En plena tarde dorada [1]

navegamos lentamente;

pues unos brazos inhábiles,

manejan nuestros remos,

y unas manitas pugnan en vano

por guiar los vagabundeos.

¡Ah, crueles Tres! Pedir,

en esas horas de sueño,

un cuento a un aliento demasiado débil

para agitar la más leve pluma.

Pero ¿qué puede una pobre voz

contra tres lenguas juntas?

Prima, imperiosa, lanza

su edicto: «A empezar»;

en tono más dulce, Secunda, espera

que «no contenga tonterías»,

mientras Tertia interrumpe

sólo una vez por minuto.

Luego, llegado el silencio,

siguen imaginariamente

a la niña soñada por un país

de nuevas, delirantes maravillas

donde ella charla con aves y bestias…

y medio se creen que es realidad.

Y cada vez que se secaban

las fuentes de la fantasía,

y la voz cansada quería débilmente

diferir el relato:

«El resto para la próxima vez». «¡Ya es la próxima vez!»,

exclamaban las voces felices.

Así surgió el País de las Maravillas;

así, uno a uno,

se fueron forjando sus hechos extraños;

y ahora el cuento se acabó.

Y, alegres tripulantes, ponemos rumbo a casa

bajo el sol de la tarde.

¡Alicia! Toma este cuento pueril,

y con mano bondadosa,

ponlo donde los sueños de la

Niñez se trenzan

con la cinta mística de la Memoria

como marchita corona de peregrino, de flores [2]

cortadas en un lejano país.