XII

Confesión

Más alterado de lo que estaba dispuesto a reconocer, Shalorak recorrió el palacio en busca de los intrusos. No podían haber ido muy lejos, se dijo. El conjuro de oscuridad habría requerido toda la concentración y la fuerza del viejo, así que dudaba que hubiese realizado algún otro al mismo tiempo. No; aquellos tres andrajosos se habían visto obligados a escapar a pie. Uno de ellos tenía alas, eso era cierto, pero era un muchacho bastante enclenque, como todo lo que salía de Gorlian, y Shalorak no creía que pudiese cargar él solo con sus dos compañeros. Y, aun en el caso de que el chico hubiese decidido huir y dejarlos atrás, no lo preocupaba seriamente. A quien tenía que detener, cuanto antes, era al viejo. Marla tenía razón: a pesar de su aspecto y de los años transcurridos, aquél había sido el maestro Karmac, un poderoso hechicero.

Detectó un movimiento al final del pasillo y decidió acercarse a investigar. Avanzó con precaución, con todos los sentidos alerta y con la mente presta para reaccionar en caso de necesidad.

El corredor terminaba en una amplia sala de baile. Shalorak llegó a ver a aquel engendro repulsivo trotando torpemente por el salón, hacia la otra puerta. No había ni rastro de sus compañeros, y el mago sospechó que podría tratarse de una trampa.

Y, justo cuando alzaba la cabeza para mirar en todas direcciones, algo oscuro y sutil, invisible como la brisa, frenó en seco su avance, clavándolo al suelo. Shalorak trató de moverse, pero estaba atrapado, como un pez enredado en la malla de un pescador. Alzó la cabeza para ver al Loco Mac entrando en el salón, muy satisfecho de sí mismo.

—Será mejor que no intentes nada raro, pimpollo —le dijo—, porque tu magia se volverá contra ti en menos que canta un gallo. Te he atrapado en un conjuro…

—… de red invisible, también llamado Telaraña Oscura —completó Shalorak; alzó apenas la mano y con sólo desearlo, el conjuro se deshizo y él quedó libre otra vez. Sonrió al ver el gesto de desconcierto de su oponente—. Vamos, viejo, ¿por quién me tomas? He pasado toda mi vida en la Fortaleza. ¿Pensabas que no he tenido ocasión de utilizarlo nunca? ¿Qué creías, que nos habíamos vuelto demasiado sofisticados como para utilizar los viejos trucos contra los engendros que se escapan? ¿Creías, acaso, que podías capturarme con este conjuro, como a un engendro cualquiera? —concluyó, irritado.

Clavó la mirada en Cosa, que había vuelto a entrar en el salón, seguida de Zor; los dos lo contemplaban con los ojos muy abiertos, sin terminar de entender lo que estaba sucediendo. Mac había palidecido.

—Habría… jurado que no te habías acercado a un engendro en tu vida —farfulló para sí mismo. Pero Shalorak lo oyó, y le dirigió una mirada llena de sospecha y rencor.

—¿Me estás tomando el pelo? —siseó—. No, ya veo que no. De acuerdo, pues. Se acabó el juego, viejo. Se acabaron las palabras engañosas y las amenazas huecas. Y para vosotros también se ha terminado todo lo demás.

Alzó los brazos y todas las puertas del salón se cerraron al mismo tiempo, con estrépito, sobresaltando a Mac y a sus compañeros. Zor y Cosa se abalanzaron hacia la salida más cercana y se colgaron del picaporte, sacudiéndolo con desesperación, pero no lograron que la puerta se moviera ni siquiera un poco. Estaban atrapados.

Mac dio un paso atrás, intimidado.

—Le diré a Marla que traicionaste a tu maestro…

Pero Shalorak le dedicó una fría sonrisa.

—Adelante —lo invitó—. Dile lo que quieras. Si es que puedes.

Ubanaziel contempló, sereno, cómo una mancha oscura se separaba de la bandada de seres alados para acudir a su encuentro. Lo aguardó, sin mover un solo músculo, y sólo cuando el recién llegado estuvo lo bastante cerca como para identificarlo como Furlaag, el ángel desenvainó la espada. Reprimió una mueca cuando la magia negra que Mac le había imbuido al arma serpenteó por su brazo, produciéndole un desagradable cosquilleo. Blandió la espada, respiró hondo y desplegó las alas.

Furlaag se detuvo a unos metros por encima de él. Sus enormes alas negras lo mantuvieron suspendido en el aire sin apenas esfuerzo. También él esgrimía una enorme espada.

—¿Qué es lo que quieres de mí, Ubanaziel? —gruñó—. ¿Acaso no tuviste bastante en el infierno?

El ángel alzó cuidadosamente la espada, sin perder de vista a su oponente.

—No —se limitó a responder. Y, con un poderoso golpe de alas, se elevó por encima de los tejados de Aleian hasta situarse a la altura del demonio.

Los dos se midieron con la mirada.

—¿Es cierto, entonces? —preguntó Furlaag, exhibiendo una peligrosa sonrisa llena de dientes—. ¿Me desafías?

—Eso he dicho.

La sonrisa del demonio se ensanchó, y sus ojos amarillos relucieron mientras arrugaba el entrecejo, saboreando la pelea de antemano.

—Acepto el reto.

Y, casi sin transición, batió las alas con fuerza y se arrojó sobre Ubanaziel. El ángel hizo un quiebro en el aire para esquivarlo y contraatacó a su vez. La espada del demonio detuvo su acero, y Ubanaziel se vio obligado a eludir la larga cola que Furlaag había lanzado contra él, como un poderoso látigo. El apéndice cortó el aire con un silbido, restallando muy cerca del oído del ángel, que retrocedió un poco más, tratando de recordar su experiencia en la guerra contra los demonios. La mayoría de ellos luchaban con armas (preferiblemente hachas, mazas, espadones y pesados martillos de guerra), pese a que su propia anatomía ya les confería eficaces instrumentos de batalla. Casi todos los demonios contaban con enormes cuernos, mortíferas garras y afilados colmillos, además de colas flexibles y fuertes que manejaban a la perfección. Pero en las peleas en el aire no podían emplear todas aquellas armas al mismo tiempo, puesto que tenían que coordinarlas con las alas que debían evitar que cayeran al suelo. Por esta razón, los ángeles solían ser más ágiles y rápidos en el aire que los demonios. Furlaag, por una cuestión de orgullo, batallaría en el cielo, pero, si las cosas se ponían feas, no dudaría en descender a tierra, donde contaría con una clara ventaja. Ubanaziel deseó poder derrotarlo antes de que eso sucediera.

Fintó de nuevo para esquivar la espada del demonio y atacó desde abajo. Furlaag rugió y paró su embestida mientras trataba de atrapar al ángel con la cola. Ubanaziel se zafó y, batiendo las alas para impulsarse otra vez hacia él, encadenó una serie de movimientos destinados a desconcertar a su rival. Sin embargo, y a diferencia de otros demonios, Furlaag era muy hábil con la espada. Sorprendentemente hábil, se dijo Ubanaziel, impresionado. Se preguntó dónde habría aprendido a pelear con una técnica tan depurada. No parecía probable que hubiese muchos maestros de esgrima en el infierno.

Se echó hacia atrás, pero se trabó con la cola de Furlaag y a punto estuvo de perder el equilibrio. Trató de desembarazarse de su enemigo y el impulso lo arrojó hacia atrás. Dio un par de vueltas de campana en el aire, pero cuando recobró la estabilidad adoptó una postura defensiva de inmediato. Y aquello le salvó la vida, pues Furlaag ya se abalanzaba sobre él. Las espadas de ambos chocaron una vez más, y Ubanaziel descargó un rápido mandoble buscando una zona desprotegida de su adversario. A punto estuvo de alcanzar la escamosa piel de Furlaag, que se echó a un lado con un rugido de ira y contraatacó, con tanta fuerza que desvió la espada del ángel y se la arrebató de las manos.

Ubanaziel no tuvo tiempo de ver cómo su espada se precipitaba sobre los tejados de la ciudad. Reculó para evitar el ataque de Furlaag y casi enseguida sintió que algo se enroscaba en torno a su tobillo y tiraba de él hacia abajo. El ángel reprimió un grito al comprender que la cola del demonio lo había atrapado y que no podría detener el siguiente golpe…

Pero entonces algo se interpuso entre ambos, raudo como el viento, y otro acero interceptó el de Furlaag. Saltaron chispas.

—¡Tú! —bramó el demonio, disgustado.

—Yo —respondió ella, con una torva sonrisa.

Era Ahriel. Absorto en la pelea, Ubanaziel no se había percatado de su presencia, y tampoco la había visto nunca así. Blandía dos espadas, una en cada mano. Sombría, terrible, vibrante de odio y de ira, había algo en ella que la hacía parecerse un poco a los demonios contra los que combatía. Con un certero movimiento, Ahriel cortó el extremo de la cola de Furlaag, liberando a Ubanaziel, y un rugido de dolor brotó de la garganta de la criatura. Casi sin dilación, ella arrojó una de las armas a las manos del Consejero, y éste descubrió que era su propia espada, que Ahriel había recogido en el aire antes de que cayera al suelo. Ubanaziel la esgrimió, dispuesto a seguir luchando, mientras su compañera se erguía a su lado.

—Ah, sí —sonrió Furlaag, haciendo restallar en el aire su cola mutilada—. Leo el odio y la desesperación en tu mirada, Ahriel. ¿Qué clase de ángel eres tú?

—Uno que ya no tiene nada que perder —respondió ella con voz neutra.

Los dos ángeles lanzaron su ataque al mismo tiempo, y Furlaag se las arregló para rechazarlos a ambos, pero se vio obligado a recular.

—¿Y es así como combatís en Aleian? —gruñó—. ¿Dos contra uno?

Ella esquivó el contraataque del demonio e interpuso su espada entre ambos.

—No —respondió—. Así es como peleamos en Gorlian.

Con una carcajada desdeñosa, Furlaag batió las alas y se elevó por encima de los ángeles.

—¿Queréis atacarme los dos a la vez? —les gritó—. ¡Acepto el desafío! ¡Tratad de derrotarme, si podéis!

Ahriel parecía dispuesta a responder a la bravuconada, pero Ubanaziel la detuvo.

—Espera. Déjame a mí.

Ella lo miró sin comprender.

—¡No es momento para galanterías! —le reprochó—. ¡Esto es la guerra, no un combate de cortesía! ¡Están ganando, y si tenemos que atacarlo cinco ángeles a la vez para derrotarlo, lo haremos, por todos los engendros de la Ciénaga!

—¡No se trata de eso! No tengo tiempo para darte explicaciones, Ahriel, pero debo ser yo quien lo mate. ¿Acaso no lo has notado?

Y Ubanaziel le cogió la mano libre y la obligó a apoyarla en el pomo de su propia espada. Los dos permanecieron así un momento, con las manos entrelazadas, hasta que ella abrió mucho los ojos y se estremeció, casi imperceptiblemente. El Consejero asintió. Ahriel soltó la espada y se apartó un poco, perpleja.

—¿Por qué…? —empezó, pero Ubanaziel la cortó:

—Es largo de explicar, pero así debe hacerse. Confía en mí.

Ahriel sacudió la cabeza, pero dejó que su compañero se elevara hasta Furlaag sin intentar retenerlo.

—¿Qué pasa? —se burló el demonio—. ¿No quieres que le raje las tripas a la dama, o es que eres demasiado honorable como para permitir que me ataquéis los dos al mismo tiempo?

—Mis motivos no te incumben, Furlaag —masculló el ángel—. Te he desafiado; limítate a responder al desafío, si te atreves.

Y Ahriel se quedó mirando, desconcertada, cómo ambos volvían a enzarzarse en una encarnizada lucha, preguntándose por qué había percibido aquella huella de magia negra en la espada de Ubanaziel y cómo se las había arreglado él para impregnar su arma de aquella energía oscura y repulsiva.

—¿Éste era tu maravilloso plan? —masculló Zor, irritado—. ¿Encerrarnos con ese lunático por si se quemaba él sólito con su magia?

—¿Acaso tenías una idea mejor? —replicó Mac, picado.

Habían retrocedido hasta estar pegados a la puerta. Shalorak se acercaba a ellos desde el otro extremo del salón. Sus ojos estaban repletos de ira y sus manos relucían con un leve resplandor sobrenatural.

Desesperado, Mac empezó a tejer un escudo defensivo, pero Shalorak lo desbarató con un solo gesto de su manos.

—¿Cómo puede ser tan condenadamente bueno? —se desesperó Mac, con una serie de risitas desquiciadas.

Zor cerró los ojos, seguro ya de que había llegado su hora.

Pero entonces Cosa se plantó ante ellos y se irguió cuanto pudo, abriendo los brazos para protegerlos. Clavó su acuosa mirada en Shalorak y le suplicó:

—¡Nnnnnu, rrmmmanu!

El hechicero se detuvo un momento y la observó con un evidente gesto de disgusto y de horror.

—Cómo… te atreves —escupió.

—¡Nnnnu dddannniu! —imploró ella.

—Apártate de ahí, Cosa —dijo Mac, conmovido—. Shalorak, deja que los chicos se vayan, ¿de acuerdo? Ella es una pobre infeliz que nunca ha hecho daño a nadie, y el muchacho…

—Cierra la boca, viejo —cortó el mago; seguía sin apartar la mirada de Cosa, y su rostro era una máscara de odio y de repulsión—. Esta criatura será la primera en morir.

Alzó la mano sobre Cosa, que lo contemplaba con muda fascinación. Su fragilidad y su inocencia eran tan evidentes, a pesar de su fealdad, que Zor se preguntó qué clase de desalmado sería capaz de asesinar a sangre fría a un ser que suplicaba con tanta humildad por la vida de sus amigos.

Los ojos de Cosa se llenaron de lágrimas cuando la mortífera magia de Shalorak se reflejó en ellos.

—Nnnnu dddaniiiu mmmigggus… rmmmannu… —susurró ella, y probablemente aquéllas serían las últimas palabras que pronunciaría.

La espada de Ubanaziel realizó un quiebro en el aire, buscando el cuerpo de Furlaag; el demonio vio venir el golpe y trató de esquivarlo, pero no pudo evitar que el filo se clavase dolorosamente en su muslo izquierdo, desgarrando su piel escamosa. Con un gruñido de dolor, Furlaag batió las alas, enfurecido, para alejarse un poco de su enemigo. Lo observó desde la distancia, con los ojos entornados.

—¿Qué le has hecho a tu espada, ángel traicionero? —le echó en cara.

Ubanaziel no contestó. Enarboló su arma y lo esperó, suspendido en el aire, como un dios vengador.

—¿No respondes? —gritó Furlaag, irritado—. ¿Qué clase de ángel eres, que recurres a un poder que los tuyos aborrecieron mucho tiempo atrás y que prohiben usar a los humanos? ¿Saben acaso tus amigos que juegas con magia negra, Guerrero de Ébano? ¿Con la magia prohibida que los de mi estirpe enseñan a los mortales?

Le dedicó una carcajada burlona, pero Ubanaziel siguió sin decir una palabra. Un poco más allá, Ahriel se estremeció sin poderlo evitar. Ella misma le había dicho al Consejero que había que ganar la guerra a toda costa, pero jamás se le habría ocurrido utilizar magia negra para ello. ¿En qué estaba pensando Ubanaziel? Peor aún… ¿cómo había conseguido embrujar su espada de aquella forma? ¿Era, acaso, como aquellos repugnantes sectarios de Marla?

Vio cómo el ángel arremetía contra Furlaag. El demonio, sin embargo, se puso fuera de su alcance con un solo movimiento de sus inmensas alas.

—¿Crees que no sé lo que tratas de hacer? —se burló—. Pues es inútil, patética criatura con plumas. Si crees que así salvarás a tu pequeña ciudad y al miserable mundo que protegéis… estás muy equivocado.

—Ya lo veremos —masculló Ubanaziel.

Lo atacó con nuevas energías, y Furlaag respondió. Sin embargo, Ahriel habría jurado que lo había visto vacilar.

La magia de Shalorak rebotó contra un escudo invisible y después se dispersó. El hechicero lanzó una mirada irritada al Loco Mac y alzó la mano de nuevo, dispuesto, esta vez, a acabar con la vida de aquel viejo molesto.

Sin embargo, en los ojos de Mac ya no había miedo. Se había alzado, enderezando los hombros, con una chispa de malicia en la mirada y una sonrisa de comprensión y de triunfo.

—Cómo no lo habré visto antes —dijo—. Cómo he podido ser tan ingenuo…

Se rio como un auténtico demente, y por un momento Zor temió que hubiese perdido la razón de verdad.

Shalorak atacó de nuevo, pero en esta ocasión la magia defensiva de Mac era lo bastante fuerte como para rechazar su hechizo con tanta violencia que lo hizo retroceder un par de pasos. Zor tuvo la satisfacción de ver cómo el mago sacudía la cabeza, perplejo, y, aunque no entendía qué estaba pasando, pensó que quizá aún tendrían una última oportunidad. Sujetó su daga con fuerza, preparado para utilizarla en cuanto hubiera ocasión.

—Vaya, vaya, pimpollo —dijo Mac, avanzando hacia Shalorak con una torcida sonrisa—. Quién lo hubiera dicho… un muchacho como tú, tan joven, tan apuesto… tan hábil para la magia. ¿Cómo no ibas a serlo, si te han adiestrado para ello desde que naciste… o debería decir… desde que fuiste creado?

Zor detectó una sombra de auténtico pánico cruzando el rostro de Shalorak. Pero desapareció tan rápidamente que llegó a pensar que lo había imaginado. El hechicero se irguió y clavó en Mac una mirada llena de odio y desprecio.

—No sabes lo que dices, viejo loco. Deja ya de oponer resistencia: tú y tus amigos estáis condenados.

Pero Mac seguía sonriendo.

—Amigos… esa fue la palabra que me abrió los ojos… Pero había múltiples indicios, ¿verdad? Lo que encontramos en el laboratorio de Fentark… los manuales de magia en aquel pequeño cuarto… el hecho de que te creas el sucesor del gran maestro, tan superior a todos los demás… y tan desesperado por que no se sepa quién eres de verdad…

Furioso, Shalorak alzó las manos de nuevo y arrojó su magia contra Mac. Sin embargo, ésta volvió a deshacerse frente al hechizo defensivo de su oponente. Shalorak, inquieto, retrocedió un par de pasos. Respiraba con dificultad y empezaba a sudar; parecía claro que sus fuerzas comenzaban a agotarse, o quizá sus emociones estaban traicionando la calma y la concentración que necesitaba para usar su magia.

—¿Te he puesto nervioso, pimpollo? —se burló Mac—. Debo confesar que he sido injusto contigo: te he acusado de haber traicionado a tu maestro, pero estaba muy equivocado. Le tenías mucho aprecio a Fentark, ¿verdad? Él era como un padre para ti…

—Cierra la boca, viejo necio… —masculló el hechicero.

—Sí, tú lo has dicho: qué necio he sido al no darme cuenta. La pequeña Cosa lo adivinó antes que ninguno de nosotros y, si hubiésemos sabido escucharla, habríamos entendido muchas cosas… como, por ejemplo, el hecho de que nunca te ha llamado por tu nombre. Ni tampoco «Amo», que es la palabra que usa para referirse a los hechiceros de tu secta. No; para ella siempre has sido un «hermano»… porque eres como ella… Porque Cosa sólo llama «hermanos» a los demás engendros…

Volvió a reírse de nuevo, con aquella risa histérica y convulsiva tan propia de él. «¿De qué está hablando?», pensó Zor, aturdido. «¿Insinúa que Shalorak es un engendro?».

—¡Cállate! —aulló el mago, desesperado, y una fuerza invisible brotó de su cuerpo, empujando violentamente a sus enemigos hacia atrás y estrellándolos contra la pared. Mac ahogó un grito cuando se le quebró una costilla, y Zor gimió al sentir sus alas aplastadas sin piedad. Los tres cayeron al suelo en un confuso montón, y Mac trató de ponerse en pie, con una mueca de dolor.

—¿Era esto lo que perseguía Fentark? —murmuró, con la mirada clavada en Shalorak, que jadeaba, agotado, con el cabello húmedo y revuelto—. ¿Eras tú lo que esperaba conseguir cuando moldeaba aquellas masas sanguinolentas en la mesa de su laboratorio? ¿Un ser intrínsecamente mágico? ¿Una criatura que no necesitase invocar a los demonios para obtener su poder?

Shalorak apretó los dientes y alzó la cabeza con orgullo.

—Un ser con un poder superior al de cualquier humano —respondió—. Una nueva raza de hombres perfectos que no dependiese de la guía de los ángeles ni de la magia de los demonios. Una estirpe poderosa y libre.

—… Y, aun así —murmuró Mac, contemplando a Cosa, que temblaba junto a él—, odias reconocer que los orígenes de esa supuesta raza superior están en criaturas imperfectas como ella.

Shalorak sonrió.

—Todo requiere un precio. Mi maestro lo sabía, porque era un hombre inteligente. Pero hay tantos necios que no comprenderán jamás la grandeza de su obra… tantos estúpidos capaces sólo de ver el horror de sus experimentos fallidos —miró a Cosa con desprecio—, sin valorar los resultados finales…

—Así que necios, ¿eh? —se oyó una voz detrás del mago—. ¿Me consideras una necia a mí también, Shalorak?

El joven palideció mortalmente y se dio la vuelta. Tras él, atravesando el salón con pasos tranquilos y decididos, estaba la reina Marla.

Zor no desaprovechó la oportunidad. Aún no entendía del todo lo que estaba pasando, pero sospechaba que, si no hacía algo inmediatamente, ninguno de ellos sobreviviría. De modo que, con un grito de guerra, alzó la daga de hueso y corrió hacia Shalorak, dispuesto a clavarla en su corazón.

El mago, turbado, lo vio venir, pero no tuvo tiempo de apartarse. Levantó las manos instintivamente para defenderse, y eso le salvó la vida, porque su brazo detuvo el de Zor a escasos centímetros de su pecho. Los dos cayeron al suelo y forcejearon un momento, en una confusa maraña de plumas y ropajes negros. Por fin, la magia de Shalorak rechazó al chico y lo arrojó lejos de sí. El puñal salió despedido de la mano de Zor y se deslizó por el suelo hasta detenerse a los pies de la reina Marla, que lo observó sin interés.

Shalorak se levantó como pudo y se volvió hacia ella, con la ansiedad y el miedo pintados en su mirada. La joven se agachó para recoger la daga caída y la hizo girar entre sus dedos.

—¿Por qué están vivos todavía, Shalorak? —preguntó, con tono neutro.

El hechicero temblaba. Tragó saliva y recompuso su gesto antes de responder, con una reverencia:

—Es un fallo imperdonable por mi parte, mi reina. Lo subsanaré de inmediato.

La mirada de Marla paseó por los rostros de todos los presentes. Se detuvo un instante en Cosa y después en las facciones de Shalorak, y Zor detectó una mueca de dolor en su rostro.

—¿Es cierto eso que dicen? —preguntó, con suavidad—. ¿Es verdad que eres uno de los engendros creados por Fentark?

—Mi señora… —empezó Shalorak, pero ella lo interrumpió:

—¡Silencio! Piensa muy bien cuáles van a ser tus palabras. Si me amas lo bastante, tendrás el valor de confesar la verdad. Y, si vas a mentir, será mejor que no digas nada.

El hechicero respiró hondo. Se irguió, enderezó los hombros y clavó sus ojos en los de ella. Pareció que el tiempo se detenía durante el breve instante en que permaneció callado. Y después, por fin, de sus labios brotaron tres simples palabras, pronunciadas en voz baja, pero firme:

—Es verdad, Marla.

Después de aquella confesión, Shalorak no fue ya capaz de sostener su mirada. Bajó la cabeza, con un rictus de amargura pintado en su rostro, y apretó los puños.

—Es verdad —repitió ella a media voz— todo lo que ha dicho el maestro Karmac, entonces. Que Fentark te creó en su mesa de laboratorio, igual que a los otros engendros. Que eres el más perfecto de todos ellos. Tanto, que nadie hasta ahora se había dado cuenta de que no eras humano. Ni siquiera yo.

Shalorak no respondió, pero su silencio habló por él.

—Encerramos a esas cosas —prosiguió Marla—. Las toleramos porque formaban parte de los experimentos de Fentark, pero todos sabíamos que su mera existencia era totalmente inaceptable. Por eso las arrojábamos a Gorlian, con el resto de la basura. Porque valen mucho menos que un ser humano, incluso que cualquier ser vivo. Después de todo, son artificiales. Ni siquiera deberían haber sido creadas.

Shalorak seguía temblando. Zor abrazó a Cosa, que había buscado consuelo a su lado.

—Con todo, a mí siempre me dieron lástima —concluyó Marla—. Nunca entendí qué pretendía Fentark cuando las creaba, pero ellas no tenían la culpa de ser como eran. No habían tenido ninguna oportunidad de ser otra cosa.

»En cambio, tú eras tan semejante a los humanos que podías pasar por uno de nosotros, y eso hiciste, ¿verdad? Nos engañaste a todos, para que no te tuviéramos lástima, para que no te miráramos con asco… para evitar que te arrojáramos a Gorlian como a todas las demás. Y tan humano parecías… que te buscaste una mujer humana —Shalorak alzó la cabeza de pronto, pero ella no le dejó hablar—. Sí, ¿por qué no? —continuó, en voz más alta—. ¿Quién va a conformarse con una celda inmunda y una cueva en Gorlian cuando puede ocupar la alcoba de una reina?

—Marla…

—¡Cállate! —estalló ella, y su rostro estaba lleno de angustia y dolor—. No sé qué me molesta más… que me mintieras… que me utilizaras… que te burlaras de mí…

—Mi reina, yo jamás os he utilizado ni me he burlado de vos —cortó él, desesperado; cayó de rodillas ante ella y tomó su mano con absoluta adoración—. Os amo con todo mi corazón… y nunca he mentido al respecto. Si oculté mis orígenes fue porque temía que me rechazarais, temía no ser digno… —su voz se ahogó en un sollozo.

Marla retiró la mano.

—Levántate —ordenó.

Shalorak se incorporó, vacilante. Marla le dio la espalda, temblando.

—Te amo, Marla —dijo él, simplemente—. Nunca ha habido engaño ni doblez en esto.

Ella tardó un momento en contestar. Después, se volvió hacia él y dijo solamente:

—Pero eres un engendro.

Alzó la palma de la mano. Sobre ella reposaba el tosco puñal de Zor. Shalorak lo contempló un instante, sin comprender. Y, antes de que pudiera pronunciar palabra, el arma salió disparada de la mano de Marla, sin que ella hubiese movido un solo músculo, simplemente obedeciendo a su magia y a su voluntad; y, con velocidad y precisión mortíferas, se hundió en el corazón del hechicero.

—Y una reina no puede rebajarse a amar a una criatura como tú —concluyó ella en voz baja.

Shalorak ni siquiera lo había visto venir. Contempló un momento el mango que sobresalía de su pecho, sin entender lo que estaba pasando. Entonces alzó una última mirada suplicante hacia su reina mientras caía de rodillas. Levantó la mano hacia ella, tratando de alcanzarla, pero no consiguió rozarla siquiera. Sus labios se entreabrieron para pronunciar una última palabra, puede que de ruego, quizá de perdón, tal vez de amor…

… pero exhaló su último aliento antes de poder hablar.

Y Shalorak, el hechicero, la más perfecta de las criaturas de Fentark, cayó de bruces sobre las baldosas del salón de baile, muerto.

Mac, Zor y Cosa habían sido testigos de la escena sin intervenir, y ahora contemplaban, atónitos, el cuerpo que yacía ante ellos. Shalorak había muerto, y lo había hecho tal y como ellos deseaban: por medio de un arma imbuida de un conjuro de disolución. Aquello significaba que uno de los extremos del vínculo había sido destruido al fin.

Y, sin embargo, y por alguna razón desconocida, ninguno de ellos sentía la menor alegría. Cosa dejó escapar algunas lágrimas y murmuró, aún con los ojos clavados en el cuerpo de Shalorak:

—… rmmmannnu…

Marla se volvió hacia ellos. Tenía los ojos húmedos, y parpadeó rápidamente para retener las lágrimas.

—Así es como ha de hacerse —dijo; pretendía parecer impávida, pero le temblaba la voz—. No era tan complicado, ¿verdad? Los hechiceros se obsesionan con la magia, y los guerreros con las armas, olvidando que a veces lo más práctico es combinarlas ambas.

Mac se puso en pie, trabajosamente.

—Quizá —admitió—. Pero también sospecho que Shalorak no se habría dejado matar por nadie que no fueras tú.

Marla lo contempló un momento, y el Loco Mac descubrió en sus ojos un destello de un dolor intenso, profundo e inconsolable. Sin embargo, ella sacudió la cabeza y respondió:

—El caso es que ambos lo queríamos muerto, y ahora ya lo está.

—Pero no debías matarlo tú —intervino Zor, sin poderse contener—. ¡El te quería! ¡Si hasta ha destruido el mundo para sacarte del infierno!

Ella le dirigió una sonrisa cansada.

—Eres demasiado joven para entenderlo —respondió; en realidad, Marla sólo era cuatro o cinco años mayor que él, pero su mirada parecía la de una anciana, y Mac, que la había conocido cuando era poco más que una niña, no pudo evitar pensar que había vivido demasiado en muy poco tiempo.

—Marla… —empezó, pero ella lo hizo callar con un gesto.

—Y ahora os toca a vosotros —dijo, con total tranquilidad—. ¿O es que pensabais salir vivos de mi palacio?

Ahriel se cansó de estar mirando sin hacer nada. Naturalmente, había muchos demonios y diablillos sobrevolando las cúpulas de la ciudad, y algunos de ellos incluso habían logrado posarse en alguna parte, pero ella tenía la sensación de que la clave de aquella contienda, lo que decidiría la victoria o la derrota de los ángeles, estaba en la batalla que mantenían Furlaag y Ubanaziel. Sabía por qué no debía intervenir: por alguna razón, el Consejero quería abatir a su oponente con su propia espada, impregnada de magia negra. Ahriel no tenía idea de qué sucedería si lo conseguía. Sólo tenía claro que debía encontrar la forma de intervenir.

La pelea estaba muy igualada, pero Ubanaziel había estado a punto de ser alcanzado por Furlaag en un par de ocasiones. Si todo dependía de su victoria, entonces los ángeles estaban demasiado cerca del desastre total.

Y todo aquello era culpa suya. Por empeñarse en rescatar a su hijo de Gorlian, por ir al infierno a buscar a Marla, por subestimarla una vez más. Hasta hacía unos instantes, había estado dispuesta a tirarlo todo por la borda, a rendirse sin más. Pero no podía hacerlo mientras Ubanaziel siguiese peleando. Por mucho que él se lo tomase como algo personal, Ahriel sabía que no era su guerra. Porque, para empezar, si ella no se hubiese presentado ante el Consejo Angélico días atrás, todo aquello jamás habría sucedido.

Ahriel apretó los dientes y batió las alas, impulsándose un poco más cerca de los combatientes, que seguían peleando a pocos metros por encima de ella. Los observó con atención, dispuesta a intervenir si llegaba la oportunidad. No era un comportamiento noble ni respetaba las normas del juego limpio, pero, después de todo, aquello era una guerra, y ella había aprendido muchas cosas en Gorlian acerca de cómo romper las reglas.

La ocasión se presentó momentos después. Furlaag fintó en el aire para esquivar a Ubanaziel, y el extremo mutilado de su larga cola pasó muy cerca de Ahriel. Ella lo agarró sin pensarlo y tiró de él para impulsarse hacia arriba. El demonio notó el tirón y trató de desembarazarse de ella, pero Ahriel se colgó de uno de sus pies y plegó un poco las alas.

El peso del ángel desestabilizó a Furlaag, quien, con un rugido, descargó la espada sobre Ahriel para quitársela de encima.

Ubanaziel también había quedado sorprendido por la súbita intervención de Ahriel, pero no desaprovechó la oportunidad. Con un poderoso grito de guerra, alzó su espada y la volteó en el aire para descargarla sobre el demonio.

Furlaag se volvió para mirarlo y lo último que vio fueron los ojos de Ubanaziel, repletos de ira, apenas un instante antes de que el filo de la espada del ángel le cortara la cabeza de un solo tajo.

Ahriel contempló, turbada, cómo la cabeza del demonio salía volando por los aires y un chorro de sangre espesa y negruzca salpicaba sus alas. El cuerpo de Furlaag se mantuvo un momento en el aire y después empezó a caer pesadamente, arrastrando a Ahriel consigo. Ella ahogó un grito y trató de desembarazarse de él, pero la larga cola del demonio se había enredado en sus alas y su peso muerto le impedía reequilibrarse. Aterrada, Ahriel se vio cayendo en picado, envuelta en un letal abrazo con el cuerpo decapitado de Furlaag. Pero vio también que Ubanaziel plegaba un poco las alas y se lanzaba en picado para rescatarla. Alargó la mano hacia él, desesperada, y sintió cómo la agarraba y tiraba de ella hacia arriba. El cuerpo de Furlaag siguió cayendo hasta aterrizar sobre la cúpula de la sede del Consejo Angélico. Compungidos, Ahriel y Ubanaziel contemplaron cómo el techo se hundía bajo el peso del tremendo impacto, y el cadáver del demonio aterrizaba con estrépito sobre las blancas baldosas de la Sala del Consejo.

Ubanaziel hizo una mueca.

—Lekaiel me obligará a limpiar todo esto.

Ahriel batió las alas un par de veces para reequilibrarse.

—¿Y esto es todo? —le preguntó, algo decepcionada—. ¿Un demonio muerto y un edificio oficial semiderruido? En serio, Ubanaziel, ¿qué era lo que pretendías con ese estúpido desafío?

El ángel le dirigió una mirada de reproche, pero no respondió a la pulla. Acompañado por Ahriel, planeó hasta la cúpula y se posó en uno de los extremos intactos. Pero no miró hacia abajo, donde yacía el cuerpo de Furlaag, sino que alzó la mirada y contempló lo que sucedía en el cielo que se extendía sobre Aleian.

Nada parecía haber cambiado. Los demonios no habían acusado la pérdida de su líder, y seguían peleando contra los ángeles, como si nada hubiese sucedido. Sobre la ciudad seguían lloviendo cuerpos, heridos o muertos, de uno y otro bando. En algún lugar, por encima de la puerta norte, varios demonios habían atrapado a un ángel y le tiraban de las alas con deleite, tratando de arrancárselas de cuajo. Los gritos de dolor del desdichado se oían muy lejos, pero apenas quedaban ángeles que pudieran socorrerlo. Todos estaban demasiado ocupados luchando por sus propias vidas, y seguían peleando sin descanso. Pese a ello, muchos demonios habían aterrizado ya en la ciudad y se dedicaban a destrozar todo lo que veían. En un tejado vecino, incluso, un repulsivo diablillo orinaba sobre la cabeza de una de las blancas estatuas que decoraban la cornisa, riendo como un loco. Ahriel arrancó un cascote medio suelto de la cúpula y se lo lanzó a la cabeza, pero el diablillo lo esquivó y, furioso, le dedicó una abigarrada sarta de palabras malsonantes. Ahriel escogió otro cascote y la criatura se apresuró a alejarse volando torpemente.

Ubanaziel movió la cabeza con pesar.

—¿Qué esperabas conseguir? —preguntó Ahriel—. Yo… no quiero parecer pesimista, pero creo que esta guerra la hemos perdido.

El Consejero pareció darse cuenta entonces de su presencia. La miró, y recordó entonces que había muchas cosas que ella no sabía. Sin embargo, no había tiempo de explicarlas todas, de modo que abrevió:

—Por lo visto, hay una forma de conseguir que todos los demonios sean absorbidos de vuelta a su dimensión.

Ahriel era toda oídos.

—¿Matando a Furlaag? —adivinó.

—Matando a los dos extremos de un vínculo humano-demoníaco que mantiene unidas ambas dimensiones, con algo llamado conjuro de disolución, o con un arma imbuida de él.

—¿Y Furlaag era uno de los extremos del vínculo? —completó ella; no parecía muy convencida, sin embargo.

Ubanaziel asintió.

—El otro extremo es Shalorak, el hechicero que estaba con Marla. Tengo aliados que se están ocupando de él en estos momentos…

—¿Ah, sí?

—… de modo que, si aún no ha sucedido nada, se debe, probablemente, a que ellos no han logrado acabar con Shalorak todavía —sacudió la cabeza, con un suspiro de impaciencia—. Por el bendito Equilibrio, ese chico ya debería estar muerto a estas alturas. Deben de haberse topado con algún problema, así que tendré que ir al palacio de Marla a echarles una mano.

—Espera —lo retuvo Ahriel cuando ya desplegaba las alas—. Disculpa mi ignorancia, pero hay algo que no entiendo: si el conjuro de vinculación tiene que mantener unidas ambas dimensiones, y Furlaag era uno de los extremos… ¿qué diablos hacía en nuestro mundo? ¿O es que el mago se ha ido de vacaciones al infierno?

—El vínculo se establece entre una criatura del infierno, esto es, un dem… —Ubanaziel se detuvo de golpe y miró a Ahriel, con los ojos muy abiertos—. Espera… ¿dirías que es necesario que cada uno de los extremos esté en una dimensión distinta?

—Parece lo más lógico —asintió ella—. Recuerda cómo nos engañaron Marla y Furlaag para mantener abierta la puerta de Vol-Garios. El colmillo de demonio que llevaba estaba vinculado a su lugar de origen, por lo que, al sacarlo de allí, mantenía abierta la puerta entre ambos mundos… el colmillo era un extremo, y el infierno, el otro. Imagínatelo como una cuerda que une ambos extremos, que mantiene unidos ambos mundos e impide que la puerta se cierre. Para que algo así funcione con todas las puertas debe ser un conjuro muy poderoso, pero, además, uno de los extremos debería estar en nuestro mundo, y, el otro, en el infierno. ¿Cómo van a mantenerse las puertas abiertas si ambos extremos de la cuerda están en el mismo lado?

Ubanaziel se acarició la barbilla, pensativo.

—Quizá la magia negra no atienda a problemas de lógica —murmuró—, pero lo que dices tiene sentido. Eso implicaría que nos hemos equivocado de persona. Que Furlaag no es uno de los extremos del conjuro, sino algún otro demonio que se ha quedado en el infierno.

Ahriel echó un breve vistazo al cuerpo decapitado de Furlaag.

—Bueno, pues es una equivocación que yo, por lo menos, no voy a lamentar.

—Ni yo. Pero necesitamos estar seguros, y sólo hay una manera de hacerlo.

—¿Volar hasta Karishia para asegurarnos de que Shalorak está muerto?

—Sí, y no. Porque, si resulta que sí lo está, habremos perdido un tiempo precioso. Tú irás a Karishia y, entretanto, yo volveré a viajar al infierno, por si acaso.

Ahriel lo miró sin poder creer lo que estaba escuchando.

—¿Te has vuelto loco? ¡Ni siquiera estamos seguros de que mi teoría de la cuerda sea correcta! Quizá aún no ha pasado nada porque Shalorak sigue vivo o porque tus fuentes no eran de fiar. Pero, en el caso de que tengas razón, ¿qué piensas hacer en el infierno? ¿Dejar que te maten? ¿Preguntar amablemente a cada uno de los demonios si establecieron alguna clase de pacto con cierto humano llamado Shalorak?

Ubanaziel sacudió la cabeza.

—Mira a tu alrededor, Ahriel. Están todos aquí… o casi todos. El infierno habrá quedado prácticamente vacío. Si algún demonio se ha tomado la molestia de quedarse allí mientras todos sus compañeros están destruyendo nuestro mundo, no será necesario preguntarse por qué.

Ahriel respiró hondo.

—En ese caso, voy contigo.

Ubanaziel le brindó una torcida sonrisa.

—Es mucho lo que tengo que contarte, Ahriel, y apenas me queda tiempo —dijo, abriendo las alas—. Si quieres ayudarme, asegúrate de que Shalorak está muerto. Porque, suceda lo que suceda en el infierno, mi viaje no servirá de nada si él continúa con vida.

Batió las alas y se elevó en el aire, dejándola atrás. Se internó entre los que aún combatían, cortando algunos miembros por el camino, como había hecho a la ida, pero no se detuvo en ningún momento. Muchos ángeles lo vieron partir, y contemplaron, incrédulos, cómo su héroe les daba la espalda y huía de Aleian, abandonándolos a su suerte.

Sólo Ahriel sabía la verdad: que Ubanaziel pretendía volver a entrar en el infierno para encontrar y derrotar al único demonio cuya muerte podía propiciar la salvación del mundo entero.

Pero en aquel momento estaba demasiado confusa como para agradecérselo.