¡Niña de frente pura y despejada

y ojos soñadores de prodigios!

Aunque el tiempo huya, y a ti y a mí

nos separe media vida,

tu sonrisa encantada saludará, sin duda,

el regalo de este cuento.

No he visto tu rostro luminoso,

ni he oído tu risa argentina:

ni una sola vez pensarás en mí,

después, en tu joven vida.[2]

Pero basta con que ahora quieras

escuchar mi cuento de maravillas.

Un cuento empezado en otra época,

cuando brillaban soles veraniegos:

sencillo carillón que acompasaba

el ritmo manso de los remos,

y cuyo eco aún suena en la memoria

aunque los años envidiosos nos digan que

olvidemos.

¡Ven, escucha, antes de que la voz del miedo,

cargada de amargas nuevas,

llame al lecho no deseado

a una melancólica joven!

Sólo somos niños grandes, cariño,

inquietos al ver cercana la hora de ese sueño.

Fuera está el frío, la nieve cegadora,

la hosca locura del viento tormentoso;

dentro, el rojo resplandor de nuestro fuego,

el cobijo dichoso de la infancia.

Te prenderán las mágicas palabras;

no escucharás la furia de los vientos.

Y, aunque la sombra de un suspiro

recorra temblorosa este relato,

pues se han ido «los días felices del verano»[3],

y ha muerto todo el esplendor estival,

no rozará, con su soplo doloroso,

el mágico encanto[4] de este cuento.