Engendro
Lo primero que notó Zor al volver en sí fue que estaba sorprendentemente seco.
En realidad, sus ropas aún estaban húmedas, todavía sentía los pies helados y tanto sus alas como su cabello seguían cubiertos de fango. Pero ya no estaba chorreando, y la capa de barro que lo cubría se había resecado. Intentó inspirar hondo, pero le entró un ataque de tos que lo hizo doblarse por la mitad y expulsar un chorro de agua por la boca.
Su movimiento produjo una reacción, y algo se desplazó rápidamente para quedar fuera de su campo de visión. El muchacho parpadeó, todavía confundido, y trató de incorporarse un poco. Pensó que el suelo estaba notablemente duro para tratarse de barro de la Ciénaga, y entonces descubrió que se hallaba tendido sobre una superficie de madera mohosa. Sacudió la cabeza para quitarse el barro del pelo, sin resultado. Parpadeó y, pronto, su visión se aclaró y pudo advertir que se encontraba en el interior de una casa.
Algo rebulló a su espalda. Zor sintió que su corazón se aceleraba, pero no se movió. Primero, procuró que su respiración no traicionara su inquietud, y cerró los ojos un momento para tratar de recuperarse del todo. Cuando volvió a abrirlos, se sentía ya completamente despierto, y todavía podía detectar aquella cosa tras él. Con un suspiro, enderezó los hombros y estiró los brazos, como si estuviera desperezándose. Al bajarlos de nuevo, su mano buscó su cuchillo de hueso.
Percibió que el ser que lo acechaba se movía un poco; cerró los dedos en torno a la empuñadura del arma y tensó los músculos. Su intuición le decía que la criatura que compartía la cabaña con él no era humana. Podía ser un animal, pero Zor lo dudaba. Había muy pocos animales en Gorlian, y casi todo eran insectos, pequeños anfibios y distintas especies de peces del fango. No; Zor sabía lo bastante acerca de su propio mundo como para tener claro que aquello que lo observaba era un engendro.
De niño, había sentido lástima por los engendros. Tenía la sensación irracional de que ellos no tenían la culpa de ser tan horribles y tan violentos, y de que, en el fondo, anhelaban ser de otra manera; de que algo estaba muy mal en ellos, como si alguien hubiese cometido una terrible equivocación al hacerlos así. Pero su compasión no le había granjeado nunca la simpatía de ninguno de ellos, por lo que se había visto obligado a aprender a luchar para defenderse de aquellas criaturas, por una simple cuestión de supervivencia. Nunca había conocido a ningún engendro amistoso, así que no había razón para creer que la cosa de la cabaña fuese diferente.
A sus espaldas, la criatura se movió otra vez. «Ahora», se dijo el muchacho, y, dando media vuelta, se impulsó con las alas para lanzarse sobre ella.
La cabaña estaba a oscuras, pero Zor se las arreglaba bastante bien sin luz; vio que el engendro trataba de trepar por la pared y lo agarró por las extremidades inferiores, obligándolo a caer sobre el suelo. Apenas un instante después, el muchacho lo había inmovilizado bajo su propio cuerpo y había colocado el cuchillo sobre la garganta del ser, dispuesto a rebanársela. Pero se detuvo cuando fue consciente de algo muy extraño: el engendro no lo había atacado, sino que había tratado de escapar de él. Zor frunció el ceño, sorprendido. Jamás había topado con un engendro que no atacara a la primera oportunidad. Eran tan violentos que se lanzaban contra cualquier criatura viviente, incluso si ésta era mucho más fuerte que ellos. No eran lo bastante inteligentes como para comprender que, en ciertas circunstancias, era mejor escapar.
El muchacho escudriñó a la criatura que había atrapado. Pero, aunque poseía una cierta visión nocturna, no se las arreglaba tan bien a oscuras como de día, así que todo lo que pudo captar del rostro del engendro fueron unos grandes ojos acuosos, sin párpados, una pequeña boca torcida y una larga cabellera que más bien parecía un matojo de malas hierbas. Entonces, el engendro hizo un ruido curioso, gutural:
—Kktttadddnnncimmma…
Tenía una voz extrañamente aguda. Sonaba más bien como un sollozo, pero Zor descubrió, asombrado, que eran palabras. Lo miró, estupefacto.
—¿Cómo has dicho? —balbució, y se sintió estúpido por tratar de trabar conversación con un engendro.
La criatura volvió a gemir, y en esta ocasión, Zor entendió lo que decía:
—Qqquittta dd’anncimmma…
El joven estaba tan estupefacto que bajó la guardia un momento; entonces el engendro lo apartó de un empujón y saltó hacia atrás.
—¡Eh! —exclamó Zor, maldiciéndose por ser tan estúpido. Alzó su puñal, pero el engendro no estaba interesado en pelear. Dio un salto hacia la puerta, se enganchó al dintel con unas manos huesudas a las que seguían unos brazos desproporcionadamente largos y se impulsó con las piernas para salir al exterior.
Atónito, Zor se abalanzó tras la criatura y se asomó fuera de la cabaña, desafiando a la lluvia, pero no logró alcanzarla.
Aún vio su sombra desgarbada trepando por el tejado durante un momento, antes de que se perdiera en la oscuridad.
Temblando, Zor volvió a entrar al abrigo de la cabaña. Miró a su alrededor, pero no vio a nadie más. Una vez expulsada la criatura, aquel magnífico refugio estaba a su entera disposición. Asintió, satisfecho. Era una cabaña vieja y bastante desvencijada, tenía goteras y había montones de basura por los rincones, pero era mucho mejor que su hamaca en el árbol, y, además, aquella noche llovía tanto que no pensaba encontrarle más inconvenientes. Encontró su morral no lejos del lugar donde había despertado, y comprobó, con alegría, que su capa de repuesto estaba casi seca. Se envolvió en ella, se sentó junto a la puerta, asegurándose de tener a mano su puñal, y respiró hondo, más tranquilo. Allí vería enseguida a cualquiera que entrase, antes de que el intruso lo descubriese a él, y eso le daba una ventaja importante. Tanto si el engendro se decidía a volver como si Ruk y sus amigos seguían buscándolo para que formara parte del menú de la cena, estaría preparado.
Apoyó la espalda contra la pared de troncos, sintiendo la presencia de sus alas, y exhaló un suspiro. La Ciénaga era un lugar extraño, pensó. Decidió que descansaría allí aquella noche y por la mañana regresaría a casa. Pero lo haría volando, para llegar antes.
Recordó entonces lo que había sucedido la última vez que había alzado el vuelo, y se estremeció cuando su memoria le devolvió la imagen del gigantesco Murciélago. Medio adormilado ya, se preguntó cómo había escapado del monstruo, y recordó haber caído en picado sobre el fango. Entonces había visto una choza que parecía flotar sobre la Ciénaga. ¿Sería la misma en la que se encontraba? Frunció el ceño; no recordaba haber llegado hasta allí. Casi podría asegurar que había perdido el sentido antes de alcanzarla, pero claro, existía la posibilidad de que hubiese llegado por su propio pie, medio atontado, y no se acordara. ¿Estaría ya el engendro dentro de la cabaña, o habría llegado después?
Miró a su alrededor con curiosidad. Algunos de los desechos que se amontonaban en las esquinas parecían antiguos: lo que quedaba de algunos objetos e incluso muebles toscos, que indicaba que allí habían vivido humanos tiempo atrás. Pero había otras cosas, restos de comida, raspas de pescado, que parecían mucho más recientes. ¿Sería aquél el hogar del engendro? Quizá había matado a sus anteriores habitantes para quedarse con la casa. La verdad era que se trataba de un refugio muy tentador. Si en la Ciénaga existían hombres capaces de matar a un muchacho para comerse su carne, cómo no iba a haber engendros dispuestos a asesinar para conseguirse un cubil seco en medio de aquella inmensa charca.
Pero aquella criatura no lo había atacado, recordó. Y había dicho algo que había sonado como…
Sacudió la cabeza. No, los engendros no hablaban. Los engendros no tenían inteligencia, sólo eran crueles bestias asesinas que odiaban a todo el mundo. Seguro que había emitido algún sonido incongruente y él le había dado un significado a algo que no tenía ninguno.
Pero eso seguía sin explicar por qué el engendro no le había hecho ningún daño.
«Quizá lo pillé por sorpresa», se dijo Zor. «A lo mejor regresó de cazar, o de lo que fuera, y me encontró dentro de su choza, y cuando estaba a punto de lanzarse sobre mí, entonces desperté…».
Sin embargo, algo en su interior le decía que las cosas no habían sucedido de esa manera. Tenía la sensación de que el engendro llevaba un buen rato observándolo cuando él despertó. Podría haberlo matado cuando estaba inconsciente e indefenso y, sin embargo, no lo había hecho.
Bostezó. Se le cerraban los ojos, y decidió no pensar más en el asunto. Fuera lo que fuese, se había ido, y, si resultaba que era un engendro cobarde, entonces no volvería.
Aún empuñando el cuchillo y bien envuelto en su capa, Zor se durmió.
Despertó cuando la grisácea luz del día comenzaba a entrar por la puerta de la cabaña. Se despejó enseguida y miró a su alrededor, inquieto. Todo estaba en orden. Seguía estando solo en la cabaña, y era evidente que nadie lo había atacado. Se relajó, y fue entonces cuando descubrió que a sus pies había tres peces del fango muertos. Parpadeó, desconcertado. No recordaba haberlos visto la noche anterior. Quizá se le habían pasado por alto debido a la oscuridad, pero lo dudaba: los habría pisado al arrastrarse hasta la puerta. Al mirarlos con mayor atención descubrió que estaban encima de un lecho de ramitas trenzadas, como si fuera una bandeja.
«Una ofrenda», se le ocurrió de pronto.
Se inclinó sobre los pescados para verlos mejor. Y entonces una sombra tapó la luz.
Zor se apartó de los peces de un salto y esgrimió el cuchillo. Qué estúpido había sido: había caído en la trampa y ahora lo habían cogido desprevenido.
En el hueco de la entrada se recortaba una silueta familiar; una criatura de cabeza deforme y extremidades anormalmente largas, que se acuclillaba sobre el suelo de madera. Ahora que la veía mejor, Zor fue consciente de la fuerza que insinuaban aquellos miembros nervudos. Con puñal o sin él, el muchacho llevaba las de perder en una pelea contra aquella cosa. Además, al estar atrapado en aquella cabaña, con el engendro bloqueando la puerta, no podía escapar volando.
La criatura se adelantó un paso. Zor alzó el cuchillo.
—Aléjate de mí —le dijo.
El engendro no pareció impresionado. Zor lo vio agacharse para recoger el pescado.
—Eso, quédatelo. Puedes comértelo, si quieres, pero déjame en paz.
La cosa ladeó la cabeza y se le quedó mirando como si lo entendiera. Entonces, avanzó un poco más. Zor retrocedió, pero su espalda chocó contra la pared de troncos. Maldijo para sus adentros.
El engendro, sin embargo, seguía sin atacarlo. Zor lo vio alzar las manos con la cestilla del pescado y alargarlo hacia él.
—Cmmma —dijo.
Zor abrió la boca, desconcertado. La criatura insistió:
—Cmmma —y le ofreció los peces.
—¿Quieres que me los coma? —preguntó Zor, perplejo. Para su sorpresa, el engendro asintió enérgicamente.
El muchacho se relajó, sólo un poco.
—¿Por qué? —preguntó con recelo—. ¿No querrás engordarme para comerme tú?
Los hombros escuálidos de la criatura se convulsionaron, y Zor oyó cómo de su garganta escapaba un curioso sonido gutural. Se estaba riendo de él.
—Stttás dddabl —le dijo—. Cmmma y punta fffuurrta.
Zor entornó los ojos. No se trataba de su imaginación, estaba hablando.
—Repite eso.
—Stttás dddabl —insistió el engendro—. Cmmma.
Maravillado, Zor se dio cuenta de que entendía lo que le estaba diciendo. Tenía una forma curiosa de pronunciar las vocales, y hacía retumbar todas las demás letras, como si las arrastrara, pero estaba hablando, en definitiva, y estaba hablando en su propio idioma. Le había dicho:
—Estás débil. Come.
—¡Hablas! —exclamó el muchacho, todavía perplejo.
El engendro enderezó los hombros y la cabeza, y a Zor le pareció que su incredulidad lo ofendía.
—Ccclaru qu’abbblo.
—Perdona —se disculpó Zor.
La criatura volvió a ofrecerle los pescados, y el muchacho negó con la cabeza.
—Gracias, pero no tengo hambre.
El engendro se encogió de hombros, se sentó en el suelo y comenzó a comérselos él. Se había situado de costado, y la luz que entraba por el hueco de la entrada recortaba su perfil. Zor observó su larga mata de pelo revuelto, su frente abultada y su mandíbula prominente. Y algo más.
Tenía pechos. Era una hembra.
—No me lo puedo creer —murmuró para sí mismo.
Había ido a parar al cubil de un engendro hembra que no solamente tenía una remota apariencia humana sino que, encima, era inteligente y hablaba… a su manera, claro, pero hablaba. Y no era agresiva. No lo había atacado, le había traído comida y además… Zor respiró hondo al comprenderlo… lo había sacado del cenagal y lo había arrastrado hasta la cabaña mientras estaba inconsciente.
—Oye… tú —le dijo, y la cabezota dejó de masticar y se volvió hacia él—. ¿Me has salvado la vida?
La criatura asintió con energía. Zor no supo qué decir.
—Bueno, pues… gracias —se le ocurrió después de unos instantes.
—Dd’nnnaddda.
—¿Ésta es tu casa? —preguntó con curiosidad, y el engendro volvió a asentir—. ¿Pero la has construido tú? —inquirió Zor de nuevo, fascinado, y la criatura negó con la cabeza.
—S’ccabbbania Dgg.
—¿Cómo dices?
La criatura lo repitió, intentando pronunciar bien todas las sílabas:
—Is cabbbania Dagg.
—¿La cabana de Dag? —repitió Zor, creyendo no haber oído bien—. ¿Del viejo Dag?
Ella volvió a asentir.
El muchacho se recostó contra la pared, tratando de pensar. Su abuelo había vivido en el Desierto desde que él podía recordar, pero alguna vez le había contado que se había trasladado allí huyendo de la Ciénaga. La casa era lo bastante vieja como para haber sido su antigua vivienda, pero eso no explicaba por qué nadie, aparte del engendro, la había ocupado desde entonces. Si, como parecía, era una criatura inofensiva, resultaba extraño que los humanos no la hubiesen echado de allí. Recordó entonces que Ruk y sus amigos le habían dicho que Dag llevaba años muerto. Quizá estuviesen hablando de otra persona que también se llamaba Dag.
—¿Te refieres al viejo Dag, al que murió hace años?
El engendro hizo algo raro. Primero asintió vigorosamente y luego negó con la misma energía.
—¿Sí o no?
—Vvejjju Ddagg —dijo—. Ssul’unnno.
—¿Sólo hay un viejo Dag?
Ella asintió.
—Pppro nnu mmmurtto.
—Que no murió —tradujo Zor, y la criatura negó con la cabeza.
—Nnnu mmurtto —insistió—. Sssi fffue.
—¿Se fue? ¿A dónde?
El engendro se encogió de hombros.
—Sssi fffuee —repitió—. Cunn ninnnio. Ninnio cunn alas.
El corazón de Zor empezó a latir con más fuerza. Cada vez le resultaba más fácil comprender la extraña forma de hablar de la criatura, pero temió que su imaginación le estuviese jugando una mala pasada.
—¿Se fue con un niño? —quiso asegurarse—. ¿Un niño que tenía alas?
El engendro se volvió hacia él y le dedicó una amplia sonrisa. Señaló las alas de Zor y después apuntó a su pecho con un largo dedo ganchudo.
—Ninnio cunn alas —asintió—. Tttú.
Zor sintió que el corazón le daba un vuelco. No había lugar a dudas: la criatura estaba hablando de él mismo, de su abuelo, de su historia.
—¿Y cómo sabes eso? —preguntó, temblando.
—Iu’ssstabb’aqquí —dijo ella—. Dagg nnnu mmi vvía —se detuvo un momento y lo miró, expectante.
Zor comprendió que quería asegurarse de que comprendía lo que le estaba diciendo.
—Estabas aquí —tradujo—. Pero Dag no…
—Nu mmi vvía —repitió ella.
—¿No te veía?
—Iu’ssscunndddía —asintió la criatura.
—¿Te escondías de él? —preguntó Zor, y ella afirmó de nuevo.
—Nu mmi vvía. Ppru ssabbía qqu’iu’stabb’aqquí. Mmmi ddabba ccummdda —y lo miró de nuevo.
—Dag no te veía, pero sabía que estabas por aquí cerca, ¿no? Y te dejaba comida. ¿Sabía qué… quién eras?
Ella se encogió de hombros. Zor se acomodó sobre el suelo de tablas, fascinado. Si decía la verdad, él había vivido en aquella misma casa con su abuelo cuando era… ¿qué? ¿Un bebé? Y por aquel entonces, aquella extraña criatura ya rondaba por allí, vigilante. Su abuelo era consciente de ello y no solamente no la había echado de allí, sino que, incluso, la alimentaba. ¿Sabía que estaba dando de comer a un engendro? Tal vez…
Zor observó a la criatura, que lo miraba, con su cabezota deforme y sus enormes ojos abiertos de par en par. Era ciertamente monstruosa, pero no parecía peligrosa.
—Pero, si se fue, ¿por qué hay quien piensa que está muerto?
Y ella procedió a contarle, a su manera y gesticulando mucho para que Zor la comprendiera, qué era lo que había pasado aquella tarde en la que el viejo Dag, cargado con un pequeño bulto alado, había dado la espalda al mejor refugio que nadie había construido jamás en la Ciénaga.
Por lo que el muchacho entendió, lo primero que hizo Dag aquel día fue destrozar el interior de su propia casa, como si hubiese sido atacada. Después se hizo un corte en el brazo y manchó sus mantas con su propia sangre. Incluso se molestó en dejar un rastro desde el camastro hasta la puerta.
—Ppur aqquí —indicó la criatura, señalando el suelo. Estaba demasiado oscuro para que Zor pudiera descubrir si queda algún resto de sangre, pero de todos modos entendió perfectamente lo que el engendro le estaba contando: su abuelo había simulado ser víctima de un ataque y después había desaparecido.
—¿Por qué haría algo así? —se preguntó en voz alta.
—Pppra qqui nnu sigggnn —respondió ella.
—Para que no le siguieran. Para que nadie lo buscara en ninguna parte —comprendió, mientras la criatura asentía con energía—. Y por eso se tapaba la cara cuando venía a la Ciénaga a hacer trueques. Pero, ¿por qué no quería que nadie lo encontrara?
El engendro no se molestó en responder con palabras. Se limitó, una vez más, a señalar al propio Zor.
—¿Por mí? —se sorprendió el muchacho, y ella afirmó otra vez.
La contempló, atónito. Le estaba contando muchas cosas, detalles de su propia vida que jamás habría imaginado. Podría estar mintiendo, claro; pero parecía inofensiva, inocente, incluso, lo cual no cuadraba mucho con lo que él sabía de los engendros, aunque sí con la criatura que tenía frente a sí. Sin duda era un engendro; pero también era pacífica y, lo que era más extraño… inteligente.
Se preguntó, de pronto, si tendría un nombre.
—¿Cómo te llamas?
El feo rostro del engendro se iluminó con una sonrisa de felicidad.
—Cccssa —respondió.
—¿Cosa? —repitió Zor, creyendo que no había oído bien, pero ella asintió con energía y se golpeó el pecho con el puño.
—Iu Cccssa —insistió.
—¿Cosa? Pero… pero… —Zor calló, confundido; la criatura parecía tan orgullosa de tener un nombre que le supo mal decirle que era un apelativo degradante—. ¿Quién te llamó así?
—Ammmu —respondió ella—. Innn ccuvvva.
—¿Tu amo? —dijo Zor, asqueado; no quería ni imaginar qué clase de amo habría tenido aquella criatura—. ¿En la cueva? ¿Y dónde está esa cueva? —preguntó, un poco preocupado, no fuera a ser que aquel amo estuviese más cerca de lo que sería deseable.
Entonces ella empezó a describirle un lugar del que Zor no había oído hablar jamás. Le explicó que se encontraba lejos, muy lejos, y cuando Zor le preguntó si estaba en la Ciénaga, en la Cordillera o en el Desierto, Cosa negó con la cabeza y le dijo que la cueva a la que se refería estaba mucho más lejos.
—¿Más lejos? No hay nada más lejos que eso en Gorlian —dijo él, extrañado, pero Cosa sacudió la cabeza.
—Nnnu Ggurlannn.
—¿Que no está en Gorlian? Oye, todo está en Gorlian. Gorlian es el mundo, no existe nada más.
Pero Cosa se rio de él, y Zor empezó a temer que no era una criatura tan inteligente como había creído. La vio arrastrarse hasta la entrada de la cabaña y quedarse allí, acuclillada sobre el porche, balanceando su cuerpo contrahecho mientras las primeras luces de la mañana se derramaban sobre ella, atravesando el pesado manto de niebla. Con un suspiro, Zor salió también y se sentó a su lado.
—Cuéntame más cosas —le pidió—. Sobre ese amo tuyo, y el sitio del que procedes.
Cosa le contó entonces un galimatías acerca de un lugar donde había más seres como ella. Todos parecidos y todos diferentes a la vez. Bajo tierra y sobre tierra, le dijo, o al menos, eso fue lo que Zor entendió. Los Amos cuidaban de las criaturas, pero sólo ella tenía un nombre, porque era especial. Porque ella sabía hablar, y entendía, pero los otros no. Y por eso su amo le había regalado un nombre. La llamaba Cosa. «Ven aquí, Cosa repugnante», o «Apártate de mi camino, Cosa inmunda», le decía. Entonces un día, sin saber por qué, los Amos la metieron en un saco y se la llevaron de la Cueva Seca a un lugar distinto.
—Sstttu —le explicó, abarcando el paisaje de la Ciénaga con el brazo.
Allí también había Amos, le contó, pero eran mucho más crueles, hombres salvajes que la atacaban en cuanto la veían. Se debía a que había muchas criaturas sin nombre en Gorlian. Y esos seres sin nombre, le contó, deberían estar en jaulas, como en la Cueva Seca, y no sueltos por ahí. Por eso los Amos de Gorlian tenían que defenderse de ellos, y cuando Cosa llegó, la tomaron por uno de los seres sin nombre y la atacaron también. Cosa aprendió a esconderse de la mirada de los Amos de Gorlian. Pero el viejo Dag intuía su presencia y, aunque nunca la vio, le dejaba comida y le hablaba. «Te he guardado un poco de sopa, por si tienes hambre», le gritaba a la oscuridad. Y después se iba y le dejaba el cuenco en el porche. Cosa tardó mucho en atreverse a aceptar sus regalos, pero Dag confió en ella desde el principio. «Tengo que irme de viaje», anunciaba en voz alta, sabiendo que en algún lugar, oculta a su mirada, Cosa le estaba escuchando, «pero volveré. Cuida de la casa». Y Cosa vigilaba y protegía la cabaña de la curiosidad de los extraños. Cuando Dag se fue con el niño cargado a la espalda y destrozó el interior de la casa, le dijo: «Si sigues ahí, la cabaña es tuya, si quieres quedártela. Pero ten cuidado, porque vendrán otras personas a reclamarla. Y no serán tan amables como yo». Cosa permaneció escondida y no se atrevió a mostrarse ante Dag, ni siquiera entonces. Tampoco ocupó la cabaña cuando él y el niño se marcharon. Pero tiempo después vinieron unos hombres buscando a Dag y descubrieron que no estaba. Al ver el estado de la cabaña creyeron que había sido víctima de un ataque. Investigaron un poco por los alrededores, pero no vieron a Cosa, que seguía bien escondida. Luego volvieron a la cabaña, y ella los oyó discutir. Se peleaban porque cada uno de ellos quería quedarse con aquella casa tan buena. Y acabaron enfadándose tanto que se pelearon de verdad y se mataron unos a otros. Cosa tuvo que sacar sus cuerpos fuera y echarlos al lodo para que no ensuciaran la cabaña. Luego vinieron más hombres y vieron los cuerpos, y pronto se corrió la voz de que había algo muy peligroso rondando la cabaña del viejo Dag. Enviaron a un guerrero a ver de qué se trataba. Sorprendió a Cosa dentro de la cabaña, pero estaba muy oscuro y no la vio con claridad, y cuando ella avanzó hacia él, se asustó tanto que salió corriendo de la cabaña, dando gritos de espanto.
Y desde entonces, nadie más había vuelto a acercarse a la casa.
—Cccrenn qu’isstttá’nncannntadda —concluyó—. Qqqu’il ffannttasmmma ddi Ddag sstttá’qquí.
—¿De verdad? —sonrió Zor—. Bueno, mejor para ti —podía imaginarse a Ruk y a sus amigos huyendo despavoridos del «fantasma» de su abuelo.
Cosa le devolvió la sonrisa. Zor la observó por primera vez bajo la luz del día. En efecto, a pesar de su inteligencia y de su carácter apacible, no dejaba de ser un engendro. Su cabeza era desproporcionadamente grande, con una frente abultada que emergía por entre los mechones de su cabello, de un color gris sucio. Su nariz era chata y bulbosa, y tenía un ojo más alto que otro. Su boca era pequeña —quizá por eso le costaba tanto hablar—, y por ella asomaban dos hileras de dientes desalineados. La mandíbula inferior, proyectada hacia delante, también era demasiado grande. Y sólo tenía una oreja. La otra era apenas un bulto que asomaba entre la maraña de pelo gris.
Zor no bajó la mirada para examinar el resto de su cuerpo; ya había visto suficiente. Había algo común en los engendros, en todos los engendros, aunque cada uno fuera distinto de los demás, y era ese aspecto de no estar bien hechos, como si alguien hubiese cometido una gran equivocación a la hora de diseñarlos. Y esa tremenda sensación de dolor… Zor se estremeció involuntariamente. Desde pequeño, desde sus primeros encuentros con engendros, había tenido siempre la impresión de que aquellas criaturas sufrían horriblemente por el simple hecho de estar vivas. Su abuelo, en cambio, no notaba nada. «Son engendros», decía. «Lo único que sienten es hambre, y les gusta la carne de niño, así que no te acerques a ellos como no sea para matarlos». Pero Zor jamás había podido quitarse de encima aquel sentimiento cada vez que los veía, pese a que, siguiendo las instrucciones de su abuelo, había aprendido a defenderse de los engendros o a huir de ellos si eran demasiado grandes.
Cosa también le transmitía aquella sensación de padecimiento. Sin embargo, el dolor estaba sólo en el fondo de sus ojos repletos de placidez, como si se hubiese acostumbrado a ser lo que era, a convivir con el sufrimiento.
—¿Quién eres? —dijo de pronto, sin poderlo evitar, y en el momento en que lo hizo comprendió que había deseado formular aquella pregunta desde la primera vez que se había topado con uno de los engendros de Gorlian.
Naturalmente, no lo había hecho, porque ninguno de ellos habría podido contestarle. Pero Cosa, sí.
Sin embargo, su respuesta fue sencilla y decepcionante:
—Iu Cccussa.
—Ya sé cómo te llamas —replicó Zor—. Pero me gustaría saber de dónde vienes. De dónde venís todos vosotros. Jamás oí hablar de un lugar donde los humanos tuviesen encerrados a los engendros. Si es una cueva, tiene que estar en la Cordillera. Pero, si fuese así, la gente lo sabría.
Cosa no vio la necesidad de contestar, por lo que el chico siguió cavilando:
—Tampoco he oído hablar nunca de un engendro inteligente, que hablara, como tú. Bueno, una vez mi abuelo me contó un cuento sobre un sapo que reinaba en la Ciénaga, pero era sólo un cuento. En la Ciénaga sólo hay una reina. O la había —añadió, recordando lo que había escuchado al respecto—. Oye, ¿tú has oído hablar de la Reina de la Ciénaga?
Cosa asintió con energía.
—¿Y la has visto alguna vez?
Cosa negó con la cabeza.
—Dicen que ha desaparecido, que nadie sabe dónde está —añadió Zor, pero ella se encogió de hombros—. No sé qué hacer ahora —prosiguió el muchacho—. Mi abuelo me dijo que buscara a la Reina de la Ciénaga, porque tenía algo importante que decirme. Pero ella se ha ido, y nadie sabe dónde encontrarla. Ni siquiera si está viva o no. No sé qué hacer —repitió.
—Vvulvvve —sugirió Cosa.
—¿Que vuelva?
—Vvulvvve ccunn Dddagg.
—¿Que vuelva con mi abuelo, dices? —repitió Zor, perplejo.
Ella asintió con seriedad.
—Dddagg bbunnno. Ddda cccummiddda Cccssa —le explicó pacientemente.
El muchacho cayó en la cuenta de que no se lo había dicho.
—Puedo volver a casa —empezó, con tacto—, pero no con mi abuelo. Él ya no está.
Cosa lo miró sin comprender.
—Era muy viejo —siguió explicando Zor—. Había vivido muchos años y estaba enfermo, así que un día… se apagó.
Cosa abrió mucho los ojos y parpadeó, incrédula.
—¿Ddagg? ¿Mmmurttto?
—Sí —asintió Zor, con un nudo en la garganta—. Dag está muerto. Y esta vez no lo ha fingido, Cosa. Esta vez es de verdad.
Entonces el engendro hizo algo extraño. Dejó caer la cabeza y sus hombros se convulsionaron un momento. Después volvió a alzar la barbilla, echó la cabeza atrás y lanzó un largo y prolongado gemido de dolor y de pena que acabó con una especie de aullido.
Cosa estaba llorando. El sonido era estremecedor, pero Zor no trató de hacerla callar. Cosa aulló un par de veces más, y el muchacho sintió que sus propios ojos se llenaban de lágrimas.
Y ambos lloraron al viejo Dag, el hombre sabio que había recogido a un extraño niño con alas y alimentado a un engendro, protegiéndolos a ambos de la cruel realidad de Gorlian.
Zor se quedó el resto del día haraganeando en la cabaña. Descubrió que no flotaba sobre el agua, sino que se sostenía sobre cuatro pilares firmemente asentados en el fondo del barrizal. También averiguó que había allí otras cosas que comer, aparte de pescado crudo. Cosa salió a media mañana y regresó poco después con unas retorcidas raíces cubiertas de barro. Se las ofreció a Zor, pero el muchacho las rechazó, y más cuando vio que ella las limpiaba frotándolas contra el suelo antes de llevárselas a la boca. Sin embargo, se le ocurrió una idea mientras la veía comer, y cogió la última de las raíces para pelarla con su cuchillo. Descubrió que por dentro eran blancas, jugosas y sorprendentemente sabrosas.
—¿De dónde has sacado esto? —le preguntó a Cosa. Se asombró aún más cuando ella le explicó que eran las raíces del árbol del fango, que crecía por doquier en la Ciénaga. No podía creerlo. Una comida tan buena y tan abundante… ¿cómo podía habérsele pasado por alto durante tanto tiempo?
—Iu ttraía cccummidda Dagg —le dijo Cosa—. Pppro Ddag nnu cccummía.
—¿Le trajiste raíces a mi abuelo? —tradujo Zor; ella asintió—. ¿A cambio de la comida que te dejaba? —Cosa asintió de nuevo—. ¿Pero no se las comía? —Cosa negó con la cabeza, y Zor reprimió una carcajada—. Vaya —comentó—, así que, al fin y al cabo, el abuelo no lo sabía todo, como siempre me hizo creer.
Cosa le trajo más raíces, y también un odre lleno de agua. No era un agua limpia, por supuesto, pero estaba bastante bien, teniendo en cuenta que el concepto «agua limpia» no existía realmente en Gorlian. Zor bebió y comió con avidez, y se sintió bien por primera vez en muchos días. Después, durmió un poco, arropado en su capa, acurrucado en un rincón de la cabaña, mientras Cosa vigilaba.
Despertó al atardecer, y, de nuevo, se reunió con ella en el porche. Ambos contemplaron la Ciénaga en silencio.
Zor no sabía qué hacer. Por un lado, ansiaba regresar al Desierto, a lo que él conocía, y dejar atrás aquella húmeda y hedionda Ciénaga. Por otro, le gustaba aquella cabaña, y el hecho de haber sido su hogar en tiempos pasados la hacía más entrañable a sus ojos. Y, además, tampoco quería despedirse de Cosa tan pronto. En aquel lugar hostil, era la única criatura amistosa que había encontrado.
—¿Vendrías conmigo al Desierto? —le preguntó—. ¿Dejarías la Ciénaga para acompañarme?
Ella lo miró, alarmada, y negó vehementemente con la cabeza.
—Ccabbbannia —dijo solamente, y Zor entendió que no podía abandonar la casa que Dag le había encomendado y que había acabado por convertirse en su hogar. Si aquella desdichada criatura se sentía a salvo y feliz en aquel lugar, ¿quién era él para obligarla a dejarlo?
—Bueno —murmuró finalmente—. Supongo que eso significa que…
—¡Ssssshh! —dijo entonces Cosa, irguiéndose con rapidez.
Zor la miró sin comprender y la vio en tensión, olfateando el aire. Por un momento se preguntó cómo era posible que el engendro oliese algo por encima del hedor de la Ciénaga, pero su expresión cauta lo alarmó.
—¿Viene alguien? —susurró.
Por toda respuesta, Cosa se precipitó hacia el interior de la cabana, tirando de él con violencia para arrastrarlo tras de sí. Cuando trató de esconderlo entre la basura, Zor inició una débil protesta; pero Cosa le tapó la boca con una mano y entonces el muchacho escuchó una voz conocida:
—… te juro que no miento, Gon. Lo vimos salir volando como un pajarillo, ¿verdad?
—¡Y tanto! —asintió otra voz—. Echó a volar sin más, zas, y nos cogió desprevenidos.
—Y, si le visteis las alas —replicó una tercera voz, una voz ronca y desagradable que era nueva para Zor—, ¿no se os ocurrió pensar que podía volar? ¿Para qué creíais que las tenía, zoquetes?
—Ella también tenía alas, y nunca la vimos volar.
—Porque se las habían atado, idiota. Intentó liberárselas de todas las formas posibles, pero nunca lo consiguió —Gon hizo una pausa y añadió—. Al menos, que nosotros sepamos. Puede que por fin encontrara la manera y se marchara de aquí volando.
—Pero no se habría marchado dejando atrás al chico, ¿no? —la voz de Ruk rezumaba malicia, y Zor, desde el interior de la cabaña, se estremeció.
—Eso si es que existe ese chico —replicó Gon—. Como estéis tratando de engañarme…
—No, no, te aseguro que no —se apresuró a contestar Ruk—. Los tres lo vimos, ¿verdad, muchachos? —preguntó, y sus dos compinches se apresuraron a confirmarlo—. Dijo que estaba buscando a la Reina de la Ciénaga, y que lo enviaba el viejo Dag.
—El viejo Dag está muerto, Ruk.
—Sí, pero dicen que su espíritu todavía ronda por aquí. Y por eso pensamos que…
—Pensasteis que el muchacho estaría en la antigua cabaña de Dag, ¿eh? Y por eso me habéis traído hasta aquí. Como me estéis haciendo perder el tiempo…
—Vamos, vamos, Gon —cortó otra voz, que Zor identificó como la de uno de los compañeros de Ruk—. Sabes que no puedes arriesgarte. Imagina que decimos la verdad: que la Reina de la Ciénaga tuvo un hijo y lo abandonó. ¿Sabes lo que quiere decir eso?
Gon refunfuñó algo ininteligible.
—Significa —prosiguió el rufián— que el pequeño imperio que has montado en su ausencia corre peligro. Porque ese muchacho podrá reclamar el trono de la Ciénaga en cuanto crezca un poco más, y mucha gente lo seguirá, lo sabes, en cuanto vean sus alas. Y eso sólo en el caso de que ella no regrese a buscarlo. Si lo hace, te dejará de lado, como hacía siempre, y volverás a ser un segundón, un simple matón a sus órdenes… a no ser que tengas algo con lo que negociar.
—Me estáis engañando —cortó Gon, malhumorado—. Ella no tuvo ningún hijo. Nos habríamos dado cuenta.
—¿Crees que iba a anunciarlo a los cuatro vientos, eh? —dijo Ruk—. ¿La temible Reina de la Ciénaga… cuidando de un bebé? ¿A quién le tendrías más miedo, a una poderosa guerrera o a una tierna mamá con su tierno retoño? Créeme, una mujer puede disimular su embarazo los primeros meses, y luego… Bueno, probablemente le bastó con taparse un poco más y dejarse ver un poco menos al final… Podría haberlo hecho, Gon, lo sabes. El zagal nos dijo que había estado viviendo con el viejo Dag en el Desierto. ¿Quién habría ido a buscarlos allí?
Gon gruñó, no muy convencido.
—Lo que pasa es que tienes miedo del fantasma de la cabaña —intervino otro de los rufianes.
—En esa cabaña no hay nada, imbéciles —declaró Gon, enfadado; pero le temblaba la voz—. Y ahora mismo… ahora mismo voy a entrar ahí para demostrarlo.
En el interior de la choza, Cosa se removió, alarmada, y miró a Zor con urgencia; éste, sin embargo, se había quedado petrificado desde hacía un buen rato.
Había múltiples señales que deberían haberlo conducido a aquella conclusión, pero hasta aquel momento la verdad no había quedado expuesta ante sus ojos con tanta claridad.
La Reina de la Ciénaga… fuera quien fuese… tenía alas, como él. Por eso todos los que le veían llegaban a la conclusión de que estaban emparentados… de que ella era su madre.
¿Podría ser cierto? ¿Era él el hijo de la cruel y sanguinaria Señora de Gorlian? ¿Era eso lo que su abuelo le había ocultado desde hacía tanto tiempo, lo que ella debía contarle cuando se encontraran?
Y, si era así… ¿dónde estaba ella? ¿Había muerto, como creían algunos, o se había marchado volando, quién sabía a dónde?
Volvió a la realidad cuando notó que Cosa tiraba de él con desesperación. Entonces oyó a los cuatro hombres chapoteando en el fango, cada vez más cerca.
Entendió la alarma de Cosa. Tenían que salir de allí cuanto antes. Sin embargo, si escapaban por la puerta, Gon y los demás los verían. Miró a su compañera y ella lo soltó, satisfecha al comprobar que había atraído su atención. La vio trastear al fondo de la cabaña, retirando objetos y despejando el suelo.
—¡No es momento para hacer limpieza! —susurró, irritado. Cosa negó vehementemente con la cabeza y empujó a un lado un montón de trastos, con tan mala fortuna que uno de ellos, un cuenco de madera, se cayó de lo alto de la pila y rebotó sonoramente contra el suelo.
Fuera, los hombres se detuvieron.
—¿Habéis oído eso? —dijo uno, temeroso—. ¡Es el fantasma!
—O nuestro amiguito con alas, que ha encontrado un nido en el que esconderse —dijo Ruk.
Gon vaciló un momento. Luego hizo rechinar los dientes y dijo:
—¡Vamos a comprobarlo!
Con el corazón lleno de miedo, pero dispuesto a morir luchando, Zor desenvainó su cuchillo cuando oyó cómo el primero de los hombres se enganchaba a la escalera que conducía a la entrada. Pero Cosa lo sacudió y lo obligó a desviar la vista hacia el suelo.
—¿Qué…? —empezó él muchacho, pero no terminó la frase.
A sus pies había una trampilla. Había estado oculta por el montón de trastos que Cosa había despejado, pero ahora podía abrirse con facilidad, como ella le demostró tirando de la manilla, y era una vía de escape.
El muchacho vaciló sólo un momento cuando vio al engendro desaparecer por el hueco. Recogió su capa y su macuto y la siguió, y cerró la trampilla apenas unos instantes antes de que Gon y los demás entrasen en la cabaña.
Se encontró de pronto chapoteando en el barro que había bajo la casa. Se sujetó a uno de los pilares de madera, mientras oía sobre su cabeza los improperios de los hombres.
—¡Que me aspen…! ¡No hay nadie!
—Os d-dije que esta cabaña estaba encantada. El fantasma del viejo Dag…
—¡No creo en fantasmas! ¡Me habéis tomado el pelo, vosotros tres, y sufriréis las consecuencias!
Zor vio a Cosa junto a él. Ella se llevó un dedo a los labios, indicando silencio, y trepó por el pilar hasta poner los pies de nuevo sobre la plataforma de madera, en la parte trasera de la cabaña. Entonces se volvió y tendió una mano a Zor, para ayudarle a subir.
El muchacho agradeció el gesto. Las puntas de sus alas se habían llenado de barro, y pesaban más que de costumbre. Logró izarse hasta la plataforma, y después, siguiendo a Cosa, hasta el tejado de la cabaña.
—¿Habéis oído eso? —dijo entonces la voz de uno de los hombres en el interior—. Hay algo ahí fuera.
Zor se quedó quieto, maldiciendo su mala fortuna. Cosa era rápida, ágil y silenciosa, y él era mucho más torpe en comparación. Trató de moverse hacia donde ella estaba, a punto de subirse a una rama que pendía sobre la cabaña, pero el tejado crujió bajo el peso de su cuerpo.
—Puede que sea un engendro —oyó susurrar a uno de los rufianes.
—O el fantasma de Dag —dijo el otro.
—Los fantasmas no pesan, idiota —gruñó Ruk—. Sea lo que sea, es muy real.
—Sea lo que sea, acabaremos con él —decidió Gon—. Y si tenéis razón y atrapamos a un pequeño ángel escurridizo, seréis debidamente recompensados. De lo contrario…
Zor no llegó a escuchar el final, porque en aquel momento tomó la mano de Cosa, que ya se había encaramado a la rama, y se impulsó hacia delante para llegar hasta ella. Con horror, sintió que uno de sus pies se hundía en el tejado de la cabaña, desmoronándolo. Abrió las alas y las batió con desesperación para no perder el equilibrio. Por desgracia, para cuando se vio a salvo en el árbol, junto a Cosa, ya era demasiado tarde: los hombres habían salido de la casa y los observaban desde la plataforma.
—¡Ajá, lo sabía! —aulló Ruk—. ¡Sabía que lo encontraríamos aquí!
—Que me aspen —balbució el cuarto hombre, el que debía de ser Gon, un individuo inmenso y con cara de perro—. Era verdad. Es un muchacho… con alas.
Zor no se arrepentía de haber guardado su capa en el zurrón. Ahora sus alas estaban a la vista, pero podía utilizarlas en cualquier momento para salir volando. Tratando de hacer caso omiso a los hombres, siguió trepando por el árbol. Cosa, por su parte, ya había desaparecido entre el ramaje.
—Espera, zagal —lo llamó Ruk, con voz melosa—. No te vayas. Sé que no hemos empezado con buen pie, pero tenemos algo para ti.
Zor no hizo caso. Se izó hasta una rama más alta.
—¿Ves a nuestro amigo? —prosiguió Ruk, atropelladamente, palmeando la enorme espalda de Gon—. Él puede contarte muchas cosas de tu madre. Era su mano derecha.
Zor dudó sólo un momento. Notó un movimiento en las ramas superiores y supo que Cosa lo estaba esperando. Respiró hondo y siguió subiendo. Era su única oportunidad de salir de allí.
Oyó que uno de los hombres lanzaba una maldición y trataba de trepar por la pared de la cabaña para alcanzarlos. «No podrán subir hasta aquí», pensó el muchacho, confiado. Siguió subiendo hasta que los perdió de vista. Detectó entonces el rostro de Cosa, sus ojos reluciendo en la penumbra. Le señalaba una rama contigua, en la copa de otro árbol del fango. Estaba demasiado lejos como para que una persona normal pudiese saltar hasta allí, pero el engendro sin duda podría hacerlo, y Zor también, si se daba impulso con sus alas. Pero la idea de ir saltando de rama en rama indefinidamente no lo seducía.
—¿A dónde quieres ir? —le preguntó, pero ella volvió a señalar la rama.
De pronto, algo sacudió su árbol y Zor por poco perdió el equilibrio. Con horror, descubrió que los hombres se habían abrazado al tronco, que crecía junto a la plataforma de la cabaña, y lo estaban zarandeando para hacerlo caer como un fruto maduro.
—¡Vamos, que ya es nuestro! —gritó Ruk, y lo sacudieron con más entusiasmo.
Zor resbaló; sintió la mano de Cosa aferrándolo por la muñeca para que cayera, y, casi enseguida, oyó una exclamación y una voz chillando con repugnancia:
—¿Qué… qué es esa cosa?
La habían visto… Zor trató de izarse de nuevo al árbol, para que Cosa pudiera esconderse, pero, en su precipitación, perdió el pie y cayó al vacío, arrastrando al engendro tras de sí.
Batió las alas con fuerza, tratando de detener su caída, y consiguió remontar el vuelo, con esfuerzo. Oyó los gritos de frustración de sus perseguidores, el chillido de pánico de Cosa cuando se elevó por encima de los árboles, pero no se detuvo. Tenían que escapar de allí. Como fuera.
El engendro no pesaba mucho, pero aun así, era una carga adicional, y, además, no dejaba de moverse. Se aferraba a su cuerpo con brazos y piernas y se revolvía, aterrorizada, sin parar de gemir. Zor hizo un esfuerzo hercúleo para mantenerse en el aire, pero su vuelo era inestable y, de seguir así, no tardarían en estrellarse.
—¡Estate quieta! —gritó—. ¡No voy a soltarte! ¡Pero no te muevas tanto, o nos caeremos!
Y el suelo fangoso estaba demasiado cerca. Zor volaba casi a la altura de las copas de los árboles, porque no podía elevarse más, y porque no quería atraer la atención de cualquier otra cosa que tuviese alas y fuese lo bastante grande como para considerarlos una posible cena.
«Tengo que salir de aquí», se dijo. Pero no veía más que niebla por todas partes, y estaba empezando a anochecer… demasiado deprisa. Detectó, por fin, la sombra irregular de la Cordillera cubriendo el horizonte. Viró bruscamente para dirigirse hacia allí, lo que le provocó a Cosa otro ataque de pánico.
—¡Para ya! —le gritó—. ¡Todo va bien, no tengas miedo!
Pero las cosas distaban mucho de ir bien. Zor sabía que estaba perdiendo altura. Tuvo que batir las alas con más fuerza para elevarse un poco más, y aun así estaban casi rozando las ramas de los árboles del fango. Cerró los ojos un momento. «Un poco más, un poco más», se dijo. La noche seguía tendiendo su manto de oscuridad sobre Gorlian, y ellos debían estar a salvo antes de que llegase del todo.
Cuando, por fin, el agotado joven se dejó caer sobre la orilla, bajo la sombra de la Cordillera, llegó a creer que estaba soñando. Apenas sintió que Cosa tiraba de él hasta ocultarlo tras una protuberancia rocosa y se sentaba a su lado, dispuesta a velarlo hasta que llegase el día. Estaba tan exhausto que se durmió enseguida.