CAPÍTULO V

Lana y Agua

Cogió el chal mientras hablaba, y buscó con la mirada a su propietaria: un instante después apareció la Reina Blanca corriendo alocadamente por el bosque, con los brazos abiertos, como si volara[1]; y Alicia, muy cortésmente, fue a su encuentro con el chal.

—Me alegro muchísimo de haber pasado por aquí —dijo Alicia, mientras la ayudaba a ponérselo otra vez.

La Reina Blanca se limitó a mirarla con expresión de desamparo y temor, y siguió repitiendo en voz baja, para sí misma, algo así como: «Pan-con-mantequilla, pan-con-mantequilla»; y Alicia comprendió que si quería trabar conversación, tenía que ser ella quien la iniciara. Así que empezó con cierta timidez: «¿Es a la Reina Blanca a quien tengo el honor de abordar?».

—Pues sí, si llamas a esto «abordar» —dijo la Reina—. Aunque no es ésa en absoluto la idea que tengo yo de la cuestión.

Alicia pensó que no convenía ponerse a discutir desde el principio mismo de la conversación, así que sonrió y dijo: «Si vuestra Majestad se digna a decirme la forma correcta de empezar, lo haré lo mejor que pueda».

—¡Pero es que precisamente no quiero que lo hagas! —gimió la pobre Reina—. Acabo de pasarme dos horas poniéndome alfileres…

Habría sido mucho mejor, según le pareció a Alicia, haber tenido a alguien que se los pusiese, ya que iba horriblemente desarreglada. «Todo lo lleva mal puesto», pensó Alicia para sí, «¡y va plagada de alfileres…! ¿Puedo poneros bien el chal?», añadió en voz alta.

—¡No sé qué le pasa! —dijo la Reina, con voz triste—. Me parece que está de mal humor. Lo he prendido aquí, lo he prendido allá, ¡pero no hay manera de contentarlo!

—No puede quedar bien si lo prendéis todo de un lado —dijo Alicia, mientras se lo colocaba bien—; ¡y válgame Dios, cómo lleváis el pelo!

—¡Se me ha quedado el cepillo enredado en él! —dijo la Reina con un suspiro—. Y perdí el peine ayer.

Alicia le desenredó cuidadosamente el cepillo, y trató de arreglarle el pelo lo mejor posible. «¡Bueno, ahora tenéis bastante mejor aspecto!», dijo, tras cambiarle de sitio la mayoría de los alfileres. «¡Pero la verdad es que deberíais tener doncella!»

—¡Por supuesto, te contrataré encantada! —dijo la Reina—. A dos peniques la semana, y mermelada cada dos días.

Alicia no pudo por menos de reírse, mientras decía: «No quiero que me contratéis… y no me gusta la mermelada».

—Es una mermelada muy buena —dijo la Reina.

—Bueno, de todos modos hoy no me apetece.

—Hoy no la tendrías aunque quisieras —dijo la Reina—. La regla es: mermelada ayer, mermelada mañana… pero no hoy.

—Pero de vez en cuando debe haber «mermelada hoy» —objetó Alicia.

—No; no puede ser —dijo la Reina—. La mermelada toca al otro día; como comprenderás, hoy es siempre éste.

—No os comprendo —dijo Alicia—. ¡Lo veo horriblemente confuso!

—Es lo que pasa al vivir hacia atrás —dijo la Reina con afabilidad—: siempre produce un poco de vértigo al principio…

—¡Vivir hacia atrás! —repitió Alicia con gran asombro—. ¡Jamás había oído nada semejante![2]

—Sin embargo, tiene una gran ventaja: la memoria funciona en las dos direcciones.

—Desde luego, la mía sólo funciona en una —comentó Alicia—. No puedo recordar cosas antes de que hayan sucedido.

—Es mala memoria, la que funciona sólo hacia atrás —comentó la Reina.

—¿Qué cosas recordáis vos mejor? —se atrevió a preguntar Alicia.

—¡Oh!, pues las que sucedieron dentro de un par de semanas —replicó la Reina con despreocupación—. Por ejemplo —prosiguió—, pegándose un gran emplasto en un dedo mientras hablaba—; ahí tienes al Mensajero del Rey.[3] Ahora está encarcelado, cumpliendo condena; sin embargo, su juicio no va a empezar lo menos hasta el miércoles que viene; y naturalmente, el delito ocurrirá al final de todo.

—¿Y si no llegara a cometer el delito? —dijo Alicia.

—Entonces mucho mejor; ¿no te parece? —dijo la Reina, atándose el emplasto en el dedo con una cinta.

Alicia comprendió que eso era innegable. «Por supuesto que sería mucho mejor», dijo; «pero no lo sería haberle castigado».

—En eso te equivocas de todas todas —dijo la Reina—. ¿Te han castigado a ti alguna vez?

—Sólo por faltas —dijo Alicia.

—¡Y te vino muy bien el castigo, seguro! —dijo la Reina triunfalmente.

—Sí, pero había cometido las faltas por las que me castigaron —dijo Alicia—: es muy distinto.

—Pero si no las hubieras cometido —dijo la Reina—, habría sido mejor aún; ¡mejor, y mejor, y mejor! —su voz fue subiendo de tono a cada «mejor», hasta convertirse en un chillido al final.

Alicia iba a empezar a decir: «Debe de haber algún error…», cuando la Reina se puso a chillar de tal manera, que Alicia tuvo que dejar la frase sin acabar. «¡Ay, ay, ay!», gritaba la Reina, sacudiendo la mano como si quisiese desprendérsela. «¡Me está sangrando el dedo! ¡Ay, ay, ay, ay!»

Sus gritos eran tan parecidos a los silbidos de una locomotora, que Alicia tuvo que taparse los oídos con las manos.

—¿Qué ocurre? —preguntó, tan pronto como tuvo ocasión de hacerse oír—. ¿Os habéis pinchado el dedo?

Todavía no —dijo la Reina—; pero no tardaré… ¡ay, ay, ay!

—¿Cuándo esperáis pinchároslo? —preguntó Alicia, con unas ganas terribles de echarse a reír.

—Cuando me vuelva a sujetar el chal —gimió la pobre reina—: se me va a desprender en seguida. ¡Ay, ay! —mientras decía estas palabras, se soltó el prendedor, y la Reina lo agarró atropelladamente, y trató de volverlo a cerrar.

—¡Cuidado! —gritó Alicia—. ¡Lo estáis cogiendo mal! —y echó mano al prendedor; pero era demasiado tarde: el alfiler había resbalado, y la Reina se había pinchado en el dedo.

—Como ves, esto explica la sangre de antes —le dijo a Alicia con una sonrisa—. Ahora ya sabes cómo ocurren las cosas aquí.

—Pero, ¿por qué no gritáis ahora? —preguntó Alicia, alzando las manos para taparse otra vez los oídos con las manos.

—Pues porque ya he gritado todo lo que tenía que gritar —dijo la Reina—. ¿De qué serviría volverlo a hacer?

A todo esto empezaba a haber más claridad. «El cuervo ha debido de levantar el vuelo, creo —dijo Alicia—: me alegro infinitamente de que se haya ido. Creí que se estaba haciendo de noche.»

—¡Ojalá pudiese yo alegrarme! —dijo la Reina—: pero nunca consigo acordarme de cuál es la regla. ¡Debes de ser muy feliz, viviendo en este bosque, y alegrándote siempre que quieres!

—¡Pero estoy muy sola aquí! —dijo Alicia con voz melancólica; y al pensar en su soledad, le rodaron dos lagrimones por las mejillas.

—¡Oh, no te pongas así! —gritó la pobre Reina, estrujándose las manos con desesperación—. Considera la niña tan maravillosa que eres. Considera lo lejos que has llegado hoy. Considera la hora que es. Considera lo que sea, ¡pero no llores!

Al oír esto, Alicia no pudo por menos de echarse a reír en medio de las lágrimas.

—¿Podéis vos dejar de llorar poniéndoos a considerar cosas? —preguntó.

—Ésa es la manera de hacerlo —dijo la Reina con gran decisión—: nadie puede hacer dos cosas a la vez.[4] Consideremos tu edad para empezar: ¿Cuántos años tienes?

—Siete y medio exactamente.

—No hace falta que digas «exactamente» —comentó la Reina—. Puedo creerlo sin necesidad de eso. Y ahora te propongo algo que creer. Yo tengo ciento un años, cinco meses y un día.

—¡Eso no lo puedo creer! —dijo Alicia.

—¿De veras? —dijo la Reina en tono compasivo—. Inténtalo otra vez: aspira profundamente y cierra los ojos.

Alicia se echo a reír. «Es inútil que lo intente», dijo: los imposibles no se pueden creer.

—Quizá sea porque no tienes mucha práctica —dijo la Reina—. Cuando yo tenía tu edad, practicaba media hora al día. ¡A veces llegaba a creerme hasta seis imposibles, antes del desayuno![5] ¡Allá va el chal otra vez!

Se le había soltado el prendedor mientras hablaba, y una ráfaga repentina se había llevado el chal al otro lado de un arroyuelo. La Reina abrió nuevamente los brazos, y voló tras él[6]; esta vez consiguió atraparlo ella. «¡Ya lo tengo!», gritó triunfalmente. ¡Verás ahora cómo me lo sujeto yo sola!

—Entonces, supongo que tendréis el dedo mejor, ¿no? —dijo Alicia muy cortésmente, cruzando el arroyuelo detrás de la Reina.[7]

—¡Oh, mucho mejor! —gritó la Reina, elevando la voz cada vez más, a medida que hablaba, hasta que se convirtió en un chillido—. ¡Mucho mejor! ¡Me-ejor! ¡Me-ejor! ¡Me-e-ejor! ¡Me-e-e-e! —la última palabra terminó en un largo balido, tan parecido al de una oveja, que Alicia se sobresaltó.

Miró a la Reina: parecía haberse cubierto de lana de repente. Alicia se frotó los ojos y miró otra vez. No conseguía comprender en absoluto lo que había sucedido. ¿Estaba en una tienda? ¿Y era de verdad… era de verdad una oveja, la que había sentada al otro lado del mostrador? Por mucho que se los frotaba, no podía distinguir nada más: se encontraba en una tiendecita oscura[8], apoyada con los codos en el mostrador, y frente a ella había una vieja Oveja sentada en un sillón, haciendo punto, y de cuando en cuando lo dejaba para mirar a través de un par de grandes lentes.

—¿Qué quieres comprar? —dijo por fin la Oveja, alzando un momento los ojos de su labor.

—Todavía no lo sé exactamente —dijo Alicia con mucha suavidad—. Me gustaría echar primero una mirada a todo mi alrededor, si puedo.

—Puedes mirar delante de ti, y a los lados, si quieres —dijo la Oveja—; pero no puedes mirar a todo tu alrededor…, a menos que tengas ojos en la nuca.

Pero daba la casualidad de que Alicia no los tenía; así que se contentó con dar vueltas y mirar los estantes acercándose a ellos.

La tienda parecía estar llena de toda clase de objetos curiosos…, pero lo más extraño de todo era que, cada vez que se fijaba en un estante para averiguar qué contenía exactamente, dicho estante particular estaba siempre vacío, aunque los de su alrededor se encontraban atestados hasta los topes.[9]

—¡Las cosas van aquí de un lado para otro! —dijo finalmente en tono de queja, después de intentar seguir en vano, durante un minuto lo menos, a un objeto grande y brillante que unas veces parecía un muñeco y otras un costurero, y que estaba siempre en el estante superior al que miraba—. Y ésta es la más fastidiosa de todas…, pero ahora verás —añadió, al ocurrírsele de repente una idea—. La seguiré hasta el estante de más arriba. ¡La sorpresa que se va a llevar cuando le toque atravesar el techo, espero!

Pero incluso este plan fracasó: el «objeto» atravesó el techo con la mayor tranquilidad, como si para él fuera lo más normal.

—¿Eres una niña o una perinola?[10] —dijo la Oveja, cogiendo otro par de agujas—. Me vas a marear, si sigues dando vueltas de esa manera —ahora trabajaba con catorce pares a la vez, y Alicia no pudo por menos de mirarla con gran asombro.

«¿Cómo podrá hacer punto con tantas?», pensó la niña para sus adentros. «¡Cada minuto tiene más, como un puerco espín!»

—¿Sabes remar? —preguntó la Oveja, tendiéndole un par de agujas de hacer punto mientras hablaba.

—Sí, un poco…, pero no en tierra… ni con un par de agujas… —no bien había dicho esto Alicia, cuando de pronto las agujas se convirtieron en remos en sus manos, y descubrió que estaban en una barquita, y se deslizaban entre dos orillas: de manera que no tuvo más remedio que remar lo mejor posible.

—¡Alza![11] —gritó la Oveja, echando mano de otro par de agujas.

No parecía ser éste un comentario que requiriese respuesta, así que Alicia se limitó a sacar los remos del agua sin decir nada. Pasaba algo muy raro con el agua, pensó, ya que de cuando en cuando los remos se quedaban atascados en ella, y costaba volverlos a sacar.

—¡Alza! ¡Alza! —gritó otra vez la Oveja cogiendo más agujas—. O no tardarás en coger un cangrejo.[12]

«¡Un cangrejito encantador!», pensó Alicia. «Me encantaría.»

—¿No me has oído decir «alza»? —exclamó la Oveja irritada, cogiendo un puñado entero de agujas.

—Claro que sí —dijo Alicia—; lo ha dicho un montón de veces… y bien alto. Dígame, por favor, ¿dónde están los cangrejos?

—¡En el agua, naturalmente! —dijo la Oveja, hincándose en el pelo algunas de las agujas, ya que tenía las manos llenas—. ¡Venga, alza!

—¿Por qué dice tanto «alza»? —preguntó Alicia finalmente, bastante molesta—. ¡No voy a alzar el vuelo! ¡No soy un ave!

—¡Sí lo eres! —dijo la Oveja—: eres una gansa.

Esto ofendió un poco a Alicia, de modo que dejó de hablar durante un minuto o dos, mientras el bote seguía deslizándose suavemente, unas veces entre bancos de algas (que retenían los remos en el agua más embarazosamente que nunca), y otras bajo árboles; pero siempre con los mismos ribazos asomando severos por encima de sus cabezas.

—¡Oh, por favor! ¡Hay juncos olorosos! —exclamó Alicia en un súbito arrebato de entusiasmo—; son de verdad… ¡y qué preciosos!

—No hace falta que me digas «por favor» a propósito de los juncos —dijo la Oveja sin levantar los ojos de su labor—: no los he puesto yo ahí, ni los voy a quitar.

—No, pero lo que yo quería decir, es: por favor, ¿podemos detenernos a coger algunos? —suplicó Alicia—. Si no le importa detener la barca un minuto.

—¿Cómo voy yo a detenerla? —dijo la Oveja—. Si dejas de remar, se detendrá ella sola.

Así que dejó que la barca fuera a la deriva, llevada por la corriente, hasta que se deslizó suavemente entre los ondulantes juncos. Entonces se subió con cuidado las mangas y sumergió los bracitos hasta el codo, para coger los juncos lo más abajo posible antes de arrancarlos… y durante un rato, Alicia se olvidó por completo de la Oveja y de su labor, mientras se inclinaba por encima del costado de la barca, con las puntas de su enmarañado cabello sumergidas en el agua…, y miraba con ojos ansiosos y brillantes, una tras otra, las matas de juncos olorosos…

«¡Espero que no vuelque la barca!», se dijo. «¡Oh, qué precioso! Lástima no haberlo podido alcanzar.» Y la verdad es que resultaba un poco irritante («casi como si fuese adrede», pensó) el que, aunque conseguía coger montones de preciosos juncos al pasar la barca junto a ellos, los más bonitos estuvieran siempre fuera de su alcance.

—¡Los más bonitos están siempre más allá! —dijo por último, con un suspiro, ante la terquedad de los juncos en crecer tan retirados, al tiempo que, con las mejillas encendidas y el pelo y las manos goteando, volvía a colocarse en su asiento y se ponía a ordenar sus tesoros recién encontrados.

¿Qué le importaba que los juncos hubieran empezado a marchitarse y a perder su fragancia y su belleza desde el instante mismo de cogerlos?[13] Como sabéis, hasta los juncos olorosos de verdad duran un momento tan sólo…; en cuanto a éstos, que eran juncos soñados, se deshacían casi como la nieve, amontonados a sus pies…, pero Alicia apenas se daba cuenta de ello; había muchísimas otras cosas curiosas en qué pensar.

No se habían alejado mucho, cuando la pala de uno de los remos se atascó en el agua, y no quería salir (así es como Alicia lo explicó más tarde); el resultado fue que el puño del remo la pilló por debajo de la barbilla, y a pesar de una serie de grititos: «¡Ay, ay, ay!», de la pobre Alicia, la barrió de su asiento y la arrojó sobre el montón de juncos.

Sin embargo, no se hizo ningún daño, y volvió a incorporarse enseguida; la Oveja seguía con su labor como si nada hubiera ocurrido.

—¡Precioso cangrejo el que has cogido! —comentó, mientras Alicia volvía a sentarse en el banco, aliviadísima de encontrarse todavía en la barca.

—¿De veras? Pues no lo he visto —dijo Alicia, asomándose precavidamente por encima de la regala y escrutando las oscuras aguas—. ¡Ojalá no se hubiese soltado!…, ¡me encantaría llevarme a casa un cangrejito!

Pero la Oveja se limitó a reír desdeñosamente, y siguió haciendo punto.

—¿Hay muchos cangrejos aquí? —dijo Alicia.

—Cangrejos, y toda clase de cosas —dijo la Oveja—. Hay para todos los gustos; no tienes más que escoger. Veamos, ¿qué quieres comprar?

—¿Comprar? —repitió Alicia en un tono que era mitad de asombro, mitad de susto… porque los remos, la barca y el río habían desaparecido en un instante, y estaba otra vez en la tiendecita oscura.

—Quisiera comprar un huevo, por favor —dijo tímidamente—. ¿A cómo son?

—A cinco peniques y cuarto, uno; y a dos peniques el par —replicó la Oveja.

—Entonces, ¿dos son más baratos que uno? —dijo Alicia en tono sorprendido, sacando su monedero.

—Pero si compras dos, tienes que comerte los dos —dijo la Oveja.

—Entonces, deme uno, por favor —dijo Alicia, mientras dejaba el dinero en el mostrador. Porque pensó para sí: «No vaya a ser que no estén buenos».[14]

La Oveja cogió el dinero, y lo metió en una caja; luego dijo: «Yo nunca pongo las cosas en la mano de la gente…, no conviene; tienes que cogerlo tú misma».

Dicho esto, fue al otro extremo de la tienda[15], y colocó el huevo de pie en un estante.

«No sé por qué no conviene», pensó Alicia, abriéndose paso a tientas entre mesas y sillas, ya que la tienda estaba muy oscura en el fondo. «El huevo parece estar cada vez más lejos, a medida que avanzo hacia él. Pero bueno, ¿es esto una silla? ¡Válgame Dios, si tiene ramas! ¡Qué extraño, encontrar árboles aquí! ¡Y además, hay un arroyuelo! ¡Pues sí, es la tienda más extraña que he visto en mi vida!»[16]

Así que siguió andando, más asombrada a cada paso, mientras todas las cosas se iban convirtiendo en árboles en cuanto ella se acercaba, y convencida de que al huevo le pasaría lo mismo también.