IX

Consecuencias

Se oyó un fuerte estrépito, como si el firmamento entero se hubiese partido en dos. La reina Kiara de Saria y su séquito alzaron la cabeza, esperando ver un cielo encapotado, aunque nunca antes habían oído un trueno tan temible como aquél.

Pero no había ni una sola nube sobre ellos. Llevada por una súbita sospecha, Kiara volvió la mirada hacia la sombra de Vol-Garios que dejaban atrás. Hacía ya medio día que habían levantado el campamento y marchaban de regreso a casa, pero la alta y ominosa silueta del volcán todavía acechaba a su espalda. Por un instante le pareció que estaba entrando en erupción, porque una masa oscura e informe se elevaba desde su cráter.

—Parecen pájaros —dijo uno de los caballeros.

—Negros cuervos, más bien —masculló otro.

—¿Tan grandes? —objetó Kiara.

Sintió la mirada de Kendal clavada en ella.

—Majestad —lo oyó musitar—. ¿No pensaréis…?

—No lo sé —cortó ella—. No lo sé.

Hubo una pausa llena de inquietud y malos presagios. Entonces, alguien rompió el silencio, y los miembros del séquito empezaron a murmurar:

—Vienen hacia aquí.

—No… no parecen aves. Son… bastante más grandes.

—Por todos los dioses, ¡vuelan muy rápido!

Kiara reaccionó:

—¡A cubierto todos! ¡Vamos, vamos, deprisa!

Hincaron las espuelas en los caballos y salieron disparados camino arriba, perseguidos de lejos por la nube negra que emergía de Vol-Garios. Para alivio de Kiara, hallaron un roquedal un poco más allá, y uno de los caballeros, que se había adelantado para explorar el terreno, informó de que si lo rodeaban encontrarían una gruta lo bastante grande como para cobijarlos a todos.

—¿Los caballos también?

—También —respondió ella—. Es importante que no adviertan que estamos aquí.

No discutieron. Se ocultaron todos en la gruta, muy pegados unos a otros, y desde allí escudriñaron el cielo. Uno de los caballos relinchó suavemente, aterrorizado. Los humanos no se sentían mucho más valientes.

Oyeron un murmullo que iba haciéndose cada vez más intenso. Contuvieron el aliento hasta que el rumor se convirtió en el atronador estruendo de millares de gigantescas alas que, no cabía duda, se dirigían hacia ellos. Casi sin darse cuenta, la mano de Kiara buscó la de Kendal en la penumbra. La reconfortó encontrarla, y que él le devolviera un apretón tranquilizador, pero no se volvió para mirarlo. Sus ojos estaban fijos en el pedazo de cielo que se veía desde su escondite.

Y entonces, súbitamente, se abatieron sobre ellos. Kiara se tapó la boca con la mano libre para no gritar de terror cuando cientos, miles de gigantescas alas negras, como de murciélago, ocultaron la luz del día. Sus ojos se agrandaron, llenos de miedo, al apreciar con más detalle a las criaturas aladas: su roja y malévola mirada, sus rostros llenos de ira, sus bocas erizadas de colmillos, sus garras, colas y cuernos. Cada uno de ellos era diferente a los demás y, sin embargo, todos poseían aquel aire de familiaridad que indicaba que pertenecían a la misma especie.

—¿Qué… qué es eso? —oyó musitar a uno de sus compañeros.

Kiara lo sabía. Una vez se había encontrado cara a cara con uno de ellos, una criatura poderosa a quien llamaban el Devastador. Y, pese a que tenía la certeza de que éste estaba ya muerto, eran pocas las noches en las que no visitaba sus sueños, transformándolos en horribles pesadillas.

Sintió la boca seca. Por fortuna, Kendal respondió por ella:

—Demonios —dijo—. Demonios que han escapado del infierno.

Nadie osó decir una sola palabra, pero Kiara percibió el miedo que emanaba de cada uno de ellos. Algunos eran los caballeros más valientes de su reino, pero ella no podía reprochárselo: ningún ser humano, por valiente que fuera, tenía nada que hacer contra aquellas criaturas.

De modo que aguardaron, en silencio, rogando por que los demonios los pasaron por alto. Por fin, la nube se hizo más clara, y los últimos rezagados sobrevolaron la gruta, sin que ninguno hubiese reparado en los humanos y los equinos que se ocultaban en ella. El sol volvió a bañarlos con su cálida y reconfortante luz, y el estruendo de las alas se convirtió en un rumor lejano. Sólo entonces, Kendal despegó los labios.

—¡Maldita sea! —exclamó—. ¡Dijeron que habían dejado la puerta bien cerrada!

Kiara le dirigió una mirada de advertencia.

—Eso no es importante ahora —decidió—. Hay que averiguar a dónde van.

Uno de los caballeros carraspeó un par de veces antes de poder recuperar la voz:

—Si me permitís, Majestad… estaban siguiendo el camino. El único camino que llega a las inmediaciones del volcán.

Reinó un horrorizado silencio.

—Van buscando poblaciones humanas —musitó Kiara, pálida como la leche.

Todos recordaron la apacible aldea por la que habían pasado la tarde anterior.

—¡Tenemos que ayudarlos! —decidió uno de los caballeros.

—No —lo detuvo Kiara—. No llegaríamos a tiempo. Hay, sin embargo, otra cosa que debemos hacer.

—¿De qué se trata, mi señora?

Kiara frunció el ceño, reflexionando.

—Todo esto es obra de Marla, sin duda.

—¿La reina Marla? Pero vos dijisteis…

—Ya sé lo que dije —cortó ella—. Sé que la dimos por muerta, y creo que cometimos un grave error —dio una mirada circular—. ¿Quién de vosotros tiene el caballo más rápido?

Uno de sus guerreros se adelantó.

—Yo, Majestad.

—Volverás a la ciudad y te encargarás de organizar el ejército. Quiero que estén listos cuanto antes y que se dirijan sin demora al reino de Karish.

—¿A Karish, mi señora?

—Al palacio real de Karishia. No creo que podamos detener a esos demonios, pero Marla es humana, y mortal, y ha llegado la hora de pararle los pies definitivamente.

Ahriel sobrevolaba la costa de Karish cuando vio venir a los demonios.

Eran inconfundibles: una larga columna oscura que volaba casi a ras de suelo, muy por debajo de ella. Procedían del este, donde, calculó Ahriel, se levantaba la ciudad de Erganda, la ubicación de una de las puertas del infierno. No pudo evitar volver la vista atrás; le pareció ver una nube oscura emergiendo de la cordillera de Karishia, donde estaba ubicada la Fortaleza Negra, pero no estaba segura. Lo que sí tenía claro era que Marla y Furlaag se habían salido con la suya: habían permitido que los demonios invadieran su mundo.

Batió las alas con más fuerza, tratando de volar a mayor velocidad. Era difícil que los demonios la vieran, puesto que volaba muy por encima de ellos, pero no quería arriesgarse. Los vio precipitarse, como una nube de moscas, sobre un pueblo que parecía dormir plácidamente junto al mar. Casi pudo oír los gritos de terror y agonía de sus habitantes, y reprimió el impulso de regresar a ayudarlos. No podía hacer nada por ellos; sola, no. Debía avisar a Lekaiel y a los demás, y juntos, todos los ángeles acudirían a prestar batalla para detener a Furlaag y sus demonios. Era la única manera.

«No he podido salvar Gorlian», se recordó, angustiada. «No he sido capaz de rescatar a mi hijo, ni pude evitar que mataran a Bran, ni tampoco eduqué bien Marla cuando se me encomendó su custodia. Y puede que por mi culpa el mundo entero quede destruido. ¿Qué clase de ángel soy?».

Sacudió la cabeza para apartar de su mente aquellos oscuros pensamientos y, dejándose llevar por una corriente de aire, se elevó todavía más alto, hasta volar por encima de las nubes. Todavía le quedaba un largo camino hasta Aleian, pero esperaba llegar a tiempo de salvar algo, cualquier cosa, de la destructiva crueldad de los demonios.

Zor despertó bruscamente de una horrible pesadilla cuando alguien le dio un par de cachetes en las mejillas.

—Despierta, chaval —le ordenó el Loco Mac—. No tenemos tiempo para dormir.

—¿Qué…? ¿Cómo…? ¿Dónde estoy?

Oyó las conocidas carcajadas desquiciadas de su amigo.

—Aún en la Fortaleza, me temo —fue la respuesta.

Zor abrió los ojos y miró a su alrededor, pestañeando aturdido. Se encontró en una de las sobrias habitaciones que ya conocía. Estaba oscuro allí dentro, porque habían cerrado la puerta, pero la luz que se filtraba por debajo le permitió ver a Mac a su lado, y la imponente figura del ángel de espaldas a él, inclinado sobre la cama.

—¿Qué… qué hacemos aquí?

—Escondernos de Marla y sus secuaces, para variar.

No había sido una pesadilla. Zor sintió que se le caía el mundo encima.

—Oh —dijo solamente.

—Perdiste el sentido cuando se abrió la puerta del infierno —le explicó Mac—, y no es de extrañar. Hubo una gran explosión, o algo parecido, y la sala voló por los aires. Ubanaziel nos sacó a todos de allí, y creo que Shalorak protegió a Marla. El caso es que los vi salir de entre los escombros, seguidos de ese tal Furlaag, y de un montón de demonios más. De momento estaban demasiado ocupados considerando el hecho de que son libres para hacer todas las barbaridades que quieran en el mundo de los humanos, así que aprovechamos para escabullimos y nos hemos escondido aquí. Y espero que no les dé por buscarnos —concluyó, riéndose como un loco.

—No lo harán —resonó la voz, serena y pausada, del ángel—. Hubo demasiada confusión como para que nadie se percatara de nuestra huida, así que estoy casi seguro de que creen que quedamos aplastados bajo las ruinas.

Zor se incorporó un poco, abatido. Entonces vio que Cosa estaba tendida en la cama. El ángel la sujetaba por las muñecas, y el chico reconoció lo que estaba haciendo.

—¡Es un círculo de curación! —adivinó; enrojeció cuando el ángel se volvió para mirarlo y clavó sus ojos oscuros en él—. Yo… solía utilizarlo con mi abuelo. Le aliviaba los dolores, pero nunca conseguí curarlo del todo.

El ángel no respondió. Volvió de nuevo la cabeza hacia Cosa.

—¿Cómo… cómo está? —preguntó Zor, con un nudo en la garganta.

—Vivirá —respondió él lacónicamente.

El muchacho lanzó un suspiro de alivio.

—Gracias… por curarla, ya sabes. Y por no matarla.

Oyó una suave risa en respuesta.

—¿Por qué iba a querer matarla?

—Porque ella… bueno, porque es un engendro.

—Estamos vivos gracias a ella, muchacho. Atacó a Shalorak sin detenerse a pensarlo siquiera, sólo para protegerte.

—¿Entonces lo viste?

—Estaba paralizado, no ciego.

—Ah, claro.

Zor calló, intimidado. La imponente figura del ángel, sus enormes alas, que erguía con orgullo y dignidad, la inmaculada blancura de sus ropas… todo ello lo hacía sentirse muy poca cosa en comparación. Siempre había estado muy orgulloso de sus alas, pero ahora comprobaba con desaliento que, a diferencia de las del ángel, eran sólo dos tristes manojos de plumas grises y arrugadas. Sintió un vivo deseo de ser como él y, al mismo tiempo, tuvo la horrible certeza de que jamás estaría a su altura.

—¿Por qué… por qué estabas paralizado? —preguntó con timidez—. ¿Fue cosa de Shalorak?

El ángel asintió.

—Detuvo mi ataque en, apenas un instante, y estaba a punto de matarme cuando interviniste tú —se volvió hacia él, con una serena sonrisa—. Gracias, muchacho. Te debo la vida. A ti y a esta pequeña criatura.

—¿Y no tienes nada que decirme a mí, Ubanaziel? —refunfuñó el Loco Mac desde la puerta.

El ángel se rio. Su risa sonó como el profundo tañido de una campana.

—¿Qué hiciste tú, Mac? —quiso saber Zor, intrigado. Tenía un confuso recuerdo de su amigo entrando en la sala en el último momento…

—Deshice el hechizo que mantenía preso al ángel —replicó él, muy digno—. Y creé un escudo de protección en torno a Cosa y a ti. Si no llega a ser por mí, ese Shalorak os habría frito a los dos en menos que canta un gallo.

Zor lo miró con la boca abierta.

—Venga ya. Tú no puedes hacer esas cosas.

—¡Claro que puedo! ¿Acaso no te he contado que una vez fui una de las cabezas pensantes de esta secta? Y hace mucho tiempo que juré que jamás volvería a usar la magia negra, pero…

—Un momento —cortó Zor—. Si tienes el mismo poder que los tipos de negro, ¿por qué tardaste tanto en intervenir?

—¡No creas que es tan fácil recordar cómo se hace, chaval! Hacía décadas que no empleaba la magia negra. Aún tienes suerte de que recordara el conjuro de protección y no te friera yo en lugar de ese niñato engreído —volvió a reírse como un loco—. Pero no hace falta que me lo agradezcas. Estabas cagado de miedo, ya te vi. Por lo menos el ángel sí reaccionó enseguida. Cuando estalló la sala nos sacó a todos pitando de allí.

—No olvido cuál fue tu intervención, Mac —sonrió el aludido—. Pero tampoco puedo olvidar el papel que jugaste en la creación de la prisión de Gorlian y en la iniciación de Marla en la magia negra —añadió, con más severidad.

Pareció que Mac se encogía sobre sí mismo, intimidado.

Cosa dejó escapar un leve quejido, y Zor temió que la discusión hubiese estorbado al ángel en su tarea curativa. Pero éste retiró las manos y cubrió al engendro con su propia capa.

—Ya casi está —dijo—. Ahora sólo tiene que descansar —se volvió hacia Zor y le dijo, muy serio—: lamento no haberme presentado antes. Me llamo Ubanaziel, Consejero de Aleian, la Ciudad de las Nubes.

—Yo soy Zor —respondió el chico, impresionado—. Sólo Zor.

El ángel sonrió.

—Eres el hijo de Ahriel; el medio ángel que abandonó en Gorlian.

—Supongo que sí —asintió él, de mala gana.

—Mac me ha contado que acabáis de escapar de allí, y justo a tiempo, por cierto: Marla ha destruido la esfera y todo su contenido.

Zor recordó los fragmentos de cristal que había visto en la Sala de las Grandes Invocaciones. La verdad lo golpeó como un puñetazo en el estómago.

—¡Pero… pero… no puede haberlo hecho! Debía de ser otra esfera, ¿no? No puede haber acabado con…

«Con todo mi mundo», pensó.

Ubanaziel se encogió de hombros.

—Levantó la esfera en alto y la estrelló contra el suelo, delante de nosotros. Supongo que ya se había cansado de su juguete.

—¡Pero dentro vivía gente! —estalló Zor, sin poderse contener—. ¡De acuerdo, había engendros y tipos desagradables, pero no eran todos así! ¡Muchos sólo intentaban sobrevivir! —sintió la mano de Mac sobre su hombro, pero se la sacudió de encima—. ¿Por qué tuvo que hacer eso?

—Así es Marla —masculló Mac, y reprimió a tiempo una de sus risotadas convulsivas—. Disfruta haciendo daño.

—Si así es como educa mi madre a la gente —dijo Zor, con rencor—, me alegro de no haberla tenido nunca cerca.

Ubanaziel le lanzó una mirada severa.

—No hables así de ella. No sabes nada.

—¿No sé nada? —se rebeló él—. ¡Me dejó solo cuando no era más que un bebé! ¡Se marchó de Gorlian y se olvidó de todos nosotros! ¡Incluso te ha abandonado a ti! ¡No creas que no lo he visto! ¡Huyó volando de la Sala de las Invocaciones y, si no hubiese sido por nosotros, esos locos te habrían matado! ¡Tú mismo lo has dicho!

El ángel no se enfadó. Escuchó con paciencia el estallido de Zor, lo dejó volcar su ira sobre él y, cuando el muchacho guardó silencio por fin, respondió, con gravedad:

—Ahriel ha ido a alertar a los otros ángeles de que se preparen para la batalla. Alguien tenía que hacerlo, pues desconocen los planes de Marla y no tienen ni idea de la catástrofe que se ha abatido sobre nuestro mundo. Y no pienses ni por un momento que abandonó a los presos de Gorlian, muchacho. Hemos venido hasta aquí para buscar esa esfera. Tendrías que haber visto la cara que puso Ahriel cuando Marla la estrelló contra el suelo. Creía que aún estabas dentro y que te había perdido para siempre.

—Yo…

—Tu madre ha ido hasta el mismo infierno para recuperarte —concluyó Ubanaziel.

Zor tragó saliva.

—Entonces, ¿por qué me abandonó cuando era un bebé?

—Eso tendrás que preguntárselo a ella. Si es que tenemos la oportunidad de volver a encontrarnos.

Ubanaziel le contó, en pocas palabras, todo lo que Zor no sabía. Le habló de cómo Ahriel había regresado de Gorlian para enfrentarse a Marla, de cómo frustró sus planes al vencer al Devastador en Vol-Garios y de cómo el líder de la Hermandad, Fentark, y la propia Marla, habían acabado en el infierno como consecuencia de aquella derrota. Le relató la audiencia de Ahriel ante el Consejo de Aleian y que él mismo la había acompañado hasta el mundo de los demonios para interrogar a Marla. Le habló de sus experiencias allí, y del trato que habían hecho con Furlaag. Le contó que habían regresado con Marla para recuperar la esfera de Gorlian, pero que ésta los había engañado y conducido a una trampa.

—Creímos que estábamos rescatando a Marla de Furlaag —concluyó Ubanaziel—, pero ellos dos habían hecho un pacto previamente. Ese joven partidario suyo, Shalorak, había negociado con Furlaag la liberación de Marla. Y el demonio accedió, con la condición de que abrieran las siete puertas del infierno. Dado que una de ellas sólo puede ser abierta con intervención angélica, tuvieron que esperar a que nosotros acudiéramos a buscar a Marla. Pero habían previsto que iríamos, y que nos la llevaríamos con nosotros. Lo tenían todo planeado.

—¿Entonces, ahora…?

—… Ahora, la Hermandad se ha salido con la suya. Las siete puertas del infierno se han abierto, y los demonios están invadiendo nuestro mundo. Por eso se derrumbó la Sala de las Grandes Invocaciones: ellos la hicieron estallar al cruzar en masa a nuestra dimensión.

—Y abrieron un boquete en la pared para salir al aire libre como un puñado de enormes y feos murciélagos —gruñó el Loco Mac—. Pero gracias a eso se creó bastante confusión y pudimos escapar.

—Así que, ya ves —añadió Ubanaziel, con una torcida sonrisa—. No dudes del cariño que siente tu madre por ti, ni subestimes su voluntad de recuperarte. Ha provocado el fin del mundo por ello.

Zor se sintió fatal. Objetivamente no era culpa suya, pero no podía evitar sentirse responsable. Todavía seguía sin tener claro que Ahriel fuera un ángel lleno de amor y bondad, pero estaba empezando a temer que tenía la mala fortuna de destruir todo lo que tocaba, empezando por la conciencia de Marla y terminando por el mundo entero.

—¿Y no hay… no hay nada que podamos hacer? —preguntó con voz débil.

Ubanaziel negó con la cabeza.

—Sólo desear que los ángeles ganen la batalla —respondió, poniéndose en pie—. Y eso me recuerda que debo acudir a unirme a los ejércitos de Aleian. Vosotros, en cambio, estaréis a salvo aquí. Estoy casi seguro de que Shalorak y Marla se han marchado, y los otros tres hechiceros dieron su vida para alimentar la energía del portal y propiciar así su apertura. En cuanto a los demonios, habrán volado hasta la ciudad más cercana… Karishia, tal vez, aunque puede que Furlaag los obligue a respetarla por ser la capital del reino de Marla. En cualquier caso, llevan siglos deseando regresar a nuestro mundo para destrozarlo a placer, así que no habrá uno solo que se haya quedado en estos túneles pudiendo masacrar una aldea entera.

Zor se sentía cada vez peor.

—¿En serio que no hay nada que podamos hacer?

—¿Contra los demonios? —el ángel sonrió amablemente—. Créeme, muchacho: ya habéis hecho mucho. Más de lo que se le podría exigir a cualquier humano. O incluso a un joven medio ángel como tú —añadió, tras una pausa—. Quizá tu sangre angélica alargue tu vida un poco más de lo habitual en un humano corriente, pero juraría que no creces con más lentitud. ¿Cuántos años tienes? ¿Trece, catorce?

Zor no respondió a la pregunta. Sólo los novatos contaban el paso de los días en Gorlian, así que no sabía qué edad tenía en realidad. Pero irguió las alas, con toda la dignidad de la que fue capaz.

—¿No puedo unirme a vosotros?

—¿Al ejército de Aleian? —Ubanaziel negó con la cabeza—. No estás preparado, Zor. Aunque con el tiempo, y con el debido adiestramiento, llegaras a ser más poderoso que la mayoría de los luchadores humanos, será difícil que alcances el nivel de un guerrero angélico, porque eres un mestizo. Además, acabas de salir de Gorlian. Aún no sabes nada del mundo real, no has recibido instrucción y jamás te has enfrentado a un demonio. Ahriel ha provocado todo esto en su deseo de recuperarte —sonrió—. No quiero ser el responsable de tu muerte prematura y tener que enfrentarme a ella después.

—Pero tiene que haber algo…

—… Y puede que lo haya —intervino el Loco Mac—. A ver, el problema es que las dos dimensiones se han unido, ¿no es así? Los acólitos de la Hermandad han abierto las siete puertas del infierno a la vez. Habría que volver a cerrarlas…

—Agradezco tu buena voluntad, Mac, pero no pueden volver a cerrarse —respondió Ubanaziel—. No con todos esos demonios volando libres.

El Loco Mac se rascó la cabeza.

—¿Y cómo lo hicisteis la última vez, entonces?

—Fue más sencillo, porque estábamos al tanto de las intenciones de los magos humanos y, si bien no pudimos evitar que se abrieran las puertas, estábamos aguardando a las hordas infernales y los obligamos a retroceder hasta devolverlos a todos a su dimensión. Pero me temo que en esta ocasión nos ha cogido totalmente desprevenidos. Para cuando el ejército de Aleian les salga al encuentro, estarán tan extendidos por nuestro mundo que la única opción que nos quede será aniquilarlos a todos.

Zor detectó que el ángel se estaba esforzando por ser amable con ellos porque le habían salvado la vida, pero su paciencia se estaba agotando. Lo notaba en la forma en que hacía vibrar las puntas de sus alas.

—Bueno, pero, ¿y si hubiera otra opción?

—Déjalo, Mac… —intervino Zor, incómodo.

—¡Es que sé de qué estoy hablando! —insistió Mac, tozudo, soltando una frenética carcajada—. Dedicad sólo unos minutos a escucharme, por todos los demonios. Que estoy viejo, pero no senil. A ver, todo esto se ha iniciado con un pacto, ¿no? Un pacto entre un humano y un demonio. Eso establece un vínculo entre ambos y refuerza la unión entre ambas dimensiones. No me mires así —le reprochó, incómodo, al ángel, que lo observaba con los ojos entornados—. Formé parte de esta secta y aprendí cosas de las que no me enorgullezco, pero que sepas que jamás aprobé los escarceos de Fentark con Furlaag, y en mis últimos tiempos como habitante de este inmundo lugar me informé sobre el tema, por si había que lamentar accidentes.

—¿Quieres decir que conoces la forma de cerrar las puertas? —preguntó Zor, emocionado.

Mac se removió, inquieto.

—Bien, conocer, lo que se dice conocer… Tan sólo recuerdo haber leído algo al respecto. La forma de romper el vínculo, de deshacer el pacto.

—Eso podría funcionar —asintió Ubanaziel, pensativo—, pero no nos sirve de nada si no sabes cómo ha de hacerse.

—¡Pero lo leí en algún sitio! Y no creas que en aquellos tiempos, con Ahriel husmeando por todas partes como protectora del reino que era, uno podía tener libros de magia negra en el salón de su casa, como si nada. Así que la mayoría terminaron aquí: en la biblioteca de la Hermandad.

Ubanaziel alzó una ceja.

—¿Insinúas que debemos buscar por aquí una biblioteca repleta de tomos sobre magia negra para ver si casualmente damos con el libro que menciona cómo disolver un pacto demoníaco?

De pronto, Mac ya no pareció tan seguro de sí mismo.

—Bueno… si no es mucha molestia…

—¡Yo voy a ayudarte! —saltó Zor—. ¡Esto es algo que nosotros podemos hacer, Ubanaziel! Y, si de verdad no queda nadie en los túneles, no corremos peligro. Pero, si tú nos echaras una mano, tendríamos más oportunidades de encontrar el libro a tiempo.

—Además, seguro que están haciendo planes sin ti. Ahriel sabe que te quedaste a cubrirle la retirada frente a una cuadrilla de hechiceros y cientos de demonios. No te ofendas, pero a estas alturas todo el mundo te habrá dado por muerto.

Ubanaziel le dedicó una torva sonrisa, como queriendo decir que nunca se debe dar por muerto a alguien que ha regresado dos veces del mismo infierno.

—Soy general del ejército angélico —declaró—. No puedo faltar a mi deber. Sin embargo —añadió—, el Consejo tardará aún un tiempo en organizar las tropas y lanzar a los nuestros a la batalla. Me uniré a ellos más tarde.

Mac y Zor sonrieron, satisfechos.

—Confía en Ahriel —dijo Mac—. Tiene un talento extraordinario para meter la pata, pero seguro que será capaz de dar la alarma sin romper nada, ¿no?

—¿Cómo has dicho? —casi gritó Lekaiel; y no solía levantar la voz a menudo.

Ahriel tragó saliva y repitió:

—Los humanos han abierto las siete puertas del infierno. Nos invaden los demonios, comandados por un tal Furlaag. Debemos preparar el ejército para salirles al paso.

Los Consejeros de habían quedado mortalmente pálidos. Lekaiel contempló a la portadora de tan malas nuevas, inclinando apenas su esbelto cuello de cisne.

—Es una broma, ¿verdad?

Ahriel había estado dispuesta a soportar cualquier amonestación o castigo que el Consejo tuviese a bien imponerle, pero no estaba preparada para lidiar con su escepticismo. No cuando la situación era tan grave, cuando los demonios estaban ya haciendo estragos en el mundo de los humanos… cuando, muy probablemente, Ubanaziel hubiese caído en la Fortaleza.

—Sé que tengo fama de ser un ángel muy… peculiar —replicó, tratando de reprimir su ira—. Pero creedme, Consejeros, si os digo que, por muy incomprensible que os parezca mi comportamiento a veces, jamás osaría bromear con un asunto tan grave.

Lekaiel se echó hacia atrás en su asiento, tratando de digerir las noticias. Parecía perpleja y, por un momento, no supo qué decir.

—Si se me permite —carraspeó Adenael—, no entiendo mucho de estas cosas, pero tenía entendido que los humanos no pueden abrir las puertas del infierno.

—La secta de Marla resucitó la magia negra en el mundo —les recordó Ahriel, apretando los dientes—, y con ella, el conocimiento necesario para contactar con demonios y abrirles las puertas a nuestro mundo. Os lo advertí en su día, y tampoco estaba bromeando entonces, como demuestra el hecho de que no hace mucho invocaron al Devastador en Vol-Garios…

—No estaba hablando de eso, Ahriel —cortó Adenael—. Lo que quiero decir es que no pueden abrir todas las puertas del infierno a la vez. Una de ellas tiene una llave combinada, lo cual significa que requiere la participación de un ángel, como podría confirmarnos el Consejero Ubanaziel si se hallara presente.

—Pues ha sucedido, y el propio Ubanaziel me envía a advertiros.

Lekaiel frunció levemente el ceño.

—¿Y por qué no ha venido él contigo?

Ahriel tragó saliva nuevamente.

—Se… se quedó atrás. Para cubrirme la retirada.

—¿Atrás?

—Tratamos de impedir que esos brujos llevaran a cabo la apertura de las puertas. Nos superaban en número, y Ubanaziel juzgó que no podríamos hacer nada para evitarlo. Nos enteramos… demasiado tarde, Consejeros. Entonces me ordenó que regresara para alertaros, y se quedó para garantizar que yo podría escapar con vida —el nudo de su garganta se hizo más grande, y luchó por contener las lágrimas—. Consideró que era imprescindible que uno de los dos regresara a Aleian cuanto antes para que los demonios no nos sorprendieran con la guardia baja.

Reinó un asombrado y pesado silencio.

—¿Insinúas que el Consejero Ubanaziel… ha caído? —inquirió Lekaiel.

Ahriel parpadeó un par de veces, pero no pudo evitar que se le humedecieran los ojos.

—No puedo asegurarlo —respondió—, pero es… bastante probable.

—Ubanaziel no tendría ningún problema en enfrentarse a un grupo de humanos, Ahriel —objetó Radiel, con escepticismo.

—A un grupo de humanos, no, Consejero: a un grupo de humanos que controlan admirablemente bien la magia negra… y a las docenas de demonios que salieron por la puerta en cuanto ésta se abrió.

Ahriel leyó el horror y el desconcierto en las marmóreas expresiones de los Consejeros a medida que iban asimilando la noticia.

—Pero Ubanaziel… —exclamó Didanel, desconcertada—, quiero decir… ¿cómo es posible que haya sucedido algo así? ¿Cómo pudieron abrir todas las puertas del infierno?

—Es una buena pregunta —dijo Lekaiel con frialdad, y dirigió hacia Ahriel la severa mirada de sus ojos violáceos.

—Fuimos… engañados, Consejeros —reconoció ella, de mala gana—. Ubanaziel y yo traspasamos la puerta de Vol-Garios y regresamos del infierno con la información que habíamos ido a buscar. Sin embargo, hubo un demonio que fue más astuto que nosotros, y se las arregló para que llevásemos con nosotros, sin advertirlo, un objeto procedente de su mundo…

—… Y, si eso sucede, la puerta no queda cerrada del todo —asintió Lekaiel—. Lo sé. Y dime, Ahriel, ¿ese objeto no se llamarla Marla, por casualidad?

Ahriel enrojeció, de ira, de vergüenza y de frustración.

—No fue por los motivos que sospecháis. Ella… ¡ah, por todos los engendros de Gorlian! —estalló, furiosa—. ¿Qué importan los detalles? ¡Nos invaden las huestes del infierno! ¡Están masacrando granjas, pueblos, ciudades enteras! ¡Están exterminando a todo ser viviente, y si no os habéis enterado todavía es porque aquí, en vuestra blanca ciudad, estáis demasiado alejados del suelo como para escuchar sus gritos de agonía!

—¡Ahriel! —la reconvino Lekaiel, poniéndose en pie de un salto—. ¡No toleraré…!

—Castigadme si lo deseáis, Consejeros —los desafió ella, calmándose un poco—. Acataré vuestra decisión sin una protesta. Pero, por la luz bendita y el sagrado Equilibrio… haced algo, os lo ruego. Llamad a las armas a toda la ciudad, acudid a prestar batalla. Es lo único que pido, y no lo estoy pidiendo para mí…

—Lo cual es toda una novedad —interrumpió Radiel—. ¿Eres consciente de que, si lo que dices es cierto, tú sola has desencadenado la mayor catástrofe sufrida por nuestro mundo en muchos milenios?

—Yo sola, no —sonrió Ahriel torvamente—. No le arrebatéis a Marla el crédito que merece. Ni tampoco a nuestro buen amigo Furlaag. Sin embargo, soy consciente de mis errores y no eludiré mi castigo. Pero os lo suplico nuevamente, Consejeros, no perdamos más tiempo. Hay que detener a los demonios…

Se interrumpió de pronto, porque hasta la Sala del Consejo llegó un estrépito procedente del exterior; voces airadas, un grito desesperado, el rumor de pasos que se acercaban a la carrera… Ahriel y los Consejeros se volvieron hacia la entrada, sorprendidos, y vieron precipitarse al interior a un ángel que mostraba un aspecto lamentable; tenía el rostro y las ropas cubiertas de sangre, y una de sus alas estaba ligeramente torcida.

El recién llegado avanzó unos pasos y cayó de bruces ante la mesa del Consejo, a los pies de Ahriel. Justo entonces llegaron los dos ángeles que vigilaban la entrada.

—¡Consejeros, os ruego…! —pudo decir el herido, alzando una mano ensangrentada hacia ellos.

—Pedimos disculpas, Consejeros —intervino uno de los guardias—. Tratamos de decirle a Melbanel que estabais reunidos, intentamos llevarlo a la casa de sanación, pero no quiso escuchar…

—¡Demonios! —aulló el recién llegado, y Lekaiel se levantó de nuevo, lívida, y alzó una mano solicitando silencio.

—Melbanel —dijo, con suavidad—. ¿Qué te ha sucedido?

El ángel trató de incorporarse, rechazando la ayuda de Ahriel, que se había agachado junto a él, y respiró hondo antes de decir:

—Hordas de demonios, Consejeros… se abatieron sobre la hermosa ciudad de Sin-Kaist, poco antes del crepúsculo. Sus alas negras cubrieron el cielo y llenaron nuestros corazones de oscuridad. Y entonces se arrojaron sobre todas las criaturas vivientes… animales, humanos… hombres, mujeres… niños… —sollozó sin poderlo evitar—. Eran tantos… tantos… y no se contentaron con matarlos rápidamente. Ellos…

—Está bien, amigo —trató de tranquilizarlo Ahriel.

—… No pude salvarlo —gimió el pobre ángel—. Mi pobre, pequeño Saldabar… Ni siquiera a él…

Ahriel respiró hondo, apenada. Saldabar era el príncipe heredero del reino de Kaist. No sabía mucho de él, salvo que había nacido apenas tres años antes de que Marla la encerrara en Gorlian, y que los ángeles también le habían asignado a él un guardián nada más nacer.

«Pobre, pobre Melbanel», se dijo Ahriel, mientras el desgraciado ángel hundía la cabeza en su hombro y se echaba a llorar, sin poderse contener. Ella lo abrazó, tratando de consolarlo, mientras alzaba la mirada hacia los Consejeros, que los contemplaban, mudos de espanto. Era tan insólito ver a un ángel llorando que ninguno de ellos era capaz de apartar la mirada de él.

—Y bien, Consejeros… ¿pensáis enviar ya a las tropas a detener a los demonios, o vamos a seguir discutiéndolo hasta que los tengamos ante las puertas de la ciudad?

Lekaiel reaccionó.

—No pueden llegar hasta aquí —declaró—. Hace ya muchos siglos que dotamos a Aleian de una protección adecuada. Ningún demonio sería capaz de sortearla.

—¡Pero están de camino, Consejera! —intervino Melbanel, aún alterado—. ¡Los oí hablar! ¡Vienen hacia aquí, porque su propósito es conquistar la Ciudad de las Nubes y exterminarnos a todos!

—¡Cómo se atreven! —estalló Radiel, indignado.

—Son demonios —dijo Lekaiel, con calma—. Bien, Consejeros: ha llegado la hora de detener a esas criaturas… y espero que en el futuro no haya ninguna otra ocasión.

A pesar de la seguridad que parecía mostrar la Consejera, Ahriel no se sintió mejor. Los demonios habían engañado al mismísimo Ubanaziel, y no le parecía que el resto de Consejeros estuviesen mejor preparados que él para afrontar la crisis que se les venía encima. Sin embargo, permaneció en silencio mientras el Consejo se disolvía para cumplir las órdenes de Lekaiel. Había que dar la alarma, reunir a los guerreros, informar a los generales de la situación y nombrar un sustituto para Ubanaziel. Ahriel se quedó allí, de pie, sintiéndose agotada de pronto. Contempló a Melbanel mientras se lo llevaban a la casa de sanación y se preguntó qué sería peor, ver morir a un protegido inocente o contemplar cómo su pupila se las arreglaba para destruir el mundo.

—No me olvido de ti, Ahriel —dijo a su espalda la clara voz de Lekaiel, sobresaltándola—. Espero que comprendas que todo esto es en gran parte responsabilidad tuya.

Ahriel se volvió lentamente. Su mirada se encontró con la de los ojos violetas de la Consejera. La sorprendió ver que no había en ellos ira, ni siquiera reproche: sólo dolor y resignación.

—Tomaste una serie de decisiones erróneas con respecto a la educación de tu protegida —prosiguió ella—, y luego no supiste solucionar los problemas que causó. No sólo eso: tu egoísmo y tu obcecación en actuar sólo en provecho propio nos ha conducido a todos al desastre. Un desastre del que ni siquiera Ubanaziel ha sido capaz de escapar. Lamento decir que has demostrado sobradamente ser un peligro no solamente para la sociedad angélica, sino para el mundo entero. Sabes que hacía siglos, puede que milenios, que ningún Consejero tenía que tomar una decisión semejante, y me duele mucho tener que ser yo quien lo haga. Pero deberemos encerrarte, Ahriel; y, cuando todo esto termine, serás juzgada.

Ahriel asintió.

—Lo comprendo, y lo acepto. No opondré resistencia.

Pero Lekaiel negó con la cabeza.

—Me temo que no entiendes la gravedad de la situación, Ahriel. Ha habido otras ocasiones en las que hemos tenido que privar de su libertad a algún ángel enajenado, temporal o definitivamente. No sucede a menudo, pero se conocen casos, especialmente entre aquellos que han debido pasar mucho tiempo entre humanos. Sin embargo, que yo recuerde, jamás…

Parecía que le costaba continuar, y Ahriel la ayudó, con amabilidad:

—… ¿jamás se había ejecutado antes a un ángel?

Ella pareció sorprendida.

—¿Cómo…?

Ahriel sonrió.

—He pasado muchos años en Gorlian, Consejera. He visto demasiados asesinatos y he estado demasiado cerca de la muerte como para que me impresione la posibilidad de ser ejecutada.

—Es… es prematuro hablar de esto antes del juicio…

—Pero no soy una ingenua, Lekaiel. Sé que, si vencemos a los demonios, el Consejo votará a favor de mi ejecución inmediata. Tú lo has dicho, soy un peligro. Y, si el mundo sale de ésta, será un mundo mejor sin mí.

—Eso… lo hará más fácil para todos —dijo ella, a media voz—. Pero lo siento mucho por ti.

Ahriel se encogió de hombros y le devolvió una amarga sonrisa. Recordó todo lo que había perdido: a Marla, a Bran, a su hijo… incluso a Ubanaziel. Pero lo que echaba de menos era todavía más íntimo e intangible: algo, cualquier cosa, que reavivara sus deseos de seguir viviendo.

—No lo sientas —murmuró—. Ya no me queda nada por lo que luchar.

Lekaiel alzó una mano para colocarla sobre el hombro de Ahriel, consoladora. Aquél era el contacto más íntimo que habían tenido jamás.

—También lamento oír eso —dijo—. Créeme.

—Te creo, Lekaiel —sonrió Ahriel.

Los dos ángeles cruzaron una larga mirada, dolorosa, sincera.

Momentos más tarde, cuando los dos guardias regresaron para conducirla a la prisión donde había de ser recluida, Ahriel los siguió, dócilmente, sin una sola palabra de protesta.