Rarmac
El sol salió sobre Gorlian, y volvió a ponerse, y emergió nuevamente por el horizonte, sobre las brumas de la Ciénaga, y en todo aquel tiempo Zor no se movió de su refugio, una grieta al pie de la montaña, ni siquiera para buscar comida. Cosa le trajo algunos alimentos, pero el muchacho los masticó con desgana y apenas pudo tragarlos.
Sospechaba que, tarde o temprano, Gon y los demás los alcanzarían. Debían partir cuanto antes, regresar al Desierto, buscar un escondite en el que aquellos matones no llegaran a encontrarlos. Pero no se sentía con fuerzas para seguir huyendo.
Por fin conocía su verdadera historia, aquella que su abuelo, el viejo Dag, le había ocultado durante tanto tiempo. Sin embargo, aquellas respuestas sólo le habían proporcionado nuevas preguntas.
La tiránica Reina de la Ciénaga, de quien tantas historias terroríficas había oído contar, era en realidad una criatura con alas, como él. Sólo que, en su caso, alguien se las había atado —Zor se estremecía de horror sólo de pensarlo—, impidiéndole volar.
Existía la posibilidad de que aquella misteriosa reina alada fuese en realidad su madre. Eso explicaría por qué su abuelo le había ordenado que fuese a hablar con ella, pero no por qué había insistido tanto en mantenerlos separados, ni tampoco por qué ella lo había abandonado cuando tan sólo era un bebé. Si no lo había querido entonces, no había ninguna razón para que estuviese interesada en él ahora. Quizá ella, pensó, esperanzado, se lo había entregado a Dag para protegerlo… y por eso el anciano había fingido su propia muerte y abandonado su casa, por eso le había enseñado a mantenerse alejado de los desconocidos y a ocultar sus alas. Para que nadie lo reconociera.
Pero aquello tampoco tenía sentido. Según se decía, la Reina de la Ciénaga era fuerte, muy fuerte; tanto, que había subyugado a todos los habitantes de Gorlian, y hasta los hombres como Gon la obedecían. Nadie habría podido protegerlo mejor que ella misma.
Pero lo había abandonado.
Zor comprendió que necesitaba verla cara a cara, averiguar si era cierto que se trataba de su madre y, en tal caso, preguntarle por qué le había dado la espalda.
Pero, por lo que parecía, la Reina de la Ciénaga se había marchado. ¿A dónde? Gorlian no era tan grande. Si la hubiesen buscado con empeño, la habrían encontrado. A no ser, claro, que existiese algo más allá de Gorlian. Cosa así lo afirmaba, y hasta su abuelo lo había insinuado en su lecho de muerte.
Sacudió la cabeza. Él mismo había contemplado los límites del mundo y sabía que era imposible traspasarlos. Su abuelo le había dicho que el Muro de Cristal rodeaba todo Gorlian y que no había un solo resquicio por el que escapar.
Pero ella se había marchado.
¿Tal vez… volando?
—No sé qué hacer —le confió a Cosa, cuando ella volvió, al caer la tarde—. Mi abuelo me ordenó antes de morir que buscara a la Reina de la Ciénaga; y lo obedecí, de mala gana. Y, ahora que deseo de corazón encontrarla, a pesar de todas las historias que cuentan de ella, resulta que se ha ido y no sé por dónde empezar a buscarla.
Cosa se encogió de hombros, pero no respondió.
—¿A dónde podría haber ido? —se preguntó Zor—. Ella era la dueña y señora de este lugar. Si es cierto que hay algo más allá de los límites de Gorlian, sin duda tiene que valer la pena, o, de lo contrario, no se habría marchado. Pero la Cueva Seca de la que me hablaste no parece mucho mejor que Gorlian.
—Ccuvvva mmmijjor —le aseguró Cosa—. Ccuvvva Sssiccca. Rrmmannus nnncerradddus.
—Bueno, el Desierto también es un lugar seco —adujo el muchacho—. Y, aunque los eng… quiero decir, tus hermanos, están libres, por lo menos no hay muchos de ellos vagando por ahí —miró a su compañera con curiosidad—. Los has llamado «hermanos». A las demás criaturas, quiero decir —añadió, omitiendo deliberadamente el término «engendros»—. ¿Lo son realmente?
Cosa le dijo que sí, porque todos habían nacido en el mismo lugar, aunque eran muy diferentes. Y, pese a que a ella la apenaba verlos en jaulas, sabía que debía ser así, porque no sabían lo que hacían, y atacaban a todo el mundo sin pensarlo, y podían causar mucho daño.
Zor pensó entonces, de pronto, que tal vez la Reina de la Ciénaga hubiese ido a la Cueva Seca para averiguar más cosas acerca de los engendros y de aquellos Amos que los gobernaban. Si todos los engendros procedían del mismo sitio, ¿cómo habían ido a parar a Gorlian? ¿Se habían escapado de sus jaulas o los habían soltado allí deliberadamente? Estaba claro que, con la sola excepción de Cosa, todos los demás engendros eran un peligro para los habitantes humanos de Gorlian. «Si yo fuese Rey de la Ciénaga», reflexionó, «iría a investigar ese sitio donde nacen los engendros. Exigiría a los Amos que dejasen de soltarlos en Gorlian, o les ayudaría a capturarlos de nuevo, si es que se les han escapado». Y lo vio con claridad: naturalmente, la Reina de la Ciénaga había ido a la Cueva Seca. Si se había marchado de Gorlian, ¿en qué otro lugar podría estar?
—¿No recuerdas por dónde se iba a la Cueva Seca? —le preguntó a Cosa.
Ella sacudió la cabeza y le explicó que había viajado hasta Gorlian en sueños. Una noche se había acostado en su jergón, más cansada que de costumbre, y al despertar ya no se encontraba en la Cueva Seca, sino allí, al pie de las montañas. Al principio creyó que estaba soñando; cuando descubrió que seguía bien despierta, buscó a su Amo por todas partes, pero no lo encontró. Había tratado de regresar muchas veces, sin éxito. Incluso hoy, le confesó, muchos años después de su llegada a Gorlian, cerraba los ojos todas las noches con la esperanza de que, al despertar, se hallaría de nuevo en su hogar.
Pero hacía ya tiempo que había dejado de rondar por el lugar donde se había encontrado aquella primera vez, y por eso se mostró encantada ante la perspectiva de mostrárselo a Zor. Y, por la forma en que le brillaron los ojos cuando se lo dijo, el joven comprendió que aún no había perdido la esperanza de que su Amo regresara a buscarla.
Como Cosa no había conseguido encontrar el camino de vuelta a su hogar, Zor no esperaba que a él fuera a resultarle más sencillo. Sin embargo, tenía que verlo, tenía que intentarlo al menos. Además, por lo que ella le había dicho, el lugar se encontraba allí, en la Cordillera. No les costaría nada acercarse a echar un vistazo. Si no lograban llegar a la Cueva Seca, regresarían al Desierto, al menos hasta que Gon y los suyos se olvidasen de su presencia.
Así que al día siguiente, al amanecer, Zor desayunó con apetito por primera vez desde su accidentada huida, recogió sus cosas y se puso en marcha, con Cosa trotando alegremente ante él.
En la Cordillera vivía bastante gente. Personas que no soportaban la dura vida de la Ciénaga ni el inmenso vacío del Desierto, y que se ocultaban en las pocas cavernas que los humanos habían logrado arrebatar a los engendros. Por eso Zor se colocó su capa de repuesto, asegurándose de que le ocultaba bien las alas, y le dijo a Cosa que corriera a esconderse si tropezaban con alguien. Ella lo miró, socarrona; llevaba muchos años sin dejarse ver por nadie, y era experta en ocultarse, así que no hacía falta que aquel jovenzuelo se lo recordara.
Por suerte para ellos, sólo se encontraron con un pescador y con una artesana que ofrecía objetos de hueso y madera de árbol del fango, confeccionados por ella, a cambio de comida, pieles y cualquier otra cosa que necesitara. No había muchos comerciantes en Gorlian, pero, por lo que Zor sabía, habían proliferado en los últimos tiempos bajo el auspicio de la Reina de la Ciénaga, que los protegía. Zor habló con la mujer, y ésta le indicó una ruta segura que no cruzaba los dominios de ningún clan violento ni de ningún engendro de los grandes. El muchacho agradeció la información, y la utilizó, aunque eso supuso, para desencanto de Cosa, que tuvieron que dar un gran rodeo para llegar hasta su destino, que tardaron tres días en alcanzar.
Zor quedó bastante decepcionado. Durante todo el viaje, Cosa no había dejado de parlotear acerca del día en que había despertado en Gorlian. Para ella, que no comprendía cómo ni por qué había llegado hasta allí, aquel era un lugar mágico, místico, donde todo era posible; pero Zor no lo vio muy diferente al resto de la Cordillera: un paisaje yermo y pedregoso, donde el viento soplaba con furia, colándose por entre los retorcidos picachos de roca.
—¿Seguro que es aquí? —preguntó.
Cosa asintió con energía, y después echó a correr entre las rocas. Zor la siguió, esforzándose por encontrar en aquel lugar cualquier detalle que le indicase que allí existía alguna clase de puerta mágica capaz de conducirle lejos de Gorlian.
Pero no vio nada. Se detuvo un momento y alzó la cabeza para abarcar con la mirada los picos de las montañas. Se preguntó si la «Cueva Seca» de Cosa estaría en alguno de ellos. Ella había insistido en que aquel hogar que había perdido se hallaba muy lejos de allí, y que no estaba en Gorlian, pero quizá se equivocaba, y el lugar donde nacían los engendros no era más que una caverna escondida en la Cordillera. Tal vez sólo se podía llegar hasta ella volando, y por eso nadie la había alcanzado todavía. Nadie salvo, quizá, la Reina de la Ciénaga.
Aquélla que tal vez fuera su madre.
—¿Seguro que no recuerdas nada más? —le preguntó a Cosa, aún con la vista clavada en las alturas.
—Recuerdo muchas cosas —le respondió una voz chillona, sobresaltándolo—, pero no tantas como las que he olvidado, y las que no he olvidado las recuerdo de forma tan difusa que no estoy seguro de si las recuerdo o las he soñado.
Zor se volvió a todos lados, alerta. Descubrió entonces a un hombrecillo encaramado a una roca, que lo observaba con un brillo de salvaje curiosidad en la mirada. Rápidamente, se envolvió todavía más en su capa, sujetándola bien para que el viento no la sacudiese.
—Atrapado como un pez en una pecera, ¿eh? —dijo el desconocido.
El muchacho retrocedió un par de pasos, mientras dirigía fugaces miradas alrededor, buscando a Cosa. Pero ella había desaparecido. Muy probablemente, había descubierto antes que él la presencia del hombre y se había ocultado entre las rocas para que no la viera.
—¿Quién eres? —preguntó, para ganar tiempo.
El otro le respondió con una carcajada estridente.
—¿Quién soy? —repitió—. Otro pez. La pecera se nos está quedando pequeña, ¿verdad? ¿Tú también echas de menos el mar, chaval?
Zor no sabía lo que era una pecera, ni tampoco el mar.
—No sé de qué hablas —respondió, dando otro paso atrás y llevándose la mano al cuchillo que tenía prendido en el cinto; el hombre parecía amigable, pero había algo en la expresión de su rostro que le producía una cierta inquietud.
—Oh, oh, es aún mejor de lo que pensaba —se rio el desconocido—. Un alevín nacido en cautividad. Quieres escapar, ¿verdad? ¿Quién te ha hablado del mundo que hay fuera de la pecera? ¿Crees que puedes salir por donde otros han entrado? No puedes, pequeño, no puedes. No, a menos que seas un ave.
—Será mejor que me vaya —dijo Zor, nervioso. Pero el hombre dio un salto desde la roca y aterrizó en el suelo, ante él.
—¿Ya te rindes? —dijo, con una sonrisa en la que enseñó dos hileras de dientes oscuros y torcidos—. No has cavado un túnel ni robado unas alas; no has subido a todas las montañas ni dado la vuelta al mundo. No eres como yo. Soy el único que sigue intentándolo, y el único que sabe por qué es imposible.
Zor lo miró con más atención cuando mencionó las alas. Todos los habitantes de Gorlian eran greñudos y harapientos, pero éste los superaba a todos. Su mal olor, desagradable incluso para aquellos acostumbrados al hedor de la Ciénaga, dejaba patente que no se molestaba en bañarse ni siquiera en los charcos de agua fangosa. Con todo, lo más inquietante era su mirada extraviada y su salvaje sonrisa.
—Sé quién eres —murmuró el muchacho, recordando de pronto las historias de su abuelo—. Eres el Loco Mac.
El se rio como un demente, confirmando sus sospechas.
—El Loco Mac, Mac el Loco, el chiflado, el necio, así me llaman —dijo—. Y tú eres un listillo, como todos los demás.
Zor sonrió, algo incómodo. Su abuelo le había contado que, mucho tiempo atrás, el Loco Mac había capturado a un engendro alado y había sobrevolado Gorlian montado sobre su lomo. Cuando regresó, había perdido el juicio y decía cosas sin sentido. Por lo general no era peligroso, pero a veces sufría bruscos cambios de humor que lo llevaban a atacar a las personas sin motivo aparente.
La primera vez que había escuchado aquella historia, Zor se había preguntado qué habría visto aquel hombre durante su vuelo, que lo había alterado hasta el punto de volverlo loco. Con el tiempo, había llegado a pensar que aquél no era más que un cuento que se había inventado su abuelo para impedir que volase demasiado lejos de casa.
Pero era real. Allí estaba el Loco Mac y, si era cierta o no la historia de la captura del engendro, Zor no podía saberlo.
Entonces recordó otra cosa que su abuelo había dicho al respecto, y miró al hombrecillo con cierta suspicacia.
—Un momento —dijo—. Se supone que el Loco Mac está muerto.
El viejo se irguió para contemplarlo como si fuera un insecto desagradable.
—¿Muerto? ¿Muerto? —repitió en voz alta—. ¿Quién ha dicho eso, si puede saberse?
—Mi… mi abuelo lo dijo —balbuceó Zor, inquieto ante la súbita agitación de su interlocutor—. Que al Loco Mac lo devoró un engendro hace años. Es lo que se cuenta… por ahí.
—¡Por ahí! ¡Bah! ¿Qué sabrán ellos? ¡El Loco Mac se muda a la otra punta de la Cordillera y ya lo dan por muerto! ¡Inaceptable!
—Entonces, ¿fingiste tu muerte para ir a vivir a otro sitio? —preguntó Zor, recordando la historia del viejo Dag.
—¡Fingir mi muerte! —chilló el Loco Mac—. ¿Para qué tomarse tantas molestias? En esta miserable pecera basta con que uno se vaya sin avisar para que todo el mundo se figure que acabó en la panza de un engendro cualquiera. ¡Bah! —resopló, molesto—. ¡Idiotas sin seso!
Si no era el Loco Mac, desde luego se parecía bastante a lo que contaban las historias y, en tal caso, podía ser peligroso, pensó Zor. Sin embargo, el hombre había mencionado algo acerca de «robar unas alas», y todo lo que tuviese que ver con alas le llamaba poderosamente la atención.
—¿Es verdad que robaste unas alas? —le preguntó, y la sonrisa de Mac se amplió.
—Oh, sí, unas alas para llegar al cielo y escapar de aquí —dijo—, pero no se puede, no se puede salir de Gorlian por ahí arriba, aunque tengas alas.
—Dicen que la Reina de la Ciénaga se ha marchado —respondió Zor—. Ella tenía alas.
—Ah, la Reina —suspiró Mac—. La bella Ahriel Alas Rotas. Si escapó volando no podría decirlo, porque el cielo abierto no es un cielo abierto aquí en Gorlian, ¿me entiendes, muchacho? No podrías volar tan alto como desees. Nadie puede. Ni siquiera ella.
Zor lo miró con curiosidad. Nunca se lo había planteado. En sus excursiones había volado muy alto, pero no se había preguntado hasta dónde podía llegar. Había supuesto que el cielo, a diferencia de la tierra, era infinito.
—¿Dices que el cielo se acaba en alguna parte? —dijo, levantando la cabeza para mirar a lo alto—. No lo parece. Mi abuelo siempre decía que, aunque parezcan pequeños, el sol, la luna y las estrellas son inmensos, y están tan lejos que nadie podría alcanzarlos.
—No en Gorlian, pequeño, no en Gorlian. En esta maldita pecera, los astros son tan minúsculos como lentejas, y están al alcance de cualquiera que sepa volar —añadió, alzando una mano hacia el sol, como si quisiera atraparlo entre sus dedos—. Yo me acerqué lo suficiente como para tostarme las cejas, chaval, y llevo años diciendo que ese sol tan deslumbrante que veis ahí arriba no es más que una bola de luz del tamaño de un guisante.
—¿Del tamaño de un guisante? —repitió Zor, sin comprender.
—Sí, porque nosotros, pececillo, todos nosotros, somos enanos, ¿me entiendes? Nos han encogido para encerrarnos aquí dentro, no somos más que hormigas en un hormiguero de cristal, pulgas en un maldito espectáculo, cruel y absurdo.
A medida que hablaba, el Loco Mac se alteraba más y más, haciendo aspavientos y hablando cada vez más alto, y sus ojos relucían con un brillo de salvaje locura. Asustado, Zor dio otro paso atrás.
—Muy… interesante —tartamudeó.
—Tú también piensas que estoy chiflado, ¿verdad? —dijo el Loco Mac, con una estridente carcajada—. Piensas que me lo he inventado… Necio. Necios, necios todos. No sabéis que ellos nos observan desde ahí arriba, que ven todo lo que hacemos… nos vigilan, nos espían, ¡y vosotros ni siquiera queréis creer que están allí! ¡Necios! —escupió.
—Bueno… encantado de conocerte —se apresuró a interrumpirle Zor—. He de irme…
—¿Y a dónde vas a ir, pececillo? No hay ningún lugar a donde ir en esta maldita jaula de cristal, ya te lo he dicho. ¡Pero nadie quiere escucharme!
Zor ya se arrepentía de haberle dado conversación. El Loco Mac estaba fuera de sí y, cuando saltó de su atalaya y avanzó hacia él, farfullando incoherencias y con la mirada extraviada, el muchacho, sobresaltado, se alejó de él, con tan mala fortuna que soltó la capa y ésta aleteó, sacudida por el viento. Zor sólo se dio cuenta al ver que el Loco Mac se detenía y lo miraba, atónito. Se apresuró a cubrirse de nuevo con la capa, pero el hombre ya lo había visto.
—¡Alas! —exclamó—. ¡Puedes volar!
—No, en realidad… —empezó Zor, pero no pudo terminar porque, de pronto, el loco se lanzó sobre él, con un agudo chillido, y lo hizo caer al suelo.
El chico jadeó y trató de desembarazarse de él, pero Mac lo golpeaba incesantemente con una mano, mientras que con la otra tiraba de su ala derecha, como si tratase de arrancársela, a la vez que gritaba:
—¡Dámelas! ¡Dámelas! ¡Dámelas!
Rodaron por el suelo, mientras Zor luchaba por quitárselo de encima, y el Loco Mac seguía chillando y golpeándolo. Y justo cuando el muchacho, aturdido por un puñetazo que le había acertado en la barbilla, estaba a punto de desvanecerse, una sombra veloz se arrojó sobre ellos, empujando a Mac lejos de él, y permitiéndole respirar.
Zor parpadeó y se incorporó, con dificultad. Asombrado, vio cómo el Loco Mac forcejeaba contra Cosa, que era quien había acudido al rescate. Ella no parecía muy ducha en peleas, pero se las arregló para agarrar del pelo a su oponente y hacerlo aullar de dolor cuando se colgó, literalmente, de sus sucias greñas grises. El Loco Mac, furioso, le dio un golpe que la lanzó lejos de él. Cosa, sin embargo, no se amilanó. Sacudió la cabeza para despejarse y se agachó, cogiendo impulso para saltar de nuevo sobre el Loco Mac. Pero no llegó a hacerlo, porque, de pronto, sucedió algo extraño: cuando Cosa clavó la mirada en su oponente, su expresión beligerante se transformó, primero, en un gesto de extrañeza, y, finalmente, en una mueca compungida. Dejó escapar una especie de sollozo gutural y, en lugar de atacar, se echó de bruces ante el Loco Mac.
—¡Ammmu! —gimió, desconsolada—. ¡Ammu, pppard-dunna Cccsa!
El Loco Mac entornó los ojos con suspicacia, pero el engendro seguía gimoteando a sus pies.
—¡Iu nnnu qquría! ¡Iu nnnu sabbbía! ¡Pppardddúnna-mmmi, Ammmu Kkkkarmmacc!
El rostro del Loco Mac se transfiguró en una genuina expresión de asombro.
—Karmac —repitió—. Hacía mucho, mucho tiempo que nadie me llamaba así. ¿Te conozco, criatura?
Cosa levantó su feo rostro, sucio y congestionado por el llanto, hacia él.
—Iu Ccssa —dijo, con un hilo de voz que parecía más una súplica que una afirmación.
El Loco Mac se inclinó para mirarla con atención.
—¡Por todos los dioses! —exclamó—. ¡Si eres la cosa de Fentark!
Cosa asintió, casi con desesperación.
—¡Ammmu Fffinnntarkkk, ssí! ¿Dddúnnndde?
El hombre sonrió, y esta vez lo hizo con una mezcla de melancolía y simpatía, y sin el menor asomo de demencia en sus ojos.
—Ojalá lo supiera, pequeña —dijo, acariciándole el pelo con cierta ternura.
Cosa no debía de estar muy acostumbrada a recibir gestos amables por parte de aquel humano al que había llamado «Amo Karmac», porque dio un respingo y se echó de bruces otra vez, temblando.
—No tengas miedo —dijo el Loco Mac con dulzura—. No voy a hacerte daño. Demasiado daño hemos causado ya.
Cosa alzó la cabeza, sin dar crédito a lo que oía. Seguía mirándolo con una mezcla de temor y veneración, y esta última se hizo aún más intensa con las palabras del hombre.
—Ammmu bbbunnno —aseguró, con una sonrisa vacilante.
Por el rostro del Loco Mac cruzó una amarga sombra de tristeza.
—No, hija, no lo soy. Pero ya es demasiado tarde para lamentarse por eso.
Alargó la mano para acariciar de nuevo a Cosa, pero ella la atrapó y la cubrió de besos babeantes. Al Loco Mac, sin embargo, no pareció importarle, pues no retiró la mano, y hasta sonrió al engendro con simpatía.
Zor los contemplaba a ambos, atónito. No entendía qué estaba sucediendo allí, pero una cosa sí parecía estar clara:
—¿Vosotros dos… os conocíais? —preguntó, boquiabierto. Cosa le había contado que no había hablado con nadie desde su llegada hasta su encuentro con Zor, y, de todos modos, ella no llamaba Amos a todos los humanos en general; sólo a aquéllos con los que había convivido en la «Cueva Seca». Se los había descrito como seres sabios y poderosos; nada parecido al sucio y greñudo individuo que acababa de conocer.
El Loco Mac alzó la cabeza hacia él y le sonrió con cansancio.
—Esta criatura era la… mascota, por así decirlo, de un hombre a quien conocí hace tiempo —explicó—. El nunca la trató bien, pero no pensé que acabaría abandonándola en Gorlian, como hizo con todos los demás. Porque ella… bueno, era diferente a todos los demás.
Zor asintió.
—Te refieres a todos los demás engendros —dijo—. Sí que es distinta. Es buena y lista. No como los otros.
—Buena y lista —repitió el Loco Mac, sonriendo a Cosa, que parpadeó, sin poder creerse que estuviera hablando de ella. Cuando lo asimiló, enrojeció y, temblando de gozo, volvió a cubrir de besos la mano del hombre.
Zor se quedó mirándolos, todavía sin entender del todo lo que estaba pasando. El Loco Mac ya no parecía tan loco.
—Ella dice… —vaciló un momento, y después inspiró hondo y continuó—, dice que no pertenece a Gorlian. Que vino de otro sitio.
El Loco Mac lo obsequió con una carcajada estridente, y Zor retrocedió un paso, alarmado.
—Nadie pertenece a Gorlian en realidad —explicó el viejo, con una torcida sonrisa—. Todos vinimos de otro sitio. Salvo tú, claro. Tú y unos pocos que nacieron en este lugar inmundo y no conocen nada más. Pero una cosa es no haber visto nunca el mundo real, y otra, muy distinta, ignorar siquiera que existe —añadió, lanzándole una mirada penetrante—. ¿Es que tu madre no te contó nada?
—¿Mi… madre?
El Loco Mac puso los ojos en blanco.
—La Reina de la Ciénaga. La Señora de Gorlian. Ahriel. El ángel.
Zor se estremeció.
—No la he visto nunca —confesó, a media voz—. Ni siquiera estoy seguro de que sea mi madre. Me crio un hombre llamado Dag, en el Desierto. Hasta hace unos días, ni siquiera sabía que la Reina de la Ciénaga tiene alas, como yo. Pero eso no nos convierte en madre e hijo.
Mac se rio otra vez.
—Es la única explicación, chaval. Sólo los ángeles tienen alas, y Ahriel es el único ángel que ha pisado Gorlian alguna vez. Y tú naciste aquí. Suma dos y dos.
—Si ella es mi madre, ¿quién fue mi padre? —replicó Zor; una posibilidad inquietante lo dejó clavado en el sitio—. ¿Dag?
—¿El viejo Dag? —Mac sacudió la cabeza—. Lo dudo. No te ofendas, muchacho, pero tu padre podría ser cualquiera, aunque yo apostaría por el rufián que vivía con ella en aquella casa ruinosa… Aunque, no, espera: a ése lo mataron. No tenía lo que hay que tener para sobrevivir en Gorlian, si entiendes lo que quiero decir.
»El ángel se lo tomó muy mal. Su venganza fue bastante sangrienta, o al menos eso he oído, y salpicó al mismo Rey de la Ciénaga. Ahriel acabó con él y ocupó su puesto. Nunca se supo que ella hubiese tenido ningún hijo, aunque pudo haberlo ocultado, claro —lo examinó con mayor atención—. Y la edad coincide, más o menos. Diría que hasta te pareces un poco a él, con esa cara de rata —le sonrió, mostrando una hilera de dientes negros y torcidos.
Zor escuchaba, entre incrédulo y abatido. Aquella historia podía no ser más que el delirio de un loco; pero, si no lo era, significaba que su madre lo había abandonado, que su padre estaba muerto y que su abuelo le había mentido durante toda su vida.
No quería seguir escuchando. Sacudió la cabeza y preguntó, cambiando de tema:
—¿Conociste a Dag?
El Loco Mac entornó los ojos.
—Claro, chaval. Todo el mundo conocía al viejo Dag. Cuando yo llegué a Gorlian y, créeme, de eso hace ya mucho tiempo, él ya estaba aquí. De hecho, fue el primero que empezó a llamarme «el Loco Mac» —se rio, y un nuevo eco de demencia resonó en sus carcajadas—, cuando les dije lo de la bola de cristal. Cuando les conté por qué nadie podría nunca escapar de Gorlian. Y él dijo que el sol me había tostado los sesos —movió la cabeza, resignado—. El viejo Dag era un tipo listo, pero conmigo se equivocó… y de qué manera. Desde entonces, nadie volvió a creer en mí. Y les habría convenido hacerlo, vaya que sí. Porque, indirectamente, yo tengo la culpa de que esa bruja de Marla los encerrara aquí a todos.
Zor lo miró, confuso. No entendía la mitad de lo que estaba diciendo, pero había oído mencionar a Marla.
Cuando su abuelo se enfurecía solía maldecirla, y también repetía a menudo la expresión «más negro que el corazón de Marla». Cuando Zor le había preguntado al respecto, Dag había proferido primero una sarta de insultos y palabras malsonantes destinados a ella, y después había cambiado de tema, diciendo que no era algo de lo que pudiese hablarse a los niños, porque tendrían pesadillas por las noches.
Mac se dio cuenta de su perplejidad y se rio otra vez.
—Ya veo que el viejo te mantuvo en tu bendita ignorancia, ¿eh? Puedo hablarte de la historia de este lugar, pequeño, si estás dispuesto a escucharme. Y puedo hablarte de tu padre y de tu madre, y de lo que hay allí fuera; de dónde proceden los engendros y quién es esa Marla a la que todos los presos de Gorlian invocamos en nuestras maldiciones —añadió, con una oscura sonrisa—. ¿Qué me dices?
Zor dudó un instante. Vio que Cosa se había acurrucado a los pies del Loco Mac, sin intención de despegarse de él, y por un instante se sintió molesto porque su fiel compañera parecía tener tanto aprecio a aquel mugriento chiflado. Pero no quería separarse de ella y, por otro lado, empezaba a anochecer, de modo que suspiró y dijo:
—Bien, de acuerdo. Busquemos un lugar donde acampar y podrás contarme toda esa locura de la bola de cristal.
Se refugiaron del viento en un recoveco que encontraron en la falda de la montaña. Encendieron un fuego y compartieron con Mac sus raíces y su odre de agua.
Entonces, a la luz de las llamas, el Loco Mac empezó a contar su historia.
Primero habló de un mundo enorme, inmenso, cuyas fronteras no estaban delimitadas por ningún muro de cristal.
En aquel mundo, explicó, había océanos, cadenas de montañas, valles y ciudades. Y entre ellas estaba Karishia, capital del reino de Karish, donde gobernaba la reina Marla, que tenía un ángel guardián, una guerrera alada que la había protegido desde que era niña.
Pero Marla no necesitaba protección. Siendo aún muy joven destacaba ya por su astucia y su perversidad. Bajo su reinado se inauguró Gorlian, una prisión que debía encerrar a los ladrones, asesinos y demás delincuentes que ensuciaban el reino. Nadie sabía exactamente qué era Gorlian ni dónde se encontraba, pero todo el mundo tenía claro que los criminales que destinaban allí desaparecían sin dejar ni rastro.
—Yo sabía más cosas acerca de Marla que ninguna otra persona —explicó Mac—. Más cosas, incluso, que su ángel. Porque yo era uno de sus maestros. Uno de aquellos que la instruyeron desde las sombras y la enseñaron a usar la magia negra en su propio provecho —añadió, con un suspiro desdichado.
Les dijo que fuera de Gorlian se había llamado Karmac, y que había sido un joven erudito apasionado por los libros y por el saber oculto.
—Y también un loco enamorado —sonrió—. En toda mi vida sólo amé a una mujer, mi dulce Silka, a la que adoraba desde que éramos niños. Íbamos a casarnos, pero ella enfermó y murió… Creí perder la razón —confesó, con la voz rota—, y puede que sí la perdiera un poco entonces. Desesperado, busqué en mis libros algo que me permitiera devolverle la vida, o viajar hacia atrás en el tiempo, algo, cualquier cosa… que me reuniese con Silka. Fue entonces cuando oí hablar del maestro Fentark, un hombre sabio del que, se decía, era capaz de burlar a la muerte y generar vida.
«Naturalmente, esto se murmuraba en voz baja y en lugares poco recomendables, porque olía demasiado a magia negra —volvió a reírse como un loco, sobresaltando a Zor—, y eso era algo que el ángel de la reina Marla, que entonces era muy niña, no veía con buenos ojos…
Pero a Karmac no le había importado infringir la ley. Asistió a las reuniones de Fentark y sus acólitos, y no tardó en unirse a ellos. Juntos investigaron las posibilidades del espíritu y de la materia y exploraron los límites del espacio y el tiempo, de la vida y de la muerte. Sin embargo, había una sutil diferencia entre ambos: mientras que Karmac buscaba el modo de devolver a la vida a una persona muerta, a Fentark, por el contrario, lo obsesionaba la idea de crear nueva vida de la nada, como si fuese un dios.
Sus primeros logros, les contó, no eran más que masas sanguinolentas que se convulsionaban sobre la mesa de su laboratorio. Con el tiempo, consiguió dotarlas de extremidades, boca, ojos… Karmac veía que aquellas horripilantes criaturas no eran naturales, no eran hermosas; incluso el simple hecho de existir las hacía sufrir de forma espantosa, y las volvía violentas e inestables. Pero para Fentark eran válidas, porque eran creación suya. Cuando una de ellas se escapó del laboratorio, causando estragos en uno de los barrios más pobres de la ciudad, el ángel de Marla estuvo a punto de descubrirlos, y el grupo tuvo que trasladarse a otro lugar.
—Para entonces —les explicó—, y mientras Fentark experimentaba con la vida y la muerte, yo descifraba los secretos del espacio-tiempo. Por las noches me asaltaban pesadillas en las que veía a mi Silka regresando a la vida en el cuerpo de uno de los engendros de Fentark, y eso me llevó, poco a poco, a desvincularme de su proyecto y a investigar por otra vía: estaba seguro de que podría viajar atrás en el tiempo y, después, una vez me hubiese reunido con Silka, detener las vidas de ambos en un lugar, alejado del tiempo y del espacio, donde la enfermedad no llegara a alcanzarla nunca. Debo decir que jamás conseguí viajar al pasado —añadió, con una sonrisa—, pero, para cuando tuvimos que abandonar nuestra base en la ciudad, ya sabía cómo crear espacios atemporales, lugares por donde no pasa el tiempo, o transcurre de forma diferente. Y eso fue lo que hicimos cuando levantamos la Fortaleza Negra, nuestra sede definitiva: separarla del resto del mundo para que nadie pudiera encontrarnos.
—Pero… pero… —interrumpió Zor, atónito—. ¿Cómo conseguisteis todo eso? ¿De dónde sacasteis el poder o las instrucciones para llevar a cabo algo así? ¿De los libros?
El Loco Mac respondió con una sarta de risotadas desquiciadas. El muchacho se apartó un poco de él y aguardó, inquieto, a que se tranquilizara.
—De los libros, sí —dijo el viejo finalmente, con una tenebrosa sonrisa—, pero no sólo de ellos. Contactamos… Fentark contactó… con seres más sabios y más poderosos que nosotros. Algunos eran brutales y crueles, pero otros poseían vastos conocimientos que pondrían a nuestro alcance a cambio de algo… siempre a cambio de algo…
—¿Quiénes… eran esos seres? —preguntó Zor, sin aliento; fuera o no verdad lo que le estaba contando el Loco Mac, era el mejor relato de terror que había escuchado jamás.
—Los enemigos mortales de los ángeles, pequeño. Los demonios. Unas criaturas muy peligrosas que llevan milenios atrapadas en su propia dimensión y están deseando escapar… sí, como los prisioneros de Gorlian… la diferencia es que, si bien algunos de los que aquí habitan, como tú, por ejemplo, no merecen esta suerte… es mejor para el mundo entero que los demonios sigan encerrados en su mundo, el infierno, para toda la eternidad.
»Sin embargo, nosotros éramos unos necios arrogantes y creíamos que lo teníamos todo bajo control. Fentark invocaba a menudo a un demonio, un ser antiguo y astuto, al que creía tener completamente dominado. De él aprendió todo lo que sabe. Gracias a él, su habilidad para crear engendros mejoró día a día, y por esta razón llamábamos a nuestro grupo la Hermandad de la Senda Infernal, aunque los profanos nos calificaban como «los Siniestros».
Karmac, sin embargo, nunca había confiado en los demonios, así que se fue encerrando más y más en sí mismo y en sus estudios. Pero el grupo siguió ganando adeptos, hasta que un día Fentark se presentó con una invitada de excepción: una jovencísima reina Marla, que se había escapado del palacio y de la tutela de su ángel para contactar con ellos. A Fentark le dolió un poco que ella mostrase más interés en su demonio que en sus intentos de crear vida, y consiguió alejarla de su estudio, y de las invocaciones, hablándole del trabajo de Karmac.
—Y la enseñé a crear espacios fuera del tiempo, maldita sea mi estampa —gruñó él—. Nosotros llevábamos nuestras actividades en secreto, como criminales, y confieso que me halagó que la misma reina mostrara interés por mi trabajo. Mucho más tarde me habló de su ángel; me dijo que era inflexible e intransigente, pero que, cuando ella cumpliera la mayoría de edad, tendría poder para gobernar sobre su propio reino, y favorecería la ciencia y el estudio, en lugar de perseguirlos como si fuesen un crimen. Me dijo, también, que cuando eso sucediera, el ángel obtendría su merecido. Y eso debería haberme hecho sospechar. El ángel no era santo de mi devoción, porque estaba en contra de la magia negra que podía ayudarme a recuperar a Silka, pero yo había visto al demonio de Fentark y, si los ángeles eran enemigos de aquellas malvadas criaturas, no me cabía duda acerca de en qué bando querría encontrarme.
Con el tiempo, explicó, Marla creció y aprendió muchas más cosas, no sólo de él, sino también de Fentark, que, superado el recelo inicial, la convirtió en su discípula. A su vez, el poder del líder de la Hermandad también aumentaba, y sus creaciones eran más y más perfectas. Seguían siendo seres contrahechos qué sufrían horriblemente por el simple hecho de estar vivos, pero algunos, como Cosa, tenían inteligencia.
—Con todo, Fentark nunca estuvo satisfecho con ella —añadió, mirándola con ternura—. Porque era buena y amable, y no servía para pelear. La tenía suelta en el bestiario, como una mascota, y, aunque ella lo adoraba, él la trataba con desprecio. Llegó a crear una especie de sapo repulsivo, también inteligente, pero con un corazón pequeño y mezquino, al que tenía más aprecio que a ella. Sin embargo, con el tiempo creó a seres más perfectos… y abandonó al sapo en Gorlian, donde, con las armas que el propio Fentark le proporcionó, acabó convirtiéndose en el Rey de la Ciénaga. Pero eso fue después de que yo llegara aquí.
—¿Y cómo llegaste aquí? ¿Y de dónde surgió Gorlian? —preguntó Zor, ansioso.
—Paciencia, pequeño, ahora voy. Sucedió que, con el tiempo, mi dolor se fue apagando. No he olvidado a Silka, pero aprendí a aceptar su pérdida, y a asumir que nunca podría recuperarla. Para entonces, ya no me sentía a gusto con lo que se hacía en la Fortaleza, y mucho menos con el papel que Marla tenía en todo aquello. Se hablaba ya de Gorlian, la prisión donde se encarcelaba a los enemigos de Karish, y, cuando se mencionaba el tema, Marla y Fentark cruzaban una sonrisa de complicidad que no me gustaba un pelo. Por otra parte, los oí hablar alguna vez acerca de invocar a demonios más poderosos, incluso, de abrir las puertas del infierno para que ambas dimensiones fueran una sola. Un día hablé con Fentark y le dije que aquello estaba llegando demasiado lejos; que Marla, lejos de ser una encantadora muchacha apasionada por el saber, era en realidad una reina codiciosa que buscaba un poder superior a través de la magia negra, y que debíamos cortar todo contacto con demonios inmediatamente. Fentark me dijo que lo pensaría. Y cuando desperté, al día siguiente… estaba aquí. Abandonado. Como tantos otros. Con los desechos de Marla y de Fentark: los criminales y los engendros.
»Todos los presos de Gorlian saben o intuyen que ésta es una prisión mágica, pero nadie tenía idea de cuál era su origen, su aspecto externo o su naturaleza. Yo sospechaba que Marla había utilizado los conocimientos que había aprendido de mí para crear un espacio separado del tiempo normal, pero no lo confirmé hasta mi famosa expedición a lomos de un engendro alado, de la que habrás oído hablar —sonrió—. Entonces fue cuando vi que el Muro de Cristal no era solamente un muro; está por todas partes, chaval, cubriendo el cielo como una cúpula, y también bajo tierra. Estamos todos atrapados dentro de una maldita bola de cristal. Y sé de qué bola de cristal se trata; yo mismo la vi en manos de Marla más de una vez, pero nunca se me ocurrió mirar en el interior. Qué perversa genialidad… encerrar a tus enemigos en un mundo minúsculo, para que se maten unos a otros, mientras los tienes a todos atrapados en la palma de tu mano. Claro que nadie me creyó cuando lo conté. Aquí todos me tienen por loco y, la verdad, tampoco es que yo haya hecho gran cosa para sacarlos de su error. ¿Te imaginas cómo se tomarían los habitantes de Gorlian, en su mayoría asesinos y otros criminales, la noticia de que este lugar fue creado gracias a los conocimientos que yo le transmití a la reina Marla? —volvió a estallar en risotadas histéricas, sobresaltando a Zor y a Cosa—. No duraría ni un momento aquí, muchacho, te lo aseguro. Y tal vez es lo que merezca —añadió, con un suspiro—, por necio y por loco, pero soy demasiado cobarde para afrontarlo. Además, no hay día que no me pregunte si toda esta fantástica historia no será una invención en realidad. Quizá soy sólo un pobre diablo que quiere creer que fue alguien importante en el pasado, un gran sabio, el mentor de la reina Marla —se rio otra vez, con una serie de salvajes carcajadas teñidas de sarcasmo—. Un mentor, en todo caso, no mucho peor que el ángel que debía educarla. De todas formas, supongo que ella terminó dándose cuenta de cómo era su protegida en realidad. Aunque demasiado tarde, me temo, porque Marla se las arregló para arrojarla a Gorlian, junto con el resto de la gente que la estorbaba.
»Y ésa es mi historia, pequeño, y también la historia de Cosa, y la tuya propia, porque el ángel que debía proteger a Marla era tu madre, Ahriel Alas Rotas, aunque, naturalmente, nadie la llamaba así en su presencia. La arrojaron a Gorlian con las alas atadas, y no sólo se las arregló para sobrevivir, sino que terminó arrebatando el trono al Rey de la Ciénaga y proclamándose Señora de Gorlian en su lugar. Sí, chaval… este inmundo lugar quebró su espíritu justiciero, pero, si finalmente logró escapar, espero que aún le quede odio suficiente para vengarse de Marla por todos nosotros.
La voz de Karmac se apagó, y él se quedó mirando el fuego de la hoguera con aire desdichado. Zor no supo qué decir. Todo aquello le parecía tan absurdo que no lo extrañaba nada que llamasen a aquel hombre el Loco Mac. Sin embargo, su historia llenaba muchos huecos, explicaba cosas de las que su abuelo jamás le había hablado, y lo conmovía profundamente. Miró a Cosa, dubitativo, y vio que ella seguía acurrucada junto a Mac, y tenía los ojos repletos de lágrimas. Zor sabía que, pese a lo mucho que le costaba hablar, Cosa no era tonta, y había entendido perfectamente todo lo que el «Amo Karmac» había dicho. ¿Cómo se sentiría? Tal vez Zor fuera el hijo de un ángel caído en desgracia y un criminal cualquiera, y hubiese nacido en la prisión más espantosa que existía, pero Cosa era producto de un experimento de magia negra… un experimento fallido, que no placía a su creador, y que había sido, por tanto, desechado y abandonado.
Zor inspiró hondo. No solía tocar a Cosa, porque, a pesar del cariño que sentía hacia ella, su aspecto aún le resultaba repugnante, pero en aquel momento la atrajo hacia sí y la abrazó, consolador. Ella se echó a llorar y le llenó el hombro de lágrimas, mocos y babas, pero Zor no la alejó de sí.
—Lo siento por vosotros dos —dijo Mac, con voz ronca—. Pero la verdad duele, y es mejor que la conozcáis, si vais a salir de aquí.
—¿Salir de aquí? —repitió Zor, automáticamente.
Mac asintió.
—Ahriel ha desaparecido —dijo—. Puede que terminara en la tripa de un engendro, pero muchos, y yo me cuento entre ellos, creemos que ningún engendro podría haberla derrotado, y que, si ella ya no está, es porque consiguió escapar de Gorlian de alguna manera. Te voy a contar una cosa —añadió en voz baja—: no me he venido a vivir aquí por casualidad. Ésta es la Zona de los Recién Llegados, el lugar donde los condenados despiertan en Gorlian por primera vez. Si existe una salida, tiene que estar por aquí cerca. Llevo años buscando y espiando, trepando como una lagartija por los riscos, en busca de una maldita pista. He visto a todos los que llegaron desde entonces… aparecen ahí, al fondo del valle, de la noche a la mañana, como por arte de magia, y nunca he llegado a ver cómo lo hacen ni quién los trae… ni de dónde. Pero sí he comprobado que me entra un sueño muy pesado cuando va a llegar alguien nuevo —y estalló otra vez en carcajadas, mientras miraba a Zor con aire conspirador.
Pero él no reaccionó.
—No lo entiendo —dijo.
—Lo que quiero decir, pequeño, es que los que crearon esta prisión envuelven esta zona en un hechizo de sueño cada vez que van a entrar, para que nadie vea cómo lo hacen. Yo apenas duermo, chaval, y sin embargo algunas noches soy incapaz de mantener los ojos abiertos. Y no falla: cuando eso sucede, al día siguiente hay otro infeliz deambulando por aquí, más perdido que un engendro en un baile de etiqueta. Lo mismo pasó con los tres alevines que se escaparon con tu madre.
—¿Los tres… que se escaparon? —repitió Zor, perdido.
—Sí, sí, fue hace unos tres o cuatro años… seguramente tú estabas todavía en el Desierto con tu abuelo, hurgando en la arena en busca de gusanos que echar en el puchero, ¿eh? Vinieron tres crios un poco mayores que tú… dos chicos y una chica… No estaba despierto cuando llegaron, para variar, pero los vi merodear por aquí y recuerdo que pensé que durarían en Gorlian lo mismo que una mosca en la guarida del Rey de la Ciénaga. Imagínate mi sorpresa cuando, días después, los vi regresar acompañados por la misma Ahriel. No les presté atención entonces; me interesan los que llegan, no los que tratan de escapar. Porque era ése el motivo por el cual habían vuelto al lugar donde aparecieron, no me cabía duda. Muchos lo hacen, chaval, pero es inútil, ¿sabes? ¡Completamente inútil! —chilló, mientras se reía a carcajadas.
Zor esperó pacientemente a que se le pasara. Ya empezaba a acostumbrarse a sus desconcertantes ataques de risa desquiciada.
—Y ése fue mi error, muchacho —prosiguió el Loco Mac, más calmado—. Porque los vi pasar en dirección al fondo del valle, pero ya no regresaron —hizo una pausa para que sus palabras causaran efecto en sus oyentes—. Por eso creo que ella encontró la manera de escapar. Y, si yo hubiese sido más listo aquel día, los habría seguido y me habría marchado con ellos. Pero no lo hice, y desde entonces no he dejado de preguntarme por qué ella pudo salir de aquí y los demás no… qué tenía ella que la hacía diferente…
—Las alas —adivinó Zor, impresionado.
—Exacto, pequeño. Por eso creo que, si le ataron las alas, fue para que no lograra salir nunca de aquí. Podría haberse tratado de una crueldad gratuita, pero lo dudo, porque, si así fuera, se las habrían cortado, sin más, y entonces sí que habría sido Alas Rotas de verdad —se rio como un loco, y luego recuperó la seriedad—. Y pienso que, si se las ataron, fue para que no pudiera utilizarlas. Tú, en cambio, como has nacido aquí, sí puedes usarlas para escapar, y espero, por la memoria de tu madre, que lo hagas.
—¿Escapar? ¿Y cómo esperas que lo haga? ¿Y por qué crees que me interesa? —Zor había empezado hablando en voz baja, pero su tono fue elevándose, cargado de indignación—. Aun suponiendo que todo lo que me has contado sea cierto, ¿qué me espera ahí fuera? ¿Una reina loca que crea prisiones mágicas, un ángel que abandonó a su hijo a su suerte, un hatajo de engendros, un montón de tipos siniestros que pactan con demonios? ¿Qué te hace pensar…?
No terminó la frase. Se le quebró la voz, y se echó a llorar, sin poderlo evitar. Cosa reanudó su llanto al verlo, y Mac los observó, pensativo.
—Está bien, está bien —dijo, tratando de calmarlo—. Lo entiendo. Duerme, descansa, y ya hablaremos mañana. Necesitas asimilar todo esto.
Aquella noche, Zor no pudo dormir bien. Tardó bastante en conciliar el sueño, rumiando todo lo que Mac le había contado. No sabía si creerlo o no y, además, aun en el caso de que aquella fantástica historia fuera cierta, el chico no estaba seguro de querer formar parte de ella. Tiempo atrás, cuando su abuelo vivía, había deseado poder volar libre y hacer lo que le viniera en gana. En aquel entonces, el Desierto se le quedaba pequeño, y Zor soñaba con explorar Gorlian a su antojo. Ahora se abría ante él la posibilidad de abandonar su mundo para internarse en lo desconocido y, extrañamente, aquella idea le producía más miedo que entusiasmo. De pronto, lo único que quería era tener una vida tranquila en un pequeño rincón de su pequeño mundo. Cuando finalmente se durmió, tuvo un sueño repleto de pesadillas en las que se veía arrojado a un universo enorme y cruel, plagado de demonios y de engendros, sobre el que reinaban la malvada Marla y un despiadado ángel de alas rotas.
Fue Mac quien lo despertó, sobresaltándolo, cuando aún era muy temprano.
—¡Arriba, chaval! —lo llamó—. ¡Te espera una mañana movidita!
—¿Qué…? ¿Por qué? —murmuró Zor, aún medio dormido.
Mac lo sacudió con más fuerza.
—Porque tienes que explorar esos picos, por eso. Y debes empezar antes de que la gente se despierte y pueda verte por casualidad.
—Espera —protestó el muchacho, sentándose y tratando de sacárselo de encima—. Yo no dije en ningún momento que tuviera intención de buscar la salida de Gorlian.
El Loco Mac lo obsequió con una carcajada desquiciada.
—Ah, muchacho, ¿te crees que soy tonto? Estabas buscando la salida o, de lo contrario, no habrías venido hasta aquí.
—Quería saber a dónde había ido la Reina de la Ciénaga —admitió Zor, de mala gana—, pero eso fue antes de que me contaras tu historia anoche. Ahora ya no sé si tengo ganas de seguirla, si es que se ha marchado a alguna parte.
Mac se rio de nuevo.
—De acuerdo, es tu decisión y, si quieres quedarte aquí encerrado toda tu vida, no voy a impedírtelo. Pero yo tengo intención de escapar, y Cosa también quiere regresar a casa. ¿Nos condenarás a quedarnos en Gorlian toda la vida sólo porque a ti no te apetece echar a volar un ratito?
—Es muy arriesgado, Mac. Mi abuelo me dijo que no era buena idea permitir que otras personas me vieran volar. Además, eso de que la salida puede alcanzarse volando no son más que conjeturas. ¡Ni siquiera estás seguro de que haya una salida!
—En eso te equivocas —replicó él, muy serio—. Estoy seguro de que hay una salida, y estoy casi convencido de que está por aquí cerca. Así que agita esas alas, chaval, y empieza a trabajar. Es mejor ahora, que el sol está bajo y nadie va a mirar a las montañas directamente. Más tarde, cuando se levante, serás totalmente visible, así que, ¿a qué esperas?
—Está bien, de acuerdo, lo haré —suspiró el muchacho, resignado—. Pero aguarda a que desayune primero, ¿no?
—¡No hay tiempo para eso! Si te hubieses levantado cuando te lo he dicho, habrías tenido rato de sobra… pero ahora se está haciendo tarde y, si quieres aprovechar el día, tienes que echar a volar ya, así que, ¡vamos!
Apremiado por un insistente Mac y por Cosa, que brincaba emocionada a su alrededor, Zor no tuvo más remedio que terminar de despejarse y salir volando, aún mordisqueando una raíz de árbol del fango.
Pasó la mayor parte de la mañana sobrevolando los picos más cercanos. Mac le había dicho lo que tenía que buscar: alguna cueva, grieta o abertura situada en un lugar lo bastante escarpado como para que no se pudiera llegar a pie.
—Tiene que haber un círculo de teletransporte en alguna parte —había dicho—. Dibujado en el suelo, o quizá en una pared. Pero esos círculos llaman mucho la atención porque se iluminan cuando se activan, así que deben de haberlo ocultado para que no fuera perceptible a simple vista.
De modo que Zor exploró todas las cavernas que encontró en las paredes rocosas de las montañas. La mayoría no eran más que grietas, pero ni siquiera las más grandes contenían algo remotamente parecido al círculo luminoso del que le había hablado Mac. Cuando el sol se alzó y, por tanto, no podía ya cegar a los que levantaran la vista hacia las montañas, Zor descendió planeando hasta sus compañeros, que lo aguardaban en el campamento.
—Nada —jadeó.
Mac sacudió la cabeza, con un gesto de contrariedad.
—Volveremos a intentarlo mañana —decidió, y Zor no lo contradijo.
También él había empezado a sentirse intrigado. Pero ¿por qué estaba Mac tan seguro de que la salida de Gorlian sólo podía alcanzarse volando? ¿Solamente porque a la Reina de la Ciénaga le habían atado las alas? Y los demás, ¿qué?
—Escucha, Mac —le dijo, pensativo—. ¿Tienes idea de si Marla y tus compañeros de la Hermandad saben volar?
—No, que yo sepa. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque, si sólo puede alcanzarse la salida volando… ¿cómo consiguen llegar hasta ella?
—Buena apreciación, muchacho —reconoció Mac, y sus ojos brillaron salvajemente bajo sus greñas—. Confío en que no tardaremos en averiguarlo.
De modo que, durante los días siguientes, Zor sobrevoló las montañas una y otra vez, explorando grutas y agujeros, en busca del círculo luminoso que obsesionaba al loco Mac. Llegó a aprenderse de memoria cada formación rocosa, y su mirada se volvió cada vez más aguda a medida que se hacía más y más experto en detectar grietas en las paredes de piedra, por pequeñas que fueran.
Fue así como, al amanecer del undécimo día, descubrió un hueco entre dos rocas que le había pasado totalmente desapercibido al principio.
Estaba en una pared casi vertical, imposible de escalar, en uno de los picachos más altos y escarpados del valle. Aquella montaña había sido una de las primeras que Zor había explorado, pero nunca había detectado aquella grieta, porque estaba demasiado escondida. Aleteó con fuerza y se aproximó para examinarla. Sí, parecía que salía algo de aire de allí. El hueco debía de ser mucho más grande en el interior. Quizá se tratase de una cueva.
Introdujo la cabeza por el agujero, pero no vio nada.
Al menos, al principio. Porque, cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, detectó que el interior de aquella caverna estaba iluminado por un debilísimo resplandor… de color rojizo. «No puede tratarse de luz exterior», se dijo el chico, emocionado. «Si hay algún círculo luminoso, tiene que estar aquí dentro». Sin embargo, el agujero no era lo bastante grande como para caber por él, y el interior no estaba lo suficientemente iluminado como para percibir con claridad qué había más allá. Nervioso, Zor descendió de nuevo hasta el campamento para conseguir una antorcha.
—¿Has encontrado algo? —le preguntó Mac al punto.
—No estoy seguro —murmuró el muchacho, tratando de prender la antorcha.
Se le apagó mientras subía, de modo que tuvo que bajar de nuevo; y la segunda vez que se elevó le costó muchísimo encontrar la grieta que había localizado poco antes. Para cuando volvió a encontrarla ya era casi mediodía, pero no quiso volver a descender hasta descubrir qué había allí dentro.
De modo que introdujo la antorcha por el agujero y echó un vistazo, con precaución.
No era exactamente una cueva. Se trataba de un túnel, tan empinado que alguien había tallado unas escaleras para facilitar la subida. El resplandor rojizo venía de arriba, pero Zor no podía distinguir mucho desde allí. Descubrió, además, que las escaleras también proseguían hacia abajo, perdiéndose en la oscuridad.
Tenían que partir de algún lugar, posiblemente al pie de la montaña. Eso explicaría cómo podían los carceleros de Gorlian entrar y salir de la prisión sin necesidad de alas. Pero docenas de presos habían explorado ya aquel territorio, sin éxito, y él tampoco había visto ninguna entrada en la base del pico.
Quizá se le había pasado por alto.
Apagó la antorcha y emborronó de negro con ella la pared rocosa junto a la grieta, para no volver a perderla de vista. Si estaba en lo cierto y los carceleros utilizaban aquella escalera, era poco probable que descubrieran su marca. Pero debían de saber que aquel agujero existía, porque bañaba el túnel con un débil hilo de luz diurna. Tal vez era eso lo que temían que hallase un ángel alado encerrado en Gorlian, se dijo Zor. No era tan descabellado: él mismo lo había encontrado. Pero, ¿no habría sido más sencillo tapar el agujero que atarle las alas a Ahriel?
Preso de una súbita sospecha, Zor batió las alas y se elevó un poco más. Aunque sabía que ya debería haber regresado al campamento, se demoró un buen rato examinando la pared rocosa. Sabía que por detrás, en las entrañas de la montaña, discurría un camino que podía llevarlos a la libertad. Palpó la pared, incansable, hasta que topó con una zona irregular. La estudió de cerca: sí, no cabía duda: aquello no era roca, sino una especie de argamasa utilizada para tapar algún tipo de agujero. Era totalmente imposible de alcanzar —y mucho menos detectar— desde abajo, y sólo se veía desde el aire si uno estaba casi pegado a ella. Por eso no se habían tomado demasiadas molestias con los materiales utilizados. Zor arañó la superficie y desprendió un poco de barro apenas sin esfuerzo. Llevado por el entusiasmo, golpeó el parche con un extremo de la antorcha y comprobó que podía romperlo casi sin dificultad.
Emocionado, agrandó el agujero hasta poder pasar a través de él.
Una vez en el interior del túnel, se sacudió la tierra de las alas y miró a su alrededor. No se había equivocado: aquello era una escalera que discurría por el interior de la montaña, probablemente hasta la cima.
De pronto se le ocurrió que tal vez las personas que habían cavado aquel túnel lo utilizaban a menudo. Se quedó un momento inmóvil, escuchando con atención, pero lo único que oyó fue el lento gotear de un hilo de agua en alguna parte. Tras un breve instante de vacilación, decidió seguir los escalones hacia arriba.
Subió hasta que la grieta por la que había entrado quedó muy atrás, y su luz dejó de iluminarle el camino. Pero aquello no lo detuvo: el resplandor rojizo se detectaba cada vez con mayor intensidad y lo guiaba hacia lo alto.
Finalmente desembocó en una sala circular y, fascinado, descubrió en ella exactamente lo que le había dicho el Loco Mac: un círculo pintado en el suelo, un círculo de diseño complejo e intrincado cuyas líneas emitían un leve brillo de color rojo.
El círculo de teletransporte que los sacaría a todos de allí.
Se estremeció de emoción. Si todo lo que le había contado el Loco Mac era cierto, allí estaba la clave para liberar a todos los presos de Gorlian. ¡Y la había descubierto él! Podía rescatarlos a todos…
De repente se acordó de la Reina de la Ciénaga. Se preguntó si había encontrado aquel túnel y llegado hasta allí. Tal vez se hubiese marchado por aquel círculo, a dondequiera que éste condujese. Pero, si era así, ¿por qué no había vuelto para buscarlo?
Sacudió la cabeza para evitar que los ojos se le llenasen de lágrimas. Bien; lo que la Reina hiciese no era asunto suyo. Él sabía cómo debía comportarse, y tenía muy claro que, si optaba por marcharse de Gorlian, no se iría sin sus amigos.
Pero, ¿cómo iban a subir hasta allí arriba? Tal vez podría llevar volando a Cosa, pero Mac era otro cantar. Zor comprendió, desalentado, que le resultaría imposible cargar con su peso.
Tenía que haber otra manera.
Decidido a encontrarla, dio la espalda al círculo de teletransporte y descendió por las escaleras, hacia las entrañas de la mole de piedra.
Cosa no dejaba de mirar a lo alto, inquieta.
—Nnnnu vvvvinnne —dijo.
—No te preocupes, ya bajará —respondió Mac, que había dado buena cuenta de un par de raíces y ya iba por la tercera—. ¡Caramba! Sí que está bueno esto, ¿quién lo habría dicho? Tranquila —añadió al ver que Cosa seguía con los ojos fijos en los picos de las montañas—. No hay nadie por los alrededores, no lo descubrirán. Y hace bastante tiempo que no llega ningún preso nuevo. Quizá sea porque Marla ya se ha librado de todos sus oponentes y en su reino sólo quedan lameculos —lanzó una oscura y siniestra carcajada—. Así que, si nuestro amigo el medio ángel se ha dejado llevar por el celo profesional y está dispuesto a perderse la comida por husmear más cavernas húmedas y pestilentes, yo no me voy a quejar. Ya volverá.
—Nnnnu vvvviu —fue la única respuesta de Cosa.
—¿Qué has dicho? ¿Que no lo ves? —Mac dejó de lado la raíz mordida para otear las cumbres de las montañas. El sol estaba ya alto y debería verse con toda claridad la diminuta silueta del muchacho alado sobrevolando las laderas—. ¿Cuánto rato hace que no lo ves?
Cosa no respondió, pero hizo un gesto con las manos, abarcando un gran espacio.
—¿Desde que se fue con la antorcha? ¿Lo viste subir con la antorcha, y luego ya no más? —Cosa asintió. Mac dejó escapar una maldición—. ¿Y por qué no lo has dicho antes? ¡Puede que el chico haya encontrado la salida de Gorlian y haya cometido la estupidez de marcharse sin nosotros! Si aparece en el palacio de la reina Marla, ella… bah, da igual —se rindió, al comprobar que Cosa lo entendía sólo a medias—. Lo mejor será que vayamos a buscarlo. Arriba, criatura; tenemos trabajo que hacer.
Habían terminado ya de recoger sus escasas pertenencias y estaban listos para ponerse en marcha cuando, súbitamente, Cosa lanzó un chillido alborozado:
—¡Zzzzzur! —anunció, señalando al horizonte—. ¡Zzzzur vvvulvvve!
Mac se irguió y miró hacia el punto que ella le indicaba. Detectó claramente la silueta de Zor, recortada contra el cielo, aleteando con todas sus fuerzas.
—Parece que tiene prisa —masculló—. ¡Por todos los demonios! Espero que sean buenas noticias.
Aguardaron a que el muchacho se posara junto a ellos. Tenía un aspecto lamentable: estaba cubierto de tierra y de polvo hasta las cejas, le sangraba una rodilla y tenía la ropa desgarrada, pero parecía contento y muy satisfecho de sí mismo. Aún llevaba la antorcha apagada en la mano.
—¡Lo he encontrado, Mac! —exclamó en cuanto hubo recuperado el aliento—. ¡El círculo del que me hablaste! Tenías razón: es rojo, y brilla, y está oculto en un sitio al que sólo puedes acceder volando, a no ser que ya sepas cómo llegar. ¿Quieres verlo?
El anciano, aturdido, se dejó caer de rodillas ante Zor y lo sacudió por los hombros.
—¿Es eso cierto? —farfulló—. ¿No me engañas? ¿Has encontrado la salida?
Zor asintió, con una radiante sonrisa que iluminaba su rostro sucio y desgreñado. El loco Mac elevó una silenciosa oración de agradecimiento a aquellos dioses que le habían dado la espalda durante tanto tiempo y se puso en pie, decidido.
—Muéstramelo, chaval. Estoy dispuesto a seguirte.
Pero fue mucho más complicado de lo que habían imaginado. Primero, Zor los guio por un desfiladero entre montañas que acababa bruscamente en un impresionante precipicio. No había forma de bordearlo y, además, al otro lado sólo se veía otra montaña. Era un callejón sin salida.
Zor, sin embargo, renunciando a usar las alas, descendió de un breve salto hasta un peñasco que colgaba peligrosamente sobre el vacío.
—¿Estás seguro de que es por ahí?
Por toda respuesta, Zor saltó al siguiente saliente. Era una cornisa estrecha y alargada que recorría la pared rocosa y terminaba unos metros más allá. Era evidente que no se podía ir a ninguna parte por allí. Sin embargo, Zor avanzó, con la cara pegada al muro, tratando de equilibrar el peso de sus alas, y Cosa lo siguió, muy decidida.
Mac se quedó mirándolos, inquieto, y, cuando Zor llegó al final de la cornisa, lo vio tantear en la pared. Momentos después se oyó un extraño sonido, como si la montaña entera se estuviese quejando. Y, para su sorpresa, el Loco Mac vio desde allí cómo se abría en la pared rocosa un orificio del tamaño de una puerta pequeña, lo bastante grande como para que pudiera pasar un hombre adulto agachándose sólo un poco. Cosa desapareció por él de un ágil salto, pero Zor aguardó sonriente, casi colgando al borde del abismo, a que su amigo se recuperase de la sorpresa.
—¿Vienes con nosotros, o no?
Por toda respuesta, Mac saltó —esta vez sí— a la roca, y de ahí a la cornisa. Con sumo cuidado deslizó los pies por el saliente de piedra hasta que alcanzó la puerta. Zor le tendió la mano para ayudarlo a entrar y pasó tras él.
Se encontraron en una sala pequeña, fresca y oscura. A un lado arrancaba una escalera ascendente cuyo final no se divisaba desde allí.
—Sube a lo largo de la fachada sur de la montaña —explicó Zor—. Está muy oscuro, así que será mejor que encendamos la antorcha. ¿Habéis traído el pedernal? Muy bien, así. Voy a cerrar la puerta; tiene un mecanismo que permite manipularla tanto desde fuera como desde dentro, y es mejor que se quede sellada. Ya he dejado huellas de mi paso por aquí en el túnel y no creo que sea buena idea dejar más. Si todavía usan esta entrada, será mejor que no descubran que la conoce alguien más.
Accionó una palanca oculta en una pared y la puerta volvió a cerrarse con un chirrido.
—No puedo creerlo —murmuró Mac—. ¡Hemos encontrado la salida!
—No estoy seguro de que sea la salida —puntualizó Zor—. Sé que al final de esta escalera hay un círculo iluminado que, según lo que me has contado, debe de llevar a alguna parte. Pero no sé qué encontraremos al otro lado.
—Si la bola de cristal sigue perteneciendo a Marla, es posible que vayamos a parar a su palacio —gruñó Mac—. Y, si ella tiene por costumbre observar a sus presos, como creo que hace, quizá ya esté al tanto de nuestro intento de fuga. Pero tenemos que arriesgarnos, ¿no te parece? —finalizó, con una carcajada desquiciada, ignorando el gesto alarmado de Zor.
Cosa decidió por ellos. Con una breve exclamación de alegría que resonó en el corredor, echó a correr escalera arriba. Zor y Mac no tuvieron más remedio que seguirla.
La ascensión fue larga y penosa. Incluso Zor, que ya había recorrido aquel túnel, tenía la sensación de que se había vuelto interminable, y sólo cuando alcanzaron el boquete que había hecho en la pared aquella misma mañana comprobó, aliviado, que estaban avanzando de verdad.
—Ya falta poco —anunció, y apagó la antorcha; cuando dejaron atrás el agujero y la luz natural que entraba por él, Mac detectó, por fin, el resplandor rojizo que había guiado a Zor en su primera exploración.
Y, un rato más tarde, llegaron a la sala del círculo. Se detuvieron para recuperar el aliento, mientras Mac contemplaba la luz rojiza con los ojos llenos de lágrimas.
—Por fin —musitó—. Después de tantos años. La salida.
Estalló en una salva de carcajadas histéricas y abrazó a Zor de improviso, ahogándolo en el hedor que despedían sus greñas.
—Muchas gracias, chaval. Sin ti, no lo habríamos conseguido.
—De nada —masculló el chico, quitándoselo de encima—. Pero prométeme que cuando salgas de ahí te darás un baño de una vez. Lo necesitas con urgencia.
Mac le dedicó otra de sus risotadas dementes.
—¿Un baño? ¡Qué sabrás tú lo que es un baño, hijo de Gorlian! No has visto agua limpia en toda tu vida. ¿O acaso has topado alguna vez con un charco de agua transparente?
—¿Transparente? —repitió Zor, pasmado—. ¿Cómo va a ser transparente el agua?
—Sígueme y lo verás, amigo mío —replicó Mac, risueño.
Avanzó un par de pasos hacia el círculo, pero Zor no lo siguió. Se sentía inquieto. Bien, habían hallado la salida, pero él no estaba seguro de querer escapar de allí. Mac lo había definido a la perfección: él era un hijo de Gorlian. No conocía otra cosa y tampoco estaba convencido de querer ir más allá. En aquel tiempo que habían pasado en la Cordillera, buscando grietas en las montañas, Mac le había contado muchas otras cosas acerca del mundo al que ansiaba volver. Y no todo eran nigromantes creadores de engendros ni reinas chifladas que construían prisiones mágicas. Había muchas otras cosas con las que Zor ni siquiera se habría atrevido a soñar. El mundo que se extendía fuera de Gorlian era grande y maravilloso.
Pero, sobre todo, era un mundo desconocido, y Zor no estaba seguro de querer explorarlo.
El Loco Mac percibió su indecisión y se volvió hacia él.
—¿No vienes? —le preguntó.
Pero Zor no tuvo tiempo de responder, porque Cosa, que trotaba junto a Mac alegremente, no se detuvo cuando él lo hizo, sino que irrumpió en el círculo rojo antes de que ninguno de los dos se diera cuenta de lo que estaba sucediendo. Hubo un fogonazo de luz y el engendro desapareció de pronto.
—¡Cosa! —llamó Mac; pero, naturalmente, no hubo respuesta—. Zor, no podemos dejarla sola. ¡Si alguien la ve, la matarán!
Y Zor ya no se detuvo a pensar. Preocupado por la suerte de Cosa, siguió a Mac a través del círculo de luz que los conduciría lejos de Gorlian, hacia la libertad…
Lo primero que pensó Zor fue que el aire olía muy raro. Olfateó el ambiente, como un animalillo, y torció el gesto.
—Lo que hueles es aire limpio —respondió la voz de Mac a su muda pregunta—. Pese a que estamos en una habitación cerrada, cualquier sótano húmedo y sellado olería mucho mejor que el aire viciado de Gorlian. Dioses, después de tanto tiempo…
Se le quebró la voz, pero Zor estaba demasiado aturdido como para prestarle atención.
Se hallaban en una estancia tan pequeña que los tres se encontraban demasiado estrechos. Junto a las paredes había estanterías repletas de objetos extraños que Zor, que había pasado toda su vida en Gorlian, no supo identificar.
—Es un trastero —dijo Mac, sorprendido—. ¿Dónde estamos? ¿Por qué hemos aparecido aquí? Deja eso —riñó a Zor, que lo toqueteaba todo, entre curioso y maravillado—. No tenemos tiempo para jugar.
Pero entonces el chico vio algo en una de las baldas.
—Mira, Mac —dijo, y no pudo evitar que la voz le temblara al hablar. Mac inspiró hondo al ver el objeto que le señalaba.
Era una bola de cristal.
Estaba sobre uno de los estantes, parcialmente cubierta por un paño lleno de polvo.
—No puede ser Gorlian —susurró Mac—. No pueden habernos olvidado aquí todo este tiempo… en el fondo de un trastero.
Tomó la esfera entre las manos, con temor reverencial, pero no se atrevió a retirar el paño del todo.
—¿Nosotros hemos salido de ahí? —preguntó Zor, incrédulo—. ¡Déjame echar un vistazo!
Pero no hubo tiempo para ello: Cosa había estado examinando la puerta, tratando de averiguar cómo funcionaba, y por fin lo había conseguido. La abrió de golpe, sobresaltándolos, y se precipitó al exterior, exclamando:
—¡Cccuvvva Sssiccca! ¡Ammmu, stttuy’nn cccasssa!
—¡Maldita sea! —masculló Mac; echó un vistazo al corredor que se abría al otro lado de la puerta y repitió—. ¡Maldita sea! No estamos en el palacio de Marla, sino en un lugar peor.
—¿La Cueva Seca?
—Sí, la Cueva Seca. O, mejor dicho, la Fortaleza Negra; el cuartel general de la Hermandad de la Senda Infernal. No sé qué hacía Gorlian olvidada en un armario como un vulgar trasto viejo, pero no podemos quedarnos a averiguarlo: hay que detener a Cosa antes de que alguien la vea.
Depositó con cuidado la esfera de cristal en una de las baldas y volvió a cubrirla con el paño.
—Volveremos —prometió.
—¿Crees que es buena idea dejarla ahí?
—Estará más segura ahí que si la llevamos encima, muchacho. Parece que se han olvidado de los presos de Gorlian, y créeme; casi será mejor no recordar a nadie nuestra existencia hasta que podamos regresar a salvarlos a todos.
—¿A todos?
—Bueno, a los que se lo merezcan. ¿Me sigues, chaval?
—Sí, sí —se apresuró a responder Zor, pero Mac no lo esperó. Salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí, y el chico se quedó un momento paralizado de miedo, sin atreverse a dar un paso. Por fin, tras lanzar una última mirada llena de aprensión a la bola de cristal que, según el Loco Mac, contenía el pequeño mundo en el que había nacido y crecido, salió del cuarto, siguiendo a su extravagante compañero, en pos del engendro que se les había escapado.
Apenas unos instantes después de que ellos abandonaran el trastero, una figura encapuchada, vestida de negro, entró en él y recorrió los estantes con la mirada. Halló lo que buscaba: una pequeña bola de cristal. Con una sonrisa de satisfacción, la rescató de su olvido en la estantería y se la llevó consigo, sin sospechar siquiera que, momentos antes, tres reclusos habían escapado de su interior.