Introducción

Digamos para empezar, que una ALICIA anotada es algo absurdo. Gilbert K. Chesterton, al escribir en 1932 sobre el centenario del nacimiento de Lewis Carroll, expresaba su «miedo tremendo» a que el cuento de Alicia hubiese caído ya en las pesadas manos de los eruditos, y se estuviera volviendo «frío y monumental como una tumba clásica».

«¡Pobre, pobre Alicita!», se lamentaba G. K. Chesterton. «No sólo la han cogido y le han hecho recibir lecciones; la han obligado a imponer lecciones a los demás. Alicia es ahora no sólo una colegiala, sino una profesora. Las vacaciones han terminado y Dodgson es otra vez profesor. Habrá montones y montones de ejercicios de exámenes, con preguntas como éstas: 1) ¿Qué sabes sobre las siguientes expresiones: 'debirable', 'barrenar', 'ojos de abadejo', 'pozos de melaza', 'hermosa sopa'? 2) Consigna todas las jugadas de ajedrez que hay en A través del Espejo, y traza el diagrama. 3) Resume el método práctico del Caballero Blanco para abordar el problema social de los bigotes verdes. 4) Indica la diferencia entre Patachunta y Patachún».

Hay muchas razones para no tomar demasiado en serio el alegato de Chesterton. Ningún chiste resulta divertido, a menos que comprendamos su quid; y a veces ese quid necesita de una explicación. En el caso de ALICIA nos enfrentamos con un tipo de disparate muy extraño y complicado, escrito para lectores británicos de otro siglo, y necesitamos saber muchísimas cosas que no están en el texto si queremos captar todo su sabor y su gracia. Peor aún: algunos chistes de Carroll sólo podrían comprenderlos los residentes de Oxford; otros, más personales, las encantadoras hijas del decano Liddell nada más.

Lo cierto es que el disparate de Carroll no es tan casual y sin sentido como le parece al moderno niño americano que intenta leer los libros de ALICIA. Digo «intenta» porque ha pasado la época en que los menores de quince años, incluso en Inglaterra, podían leer ALICIA con el mismo placer que leen, digamos, El viento en los sauces o El mago de Oz. Hoy día los niños se sienten perplejos y a veces asustados ante la atmósfera pesadillesca de los sueños de Alicia. Sólo el hecho de que los adultos —científicos y matemáticos sobre todo— sigan disfrutando con los libros de Alicia les ha asegurado a éstos su inmortalidad. Así, pues, sólo a los adultos van dirigidas estas notas.

Hay dos tipos de notas que he tratado de evitar por todos los medios; no porque sean difíciles de elaborar o porque no deban hacerse, sino porque son tan sumamente fáciles que cualquier lector inteligente puede escribirlas por sí solo. Me refiero a las exégesis alegóricas y psicoanalíticas. Como Homero, la Biblia, y todas las demás grandes obras de fantasía, los libros de ALICIA se prestan fácilmente a todo tipo de interpretación simbólica, ya sea política, metafísica o freudiana. Algunos comentarios eruditos de este género que se han hecho son hilarantes. Por ejemplo, Shane Leslie, en su artículo «Lewis Carroll and the Oxford Movement» (publicado en el London Mercury, julio de 1933), dice haber descubierto en ALICIA una historia secreta de las controversias religiosas de la Inglaterra victoriana. El tarro de mermelada de naranja, por ejemplo, simboliza el Protestantismo (por Guillermo de Orange, evidentemente). La batalla del Caballero Rojo y el Caballero Blanco es el sonado enfrentamiento entre Thomas Huxley y el Obispo Samuel Wilberforce. La Oruga Azul es Benjamín Jowett; la Reina Blanca es el Cardenal John Henry Newmann, la Reina Roja es el Cardenal Henry Manning, el Gato de Cheshire es el Cardenal Nicholas Wiseman, y el Jerigóndor «sólo puede ser una espantosa representación de la idea británica del papado…».

En los últimos años se ha tendido naturalmente hacia las interpretaciones psicoanalíticas. Alexander Woollcott expresó una vez su alivio porque los freudianos hubiesen dejado sin explorar los sueños de Alicia; pero eso fue hace veinte años; hoy, por desgracia, nos hemos vuelto todos reductores de cabezas aficionados. No hace falta que nos digan qué significa caer por una madriguera de conejo, o acurrucarse en el interior de una casita diminuta con un pie dentro de la chimenea. Lo malo es que cualquier disparate literario posee tal abundancia de símbolos tentadores que uno puede partir del supuesto que más le plazca sobre su autor, y construir fácilmente un caso sugestivo. Consideremos, por ejemplo, la escena en que Alicia coge el extremo del lápiz del Rey Blanco, y empieza a garabatear por él. En cinco minutos podemos inventar seis interpretaciones distintas. Es bastante discutible que el subconsciente de Carroll tuviera presente alguna de ellas. Más pertinente es el hecho de que Carroll estuviera interesado en los fenómenos parapsicológicos y en la escritura automática, sin descartar la hipótesis de que quizá sea puramente accidental el que el lápiz de esta escena esté guiado de esa manera.

Debemos tener presente que muchos personajes y episodios de ALICIA son consecuencia directa de retruécanos y juegos de palabras, y que habrían sido completamente distintos si Carroll los hubiera escrito, digamos, en francés. No hace falta buscarle una explicación enrevesada a la Falsa Tortuga; su presencia melancólica está suficientemente explicada por la sopa de falsa tortuga. Las numerosas referencias al acto de comer que hay en ALICIA ¿son signo de la «agresión oral» de Carroll, o un reconocimiento de Carroll de que a los niños les obsesiona el comer y les gusta que sus libros hablen de ello? Parecido interrogante se puede aplicar a los elementos sádicos de ALICIA, bastante suaves, comparados con los de los dibujos animados de estos últimos treinta años. Sería absurdo suponer que todos los autores de dibujos animados son sadomasoquistas; más razonable parece considerar que todos ellos han hecho el mismo descubrimiento de lo que a los niños les gusta ver en la pantalla. Carroll era un narrador hábil, y debemos reconocerle la capacidad de hacer un descubrimiento parecido. Lo importante aquí no es que Carroll no fuera neurótico (todos sabemos que lo era), sino que los libros de disparatada fantasía para niños no son esos fértiles manantiales de visiones psicoanalíticas que podría suponerse. Tienen demasiada abundancia de símbolos. Y los símbolos tienen demasiadas explicaciones.

Los lectores que quieran explorar las diversas interpretaciones psicoanalíticas contrapuestas que se han hecho en ALICIA encontrarán útiles las referencias bibliográficas que van al final de este libro. Phyllis Greenacre, psicoanalista neoyorquina, ha hecho el mejor y más detallado estudio de Carroll desde este punto de vista. Sus argumentos son de lo más ingeniosos; posiblemente ciertos, pero uno desearía que estuviese menos segura de sí misma. Hay una carta de Carroll en la que habla de la muerte de su padre como del «golpe más terrible que he sufrido en mi vida». En los libros de Alicia, los símbolos maternos más evidentes, la Reina de Corazones y la Reina Roja, son seres despiadados mientras que el Rey de Corazones y el Rey Blanco, los dos candidatos más plausibles al símbolo paterno, son sujetos amables. Pero supongamos que le damos a todo esto una inversión en espejo, y decidimos que Carroll tenía un complejo de Edipo no resuelto. Quizá identificaba a las niñas con su propia madre, y Alicia misma sea el verdadero símbolo materno. Ésta es la opinión de la doctora Greenacre. Subraya que la diferencia de edad entre Carroll y Alicia era más o menos la misma que la existente entre Carroll y su madre, y nos asegura que esta «inversión del apego edípico no resuelto es bastante corriente». Según la doctora Greenacre, el Jerigóndor y el Snark son recuerdos-pantalla de lo que los psicoanalistas aún insisten en llamar «escena original». Puede ser; pero uno lo duda.

Tal vez sea oscura la fuente interna de las excentricidades del Reverendo Charles Lutwidge Dodgson, pero los datos externos sobre su vida son bien conocidos. Durante casi medio siglo fue residente del Christ Church College de Oxford, su alma máter. Durante más de la mitad de ese tiempo, fue profesor de matemáticas. Sus clases eran aburridas y carentes de humor. No hizo contribuciones importantes a las matemáticas, aunque dos de sus paradojas lógicas, publicadas en la revista Mind, abordan problemas difíciles concernientes a lo que hoy se llama metalógica. Sus libros de lógica y matemáticas están escritos de una manera original, con muchos problemas divertidos; pero su nivel es elemental y rara vez son leídos hoy día.

Físicamente, Carroll era guapo y asimétrico: detalles que quizá contribuyeron a su interés por las imágenes en espejo. Tenía un hombro más alto que otro, la sonrisa ligeramente ladeada, y sus ojos no estaban exactamente a la misma altura. Era de estatura mediana, delgado, su postura era rígidamente erguida, y andaba con un paso espasmódico peculiar. Estaba aquejado de sordera de un oído, y de cierto tartamudeo que hacía que le temblase el labio superior. Aunque ordenado diácono (por el Obispo Wilberfore), rara vez predicaba a causa del defecto de su habla, y no siguió recibiendo órdenes sagradas. No hay duda sobre la hondura y sinceridad de sus convicciones en el seno de la Iglesia de Inglaterra. Era ortodoxo en todos los sentidos, salvo en su incapacidad para creer en la condenación eterna.

En política era «tory», temido por las señoras y señores, e inclinado a mostrarse snob con sus inferiores. Se oponía vigorosamente al diálogo irreverente y sugestivo del teatro, y uno de sus numerosos proyectos inacabados fue «bowdlerizar» a Bowdler publicando una edición de Shakespeare adaptada para niñas. Pensaba hacerlo eliminando determinados pasajes que incluso Bowdler había encontrado inofensivos. Su timidez llegaba a tal extremo que era capaz de permanecer sentado horas enteras en una tertulia sin participar en la conversación: sin embargo, su timidez y tartamudeo «desaparecían como por ensalmo» cuando estaba a solas con un niño. Era un solterón exigente, estirado, melindroso, irritable y afable, de vida asexual, apacible y feliz. «Mi vida está tan extrañamente exenta de sufrimiento y preocupación», escribió una vez, «que no me cabe duda de que esta felicidad es uno de los talentos confiados a mí para que lo 'utilice', hasta el regreso del Señor, haciendo algo que aporte felicidad a otras vidas».

Hasta aquí, muy gris. Empezamos a percibir atisbos de una personalidad más interesante cuando observamos los pasatiempos favoritos de Charles Dodgson. De niño era aficionado a los títeres y la prestidigitación, y durante toda su vida disfrutó haciendo juegos de magia, especialmente para los niños. Le gustaba confeccionar un ratón con el pañuelo, y luego hacerlo saltar misteriosamente de su mano. Enseñaba a los niños a hacer con papel barcos y pistolas que estallaban al sacudirlas en el aire. Se dedicó a la fotografía cuando este arte estaba empezando, especializándose en retratos de niñas y de personajes famosos. Le entusiasmaba toda clase de juegos, sobre todo el ajedrez, el croquet, el chaquete y el billar. Inventó gran cantidad de acertijos verbales y matemáticos, juegos, métodos de cifrado, un sistema para memorizar números (en su diario habla del empleo de su método mnemotécnico para memorizar π hasta setenta y un decimales). Fue defensor entusiasta de la ópera y el teatro en una época en que los representantes de la Iglesia no veían ni lo uno ni lo otro con buenos ojos. La famosa actriz Ellen Terry fue una de sus amistades inveteradas.

Ellen Terry fue una excepción. El principal pasatiempo de Carroll —el que le reportó mayores alegrías— era agasajar a las niñas. «Me encantan las niñas (no los niños)», escribió una vez. A los niños les tenía horror, y en la última etapa de su vida los evitó lo que pudo. Adoptando el símbolo romano para los días afortunados, escribía en su diario: «Señalo este día con una piedra blanca», cada vez que lo consideraba especialmente memorable. En casi todos los casos, los días de piedra blanca eran días en que agasajaba a una amiguita o conocía a alguna nueva niña. Consideraba el cuerpo desnudo de las niñas (al contrario que el de los niños) sumamente bello. De vez en cuando las fotografiaba o las dibujaba desnudas; con permiso de la madre, naturalmente. «Si tuviese que dibujar o fotografiar a la niña más preciosa del mundo», escribió, «y notase en ella una pudorosa resistencia (por ligera y fácil de vencer que fuese) a quedarse desnuda, consideraría un solemne deber para con Dios renunciar por completo a semejante petición». Para que estos retratos desnudos no crearan complicaciones a las niñas más tarde, dispuso que, a su muerte, fuesen destruidos o devueltos a las niñas o a sus padres. Al parecer, no ha sobrevivido ninguno.

En Sylvie and Bruno Concluded hay un pasaje que pone tremendamente de manifiesto, en cuanto a la fijación de Carroll a las niñas, toda la pasión de que era capaz. El narrador de la historia, un Charles Dodgson apenas disfrazado, recuerda que sólo una vez en su vida vio la perfección: «… Fue en una exposición de Londres, donde, al abrirme paso entre la multitud, me tropecé de repente, cara a cara, con una niña de una belleza completamente ultraterrena». Carroll no dejó nunca de buscar a esa niña. Se aficionó a conocer niñas en los vagones de ferrocarril y en las playas públicas. Un maletín negro que llevaba siempre consigo en esas excursiones a la playa contenía rompecabezas de alambre y otros regalos insólitos para estimular el interés de ellas. Llevaba incluso una provisión de imperdibles para sujetarles las faldas, cuando querían andar con los pies metidos en el agua. Los gambitos de apertura podían resultar divertidos. Una vez, cuando estaba haciendo un apunte junto al mar, una niña que se había caído al agua se acercó con las ropas chorreando. Carroll arrancó un canto de la hoja de papel secante, y le dijo: «¿Puedo ofrecerte esto para secarte?».

Por la vida de Carroll desfiló una larga procesión de niñas encantadoras (sabemos que lo eran por sus fotografías); pero ninguna ocupó totalmente el lugar de su primer amor, Alicia Liddell. «He tenido docenas de amiguitas desde tus tiempos», le escribió a ella después de casada, «pero han sido algo completamente distinto». Alicia era hija de Henry George Liddell (apellido que rima con «fiddle» [«violín»]), decano del Christ Church. Hay un pasaje en Pretérita, autobiografía fragmentaria de John Ruskin, que nos da cierta idea de lo atractiva que debió de ser Alicia. Florence Becker Lennon reproduce el pasaje en su biografía de Carroll, que es de donde lo cito yo ahora.

Ruskin enseñaba en Oxford en aquel entonces, y había dado a Alicia lecciones de dibujo. Una noche nevada de invierno en que el Decano y la señora Liddell iban a cenar fuera, Alicia invitó a Ruskin a una taza de té. «Creo que Alicia me envió una nota», escribe, «cuando no había moros en la costa». Ruskin se había acomodado en una butaca junto a un fuego crepitante, cuando se abrió bruscamente la puerta, «y se produjo una sensación como si el viento hubiese apagado algunas estrellas». El Decano y la señora Liddell habían regresado al encontrar las calles bloqueadas por la nieve.

—¡Cuánto debe de sentir que hayamos vuelto, señor Ruskin! —dijo la señora Liddell.

—Jamás lo he sentido tanto —replicó Ruskin.

El decano sugirió que siguieran con su té. «Y así lo hicimos», continúa Ruskin; «pero no conseguimos que papá y mamá se marchasen del salón después de su cena, y volvimos a Corpus desconsolados».

Y ahora viene la parte más importante de la historia: Ruskin cree que las hermanas de Alicia, Edith y Rhoda, también se encontraban presentes, aunque no está seguro: «Ahora es todo como un sueño», escribe. Sí; Alicia debió de ser una niña bastante atractiva.

Se ha discutido mucho sobre si Carroll estaba enamorado de Alicia Liddell o no. Si se entiende en el sentido de que quería casarse con ella o hacerle el amor, no hay la más ligera prueba de ello. Sin embargo, su actitud respecto a ella era la de un enamorado. Sabemos que la señora Liddell notó algo fuera de lo normal, tomó medidas para desalentar el interés de Carroll, y más tarde quemó todas sus primeras cartas a Alicia. Hay una misteriosa referencia en el diario de Carroll, correspondiente al 28 de octubre de 1862, según la cual había perdido por completo el favor de la señora Liddell, «desde el asunto de lord Newry». Cuál es el asunto de lord Newry al que se refiere, sigue siendo hoy un sugestivo misterio.

No existen indicios de que Carroll tuviera conciencia de otra cosa que de la más pura inocencia en sus relaciones con las niñas, ni existe la más leve falta de decoro en ninguno de los cariñosos recuerdos que docenas de ellas han escrito después sobre él. Había en la Inglaterra victoriana una tendencia, reflejada en la literatura de la época, a idealizar la belleza y la pureza virginal de las niñas. Sin duda esto hizo más fácil a Carroll suponer que su debilidad por ellas se situaba en un elevado plano espiritual; aunque por supuesto, esto no basta para explicar tal debilidad. Hace poco, Carroll ha sido comparado con Humbert Humbert, el narrador de la novela de Vladimir Nabokov, Lolita. Es cierto que los dos tenían pasión por las niñas, pero sus objetivos eran diametralmente opuestos. Las pequeñas «ninfas» de Humbert Humbert eran criaturas para ser utilizadas carnalmente. Las niñas de Carroll le atraían precisamente porque con ellas se sentía sexualmente a salvo. Lo que diferencia a Carroll de otros escritores que vivieron una vida asexual (Thoreau, Henry James…) y de los que se sintieron fuertemente atraídos por las niñas (Poe, Ernest Dowson…) es la singular combinación que se da en él, casi única en la historia de la literatura, de una completa inocencia sexual y una pasión que sólo puede describirse como totalmente heterosexual.

A Carroll le encantaba besar a sus amiguitas y terminar sus cartas enviándoles 10.000.000 de besos, o 43/3 o dos millonésimas de beso. Se habría horrorizado ante la insinuación de que quizá todo esto comportaba un elemento sexual. Hay en su diario una anécdota divertida según la cual besó a una niña, para descubrir más tarde que tenía diecisiete años. Carroll escribió rápidamente a su madre excusándose en tono humorístico, y asegurándole que no volvería a suceder; pero a la madre no le hizo gracia.

En cierta ocasión, una preciosa actriz de quince años llamada Irene Barnes (más tarde hizo los papeles de la Reina Blanca y de la Jota de Corazones, en la versión musical de ALICIA) pasó una semana con Charles Dodgson, en una estación balnearia. «Según le recuerdo ahora», rememora Irene en su autobiografía To Tell My Story (el pasaje lo cita Roger Green en el vol. II, pág. 454 del Diary de Carroll), «era muy delgado, tenía algo menos de seis pies, un rostro lozano y juvenil, el cabello blanco, y daba la impresión de una extrema pulcritud… sentía un profundo amor por los niños, aunque me inclino a pensar que no les comprendía de la misma manera… Su mayor placer era enseñarme su Juego de Lógica (consistía en un método de resolver silogismos colocando fichas negras y rojas sobre un diagrama inventado por el propio Carroll). ¿Puedo decir que esto me hacía bastante tediosa la noche, cuando la banda de música desfilaba tocando, y la luna brillaba en el mar?»

Sería fácil decir que Carroll encontró una válvula de escape para su represión en las violentas, caprichosas y desenfrenadas visiones de sus libros de ALICIA. Desde luego, los niños Victorianos disfrutaron con semejante escape; pero Carroll se sentía cada vez más inquieto pensando que todavía no había escrito un libro para jóvenes que transmitiera algún mensaje evangélico Su obra en esta dirección fue Sylvie and Bruno, novela larga y fantástica dividida en dos partes que se publicaron por separado. Contiene algunas escenas cómicas francamente espléndidas; la canción del Jardinero, que atraviesa todo el relato como una fuga demente, es una de las mejores cosas de Carroll. He aquí la estrofa final, cantada por el Jardinero con las mejillas bañadas en lágrimas:

Creyó descubrir un Argumento

que demostraba que era el Papa;

volvió a mirar, y vio que era

una Pastilla de jaspeado Jabón

«¡Realidad tan horrorosa», se dijo débilmente,

«destruye toda esperanza!»

Pero no son las magníficas canciones disparatadas, los aspectos que Carroll más admiraba de esta narración. Él prefería una canción que cantan los niños duendes, Sylvie y Bruno, y cuyo estribillo dice:

Pues creo que es Amor

Pues siento que es Amor

¡Pues estoy seguro de que sólo es Amor!

Carroll la consideraba el poema más bonito que había escrito. Incluso quienes pueden coincidir con el sentimiento que subyace en él, y en otras partes de la novela (empalagosamente endulzadas de devoción), encuentran difícil hoy leer esos pasajes sin sentir embarazo por el autor. Parecen haber sido escritos en el fondo de un pozo de melaza. Uno concluye con tristeza que Sylvie and Bruno es un fracaso a la vez artístico y retórico. Seguramente son pocos los niños Victorianos (a quienes iba destinado este relato) que se conmovieron, se divirtieron o se elevaron con él.

Irónicamente, el disparate pagano anterior de Carroll contiene, al menos para algunos lectores modernos, un mensaje religioso más eficaz que el de Sylvie and Bruno. Porque el disparate, como a Chesterton le gustaba decirnos, es una forma de ver la existencia, análoga a la humildad y al portento religiosos. El Unicornio considera a Alicia un monstruo fabuloso. Parte del embotamiento filosófico de nuestro tiempo consiste en que hay millones de monstruos racionales que andan erguidos sobre sus extremidades posteriores, observan el mundo a través de un par de lentes flexibles, se suministran energía metiéndose sustancias orgánicas por un orificio situado en sus caras, y, sin embargo, no ven nada fabuloso en ellos mismos. De vez en cuando, a estas criaturas se les estremece la nariz a causa de un acceso momentáneo. Kierkegaard imaginó una vez a un filósofo estornudando mientras anotaba una de sus profundas sentencias. ¿Cómo puede un hombre así, se preguntaba Kierkegaard, tomarse en serio su metafísica?

El último grado de la metáfora contenido en los libros de ALICIA es éste: que la vida, observada racionalmente y sin ilusión, parece un disparate contado por un matemático idiota. En el fondo de las cosas, la ciencia descubre sólo una loca, interminable contradanza de Ondas de Falsa Tortuga y partículas de Grifo. Por un momento, las ondas y las partículas formando figuras grotescas, inconcebiblemente complicadas, capaces de afectar a su propio absurdo. Todos vivimos una vida bufonesca bajo una inexplicable condena a muerte, y cuando tratamos de averiguar qué quieren las autoridades del Castillo que hagamos, se nos envía de un burócrata chapucero a otro. Ni siquiera estamos seguros de que el conde West-West, dueño del Castillo, exista realmente. Más de un crítico ha comentado las semejanzas entre el Proceso de Kafka y el proceso de la Jota de Corazones, entre el Castillo de Kafka y la partida de ajedrez en que las piezas vivientes ignoran el plan del juego y no saben si se mueven por su propia voluntad o son empujadas por dedos invisibles.

Esta visión de la monstruosa insensatez del cosmos («¡Que le corten la cabeza!») puede ser tenebrosa y turbadora, como en Kafka y en el Libro de Job, o una despreocupada comedia, como en Alicia o en El hombre que fue Jueves, de Chesterton. Cuando Domingo, símbolo de Dios en la pesadilla metafísica de Chesterton, lanza pequeños mensajes a sus perseguidores, dichos mensajes resultan ser disparates. Uno de ellos lleva incluso la firma de Snowdrop («Campanilla»), nombre de la gatita blanca de Alicia. Se trata de una visión que puede conducir a la desesperación y al suicidio, a la risa que pone fin al relato de Jean Paul Sartre, «El Muro», a la resolución del humanista de continuar valerosamente frente a las tinieblas finales. Y por extraño que parezca, tal vez sugiera también la hipótesis descabellada de que detrás de las tinieblas puede haber una luz.

La risa, declara Reinhold Niebuhr en uno de sus más hermosos sermones, es una especie de tierra de nadie entre la fe y la desesperación. Preservamos nuestra cordura riéndonos de los absurdos superficiales de la vida; pero la risa se convierte en amargura y escarnio si se orienta hacia esos absurdos más profundos que son el mal y la muerte. «Esa es la razón» concluye, «por la que hay risas en el atrio del templo, ecos de risas en el templo mismo, pero sólo recogimiento y oración, y ninguna risa, en el santo de los santos».

Lord Dunsany dice lo mismo en Los dioses de Pegana (el que habla es Limpang-Tung, dios de la alegría y de los juglares melodiosos):

«Introduciré bromas y un poco de alegría en el mundo. Y mientras la Muerte te parezca tan lejana como el borde purpúreo de los montes, y el dolor tan remoto como la lluvia en los días azules del verano, reza a Limpang-Tung. Pero cuando seas viejo, o vayas a morir, no reces a Limpang-Tung, porque ya formarás parte de un plan que no comprendes.»

«Sal a la noche estrellada, y Limpang-Tung danzará contigo… u ofrece una broma a Limpang-Tung; pero no reces a Limpang-Tung en tu dolor, pues ha dicho del dolor; 'puede que sea muy inteligible para los dioses, pero él no lo comprende'».

LAS AVENTURAS DE ALICIA EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS y A TRAVÉS DEL ESPEJO son dos incomparables bromas que el reverendo C. L. Dodgson, durante el descanso mental de sus tareas en el Christ Church, ofreció a Limpang-Tung.