CAPÍTULO IX

Alicia Reina

—¡Bueno, esto sí que es estupendo! —dijo Alicia—. No me esperaba ser Reina tan pronto… pues os voy a decir una cosa, Majestad —prosiguió en tono severo (era bastante aficionada a regañarse a sí misma)—. No está bien andar tumbándose en la hierba de esa manera! ¡Las Reinas deben comportarse con dignidad!

Así que se levantó y echó a andar… un poco tiesa al principio, ya que tenía miedo de que se le cayese la corona; aunque se animó al pensar que no la veía nadie; «si soy realmente una Reina», dijo sentándose otra vez, «conseguiré comportarme como tal con el tiempo».

Todo estaba ocurriendo de una forma tan extraña que no le sorprendió lo más mínimo descubrir sentadas junto a ella a la Reina Roja y a la Reina Blanca, una a cada lado[1]; le habría gustado preguntarles cómo habían llegado, pero pensó que quizá no fuese muy educado hacerlo. En cambio, no había nada malo, pensó, en preguntar si había terminado la partida. «Por favor, ¿podríais decirme…», empezó, mirando tímidamente a la Reina Roja.

—¡Habla cuando te dirijan la palabra! —la interrumpió bruscamente la Reina.

—Pero si todo el mundo observara esa regla —dijo Alicia, dispuesta siempre a discutir un poco—, y vos hablaseis sólo cuando se os dirigiese la palabra, y la otra persona esperase a que empezaseis vos, nadie diría nada, así que…

—¡Ridículo! —gritó la Reina—. ¿Es que no ves, niña…? —aquí se interrumpió frunciendo el ceño, y tras meditar un minuto, cambió súbitamente de conversación—. ¿Qué quieres decir con eso de «si eres realmente una Reina»? ¿Qué derecho tienes a llamarte así? Sabrás que no puedes ser Reina mientras no apruebes el correspondiente examen. Y cuanto antes empecemos, mejor.

—¡Yo sólo he dicho «si»! —se quejó la pobre Alicia con tono lastimero.

Las dos Reinas se miraron mutuamente, y la Reina Roja comentó, con un pequeño estremecimiento: «Dice que sólo ha dicho "si"…».

—¡Pero ha dicho muchas más cosas! —gimió la Reina Blanca, retorciéndose las manos—. ¡Muchísimas más!

—Efectivamente, así es —le dijo la Reina Roja a Alicia—. Di siempre la verdad, piensa antes de hablar, y escríbelo después.

—Os aseguro que no era ése mi sentido… —empezó Alicia, pero la Reina Roja la interrumpió impaciente.

—¡De eso es precisamente de lo que me quejo! ¡Deberías tener sentido! ¿Para qué crees que sirve una niña sin sentido? Hasta un chiste tiene que tener sentido…, y una niña es más importante que un chiste, creo yo. Eso no me lo puedes negar, aunque lo intentes con las dos manos.

—Yo no niego las cosas con las manos —objetó Alicia.

—Nadie ha dicho que lo hagas —dijo la Reina Roja—. Lo que he dicho es que no podrías aunque lo intentases.

—Está de un humor —dijo la Reina Blanca— que necesita negar algo…, ¡sólo que no sabe el qué!

—Tiene un genio desagradable y antipático —comentó la Reina Roja; y a continuación hubo un silencio incómodo, durante un minuto o dos.

La Reina Roja rompió este silencio diciéndole a la Reina Blanca: «Te invito al banquete que va a dar Alicia esta tarde».

La Reina Blanca sonrió débilmente, y dijo: «Y yo a ti».

—No sabía que fuera a dar un banquete —dijo Alicia—; pero si es así, creo que soy yo quien debería invitar.

—Te hemos dado la oportunidad de hacerlo —comentó la Reina Roja—; pero quizá no te han dado todavía bastantes clases de modales, ¿verdad?

—No se dan clases de modales —dijo Alicia—. Las clases son para enseñar a sumar y cosas por el estilo.

—¿Sabes la Adición? —preguntó la Reina Blanca—. ¿Cuántos hacen uno más uno más uno más uno más uno más uno más uno más uno más uno más uno?

—No lo sé —dijo Alicia—. He perdido la cuenta.

—No sabe la Adición —terció la Reina Roja—. ¿Sabes la Sustracción? Resta nueve de ocho.

—No se puede restar nueve de ocho —replicó Alicia con presteza—: pero…

—No sabe la Sustracción —dijo la Reina Blanca—. ¿Sabes la División? A ver, divide un pan con un cuchillo…, ¿qué resultado te dará?

—Creo… —empezó Alicia, pero la Reina Blanca contestó por ella: «Pan-con-mantequilla, naturalmente. Prueba a calcular otra sustracción. Quítale el hueso a un perro; ¿qué os queda?».

Alicia reflexionó: «El hueso no quedaría, naturalmente, si se lo quito…, y el perro tampoco, porque echaría a correr detrás de mí para morderme… ¡y desde luego, yo tampoco!».

—Entonces, ¿crees que no quedaría nada? —dijo la Reina Roja.

—Creo que ése sería el resultado.

—Mal, como siempre —dijo la Reina Roja—: quedarían los estribos del perro.

—Pero no veo cómo…

—¡Pues escucha! —gritó la Reina Roja—: el perro perdería los estribos, ¿no es así?

—Seguramente —contestó Alicia con cautela.

—¡Así que si se fuera el perro, se quedarían los estribos! —exclamó triunfal la Reina.

Alicia dijo lo más gravemente que pudo: «Puede que se fueran en otra dirección». Pero no pudo por menos de pensar: «¡Cuántas tonterías estamos diciendo!».

—¡No sabe ni jota de operaciones! —dijeron las Reinas a la vez, con mucho énfasis.

—¿Sabéis vos hacer operaciones? —dijo Alicia, volviéndose de repente hacia la Reina Blanca, ya que no le gustaba que la criticasen tanto.

La Reina abrió la boca y cerró los ojos: «Sé la Adición —dijo—, si me das tiempo…, ¡pero no haré una sustracción bajo ningún concepto!

—Naturalmente, sabes el Abecedario, ¿no? —dijo la Reina Roja.

—Claro que sí —dijo Alicia.

—Yo también —susurró la Reina Blanca—: lo recitaremos a menudo juntas, cariño. Y te diré un secreto: ¡sé leer palabras de una letra! ¿No es maravilloso? Pero no te desanimes. Tú también lo harás con el tiempo.

Aquí la Reina Roja empezó otra vez: «¿Sabes responder a preguntas prácticas?», dijo. «¿De qué está hecho el pan?»

—¡Eso sí que lo sé! —exclamó Alicia, interesada—. Se pone harina…

—¿Dónde se pone? —preguntó la Reina Blanca—, ¿en el ponedero o en el gallinero?

—Bueno, la harina no es un huevo; sale de moler…

—¿Con cuántas muelas? —dijo la Reina Blanca—. No te saltes tantas explicaciones.

—¡Abanícale la cabeza! —intervino preocupada la Reina Roja—. Le va a dar calentura de tanto pensar —y se pusieron las dos a abanicarla con puñados de hojas, hasta que ella tuvo que rogarles que lo dejasen, ya que le alborotaban el pelo.

—Ya se encuentra bien otra vez —dijo la Reina Roja—. ¿Sabes idiomas? ¿Cómo se dice en francés pim pam pum?

—Pim pam pum no es inglés —contestó Alicia seria.

—¿Quién te ha dicho que lo sea? —dijo la Reina Roja.

Alicia pensó que esta vez tenía una forma de salir del apuro: «¡Si me decís en qué idioma está “pim pam pum”, os diré cómo es en francés!» —exclamó triunfalmente.

Pero la Reina Roja se enderezó, un poco envarada, y dijo: «Las Reinas jamás hacen tratos».

«Pues ojalá no hicieran jamás preguntas», pensó Alicia para sí.

—No discutamos —dijo la Reina Blanca en tono preocupado—. ¿Qué es lo que produce el rayo?

—Lo que produce el rayo —dijo Alicia con decisión, ya que se sentía completamente segura sobre esto— es el trueno…; ¡no, no! —se apresuró a rectificar—. Quiero decir al revés.

—Es demasiado tarde para rectificar —dijo la Reina Roja—: una vez que has dicho una cosa, se queda como está, y te toca cargar con las consecuencias.

—Eso me recuerda… —dijo la Reina Blanca, bajando la mirada y enlazando y desenlazando las manos con nerviosismo—, la tormenta que tuvimos el martes pasado… o sea, una de la última tanda de martes[2].

Alicia se quedó desconcertada: «En nuestro país —comentó— sólo tenemos un día cada vez».

La Reina Roja dijo: «Esa es una forma bastante raquítica y pobretona de hacer las cosas. Aquí, en cambio, tenemos casi siempre los días y las noches en grupos de dos y de tres, y a veces en invierno hasta cinco noches juntas… para que den más calor».

—¿Son más calientes cinco noches que una, entonces? —se atrevió a preguntar Alicia.

—Cinco veces más, por supuesto.

—Pues tendrían que ser cinco veces más frías, por la misma regla…

—¡Exactamente! —gritó la Reina Roja—. ¡Cinco veces más calientes, y cinco veces más frías…! ¡Igual que yo soy cinco veces más rica que tú, y cinco veces más lista![3]

Alicia suspiró y se dio por vencida. «¡Es exactamente como un acertijo sin solución!», pensó.

—Tentetieso vio la tormenta también —prosiguió la Reina Blanca en voz baja, como si hablase más para sí misma—. Llegó a la puerta con un sacacorchos en la mano…

—¿Qué quería? —preguntó la Reina Roja.

—Dijo que quería entrar —prosiguió la Reina Blanca— porque estaba buscando un hipopótamo. Pero daba la casualidad de que no había ninguno en casa, esa mañana.

—¿Suele haberlo? —preguntó Alicia en tono asombrado.

—Bueno, sólo los jueves —dijo la Reina.

—Yo sé a qué vino —dijo Alicia—: quería castigar a los peces, porque[4]

Aquí la Reina empezó otra vez: «¡Qué tormenta, no os podéis imaginar!» («Ella no podría», dijo la Reina Roja). «Parte del tejado se vino abajo, y empezaron a colarse los truenos… y rodaban por la habitación como grandes moles; atropellando mesas y demás…, ¡me asusté tanto, que era incapaz de recordar mi propio nombre!»

Alicia pensó para sí: «¡Jamás se me ocurriría tratar de recordar mi nombre en medio de un accidente! ¿De qué serviría?»; pero no lo dijo en voz alta por temor a herir los sentimientos de la pobre Reina.

—Vuestra Majestad debe excusarla —dijo la Reina Roja a Alicia, cogiendo una mano de la Reina Blanca entre las suyas, y acariciándola dulcemente—: tiene buena intención, pero no puede evitar decir tonterías, por regla general.

La Reina Blanca miró tímidamente a Alicia, y ésta comprendió que debía decir algo amable, aunque la verdad es que no se le ocurrió nada en ese momento.

—No llegaron a educarla bien, en realidad —prosiguió la Reina Roja—: ¡pero es asombroso el buen carácter que tiene! ¡Dale unas palmaditas en la cabeza, y verás lo contenta que se pone! —pero eso era más de lo que Alicia se habría atrevido a hacer.

—Un poco de amabilidad… y cogerle papillotes… le sentaría de maravilla.

La Reina Blanca dejó escapar un hondo suspiro, y apoyó la cabeza en el hombro de Alicia. «¡Qué sueño tengo!», gimió.

—¡Está cansada, pobrecita! —dijo la Reina Roja—. Alísale el pelo, préstale el gorro de dormir… y cántale una dulce nana.

—No tengo aquí gorro de dormir —dijo Alicia, tratando de cumplir la primera sugerencia—, y no me sé ninguna nana.

—Tendré que cantársela yo, entonces —dijo la Reina Roja, y empezó[5]:

¡Ea, mi señora, en brazos de Alicia!

Hasta que empiece la fiesta, tendremos siesta.

¡Y cuando termine, iremos a bailar,

la Reina Roja, la Blanca, Alicia y los demás!

—Y ahora que sabes la letra —añadió, apoyando la cabeza en el otro hombro de Alicia—, cántamela entera a . Me está entrando sueño también —un momento después las dos Reinas estaban profundamente dormidas y roncaban de manera audible.

—¿Qué voy a hacer? —exclamó Alicia, mirando en torno suyo con gran perplejidad cuando, primero una y luego la otra, rodaron las cabezas de sus hombros, y se instalaron como un pesado bulto en su regazo—. ¡No creo que haya ocurrido nunca que alguien haya tenido que cuidar a dos Reinas dormidas a la vez! Jamás en toda la Historia de Inglaterra… ¡no podría ser, porque nunca ha habido más de una Reina al mismo tiempo! ¡Despertad, pesadas! —prosiguió en tono impaciente; pero no tuvo más respuesta que unos suaves ronquidos.

Los ronquidos se hacían más claros a cada minuto, y sonaban como una canción; por último, llegó incluso a distinguir palabras, y se puso a escuchar con tanto interés que, cuando las dos cabezotas se desvanecieron súbitamente de su regazo, apenas reparó en ello.

Estaba delante de una puerta, en cuyo arco había escritas las palabras: «REINA ALICIA» con grandes letras, y a cada lado del arco había un tirador de campanilla: en uno se indicaba: «Visitas», y en el otro: «Servidumbre».

«Esperaré a que termine la canción», pensó Alicia, «y luego llamaré en… en… ¿en qué campanilla?», prosiguió, perplejísima ante los letreros. «No soy una visita, ni soy una criada. Debería haber una que pusiera "Reina".»

En ese preciso momento la puerta se abrió un poco, y un bicho de pico largo asomó la cabeza un momento y dijo: «¡Se prohíbe la entrada hasta dentro de dos semanas!», y cerró otra vez con un portazo.

Alicia hizo sonar inútilmente las dos campanillas y golpeó la puerta durante un buen rato; por último, un Sapo viejísimo que estaba sentado al pie de un árbol se levantó y se acercó renqueando adonde estaba ella: iba vestido de amarillo vivo y calzaba unas enormes botas.

—¿Qué pasa, vamos a ver? —dijo el Sapo en un susurro áspero y profundo.

Alicia se volvió, dispuesta a criticar a quien fuera. «¿Dónde está el criado que se encarga de contestar a la puerta?», empezó furiosa.

—¿Qué puerta? —dijo el Sapo.

Alicia casi dio una patada en el suelo, irritada por aquella manera de arrastrar las palabras: «¡Pues ésta, naturalmente!».

El Sapo se quedó mirando la puerta con sus grandes ojos turbios durante un minuto; luego se acercó y la frotó con el pulgar, como para probar si se desprendía la pintura: a continuación miró a Alicia.

—¿Contestar a la puerta? —dijo—. ¿Qué ha preguntado? —era tan ronca su voz que Alicia apenas le entendió.

—No sé qué quiere decir —dijo.

—Pues hablo inglés, ¿no? —prosiguió el Sapo—. ¿O es que estás sorda? ¿Qué te ha preguntado?

—¡Nada! —dijo Alicia impaciente—. La ha golpeado para llamar.

—No debías haberlo hecho…, no debías… —murmuró el Sapo—. Eso le molesta —y a continuación fue a la puerta y le largó una patada con uno de sus enormes pies—. Déjela en paz —jadeó, mientras regresaba renqueando a su árbol—, ya verás cómo ella te deja en paz a ti.

En este momento se abrió la puerta de par en par, y se oyó una voz chillona que cantaba[6]:

«Al Mundo del Espejo Alicia así le dijo:

El cetro tengo en la mano, la corona en la cabeza.

Que vengan los seres del Espejo, sean lo que sean,

a cenar con la Reina Roja, la Blanca y conmigo.»

Y cientos de voces cantaron a coro:

«Llenad las copas cuan deprisa podáis,

regad la mesa de botones y salvado;

echad gatos en el café, ratones en el té.

¡Bienvenida la Reina Alicia treinta-veces-tres!»

Siguió un jadeo de aclamaciones, y Alicia pensó para sí: «Treinta veces tres son noventa. ¿Será que alguien está contando?». Un minuto después volvió a reinar silencio, y la misma voz chillona cantó otra estrofa:

«¡Seres del Espejo», dijo Alicia, «aquí reunidos,

un honor es verme, un favor oírme:

un privilegio tomar el té,

con la Reina Roja, la Blanca y conmigo!»

Y volvió a atacar el coro:

«Llenad la copa de melaza y de tinta,

o de alguna otra agradable bebida:

Mezclemos la sidra y la arena, la lana y el vino.

¡Bienvenida la Reina Alicia noventa-veces-cinco!»

«¡Noventa veces cinco!», repitió Alicia con desesperación. «¡Oh, no terminará en la vida! Será mejor que entre inmediatamente…» Conque entró y, en el instante en que apareció, se hizo un silencio mortal.

Alicia miró nerviosa a lo largo de la mesa, mientras avanzaba por el gran salón, y observó que había unos cincuenta invitados, de todas clases: unos eran mamíferos, otros pájaros; había incluso unas cuantas flores: «Me alegro de que hayan venido sin esperar a que se les invitase», pensó; «¡no habría sabido a qué gente debía invitar!».

Había tres sillas a la cabecera de la mesa: las Reinas Roja y Blanca ocupaban ya las suyas, pero la del centro estaba vacía. Alicia se sentó en ella, algo cohibida por el silencio, y deseosa de que hablara alguien.

Por último, empezó la Reina Roja: «Te has perdido la sopa y el pescado», dijo. «¡Traed el asado!» Y los camareros pusieron una pierna de cordero delante de Alicia, que la miró con preocupación, ya que nunca había tenido que trinchar un asado.

—Pareces un poco cohibida: permíteme que te presente a esta pierna de cordero —dijo la Reina Roja—. Alicia, éste es Cordero; Cordero, ésta es Alicia —la pierna de cordero se levantó de la fuente e hizo una leve inclinación a Alicia; y Alicia le devolvió el saludo, sin saber si asustarse o reírse.

—¿Os corto un trozo? —dijo, cogiendo el cuchillo y el tenedor, y mirando a una y otra Reina.

—¡De ninguna manera! —dijo la Reina Roja con decisión—: no está bien cortar a alguien a quien nos acaban de presentar. ¡Llevaos el asado! —los camareros lo retiraron, y trajeron un gran budín de ciruelas en su lugar.

—Que no me presenten al budín, por favor —se apresuró a decir Alicia—; de lo contrario nos vamos a quedar sin cenar. ¿Os sirvo un poco?

Pero la Reina Roja puso mala cara, y gruñó: «Budín, te presento a Alicia; Alicia, éste es Budín. ¡Llevaos el Budín!» —y los camareros se lo llevaron tan deprisa que Alicia no pudo devolverle el saludo.

Sin embargo, no veía por qué la Reina Roja tenía que ser la única en dar órdenes; así que, para probar, dijo en voz alta: «¡Camarero! ¡Vuelve a traer el budín!», y un instante después volvía a estar allí, como por arte de magia. Era tan grande, que no pudo por menos de sentirse un poco cohibida con él delante, lo mismo que le había ocurrido con el cordero; sin embargo, venció la timidez con gran esfuerzo, cortó un trozo y se lo pasó a la Reina Roja.

—¡Qué impertinencia! —dijo el Budín—. Quisiera saber qué dirías tú si te cortase yo a ti una loncha, ¿eh criatura?

—Di algo —dijo la Reina Roja—; ¡es ridículo dejarle al Budín todo el peso de la conversación!

—Pues veréis; hoy me han recitado un montón de poesías —empezó Alicia, algo asustada al ver que en el momento de despegar los labios se había hecho un silencio mortal, y que todas las miradas se habían concentrado en ella—; y es muy extraño, creo yo…, que todas las poesías se refirieran de alguna manera al pescado. ¿Me podríais decir por qué hay tanta afición al pescado aquí?

Se lo decía a la Reina Roja, y su respuesta se alejó un poco de la cuestión: «Sobre el pescado», dijo muy lenta y solemnemente, acercando la boca al oído de Alicia, «su Blanca Majestad sabe un precioso acertijo, todo en verso, y todo sobre peces. ¿Quieres que te lo recite?».

—Su Roja Majestad es muy amable al mencionarlo —murmuró la Reina Blanca al otro oído de Alicia con una voz parecida al arrullo de una paloma—. ¡Me gustaría muchísimo! ¿Me permites?

—¡No faltaba más! —dijo Alicia muy cortésmente.

La Reina Blanca rió encantada, y acarició la mejilla de Alicia. Luego empezó:

«Primero, el pez se tiene que pescar.»

Eso es fácil: sabría hacerlo un bebé.

«Después, se tiene que comprar.»

Eso es fácil: con un penique se puede hacer.

«¡Ahora, guísame el pescado!»

Eso es fácil; sólo se tarda un momento.

«¡Aderézalo en un plato!»

Eso es fácil; tiene ya su condimento.

«¡Tráelo aquí! ¡Quiero la cena!»

Es fácil traer a la mesa una fuente.

«¡Quita la tapadera!»

¡Ah, no puedo, por mucho que lo intente!

Pues está como un ladrillo:

la tapa pegada a la fuente, y el pez como en la panza.

¿Qué crees que es más sencillo,

destapar el pescado, o averiguar la adivinanza?[7]

—Tómate un minuto para pensar, y luego di qué es —dijo la Reina Roja—. Mientras, beberemos a tu salud: ¡A la salud de la Reina Alicia! —gritó a voz en cuello; y todos los invitados empezaron a beber sin más, y de la manera más extraña: unos se ponían la copa encima de la cabeza como si fuese un apagavelas[8], y se bebían lo que les chorreaba por la cara; otros volcaban las jarras y se bebían el vino que caía por el borde de la mesa… y tres de ellos (que eran como canguros) se metieron de un salto en la fuente del asado, y se pusieron a lamer ansiosamente la salsa, «¡como cerdos en una artesa!», pensó Alicia.

—Deberías pronunciar unas palabras de agradecimiento —dijo la Reina Roja, mirando ceñuda a Alicia mientras hablaba.

—Nosotras tendremos que apoyarte —susurró la Reina Blanca, mientras Alicia se levantaba para hacerlo, muy obediente, aunque algo asustada.

—Muchas gracias —contestó en voz baja—, pero puedo arreglármelas sola.

—No puede ser —dijo la Reina Roja tajante; así que Alicia procuró conformarse de buen grado.

(«¡Y cuidado que empujaban! —dijo más tarde, al contarle a su hermana la historia del banquete—. ¡Cualquiera habría pensado que me querían aplastar!»)

Lo cierto es que le resultaba bastante difícil mantenerse en su sitio mientras pronunciaba el discurso: las dos Reinas la empujaban de tal manera, cada una por su lado, que casi la levantaban en el aire. «Me levanto para agradecer…», empezó Alicia; y efectivamente, mientras hablaba se levantó varias pulgadas; pero se sujetó en el borde de la mesa, y se las arregló para ocupar su sitio otra vez.

—¡Ten cuidado! —gritó la Reina Blanca, cogiéndose al pelo de Alicia con las dos manos—. ¡Va a pasar algo!

Y entonces (como Alicia describió más tarde) empezaron a ocurrir toda clase de cosas en un instante. Las velas crecieron hasta el techo, y formaron como un macizo de juncos con fuegos artificiales en la punta. En cuanto a las botellas, cada una cogió un par de platos, se los ajustó en un instante a modo de alas, y con dos tenedores por patas, echaron a volar en todas direcciones: «son parecidísimas a los pájaros», pensó Alicia para sí, en medio de la horrible confusión que se había iniciado.

En ese momento oyó una ronca carcajada a su lado, y se volvió para ver qué le pasaba a la Reina Blanca; pero en vez de a la Reina, vio a la pierna de cordero sentada en la silla. «¡Estoy aquí!», exclamó una voz desde la sopera; y Alicia se volvió otra vez, justo a tiempo de ver la cara de la Reina que le sonreía por encima del borde de la sopera, antes de desaparecer en la sopa[9].

No había un instante que perder. Varios de los invitados se habían tumbado en las fuentes, y el cucharón avanzaba por encima de la mesa hacia la silla de Alicia, y le hacía señas impacientes para que se apartase.

—¡No puedo soportarlo más! —gritó ella, al tiempo que se levantaba de un salto y cogía el mantel con las dos manos: dio un buen tirón, y platos, fuentes, invitados y velas cayeron estrepitosamente al suelo, en confuso montón.

—En cuanto a vos —prosiguió, volviéndose furiosa hacia la Reina Roja a la que consideraba causante de todo el alboroto…, pero la Reina ya no estaba a su lado: se había reducido súbitamente al tamaño de una muñeca, y estaba ahora sobre la mesa, dando vueltas y vueltas alegremente, persiguiendo su chal, que arrastraba tras de sí.

En cualquier otro momento, Alicia se habría sorprendido del cambio; pero ahora estaba demasiado excitada para que la sorprendiese nada. «En cuanto a ti», repitió, cogiendo al pequeño ser en el mismísimo instante en que saltaba sobre una botella que acababa de posarse en la mesa, «¡te voy a sacudir hasta convertirte en gatita, ahora verás!»[10].