Epílogo

Aurora

—… Y ésta es toda la historia —concluyó Ahriel, a media voz.

Los miembros del Consejo Angélico no dijeron nada. No fueron capaces, al menos, al principio. Aquélla era la primera vez que escuchaban la historia de Ahriel al completo. Los horrores de Gorlian, las acciones que ella había llevado a cabo allí, su relación con Bran, el nacimiento y posterior abandono de Zor, la llegada de Kiara, el regreso al mundo exterior, la traición de Tobin, la invocación al Devastador, la caída de Marla… hasta hacía unos momentos, de todo aquello sólo conocían algunos aspectos generales. Ahora, el relato completo de aquellos acontecimientos había quedado expuesto ante ellos.

Pero la historia no se terminaba allí. Ahriel les había contado también las verdaderas razones de su viaje al infierno, lo que ella y Ubanaziel habían hallado allí, la visita a la Fortaleza, la trampa de Furlaag, su derrota a manos del Guerrero de Ébano, el regreso al infierno y lo que allí había sucedido. A los miembros del Consejo les habría costado creer una palabra de aquella historia de no haber visto con sus propios ojos al muchacho, el hijo de Ahriel, el medio ángel.

Ningún humano había pisado jamás Aleian, la Ciudad de las Nubes, pero a él se le había permitido asistir al juicio de su madre, no sólo debido a su ascendencia angélica, sino también al hecho de haber sido uno de los últimos en hablar con Ubanaziel antes de su último viaje al infierno. Los únicos testigos de lo que había sucedido en la Fortaleza tras la partida de Ahriel eran un hechicero humano medio chiflado, un engendro y el propio Zor. Estaba clara cuál iba a ser la decisión del Consejo al respecto.

Se le había pedido al muchacho, pues, que relatara su historia con sus propias palabras. Así lo había hecho, trabándose y tartamudeando mucho al principio, rojo de vergüenza; había narrado todo lo que le había acontecido en los últimos días, desde la muerte de su abuelo adoptivo, el viejo Dag, hasta su reencuentro con Ahriel en el palacio de Marla. Aquélla era una historia incluso más fantástica que la que había relatado su madre: engendros inteligentes, hechiceros locos, descabellados planes para salvar el mundo… Zor parecía ser consciente de ello a medida que hablaba. Sin embargo, su voz se había hecho más firme al evocar cómo habían escapado de Gorlian y, sobre todo, cómo había conocido a Ubanaziel. Relató, con pasión, con qué valentía y autoridad había asumido el mando el Guerrero de Ébano, cómo los había guiado a todos a través de aquel nido de magos negros y cómo había partido, con serenidad y decisión, a enfrentarse a Furlaag. Su voz se quebró al recordar el momento de la despedida. Entonces no había imaginado que no volverían a verse, y la noticia de su épica muerte en el infierno había supuesto un golpe muy duro para él.

—Me prometió que me enseñaría a leer —concluyó en voz baja—, y a luchar con la espada. Aunque me dijo que el mejor guerrero era aquel que era capaz de mantener la paz sin necesidad de desenvainar un arma.

Ahriel detectó una huella de emoción en los semblantes, habitualmente pétreos, de los miembros del Consejo. Cierto; aquellas palabras eran muy propias de Ubanaziel. Contemplando a su hijo, una vez más, Ahriel recordó cómo se había tomado la muerte del ángel al que tanto admiraba. Había insistido en viajar hasta el infierno para ir a buscarlo, con el argumento de que también a Naradel se lo había dado por muerto. Les había costado mucho convencer a Zor de que era inútil: Ubanaziel había sido consciente en todo momento de lo que se jugaba; había sabido que, si mataba a Naradel para salvar al mundo, él mismo no saldría con vida del infierno. Y Ahriel sospechaba que, después de todo lo que había visto, alguien como Ubanaziel habría preferido morir antes que permitir que los demonios lo cogieran con vida. No; el Guerrero de Ébano estaba muerto. Había caído como un héroe, y Ahriel, independientemente de lo que le sucediera a ella después, estaba dispuesta a luchar para que se lo recordara como a tal.

—Si no hubiese sido por el Consejero Ubanaziel, ninguno de nosotros estaría aquí ahora —dijo en voz baja—. Nos ha salvado a todos; no sólo a los ángeles, sino también a los humanos. Y no sólo Aleian, sino el mundo entero. La razón por la cual lo dejé atrás, aparte de un deseo lógico de reunirme con mi hijo por fin, fue que él me lo pidió. Y que no podía permitir que la verdad sobre Ubanaziel quedara atrapada conmigo en el infierno.

—Comprendo —asintió Lekaiel sin alzar la voz—. La lealtad y el valor de Ubanaziel están fuera de toda duda, Ahriel. Lo que aquí juzgamos es tu comportamiento, y las consecuencias que éste ha tenido para todos nosotros.

—Lo sé —dijo ella solamente—. Y yo ya he explicado las razones de mis actos, y las circunstancias que me llevaron a cometerlos. Ahora sois vosotros quienes debéis decidir si hubo o no maldad en ellos.

Su mirada, limpia y serena por primera vez en mucho tiempo, recorrió los rostros de los Consejeros. Detectó que no sabían qué pensar. Había partes de aquella historia que les inspiraban un horror indecible, mientras que otras los movían a compasión o, incluso, admiración hacia los protagonistas de aquellos terribles episodios. Cierto; la inconsciencia de Ahriel había estado a punto de provocar la destrucción total del mundo a manos de los demonios. Pero habían sido ellos, y no el ángel, quienes habían orquestado todo aquel plan, con la aquiescencia de Marla y de Shalorak. Y el gran Ubanaziel había luchado codo con codo junto a Ahriel para arreglar aquello. ¿Debía ser tratada ella como una criminal cualquiera, pese a las terribles consecuencias que habían tenido sus actos?

Ahriel leyó la duda en sus rostros, y una llamita de esperanza iluminó su corazón. Al entregarse al Consejo poco antes de la batalla había creído sinceramente que no le importaba ser ejecutada, porque no quedaba nada por lo que vivir. Pero ahora que acababa de recuperar a su hijo, no estaba dispuesta a abandonarlo tan fácilmente. No sin luchar.

Lekaiel pareció leer aquella nota de desafío y deseos de vivir en su mirada, porque comentó:

—Resulta duro pensar que pudiera caber tanta maldad en un corazón humano… y tan joven.

Estaba recordando a todos que, en realidad, todo aquello había sido iniciado por Marla, y no por Ahriel. Ella se lo agradeció con la mirada, pero entendió muy bien qué era lo que se esperaba que respondiera.

—Una muchacha humana resulta una presa fácil de corromper para un demonio experimentado —dijo—. Como bien has señalado, Marla era muy joven. La tentó el poder que le ofrecían los magos negros. Y posiblemente yo la presionara demasiado. Traté de seguir el código angélico en todo momento… pero no todos los humanos están preparados para actuar como lo haría un ángel. Ni siquiera los reyes.

Lekaiel entornó los ojos, y Ahriel entendió que había cometido un error dudando del método utilizado por los ángeles para educar a los futuros gobernantes humanos. Pero no rectificó.

—Me encariñé con ella —confesó en voz baja—. Quizá no debí hacerlo, pero no pude evitarlo. O tal vez, si me hubiese mostrado con ella menos estricta, más comprensiva, más…

—… ¿humana? —dejó caer Lekaiel. Ahriel respiró hondo.

—No pretendía insinuar…

—No importa lo que pretendieras insinuar, Ahriel. Actuaste con Marla tal y como se te enseñó a hacerlo y, pese a ello, no funcionó. Es lógico que dudes de que nuestro método sea el correcto. Sin embargo, olvidas que los humanos poseen libre albedrío y que fue ella quien decidió apartarse de la senda del Equilibrio. Voluntariamente. Por muy mal que realizaras tu trabajo de educadora, en ningún momento la arrojaste a los brazos de esa secta ni la obligaste a experimentar con magia negra, según hemos entendido todos.

—Entonces, ¿por qué ha sucedido todo esto? —replicó Ahriel, sin poderse contener; su pregunta poseía un tono de angustia, de genuina perplejidad, que no le pasó desapercibido a nadie—. ¿Cómo es posible que una muchacha que lo tenía todo para ser feliz se torciera de tal manera?

Hubo un largo y pesado silencio.

—Es el misterio de los humanos —respondió Lekaiel, con cierta dulzura—. Especialmente, de los humanos jóvenes. Un enigma que quizá nunca lleguemos a resolver del todo.

—Pero Ubanaziel ha caído —les recordó Radiel, con severidad—. Y con él, miles de humanos y ángeles, bajo la furia y la maldad de las hordas del infierno. ¿Pretendes decir que no ha sido culpa de Ahriel?

—Yo no recuerdo haberla visto pelear junto a los demonios —hizo notar Lekaiel fríamente—. Cosa que, por lo que parece, sí hizo Naradel, a quien todos vosotros recordaréis como un ángel intachable… antes de su triste y lamentable caída.

—Naradel sufrió tormentos indecibles en el infierno…

—Y Ahriel en Gorlian —intervino Didanel, inesperadamente—. Pero ella no pactó con los demonios para destruirnos, sino que luchó a nuestro lado hasta el final.

—Siempre que sea cierta esa absurda historia que nos ha contado —añadió Adenael, ceñudo.

—Es cierta —cortó Lekaiel—. Ahriel no nos ha mentido.

—Si aún dudas, puedes ir tú mismo al infierno para comprobarlo —lo retó ella, burlona; pero recompuso su gesto para añadir, con irritada seriedad—. Puedo soportar que se dude de lo que he relatado acerca de mis experiencias en Gorlian, incluso acerca de lo sucedido en la Fortaleza. Pero lo que Ubanaziel tuvo que afrontar en el infierno fue duro, muy duro; mucho más terrible de lo que cualquiera de vosotros sería capaz de imaginar. Y no pienso permitir que se mancille su memoria restando importancia a su lucha y su sacrificio.

—Ahriel… —la reconvino Radiel; no se atrevió a decir nada más, sin embargo, porque aquella tarea correspondía a Lekaiel.

Pero la líder del Consejo no dijo nada. Se limitó a inclinar la cabeza en un gesto de comprensión.

Ahriel se relajó y dejó caer los hombros y las alas, en señal de sumisión. No quedaba mucho más que decir, en realidad. Sólo restaba esperar a la decisión del Consejo. No se atrevió a mirar a Zor, que escuchaba, con atención, sentado en un rincón.

—Debemos deliberar —anunció Lekaiel—. Dejadnos a solas.

Ahriel y Zor se despidieron con un gesto de respeto y salieron de la sala.

Los Consejeros tardaron unos instantes en romper el silencio.

—Antes de escuchar su historia —dijo Lekaiel—, y en vistas del desastre que ha azotado no sólo nuestra ciudad, sino medio mundo humano, parecía claro que Ahriel debía ser condenada a muerte. Sin embargo, se le ha dado la oportunidad de explicarse y de compartir con nosotros todo lo que no sabíamos acerca de lo acontecido en los últimos días. Recordemos que Ubanaziel no se halla entre nosotros, y que su testimonio habría resultado esclarecedor en todo este asunto, así que os rogaría a todos, Consejeros, que penséis en él, en lo que diría de encontrarse aquí, en cuál sería su opinión, antes de tomar una decisión. Y, hablando de tomar decisiones, dado que ahora somos sólo siete, me tomaré la libertad, contra mi costumbre, de intervenir en la votación para evitar un hipotético empate.

Los demás asintieron, conformes. Lekaiel les dio un largo rato para reflexionar; las miradas de algunos de ellos se desviaron, inevitablemente, hacia la cúpula destrozada, por la que se colaba un amplio haz de luz solar, o hacia las resquebrajadas baldosas de mármol del suelo, donde, después de la batalla acontecida días atrás, habían encontrado el cuerpo decapitado de Furlaag. Había sido una experiencia de la que los ángeles no se recuperarían fácilmente, se dijo Lekaiel. Los humanos tenían vidas fugaces y su memoria era corta, pero los ángeles recordarían aquello durante siglos. Reprimió un suspiro de pesar y dijo, por fin:

—Ha llegado la hora de tomar una decisión, Consejeros.

—¿Qué sucederá ahora? —preguntó Zor, con inquietud.

—No lo sé —murmuró Ahriel—. Es un asunto demasiado serio, y está claro que necesitan un cabeza de turco. Ni Marla, ni Shalorak ni Furlaag pueden responder ya ante ellos, y no niego que yo no he sido una simple espectadora en todo esto, así que…

Zor no respondió. Aún no sabía qué pensar con respecto a su madre. Había pasado toda su vida sin ella y todavía no estaba seguro de necesitarla a su lado, y mucho menos, de quererla. Lo había impactado profundamente la historia que acababa de contar en aquella sala, y creía que se merecía otra oportunidad. Pero eso no implicaba que le hiciese una especial ilusión compartir su vida con ella.

Ahriel malinterpretó su aire alicaído.

—No te preocupes, Zor —le dijo, con una alentadora sonrisa—. Lo que el Consejo tiene contra mí no tiene por qué afectarte para nada. Es cierto que los ángeles no ven con buenos ojos a los mestizos, pero aun así, si ocurriera lo peor, ellos se encargarán de ti. Aunque parece muy severa, Lekaiel es sensata y se ocupará de que estés bien en Aleian…

—¡Pero yo no quiero quedarme aquí! —replicó el muchacho; ante la mirada atónita de Ahriel, explicó—. No me habría importado si hubiese estado Ubanaziel… Él me caía bien. No sólo se portó bien conmigo, sino también con mis amigos, con Mac y con Cosa. Y no creas que eso es tan fácil —añadió, lanzándole una mirada retadora—. La mayoría de la gente es incapaz de tratar a Cosa como a una persona.

Ahriel titubeó. También ella había reaccionado mal al ver al engendro. Había pasado suficiente tiempo en Gorlian como para desconfiar de aquellas criaturas, pero al enterarse de que Cosa y Zor eran amigos, y que ella le había salvado la vida al muchacho en varias ocasiones, había tratado de mirarla con otros ojos. Y, aunque no habían tenido mucho tiempo para intimar, empezaba a apreciar a aquella grotesca y desdichada criatura.

—Yo no permitiré que nadie le haga daño, Zor —le prometió.

—¿Y cómo vas a hacerlo si te matan? —replicó él, con cierto rencor. Ahriel no se lo reprochó. Había desaparecido de su vida demasiado tiempo como para pretender que el chico encajara ahora su regreso con total facilidad.

—Yo espero que el Consejo sea benevolente —murmuró; alzó la cabeza para mirar a Zor cuando dijo—: No estoy preparada para dejarte atrás otra vez.

Zor no supo qué decir. Desvió la mirada, incómodo, y a Ahriel tampoco se le ocurrió qué añadir para aliviar la tensión.

Afortunadamente, en aquel momento se abrió la gran puerta que llevaba a la Sala del Consejo. Lo habitual era que los mandaran llamar para presentarse de nuevo ante los Consejeros, pero aquella vez no los hicieron entrar. La propia Lekaiel estaba en la puerta.

—Ahriel —dijo, y algo en su tono de voz encendió de nuevo la llama de la esperanza en el corazón de la interpelada—. El Consejo ya ha votado.

—¿Y? —preguntó Zor, inquieto.

Lekaiel le dirigió una leve sonrisa.

—No serás ejecutada —respondió, volviendo la mirada hacia Ahriel—. Pero el Consejo ha decidido desterrarte de Aleian de por vida, porque has demostrado ser un peligro para todos nosotros…

—¡Hurra! —exclamó Zor, sin poderse contener.

Lekaiel le lanzó una mirada severa y continuó:

—Tampoco volverás a ocuparte de la educación de ningún humano, y, por descontado, jamás serás generala de escuadra, por buena guerrera que llegues a ser, ni tampoco miembro del Consejo, por muchos méritos que acumules.

Ahriel inclinó la cabeza.

—Lo comprendo —dijo—. Y acato la decisión del Consejo. Me habría gustado pagar mi deuda de alguna otra manera… ayudando a la reconstrucción de la ciudad, por ejemplo… Pero, si habéis decidido que debo partir…

—De inmediato —asintió Lekaiel—. Si queda alguien en la ciudad de quien desees despedirte…

Muchos de los ángeles a los que Ahriel había conocido antes de ser tutora de Marla habían muerto en la batalla. Quedaban algunos supervivientes pero, por alguna razón, en aquel momento sólo pensó en Ubanaziel, y en lo mucho que tanto ella como Zor lo iban a echar de menos.

—No —concluyó—. Gracias, Lekaiel.

Ella le correspondió con un leve asentimiento.

—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó.

Ahriel dirigió una breve mirada a Zor.

—Primero, regresaremos a Saria —respondió—. Allí, bajo el cuidado de la reina Kiara, hemos dejado a Cosa y al Loco Mac… a Karmac, así es como se hace llamar ahora… Después, nos marcharemos lejos. Somos rarezas, criaturas demasiado extrañas como para encajar en cualquier lugar civilizado, y mucho menos en Aleian. Gorlian produce ese extraño efecto en la gente —añadió, con una amarga sonrisa—. Mancha de barro nuestras ropas y de oscuridad nuestras almas, y nos marca para siempre. Pero, por fortuna, nosotros no estamos solos. Encontraremos algún lugar tranquilo, donde vivir en paz sin molestar a nadie… lejos de puertas infernales y de malignas esferas de cristal.

Lekaiel le devolvió la sonrisa.

—Tal vez sea lo mejor, Ahriel. Sospecho que, de haber regresado con vida, Ubanaziel habría hablado en vuestro favor, habría tratado de convencer al Consejo de que os permitiera quedaros…

—Pero yo no lo habría aceptado —replicó ella, cruzando otra mirada con Zor—. Mi hijo no se habría sentido nunca a gusto aquí, y me temo que yo tampoco. Y no podemos abandonar a Cosa a su suerte. No sobreviviría en el mundo de los humanos, que, en ciertos aspectos, puede llegar a ser un lugar mucho más cruel que Gorlian. Cuidaremos de ella, vayamos a donde vayamos. Ya ha sufrido bastante —percibió la sonrisa de agradecimiento de Zor, y tuvo la certeza de que estaba haciendo lo correcto—. Iremos al norte —añadió—. Allí no vive mucha gente, y hay zonas boscosas donde estaremos bien. Probablemente Karmac prefiera una población grande, pero nosotros nos conformamos con bastante menos. Para quienes han habitado en Gorlian, cualquier lugar, por inhóspito que sea, resulta toda una bendición, si se puede crear en él un hogar para vivir en paz.

—¿Es eso lo que pides? ¿Un hogar para vivir en paz?

—Sí —respondió ella con sencillez—. Sin demonios, sin magos negros, sin engendros… bueno, quizá con un solo engendro amable… sin guerras y sin problemas. Creo que así conseguiremos ser felices.

Lekaiel sonrió otra vez.

—No lo dudo —dijo—. Pero tú, muchacho —añadió, dirigiéndose a Zor—, no estás desterrado. Sabes cómo llegar hasta Aleian y siempre serás bienvenido. Si prefieres quedarte…

—Muchas gracias —cortó él—, pero creo que prefiero irme con mi madre y con Cosa.

Ahriel trató de disimularlo, pero Lekaiel detectó fácilmente que su rostro resplandecía de felicidad.

—Buen vuelo, pues —se despidió—. Y que la Luz y el Equilibrio nunca os abandonen. Todos hemos perdido mucho en esta guerra, pero vuestras penalidades se remontan a mucho más atrás. Merecéis esa paz que tanto anheláis, y no me cabe duda de que la encontraréis.

—Gracias, Consejera —sonrió Ahriel.

Aquella tarde, Ahriel y Zor abandonaron Aleian, sobrevolando juntos el eterno manto de nubes que se extendía a los pies de la ciudad de los ángeles. Los demonios habían causado muchos destrozos, y la perla de las montañas tardaría mucho tiempo en recuperar el esplendor de antaño, pero lo haría, a Ahriel no le cabía duda. Pensó que ella no estaría allí para verlo, y lo lamentó. Se volvió, sólo un momento, para contemplar por última vez los blancos tejados de Aleian, y recordó todo lo que había perdido: su vida, su gente… Bran… Marla… Ubanaziel… Pero se esforzó por no mirar atrás y pensar, por el bien de su hijo, en la vida que los aguardaba.

Llegaron a la capital de Saria al anochecer. En el palacio real los esperaban Kiara, Kendal, Cosa y Mac, y cenaron todos juntos para celebrar que Ahriel se había salvado y que la pesadilla había finalizado para todos. Kiara ofreció un hogar en su reino a los prófugos de Gorlian, pero Ahriel declinó la invitación y les comunicó cuáles eran sus planes de futuro. Tal y como había imaginado, Karmac sí decidió quedarse en Saria, al menos por un tiempo. Había descubierto una gran biblioteca en el palacio de Kiara y, aunque ella le aseguró que no había en ella libros de magia negra, el anciano respondió que no los iba a necesitar.

Finalizaron la velada recordando, con honda emoción, los momentos que habían pasado con Ubanaziel. Ahriel no pudo evitar acordarse, a su vez, de otras personas a las que había perdido en aquellos años. Entre ellas Marla, pero especialmente Bran. Miró a Zor largamente y se dijo que tenía que hablarle de su padre. Y también lamentó que Bran no hubiese tenido la oportunidad de conocer a aquel muchacho que se le parecía tanto.

Al día siguiente, todos se levantaron temprano y subieron a la terraza del piso más alto del palacio para despedir a Ahriel, Zor y Cosa. Mientras el muchacho trataba de convencer al engendro de que sería capaz de cargar con ella todo el vuelo sin dejarla caer, Kiara y Kendal se acercaron a ellos, sonrientes.

—¿Volveremos a vernos, Ahriel? —preguntó la reina.

Ella sonrió.

—Claro que sí; que me hayan desterrado de Aleian no implica que no podamos visitar otros lugares del mundo humano, y todo está más cerca cuando se cuenta con un par de alas a la espalda.

—¡Es verdad! —confirmó Zor.

—Y en cuanto a ti, Karmac —añadió el ángel, volviéndose hacia el anciano—, te agradezco profundamente que hayas cuidado de mi hijo y lo hayas rescatado de Gorlian a tiempo. Estoy en deuda contigo. Si hay algo que pueda hacer…

Karmac agitó en el aire una mano huesuda.

—¡Bah, bah, tonterías! —dijo—. De no ser por él, Cosa y yo habríamos acabado hechos pedazos con esa condenada esfera. Aunque soy viejo y no espero vivir muchos más años, me alegra poder pasar los que me quedan en un lugar civilizado. Estamos en paz, Ahriel.

El ángel sonrió de nuevo. Zor abrazó a Karmac, y éste se inclinó para despedirse de Cosa.

Kiara le había dado ropa limpia, y ella se sentía muy orgullosa de vestir, por primera vez en su vida, como una persona, aunque parecía claro que se sentía incómoda porque no estaba acostumbrada a llevaría. Karmac la contempló con cariño antes de darle un abrazo.

—Cuídate, Cosa —le dijo.

—Ammmu Kkkkarmmmacc… —lloriqueó ella, pero el viejo la interrumpió:

—No, no, no, chica. ¿Qué es lo que te he enseñado?

—Amm… mmigggu Kkkarmmmac —rectificó ella.

—Tengo algo para ti, Cosa —dijo entonces Kiara.

El engendro se ruborizó, como cada vez que la reina le dirigía la palabra. Para Cosa, Kiara era la perfección personificada: una joven humana, guapa, limpia, que vestía ropas bonitas y olía bien. Cosa sabía que jamás sería como ella, pero eso sólo servía para que la admirase y la idolatrase aún más, como un modelo a seguir. Por eso, cuando Kiara le colgó un amuleto al cuello, Cosa dio un respingo y trató de sacárselo, temblando de miedo, como si creyese que no era digna de tal honor.

—No, no, Cosa, es para ti —insistió la joven, cerrando los dedos del engendro en torno al amuleto—. Es un medallón con el blasón de mi familia. Significa que te aprecio y, mientras lo lleves puesto, todo el mundo sabrá que Kiara, reina de Saria, es amiga tuya, y nadie osará hacerte ningún daño, no importa el aspecto que tengas.

Cosa la contempló boquiabierta, sin poder creer lo que estaba oyendo.

—¿Kkkira… ammmiggga?

—Claro que sí, Cosa —sonrió ella; y el engendro besó el amuleto con devoción. Trató de coger la mano de Kiara para cubrirla también de besos babeantes, pero Zor no se lo permitió. Kiara, sin embargo, abrazó a Cosa como a una vieja amiga, y el engendro lloró de pura felicidad.

Luego, la reina se volvió hacia Ahriel para despedirse de ella. El ángel la abrazó, y después a Kendal.

—Que la Luz y el Equilibrio brillen por siempre sobre vosotros —murmuró—. Y recordad que… a veces… vale la pena romper las normas —añadió, dirigiendo una larga y significativa mirada al joven.

Kiara se mostró desconcertada, pero Kendal enrojeció.

Momentos más tarde, Ahriel y su hijo ya volaban hacia el horizonte, y los gemidos aterrorizados de Cosa, aferrada al cuello de Zor para no caerse, eran sólo un murmullo lejano.

—Bien, bien, pues allá van —refunfuñó Karmac—. En busca de su destino. Y este viejo chiflado, si me lo permitís, irá a encontrarse con el suyo en la biblioteca.

Y, con una tos que parecía un eco de aquella risa demente que lo había caracterizado cuando era el Loco Mac, el anciano les dio la espalda para volver a internarse en el palacio.

Kendal y Kiara se quedaron solos, pero ninguno de los dos habló hasta que las figuras de sus amigos fueron sólo dos puntos en la lejanía. Entonces la reina despegó los labios para comentar:

—Qué raro… Yarael siempre hablaba de lo importante que es cumplir las normas. ¿Qué habrá querido decir Ahriel con…?

Pero no pudo terminar la frase, porque Kendal, tomando una súbita decisión, se volvió hacia ella y la besó con pasión. Kiara tardó un instante en reaccionar, pero cuando lo hizo, y para sorpresa del joven, no le cruzó la cara de una bofetada, sino que le devolvió un tierno beso, abrazándolo con todas sus fuerzas.

Mientras sobrevolaban las praderas del reino de Saria, Zor batió las alas con energía para acercarse a Ahriel y le preguntó:

—Madre, ¿qué es un azor?

—¿Un azor? —repitió ella, desconcertada—. Es un ave, hijo. ¿Por qué lo preguntas?

—Porque así es como yo me llamo. Zor, Azor. El abuelo me puso ese nombre, pero aún no sé qué significa. ¿Veremos azores en el norte?

Ahriel sonrió ampliamente. Era un pequeño milagro que pudiera ver a Bran en el rostro de Zor cada vez que lo miraba, sin dejar por ello de descubrir en él a su hijo. Eso le recordó las cosas bellas que la vida le había regalado. No eran muchas, ciertamente… pero no tenían precio.

—Claro que sí —respondió—. Y volaremos con ellos, libres, por fin.

Zor le devolvió la sonrisa. Por primera vez desde su huida de Gorlian intuía que se abría ante él un nuevo mundo repleto de posibilidades y de maravillas, un mundo cuyas bellezas y misterios los demonios no habían logrado destruir del todo. Como había dicho el Loco Mac, el exterior era inmenso, y valía la pena explorarlo.

Feliz por primera vez en mucho tiempo, Zor hizo un rizo en el aire, bajo la risueña mirada de Ahriel, y Cosa gritó de terror y se aferró todavía más a él para no caerse. Y los tres volaron juntos hacia el horizonte, por donde rayaba la aurora, anunciando la llegada de un nuevo y glorioso día.