VIII

Hogar

Poco antes de que los ángeles y su prisionera llegasen al enclave secreto de la Hermandad, cayendo así en la trampa preparada por Marla y los suyos, Zor se había precipitado fuera del trastero en pos del Loco Mac y de Cosa. Se encontró en un túnel subterráneo y, pese a que se trataba de una amplia y alta galería iluminada por antorchas, se sintió decepcionado. ¿Era aquél el famoso «mundo exterior» que Mac tanto añoraba? Zor miró a su alrededor con desconfianza. Si sus amigos no se equivocaban, se hallaban en un lugar donde los nigromantes criaban engendros e invocaban a demonios. Y, aunque Cosa recordase a sus «Amos» con cariño, Zor no podía obviar el hecho de que éstos la habían dejado abandonada en Gorlian.

Por fortuna, el corredor parecía estar desierto. Pero tampoco había rastro de Mac y de Cosa. ¿Dónde se habrían metido? Echó a andar pasillo abajo, con precaución, y se detuvo ante una puerta cerrada, detrás de la cual se oía un murmullo apagado. Apoyó la oreja sobre la puerta y escuchó voces, sí, pero no eran las de sus amigos. La primera era una voz suave que hablaba en susurros inquietos; la otra sonaba mucho más grave, áspera, incluso, y había algo en su tono que a Zor le produjo escalofríos, como si una profunda maldad impregnase cada una de sus palabras. De hecho, tenía la sensación de que aquella segunda voz se escuchaba con mucha más claridad, como si, en lugar de estar detrás de la puerta, resonase en el interior de su cabeza. Frunció el ceño, extrañado, y trató de entender lo que decían, pero en aquel momento captó un sonido de pasos acercándose a la puerta y, sobresaltado, se apartó con presteza y buscó un lugar donde esconderse. Como el trastero quedaba ya demasiado lejos, entró en la primera habitación que vio, un dormitorio vacío y desangelado cuyo propietario parecía haberse marchado mucho tiempo atrás. Zor entornó la puerta y espió por la rendija.

La puerta de enfrente se abrió para dar paso a un individuo vestido de pies a cabeza con una túnica negra. Una capucha del mismo color cubría sus facciones, pero, cuando el desconocido se giró un momento, Zor pudo entrever su rostro: se trataba de un joven de cabello rubio y ojos oscuros; una expresión seria y pensativa se reflejaba en sus atractivas facciones, aportándoles una mayor madurez de la que su edad sugería. Su boca, sin embargo, esbozaba una leve sonrisa que no le inspiró confianza.

El joven cerró la puerta tras de sí y se encaminó pasillo arriba. Zor se atrevió a asomar la cabeza sólo cuando supuso que estaría ya lejos, y lo sorprendió mucho verlo entrar en el trastero del que él y sus amigos habían salido sólo unos momentos antes. Volvió a su escondite y aguardó, en silencio, a que el desconocido de negro volviera a pasar frente a él. Acechando por la rendija de la puerta entreabierta, lo vio regresar a la habitación de la que había salido, abrir la puerta y volver a entrar. Y Zor descubrió, temblando como una hoja, que lo que había ido a buscar al trastero era la prisión de Gorlian, pues la inconfundible esfera relucía entre sus manos.

¿Qué podía hacer? Había perdido a sus amigos y Gorlian ya no estaba oculto en el trastero, sino que había caído en manos del joven encapuchado. Quizá éste sólo pretendía echar un vistazo a la esfera y devolverla a su sitio después, pero, de todas formas, Zor se resistía a perderla de vista.

—Esto es lo que quieren —oyó de pronto su voz, suave y serena. Al otear por la rendija descubrió que el desconocido de negro había olvidado volver a cerrar la puerta tras él.

«¿De veras?», resonó la otra voz, y Zor constató, inquieto, que parecía retumbar en el fondo de su mente. «Sentía curiosidad. Los ángeles vinieron a buscar a Marla sólo para recuperar ese objeto. Nunca imaginé que esa humana fuese capaz de crear algo tan sorprendente».

El joven de negro rio con suavidad.

—Marla es capaz de eso y de mucho más, Furlaag. Si hubiera tenido la oportunidad de seguir aprendiendo del Maestro Fentark…

«Fentark está muerto, ya lo sabes», cortó la voz con aspereza. «Y no lo olvides nunca. No olvides de dónde obtuvo su poder, ni cuál fue el precio que pagó por fracasar en lo único que le exigimos que hiciera a cambio de él».

—Yo no soy como mi maestro —replicó el hechicero—. Puedo llegar más lejos que él, y no os debo nada…

«No por tu magia, cierto… o, al menos, no directamente… pero sí por la vida de ella, ¿no es verdad?».

El joven calló un momento, y Zor intuyó la rabia oculta tras su silencio.

—No nos demoremos, pues —dijo entonces—; si ya han salido del infierno, no tardarán en presentarse aquí. El ritual debe comenzar cuanto antes. ¿Va todo según el plan? ¿Continúa abierta la puerta de Vol-Garios?

«Hace rato que se han marchado, pero la abertura no está sellada del todo, lo noto», respondió su interlocutor, con oscura satisfacción.

—Espléndido —asintió el encapuchado—. Los demás están ya preparándolo todo en la Sala de las Grandes Invocaciones. Volveré a llamarte desde allí, y cuando lo haga estarás un paso más cerca de tu libertad.

«Más te vale, Shalorak», fue la respuesta, y Zor se estremeció de pies a cabeza, «porque, si algo sale mal, encontraré la manera de vengarme, y será Marla quien pagará. Recuérdalo».

—Lo recordaré, Furlaag —repuso el joven con sequedad.

Zor intuyó que aquello era una especie de despedida, y pensó que sería mejor estar lejos cuando salieran de la habitación, de modo que abandonó su escondite para dirigirse sigilosamente a las escaleras que descendían al final del corredor. Cuando pasó frente a la puerta entreabierta no pudo evitar echar un breve vistazo… y se le encogió el estómago de terror.

El joven de la túnica negra, a quien la voz había llamado Shalorak, estaba de espaldas a la puerta. Y ante él, suspendido en el aire, sobre un círculo trazado en el suelo y delimitado con velas encendidas, flotaba el ser más horrible que Zor hubiese visto jamás. Sus cuernos, sus ojos ocres, sus alas y su piel escamosa le recordaron, en parte, a los engendros de Gorlian; pero los engendros eran criaturas deformes, y aquel ser estaba perfectamente proporcionado. Por otro lado, lo que emanaba de él no era odio, ni sufrimiento, sino una intensa y oscura maldad.

Zor no pudo evitarlo: retrocedió de un salto y ahogó una exclamación de miedo. Los dos alzaron la cabeza inmediatamente y se volvieron hacia la puerta.

—¿Quién anda ahí? —preguntó Shalorak.

Zor no se detuvo a contestar. Impulsándose con las alas, ganó las escaleras de un salto y, cuando el joven nigromante salió al pasillo, él ya estaba en el piso inferior. Se ocultó en un hueco en sombras, temblando, tratando de pasar lo más desapercibido posible, mientras la figura de Shalorak se asomaba a lo alto de la escalera. Cuando se disponía a descender los primeros escalones, otra silueta oscura se reunió con él.

—Hermano Shalorak —le dijo—, te estaba buscando.

—Ah, de modo que has sido tú.

—¿Perdón?

—No deberías caminar por los pasillos de forma tan furtiva, hermano Relmor. Por un momento he creído que había intrusos en la Fortaleza.

—Te pido disculpas si te he sobresaltado, hermano Shalorak —repuso el otro hombre, algo perplejo—. Justamente venía a avisarte de que han llegado aquellos a quienes aguardábamos.

La voz de Shalorak no pudo ocultar su ansiedad al preguntar:

—¿La reina Marla está aquí?

—Sí, y también los ángeles que debían acompañarla. ¿Les salimos al encuentro?

—No; lo mejor será recluirnos en la Sala de las Grandes Invocaciones e iniciar el ritual cuanto antes. Dejémosles creer que la Fortaleza está abandonada. Para cuando nos encuentren, estaremos preparados para hacerles frente…

Las dos siluetas volvieron a internarse por el pasillo, desapareciendo del campo de visión de Zor, y el muchacho no oyó nada más. Alargó el cuello, tratando de captar las últimas palabras de la conversación, pero de pronto alguien lo agarró por detrás y tiró de él para introducirlo en el interior de una de las habitaciones, al tiempo que una mano le tapaba la boca para impedirle gritar. Zor trató de resistirse y batió las alas, golpeando con ellas la cara de su atacante. Le oyó soltar una maldición por lo bajo, pero no se sintió feliz por ello, porque conocía muy bien aquella voz:

—¡Estáte quieto, chaval! —le recriminó en un susurro furioso—. ¡Me has llenado la boca de plumas!

Zor se dio la vuelta, perplejo.

—¿Mac? ¿Eres tú?

—¡Baja la voz, muchacho! ¿Es que quieres que nos encuentren?

Zor cerró la boca inmediatamente. Junto a él estaba su amigo, el Loco Mac, aún escupiendo plumas y frotándose los ojos irritados. Se hallaban ambos en un pequeño dormitorio, tan oscuro, austero y abandonado como el que Zor acababa de utilizar como escondite.

—¿Dónde está Cosa? —preguntó, en voz baja.

—Se ha ido corriendo hacia el bestiario. Tenemos que reunimos con ella antes de que la vean, o descubrirán que nos hemos escapado.

Zor se acordó del hechicero de negro y de la esfera de cristal.

—Atiende, Mac, esto es importante: ¿has oído a esos dos hombres, los que por poco me pillan? Pues he visto al más joven entrando en el trastero y llevándose la esfera de Gorlian.

Mac dejó escapar otra maldición.

—Tendríamos que haber cogido esa bola de cristal —le reprochó Zor—. Ahora será más difícil recuperarla.

Pero Mac negó con la cabeza.

—También ha sido mala suerte —suspiró—. La esfera estaba cubierta de polvo, como si nadie la hubiese tocado en meses. ¿Quién habría imaginado que se la iban a llevar justamente ahora? Por otro lado, si la hubiésemos cogido, se habrían dado cuenta enseguida de que faltaba, y habrían descubierto que se les ha colado un intruso, o varios, así que tal vez haya sido lo mejor para nosotros. Si no recuerdo mal, este lugar era imposible de localizar por miembros ajenos a la Hermandad. Nuestra mejor baza es el hecho de que no saben que estamos aquí. Y cuanto más tiempo sigan sin saberlo, más posibilidades tendremos de escapar.

—¿Quién es ese joven de negro? —quiso saber Zor, intrigado—. El otro lo ha tratado como si fuera el jefe y lo ha llamado Shalorak.

—Pues no me suena, pero probablemente sea un aprendiz especialmente ambicioso. Aunque me extraña que Fentark permita que tenga tanto poder en la Hermandad…

—Fentark está muerto —informó Zor.

A Mac se le escapó una de sus risotadas dementes.

—¿Muerto? ¿Cómo lo sabes? —preguntó con voz aguda.

Zor le contó la escena que había presenciado.

—Veo que aquí no pierden las viejas costumbres —dijo Mac con gravedad—. Además, Furlaag era el demonio al que Fentark solía invocar —frunció el ceño—. Uno muy poderoso, por cierto. Uno que no responde a la llamada de cualquier humano. ¿Qué se traerá entre manos ese muchacho? ¿Y será cierto que Marla está aquí… acompañada por dos ángeles?

—Bueno, eso da igual ahora —cortó Zor—. En cualquier caso, tenemos que encontrar a Cosa antes que ellos.

Mac se mostró de acuerdo. Ambos se asomaron al pasillo con precaución y, tras comprobar que no había nadie cerca, salieron del dormitorio.

—Por aquí —susurró Mac, y empezó a caminar corredor abajo, ágil y silencioso. Zor no tuvo ningún problema en seguirlo; los dos habían vivido en Gorlian durante largos años y habían aprendido a ser sigilosos como espectros. Todo aquel que no lo hacía, no subsistía mucho tiempo allí.

Llegaron al final del túnel sin novedad, y allí encontraron otras escaleras descendentes. Bajaron, con precaución. Los recibió un olor fuerte y penetrante.

—Buff —se quejó Zor, en voz baja—. Huele como la guarida de un engendro.

—O de varios —rio Mac—. Bienvenido al bestiario de la Fortaleza, muchacho. Pero no temas; con excepción de nuestra amiga Cosa, todos los demás engendros están en jaulas. Además, no eres quién para quejarte del olor: en este mundo, todos los presos de Gorlian apestamos, así que más te vale no acercarte demasiado a nadie. Has tenido suerte de que ese tal Shalorak estuviese hablando con un demonio; seguramente los efluvios de todas esas cosas nauseabundas que echan los invocadores en sus braseros han tapado tu olor, amigo. Ten más cuidado la próxima vez.

—Tú sí que apestas —protestó Zor—. Deberías…

Pero un atronador estrépito de gruñidos, rugidos y gritos escalofriantes le puso la piel de gallina.

—¿Lo ves? —le espetó el Loco Mac, con una torcida sonrisa—. Nos han olido.

El chico se había quedado clavado al pie de la escalera, pero su compañero avanzó por el corredor hasta una amplia estancia escasamente iluminada. Como nada saltó sobre él para devorarlo —aunque los gruñidos y chillidos aumentaron de intensidad—, Zor se animó a seguirlo hasta reunirse con él en el bestiario. Una vez allí, miró a su alrededor. Se trataba de una larguísima caverna repleta de engendros, encerrados en sus respectivas jaulas, que se abrían a derecha e izquierda, como nichos oscuros y malolientes. De una de ellas, cuya puerta estaba entreabierta, salió trotando un pequeño y veloz engendro. Zor retrocedió un par de pasos hacia la escalera antes de darse cuenta de que se trataba de Cosa, que corría hacia ellos, feliz de volver a verlos.

—¡Mmmigggus! —los saludó—. ¡Stttuy’nn cccassa! ¡Cccuvvva Siccca!

Mac se inclinó para acariciarle la cabeza, sonriendo.

—Ya lo veo, Cosa. Sin embargo, ha pasado mucho tiempo desde que te fuiste. Por eso es posible que las personas a las que conocías ya no estén aquí. Ni siquiera los engendros son los mismos, ¿a que no?

Ella lo miró, con los ojos muy abiertos, y negó con la cabeza, comprendiendo las implicaciones de lo que le estaba diciendo.

—¿Ammmu Fffennntttarkk?

—Ya no está aquí, Cosa. Pero hay otras personas, y no estoy seguro de que se alegren de verte. Lo que sí sé es que no se alegrarán de vernos a nosotros, a Zor y a mí. Lo entiendes, ¿verdad?

Cosa lo entendía demasiado bien. Se sentó sobre el suelo, húmedo y sucio, y enterró la cabeza entre las manos.

Zor, preocupado, miró a su alrededor, por si aparecía alguien de pronto. Recordó que Shalorak había dicho que iban a fingir que la Fortaleza estaba abandonada, pero cabía la posibilidad de que salieran de su escondrijo para averiguar quién estaba poniendo nerviosos a los engendros. Detectó más allá un par de puertas que parecían llevar a otras estancias, pero nadie asomó tras ellas.

—Mac —le dijo a su amigo, esforzándose por ignorar los gritos de los engendros, sus afilados colmillos y garras y sus gruñidos cuando se estrellaban contra los barrotes, tratando de llegar hasta ellos—, ¿sabes dónde está la Sala de las Grandes Invocaciones? ¿Sabes si nos pueden oír desde allí?

El loco Mac asintió, entendiendo lo que quería decir.

—En teoría, no —respondió—, porque esa estancia se encuentra en el nivel más bajo, y aún hay un par de pisos entre ellos y nosotros. Pero convendría hacerlos callar, por si acaso.

Cosa alzó la cabeza y les dirigió una mirada llena de comprensión. Después corrió hacia una de las puertas de madera y la abrió antes de que sus amigos pudieran evitarlo.

—¿Qué estás haciendo? —se le escapó a Zor al verla desaparecer tras la puerta.

—Creo que quiere que la sigamos —dijo Mac, y echó a correr tras ella. Zor no tuvo más remedio que acompañarle.

Cosa los guio hasta un pequeño cuarto donde el ambiente era considerablemente más fresco. En los estantes que forraban las paredes se apelotonaban sangrientos pedazos de carne de diversos tamaños. Cosa estaba amontonando entre sus brazos todos los que podía.

—La comida para los engendros —asintió Mac, dejando escapar una serie de carcajadas histéricas—. Muy inteligente, muchacha.

Los dos ayudaron a Cosa a cargar con la carne, que fueron lanzando después al interior de las jaulas. Los engendros no tardaron en abalanzarse sobre la comida para devorarla con voracidad, perdiendo momentáneamente el interés por los intrusos.

—Bien —dijo Mac, satisfecho—. Ahora que están tranquilos es el momento de pensar cómo escapar de aquí. La salida, si no recuerdo mal, estaba arriba del todo, de modo que tenemos que volver por donde hemos venido y seguir subiendo hasta el nivel superior.

—¿Y qué pasará con Cosa? —preguntó Zor, preocupado. El Loco Mac siguió la dirección de su mirada y descubrió que Cosa había entrado en una de las jaulas, la que permanecía abierta, se había acuclillado sobre la paja y mordisqueaba un pedazo de carne sanguinolento. Se balanceaba sobre sus talones y emitía un ronco sonido, como un ronroneo de felicidad.

—No podemos dejarla aquí —dijo Mac.

—Pero éste es su hogar. Ha vuelto a casa por fin. No ha dejado de hablarme de la Cueva Seca desde el día que la conocí, y creo que si volviéramos a alejarla de aquí la haríamos muy desgraciada.

Mac negó con la cabeza.

—Si nadie la reconoce, la encerrarán como a un engendro cualquiera, y la tratarán como a tal. Y si se acuerdan de ella, descubrirán que se ha fugado de Gorlian y deducirán que no lo ha hecho sola. No; tenemos que llevarla con nosotros.

—Mira… no sé mucho del mundo exterior, pero por lo poco que me has contado creo que, fuera de estos túneles, Cosa no sería muy bien recibida. ¿Me equivoco?

Mac no respondió.

—¿Qué vida la espera lejos de su Cueva Seca? —insistió Zor—. ¿Será mejor que la que ha tenido aquí? ¿La aceptarán las otras personas?

—No —reconoció Mac—. La gente la mirará con miedo y repugnancia, y habrá quien quiera sacrificarla sólo a causa de su aspecto. Pero me siento responsable porque Cosa es una creación de la secta a la que yo pertenecía. Nunca tratamos bien a los engendros, y quiero asegurarme de que con ella va a ser diferente. Si la llevamos con nosotros, me encargaré de cuidarla y de protegerla. Si la abandonamos aquí…

—No es que quiera abandonarla —se apresuró a aclarar Zor—, pero está claro que éste es el lugar al que pertenece, y que lo ha echado de menos.

«Y yo sé bastante acerca de lo que se siente cuando se es diferente», pensó, pero no lo dijo.

—Quizá deberíamos… —empezó Mac, pero se interrumpió al ver que Cosa alzaba la cabeza, con los ojos muy abiertos, arrojaba los restos de carne a un lado y echaba a correr hacia ellos—. ¿Qué pasa, pequeña?

Cosa le cogió de la mano y tiró de él con urgencia.

—¡Ggggnnntte! ¡Gggnnnttte vvvvinnnne!

Mac y Zor cruzaron una mirada.

—Viene alguien —tradujo Zor, aunque no era necesario.

—Tenemos que salir de aquí —decidió Mac, pero Cosa negó vehementemente con la cabeza y lo arrastró tras ella—. ¿A dónde me llevas?

Cosa señaló la puerta abierta de la jaula.

—¿Quieres que nos metamos ahí dentro? —exclamó Zor, alarmado.

—No tenemos tiempo para discutir —atajó Mac, tirando de él.

Cosa los empujó hacia el sucio montón de paja que había al fondo de la celda y empezó a arrojarles por encima manojos mezclados con inmundicia.

—¡Oye! —protestó Zor, pero Mac lo hizo callar:

—No seas remilgado, chaval; sólo está intentando escondernos.

Zor recordó entonces que Cosa se las había arreglado para ocultarlo de Ruk y sus compañeros en la cabaña del viejo Dag, y decidió confiar en ella. Se zambulló en el montón de paja y desperdicios junto con Mac y permitió que Cosa los cubriese del todo. Dejó, sin embargo, un resquicio entre la paja para ver qué sucedía. Vio a su amiga ocultar un manojo de llaves en un rincón de la jaula y, acto seguido, cerrar la puerta ante ella, quedándose encerrada como si fuese un engendro cualquiera. Suponiendo que aquéllas fueran las llaves que abrían las celdas, la maniobra de Cosa era muy inteligente. Con suerte, los intrusos no se fijarían en ella y la tomarían por un engendro más…

El muchacho, sin embargo, no tuvo tiempo de seguir reflexionando sobre ello. Vio que Cosa revolvía un poco más la paja para ocultarlos mejor y después se inclinaba sobre lo que quedaba de su trozo de carne, dando la espalda a la puerta y tratando de pasar desapercibida.

Y en aquel momento alguien entró en el bestiario. Lo supieron porque todos los engendros se pusieron a gruñir y aullar a la vez. Zor los oyó golpearse contra los barrotes de sus jaulas, en un ciego e inútil intento de alcanzar a los intrusos. Cosa, sin embargo, seguía acurrucada sobre sí misma, temblando, y el chico deseó que nadie se diera cuenta de ello.

Atisbo por el pequeño hueco que había dejado entre la paja, y pudo distinguir tres figuras merodeando por el bestiario. Dos de ellas eran altas y majestuosas, y la tercera, pequeña y casi escuálida. Pero estaban demasiado lejos como para que pudiera distinguir algo más.

—Jamás imaginé que pudiera existir algo así —dijo uno de los intrusos; su voz era profunda y sonora al mismo tiempo; tenía un timbre ultraterreno que sobrecogió a Zor y, de alguna forma, lo llenó de una extraña nostalgia—. ¿Qué han hecho?

Le respondió una segunda voz, esta vez femenina. También tenía aquel bello tono sobrehumano, pero estaba teñido de dureza y acritud:

—Gorlian está repleto de ellos. Todos igual de espantosos. Es lo que más odiaba de ese horrible lugar; maté a decenas de ellos, pero siempre aparecían más.

¡Gorlian! El corazón de Zor latió con más fuerza. ¿Quería decir aquello que se trataba de una reclusa fugada, como ellos tres?

—Allí son una auténtica plaga —continuó ella—, y deberíamos acabar con todos éstos cuanto antes. Es lo único que merecen.

Zor vio que Cosa se echaba a temblar, y temió que aquella feroz desconocida cumpliese su amenaza. Para su alivio, la primera voz replicó:

—No tenemos tiempo ahora, y, de todos modos, ellos no tienen la culpa de ser como son.

Zor había temido a los engendros toda su vida, pero en aquel punto estaba de acuerdo con el desconocido, y más después de conocer la historia de Mac. No, los engendros no tenían la culpa de ser así, porque los habían fabricado así. Eran fruto de los experimentos de unos hombres crueles que jugaban a ser dioses y se dedicaban a llenar su mundo de criaturas desdichadas que no odiaban a los humanos mucho más de lo que se odiaban a sí mismas. Si bien su creación había sido un desatino, también Cosa tenía el mismo origen. Y ella nunca había hecho daño a nadie.

Sin embargo, la segunda intrusa no parecía estar de acuerdo.

—Pero no deberían existir —afirmó—. Lo mejor que se puede hacer con un engendro es cortarle la cabeza. Sin titubeos, sin compasión, sin preguntar siquiera. Ésa es la ley de Gorlian.

Zor tragó saliva. Sus palabras la señalaban como una mujer cruel y despiadada, así que quizá fuera aquella horrible reina Marla de quien todo el mundo hablaba. Después de todo, Shalorak había dicho que ella estaba allí, en la Fortaleza.

Una tercera persona, otra mujer, intervino en la conversación, para observar, con cierto sarcasmo:

—Sin preguntar siquiera. Muy noble por tu parte. ¿Se te ha ocurrido pensar que quizá no todos los engendros sean como tú los pintas?

Zor asintió internamente, aprobando su actitud. Y estaba seguro de que Cosa, que escuchaba la conversación sin perder detalle, estaría de acuerdo también.

—No conocí a ninguno que fuera diferente y, de todas formas, míralos, Marla —Zor parpadeó con sorpresa; era la mujer despiadada quien había llamado «Marla» a su compañera, más compasiva. ¿Cómo era posible?—. Atrévete a observarlos detenidamente por una vez en tu vida y compáralos con las criaturas del mundo natural. Son grotescos, estúpidos, sin un ápice de belleza ni de bondad…

Zor vio que Cosa se encogía con cada palabra que salía de los labios de aquella mujer malvada, y sintió que la ira crecía en su interior. Tuvo que contenerse para no salir de su escondite a consolar a su amiga y decirle cuatro cosas a la desconocida del corazón de piedra. Se dio cuenta entonces de que ésta había dejado de hablar de pronto, y prestó atención, intuyendo algún peligro.

Y entonces la vio con claridad. Se había detenido frente a su jaula y observaba a Cosa con suspicacia. Ella seguía temblando, hecha un ovillo, dándole la espalda, y Zor comprendió que lo que había llamado la atención de la intrusa era, justamente, aquel comportamiento sumiso frente a la furia que mostraban los demás engendros. Zor se sintió satisfecho de que aquella engreída mujer tuviera que tragarse sus palabras, a pesar de que comprendió que la actitud de Cosa los ponía en peligro a todos. Con el corazón latiéndole con violencia, espió por entre las briznas de paja para verla mejor.

Y se quedó sin aliento.

Tal y como había sospechado, el rostro de la desconocida, aunque bello y en apariencia sereno, mostraba una expresión dura como el acero, y también su mirada se le antojó de una frialdad casi inhumana. Su indómita cabellera negra, que llevaba suelta sobre los hombros, le daba una cierta apariencia fiera y salvaje. En definitiva, no parecía el tipo de persona en quien pudiera confiar.

Pero lo que casi hizo que se detuviera su corazón de la impresión fue detectar, con claridad, las dos grandes alas blancas que pendían a su espalda.

Alas como las suyas.

Una mujer con alas. Un ángel. ¿Podría ser…?

Pero, en aquel momento, Cosa interrumpió el curso de sus pensamientos, al volverse con brusquedad hacia la extraña y lanzarse contra los barrotes con brutal violencia y un grito salvaje que imitaba a la perfección los de los otros engendros. La mujer alada se apartó de la jaula, con un evidente gesto de aversión y desprecio, y Zor la odió por ello, porque, por muy ángel que fuese, no había sabido ver la bondad oculta tras la pantomima de Cosa.

Entonces el primer intruso entró en el campo de visión de Zor, y éste descubrió que era un hombre alto e imponente, de piel negra como el azabache y un par de majestuosas alas a su espalda, más blancas y airosas que las de su compañera. La tocó en el hombro y dijo solamente, confirmando los peores temores de Zor:

—Tenemos que irnos, Ahriel.

Y Ahriel, el ángel, la Reina de la Ciénaga, la Señora de Gorlian, quien posiblemente fuese la madre de Zor, se separó de la jaula de Cosa y le dirigió una última mirada de repugnancia antes de reunirse con sus compañeros.

El joven se quedó temblando en su escondite hasta mucho después de que los tres hubiesen dejado atrás el bestiario y los engendros se hubiesen calmado. Entonces Mac lo sacó a rastras del montón de paja y lo sacudió para obligarlo a volver a la realidad. Zor fue vagamente consciente de que Cosa había recuperado las llaves y manipulaba con ellas la cerradura de la celda.

—Vámonos —dijo Mac cuando la puerta se abrió de nuevo ante ellos.

Pero Zor lo aferró con fuerza.

—¡Espera! Necesito saberlo. Dime, ¿era ella?

—¿Quién?

—Lo sabes perfectamente. Era ella, ¿verdad?

—Sí, era la reina Marla. No me sorprende que siga rondando por aquí, si quieres que te diga la verdad. Y, además, ya nos habíamos enterado por Shalorak.

—¡No me refiero a Marla! —casi gritó Zor—. ¡Maldita sea! Sabes de qué te estoy hablando, ¿por qué te haces el loco?

—Porque lo soy —replicó Mac, con una risita desquiciada.

—Sólo cuando te conviene —le espetó Zor, enfadado—. ¿Crees que soy tonto? Marla ha venido con dos ángeles, ¿verdad? Y a uno de ellos, a la mujer, la han llamado Ahriel. ¿Es ella la Reina de la Ciénaga? ¿La que se supone que es mi madre? —como Mac no respondió, Zor lo sacudió, cada vez más frustrado—. ¿Por qué no respondes a mis preguntas?

—Porque no te van a gustar las respuestas —Mac se volvió hacia él; lanzó una serie de carcajadas y luego se controló para añadir, más serio—. Mira, he intentado no remover el lodo, y si fueses mínimamente inteligente habrías captado las indirectas y lo habrías dejado correr. ¿Quieres respuestas a tus preguntas? Bien, pues allá van: sí, sí, sí… y sí. ¿Contento?

Un largo y pesado silencio cayó entre los dos. Finalmente, Zor bajó la mirada, con los ojos llenos de lágrimas. Mac dejó de prestarle atención para inclinarse junto a Cosa.

—Escúchame, pequeña —le dijo con dulzura—, no sé lo que está pasando aquí, pero no creo que éste vuelva a ser un lugar acogedor para ti. Si te quedas, serás una esclava toda tu vida y, honestamente, no creo que sea una vida muy larga. Tú no eres como ellos —añadió, señalando a los otros engendros, que se removían en sus jaulas—. No importa lo que otras personas digan: eres buena y lista, y tienes un alma demasiado hermosa como para vivir entre estos engendros y los humanos que los crearon. Si confías en mí, nos marcharemos juntos, iremos a un lugar donde nadie te moleste y te prometo que siempre cuidaré de ti y que nunca más volverás a estar sola. ¿Me comprendes?

Ella asintió, con los ojos húmedos.

—Bien, ¿qué me dices?

Por toda respuesta, Cosa le cogió la mano y, como solía hacer, se la cubrió de besos. Mac sonrió.

—Tendremos que trabajar esto un poco —dijo—. Te han enseñado a comportarte de forma servil con los humanos, como si no fueses digna de mirarlos a la cara. Yo te llevaré conmigo en calidad de amiga y no de esclava. Y espero que algún día… —se interrumpió cuando Cosa lo soltó con brusquedad y se lanzó en una loca carrera a través del bestiario, ignorándolo por completo y dejándolo atrás—. ¿Pero qué…?

Se dio cuenta entonces de que Zor había salido corriendo hacia el corazón de la Fortaleza, siguiendo a los dos ángeles y a la reina Marla, llevado por alguna clase de ciego impulso nacido del dolor y la decepción. Sin duda, no había sido capaz de encajar que Ahriel, la madre a la que nunca había llegado a conocer, no sólo fuera la sanguinaria Reina de la Ciénaga, sino que, además, se tratase de una persona tan cruel e insensible que, por añadidura, se había aliado con la malvada Marla que era objeto de las maldiciones de todos los presos de Gorlian. Quizá no fuese capaz de creerlo, quizá quería preguntar a Ahriel al respecto, o quizá sólo sentía alguna especie de curiosidad insana y masoquista, Mac no lo sabía. Pero el caso era que corría hacia su perdición, y Cosa iba tras él, tratando de detenerlo.

Mac lanzó una sonora maldición y luego estalló en una salva de nerviosas risotadas. Cuando logró controlarse, siguió a la atolondrada pareja, refunfuñando:

—… Y luego dicen que el loco soy yo…

Zor se detuvo de pronto y se ocultó tras un saliente de la pared, justo antes de llegar a la escalera. La reina Marla y los dos ángeles habían descendido por ella hacía rato, pero el chico tuvo la sensación irracional de que Ahriel había echado un vistazo a su espalda, intuyendo que los seguían. Permaneció en su escondite hasta que sus voces se apagaron del todo. Entonces resbaló hasta el suelo, apoyó la espalda en la pared, hundió la cara entre las manos y se echó a llorar sin poder evitarlo. Sabía que debía esconderse, que podían encontrarlo en cualquier momento, pero no le importaba. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano, furioso consigo mismo. «¿Qué me pasa?», se reprochó. «Sabía que la Reina de la Ciénaga era una mujer peligrosa e insensible, incluso malvada, así que, ¿de qué me sorprendo? El hecho de que puede que sea mi madre no cambia nada. Y, de todos modos, ¿quién necesita una madre? He pasado toda mi vida sin ella y no la he echado de menos; y está claro que ella tampoco me necesita a mí, puesto que me abandonó en Gorlian». Pero la odiaba, y se sintió molesto por eso. Debería resultarle indiferente. No debería importarle lo más mínimo quién era o qué hacía. No tenía nada que ver con él.

Y, sin embargo…

Habían sido las historias de Mac, comprendió. Él le había hablado de la protectora de la reina Marla, de cómo los ángeles luchaban por la justicia y defendían a los débiles, y de cómo Ahriel había sido traicionada por su pupila y arrojada al cruel Gorlian con las alas atadas. Allí había conocido a un humano por quien debía de haber sentido algo, puesto que vengó su muerte con gran ferocidad. Todo ello, las pérdidas, las traiciones, el despiadado mundo de Gorlian, podría haber bastado para justificar que el corazón de Ahriel se endureciera más de lo que era habitual en un ángel, y quizá, sólo quizá, existía la posibilidad de que hubiese una explicación al hecho de que abandonara a su propio hijo a su suerte. Tal vez Ahriel fuera tan sólo una criatura de fondo bondadoso a quien las circunstancias de la vida habían obligado a tomar una serie de decisiones difíciles; o, al menos, comprendió Zor, eso había querido creer cuando empezó a asimilar que la Reina de la Ciénaga podía ser su madre. Por eso le había dolido tanto descubrir la verdad: que Ahriel era indudablemente tan desalmada como se decía. La clase de persona que mataría a Cosa sin mediar palabra sólo por ser un engendro. La clase de mujer que abandona a su hijo en medio de un cenagal. La clase de reina que deja atrás a los suyos y se alia con el enemigo de aquellos a quienes supuestamente debía proteger. Ésa era su madre.

Inmerso en sus sombríos pensamientos, Zor no se dio cuenta de que Cosa lo había alcanzado hasta que sintió su mano sobre su hombro. Alzó la cabeza, sobresaltado.

—Nnnnu tttisttte —trató de consolarlo ella.

Zor contempló su rostro deforme, su gesto de ansiosa preocupación, sus enormes ojos disparejos y el destello de callado sufrimiento que anidaba en el fondo de su mirada. Y se sintió estúpido y egoísta por creer que sus problemas eran importantes, por llorar por alguien que jamás le había dado motivos para quererla, cuando la pobre Cosa, cuya existencia era mucho más miserable que la suya, no se había quejado jamás.

Sonrió débilmente.

—Tranquila, Cosa, se me pasará. Es sólo un desahogo.

—Ah, estás aquí, chaval —dijo la voz del Loco Mac, y Zor levantó la mirada para verlo llegar—. En serio, tenemos que irnos. Aquí se está preparando una gorda, y será mejor que no nos pille a nosotros en medio.

—¿A qué te refieres? —inquirió Zor, intrigado.

—Bueno, no sé si te habías dado cuenta, pero creo los ángeles no deberían estar aquí. Recuerda lo que hablaban esos dos sectarios: tenían que prepararse para defenderse de ellos.

Una luz de esperanza renació en el corazón de Zor. Trató de reprimirla, pero el recuerdo de la conversación entre Shalorak y su demonio le otorgó más fuerza:

—¡Han venido a buscar Gorlian! —exclamó, poniéndose en pie de un salto—. Se lo oí decir a Shalorak. Por eso sacó la esfera del trastero, para que ellos no la encontraran.

Mac lo miró casi con lástima.

—Vienen con Marla, Zor —le recordó—. Y Marla es nuestra enemiga, no lo olvides. Me parece mucho más probable que estemos asistiendo a una lucha de poder entre dos de los discípulos de Fentark, que tratan de hacerse con el control de la Hermandad ahora que él no está. Puede que incluso Marla sacase a Ahriel de Gorlian con la condición de que la ayudara a derrotar a Shalorak.

Zor frunció el ceño.

«… si algo sale mal», había dicho el demonio, «encontraré la manera de vengarme, y será Marla quien pagará. Recuérdalo». Y había sonado más como una amenaza que como una promesa.

—Yo no creo que esos dos sean enemigos —dijo—. Más bien diría que son todo lo contrario. Yo creo que Shalorak estaba esperando a Marla con impaciencia, pero a los ángeles no quiere ni verlos. Se oculta de ellos y finge no estar en casa, y habló de defenderse si fuera necesario.

Mac lo obsequió con una serie de risotadas dementes.

—Bueno, ¿y qué prueba todo eso? —se impacientó—. Puede que no seas aún consciente de ello, chaval, pero estamos en un lugar muy peligroso, y para mayor desgracia hemos venido a parar aquí justo al mismo tiempo que Marla y Ahriel. Cualquiera de esos dos nombres debería hacer que mojaras los pantalones de puro miedo, pero si además tienes en cuenta que hay engendros, demonios y expertos en magia negra… Mira, jamás pensé que diría esto, pero ahora mismo, la Fortaleza es un sitio aún más peligroso que Gorlian. Déjalos que se peleen y que se maten, si quieren; pero nosotros deberíamos estar muy lejos de aquí cuando se enfrenten.

—¡Pero es que no lo entiendes! Quizá Ahriel no está aliada con esos magos negros, después de todo. Han venido a buscar la esfera de Gorlian, Mac. Tenía intención de rescatarnos.

—¿Tú crees? ¿Y por qué estaba con Marla, entonces?

—Quizá… quizá la necesitara a ella para algo… para encontrar la esfera, por ejemplo.

—Te recuerdo que Ahriel también escapó de Gorlian. Debía de saber muy bien dónde encontrar esa condenada bola de cristal. Déjalo, muchacho, en serio: esto no puede ser bueno para ti. Acepta de una vez que el corazón de tu madre se ha vuelto duro como el acero y negro como el carbón, asúmelo, dale la espalda y serás más feliz. Y créeme, yo no le reprocho a Ahriel que haya cambiado tanto. Sé lo que Gorlian puede hacerle a una persona, incluso a la más bienintencionada. Sobre todo a las más bienintencionadas —añadió, con una estridente carcajada.

Zor sacudió la cabeza.

—Marchaos vosotros si queréis, pero yo necesito averiguar algo más, descubrir qué está haciendo mi madre aquí. Si no lo hago, me quedaré siempre con la duda.

—¿No te ha bastado con oírla hablar en el bestiario para saber qué clase de persona es?

Zor calló un momento. Mac había puesto el dedo en la llaga: las duras palabras del ángel le habían dolido más de lo que quería admitir. Y también habían hecho mucho daño a Cosa, Zor lo sabía. Colocó una mano tranquilizadora sobre el brazo del engendro, ofreciéndole su apoyo, antes de replicar:

—Hablaba de los engendros en general, Mac. Reconoce que muchos en Gorlian piensan como ella. Y, además, no conoce a Cosa. Estoy seguro de que si tuviera la oportunidad…

—No se la va a dar, ya lo sabes —cortó él—. La mataría antes de que tuvieses tiempo de explicarle que ella es diferente. Además, Ahriel sabe de sobra que existen engendros inteligentes. El Rey de la Ciénaga, al que ella asesinó para ocupar su lugar, era uno de ellos. Ya te lo conté, ¿no?

Zor se había quedado mudo de la impresión. Sabía que Ahriel, en su sangrienta represalia por la muerte de su compañero, había matado al Rey de la Ciénaga. También recordó en aquel momento que Mac le había contado que uno de los engendros inteligentes de Fentark había llegado a ocupar aquel puesto, pero no lo había creído del todo entonces y, además, tampoco se le había ocurrido relacionar ambos hechos.

—Entonces, será mejor que te marches tú con Cosa —acertó a farfullar—. Sólo por si acaso. Pero yo tengo que saber qué está pasando exactamente.

Mac suspiró. Después miró sucesivamente a Zor y a Cosa y volvió a suspirar.

—Bueno —dijo por fin—. ¿Tú qué dices, pequeña?

Cosa se colgó del brazo de Zor, posesivamente, y declaró:

—Nnnnu sssolu. Mmmiggu.

El Loco Mac se rascó la cabeza.

—Bueno —repitió, sin poder reprimir una serie de risotadas nerviosas—. No me quedará más remedio que acompañaros para que no os metáis en líos. Pero esto es un suicidio, Zor, te lo advierto.

—Iremos con cuidado —le prometió el chico—. Vamos, deprisa; nos llevan mucha ventaja.

Bajaron por las escaleras y llegaron al nivel inmediatamente inferior sin encontrarse con nadie. Una inquietante calma sobrenatural lo envolvía todo y, casi sin darse cuenta, se pegaron más unos a otros. Recorrieron el pasillo, con precaución, pero todo parecía estar desierto.

—Habrán ido directamente a esa Sala de las Grandes Invocaciones —susurró Mac—. Creo que no existía cuando yo formaba parte de la Hermandad, pero abajo del todo había un gran salón de reuniones que pueden haber reconvertido para tal fin. No se me ocurre ninguna otra habitación lo bastante grande como para reunir a un montón de gente.

Descendieron por la que Mac les aseguró que era la última escalera. Desembocaron en una antecámara circular, al fondo de la cual había una gran puerta de madera esculpida con docenas de figuras de diversos demonios y diablillos.

—Esto no estaba aquí antes —murmuró Mac—. Oh, vamos, Zor —le reprochó, al ver que retrocedía un par de pasos, asustado—. No son más que tallas.

—No son las tallas. Hay algo malvado al otro lado de esa puerta, ¿no lo notas?

Con sumo cuidado, los dos se apoyaron contra la puerta para tratar de escuchar lo que sucedía al otro lado. Pero no oyeron nada.

Zor se apartó un poco, decepcionado, y buscó una manera de abrir la puerta. Mac lo detuvo cuando estaba a punto de mover el picaporte.

—¿Qué haces, loco? —dijo, tratando de contenerse para no dejar escapar una risita histérica—. ¿Quieres que nos descubran? Si no me equivoco, están todos al otro lado, chaval: los magos, los ángeles, Marla…

—¿Entonces…?

—¡Calla! —susurró Mac—. Pasa algo ahí dentro.

Los dos volvieron a pegar la oreja a la puerta, pero sólo obtuvieron un tenso silencio.

—Qué raro —murmuró Mac—. Habría jurado que…

—¡Vete! —se oyó de pronto la voz del ángel de piel oscura. Zor reaccionó deprisa. Tiró de Mac hacia atrás y lo apartó de la puerta un instante antes de que ésta se abriera de golpe. Los tres amigos quedaron ocultos tras ella y contemplaron, conteniendo el aliento, cómo Ahriel salía disparada de la sala, desplegaba las alas y echaba a volar escaleras arriba, casi pegada al techo. Fue tan sólo un instante, pero Zor habría jurado que había lágrimas corriendo por sus mejillas.

Sin embargo, no tuvo tiempo de pensar en ello, porque la voz del demonio retumbó en las mentes de todos:

«Y ahora, ¿vais a matar al ángel de una vez?».

Mac y Zor cruzaron una mirada.

—¡No tiene ninguna oportunidad! —dijo el muchacho, extrayendo su cuchillo del cinto.

—¡Para, loco! ¿A dónde crees que vas?

Pero Zor ya se precipitaba en el interior de la sala.

Se detuvo de golpe, intimidado, cuando vio lo que le esperaba allí.

Tres encapuchados, vestidos de riguroso negro, entonaban una siniestra salmodia reunidos en torno a un enorme demonio que flotaba en medio de una extraña niebla roja. Sus contornos parecían algo difuminados, como si fuese un fantasma, pero Zor estaba seguro de que se trataba del mismo demonio que había visto antes, hablando con Shalorak.

Y allí estaba el propio Shalorak, delante de una joven pelirroja, pálida y demacrada, y tan desaliñada como si acabase de escapar de Gorlian. Había extendido un brazo por delante de ella, en ademán protector, y con el otro señalaba al ángel de piel negra, que parecía haber quedado congelado, como una estatua de obsidiana, en mitad de un gesto ofensivo, levantando la espada por encima de la cabeza. Pero también la sonrisa malvada de Shalorak se heló en sus labios cuando vio a Zor entrar de pronto en la sala. Por un brevísimo instante, los dos se miraron; el medio ángel, tratando de decidir cuál sería su siguiente paso, y arrepintiéndose ya de haberse precipitado; el hechicero, intentando adivinar a qué se debía la presencia de aquel intruso.

—¿Quién…? —empezó Shalorak, pero no pudo terminar. En aquel preciso momento, Cosa entró corriendo en la sala y se abalanzó sobre él para arrojarlo al suelo, sin darle tiempo a reaccionar. Los dos rodaron por tierra, en un confuso revoltijo de brazos, piernas y pliegues de túnica negra. Los otros acólitos callaron, sorprendidos.

«¡No interrumpáis el ritual!», bramó el demonio. Trató de abalanzarse sobre Zor, pero éste comprobó, aliviado, que el mágico óvalo que relucía a su alrededor parecía contenerlo, puesto que no fue capaz de avanzar más allá. Los sectarios reanudaron su letanía.

Shalorak también se repuso. Zor no pudo ver lo que hacía, pero de pronto Cosa chilló, y algo la lanzó con violencia hacia atrás, arrojándola contra el medio ángel. Éste trató de frenarla, y ambos cayeron de espaldas al suelo. Cuando Zor volvió a mirar, Shalorak ya se había levantado. Su negra capucha había caído hacia atrás, y su cabello rubio estaba alborotado. Sus ojos relucían, llenos de ira.

—¿Cómo os atrevéis?

—Vaya, vaya, muy interesante —dijo entonces la joven pelirroja—. Son presos de Gorlian. Unos presos muy peculiares, además.

Shalorak contempló, desconcertado, los restos de lo que parecía haber sido una bola de cristal, a los pies de su compañera.

—Oh, no, no ha sido por esto —dijo ella, al advertir la dirección de su mirada—. Han venido de fuera. Han tenido que haberse escapado antes. Y me gustaría saber cómo —añadió, lanzándole una mirada incendiaria.

«Tiene que ser Marla», comprendió Zor, de pronto. «Encomendó a Shalorak el cuidado y la vigilancia de la esfera…».

Un gemido de Cosa lo distrajo de sus pensamientos. Ella yacía entre sus brazos, con una extraña herida humeante en el pecho, y Zor advirtió, alarmado, que nunca antes la había visto tan pálida.

—¿Qué le has hecho? —exigió saber, pero Shalorak no respondió. Había clavado la mirada en Cosa, y la contemplaba, con los ojos entornados y una curiosa expresión de miedo y odio pintada en su rostro.

—Mira por dónde —sonrió Marla—. Has escapado por los pelos, pequeño bastardo. ¿Eres consciente de que, si te hubieses quedado en Gorlian apenas unos días más, habrías muerto con todos los demás?

—¿Qué quieres decir? —Zor dirigió la mirada, involuntariamente, hacia los cristales que había a los pies de Marla, y una horrible sospecha le oprimió el corazón—. ¿No habrás…?

—Basta ya de juegos —cortó Shalorak, irritado—. Hemos hablado ya demasiado, mi señora. Las puertas están a punto de abrirse. Si dais vuestro permiso, eliminaré a todos los intrusos de una vez por todas.

«Ya era hora», sonó la voz del demonio, con un tono entre molesto y aburrido. Su cola batía el aire con impaciencia.

—Espera, Shalorak —lo detuvo Marla—. Acaba con el ángel y con el engendro, pero el bastardo debe permanecer con vida —sus ojos relucieron, divertidos—. ¿Eres consciente de que Ahriel se nos ha escapado, y de que podremos mantenerla controlada si lo tenemos a él?

«Déjate de juegos, Marla», dijo el demonio. «Matadlos a todos. Inmediatamente».

Ella se volvió hacia la criatura, consternada.

—Pero…

«Es una orden», bramó el demonio, y los dos humanos se encogieron de miedo.

—Como gustes, Furlaag —murmuró Shalorak; miró a Marla, y ella asintió brevemente.

Zor llevaba ya un buen rato arrepintiéndose de haber irrumpido en aquella sala sin pensar en las consecuencias, pero en aquel momento supo que todo estaba perdido. Había tenido la esperanza de que el ángel lo ayudara; sin embargo, éste seguía paralizado, sin mover un solo músculo, como si ya no fuese una persona de carne y hueso, sino una estatua inanimada. Bajó la mirada para contemplar a Cosa. La horrible herida que Shalorak le había infligido no tenía buen aspecto. Apretó los dientes, furioso consigo mismo y con el mundo en general. ¿Cómo podía enfrentarse a alguien que utilizaba trucos tan sucios? ¿Era aquélla la «magia negra» que dominaban los miembros de la secta? Si era así…

Levantó la cabeza para contemplar a Shalorak. El joven sectario había alzado los brazos, y sus manos brillaban con un leve resplandor azulado. Sus ojos relucían de forma siniestra. Cosa gimió bajito, y murmuró algo que sonó como:

—… rmmmannu…

Y Zor la abrazó con fuerza y cerró los ojos. «Es el fin», pensó. Había sobrevivido durante años en Gorlian, pero nadie le había enseñado las reglas del mundo real, y éste iba a acabar con él al primer asalto. Oyó un leve zumbido cuando Shalorak lanzó su magia contra ellos.

Sin embargo, la muerte no llegó. Zor notó que algo relucía intensamente a su alrededor, escuchó el grito de rabia de Shalorak, y abrió los ojos con precaución.

—Hablando de encuentros interesantes —dijo tras ellos la inconfundible voz del Loco Mac—. ¿No me has echado de menos, querida Marla?

—¡Tú…! —exclamó Marla al reconocerlo, y Zor creyó distinguir un punto dé miedo en su voz—. ¡Se suponía que estabas muerto!

—¿Muerto? ¿Muerto? —repitió el Loco Mac, con voz chillona—. ¿Te parezco muerto ahora, bruja traidora? ¡Pronto vas a saber tú lo que es estar muerta!

Entonces, con un rugido de ira, la estatua que era el alto ángel negro cobró vida de pronto y descargó su espada contra Marla. Shalorak tuvo el tiempo justo de apartarla de un tirón e interponerse entre ambos. Zor lo vio alzar los brazos y esperó que el próximo golpe lo matara sin remisión, pero la espada del ángel chocó contra un escudo invisible, y éste no tuvo más remedio que recular.

—¡Déjalo! —le gritó Mac—. ¡Tenemos que irnos de aquí mientras podamos!

—¡Nunca! —bramó el ángel, volviéndose de nuevo contra Shalorak—. ¡Hemos de impedir que abran la puerta!

Entonces, súbitamente, la luz rojiza que emergía del óvalo mágico se hizo más intensa, y el demonio atrapado en su interior lanzó un aullido de triunfo. Las voces de los tres acólitos se apagaron, y ellos cayeron al suelo, desvanecidos, o acaso muertos. El demonio rugió otra vez, extendió los brazos a ambos lados y el círculo luminoso se deshizo. Zor advirtió, aterrado, que los contornos de la criatura estaban ya totalmente definidos.

—Demasiado tarde —murmuró Mac, y se rio como un loco, sin poderlo evitar.

—Por fin —dijo Furlaag, con una sonrisa llena de dientes; y su voz sonó en sus oídos, y no sólo dentro de su cabeza—. Por fin somos libres.

El demonio dio un paso adelante y cayó suavemente al suelo. Sus pies se posaron sobre las baldosas de piedra.

Estaba allí. Furlaag había llegado a la dimensión de los humanos.

Y, tras él, millones de demonios aguardaban su turno.