Una Carrera de Comité y un Cuento con Cola
Desde luego fue un grupo raro el que se congregó en la orilla: las aves con sus plumas embarradas, los animales con el pelo pegado a la piel, y todos chorreando, enfadados e incómodos.
Lo primero de todo, naturalmente, era cómo secarse: celebraron una consulta al respecto, y pocos minutos después a Alicia le parecía lo más natural encontrarse hablando con ellos con toda familiaridad, como si los conociese de toda la vida. Incluso sostuvo una larga discusión con el Lori, quien al final se picó, y se limitó a comentar: «Soy mayor que tú, y por lo tanto sé más». Pero Alicia no estaba dispuesta a reconocerlo, a menos que le dijera cuántos años tenía; y como el Lori se negó en redondo a confesar su edad, no hubo más que decir.
Por último el Ratón, que parecía ser una persona con cierta autoridad entre ellos, dijo en voz alta: «¡Sentaos todos, y escuchadme! ¡Yo haré que os sequéis de sobra!». Se sentaron todos al punto, formando un gran corro con el Ratón en medio. Alicia tenía la mirada ansiosamente fija en él, ya que estaba convencida de que iba a coger un buen resfriado si no se secaba en seguida.
—¡Ejem! —dijo el Ratón con aire de importancia—. ¿Estáis preparados? Pues esto es lo más seco que conozco. ¡Silencio todos, por favor!: «Guillermo el Conquistador, cuya causa contaba con el favor del papa, fue pronto acatado por los ingleses, que estaban necesitados de un dirigente, y últimamente muy acostumbrados a la usurpación y a la conquista. Eduino y Morcaro, condes de Mercia y de Northumbria…».[1]
—¡Uf! —dijo el Lori con un escalofrío.
—¡Perdón! —dijo el Ratón—. ¿Decías algo?
—¡No, no! —se apresuró a decir el Lori.
—Pues me lo había parecido —dijo el Ratón. Y continuó—: «Eduino y Morcaro, condes de Mercia y Northumbria, se declararon en favor suyo; y hasta Stigandio, el patriótico arzobispo de Canterbury, lo encontró aconsejable…
—Encontró ¿el qué? —dijo el Pato.
—El lo —replicó el Ratón bastante molesto—; naturalmente, sabes qué significa lo.
—Sé de sobra qué significa «lo» cuando encuentro una cosa —dijo el Pato—; por lo general, se trata de una rana o de una lombriz. La cuestión aquí es: ¿Qué encontró el arzobispo?
El Ratón no se dio por enterado de la cuestión, sino que prosiguió apresuradamente: «… Lo encontró aconsejable, decidiendo ir con Edgar Atheling al encuentro con Guillermo y ofrecerle la corona. La conducta de Guillermo, al principio, fue moderada. Pero la insolencia de sus normandos… ¿Cómo te sientes ahora, preciosa?» —añadió, volviéndose hacia Alicia mientras hablaba.
—Tan mojada como antes —dijo Alicia en tono melancólico—; no parece que eso me seque lo más mínimo.
—En ese caso —dijo el Dodo con solemnidad, poniéndose en pie—, propongo que se suspenda la sesión, y se adopten inmediatamente remedios más enérgicos…
—¡Habla en cristiano! —dijo el Aguilucho—. No entiendo lo que quieren decir la mitad de esas palabras largas; ¡y lo que es más, me parece que tú tampoco! —y el Aguilucho bajó la cabeza para ocultar una sonrisa; algunas otras aves soltaron una audible risita.
Lo que iba a decir —dijo el Dodo en tono ofendido—, es que lo mejor para secarnos es organizar una Carrera de Comité.[2]
—¿Qué es una Carrera de Comité? —dijo Alicia; no es que tuviera muchas ganas de saberlo, pero el Dodo se había callado como si pensase que debía hablar alguien, y nadie parecía deseoso de decir nada.
—Pues —dijo el Dodo— la mejor manera de explicarlo es organizarla. (Y como a lo mejor os gusta organizarla a vosotros también, cualquier día de invierno os explicaré cómo lo arregló todo el Dodo.)
Primero marcó una pista para la carrera, en una especie de círculo («no importa la forma», dijo); luego el grupo se colocó aquí y allá, por toda la pista. No hubo «a la una, a las dos ¡y a las tres!», sino que empezaban a correr cuando querían, y paraban cuando se les antojaba, de forma que no era fácil averiguar cuándo terminaba la carrera. Sin embargo, cuando ya llevaban corriendo una media hora o así, y estaban completamente secos otra vez, el Dodo dijo de repente en voz alta: «¡La carrera ha terminado!», y se agruparon todos a su alrededor, jadeando y preguntando: «Pero, ¿quién ha ganado?».
El Dodo no podía contestar a esta pregunta sin meditarlo mucho antes, y permaneció largo rato con un dedo apretado en la frente (en la postura que normalmente veis a Shakespeare en los retratos), mientras el resto esperaba en silencio. Por último dijo el Dodo: «Todo el mundo ha ganado, y todos deben recibir premio».
—Pero, ¿a quién le toca dar los premios? —preguntó todo un coro de voces.
—¡Toma, pues a ella! —dijo el Dodo, señalando a Alicia con un dedo; y el grupo entero se apelotonó a su alrededor, gritando en confusión:
—¡Premios! ¡Premios!
Alicia no sabía qué hacer; desesperada, se metió la mano en el bolsillo, y sacó una caja de confites[3] (afortunadamente, no le había entrado el agua salada), y los distribuyó a modo de premios. Había exactamente uno para cada uno.
—Pero ella debe recibir un premio, también —dijo el Ratón.
—Por supuesto —replicó el Dodo muy serio—. ¿Qué más tienes en el bolsillo? —prosiguió, volviéndose a Alicia.
—Sólo un dedal —dijo Alicia con tristeza.
—A ver, tráelo —dijo el Dodo.
A continuación se apiñaron todos otra vez a su alrededor, mientras el Dodo le entregaba solemnemente el dedal, diciendo: «Te rogamos que aceptes este elegante dedal»; y al terminar su breve discurso, aplaudieron todos.
A Alicia le pareció absurdo todo esto, pero estaban tan serios que no se atrevió a reírse; y como no se le ocurría nada que decir, se inclinó simplemente, y cogió el dedal con el gesto más solemne que pudo.
Seguidamente procedieron a comerse los confites: esto produjo cierto alboroto y confusión, ya que las aves grandes se quejaban de que no podían paladear los suyos, y las pequeñas se atragantaban y había que darles palmadas en la espalda. Sin embargo, se los acabaron todos, se sentaron otra vez en círculo, y pidieron al Ratón que les contase algo más.
—Me has prometido contarme tu cuento —dijo Alicia—, y por qué odias a los G y a los P —añadió en un susurro, medio temerosa de que se ofendiera otra vez.
—El mío es un cuento triste y largo como mi cola —dijo el Ratón, volviéndose hacia Alicia y suspirando.
—Desde luego, es bien larga tu cola —dijo Alicia, mirando con asombro la cola del Ratón—; pero ¿por qué dices que es triste? —y siguió haciendo cabalas sobre el particular, mientras hablaba el Ratón; de manera que su idea del cuento fue más o menos así[4]:
La Furia dijo a
un ratón, al que
Vamos, no
admito
negativas:
debemos
tener un
juicio:
pues en
verdad
esta
mañana
no tengo
nada
que hacer.
Y dijo el
ratón a
la perra:
«Este pleito,
señora,
sin jurado
ni juez
será una
pérdida
de tiempo.
“Yo seré
el juez
y el jurado”.
Dijo
astuta
la Furia:
«Yo juzgaré
toda la
causa
y te condenaré
a
muerte.»
—¡No estás atendiendo! —le dijo el Ratón a Alicia con severidad—. ¿En qué piensas?
—Te ruego que me perdones —dijo Alicia muy humildemente—: ibas por la quinta curva, creo; ¿no?
—¡No! —exclamó el Ratón secamente y muy irritado.
—¡Un nudo! —dijo Alicia, ya dispuesta a mostrarse servicial, y mirando ansiosa a su alrededor—. ¡Ah, deja que te ayude a deshacerlo![6]
—Ni lo pienses —dijo el Ratón, levantándose y marchándose—. ¡Me ofendes con esas tonterías!
—¡No era mi intención! —se disculpó la pobre Alicia—. ¡Pero te ofendes con demasiada facilidad!
El Ratón se limitó a replicar con un gruñido.
—¡Por favor, vuelve y termina tu historia! —le gritó Alicia. Y los demás se le unieron a coro: «¡Sí, por favor, vuelve!». Pero el Ratón negó impaciente con la cabeza, y apretó el paso.
—¡Qué pena que no se quede! —suspiró el Lori, tan pronto como hubo desaparecido. Y una vieja Cangreja aprovechó para decirle a su hija: «¿Ves, cariño? ¡Aprende que no debes enfadarte nunca!». «¡Calla, mamá!» —dijo la Cangrejita un poco molesta—. «¡Eres capaz de hacerle perder la paciencia a una ostra!»
—¡Cómo me gustaría que nuestra Dinah estuviese aquí! —dijo Alicia en voz alta, sin dirigirse a nadie en particular—. ¡Ella sí que nos lo traería en seguida!
—¿Quién es Dinah, si se me permite la pregunta? —dijo el Lori.
Alicia contestó con calor, pues siempre estaba dispuesta a hablar de su favorita:
—Dinah es nuestra gata. Es única cazando ratones, ¡no os podéis imaginar! ¡Ah, pues me gustaría que la vieseis atrapar pájaros! ¡Se come un pajarillo en un periquete!
Este discurso provocó una tremenda conmoción en la concurrencia. Algunos de los pájaros huyeron precipitadamente; una vieja urraca empezó a arroparse afanosamente, al tiempo que comentaba: «La verdad es que debo marcharme a casa: ¡el aire de la noche no me sienta bien a la garganta!»; y un Canario llamó con voz temblorosa a sus hijos: «¡Vamos, niños! ¡Es hora de estar en la cama!». Y con diversos pretextos, se marcharon todos, y Alicia no tardó en quedarse sola.
—¡Ojalá no hubiera mencionado a Dinah! —se dijo en tono melancólico—. Parece que a nadie le cae simpática, aquí abajo; ¡sin embargo, es la mejor gata del mundo! ¡Ay, mi querida Dinah! ¡No sé si volveré a verte más! —y aquí la pobre Alicia se echó a llorar nuevamente, ya que se sentía muy sola y deprimida. Poco después, no obstante, volvió a oír un leve golpeteo de pisadas a lo lejos, y alzó los ojos ansiosamente, medio esperando que el Ratón hubiese cambiado de parecer, y regresase a terminar su historia.