa.

O a ninguna parte.

Se bebió un litro de agua y se tomó tres aspirinas para aliviar la resaca de la morfina; luego, cogió el teléfono.

Primero llamó al teniente Hesse, que se alojaba en una habitación menos lujosa del mismo hotel.

─Buenos días, Hans. ¿Ha dormido bien?

─Sí, mayor, gracias. Señor, he ido al ayuntamiento para comprobar la dirección de la calle du Bois.

─Buen chico ─dijo Dieter─. ¿Qué ha descubierto?

─La casa pertenece a la señorita Jeanne Lemas, que es su única ocupante.

─Pero puede que haya otras personas viviendo en ella...

─He pasado en coche por delante, sólo para echar un vistazo, y no se veía movimiento.

─Esté listo para salir con mi coche dentro de una hora. 

─Muy bien.

─Y, Hans... lo felicito por su iniciativa.

─Gracias, señor.

Dieter colgó el auricular. Se preguntaba qué aspecto tendría Mademoiselle Lemas. Gaston había asegurado que ningún miembro del circuito Bollinger la conocía, y Dieter lo creía: la casa era un dispositivo de seguridad. Los agentes recién llegados no sabían otra cosa que dónde contactar con la mujer: si los cogían, no podrían revelar ninguna información sobre la Resistencia. Al menos, en teoría. La seguridad perfecta es una utopía.

Era poco probable que Mademoiselle Lemas estuviera casada. Podía ser una mujer joven que había heredado la casa de sus padres, una madurita en busca de marido o una solterona de edad. Le convenía ir con una mujer, se dijo.

Volvió al dormitorio. Stéphanie se había cepillado la exuberante cabellera pelirroja y lo esperaba sentada en la cama, enseñando los pechos por encima de la sábana. No podía negarse que sabía cómo excitar a un hombre. Sin embargo, Dieter venció el impulso de volver a la cama.

─¿Harías algo por mí? ─le preguntó Dieter. 

─Cualquier cosa.

─¿Lo que sea? ─Se sentó en el borde de la cama y le acarició el hombro─. ¿Vendrías conmigo a ver a otra mujer?

─Por supuesto ─respondió Stéphanie─. Y le lamería los pezones mientras se lo haces.

─Lo harías, no me cabe duda. ─Dieter rió encantado. Había tenido otras amantes, pero ninguna como Stéphanie─. Lamentablemente no se trata de eso. Quiero que me acompañes a arrestar a una mujer de la Resistencia.

El rostro de Stéphanie no mostró la menor emoción. 

─Muy bien ─dijo con calma.

Dieter estuvo tentado de insistir hasta que reaccionara, de preguntarle cómo se sentía al respecto y si de verdad no le importaba hacerlo; pero decidió conformarse con su asentimiento.

─Gracias ─le dijo, y volvió al salón.

Mademoiselle Lemas podía estar sola, pero también cabía la posibilidad de que la casa estuviera llena de agentes aliados armados hasta los dientes. Consultó su libreta y le dio el número de Rommel en La Roche-Guyon al operador del hotel.

Al comienzo de la ocupación, la red telefónica francesa estaba colapsada. Los alemanes mejoraron los equipos, añadieron kilómetros de cable e instalaron centralitas automáticas. El sistema seguía sobrecargado, pero funcionaba mucho mejor.

Dieter preguntó por el ayudante de Rommel. Al cabo de un momento oyó la voz fría y cortante del mayor Godel: 

─Godel.

─Soy Dieter Franck. ¿Cómo está usted, Walter?

─Ocupado ─respondió Godel con sequedad─. ¿De qué se trata?

─Estoy progresando muy rápidamente. Prefiero no darle detalles, porque llamo desde un hotel, pero estoy a punto de arrestar a un espía, puede que a varios. Pensé que al mariscal de campo le gustaría saberlo.

─Se lo comunicaré.

─Otra cosa. Necesitaría ayuda. Sólo dispongo de un teniente. Estoy tan desesperado que he pedido ayuda a mi amiga francesa. 

─Eso no es muy sensato.

─Le aseguro que es de total confianza. Pero no me servirá de mucho contra un grupo de terroristas experimentados. ¿Podría conseguirme media docena de hombres competentes?

─Use a la Gestapo. Para eso están.

─No me fío de ellos. Ya sabe que están cooperando con nosotros a regañadientes. Necesito gente de confianza.

─Quíteselo de la cabeza ─respondió Godel.

─Mire, Walter, ya sabe lo importante que es esto para Rommel... Me ha encomendado que me asegure de impedir que la Resistencia entorpezca nuestra movilidad...

─Sí. Pero el mariscal de campo espera que lo haga sin privarlo de tropas de combate.

─En esas condiciones, no sé si seré capaz.

─¡Por amor de Dios, Franck! ─lo atajó Godel─. Tenemos que defender toda la costa del Atlántico con un puñado de soldados, y usted está rodeado de hombres sanos y fuertes sin otra obligación que registrar pajares en busca de viejos judíos. ¡Ponga manos a la obra y deje de calentarme la cabeza!

Dieter oyó un clic al otro lado de la línea. Estaba estupefacto. Godel no perdía los estribos así como así. Estaba claro que la amenaza de la invasión los había puesto al borde de la histeria. Pero la cosa estaba clara. Tenía que apañárselas solo.

Soltó un suspiro, presionó la horquilla para obtener tono y llamó al palacio de Sainte-Cécile.

Lo pusieron con Willi Weber.

─Voy a llevar a cabo una detención en una casa de la Resistencia ─le dijo─. Necesitaría a algunos de tus pesos pesados de la Gestapo. ¿Podrías mandarme a cuatro hombres y un coche al hotel Frankfort? ¿O prefieres que vuelva a hablar con Rommel?

Era una amenaza innecesaria. Weber estaba más que dispuesto a que sus hombres participaran en la operación. De ese modo, la Gestapo podría adjudicarse todo el mérito en caso de que tuviera éxito. Le prometió que tendría el coche y los hombres en media hora.

A Dieter no le hacía maldita la gracia trabajar con la Gestapo. No podría controlarlos. Pero no tenía elección.

Mientras se afeitaba, escuchó la radio, que estaba sintonizada con una emisora alemana. Se enteró de que la primera batalla de tanques que tenía lugar en el teatro del Pacífico se había librado el día anterior, en la isla de Biak. El ejército de ocupación japonés había hecho retroceder a la división estadounidense de infantería 162 hasta la cabeza de playa. «Arrojadlos al mar», murmuró Dieter para sus adentros.

Se puso un traje de estambre gris oscuro, una camisa fina de algodón de rayas gris pálido y una corbata negra con topos blancos. Le encantaba que los puntos, en lugar de estampados, estuvieran cosidos al tejido. Se quedó pensando un instante; luego, se quitó la chaqueta y se puso una sobaquera. Cogió la Walther P38 automática de un cajón del escritorio, se la enfundó y volvió a ponerse la chaqueta.

Se sentó a tomar una taza de café y contempló a Stéphanie mientras se vestía. Los franceses confeccionaban la lencería más bonita del mundo, se dijo, mientras la chica se ponía un conjunto de braguita y camisola color crema. Le encantaba mirarla mientras se subía las medias y alisaba la seda sobre sus muslos.

─¿Cómo es posible que ningún gran pintor haya inmortalizado un momento así? ─dijo Dieter.

─Porque las mujeres del Renacimiento no tenían medias de seda natural.

Se marcharon en cuanto estuvo lista.

Hans Hesse y el Hispano-Suiza los esperaban ante el hotel. El joven teniente miró a Stéphanie con respetuosa admiración. A sus ojos, la chica era tan deseable como intocable. Dieter no pudo evitar compararlo con una muerta de hambre embobada ante un escaparate de Cartier. Tras su coche, había un Citroen negro Traction Avant ocupado por cuatro hombres de la Gestapo vestidos de paisano. Dieter comprobó que el mayor Weber había decidido participar en persona en la operación; estaba sentado en el asiento del acompañante y vestía un traje verde de tweed que le daba aspecto de granjero con la ropa de los domingos.

─Sígueme ─le dijo Dieter─. Cuando lleguemos, no salgas del coche hasta que te llame, por favor.

─¿De dónde has sacado esa preciosidad? ─le preguntó Weber. ─ Me la regaló un judío ─respondió Dieter─. Por ayudarlo a huir a Norteamérica.

Weber rezongó con incredulidad, pero Dieter hablaba en serio.

Con gente como Weber, lo mejor era fanfarronear. Si Dieter hubiera intentado mantener oculta a Stéphanie, Weber habría sospechado de inmediato que era judía y le habría faltado tiempo para investigarla. Pero, como Dieter se exhibía con ella, ni siquiera se le pasó por la cabeza.

Con Hans al volante, se dirigieron hacia la calle du Bois.

Reims era una ciudad importante con una población que sobrepasaba los cien mil habitantes, pero por sus calles apenas circulaban coches. El uso de automóviles estaba restringido a quienes prestaban algún servicio público: policías, médicos, bomberos y, por supuesto, los alemanes. El resto de los ciudadanos se desplazaba en bicicleta o a pie. Se disponía de gasolina para el reparto de comida y otros artículos de primera necesidad, pero muchas mercancías se transportaban mediante carros tirados por caballos. La principal industria de la región era el champán. A Dieter le encantaba en todas sus variedades: los añejos con cuerpo; los caldos jóvenes, frescos y ligeros; los refinados blanc de blancs; los semisecos, ideales para acompañar los postres; e incluso los pícaros rosados, favoritos de las cortesanas parisinas.

La calle du Bois, una calle tranquila flanqueada de árboles, se encontraba a las afueras de la ciudad. Hans detuvo el coche ante una casa alta situada en una esquina que tenía un pequeño patio lateral. Aquél era el hogar de mademoiselle Lemas, se dijo Dieter. ¿Sería capaz de doblegar su espíritu? Las mujeres tenían más aguante que los hombres. Gritaban y chillaban, pero tardaban en desmoronarse. Había fracasado con mujeres más de una vez; con hombres, nunca. Si aquella conseguía vencerlo, podía decir adiós a su investigación.

─Si ves que te hago una seña, ven enseguida ─le dijo a Stéphanie, y salió del coche.

El Citroen de Weber se detuvo detrás del Hispano-Suiza, pero los hombres de la Gestapo obedecieron sus instrucciones y permanecieron en el interior.

Dieter echó un vistazo al patio lateral. Había un garaje. El resto lo ocupaba un pequeño jardín con setos bien recortados, arrayanes rectangulares llenos de flores y un cuidado sendero de grava. La propietaria era una mujer cuidadosa.

Junto a la puerta de entrada había un anticuado cordón rojo y amarillo. Dieter le dio un tirón y oyó el sonido de una campana mecánica en el interior.

La mujer que abrió la puerta rondaba los sesenta años. Tenía el pelo blanco, y lo llevaba recogido en la nuca con un prendedor de carey. Llevaba un vestido azul con estampado de florecillas blancas y, atado a la cintura, un delantal inmaculado.

─Buenos días, monsieur ─saludó con amabilidad.

Dieter sonrió. Era la perfecta viejecita de provincias bien educada. Ya se le había ocurrido una forma de torturarla. La confianza lo puso de buen humor.

─Buenos días ─dijo─. ¿Mademoiselle Lemas?

La mujer se fijó en su traje, vio el coche aparcado en el bordillo, percibió tal vez un asomo de acento alemán... y el miedo asomó a sus ojos.

Cuando respondió, un leve temblor alteraba su voz: ─Para servirlo.

─¿Está sola, mademoiselle? ─le preguntó Dieter sin dejar de escrutarla.

─Sí ─murmuró la mujer─. Completamente sola.

Le estaba diciendo la verdad. No le cupo duda. Una mujer así no habría podido mentir sin que se le notara en los ojos. Dieter se volvió y llamó a Stéphanie.

─Mi colega se unirá a nosotros. ─No iba a necesitar a los hombres de Weber─. Tengo que hacerle unas preguntas.

─¿Preguntas? ¿Sobre qué?

─¿Puedo entrar?

─Está bien.

Los muebles de madera oscura del salón estaban barnizados e impolutos. Había un piano cubierto con su funda, un grabado de la catedral en una de las paredes y unos pocos adornos de buen gusto sobre la repisa de la chimenea: un cisne de cristal tallado, una florista de porcelana, una bola transparente con un palacio de Versalles diminuto en su interior y tres camellos de madera.

Dieter tomó asiento en un sofá tapizado de felpa. Stéphanie se sentó a su lado, y mademoiselle Lemas, frente a ellos, en una silla de respaldo alto. Estaba rellenita, observó Dieter. Un detalle muy significativo después de cuatro años de ocupación. Su debilidad era la comida.

Sobre la mesita baja había una caja de cigarrillos y un pesado encendedor. Dieter abrió la caja y comprobó que estaba llena.

─Por favor, fume si lo desea ─dijo.

Su anfitriona parecía levemente ofendida: para las mujeres de su generación, el tabaco era un vicio de hombres.

─No fumo.

─Entonces, ¿para quién son los cigarrillos?

─Para las visitas.

La mujer se acarició la barbilla, signo inequívoco de falta de sinceridad.

─¿Y qué tipo de visitas suele tener?

─Amigos... Vecinos... ─murmuró la mujer con evidente incomodidad.

─Y espías británicos.

─Eso es absurdo.

Dieter le dedicó su mejor sonrisa.

─Está claro que es usted una señora respetable que se ha visto envuelta en actividades criminales por motivos equivocados ─dijo en un tono de amistosa franqueza─. Estoy decidido a jugar limpio con usted, y espero que no cometa la estupidez de mentirme.

─No le diré nada ─replicó mademoiselle Lemas.

Dieter fingió decepción, aunque estaba encantado de progresar con tanta rapidez. La mujer había dejado de simular que no sabía de qué le estaba hablando. Era tanto como una confesión.

─Voy a hacerle unas cuantas preguntas ─dijo Dieter─. Si no las contesta, tendré que volver a hacérselas en las dependencias de la Gestapo. ─Mademoiselle Lemas le lanzó una mirada desafiante─. ¿Dónde se encuentra con los agentes británicos? ─ La mujer no despegó los labios─. ¿Cómo la reconocen? ─Los ojos de mademoiselle Lemas sostuvieron la mirada de Dieter. Ya no estaba nerviosa, sino resignada. Era valiente;, se dijo Dieter. No iba a ser fácil─. ¿Cuál es la contraseña? ──No hubo respuesta─. ¿A quién tiene que presentárselos? ¿Cómo contacta con la Resistencia? ¿Quién es el jefe? ─Silencio. Dieter se levantó─. Acompáñeme, por favor.

─Muy bien ─dijo ella con voz firme─. ¿Me permite que me ponga el sombrero?

─Por supuesto. ─Dieter hizo un gesto a Stéphanie─. Acompaña a mademoiselle Lemas, por favor. Asegúrate de que no use el teléfono ni escriba nada.

Dieter no podía permitir que dejara un mensaje.

Esperó en el recibidor. Cuando volvieron, mademoiselle Lemas se había quitado el delantal y se había puesto un abrigo de entretiempo y un sombrero acampanado que había pasado de moda mucho antes de que estallara la guerra. Llevaba un aparatoso bolso de cuero marrón.

─¡Vaya! ─exclamó la mujer cuando estaban a punto de salir─. Me dejaba la llave.

─No la necesitará ─dijo Dieter.

─La puerta se cierra sola ─objetó la mujer─. Necesito la llave para volver a entrar.

Dieter la miró a los ojos.

─¿Es que no lo comprende? ─murmuró─. Ha ocultado en su casa a terroristas británicos, la han cogido y está en manos de la Gestapo. ─Dieter meneó la cabeza con una lástima que no era enteramente fingida─. Ocurra lo que ocurra, mademoiselle, nunca volverá a casa.

La mujer comprendió lo que le estaba ocurriendo en todo su horror. Se puso pálida y le fallaron las piernas, pero consiguió mantenerse erguida agarrándose al borde de una mesita en forma de riñón. Un jarrón chino que contenía un haz de hierbas secas bailó peligrosamente sobre el tablero, pero no cayó. Al cabo de un instante, mademoiselle Lemas recobró el aplomo. Se irguió y soltó la mesita. Lanzó otra mirada desafiante a Dieter y salió de la casa con la cabeza alta.

Dieter pidió a Stéphanie que se sentara delante, ocupó el asiento posterior con la prisionera y mantuvo con ella una conversación educada mientras Hans los conducía a Sainte-Cécile:

─¿Nació usted en Reims, mademoiselle?

─Sí. Mi padre era abogado del arzobispado

Un entorno religioso. Eso encajaba a la perfección en el plan que empezaba a tomar forma en la mente de Dieter. 

─¿Ya no lo es?

─Murió hace cinco años, tras una larga enfermedad.

─¿Y su madre?

─Murió siendo yo muy joven.

─Entonces, imagino que cuidó usted a su padre mientras estuvo enfermo...

─Durante veinte años.

─Ah. ─Eso explicaba que no se hubiera casado. Se había pasado media vida cuidando a un impedido─.Y le dejó la casa... La mujer asintió.

─Pequeña recompensa, dirían algunos, por toda una vida de sacrificio ─dijo Dieter con la mejor intención.

La mujer le lanzó una mirada ofendida.

─Esas cosas no se hacen esperando una recompensa.

─Claro que no. ─Lo había malinterpretado, pero se guardó mucho de decírselo. Si la mujer se convencía de su propia superioridad, moral y social, el plan de Dieter saldría muy beneficiado─. ¿Tiene hermanos?

─No.

Dieter lo vio todo con claridad. Los agentes a los que daba cobijo, hombres y mujeres jóvenes, eran como sus hijos. Los alimentaba, les lavaba la ropa, hablaba con ellos y probablemente vigilaba sus relaciones con el otro sexo para asegurarse de que no eran inmorales, al menos bajo su techo.

Y ahora moriría por ello.

Pero antes, con un poco de suerte, se lo contaría todo. O eso esperaba.

El Citroen de la Gestapo los siguió hasta Sainte-Cécile. Una vez aparcaron en la explanada del palacio, Dieter habló con Weber: 

─Voy a llevármela arriba y meterla en una oficina. 

─¿Por qué? En el sótano hay celdas de sobra. 

─Tú espera y lo verás.

Dieter acompañó a la prisionera escaleras arriba, hasta las dependencias de la Gestapo. Echó un vistazo a todas las habitaciones y eligió la más concurrida, combinación de sala de mecanógrafas y departamento postal. Estaba llena de hombres y mujeres jóvenes vestidos con camisa y corbata elegantes. Dejó a mademoiselle Lemas en el pasillo, cerró la puerta y dio unas palmadas para pedir silencio.

─Voy a entrar con una francesa ─dijo en voz baja─. Es una prisionera, pero quiero que se muestren educados y amistosos con ella, ¿entendido? Trátenla como si fuera una invitada. Es importante que se sienta respetada.

La hizo entrar, la invitó a sentarse y, murmurando una disculpa, le esposó un tobillo a una pata de la mesa. Pidió a Stéphanie que se quedara con ella y fue en busca de Hesse.

─Vaya a la cantina y dígales que preparen un almuerzo en una bandeja. Sopa, un segundo plato, un poco de vino; una botella de agua mineral y mucho café. Traiga cubiertos, vasos y una servilleta. Procure que tenga buena pinta.

El teniente sonrió admirado. No tenía ni idea de lo que tramaba su jefe, pero estaba seguro de que funcionaría.

Al cabo de unos minutos, regresó con la bandeja. Dieter la cogió y se la llevó a la oficina. La dejó delante de mademoiselle Lemas. 

─Por favor ─dijo─. Es la hora de la comida. 

─No tengo apetito, gracias.

─Al menos, pruebe la sopa ─la animó Dieter sirviéndole vino.

Ella le añadió agua y le dio un sorbo. A continuación, tomó una cucharada de sopa.

─¿Cómo está?

─Muy buena ─admitió la mujer.

─La comida francesa es tan refinada... A nosotros no nos sale tan bien.

Siguió parloteando y procurando que se relajara. La mujer se tomó casi toda la sopa. Dieter le llenó un vaso de agua.

El mayor Weber, que acababa de entrar, se acercó y se quedó pasmado mirando a la prisionera inclinada sobre la bandeja.

─¿Desde cuándo recompensamos a la gente que oculta a terroristas? ─refunfuñó en alemán.

─Mademoiselle Lemas es una dama ─respondió Dieter─. Debemos tratarla con corrección.

─Dios de los cielos ─masculló Weber, y se fue echando pestes.

La prisionera no tocó el segundo plato, pero se bebió todo el café. Dieter estaba encantado. Todo iba según su plan. Cuando la mujer acabó de comer, volvió a hacerle las mismas preguntas.

─¿Dónde se encuentra con los agentes aliados? ¿Cómo la reconocen? ¿Cuál es la contraseña? ─La mujer lo miró apurada, pero se negó a responder. Dieter la miró con tristeza─. Lamento mucho que se niegue a cooperar conmigo, a pesar de que la he tratado con amabilidad.

─Le agradezco su amabilidad, pero no puedo decirle nada ─ respondió ella con evidente desconcierto.

Sentada junto a él, Stéphanie también parecía perpleja. Dieter imaginó lo que estaba pensando: «¿De verdad creías que bastaría un buen almuerzo para hacer hablar a esta mujer?».

─Muy bien ─dijo Dieter, y se levantó como si fuera a marcharse. ─Y ahora, monsieur ─murmuró mademoiselle Lemas apurada─. Necesito... visitar el tocador de señoras.

─¿Quiere ir al retrete? ─dijo Dieter con aspereza. La mujer se ruborizó.

─En una palabra, sí.

─Lo siento, mademoiselle ─replicó Dieter─. Me temo que eso no es posible.


«No hagas otra cosa en lo que queda de guerra, pero asegúrate de destruir la central telefónica», habían sido las últimas palabras de Monty el lunes por la noche.

El martes, Paul Chancellor se despertó con aquella frase resonando en su mente. Era una orden sencilla. Si conseguía cumplirla, habría contribuido a ganar la guerra. Si fracasaba, moriría gente... y él podía pasarse el resto de su vida diciéndose que había contribuido a que perdieran la guerra.

Se presentó en Baker Street temprano, pero Percy Thwaite se le había adelantado y lo esperaba sentado en su despacho, dando caladas a la pipa y revisando seis cajas de expedientes. Parecía el típico zoquete del ejército, con su chaqueta a cuadros y su bigote de cepillo. Alzó la vista hacia Paul con hostilidad mal disimulada.

─No sé por qué lo ha puesto Monty al mando de esta operación ─murmuró─. No me importa que usted sólo sea mayor y yo coronel. Eso son gilipolleces. Pero nunca ha dirigido una operación clandestina, mientras que yo llevo haciéndolo tres años. ¿Le parece razonable?

─Sí ─respondió Paul de inmediato─. Cuando uno quiere estar absolutamente seguro de que un trabajo se llevará a cabo, se lo encarga a alguien en quien confía. Monty confía en mí.

─Y en mí, no.

─No lo conoce.

─Ya ─refunfuñó Percy.

Paul necesitaba la colaboración de Percy, así que decidió darle un poco de jabón. Echó un vistazo al despacho y vio el retrato de un joven con uniforme de teniente y una mujer madura con un enorme sombrero. El chico podía ser Thwaite hacía treinta años. ─¿Su hijo? ─aventuró Paul.

Percy se suavizó de inmediato.

─David. Está en El Cairo ─dijo─. Durante la guerra del desierto tuvimos momentos malos, sobre todo cuando Rommel llegó a Tobruk; pero ahora está muy lejos de la línea de fuego, y no puedo decir que lo lamentemos.

La mujer tenía el pelo y los ojos negros, y un rostro con carácter, atractivo más que hermoso.

─¿La señora Thwaite?

─Rosa Mann. Fue una sufragista famosa en los veinte, y siempre ha usado su nombre de soltera.

─¿Sufragista?

─Una feminista de las que pedían el voto para la mujer.

A Percy le gustaban las mujeres fuertes, concluyó Paul; por eso apreciaba tanto a Flick.

─Sabe, tiene usted razón sobre mis puntos flacos ─dijo en un arranque de sinceridad─. He estado en la infantería de las operaciones clandestinas, pero ésta será la primera vez que organizo una. De modo que le agradecería su ayuda.

Percy asintió.

─Empiezo a comprender por qué tiene esa reputación de conseguir que se hagan las cosas ─dijo con un asomo de sonrisa─. Pero, si está dispuesto a aceptar un consejo...

─Por favor.

─Déjese guiar por Flick. Nadie ha sobrevivido tanto tiempo en la clandestinidad. Sus conocimientos y su experiencia no tienen igual. Puede que en teoría yo sea su jefe, pero me limito a darle el apoyo que merece. Nunca intentaría decirle lo que tiene que hacer.

Paul se quedó pensativo. Monty no le había dado el mando para que se lo cediera a otro, se lo aconsejara quien se lo aconsejara.

─Lo tendré en cuenta ─aseguró.

Percy parecía satisfecho. Le indicó los expedientes. ─¿Y si empezamos?

─¿Qué son?

─Expedientes de los aspirantes a agentes a los que acabamos rechazando por algún motivo.

Paul se quitó la chaqueta y se remangó la camisa.

Pasaron la mañana revisando los expedientes mano a mano. Algunas de las candidatas ni siquiera habían sido entrevistadas; a otras las habían rechazado nada más verlas; y las más no habían superado alguna de las pruebas del curso de adiestramiento del Ejecutivo: se hacían un lío con los códigos, no tenían puntería o les daba auténtico pánico saltar en paracaídas desde un avión. La mayoría tenía poco más de veinte años, y todas, una cosa en común: hablaban otro idioma con fluidez de nativas.

Había muchos expedientes, pero pocas candidatas dignas de consideración. Tras eliminar a los hombres, y a todas las mujeres cuya segunda lengua no era el francés, sólo les quedaron tres nombres.

Paul estaba descorazonado. Habían topado con un grave obstáculo aun antes de empezar.

─Como mínimo, necesitamos cuatro, suponiendo que Flick haya reclutado a la mujer a la que ha ido a ver esta mañana. ─ Diana Colefield.

─¡Y ninguna de las tres es experta en explosivos o técnica en telefonía!

Percy era más optimista.

─No lo eran cuando las entrevistó el Ejecutivo, pero podrían serlo ahora. Las mujeres han aprendido a hacer de todo. ─En fin, vamos a averiguarlo.

No fue fácil dar con ellas. Por desgracia, una de las tres había fallecido. Las otras dos estaban en Londres. Ruby Romain, en la Prisión para Mujeres de Su Majestad, en Holloway, a cinco kilómetros al norte de Baker Street, esperando a que la juzgaran por asesinato. En cuanto a Maude Valentine, calificada en su expediente con un escueto «psicológicamente inadecuada», era conductora del FANY.

─Ahora sólo tenemos dos ─murmuró Paul con desánimo.

─Lo que me preocupa no es el número, sino la calidad ─dijo Percy.

─Sabíamos desde el principio que tendríamos que conformarnos con rechazadas.

─¡No podemos arriesgar la vida de Flick con mujeres así! ─ replicó Percy colérico.

Paul comprendió que Thwaite intentaba proteger a Flick desesperadamente. El coronel se había avenido a cederle el control de la operación, pero no parecía dispuesto a renunciar al papel de ángel de la guarda de la chica.

Una llamada telefónica interrumpió la discusión. Era Simon Fortescue, el distinguido liante del M16 que había culpado al Ejecutivo del fracaso de Sainte-Cécile.

─¿Qué puedo hacer por usted? ─le preguntó Paul con cautela, consciente de que Fortescue no era hombre en quien se pudiera confiar.

─Creo que podría hacer algo por ustedes ─respondió el espía─. Sé que van a llevar adelante el plan de la mayor Clairet.

─¿Quién se lo ha contado? ─replicó Paul con suspicacia.

─Eso es lo de menos. Naturalmente, aunque me opuse al plan, les deseo que tenga éxito, y me gustaría ayudar.

Paul estaba colérico. La misión era un secreto, pero al parecer corría de boca en boca. No obstante, no tenía sentido insistir.

─¿Conoce a alguna técnica en telefonía que hable francés perfectamente? ─preguntó a Fortescue.

─Pues no. Pero deberían hablar con alguien. Se llama lady Denise Bouverie. Una chica estupenda, hija del marqués de Inverlocky. A Paul lo traía sin cuidado su pedigrí.

─¿Dónde aprendió francés?

─La educó su madrastra, una francesa casada en segundas nupcias con lord Inverlocky. Siempre está dispuesta a colaborar.

Paul no se fiaba de Fortescue, pero no tenía mucho donde elegir. ─¿Dónde puedo encontrarla?

─Está en la PAF, en Hendon. ─El nombre «Hendon» no significaba nada para Paul, pero Fortescue se apresuró a explicárselo─: Es un aeródromo en los suburbios del norte de Londres.

─Gracias.

─Ya me contará qué tal se porta ─dijo Fortescue, y colgó. Paul le resumió la conversación a Percy.

─Fortescue quiere tener una espía en nuestro grupo. ─No podemos permitirnos rechazarla por eso. 

─No.

Decidieron hablar con Maude Valentine en primer lugar. Percy concertó una cita en el hotel Fenchurch, que estaba a la vuelta de la esquina. Entrevistas como aquélla nunca se realizaban en el 64 de Baker Street, le explicó a Paul.

─Si la rechazamos, puede que adivine que la considerábamos para una misión secreta, pero no sabrá el nombre del departamento que la entrevistó ni dónde tiene la sede, de modo que no podrá hacernos mucho daño aunque se vaya de la lengua.

─Muy bien.

─¿Cuál es el apellido de soltera de su madre?

La pregunta cogió desprevenido a Paul, que tuvo que pensarlo un instante.

─Thomas. Edith Thomas.

─Entonces, usted será el mayor Thomas y yo el coronel Cox. Nuestros auténticos nombres ni le van ni le vienen.

Percy no era tan zoquete, se dijo Paul.

Se encontró con Maude en el vestíbulo del hotel. La chica le llamó la atención de inmediato. Era guapa y un tanto provocativa. La blusa del uniforme le modelaba los pechos y llevaba la gorra ladeada con desenfado.

─Mi colega nos espera en una habitación ─le dijo Paul en francés. La joven arqueó las cejas y le respondió en el mismo idioma:

─No acostumbro a ir a habitaciones de hotel con desconocidos ─dijo con picardía─. Pero en su caso, mayor, haré una excepción.

─Es un salón, con una mesa y demás, no un dormitorio ─ aclaró Paul, enrojeciendo.

─Bueno, si es así, no hay nada que temer ─replicó ella con sorna. Paul decidió cambiar de tema. Había notado que tenía acento del sur, de modo que le preguntó:

─¿De dónde es usted?

─Nací en Marsella.

─¿Y qué hace en el FANY?

─Soy la chófer de Monty.

─¿En serio? ─Se suponía que no debía darle ninguna información personal, pero Paul no pudo reprimirse─.Trabajé para Monty una temporada, y no recuerdo haberla visto.

─Es, que no siempre es él. Llevo a todos los generales importantes. ─Ah... Bien, sígame, por favor.

La acompañó a la habitación y le sirvió una taza de té. A Maude le encantaba que estuvieran pendiente de ella, advirtió Paul. Se dedicó a estudiarla mientras Percy la entrevistaba. Era menuda, aunque no tanto como Flick, y bonita: tenía el pelo negro y ondulado, boquita de piñón, que hacía resaltar con pintalabios rojo, y un lunar ─seguramente postizo─ en una mejilla.

─Mis padres vinieron a Londres cuando yo tenía diez años ─ dijo la chica─. Mi padre es chef.

─¿Dónde trabaja?

─Es jefe de cocina del hotel Claridge.

─Vaya.

El expediente de Maude estaba sobre la mesa; disimuladamente, Percy le dio un empujoncito con el dedo, y Paul dejó de mirar a la chica y posó la vista sobre una nota redactada cuando la entrevistaron por primera vez: «Padre: Armand Valentin, 39, mozo de cocina del Claridge.»

Cuando acabaron de entrevistarla, le pidieron que esperara fuera. ─Vive en un mundo de fantasía ─dijo Percy en cuanto salió─. Ha ascendido a su padre a chef y cambiado su apellido por Valentine. Paul asintió.

─En el vestíbulo me ha dicho que era la conductora de Monty. No podía imaginarse con quién estaba hablando.

─No me extraña que la rechazaran.

Paul comprendió que Percy había decidido descartarla. ─Esta vez no podemos permitirnos ser tan exigentes. Percy lo miró sorprendido.

─¡Sería un peligro en una operación encubierta! Paul hizo un gesto de desesperación.

─No tenemos elección.

─¡Sería una locura!

Percy estaba medio enamorado de Flick, se dijo Paul; pero la diferencia de edad y el hecho de estar casado lo obligaban a expresarlo en forma de solicitud paternal. A Paul le parecía admirable, pero al mismo tiempo comprendía que tendría que vencer la aprensión de Percy si quería llevar a buen término la misión.

─Hágame caso, Percy. No deberíamos eliminar a Maude. Dejemos que decida Flick cuando la conozca.

─Supongo que tiene razón ─dijo Percy a regañadientes─. Desde luego, tiene una capacidad para inventarse historias que puede resultarle la mar de útil en un interrogatorio.

─Muy bien. Subámosla a bordo. ─Paul la hizo entrar de nuevo. Queremos que forme parte de un equipo que estamos organizando ─le dijo─. ¿Está dispuesta a participar en una misión peligrosa?

─¿Iremos a París? ─preguntó Maude entusiasmada.

Paul no se esperaba aquella reacción y no supo qué contestar. ─¿Por qué lo pregunta? ─dijo al fin.

─Me gustaría ver París. Nunca he estado allí. Dicen que es la ciudad más hermosa del mundo.

─Vaya a donde vaya, no le quedará tiempo para hacer turismo ─dijo Percy sin ocultar su irritación.

Maude no se dio por enterada.

─Lástima ─murmuró─. Aun así, me gustaría ir. 

─¿Qué me dice del peligro? ─insistió Paul.

─No hay problema ─dijo Maude con despreocupación─. No me asusto fácilmente.

«Pues deberías», se dijo Paul; pero mantuvo la boca cerrada.

Cogieron el coche y se dirigieron hacia el norte de Londres atravesando un barrio obrero muy castigado por los bombardeos. En cada calle al menos una casa era un esqueleto negro o una montaña de escombros.

Paul había quedado con Flick a la entrada de la prisión, para entrevistar juntos a Ruby Romain. Percy continuaría hasta Hendon para hablar con lady Denise Bouverie.

Thwaite conducía con seguridad por las castigadas calles de los suburbios.

─Veo que conoce bien Londres ─dijo Paul.

─Nací en este barrio ─respondió Percy.

Paul estaba intrigado. Sabía que no era frecuente que un chico de familia humilde llegara a coronel del ejército británico. ─¿Cómo se ganaba la vida su padre?

─Vendía carbón con un carro tirado por un caballo. ─ ¿Trabajaba por su cuenta?

─No, para un mayorista.

─¿Fue usted a la escuela por aquí?

Percy sonrió. Comprendía que Paul intentaba sondearlo, pero no parecía importarle.

─El párroco del vecindario me ayudó a obtener una beca en un colegio de pago. Allí es donde perdí mi acento de Londres. 

─ ¿Queriendo?

─¡A regañadientes! Le contaré algo. Antes de la guerra, cuando estaba metido en política, había gente que me decía: «¿Cómo se puede ser socialista con semejante acento?». Yo les explicaba que en el colegio me azotaban por comerme las haches iniciales. Eso le bajó los humos a más de un gilipollas.

Percy detuvo el coche en una calle flanqueada de árboles. Paul miró por la ventanilla y vio un castillo de fantasía, con almenas, torrecillas y una torre alta.

─¿Eso es una cárcel?

─Arquitectura victoriana ─respondió Percy con un gesto de desdén.

Flick lo esperaba en la entrada. Vestía el uniforme del FANY: guerrera de cuatro bolsillos, falda pantalón y gorrito de ala vuelta. El cinturón de cuero, apretado alrededor de su estrecha cintura, acentuaba su menuda figura, y sus rubios rizos sobresalían bajo la gorra. Por un instante, Paul se quedó sin aliento.

─Es una chica preciosa ─murmuró.

─Y casada ─se apresuró a decir Percy.

«Me está advirtiendo», se dijo Paul divertido. 

─¿Con quién?

Percy dudó.

─Supongo que debe saberlo ─dijo al fin─. Michel pertenece a la Resistencia. Es el jefe del circuito Bollinger.

─Vaya... Gracias.

Paul se apeó y Percy se alejó con el coche.

Temía la reacción de Flick cuando supiera que apenas habían encontrado candidatas rebuscando entre los expedientes. Sólo la había visto dos veces, pero lo había puesto como un trapo en ambas. Sin embargo, parecía estar contenta y, cuando le habló de Maude, se limitó a responder:

─De modo que somos tres, contándome a mí. Eso significa que ya tenemos medio equipo, y sólo son las dos de la tarde.

Paul asintió. Era una forma de verlo. Él en cambio estaba preocupado; no obstante, comprendió que no ganaría nada diciéndolo.

La entrada a la prisión de Holloway era una arcada con saeteras medievales.

─¿Por qué no hicieron las cosas como Dios manda y pusieron un rastrillo y un puente levadizo? ─bromeó Paul.

Entraron en un patio donde un puñado de mujeres vestidas de negro recogían hortalizas. En Londres no quedaba un palmo de tierra donde no hubieran plantado verdura.

El complejo de la prisión se alzaba ante ellos. La entrada estaba guardada por monstruos de piedra, grifos de enormes alas con llaves y cadenas en los picos. De la torre de entrada partían cuatro alas de cuatro pisos, con largas hileras de estrechas y puntiagudas ventanas.

─¡Vaya sitio! ─murmuró Paul.

─Aquí es donde hicieron la huelga de hambre las sufragistas ─ le explicó Flick─. A la mujer de Percy la alimentaron a la fuerza. ─Dios santo...

En el interior, el aire apestaba a lejía, como si las autoridades confiaran en los desinfectantes para exterminar la bacteria del crimen. Una funcionaria los acompañó al despacho de la señorita Lindleigh, subdirectora de la prisión, que tenía figura de barril y cara mofletuda y avinagrada.

─No sé por qué quieren ver a Romain ─dijo la mujer, y con una nota de resentimiento, añadió─: Por lo visto, no es asunto mío.

Flick esbozó una mueca burlona, y Paul supo que estaba a punto de soltar alguna impertinencia y se le adelantó:

─Lamento el secretismo ─dijo con una sonrisa encantadora─. Nos limitamos a cumplir órdenes.

─Sí, lo mismo hago yo ─reconoció la señorita Lindleigh en tono más amable─. De todos modos, debo advertirles que Romain es una presa violenta.

─Tengo entendido que está aquí por asesinato.

─En efecto. Deberían haberla colgado, pero los jueces son cada día más blandos.

─Cuánta razón tiene usted... ─dijo Paul, que distaba de pensar como aquella energúmena.

─En realidad, nos la mandaron aquí por embriaguez; luego, mató a otra interna durante una pelea en el patio de ejercicio, así que ahora está esperando a que la juzguen por asesinato.

─Una cliente dura ─murmuró Flick cada vez más interesada.

─Sí, mayor. Al principio, puede parecer la mar de razonable, pero no se dejen engañar. Se sube a la parra por nada, y monta la de Dios es Cristo en un santiamén.

─Con fatales consecuencias ─concluyó Paul. ─Veo que ha captado la idea.

─Andamos escasos de tiempo ─terció Flick con impaciencia─. Me gustaría verla ya.

─Si no es molestia ─se apresuró a añadir Paul. 

─Muy bien.

La subdirectora abrió la marcha. Los duros suelos y las paredes desnudas hacían que los pasos resonaran como en una catedral, sobre un constante ruido de fondo de gritos lejanos, portazos y pisadas de botas en las pasarelas metálicas. Tras recorrer un dédalo de angostos pasillos y empinadas escaleras, llegaron a una sala de entrevistas.

Ruby Romain los estaba esperando. Tenía la piel color nuez, el pelo negro y liso y ojos azabache de intensa mirada. Sin embargo, no era la típica beldad gitana: la nariz aguileña y la barbilla curvada la hacían parecer un gnomo.

La señorita Lindleigh dejó a una funcionaria montando guardia al otro lado de la puerta acristalada. Flick, Paul y Ruby se sentaron en torno a la mesa, sobre la que había un cenicero mugriento. Paul sacó un paquete de Lucky Strike.

─Sírvase usted misma ─dijo en francés dejándolo sobre la mesa.

La presa cogió dos cigarrillos. Se llevó uno a los labios y se guardó el otro detrás de la oreja.

Paul le hizo unas preguntas de rutina para romper el hielo. Ella respondió en francés con claridad y educación, pero con marcado acento.

─Mis padres son gente viajera ─explicó─. Cuando era niña, recorrimos toda Francia con una feria ambulante. Mi padre tenía un puesto de tiro al blanco y mi madre vendía crépes con chocolate caliente.

─¿Cuándo vino a Inglaterra?

─A los catorce me enamoré de un marinero inglés que conocí en Calais. Se llamaba Freddy. Nos casamos ─yo mentí sobre mi edad, claro─ y me vine a vivir a Londres. Murió hace dos años. Un submarino alemán hundió su barco en el Atlántico. ─La chica se estremeció─. Una tumba bastante fría... Pobre Freddy.

─Cuéntenos por qué está aquí ─le pidió Flick, poco interesada en su historia familiar.

─Conseguí un hornillo y empecé a vender crépes en la calle. Pero la policía no me dejaba en paz. Una noche, le había estado dando al coñac, que es mi debilidad, lo reconozco, y, en fin, me busqué la ruina. ─De repente, cambió a un inglés barriobajero─. El pasma me soltó que me las pirara de una puta vez y yo me cagué en sus muertos. Él me dio un empellón y yo lo dejé grogui.

Paul la miró divertido. Era de estatura media y más bien delgada, pero tenía las manos grandes y las piernas musculosas. No le costaba imaginársela tumbando a un bobby.

─¿Qué pasó después? ─le preguntó Flick.

─Aparecieron sus troncos y yo no estuve a la guay, por lo de la priva... Conque me arrearon una somanta y me llevaron al chozo. ─Al ver la expresión perpleja de Paul, aclaró─: Quiero decir que me pegaron una paliza y me llevaron a comisaría. El caso es que el primer madero no quería acusarme de agresión; le daba vergüenza que lo hubiera tumbado una mujer. Así que me metieron catorce días por embriaguez y escándalo en la vía pública.

─Y le faltó tiempo para meterse en otra pelea... Ruby midió a Flick con la mirada.

─No sé si seré capaz de explicarle a alguien como usted cómo son las cosas por aquí. La mitad de las chicas están locas, y todas se han agenciado algún arma. La que no afila el borde de una cuchara, se hace un pincho con un trozo de alambre, o trenza fibras para hacerse un garrote. Y las funcionarias... Ésas nunca intervienen en una pelea entre internas. Les encanta ver cómo nos despedazamos. Aquí rara es la que no tiene un costurón.

A Paul se le habían puesto los pelos de punta. Nunca había estado en una cárcel. El cuadro que pintaba Ruby era espeluznante. Puede que exagerara, pero su actitud sugería lo contrario. No parecía importarle que la creyeran, y recitaba los hechos con el tono seco y desapasionado de quien está aburrido del asunto pero se ve obligado a mencionarlo.

─¿Por qué mató a la otra interna?

─Porque me robó una cosa.

─¿Qué cosa?

─Una pastilla de jabón.

«Dios mío», pensó Paul. La había matado por... nada. ─¿Cómo ocurrió? ─preguntó Flick.

─Cogí lo que era mío. 

─¿Y?

─Vino a por mí. Se había hecho un garrote con la pata de una silla y le había puesto un cacho de tubería en la punta. Me arreó con el en la cabeza. Creí que me mataba. Pero yo saqué la pinchos. Había encontrado un trozo de cristal de ventana y le había hecho un mango con un trozo de neumático de bicicleta. Se lo clavé en la garganta. No volvió a atizarme.

─Entonces fue defensa propia ─dijo Flick, que tenía la carne de gallina.

─No. Para eso tienes que probar que no pudiste huir. Y, como me había hecho un pincho con un trozo de cristal, dijeron que era un asesinato con premeditación.

─Espere aquí con la funcionaria, por favor ─le dijo Paul a Ruby poniéndose en pie─. Sólo será un momento.

Ruby sonrió, y su rostro, si no atractivo, les pareció agradable por primera vez.

─Es usted muy amable ─dijo con un hilo de voz.

─¡Qué historia tan terrible! ─exclamó Paul en el pasillo.

─No olvide que aquí todo el mundo se considera inocente ─dijo

Flick con cautela.

─Aun así, sigo pensando que es más víctima que culpable. ─No estoy de acuerdo. Para mí es una asesina. ─O sea, que descartada.

─Todo lo contrario ─respondió Flick─. Es justo lo que necesito. Volvieron a entrar en la sala.

─Si consiguiera sacarla de aquí ─le dijo Flick a Ruby─, ¿estaría dispuesta a participar en una peligrosa operación de guerra? La presa respondió con otra pregunta:

─¿Iremos a Francia?

─¿Por qué lo pregunta? ─le preguntó Flick frunciendo el ceño. 

─ Al principio me han hablado en francés. Supongo que querían comprobar si lo domino.

─La verdad es que no puedo decirle mucho sobre el trabajo.

─Me apuesto lo que quiera a que vamos a sabotear instalaciones tras las líneas enemigas. ─Paul se quedó boquiabierto. Aquella chica las cazaba al vuelo. Advirtiendo su sorpresa, Ruby añadió─: Bueno, al principio pensé que querían que les tradujera algo, pero eso no tiene nada de peligroso. Estaba claro que íbamos a Francia. ¿Y qué va a hacer en Francia el ejército británico, aparte de volar puentes y tramos de vía? ─Paul no dijo nada, pero estaba impresionado por su capacidad de deducción. Ruby frunció el ceño─. Lo que no entiendo ─añadió─ es por qué el equipo tiene que ser exclusivamente femenino.

Flick puso unos ojos como platos.

─¿De dónde ha sacado semejante idea?

─Si pudieran utilizar a hombres, ¿por qué iban a hablar conmigo? Deben de estar desesperados. Seguro que no es fácil sacar a una asesina de la cárcel, aunque sea para que participe en una misión trascendental. Así que me he dicho: ¿qué tengo yo de especial? Soy dura, pero seguro que hay cientos más duros que yo que hablan un francés perfecto y se mueren por un poco de acción. La única razón para preferirme a mí es que soy mujer. A lo mejor es que las mujeres llamarán menos la atención de la Gestapo... ¿Es eso?

─No puedo decírselo ─respondió Flick.

─Bueno, si me aceptan, lo haré. ¿Puedo coger otro cigarrillo? 

─ Por supuesto ─dijo Paul.

─¿Es consciente de que el trabajo es peligroso? ─le preguntó Flick. 

─Sí ─respondió Ruby encendiendo un Lucky Strike─. Pero no tanto como estar en el puto trullo.

Tras despedirse de la chica, volvieron al despacho de la subdirectora.

─Necesitamos su ayuda, señorita Lindleigh ─dijo Paul con su mejor sonrisa─. Dígame lo que necesita para poder liberar a Ruby Romain.

─¡Liberarla! ¿A esa asesina? ¿Por qué la iban a liberar?

─Me temo que no puedo decírselo. Pero le aseguro que, si supiera usted adónde la llevaremos, no pensaría que sale bien librada. Todo lo contrario.

─Comprendo ─murmuró la subdirectora no muy convencida.

─La necesitamos fuera de aquí esta noche ─siguió diciendo Paul─. Pero no deseo ponerla en una situación difícil, señorita Lindleigh. Por eso quiero saber qué autorización necesita usted exactamente.

Lo que en realidad quería era asegurarse de que aquella bola de sebo no se agarraba a ningún formulismo para poner inconvenientes.

─No puedo liberarla bajo ninguna circunstancia ─aseguró la señorita Lindleigh─. Está aquí por orden del juez, y sólo un juez puede concederle la libertad.

Paul se armó de paciencia.

─Y para eso, ¿qué se necesita?

─Que se presente en el juzgado, custodiada por la policía, por supuesto. El fiscal, o su representante, tendría que decirle al juez que retira todos los cargos que pesan contra ella. En esas circunstancias, el juez no tendría más remedio que declararla libre.

Paul, que preveía las dificultades, frunció el ceño.

─Tendría que firmar el papeleo del ingreso en el ejército antes de presentarse ante el juez, para que estuviera bajo la disciplina militar cuando le concedieran la libertad... Si no, podría irse de rositas.

La señorita Lindleigh seguía asombrada.

─Pero, ¿por qué iban a retirarle los cargos? 

─El fiscal, ¿es un funcionario del gobierno? 

─Por supuesto.

─Entonces no habrá problemas. ─Paul se puso en pie─. Volveré a última hora de esta tarde con un juez, un representante de la oficina del fiscal y un coche del ejército para llevar a Ruby a... su nuevo destino. ¿Se le ocurre algún inconveniente?

La señorita Lindleigh meneó la cabeza.

─Yo obedezco las órdenes, mayor, igual que usted. 

─Bien.

Flick y Paul se fueron por donde habían venido. Una vez en la calle, Paul se detuvo y se volvió.

─Nunca había estado en una cárcel ─dijo─. No sé lo que esperaba, pero desde luego no era un castillo encantado.

Estaba bromeando sobre el edificio, pero Flick no sonrió.

─Ahí dentro han ahorcado a unas cuantas mujeres. Así que de encantado, nada.

Paul se preguntó por qué estaría tan sensible.

─Supongo que se identifica con las presas... ─dijo, y de pronto comprendió el motivo─. Porque también usted podría acabar en una cárcel francesa.

Flick parecía sorprendida.

─Creo que tiene razón ─admitió─. No sabía por qué odiaba tanto este sitio, pero ése es el motivo.

También ella podía morir ahorcada, comprendió Paul, pero se guardó mucho de decirlo.

Caminaron hasta la estación de metro más próxima. Flick estaba pensativa.

─Es usted muy perceptivo ─dijo al fin─. Ha sabido manejar a la señorita Lindleigh perfectamente. Yo me hubiera enzarzado en una discusión.

─Habría sido un error.

─Desde luego. Y ha transformado a una tigresa como Ruby en una mansa gatita.

─No me enemistaría con una mujer como ella por nada del mundo. 

Flick se echó a reír.

─Y a continuación, me descubre algo de mí misma en lo que no había caído.

Paul estaba encantado de haberla impresionado, pero ya había empezado a encarar el siguiente problema.

─A medianoche deberíamos tener a todas las mujeres en el centro de adiestramiento de Hampshire.

─Lo llamamos «el centro de desbaste» ─dijo Flick─. Sí: Diana Colefield, Maude Valentine y Ruby Romain.

Paul asintió con expresión sombría.

─Una aristócrata indisciplinada, una comehombres que no sabe distinguir la fantasía de la realidad y una vagabunda asesina con un genio del demonio.

Cuando pensaba que la Gestapo podía ahorcar a Flick, se sentía tan preocupado por el calibre de las reclutas como Percy Thwaite.

─Los pobres no podemos elegir ─dijo Flick con una sonrisa. Su malhumor se había esfumado.

─Pero seguimos sin experta en explosivos y sin técnica en telefonía. Flick consultó su reloj.

─Sólo son las cuatro de la tarde. Y puede que Denise Bouverie haya aprendido a volar centrales telefónicas en la RAE.

Paul sonrió. Flick tenía un optimismo contagioso.

Llegaron a la estación y cogieron el metro. No podían seguir hablando de la misión y arriesgarse a que los oyera algún pasajero.

─Esta mañana, Percy me ha contado algunas cosas sobre sí mismo. ─dijo Paul─. Hemos pasado con el coche por el barrio donde se crió. 

─Ha adoptado las maneras y hasta el acento de la clase alta británica, pero no se deje engañar. Bajo su vieja chaqueta de tweed sigue la tiendo el corazón de un auténtico luchador del pueblo.

─Me ha contado que en la escuela lo azotaban por hablar con acento poco fino.

─Estudió con beca. Los chicos como él suelen pasarlo mal en los colegios ingleses de alto copete. Lo sé por experiencia.

─¿También tuvo que cambiar de acento?

─No. Mi madre era ama de llaves en casa de un conde. Siempre he hablado así.

Paul supuso que por eso se entendía tan bien con Percy: ambos eran personas de extracción humilde que habían ascendido en la escala social. A diferencia de los estadounidenses, los ingleses no tenían nada en contra de los prejuicios sociales. Sin embargo, se escandalizaban cuando oían decir a un sureño que los negros eran inferiores.

─Percy la aprecia enormemente ─dijo Paul.

─Yo lo quiero a él como a un padre.

Parecía un sentimiento sincero, pensó Paul; pero, al mismo tiempo, la chica estaba tratando de evitar malentendidos.

Flick tenía que volver a Orchard Court para encontrarse con Percy. Cuando llegaron, vieron un coche aparcado delante del edificio. Paul reconoció al conductor, que formaba parte de la escolta de Monty.

─Señor ─le dijo el hombre acercándose─. Hay alguien en el coche que desea verlo.

En ese momento, se abrió la puerta posterior, y Caroline, la hermana menor de Paul, saltó fuera del vehículo sonriendo de oreja a oreja.

─¡Ésta sí que es buena! ─exclamó Paul. Caroline le echó los brazos al cuello y le estampó un beso en la mejilla─. Pero, ¿qué haces tú en Londres?

─No te lo puedo decir, pero tenía un par de horas libres y he convencido a la gente de Monty para que me prestaran un coche y me trajeran a verte. ¿Me invitas a una copa?

─No puedo perder ni un minuto ─dijo Paul─. Ni siquiera por ti.

Pero puedes llevarme a Whitehall. Tengo que buscar a un fiscal. 

─Vale, pero tienes que contarme cómo te va por el camino. 

─Hecho. ¡Vamos allá!

Al llegar a la entrada del edificio, Flick volvió la cabeza y vio a una atractiva teniente del ejército estadounidense que se apeaba del coche y corría hacia Paul. Él la estrechó en sus brazos con una sonrisa de felicidad. Evidentemente, era su mujer o su novia, y había decidido acercarse a Londres para darle una sorpresa. Probablemente pertenecía al contingente aliado que participaría en la invasión. Paul se metió en el coche.

Flick entró en Orchard Court. Se sentía abatida. Paul estaba comprometido, saltaba a la vista que quería a la chica con locura y ahora estaría disfrutando de aquel encuentro inesperado. A Flick le habría encantado que Michel apareciera del mismo modo, como caído del cielo. Pero su marido seguía en Reims, recuperándose de una herida en el trasero en el sofá de una lagarta de diecinueve años.

Percy había vuelto de Hendon y estaba preparando té.

─¿Qué tal la chica de la RAF? ─le preguntó Flick.

─Lady Denise Bouverie. Va camino del centro de desbaste ─ respondió Percy.

─¡Estupendo! Ya tenemos cuatro.

─Pero estoy preocupado. Es una bocazas. Ha estado fanfarroneando sobre su trabajo en las fuerzas aéreas y me ha contado un montón de cosas sobre las que no debería hablar. Tendrás que decidir tú durante el adiestramiento.

─Supongo que no sabrá nada sobre centrales telefónicas. ─Ni una palabra. Y sobre explosivos, menos. ¿Té? 

─Sí, por favor.

Percy le tendió una taza y se sentó tras el viejo escritorio.

─¿Y Paul?

─Ha ido a buscar a un fiscal. Intentará sacar de la cárcel a Ruby Romain esta misma tarde.

Percy la miró intrigado.

─¿Qué tal te cae?

─Bastante mejor que al principio.

─A mí también.

Flick sonrió.

─Tendrías que haber visto cómo ha engatusado a la energúmena que dirige la cárcel.

─¿Qué te ha parecido Ruby Romain?

─Un encanto de mujer. Le rebanó el cuello a otra interna por una pastilla de jabón.

─Jesús ─murmuró Percy meneando la cabeza con incredulidad─. ¿Qué diantre de equipo estamos formando, Flick?

─Peligroso, como tiene que ser. El problema no es ése. Además, tal como están saliendo las cosas, quizá podamos darnos el lujo de eliminar a una o dos durante el adiestramiento. Lo que me preocupa es no encontrar a las dos expertas que necesitamos. De poco serviría llegar a Francia con un grupo de mujeres decididas a todo si luego nos equivocamos de cables.

Percy apuró el té y empezó a llenar la pipa.

─Conozco a una experta en explosivos que habla francés.

─¡Eso es fantástico! ─exclamó Flick sorprendida─. Pero, ¿por qué no lo has dicho antes?

─Porque en cuanto me he acordado de ella, he decidido descartarla. No es muy adecuada para este trabajo. Pero en vista de que estamos tan apurados...

─¿Por qué no es adecuada?

─Tiene unos cuarenta años ─respondió Percy encendiendo una cerilla─. El Ejecutivo no suele utilizar a gente tan mayor, y menos cuando hay que saltar en paracaídas.

Tal como estaban las cosas, la edad era lo de menos, se dijo Flick. 

─¿Aceptará?

─Es más que probable, especialmente si se lo pido yo.

─¿Sois amigos? ─Percy asintió─. ¿Cómo aprendió a manejar explosivos?

Percy la miró apurado.

─Volando cajas fuertes ─murmuró sin soltar la cerilla─. La conocí hace años en el East End, cuando estaba metido en política.

La cerilla se consumió, y Percy encendió otra.

─Vaya, no imaginaba que tuvieras un pasado tan turbulento. ¿Dónde podemos encontrarla?

Percy consultó su reloj.

─Son la seis. A esta hora de la tarde, estará en El Pato Sucio. 

─ Un pub.

─Un bar privado.

─Entonces, enciende la maldita pipa y vámonos de una vez. Una vez en el coche, Flick preguntó:

─¿Cómo sabes lo de las cajas fuertes?

Percy se encogió de hombros.

─Lo sabe todo el mundo.

─¿Todo el mundo? ¿Hasta la policía?

─Sí. En el East End, los policías y los delincuentes crecen juntos, van a las mismas escuelas, viven en las mismas calles... En ese barrio, todo el mundo se conoce.

─Pero, si conocen a los delincuentes, ¿por qué no los meten en la cárcel? Supongo que no pueden probar nada...

─Así es como funciona la cosa ─dijo Percy─. Cuando necesitan a un culpable, detienen a alguien que se dedique a eso. Si se trata de un robo, detienen a un ladrón. No importa que no haya cometido ese robo en concreto, porque siempre pueden cargarle el muerto: comprar a testigos, falsificar confesiones, amañar pruebas... Por supuesto, a veces meten la pata y encarcelan a gente inocente; y a menudo utilizan el sistema para ajustar cuentas personales y cosas por el estilo; pero en esta vida nada es perfecto, ¿no te parece?

─De modo que, según tú, todo el tinglado de los tribunales y los jurados es pura farsa.

─Una farsa muy antigua y muy bien montada que da trabajo a policías, abogados, fiscales y jueces, ciudadanos de lo más respetable que de otro modo se pasarían la vida mano sobre mano.

─¿Ha estado alguna vez en la cárcel tu amiga la revientacajas?

─No. Para evitar que te encarcelen, basta con pagar sobornos sustanciosos y tener amigos en la policía. Pongamos que vives en la misma calle que la madre del detective inspector Fulano. Le haces una visita a la buena señora todas las semanas, le preguntas si necesita que le hagas la compra, miras las fotos de sus nietos... El inspector Fulano sería un desagradecido si acabara metiéndote en chirona.

Flick pensó en la historia que les había contado Ruby hacía unas horas. Para alguna gente, vivir en Londres era casi tan malo como vivir en la Francia ocupada. ¿Podían ser las cosas tan diferentes de lo que siempre había creído?

─No sé si estás hablando en serio, Percy. Ya no sé qué creer. 

─Claro que estoy hablando en serio ─dijo Percy sonriendo─. Pero entiendo que te cueste creerme.

Estaban en Stepney, cerca de los muelles. Flick no había visto ningún lugar tan castigado por los bombardeos. Habían arrasado calles enteras. Percy giró hacia un callejón estrecho y aparcó delante de un pub.

El Pato Sucio era un mote jocoso: el local se llamaba El Cisne Blanco. Los «bares privados» no eran privados; se les llamaba así para distinguirlos de los bares públicos, los pubs, que tenían el suelo cubierto de serrín y cobraban un penique menos por la pinta de cerveza. Flick se sorprendió a sí misma pensando en la manera de explicarle a Paul aquellas peculiaridades. Seguro que le hacían gracia.

Sentada en un taburete al final de la barra, Geraldine Knight parecía la dueña del local. Tenía el pelo muy rubio, la cara muy maquillada y una figura exuberante pero aparentemente firme, que hacía sospechar el uso de un corsé. El cigarrillo que se consumía en el cenicero tenía un cerco de pintalabios en la boquilla. Era difícil imaginar a alguien que tuviera tan poca pinta de agente secreto, pensó Flick desanimada.

─¡Percy Thwaite, vivito y coleando! ─exclamó la mujer. Hablaba como una verdulera que hubiera tomado clases de dicción─. ¿Qué te trae por esta pocilga, maldito cabrón comunista? ─ añadió, sin duda encantada de verlo.

─Hola, Jelly te presento a mi amiga Flíck ─dijo Percy.

─Es un placer conocerte, estoy segura ─respondió la mujer estrechando la mano de Flick.

─¿Jelly? ─preguntó Flick.

─Es un apodo como otro cualquiera.

─Ah, claro ─dijo Flick─, Jelly Knight, gelignita.

─Si vas a pedir algo, Percy, yo tomaré una ginebra con vermut ─dijo Jelly haciéndose la distraída.

─¿Vive en esta zona de Londres? ─le preguntó Flick en francés.

─Desde los diez años ─respondió Jelly en el mismo idioma con acento norteamericano─. Nací en Quebec.

Mal asunto, se dijo Flick. Puede que los alemanes no notaran el acento, pero a los franceses no les pasaría inadvertido. Jelly tendría que hacerse pasar por ciudadana francesa nacida en Canadá. Era una historia plausible, pero lo bastante inusual para llamar la atención.

─Pero se considera británica...

─De británica, nada. Inglesa ─respondió Jelly con indignada suficiencia; y, de nuevo en inglés, añadió─: Pertenezco a la Iglesia Anglicana, voto a los conservadores y no me gustan ni los extranjeros ni los republicanos ni los de otras confesiones. Exceptuando a los presentes, claro ─puntualizó volviéndose hacia Percy.

─Deberías vivir en Yorkshire ─dijo Percy─, en una granja perdida en el monte, donde no hubieran visto a un extranjero desde la época de los vikingos. No entiendo cómo soportas vivir en Londres rodeada de bolcheviques rusos, judíos alemanes, católicos irlandeses y galeses no conformistas que levantan iglesias como quien hace churros.

─Londres ya no es lo que era, Perce.

─¿Quieres decir que no es lo que era cuando llegaste de Canadá? Obviamente, era un viejo tema de discusión. Flick lo interrumpió con impaciencia:

─Me alegra saber que es usted tan patriota, Jelly.

─¿Y por qué iba a importarle a usted semejante cosa, si se puede saber?

─Porque hay algo que podría hacer por su país.

─Le he hablado a Flick de... tus habilidades, Jelly ─confesó Percy. La mujer se miró el rojo de sus uñas.

─Discreción, Percy, por favor. Como dice la Biblia, la discreción es el mejor valor.

─Confío en que esté al corriente de los últimos adelantos en su profesión ─dijo Flick─. Me refiero a los explosivos plásticos.

─Procuro estar al día ─respondió Jelly con displicente modestia; y, mirando a Flick con astucia, añadió─: Es algo relacionado con la guerra, ¿verdad?

─Sí.

─Cuente conmigo. Haré lo que sea por Inglaterra. 

─Tendrá que estar fuera unos días.

─No hay problema.

─Y podría no volver nunca.

─¿Qué coño significa eso?

─Correremos mucho peligro ─dijo Flick bajando la voz.

─Vaya ─dijo Jelly consternada, y tragó saliva─. Bueno, no importa ─añadió sin convencimiento.

─¿Está segura?

Jelly se quedó pensativa, como si estuviera echando sus cuentas. 

─Usted quiere que vuele algo...

Flick asintió.

─¿No habrá que cruzar el charco, no?

─Podría ser.

─¡Tras las líneas enemigas! Alabado sea Dios, soy demasiado vieja para una cosa así. Tengo... ─Dudó─. Tengo treinta y siete años.

Debía de tener unos cinco años más, pensó Flick, pero se limitó a decir:

─Bueno, somos casi de la misma edad. Yo estoy a punto de cumplir los treinta. Aún podemos permitirnos alguna aventura, ¿no le parece? 

─Hable por usted, guapa.

A Flick se le cayó el alma al suelo. Ya podía despedirse de Jelly.

La idea había sido un error desde el principio, se dijo. Era imposible encontrar a mujeres adecuadas para aquella misión que además hablaran un francés perfecto. El plan estaba condenado al fracaso. Se apartó de Jelly. Tenía miedo de echarse a llorar.

─Jelly ─dijo Percy─, te estamos pidiendo que hagas algo realmente crucial para el curso de la guerra.

─A otro con ese hueso, Perce, que yo soy perro viejo ─dijo Jelly, pero su sarcasmo sonó falso.

Percy meneó la cabeza.

─No exagero, Jelly La victoria podría depender de que lo consigamos. ─La mujer lo miró, indecisa. La mueca de su rostro dejaba traslucir la lucha que libraba en su interior─. Y eres la única persona en todo el país que puede hacerlo ─añadió Percy.

─Venga ya ─replicó Jelly con escepticismo.

─No he hablado más en serio en toda mi vida.

─Maldita sea, Perce. ─Jelly se quedó pensativa. Siguió muda durante unos instantes. Flick contuvo la respiración─. Está bien, cabronazo ─dijo al fin─. Lo haré.

Flick estaba tan contenta que la besó.

─Dios te bendiga, Jelly ─dijo Percy.

─¿Cuándo empezamos? ─preguntó ella.

─Ahora mismo ─respondió Percy─. En cuanto te acabes esa ginebra, te acompaño a casa para que hagas la maleta y luego te llevo al centro de adiestramiento.

─¿Cómo, esta noche?

─Ya te he dicho que era importante.

Jelly apuró el vaso.

─Muy bien, estoy lista.

Al verla deslizar las cachas sobre el cuero del taburete, Flick no pudo evitar preguntarse cómo se las apañaría con un paracaídas. Salieron del pub. Percy se volvió hacia Flick. ─¿No te importa volver en metro?

─Claro que no.

─Entonces, te vemos mañana en el centro de desbaste. 

─Allí estaré.

Flick los dejó y se dirigió hacia la estación de metro más próxima. Estaba exultante. La tarde de verano era espléndida, y el East End estaba muy animado: un grupo de críos sucios jugaba al críquet con un palo y una vieja pelota de tenis; un hombre vestido con un mono de trabajo volvía a casa con aspecto cansado; un soldado de permiso, que no debía de llevar más que un paquete de cigarrillos y un puñado de chelines en el bolsillo, avanzaba por la acera con aire decidido, como si todos los placeres del mundo lo estuvieran esperando a la vuelta de la esquina; tres chicas atractivas que llevaban vestidos sin manga y sombreros de paja reían mirando al soldado. La suerte de todos ellos se decidiría en cuestión de días, se dijo Flick, súbitamente angustiada.

En el metro que la llevaba a Bayswater, volvió a sentirse pesimista. Aún no tenía al miembro más importante del equipo. Sin una técnica en telefonía, Jelly podía colocar los explosivos en un lugar inadecuado. Producirían daños, pero si podían repararlos en uno o dos días, todo el esfuerzo y el riesgo serían inútiles.

Cuando llegó al cuarto de la pensión, encontró a su hermano Mark esperándola. Lo abrazó y le dio un beso.

─¡Qué sorpresa tan estupenda! ─exclamó Flick.

─Tengo la noche libre y he pensado que podía invitarte a una copa ─dijo Mark.

─¿Y Steve?

─Haciendo de Yago para las tropas, en Lyme Regis. Ahora casi siempre trabajamos para la ENSA. ─Mark se refería a la Asociación del Servicio Nacional de Espectáculos, que organizaba funciones para las fuerzas armadas─. ¿Adónde te apetece ir?

Flick estaba muerta de cansancio, y su primer impulso fue rechazar la invitación; pero se dijo que el viernes saldría para Francia, y que aquélla podía ser la última vez que viera a su hermano.

─¿Qué te parece el West End? ─preguntó.

─Iremos a un club nocturno.

─¡Estupendo!

Salieron de la pensión y se alejaron del brazo calle adelante. 

─ He visto a mamá esta mañana ─dijo Flick.

─¿Cómo está?

─Bien, pero no parece muy dispuesta a bajarse del burro respecto a lo tuyo con Steve.

─Ya. ¿Cómo es que os habéis visto?

─He tenido que ir a Somersholme. Sería muy largo de explicar. 

─Y confidencial, seguro.

Flick sonrió en señal de asentimiento y suspiró al acordarse de su problema.

─Supongo que no conoces a ninguna técnica en telefonía que hable francés, ¿verdad?

Mark se paró en seco.

─Pues, mira por donde, sí.


Mademoiselle Lemas estaba desesperada. Seguía sentada en la misma silla dura tras la mesita de la oficina, con el rostro congelado en una máscara inescrutable. No se atrevía a moverse. Llevaba puesto el sombrero de casquete y tenía el aparatoso bolso marrón en el regazo. Sus manos, pequeñas y gordezuelas, estrujaban rítmicamente las asas de cuero. No llevaba anillos; en realidad, no llevaba más joya que una cadena con una pequeña cruz de plata.

A su alrededor, impecablemente uniformados, los últimos oficinistas y secretarias seguían tecleando y archivando. Siguiendo las instrucciones de Dieter, sonreían educadamente cuando sus ojos se encontraban con los de la prisionera; de vez en cuando, alguna de las chicas le dirigía la palabra para ofrecerle agua o café.

Sentado frente a ella, con Stéphanie a su derecha y Hans Hesse a su izquierda, Dieter la observaba. El teniente era el tipo perfecto del recio e imperturbable alemán de la clase trabajadora. Seguía mirando estoicamente: había asistido a muchas sesiones de tortura. Stéphanie era menos paciente, pero se esforzaba por dominarse. Estaba a disgusto, pero se aguantaba: su objetivo en la vida era complacer a Dieter.

El sufrimiento de mademoiselle Lemas no era sólo físico. Dieter lo sabía. La dolorosa presión de su vejiga no era nada comparada con el miedo a orinarse encima en una sala llena de personas educadas y bien vestidas que seguían trabajando con la mayor naturalidad. Para una señora mayor y respetable, no había pesadilla más aterradora. Dieter admiraba su entereza y se preguntaba si desfallecería y se lo contaría todo o seguiría resistiendo.

Un joven cabo dio un taconazo frente a él.

─Perdone, mayor ─dijo el muchacho─. El mayor Weber me envía a pedirle que acuda a su despacho.

Dieter pensó en enviarle una respuesta en estos términos: «Si quieres hablar conmigo, ya sabes dónde estoy». Pero decidió que no convenía mostrarse beligerante hasta que fuera estrictamente necesario. Puede que Weber dejara de ponerle obstáculos si le permitía marcarse un tanto.

─Muy bien ─respondió, y se volvió hacia Hesse─. Hans, ya sabe lo que tiene que preguntarle si decide hablar.

─Sí, mayor.

─Por si no es así... Stéphanie, ¿podrías ir al Café des Sports y traer ─me una cerveza y un vaso?

─Claro ─dijo Stéphanie, encantada de tener una excusa para abandonar la sala.

Dieter siguió al cabo hasta el despacho de Willy Weber. Era una amplia sala en la parte delantera del palacio, con tres ventanas altas que daban a la plaza. El sol se ponía sobre el pueblo, y sus oblicuos rayos doraban los contrafuertes y los arcos de medio punto de la iglesia medieval. Dieter vio a Stéphanie, que cruzaba la plaza con sus zapatos de tacón de aguja, contoneándose como un caballo de carreras, delicada y fuerte al mismo tiempo.

Un grupo de soldados trabajaba en la plaza. Estaban colocando tres postes de madera sólidos y perfectamente alineados.

─¿Un pelotón de fusilamiento? ─preguntó Dieter frunciendo el ceño.

─Para los tres terroristas que sobrevivieron a la escaramuza del domingo ─respondió Weber─. Tengo entendido que has acabado de interrogarlos...

Dieter asintió.

─Me han dicho todo lo que saben.

─Serán fusilados en público como advertencia a quienes pudieran estar pensando en unirse a la Resistencia.

─Buena idea ─dijo Dieter─. Sin embargo, aunque Gaston está bien, tanto Bertrand como Genevieve se encuentran en un estado lamentable... Dudo mucho que puedan andar.

─Entonces, habrá que arrastrarlos hasta los postes. Pero no te he hecho venir para hablar de ellos. Mis superiores en París me han preguntado en qué punto se encuentra la investigación.

─¿Y qué les has dicho, Willi?

─Que tras cuarenta y ocho horas de pesquisas has arrestado a una anciana que tal vez haya dado cobijo a agentes aliados en su casa, y que hasta ahora no nos ha dicho nada.

─¿Y qué te habría gustado decirles?

Weber dio un puñetazo en la mesa con inesperada teatralidad. ─¡Que le hemos partido el espinazo a la Resistencia francesa! ─Eso no se consigue en cuarenta y ocho horas. ─¿Por qué no torturas a ese vejestorio?

─La estoy torturando.

─¿No dejándola ir al baño? ¿Qué clase de tortura es ésa? ─La más efectiva en este caso, créeme.

─Te crees más listo que nadie. Siempre has sido un arrogante. Pero esto es la nueva Alemania, mayor. Ya no basta ser hijo de un profesor para que te consideren intelectualmente superior.

─No seas ridículo.

─¿De verdad crees que habrías llegado a ser el jefe más joven del departamento de investigación criminal si tu padre no hubiera sido un personaje en la universidad?

─Hice los mismos exámenes que los demás.

─Resulta la mar de extraño que otros tan capaces como tú nunca consiguieran hacerlo tan bien.

Pero, ¿con qué fantasías intentaba consolarse Weber?

─Por amor de Dios, Willi, ¿insinúas que toda la policía de Colonia conspiraba para postergarte porque mi padre era profesor de música? ¡Es para troncharse!

─Era algo bastante habitual en los viejos tiempos.

Dieter suspiró. Weber tenía parte de razón. En Alemania, el compadreo y el nepotismo habían sido moneda corriente. Pero ése no era el motivo del fracaso de Willi. La verdad es que era idiota. Sólo podía ascender en una organización en la que el fanatismo se valoraba más que la efectividad.

Dieter decidió zanjar aquella discusión absurda.

─No te preocupes por mademoiselle Lentas ─dijo dirigiéndose hacia la puerta─. Hablará pronto. Y, como tú dices, le partiremos el espinazo a la Resistencia francesa. Es cuestión de tiempo.

Volvió a la sala del piso superior. Mademoiselle Lemas había empezado a gemir entre dientes. Irritado por la conversación con Weber, Dieter decidió acelerar el proceso. Cuando volvió Stéphanie, dejó el vaso en la mesa, abrió la botella y vertió la cerveza lentamente delante de la prisionera. Lágrimas de dolor afloraron a los ojos de la mujer y resbalaron por sus rollizas mejillas. Dieter se llevó el vaso a los labios, le dio un largo trago y volvió a dejarlo en la mesa.

─Su sufrimiento acabará enseguida, mademoiselle ─le aseguró─ El alivio está al alcance de su mano. En cuestión de instantes, responderá a mis preguntas y podrá ir al lavabo. ─La prisionera cerró los ojos─. ¿Dónde se encuentra con los agentes británicos? ─Dieter hizo una pausa─. ¿Cómo se reconocen? ─La mujer no respondió─. ¿Cuál es la contraseña? ─Esperó unos instantes y añadió─: Tenga las respuestas preparadas, y asegúrese de que sean claras, para que cuando llegue el momento me las pueda decir con rapidez, sin vacilaciones ni circunloquios; luego podrá aliviar su sufrimiento. ─Se sacó la llave de las esposas de un bolsillo─. Hans, agárrela de la muñeca. ─Se agachó y liberó el tobillo de mademoiselle Lemas; a continuación, la cogió del brazo─. Acompáñanos, Stéphanie ─dijo─.Vamos al aseo de señoras.

Stéphanie fue hacia la puerta. Dieter y Hans la siguieron sujetando a la prisionera, que andaba arrastrando los pies, con el torso doblado y mordiéndose el labio. Llegaron al final del pasillo y se detuvieron ante una puerta en cuyo letrero se leía: «Damen». Al verlo, mademoiselle Lemas soltó un fuerte gemido.

─Abre la puerta ─le dijo Dieter a Stéphanie.

Stéphanie abrió. El aseo, alicatado con azulejos blancos e impoluto, consistía en un lavabo, un toallero con una toalla y una hilera de retretes con puerta.

─¿Lo ve? ─dijo Dieter─. Su sufrimiento está a punto de acabar. ─Por favor ─musitó la mujer─. Déjeme entrar.

─¿Dónde se encuentra con los agentes británicos? ─ Mademoiselle

Lemas se echó a llorar─. ¿Dónde se encuentra con ellos? ─ murmuró Dieter con suavidad

─En la catedral ─gimió la mujer─. En la cripta. ¡Por favor, déjeme entrar!

Dieter, satisfecho, soltó un prolongado suspiro. Mademoiselle se había desmoronado.

─¿Cuándo se encuentra con ellos?

─A las tres de la tarde; voy todos los días.

─¿Cómo se reconocen?

─Llevo un zapato negro y otro marrón. ¿Puedo entrar ya? ─Sólo otra pregunta. ¿Cuál es la contraseña? ─«Rece por mí.»

La mujer intentó dar un paso, pero Dieter la retuvo con fuerza y Hans lo imitó.

─«Rece por mí.» ─repitió Dieter─. ¿Eso quién lo dice, usted o el agente?

─El agente, ahhh... ¡Por Dios!

─¿Y usted qué contesta?

─«Rezo por la paz», ésa es mi respuesta.

─Gracias ─murmuró Dieter, y la soltó. A un gesto suyo, Stéphanie entró tras la mujer y cerró la puerta─. Bueno, Hans, parece que empezamos a avanzar ─dijo Dieter sonriendo.

El teniente Hesse estaba tan satisfecho como su jefe.

─En la cripta de la catedral ─leyó─, todos los días a las tres de la tarde, un zapato negro y otro marrón, «Rece por mí» y, la respuesta, «Rezo por la paz». ¡Excelente!

─Cuando salgan, encierra a la prisionera en una celda y ponla a disposición de la Gestapo. Ellos se encargarán de mandarla a algún campo. Hesse asintió.

─Resulta duro, señor. Tratándose de una señora mayor, quiero decir.

─En efecto... hasta que piensa uno en los soldados alemanes y los civiles franceses asesinados por los terroristas a los que ha dado cobijo. Entonces, parece un castigo insignificante.

─Sí, eso hace que uno vea las cosas de un modo totalmente distinto, señor.

─¿Ha visto usted como una cosa lleva a la otra? ─dijo Dieter pensativo─. Gaston nos habla de una casa, la casa nos permite detener a mademoiselle Lemas, ella nos cuenta lo de la cripta y la cripta nos permitirá... ¿Quién sabe?

Dieter empezó a cavilar sobre el mejor modo de sacar partido a la nueva información.

El reto era capturar a los agentes sin que Londres se enterara. Si actuaba con habilidad, los aliados seguirían enviando gente por el mismo conducto y despilfarrando sus efectivos sin saberlo. Igual que en Holanda: más de cincuenta saboteadores, cuyo adiestramiento debía de haber costado una fortuna, se habían lanzado en paracaídas directamente a los brazos de los alemanes.

Sobre el papel, el próximo agente enviado por Londres iría a la cripta de la catedral y se encontraría con mademoiselle Lemas. Ella se lo llevaría a su casa, desde donde el agente enviaría un mensaje por radio comunicando que todo iba bien. Luego, cuando estuviera ausente, Dieter se apoderaría de sus libros de códigos. A partir de ese momento, podría arrestarlo y seguir mandando mensajes a Londres en su nombre... e interpretar las respuestas. De hecho, habría montado un circuito de la Resistencia completamente ficticio. Era una perspectiva apasionante.

Willi Weber se acercó por el pasillo.

─Y bien, mayor, ¿ha hablado la prisionera?

─Lo ha hecho.

─Ya iba siendo hora. ¿Ha dicho algo que merezca la pena?

─Puedes comunicar a tus superiores que ha revelado el lugar de encuentro y la contraseña que utilizan. Podremos capturar a los agentes a medida que lleguen.

Weber parecía interesado a pesar de su hostilidad. ─¿Dónde se encuentran?

Dieter titubeó. Habría preferido no decirle una palabra a Weber. Pero era difícil negarse a compartir la información sin ofenderlo y enemistarse definitivamente con él. Tenía que contárselo.

─En la cripta de la catedral, todos los días a las tres.

─Informaré a París ─dijo Weber, y se alejó.

Dieter siguió pensando en su próximo paso. La casa de la calle du Bois era un dispositivo de seguridad. Ningún miembro del circuito Bollinger conocía a mademoiselle Lemas. Los agentes que llegaban de Londres tampoco sabían qué aspecto tenía, de ahí la necesidad de signos exteriores reconocibles y contraseñas. Si pudiera utilizar a alguien que se hiciera pasar por ella... Pero, ¿a quién?

Stéphanie salió del aseo de señoras precediendo a la prisionera. Ella, ¿por qué no?

Era mucho más joven que mademoiselle Lemas, y no se le parecía en nada, pero los agentes no lo sabían. Era francesa. Sólo tenía que atender al agente durante uno o dos días.

Dieter la cogió del brazo.

─Hans se ocupará de la prisionera. Ven, déjame invitarte a una copa de champán.

La acompañó a la calle. En la plaza, los soldados habían acabado el trabajo, y los tres postes proyectaban largas sombras a la luz del atardecer. Un grupo de vecinos los observaba en sobrecogido silencio desde el atrio de la iglesia.

Entraron en el Café des Sports. Dieter pidió una botella de champán y se volvió hacia Stéphanie.

─Gracias por ayudarme ─dijo─. Me has sacado de un apuro.

─Te quiero ─respondió la chica─. Y tú a mí, lo sé, aunque nunca me lo hayas dicho.

─¿Cómo te sientes respecto a lo que hemos hecho? Eres francesa, tienes una abuela cuya raza no es necesario mencionar y, que yo sepa, no eres nazi.

Stephanie sacudió la cabeza con energía.

─He dejado de creer en nacionalidades, razas e ideologías ─ aseguró con vehemencia─. Cuando me detuvo la Gestapo, no me ayudó ningún francés. Ni ningún judío. Ni ningún socialista, liberal o comunista. Y pasé tanto frío en aquella celda... ─Su rostro cambió de expresión. La seductora media sonrisa que rara vez abandonaba se esfumó de sus labios, y el brillo provocativo de su mirada se apagó en sus ojos. Estaba en otro sitio y en otro momento. Cruzó los brazos sobre el pecho y se estremeció, a pesar de la calidez del aire─. No sólo por fuera, en la piel. Lo tenía clavado en el corazón, en las tripas, en los huesos... Pensé que nunca volvería a sentir calor, que me iría a la tumba con aquel frío. ─Permaneció en silencio durante unos instantes, con el rostro tenso y demacrado, y Dieter pensó en ese momento que la guerra era algo terrible─. Nunca olvidaré la chimenea de tu apartamento ─dijo al fin─. El fuego de carbón. Había olvidado cuánto calor desprende. Ante aquel fuego, volví a sentirme humana. ─Stéphanie salió de su trance─.Tú me salvaste. Me diste de comer y de beber. Me compraste ropa. ─ Stéphanie recuperó su sonrisa de siempre, que parecía decir: «Si te atreves, soy tuya»─.Y, delante de aquel fuego de carbón, me hiciste el amor.

─No me resultó difícil ─dijo Dieter cogiéndole la mano.

─Conseguiste que me sintiera segura, en un mundo en el que casi nadie lo está. Así que ahora sólo creo en ti.

─Si lo dices en serio...

─Totalmente.

─Necesito que hagas algo más por mí.

─Lo que sea.

─Que te hagas pasar por mademoiselle Lemas. Stéphanie arqueó una de sus bien depiladas cejas.

─Fingir que eres ella. Ir a la catedral todas las tardes a las tres calzada con un zapato negro y otro marrón. Cuando alguien se te acerque y te diga: «Rece por mí», contestar: «Rezo por la paz». Y llevártelo a la casa de la calle du Bois. Luego, llamarme.

─Parece sencillo.

Les sirvieron la botella, y Dieter llenó dos copas. Decidió serle franco. 

─Debería ser sencillo. Pero hay cierto riesgo. Si el agente ha visto a mademoiselle Lemas con anterioridad, sabrá que eres una impostora. En tal caso, podrías estar en peligro. ¿Estás dispuesta a correr ese riesgo? 

─¿Es importante para ti?

─Es importante para la guerra.

─La guerra me trae sin cuidado.

─También es importante para mí.

─Entonces, lo haré.

Dieter alzó su copa.

─Gracias.

Entrechocaron las copas y les dieron un sorbo.

Fuera, en la plaza, se oyó una descarga. Dieter se acercó a la ventana y vio tres cuerpos atados a los postes, flojos y ensangrentados, una hilera de soldados que bajaban los fusiles y una muchedumbre de paisanos que miraban, silenciosos e inmóviles.

La penuria de la guerra apenas había afectado al Soho, el barrio chino del corazón del West End. Los mismos grupos de jóvenes borrachos como cubas se tambaleaban por sus calles, aunque la mayoría iban de uniforme. Las mismas chicas pintarrajeadas y embutidas en ceñidos modelos merodeaban por las aceras al acecho de clientes. Los letreros luminosos de los clubes y los bares permanecían apagados a causa de los bombardeos, pero todos los locales estaban abiertos.

Mark y Flick llegaron al Criss-Cross Club a las diez de la noche. El gerente, un joven vestido de esmoquin y con pajarita roja, saludó a Mark como si fueran amigos. Flick estaba muy animada. Mark conocía a una técnica en telefonía. Se la iba a presentar enseguida, y Flick se sentía optimista. Su hermano apenas le había explicado otra cosa salvo que se llamaba Greta, como la estrella de cine. Al intentar interrogarlo, le había respondido: «Tienes que verla tú misma».

Bajaron el tramo de escaleras que llevaba al sótano. La sala estaba en penumbra y llena de humo. Flick distinguió a un grupo de cinco músicos en un escenario bajo, mesas repartidas por la sala y reservados alineados a lo largo de las oscuras paredes. Se había imaginado un local exclusivamente masculino, la clase de sitio frecuentado por hombres a quienes «no les tiraba el matrimonio». Aunque había más hombres, no faltaban chicas, algunas muy llamativas.

Un camarero se acercó a ellos, lanzó una mirada hostil a Flick y le puso una mano en el hombro a Mark.

─Hola, Markie.

─Robbie, te presento a mi hermana ─dijo Mark─. Se llama Felicity, pero siempre la hemos llamado Robbie cambió de actitud y le sonrió.

─Encantado de conocerte ─dijo, y los llevó a una mesa.

Flick supuso que la había tomado por un ligue, y temía que, por así decirlo, hubiera hecho cambiar de bando a Mark. Al parecer, saber que era su hermana lo había tranquilizado.

─¿Cómo está Kit? ─le preguntó Mark con una sonrisa. ─Pues... bien, supongo ─respondió Robbie con una pizca de irritación.

─Os habéis peleado, ¿no?

Mark estaba siendo encantador. De hecho, casi flirteaba. Flick no le conocía aquella faceta. En realidad, pensó, tal vez era la auténtica. La otra, su discreta personalidad cotidiana, debía de ser una máscara.

─¿Y cuándo no nos hemos peleado? ─respondió Robbie.

─No te valora ─dijo Mark con melancolía, rozando la mano de Robbie.

─Tienes razón, sí señor. ¿Qué os pongo?

Flick pidió un whisky y Mark un martini.

Flick no sabía mucho sobre los homosexuales. Conocía al novio de Mark, Steve, y había estado en el piso que compartían, pero no conocía a sus amigos. Sentía curiosidad por aquel mundo, pero le daba apuro hacer preguntas.

Ni siquiera sabía cómo se llamaban entre sí. Todos los nombres que conocía sonaban a insulto: mariquita, sarasa, invertido, nenaza...

─Mark, ¿cómo llamas a los hombres que, ya sabes, prefieren a otros hombres?

─Musicales, cariño ─respondió Mark sonriendo y moviendo la mano con un gesto femenino.

«Tengo que recordarlo ─se dijo Flíck─.Ahora puedo preguntarle a Mark: "Y ése, ¿es musical?". Ya sabía una palabra de su código secreto.

Una salva de aplausos recibió a una rubia alta, embutida en un traje de noche rojo, que acababa de salir al escenario.

─Ésa es Greta ─dijo Mark─. De día, es técnica en telefonía.

Greta empezó a cantar Nobody Knows You "en You're Down and Out. Tenía una voz potente y desgarrada, pero Flick captó de inmediato el acento alemán.

─¿No me habías dicho que era francesa? ─le gritó a Mark al oído, por encima de la música.

─Que hablaba francés ─la corrigió Mark─. Pero es alemana.

Flick estaba decepcionada. Aquello no la convencía. Greta hablaría francés con acento alemán.

El público adoraba a Greta. Aplaudía entusiasmado cada canción, y silbaba y jaleaba cuando ella acompañaba la música con meneos y nalgadas. Pero Flick no podía relajarse y disfrutar de la música. Estaba demasiado preocupada. Seguía sin técnica, y había malgastado las últimas horas del día acudiendo al Criss-Cross para ver a una alemana.

Y ahora, ¿qué podía hacer? Se preguntó cuánto tardaría en aprender los rudimentos de la técnica telefónica. Las cuestiones técnicas se le daban bien. En la escuela, había hecho una radio. Además, le bastaba con saber lo justo para destruir el equipo de la central. ¿Podría aprender en dos días, tal vez con alguien de Correos y Telégrafos?

Lo malo era que no había forma de saber qué equipo encontrarían en el sótano del palacio de Sainte-Cécile. Podía ser francés, alemán o mitad y mitad; incluso podía ser norteamericano, pues Francia importaba tecnología telefónica avanzada de los Estados Unidos. Había muchas clases de equipos, y el palacio cumplía funciones muy diversas. Alojaba una central manual, otra automática, otra conjunta para conectar otras centrales entre sí, y una estación amplificadora para la importante ruta troncal hacia Alemania. Sólo un técnico con experiencia podía confiar en reconocerlas al primer vistazo.

Por supuesto, en Francia había técnicos en la materia, y Flick podría encontrar a una técnica... si dispusiera de tiempo. Era una idea poco prometedora, pero no la descartó. El Ejecutivo podía enviar un mensaje a todos los circuitos de la Resistencia. Si había una mujer que cumpliera los requisitos, tardaría uno o dos días en llegar a Reims, lo cual no estaba mal. Pero era demasiado incierto. ¿Había una técnica en telefonía en la Resistencia? Si no, Flick malgastaría dos días para saber que la misión estaba condenada.

No, necesitaba algo más seguro. Volvió a pensar en Greta. No podía pasar por francesa. La Gestapo no notaría su acento, pues hablaban el mismo francés. Pero a la policía francesa no le pasaría inadvertido. ¿Tenía que pasar por francesa? En Francia había muchas alemanas: mujeres de oficiales, oficinistas del ejército, conductoras, mecanógrafas, operadoras de radio... Flick volvió a animarse. ¿Por qué no? Greta podía ser secretaria del ejército. No, eso podía causar problemas. Un oficial podía empezar a darle órdenes. Sería más seguro que se hiciera pasar por civil. Podía ser la mujer de un oficial, con quien vivía en París... No, en Vichy, que estaba más lejos. Habría que justificar que viajara con mujeres francesas. Tal vez una de ellas podía hacer de doncella francesa.

¿Y una vez dentro del palacio? Flick estaba segura de que en Francia no había alemanas trabajando en la limpieza. ¿Cómo evitar las sospechas? Flick volvió a decirse que los alemanes podían no notar el acento de Greta; pero ¿y los franceses? ¿Cómo iba a evitar hablar con ellos? ¿Fingiéndose afónica?

Puede que lo consiguiera durante unos minutos, se dijo Flick.

No era una solución perfecta, pero sí la mejor opción.

Greta finalizó su actuación con un blues hilarante y lleno de dobles sentidos titulado Kitchen Man. A la gente le encantó el verso: «Cuando me como sus dónuts, sólo dejo el agujero». La chica abandonó el escenario en medio de una salva de aplausos.

─Hablaremos con ella en su camerino ─dijo Mark levantándose del asiento.

Flick siguió a su hermano, que cruzó una puerta situada a un lado del escenario y avanzó por un pasillo maloliente con suelo de cemento hasta un cuartucho atestado de cajas de cartón de cerveza y ginebra. Parecía el almacén de un pub venido a menos. Llegaron ante una puerta que tenía una estrella de papel recortado clavada a la hoja con chinchetas. Mark llamó con los nudillos y abrió sin esperar respuesta.

El camerino era un tabuco diminuto, con un tocador, un espejo rodeado de potentes bombillas, un taburete y el cártel de La mujer de dos caras, protagonizada por Greta Garbo, clavado en una pared. Una aparatosa peluca rubia descansaba sobre un soporte en forma de cabeza. El vestido rojo de Greta colgaba de una percha de pared. En el taburete, delante del espejo, para asombro de Flick, había un joven de pelo en pecho.

Se quedó boquiabierta.

Era Greta, desde luego. Llevaba el rostro muy maquillado: carmín de un rojo intenso, pestañas postizas, cejas depiladas y polvo facial en abundancia para ocultar la sombra de la barba. Llevaba el pelo muy corto, sin duda para acomodar la peluca. Los pechos falsos debían de estar cosidos al forro del vestido, pero Greta seguía llevando enagua, medias y zapatos rojos con tacón de aguja.

Flick se volvió hacia su hermano.

─¿Por qué no me lo has dicho? ─le preguntó enfadada. Mark rió de buena gana.

─Flick, te presento a Gerhard. Le gusta sorprender a la gente.

En efecto, Gerhard parecía encantado. Sin duda, se sentía la mar de contento de que una mujer lo hubiera tomado por alguien de su propio sexo. Era un tributo a su arte. Podía estar segura de no haberlo ofendido, comprendió Flick.

Pero era un hombre. Y ella necesitaba una técnica en telefonía.

Flick estaba decepcionada y abatida. Greta habría sido la última pieza del rompecabezas, la mujer que habría completado el equipo. Ahora la misión volvía a estar en el aire.

Estaba enfadada con Mark.

─¡No me ha hecho maldita la gracia! ─le gritó─. Creía que ibas a solucionarme el problema, pero sólo querías gastarme una broma.

─No es ninguna broma ─replicó Mark indignado─. Si necesitas a una mujer, ahí tienes a Greta.

─No me sirve ─dijo Flick.

Era una idea ridícula.

¿Lo era? Después de todo, ella había picado. ¿Por qué no iba a funcionar con la Gestapo? Si la detenían y la desnudaban, descubrirían la verdad; pero si la cosa llegaba a ese extremo, sería porque la operación entera había fracasado.

Pensó en sus jefes del Ejecutivo, y en Simon Fortescue, del M16. 

─Los de arriba nunca lo autorizarían.

─Pues no se lo digas =le sugirió Mark.

─¿Que no se lo diga? ─exclamó Flick, asombrada primero e intrigada por la ocurrencia de su hermano un instante después.

Si Greta tenía que engañar a la Gestapo, también debía ser capaz de darle el pego a todo el Ejecutivo.

─¿Por qué no? ─insistió Mark.

─¿Por qué no? ─repitió Flick.

─Mark, cariño ─terció Gerhard─, ¿de qué va todo esto?

Su acento alemán era aún más acusado que cuando cantaba.

─La verdad es que no lo sé ─confesó Mark─. Mi hermana está metida en un asunto confidencial.

─Se lo explicaré ─dijo Flick─. Pero antes, hábleme de usted. ¿Cómo llegó a Londres?

─Ay, cariño, ¿y por dónde empiezo? ─Gerhard encendió un cigarrillo─. Soy de Hamburgo. Hace doce años, cuando tenía dieciséis y estaba estudiando para técnico en telefonía, era una ciudad maravillosa, con bares y clubes nocturnos llenos de marineros de permiso. Disfruté como una loca. Y a los dieciocho, conocí al amor de mi vida. Se llamaba Manfred. ─Se le arrasaron los ojos, y Mark le cogió la mano. Gerhard se sonó la nariz de forma muy poco femenina y prosiguió─: Siempre me ha encantado la ropa de mujer, la lencería con encajes, los tacones altos, los sombreros, los bolsos... ¡Y el frufrú de las faldas amplias...! Pero en aquella época me arreglaba tan mal... Por no saber, no sabía ni pintarme los ojos como Dios manda. Manfred me lo enseñó todo. Y, no vaya a creerse, él no era travestí. ─ Gerhard esbozó una sonrisa nostálgica─. De hecho, era extremadamente masculino. Trabajaba en los muelles, como estibador. Pero le gustaba que me vistiera de mujer y me enseñó a hacerlo con gracia.

─¿Por qué se marchó?

─Se llevaron a mi Manfred. Los cabrones de los nazis, cariño. Llevábamos cinco años juntos, pero una noche se presentaron en casa y nunca volví a verlo. Probablemente ha muerto, porque no creo que soportara la cárcel, pero no lo sé seguro. ─El rímel empezó a corrérsele, y las lágrimas trazaron negros churretes en la base de maquillaje─. Podría seguir vivo en uno de esos horribles campos, ¿sabe? ─Su congoja era contagiosa, y Flick tuvo que hacer un esfuerzo para aguantarse las lágrimas. ¿Qué nos daba a los humanos, para perseguirnos unos a otros tan despiadadamente?, se preguntó. ¿Qué sacaban los nazis atormentando a excéntricos inofensivos como Gerhard?─. Así que me vine a Londres ─siguió diciendo Gerhard─. Mi padre era inglés, un marinero de Liverpool que desembarcó en Hamburgo, se enamoró de una chica alemana preciosa y se casó con ella. Murió cuando yo tenía dos años, de modo que ni siquiera lo recuerdo; pero me dio su apellido, que es O'Reilly, y gracias a él siempre he tenido doble nacionalidad. Aun así, tuve que gastarme todos mis ahorros para conseguir el pasaporte, en 1939. Visto lo visto, escapé por los pelos. Gracias a Dios, los técnicos en telefonía encontramos trabajo en cualquier parte. Y aquí me tiene, la estrella de Londres, la diva del Soho.

─Es una historia muy triste ─murmuró Flick─. Lo siento mucho.

─Gracias, cariño. Pero, en los tiempos que corren, lo que sobran son historias tristes, ¿no le parece? Y ahora, ¿qué puedo hacer por usted?

─Necesito una mujer que sea técnica en telefonía. ─¿Para qué diablos?

─No puedo contarle mucho. Como ha dicho Mark, es un asunto confidencial. Lo que sí puedo decirle es que el trabajo entraña grandes riesgos. Incluido el de perder la vida.

─Jesús, qué horror! Supongo que comprende que no soy muy buena haciendo trabajos de machote. Me declararon inútil para servir en el ejército por motivos psicológicos, y tenían más razón que un santo. La mitad de los guripas me habrían zurrado a la menor oportunidad y la otra mitad no me habrían dejado pegar ojo por las noches.

─Tengo a todas las chicas duras que necesito. Lo que me falta es alguien con sus conocimientos.

─¿Tiene algo que ver con hacerles la puñeta a esos jodidos nazis? 

─Desde luego. Si tenemos éxito, le haremos algo más que la puñeta al régimen de Hitler.

─Entonces, cariño, ¡soy tu chica!

Flick sonrió. «Dios mío ─se dijo─. Lo he conseguido.»