Gorlian
Zor se detuvo en lo alto de un promontorio, hincó el bastón en el suelo y paseó su mirada por el horizonte, cubierto de una húmeda neblina gris. Bajo aquellos vapores, el muchacho lo sabía muy bien, se ocultaba la Ciénaga, una extensión de lodo pestilente y traicionero, en la que pululaban todo tipo de criaturas desagradables, la clase de seres contra los que su abuelo le había advertido desde que era un niño. Contempló las siniestras sombras de los árboles del fango, que alzaban sus ramas, desnudas y retorcidas como garras, hacia el cielo viciado de Gorlian, y se estremeció.
No era la primera vez que llegaba tan lejos. El Desierto no siempre ofrecía suficiente alimento a sus moradores, por lo que Zor, desde muy joven, se había visto obligado a acercarse a los confines de la Ciénaga para pescar repulsivos peces del fango o recolectar ramas, musgo o lianas para hacer herramientas. Siempre lo hacía temprano, por la mañana, cuando la niebla era aún espesa, cuando las criaturas nocturnas habían regresado ya a sus cubiles, y las que cazaban de día todavía estaban sacudiéndose los últimos restos del sueño. Se movía como un fantasma, con los jirones de su larga capa aleteando tras él, ocultándose entre las rocas, atento a cualquier sonido extraño. Y no rehuía solamente a los engendros, sino también a los humanos. «No te acerques a ellos», solía gruñir su abuelo. «Son peores que las bestias. Y ella es, sin duda, la más sanguinaria de todos».
Nunca pronunciaba su nombre, si es que ella tenía alguno, pero Zor sabía muy bien a quién se refería. La Reina de la Ciénaga. La Señora de Gorlian.
Tanto los habitantes de aquel lodazal como los de la Cordillera estaban a sus órdenes. Y eran gentes crueles y violentas. Personas de las que debía huir, igual que si se tratara del más voraz de los engendros.
Por eso, por ellos, el abuelo había abandonado la Ciénaga tiempo atrás, y se había instalado en el Desierto. Allí apenas había nada que comer o beber, pero tampoco había personas. Allí, la Reina de la Ciénaga no los molestaría.
Zor, sin embargo, siempre había soñado con explorar otros lugares. Y, aunque sabía que Gorlian no tenía nada que ofrecer más allá de la Ciénaga y la Cordillera, siempre sería algo más, algo nuevo, distinto de la monótona extensión pétrea y arenosa que lo había visto crecer. Y, en cuanto a las personas… bien, ésa era otra cuestión.
Oyendo hablar al abuelo, cualquiera podría pensar que todos los seres del mundo eran malvados, a excepción de ellos dos. Desde que era niño, le había prohibido acercarse a las personas, hablar con ellas, incluso dejarse ver. En los últimos tiempos el muchacho, cansado y aburrido de su vida en el desierto, se había rebelado contra aquellas normas, había discutido con su abuelo y había amenazado con escaparse. Pero nunca lo había hecho, porque en el fondo de su corazón temía que él estuviese en lo cierto.
Por eso ahora tenía la sensación de que estaba viviendo un mal sueño del que no tardaría en despertar.
Tras una larga y agónica enfermedad, finalmente su abuelo había muerto días atrás, acurrucado sobre su jergón, en el fondo de la pequeña caverna arenosa que ambos compartían. Sin embargo, antes de cerrar los ojos definitivamente, lo había obligado a hacer una promesa.
—Pajarillo —le dijo, con apenas un hálito de voz—. Cuando yo me vaya, vas a quedarte totalmente solo…
—No, abuelo… —balbuceó él, con los ojos llenos de lágrimas; pero el anciano lo hizo callar con un gesto autoritario y prosiguió:
—Creo que te he enseñado bien. Sabes valerte por ti mismo, sabes buscar comida y sobrevivir en nuestro mundo. Yo sabía que no estaría a tu lado siempre, y que llegaría el momento en que tendrías que saltar del nido y echar a volar tú solo. Ese momento ha llegado.
Zor negó con energía, tratando de decirle que no lo consentiría, que se iba a poner bien; colocó las manos sobre su frente para iniciar el círculo de curación, pero su abuelo las apartó de un golpe:
—Déjalo, pichón; ya es demasiado tarde para esto. Gracias a tus cuidados he vivido mucho tiempo, más del que me correspondía. Pero no soy eterno, y ambos sabemos que ha llegado mi hora. Por eso, y antes de que sea demasiado tarde, quiero pedirte algo. Jura por todo lo más sagrado que lo cumplirás.
El muchacho, inquieto ante el brillo febril que se encendió de pronto en la mirada del anciano, inquirió:
—¿De qué se trata, abuelo?
—¡Júralo! —insistió él, y su voz se quebró en un arranque de tos que amenazó con partirlo en dos.
—¡Está bien, está bien, lo juro! —se apresuró a responder el chico, alarmado.
El abuelo se calmó un poco, se recostó sobre el jergón y respiró hondo un par de veces. Zor se estremeció al escuchar el silbido que hacía el aire al entrar en sus pulmones.
—¿Qué es… lo que tengo que hacer? —se atrevió a preguntar, en un susurro.
El anciano lo miró con ojos cansados.
—Lo que tienes que hacer —respondió, con un suspiro— es marcharte de aquí.
—¿Marcharme de aquí? ¿Buscar otra cueva, quieres decir?
Pero su abuelo sacudió la mano con impaciencia.
—No, no, no. Marcharte de aquí. Del Desierto. Y quizá algún día, pichón, puedas volar lejos, muy lejos… fuera de Gorlian, tal vez.
«Está delirando», se dijo el muchacho. No existía nada más allá de Gorlian. Pero había jurado que cumpliría su promesa, y lo que había más allá del Desierto eran la Cordillera y la Ciénaga. El corazón le dio un vuelco. ¿De verdad pretendía su abuelo que abandonara su hogar para irse a explorar aquel lugar de pesadilla?
—¿Quieres decir… me estás pidiendo… que vaya a la Ciénaga? Pero, abuelo, tú siempre has dicho…
—No importa lo que yo siempre he dicho —cortó el viejo—. Ahora ya no. Escúchame de una vez y deja de interrumpirme. Tienes que irte de aquí, dejar atrás el Desierto, cruzar la Cordillera y adentrarte en la Ciénaga. Y buscarla a ella.
Y, esta vez sí, el corazón de Zor se encogió de terror.
—¿A ella? ¿A la Reina de la Ciénaga? —preguntó, y su voz sonó parecida al chillido de un ratón.
—A ella, sí. Cuando yo muera, ve a verla, y cuéntale lo que ha pasado, y que te has quedado solo. Dile que te envía Dag, el viejo Dag. Eso debería bastar.
Zor tragó saliva. Su abuelo jamás le había revelado su nombre hasta aquel momento. Para él, siempre había sido «el viejo» o «el abuelo».
—¿Lo recordarás?
—Dag, el viejo Dag —repitió él, con voz temblorosa.
—Bien —aprobó el anciano—. Pero escúchame, porque esto es importante: ¿te acuerdas de todo lo que te he enseñado acerca de no dejarte ver, y de no hablar con nadie?
Zor asintió débilmente.
—Pues eso sigue en pie, no lo olvides nunca. Cuando te vayas, llévate tu capa y la de repuesto, y no las pierdas por nada del mundo. No hables con nadie, no dejes que nadie te vea. Nadie, salvo ella.
—¡Pero me matará! —objetó el chico, presa de pánico.
Los labios del abuelo se curvaron en una torva sonrisa.
—No, no te matará, muchacho, si eres inteligente y sabes presentarte ante ella en el momento adecuado: a solas.
¿A solas con la Reina de la Ciénaga? Incluso ahora, tiempo después de la muerte de su abuelo, y pese a que ya había tomado su decisión, el joven seguía estremeciéndose de puro terror cada vez que pensaba en ello. No era para menos; desde que podía recordar, el anciano siempre le había hablado de la Señora de Gorlian como de la criatura más peligrosa que jamás había pisado aquellas tierras. Peor que los asesinos, que todos los criminales juntos, peor incluso que los engendros. Para el muchacho, la Reina de la Ciénaga era el más temible de los monstruos que poblaban su mundo. ¿Cómo pretendía ahora que fuese a visitarla, como si nada?
Zor habría sido capaz de romper su promesa, se habría justificado a sí mismo pensando que aquella absurda petición eran sólo los delirios de un moribundo, si no hubiese sido por algo que su abuelo dijo justo después de obligarlo a hacer aquel juramento.
—¿Y qué se supone que debería decirle? —había preguntado el chico, todavía conmocionado.
Y entonces, su abuelo le había dirigido una misteriosa sonrisa.
—Nada, pichón. Lo que deberías preguntarte es, más bien, qué es lo que ella tiene que decirte a ti.
—¿Ella? ¿Decirme, a mí? —repitió Zor, sin salir de su asombro.
—Lo que tiene que contarte… —murmuró él, cerrando los ojos—, es muy, muy importante… Me ordenó en su día que no te lo dijera… y por eso te he mantenido alejado de ella… pero ha llegado la hora…
—¿La hora de qué, abuelo? ¿Qué es lo que tiene que contarme?
Sin embargo, el anciano sólo fue capaz de musitar de nuevo:
—… júralo…
Y cayó en un profundo sopor, del que ya no llegó a despertar.
Al día siguiente, estaba muerto.
Zor lloró amargamente la pérdida de la única persona que lo había acompañado durante toda su vida. Cavó una tumba y allí lo enterró, porque eso era lo que él había querido. Después, pasó el resto del día sentado a la sombra de un peñasco, con los brazos en torno a sus rodillas, pensando.
Aún tardó una semana más en decidirse a partir. No era que hubiese perdido el miedo a la Reina de la Ciénaga, ni tan siquiera que deseara fervientemente hacer cumplir la última voluntad de su abuelo. Se trataba de que, incluso en sueños, los ecos de aquella última pregunta que había quedado sin responder seguían atormentándolo: «¿Qué es lo que tiene que contarme? ¿Qué tiene que decirme a mí la Reina de la Ciénaga?».
—Esto es absurdo —se dijo a sí mismo aquella mañana, en lo alto del promontorio—. Me voy a jugar la vida por los desvaríos de un viejo…
Se le quebró la voz. Su abuelo había sido mucho más que un viejo. Había sido toda su familia. Todo lo que tenía. Y empezaba a sospechar que, si se había esforzado tanto en tratar de que la Reina de la Ciénaga figurara en sus peores pesadillas, no se debía a que fuera realmente tan peligrosa, sino por miedo a que ella le revelara antes de tiempo aquel secreto que se había llevado consigo a la tumba. «Pero, ¿y si no es así? ¿Y si de verdad estaba delirando?», se preguntó, una vez más.
Respiró hondo. La otra alternativa era pasar el resto de su vida en el desierto, solo.
Y la soledad ya le pesaba. Apenas cinco días después de la muerte de su abuelo ya gritaba al eco en lo alto de las peñas y hablaba con los insectos. Cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo, fue aún más consciente que antes de lo mucho que había significado su abuelo para él.
De modo que había partido, dando la espalda a su vida anterior. Había cruzado el Desierto, primero, y la Cordillera, después, y había llegado al margen de la Ciénaga. Hasta allí, era un camino conocido. Más allá, sin embargo, todo sería nuevo.
Pero no dejaba a nadie atrás, nadie que lo esperara o lo echara de menos… así que sólo le restaba seguir adelante.
Con un suspiro de resignación, empezó a descender por la pendiente.
Se internó en la Ciénaga con una precaución que rayaba en la paranoia. En los márgenes del pantano se había sentido tranquilo y seguro de sí mismo. Había crecido aprendiendo a ocultarse, a fundirse con la niebla, a ser una sombra que sólo podía llegar a atisbarse por el rabillo del ojo. Porque sabía que, a la menor señal de peligro, podía dar media vuelta y correr a ocultarse entre los peñascos de la Cordillera y, más allá, entre las dunas del Desierto, a donde nadie iría nunca a buscarlo. Pero aquel día, a medida que avanzaba por la sombra de los árboles del fango, tanteando paso a paso el barro que pisaban sus pies, esa sensación de seguridad se esfumaba con rapidez. Reprimió un ataque de pánico cuando el lodo le llegó a la rodilla, y se obligó a sí mismo a respirar hondo y tranquilizarse. Volvió la vista atrás. No fue capaz de distinguir ya la orilla. Si surgía algún peligro, no podría correr a refugiarse en su territorio, no con la suficiente rapidez. No había vuelta atrás.
El día fue largo y agotador. No tuvo problemas para pescar peces del fango, pues había aprendido a hacerlo desde que era muy niño. Sin embargo, pronto descubrió que algo tan sencillo y cotidiano como encender una hoguera para asarlos se volvía completamente imposible en el húmedo ambiente de la Ciénaga. Frustrado, resolvió guardar el pescado para más tarde, cuando encontrara un pedazo de suelo o de roca lo bastante seco como para prender un fuego sobre él.
Pronto descubrió que el concepto «suelo seco» no era algo que existiera en la Ciénaga.
Cuando empezó a oscurecer, Zor buscó con empeño algún lugar donde refugiarse, sin éxito. Apenas sentía los pies, porque los tenía totalmente entumecidos de arrastrarlos todo el día por el lodo, que en aquellos momentos le llegaba por encima de las rodillas. Tampoco había encontrado otra cosa que comer y, aunque aún guardaba los peces en su morral, todavía no había podido encender una hoguera. Y, pese a que su vida en el Desierto lo había acostumbrado a comidas frugales, no recordaba haberse sentido nunca tan hambriento.
«Se acabó», pensó, agotado y muerto de frío. «Mañana me vuelvo a casa».
Pero no era una buena idea regresar justo en aquel momento, con la noche a punto de caer sobre la Ciénaga. Debía encontrar un lugar donde dormir. Al día siguiente daría media vuelta y regresaría al Desierto.
Finalmente, optó por trepar a uno de los árboles del fango y acomodarse sobre él. Utilizó su capa de repuesto para anudar una hamaca entre las dos ramas más sólidas y se envolvió en ella, con un suspiro de alivio. Mientras se masajeaba los pies, tratando de hacerlos entrar en calor, pensó que era una suerte que su cuerpo fuera tan ligero. «Como el de un pajarillo», recordó que solía decir su abuelo.
Zor no sabía lo que era un pajarillo. No había nada de eso en el Desierto, ni tampoco en la Cordillera, que él supiera, por lo que dio por sentado que sería algún tipo de cosa o criatura que habitaba en la Ciénaga. Cuando le había preguntado al anciano al respecto, mucho tiempo atrás, éste se había reído con amargura, pero no había respondido.
Con un suspiro, se acurrucó en su improvisada hamaca y trató de ignorar el sonido de su estómago, la humedad y el desagradable olor a podrido que impregnaba la Ciénaga. Pese a todo ello, no tardó en quedarse profundamente dormido.
Cuando se despertó, bien entrada la mañana, tardó unos instantes en recordar dónde estaba, y debido a ello casi se cayó del árbol. Se aferró con fuerza a su capa, tendida entre las dos ramas, y respiró hondo, intentando situarse. Lo primero que notó fue la niebla de Gorlian calándole hasta las entrañas. Lo segundo, el hambre. Gimió por lo bajo. Su casa estaba muy lejos, y no creía que fuera capaz de llegar hasta los márgenes de la Ciénaga sin comer, aunque sólo fuera un poco. Además, y aunque estaba acostumbrado a subsistir con poca agua, había amanecido especialmente sediento.
Rebuscó en su morral y topó con un paquete cuidadosamente envuelto en piel. Al sacarlo y examinar su contenido, descubrió los peces que había capturado el día anterior, pero que no había sido capaz de cocinar. Tras un breve instante de duda, se decidió a devorarlos crudos. Torció el gesto; tenían una textura repugnante, húmeda y resbaladiza, y el sabor a barro era mucho más intenso de lo normal. Pero, aun así, se los comió todos. Después, sacó el odre del morral. Chupó casi con desesperación y logró extraer de él dos o tres gotas de agua que aplacaron un poco su sed.
Mientras volvía a guardarlo todo en su bolsa, dispuesto a partir, oyó de pronto el sonido de unas voces humanas, y se quedó helado, en el sitio. Se asomó con precaución por el borde de la hamaca y oteó entre la bruma, aterrado. No tendría tiempo de bajar del árbol, recoger su capa de repuesto, buscar un escondite y ocultarse en él antes de que lo vieran. Y no debían verlo. Nadie debía verlo.
En un gesto automático, se envolvió todavía más en su manto, ocultando especialmente su espalda. Era algo que le habían enseñado a hacer desde niño en presencia de otras personas. Esconder aquello de la mirada de otra gente. Aquello que lo hacía diferente.
Descubrió entonces las siluetas de los dueños de las voces. Se acercaban hacia su árbol, pero, comprobó Zor con alivio, eran pescadores. Mantenían la mirada baja y sus palos afilados cerca de la superficie del fango. Los pescadores no tenían por costumbre mirar hacia arriba, sino hacia abajo, a sus pies. Había posibilidades de que no lo vieran en lo alto de su árbol, por lo que Zor se aovilló en el interior de su hamaca, cerró los ojos y deseó que el peligro pasara rápidamente.
—… otra batida por la zona sur de la Cordillera —estaba diciendo uno de los pescadores.
—¿De verdad? Bueno, es una pérdida de tiempo —opinó el otro. Hablaban en voz baja, como toda la gente de la Ciénaga, pero Zor los oía con claridad—. No van a encontrar nada. Ella se ha ido, te lo digo yo.
—¿De Gorlian? —el primer pescador dejó escapar una risa seca—. Sigue soñando.
—¿Por qué no? Ella no era como nosotros, ya lo sabes. Era cuestión de tiempo que se marchara. Alguien se habrá dado cuenta y la habrá sacado de aquí, o tal vez…
—¿Sí? ¿Crees que se fue volando? —se rio de nuevo—. Te diré lo que yo creo: pienso que alguien fue capaz de ganarle la espalda y la derrotó, y dejó su cadáver flotando en la Ciénaga, donde ha sido pasto de los engendros —escupió con desprecio—. Y es lo que se merecía.
—No sé si lo merecía o no —replicó el segundo—, pero voy a decirte una cosa: vamos a tener problemas, muchos problemas, si ella no regresa. Porque no tardará en aparecer alguien que quiera ocupar su lugar, ya sabes lo que quiero decir. ¿Y quién será? ¿Ese bestia de Gon? ¿Los locos de la Cordillera? ¿O la pandilla de Tora?
El otro pescador chasqueó la lengua, dejando claro que opinaba que ninguno de ellos era una buena opción.
—¿Quieres apostar? No creo que sea una buena idea.
—Pero pronto habrá que elegir un bando, ya lo sabes. Y también sabes que todo el que no toma partido se convierte en un paria; y cuando hay varios bandos, o perteneces a uno de ellos y tienes un grupo que te protege, o te quedas solo y te matan. Eso era lo bueno que tenía ella: que, mientras estuvo al mando, se acabaron las guerras de bandas.
—Porque sólo había una banda a la que pertenecer, y era la de ella. Ahora, por lo menos, hay más donde elegir…
Zor no llegó a escuchar la respuesta, porque los pescadores ya se alejaban. No había entendido gran cosa de la conversación, pero tenía una sospecha. ¿Estaban hablando los pescadores de la Reina de la Ciénaga? Y, si era así, ¿significaba eso que ella se había ido? Un inmenso alivio lo inundó por dentro. No había ningún sitio a donde ir más allá de la Ciénaga, así que, probablemente, el pescador estaba en lo cierto, y la reina estaba muerta. Eso quería decir que no podría hablar con ella y, por tanto, no tenía que cumplir el juramento que le había hecho a su abuelo.
Naturalmente, ello implicaba que se quedaría sin saber qué era aquello tan importante que tenía que decirle. Pero en aquel momento, acurrucado en lo alto de un árbol en un lodazal pestilente, hambriento, cansado y aterido de frío, a Zor no le preocupaba lo más mínimo.
Se asomó con precaución por el borde de su manto y espió a los pescadores mientras se alejaban. Como tenía por costumbre cuando veía a otras personas, se fijó especialmente en sus espaldas.
Desnudas. Por supuesto.
Ya no sintió la leve punzada de decepción que experimentaba cada vez que esto sucedía. Ya se había acostumbrado a la idea de que él era único, diferente. Sin embargo, aún no se había sacudido de encima la costumbre instintiva de mirar la espalda de los demás. Desde aquella primera vez.
Su abuelo solía tratar de vez en cuando con gente de la Cordillera, o incluso de la Ciénaga, para hacer trueques. Se le daba especialmente bien tejer utensilios de cañas, tallar instrumentos de piedra o fabricar ropas de piel. Debía de ser porque, debido a su enfermedad, le costaba mucho caminar y no podía correr para cazar o pescar. De modo que permanecía mucho tiempo en su cueva, sentado, confeccionando objetos. Tampoco sus dedos eran tan ágiles como antaño, y Zor sabía que le costaba incluso moverlos, pero el anciano se negaba a perder la movilidad de sus manos, como había perdido la de sus rodillas, y por eso insistía en seguir trabajando. Todo lo que hacía lo intercambiaba por comida o materias primas: las cañas que no podía recolectar, la piel de engendros que ya no podía cazar…
Cuando Zor era un bebé, su abuelo solía llevarlo a su espalda, atado, como un fardo. Pero al crecer, y cuando eso se hizo más evidente, el anciano se dio cuenta de que ya no podría llevarlo consigo sin que llamara la atención. De modo que, durante un tiempo, se acabaron los trueques y las expediciones a la Cordillera. Sin embargo, cuando la necesidad lo obligó a salir de nuevo, confeccionó para Zor una capa larga, la primera que tuvo, y lo obligó a ponérsela.
—Vamos a ir a la Cordillera a hablar con unas personas —le dijo, muy serio—. Vas a venir conmigo. Pero, y escúchame bien, porque esto es importante, no vas a quitarte esta capa por nada del mundo, ¿me oyes? Quédate junto a mí, quieto, callado y sin llamar la atención. Y, como se te ocurra quitarte la capa, te juro por mi madre que te voy a dar una buena tunda cuando lleguemos a casa. ¿Me has entendido?
Zor era demasiado pequeño como para comprender las razones por las cuales debía llevar la capa, pero no lo bastante como para no saber lo que pasaría si desobedecía, de forma que asintió, intimidado, y durante el trayecto no se quitó el manto ni una sola vez, pese a que el calor asfixiante del Desierto lo hacía sudar por todos los poros.
El viaje transcurrió sin incidentes. En la Cordillera se encontraron con tres hombres que apestaban igual que la Ciénaga de la que habían salido. Siguiendo las instrucciones de su abuelo, Zor permaneció quieto, junto a él, bien oculto bajo su capa, mientras los adultos regateaban. Sin embargo, el niño estaba demasiado nervioso, y le costaba trabajo quedarse quieto. Contempló a los hombres con curiosidad y llegó a la conclusión de que, salvo por el olor y por el color del cabello y la barba, no eran muy diferentes de su abuelo. Ninguno de ellos llevaba capa, y no pudo evitar preguntarse si también «en aquello» serían como él. De modo que, aprovechando un momento en el que estaban distraídos, se apartó del anciano para mirarlos por detrás. Sólo quería echar un vistazo… un vistazo rápido, y volvería a su sitio, y nadie se daría cuenta. Pero uno de los hombres detectó su presencia y se volvió bruscamente, sobresaltándolo. Zor dio un respingo y retrocedió, tropezó con algo y cayó de espaldas, quedando sentado en el suelo.
—¿Qué tenemos aquí? —dijo el hombre, enseñando todos los dientes—. ¿Una pequeña rata husmeadora?
—No le hagas caso —dijo enseguida el abuelo—. Es sólo un niño revoltoso e impertinente. Zor, ven aquí —le ordenó.
El chiquillo se puso en pie, pero los hombres ya se habían fijado en él.
—¿Qué es ese bulto que tiene en la espalda?
—Una deformidad de nacimiento —respondió el abuelo—. Es un pobre crío jorobado. Y ahora, ¿podemos hablar de negocios?
—Entonces deberías sacrificarlo —dijo el segundo hombre—. Gorlian no es un lugar para mocosos débiles y lisiados. Si quieres, te puedo ahorrar la molestia —añadió, sonriendo de forma desagradable.
Zor dio un grito y salió corriendo, pero el otro lo retuvo por la capa y lo obligó a detenerse con brusquedad.
Se hizo un breve silencio, un silencio atónito, casi horrorizado.
—La madre que… —empezó uno.
—¿Qué demonios es eso?
Zor notó que lo tocaban ahí y, de pronto, todo su miedo desapareció. Se revolvió como un salvaje y logró soltarse de los hombres de las Ciénaga. Después, corrió a refugiarse en brazos de su abuelo.
—Sólo es un pequeño lisiado —repitió éste, con calma—. Naturalmente, no vivirá mucho tiempo.
De pronto, los hombres parecían asustados.
—Na-naturalmente —convino uno.
—Y, por supuesto, no vale la pena mencionar su existencia a nadie. Especialmente a nadie a quien pueda interesarle.
Y los hombres se asustaron todavía más. El abuelo hablaba con mucha seriedad, incluso había una nota de amenaza en su voz. El hecho de que llevara el rostro oculto bajo las profundidades de la capucha —Zor no comprendió hasta mucho más tarde que, por algún motivo, el anciano no quería dejarse ver… quizá para que nadie lo reconociera— hacía que sus palabras resultasen todavía más ominosas.
—Porque este niño es tan poco importante que ni siquiera existe —prosiguió—. Y tiene tan pocas posibilidades de sobrevivir que no verá un nuevo amanecer. Por eso, es mejor que no corra la voz de que lo habéis visto… o alguien podría enfadarse.
De pronto, los tres se mostraron visiblemente aliviados.
—Claro, no lo hemos visto —convino uno.
—Y, si lo hemos visto, no nos hemos fijado en él —puntualizó el otro.
—No queremos que alguien se enfade —asintió el tercero.
Terminaron de cerrar el trato y se marcharon, más deprisa de lo que habían llegado.
Cuando se fueron, el abuelo se inclinó trabajosamente para mirar a Zor a los ojos.
—¿Estás bien?
El niño asintió, amedrentado.
—¿Qué les pasa, abuelo?
El anciano suspiró con pesadumbre.
—Nada, pichón, que tienen miedo de lo que es diferente. Por eso te dije que te ocultaras. Y es muy importante que no le enseñes eso a nadie. Se asustarán, o se enfadarán, o intentarán hacerte daño, sólo porque eres distinto. Por eso no deben saber que lo eres.
Zor era lo bastante mayor como para saber, a aquellas alturas, en qué consistía esa diferencia.
—No lo sabrán —le aseguró a su abuelo, muy serio.
—Bien —asintió él, satisfecho.
Y entonces le dio la tunda que le había prometido.
Muchos años después, encaramando a un árbol del fango, Zor se retiró un poco la capa y acarició las sedosas plumas de sus alas, aquellas alas que habían brotado de su espalda nada más nacer y que eran parte de sí mismo, como sus brazos, o sus piernas. Su abuelo le había asegurado que, en contra de lo que les había dicho a los hombres de la Ciénaga, aquellas alas no eran algo malo ni anormal. Se trataba, simplemente, de que él tenía algo de lo que las demás personas carecían. No debía avergonzarse de ello, porque con aquellas alas podría hacer cosas maravillosas. Pero, como la gente era malvada, necia y envidiosa, era mejor que no supieran que las tenía.
Sólo cuando fue un poco más mayor comprendió Zor que, si vivían en el Desierto, lejos de la gente, era por su causa. Para que él pudiera pasearse a plena luz del día sin tener que cubrir su diferencia con una capa; para que nadie volviera a mirarlo de la forma en que lo habían hecho aquellos hombres. Para que pudiera aprender a volar.
Como un pajarillo, solía decir su abuelo. Y por eso lo había llamado Zor. Era una abreviatura de «azor», un ave orgullosa, poderosa y libre. Como aquel niño sería algún día.
El muchacho seguía sin saber qué era un ave, y mucho menos, cómo era un azor. Pero sí tenía clara una cosa: fuera como fuese, tenía alas. Como él.
Aguardó aún un largo rato antes de decidirse a abandonar su escondite, por si acaso. Entonces, con un suspiro, bajó de un salto al suelo cenagoso. Se estremeció de asco cuando sus pies chapotearon en el barro, pero se consoló diciéndose a sí mismo que no tardaría en estar de vuelta en su cálida cueva. Se encaramó al árbol para desatar ambos extremos de la capa, y después, de nuevo en el suelo, volvió a guardarla en su macuto. Estaba terminando de anudar el cierre cuando una mano cayó sobre su hombro, sobresaltándolo.
—Vaya, vaya… —masculló una voz ronca.
Zor se dio la vuelta de un salto para encararlo, ocultando su espalda a los ojos del desconocido. Era un hombre de mediana edad, de rostro arrugado y sucios cabellos grises. Por un momento le recordó a su abuelo, pero cuando él le dedicó una sonrisa desdentada y una mirada repleta de malicia, se corrigió inmediatamente: no, no se parecían en nada, decidió. Trató de zafarse, pero el individuo lo sujetó con firmeza por el cuello.
—Quieto, zagal, no te vayas tan deprisa… Vamos, sé bueno y cuéntale al viejo Ruk lo que haces aquí… ¿estás solo?
Zor atrapó la oportunidad al vuelo.
—¡No! —exclamó—. Mi gente anda cerca y no tardará en notar mi ausencia. Son todos feroces guerreros y…
—Mientes —se rio el extraño, echando su fétido aliento sobre el rostro del muchacho—. ¡Torken! ¡Gaub! —llamó—. ¡Mirad lo que he encontrado!
Zor se retorció, tratando de escapar de las manos como garras del desconocido y de alcanzar el cuchillo de hueso que siempre llevaba atado al cinto. Pensó, sin embargo, que si se movía con demasiado ímpetu, su capa podía resbalar, y entonces sus alas quedarían expuestas a los ojos del hombre. Se detuvo un momento, inquieto, y ese instante de indecisión fue su perdición: su captor aprovechó para aferrarlo con más fuerza, y lo retuvo hasta que sus compañeros lo alcanzaron.
—Bah, Ruk, pero si es sólo un mocoso —dijo uno de ellos, decepcionado; era un tipo grande, de frente ancha y largas greñas castañas, que no parecía tener muchas luces—. No tendrá más de doce años.
—Es mayor de lo que parece, Gaub —señaló el viejo, un poco ofendido—. Lo que pasa es que está muy esmirriado. Yo le echo trece, quizá catorce, si es un hijo de Gorlian, como parece. De todas formas, si es joven, mejor: cuanto más mozo, más tierno.
Los tres lo contemplaron con atención y con un brillo extraño en los ojos. A Zor se le revolvieron las tripas de puro miedo.
—¿De dónde has salido, muchacho? —preguntó Ruk, con fingida amabilidad—. No eres de por aquí, ¿verdad?
El chico calló, temblando de miedo, mientras pensaba frenéticamente qué era lo que debía decir. Su abuelo nunca lo había preparado para eso.
El hombre lo sacudió sin contemplaciones.
—¡Te he hecho una pregunta, zagal! —le gritó—. ¡Contesta, si no quieres que te arranque la piel a tiras!
—¡Sólo estoy de paso! —chilló Zor, aterrado, y su voz sonó como un agudo graznido.
Los tres hombres rieron como si hubiese contado un chiste.
—¿Ah, sí? —dijo Gaub—. ¿Y a dónde vas, si puede saberse?
Zor tragó saliva. Decidió jugársela y dijo, tratando de sonar altivo y seguro de sí mismo:
—A ver a la Reina de la Ciénaga.
Los tres rieron aún más alto.
—¿Para qué?
—¡Porque me han enviado a verla!
—¿Quién?
Zor empezaba a cansarse de aquel interrogatorio. Recordó lo que le había dicho su abuelo antes de morir, y pensó que, si su nombre significaba algo para la Reina de la Ciénaga, también debía de impresionar a las gentes del barro, así que se arriesgó:
—Dag… El viejo Dag.
Funcionó, a medias. El nombre los hizo reaccionar, pero no de la forma en que había esperado. Ruk entornó los ojos y dijo, rechinando los dientes:
—¿Me tomas el pelo? El viejo Dag está muerto.
Zor no pudo disimular su turbación. ¿Cómo lo sabían? Era imposible que se hubiesen enterado tan pronto.
—El viejo Dag lleva muchos años muerto —añadió el rufián.
El chico dejó escapar una carcajada nerviosa. Eso era imposible. Sólo hacía doce días que lo había enterrado. El hombre, creyendo que se burlaba de él, levantó una mano para abofetearlo, pero el tercer miembro del grupo, el tipo larguirucho y de barba rojiza al que habían llamado Torken, lo detuvo.
—No, espera, Ruk —'dijo; sus ojos relucían divertidos—. Quiero escuchar el final de la historia. De modo, chico, que el viejo Dag te ha enviado a hacerle una visita a la Reina de la Ciénaga…
Los tres volvían a reírse sin disimulo. Zor empezaba a enfadarse al ver que no lo tomaban en serio.
—¡Es verdad! —protestó—. Dag ha muerto, es cierto, pero no hace años de eso, sino días. Vivíamos en el Desierto hasta entonces. Y antes de morir me pidió que le entregara un mensaje a la Reina de la Ciénaga. Un mensaje tan, tan importante —añadió— que, si la Reina no lo recibiese, se enfurecería… mucho.
Los tres cruzaron una mirada, y Zor pensó que se habían tragado su farol.
—Zagal, el viejo Dag lleva años muerto, y la Reina de la Ciénaga desapareció hace meses —le aseguró Ruk, sonriendo de forma desagradable.
Zor lo miró, inseguro; si la reina hubiese desaparecido, comprendió de pronto, su abuelo podría no haberse enterado. Después de todo, la enfermedad lo había tenido postrado en cama durante mucho tiempo.
—Así que, si dijeras la verdad —prosiguió Ruk—, nadie te estaría esperando, ni en casa, ni en tu lugar de destino. Creo que estás solo, muchacho, y creo que nadie te echará de menos cuando desaparezcas.
—Pero, ¿por qué? —chilló Zor—. ¡No os he hecho nada malo!
Torken suspiró casi con pesar.
—Lo sabemos, hijo, pero son malos tiempos… siempre son malos tiempos en Gorlian. Y las presas escasean —añadió, con una torcida sonrisa.
Zor vio cómo Gaub se relamía al mirarlo, y se quedó paralizado de horror.
—No estaréis pensando…
Ruk tiró de su brazo para sacarlo de debajo de la capa y examinarlo bajo la grisácea luz de la mañana. Chasqueó la lengua con disgusto.
—Muy flaco —sentenció.
—¿Y qué esperabas de un pimpollo de Gorlian? —replicó Gaub, relamiéndose de nuevo—. A mí me basta con eso. Es mejor que los peces del fango. Seguro que estará mucho más sabroso.
—¡No podéis comerme! —gritó el chico, debatiéndose con desesperación. Aquello debía de ser una pesadilla. En cualquier momento despertaría y descubriría que seguía en su cueva, junto a su abuelo…
—¿Por qué no vamos a poder comerte? —rio Ruk—. Llevamos años alimentándonos de pescado fangoso y carne de engendro. Los muslos de un muchachito serán todo un manjar. Los cocinaremos a la parrilla.
—Seguro que saben a cochinillo asado —suspiró Torken con nostalgia.
—Oh, sí, cochinillo asado —repitió Gaub, relamiéndose por tercera vez.
Zor no sabía lo que era un cochinillo, pero no tenía la menor intención de averiguarlo. Se revolvió y casi logró zafarse, pero Ruk lo atrapó limpiamente por la capa cuando ya casi se veía libre.
—Eh, zagal, ¿a dónde te crees que…?
Siguió un silencio incrédulo, asombrado. Zor no necesitaba mirar para darse cuenta de lo que estaba pasando.
—Mirad lo que tiene en la espalda —dijo Gaub, atónito.
—Son alas —dijo Torken en tono reverente—. Como las de ella. ¿Creéis que será algo suyo?
Zor estaba a punto de aprovechar aquel momento de sorpresa para escapar, pero las palabras del hombre lo dejaron clavado en el sitio. ¿Ella? ¿Alas?
—Vamos a averiguarlo —dijo Ruk, y le agarró el ala derecha con rudeza. Zor emitió un sonido que era a medias un sollozo y a medias un gruñido de advertencia. Detestaba que le tocaran las alas, y mucho más si se trataba de un desconocido—. Eh, parece de verdad —anunció el rufián, tironeando de ella.
Zor se desprendió del contacto de un manotazo y los miró, desafiante. Los tres lo observaban con una mezcla de desconfianza y curiosidad.
—Caramba, muchacho —dijo Torken—. ¿Por qué nos has hecho perder el tiempo con toda esa tontería del mensaje y el viejo Dag cuando tenías una historia mucho más interesante que contar?
Gaub se rio tontamente.
—Sí, y vaya historia. Apuesto a que la dama de hielo no era tan fría como aparentaba. «Soy un ángel y vosotros sois solo humanos» —dijo con voz de falsete—. Apuesto a que eso no le importaba tanto a la hora de buscar quien le calentara la cama.
Ruk se encogió de hombros.
—Ya ves, al final resulta que era tan zorra como todas las demás. ¿Cuántos principitos como éste habrá en la Ciénaga? —se preguntó en voz alta, examinando a Zor con suspicacia.
Zor temblaba de miedo y de nerviosismo. ¿De qué estaban hablando? ¿Qué insinuaban?
—Si se lo llevamos de vuelta, ¿creéis que nos recompensará? —preguntó Torken.
Zor no entendía del todo lo que estaban diciendo, pero aprovechó la oportunidad:
—¡Pues claro que os recompensará! ¡Y muy bien!
Los tres cruzaron una mirada.
—Y, naturalmente, tú sabes dónde encontrarla… —aventuró Ruk.
—¡Naturalmente! —aseguró el chico, asintiendo con energía; pero el hombre lo miró con fijeza y volvió a exhibir su sonrisa desdentada.
—No mientas al viejo Ruk —lo regañó—. Acéptalo: la Reina de la Ciénaga ha abandonado Gorlian, y lo ha hecho sin ti. Así que ahora ya no vales nada.
—Y te comeremos para almorzar —anunció Gaub, feliz—. Pero primero te desplumaremos. Como a una gallina.
—Como a un pollo —añadió Ruk, y los tres se echaron a reír a carcajadas.
Zor no pudo aguantarlo más. Le dio un fuerte empujón y, para su sorpresa, Ruk perdió el equilibrio. El muchacho se desasió y retrocedió de un salto. Pero el rufián no llegó a caer. Se enderezó y se lanzó contra él.
—¡Eh, que se escapa!
Los otros dos, cogidos por sorpresa, tardaron en reaccionar.
Zor sabía que ya no tenía elección. Se retiró la capa a un lado.
—Atrás, o… —advirtió, interponiendo su cuchillo entre él y los tres hombres.
Ellos rechinaron los dientes.
—Atrás… ¿o qué? —gruñó Ruk.
—… o echaré a volar —terminó él.
Los tres se rieron.
—Ella también tenía alas. ¿Y qué? No sabía volar.
—Como las gallinas —colaboró Gaub.
—O los pollos —añadió Torken.
Y se lanzaron a la vez sobre él.
Zor batió las alas una, dos, tres veces, y se elevó sobre ellos. Los tres hombres cayeron de bruces sobre el fango. El muchacho sintió que Ruk lo agarraba por la capa, pero tiró de ella para liberarla y se vio, por fin, a salvo, muy por encima de ellos. Mientras ascendía hacia los cielos de Gorlian, los vio allá abajo, cubiertos de barro, despidiéndolo con maldiciones e improperios. Alzó la cabeza y no volvió a mirarlos.
Por fin era libre.
Se zambulló en el cielo neblinoso, sintiéndose feliz por primera vez en mucho tiempo. Hizo piruetas en el aire, se elevó y luego se lanzó en picado para remontar el vuelo momentos después.
Su abuelo le había prevenido en contra de volar. Le había dicho que sólo podía hacerlo cuando estuviera cerca del refugio, y sólo tras asegurarse de que no había nadie en las inmediaciones. Lejos del Desierto, en lugares más poblados, en las estribaciones de la Cordillera y, por supuesto, en las orillas de la Ciénaga, debía comportase como uno más, sin despegar nunca los pies del suelo. Pues si alzaba el vuelo, alguien podría verlo, y eso era mucho, mucho más peligroso que afrontar los peligros de la superficie.
Pero en aquel momento, habiéndose salvado de ser asado y devorado por Ruk y sus malcarados amigos, no lo veía así. Por primera vez, sus alas eran una ventaja, y no un inconveniente. Por primera vez, saber volar le había salvado la vida.
Allí arriba se sentía invencible. ¿Por qué razón había insistido tanto su abuelo en que no lo hiciera? ¿Tenía algo que ver con la Reina de la Ciénaga?
Zor no había comprendido del todo las palabras de los tres rufianes, pero había algo que sí creía haber captado: la Reina de la Ciénaga tenía alas.
Como él.
Pero ella se había marchado, había desaparecido, y eso desconcertaba al muchacho. ¿Dónde estaría? En Gorlian no había muchos lugares a donde ir. Quizá, como habían insinuado los pescadores, estaba muerta. En tal caso, ya nadie podría explicarle por qué ella tenía alas, por qué él las tenía, y por qué era diferente en eso a todos los demás… o a casi todos los demás.
En aquel momento se oyó un trueno y comenzó a llover, casi sin previo aviso. Zor resopló, contrariado. En apenas unos instantes, y dado que ya no contaba con la protección de los árboles, quedaría totalmente empapado. Además, la lluvia venía cargada de fango, como toda la que caía sobre la Ciénaga; si permitía que se le embarraran las alas, se le endurecerían después y no podría volar. De modo que, con resignación, descendió un poco y planeó sobre las copas de los árboles, buscando un lugar donde aterrizar.
Y en aquel momento oyó un extraño grito chirriante, un aullido que no podía ser humano, y una sombra se cernió ante él, tras la pesada cortina de lluvia. Por un breve instante, Zor llegó a creer que era la Reina de la Ciénaga, que acudía a buscarlo… pero entonces eso se acercó y se hizo más visible, y el joven se topó de bruces con una enorme criatura de ojos rojos y enormes alas correosas.
Tardó apenas un segundo en reconocerla.
El Murciélago.
Llamaban así a un gran engendro alado que habitaba en la Cordillera, pero que solía sobrevolar la Ciénaga en busca de presas. El Murciélago tenía seis patas, como un insecto, y una pequeña cabeza cuyos sentidos estaban, sin embargo, sorprendentemente desarrollados. Como la mayoría de los engendros, era letal; su boca contaba con un doble juego de dientes afilados que trituraban cualquier cosa que se llevara a la boca. Y, como la mayoría de los habitantes de Gorlian, solía estar hambriento muy a menudo.
Zor trató de virar en el aire para escapar de él, pero el Murciélago era más rápido. Con un nuevo chillido, se arrojó sobre él, y el chico sintió que lo aferraban por el ala derecha por segunda vez en el mismo día. Desesperado, dio media vuelta en el aire para golpearlo con el zurrón. La fuerza centrífuga hizo el resto. La bolsa le dio al monstruo en la cabeza y lo hizo soltar su presa un instante.
Zor sabía que, si volvía a atraparlo, no volvería a escapar con vida. Tenía que despistar al engendro, como fuera.
Replegó las alas.
Inmediatamente, empezó a caer en picado, como una piedra. Oyó el chillido del Murciélago, escuchó el poderoso batir de sus grandes alas y supo que lo perseguía. Apretó los dientes mientras seguía precipitándose en una mortífera caída libre hacia el suelo. Tenía que esperar hasta el último momento, o el engendro lo alcanzaría. Pero, si tardaba demasiado, se estrellaría contra el fangoso suelo de la Ciénaga.
Casi pudo sentir el hediondo aliento del Murciélago en su nuca cuando, por fin, desplegó las alas y frenó su caída con brusquedad. Realizó un repentino giro para dejar atrás a su perseguidor y planeó sobre las copas de los árboles del fango. Sin embargo, las garras del monstruo lo golpearon y lo hicieron perder el equilibrio. Dio varias vueltas de campana en el aire y comprobó, aterrado, que aún seguía cayendo. Batió las alas mientras se precipitaba hacia el lodo y las ramas de los árboles arañaban dolorosamente su cuerpo.
Por fin, aterrizó pesadamente en el barro. Chapoteó, aturdido, mientras oía el grito frustrado del Murciélago sobre su cabeza, y la lluvia seguía golpeándolo sin misericordia. Logró abrir los ojos y alzar la cabeza, y vio algo entre la bruma.
«Qué raro… una casa que flota sobre el fango», pensó, antes de perder el sentido.