Secreto
Mientras tanto, la batalla en el cielo arreciaba. Los demonios seguían atacando, y su furia y enardecimiento parecían no conocer límites. Los ángeles se defendían como podían, pero las huestes infernales los obligaban a retroceder cada vez más. Ni siquiera los refuerzos que llegaron desde Aleian poco después de que Miradiel enviara su informe y su petición de ayuda sirvieron para mejorar las cosas. La propia generala había caído hacía ya rato, y de su escuadra apenas quedaban un par de ángeles que luchaban desesperadamente por su vida.
Todos sabían que era inútil; que los demonios llegarían hasta Aleian tarde o temprano, que no podían hacer nada para evitarlo. Sin embargo, seguían luchando con esfuerzo y valentía. Eran conscientes de que cada demonio que abatían aumentaba las esperanzas de los defensores de Aleian, que estaban ya preparándose para recibir a los invasores a las puertas de la ciudad.
Por su parte, los demonios veían su objetivo cada vez más cerca. Y cuando, con las primeras luces del alba, la Ciudad de las Nubes se mostró ante ellos, reluciendo en toda su pureza y esplendor, en lo alto de un pico lejano, las hordas del infierno lanzaron al unísono un aullido de triunfo. Pero también los ángeles se volvieron un instante para contemplar su amada ciudad, quizá por última vez, y redoblaron sus esfuerzos. Defenderían Aleian o morirían en el intento. Y, si lo hacían, conservarían en la retina una última imagen de las blancas cúpulas de su hogar.
Furlaag luchaba en primera línea. Los ángeles estaban oponiendo más resistencia de la que había imaginado en un principio, pero tenían la batalla perdida, y todos lo sabían.
El demonio sonrió, y clavó sus pupilas amarillas en los albos tejados de Aleian.
Los rayos de la aurora despertaron a Marla, acariciando suavemente sus párpados. Cuando abrió los ojos, lo primero que pensó fue que estaba viviendo un hermoso sueño, porque se hallaba en una cama mullida, de suaves sábanas y dosel de encaje: la suya. No tardó mucho en recordar que todo aquello era real; que la pesadilla había terminado y por fin había logrado escapar del infierno. Giró la cabeza, pero Shalorak ya no estaba a su lado. Lo vio de pie, junto al ventanal, de espaldas a ella, ya vestido con la túnica negra que siempre lucía, y que, en opinión de Marla, lo favorecía mucho. Sonrió, con un leve rubor en las mejillas. «… Un paraíso privado», había dicho él, «en el que estaríamos juntos y a salvo para siempre. Un mundo hecho a vuestra medida, del que vos seríais la única y verdadera emperatriz». Sonaba demasiado hermoso como para ser real, pero lo cierto era que Marla lo deseaba con todo su corazón. Anhelaba que todas las noches fueran como aquélla, que todos los días estuviera Shalorak a su lado al despertar. Soñaba con un lugar donde Ahriel no la persiguiera, donde no hubiese ángeles ni demonios, donde la magia no estuviese prohibida y ella pudiese usarla para crear mil maravillas.
—Veo que ya estáis despierta, mi reina —dijo él, devolviéndola a la realidad.
Marla contempló su oscura figura recortada contra la luz del ventanal, y sonrió de nuevo. Shalorak no precisó más indicaciones. Aunque no era necesario en realidad, volvió a darle la espalda para dejarle más intimidad. Sólo un momento más tarde, ella se reunió con él, envuelta en una larga bata blanca.
—No deberías llamarme así —lo riñó, con suavidad—. Casi todo mi reino está convertido en cenizas y, además, no soy tu soberana. Tú y yo somos iguales.
—Para mí, siempre seréis mi reina —respondió Shalorak con sencillez, besándole fervorosamente la mano.
Ella sonrió tristemente.
—Si me hubieses visto en el infierno…
—Os vi —cortó él, con una tensa nota de dolor en su voz—. Cientos de veces. Furlaag disfrutaba mostrándome vuestra agonía, y yo… —cerró el puño, con rabia—, yo no podía hacer nada por ayudaros…
Conmovida ante la sincera angustia del joven, Marla entrelazó sus dedos con los de él.
—Pero ya estoy aquí. Y todo gracias a ti. Viva y a salvo, aunque ya no sea reina de nada.
—Sois la reina de mi corazón —le aseguró él, con una ardiente mirada—. Y siempre lo seréis.
Marla tragó saliva. Había sido testigo del poder de Shalorak, un poder que no había tardado en superar al de su maestro. Era consciente del desprecio que el joven sentía hacia las personas en general, quizá por no dominar, como él, los secretos de la magia, quizá porque pocos tenían una inteligencia y determinación comparables a las suyas. Pero aquel hechicero, tan poderoso y seguro de si estaba loco por ella.
—Vámonos de aquí —le dijo impulsivamente—. Tú y yo solos. A cualquier otra parte, lejos de todo esto. A ese pequeño paraíso que habías preparado para nosotros.
Shalorak le dedicó una serena sonrisa y una elegante reverencia.
—Vuestros deseos son órdenes para mí, mi señora.
—Aunque… —añadió ella, pero no fue capaz de terminar. Su mirada se había desprendido de los ojos de Shalorak para pasear por la imagen de su reino que le ofrecía el ventanal: una ciudad silenciosa y un horizonte arrasado y yermo.
El joven hechicero leyó en su corazón, como de costumbre.
—Dejadlo todo atrás —la alentó—. Ellos creen que habéis muerto. Son demasiado estúpidos como para apreciar vuestra valía, y no os echarán de menos. Pero —añadió—, si lo que deseáis es recuperar Karish, estoy a vuestro servicio. Ya lo sabéis.
Marla cerró los ojos un momento.
—Lo que quiero hacer… frente a lo que debo hacer —murmuró—. Siempre es igual. Ahriel habría dicho que mis obligaciones no son sólo lo primero, sino lo único que importa. Porque soy una reina y tengo responsabilidades —concluyó, con amargura—. Y siempre ha sido así. ¿Y qué hay de mi vida? ¿De mi felicidad? ¿No tengo derecho a eso?
Shalorak la escuchó con paciencia, pese a que no era la primera vez que ella pronunciaba semejantes palabras.
—Yo aceptaré cualquier decisión que toméis —le dijo, como solía—. Cualquier cosa que hagáis, bien estará. Además… —Se interrumpió de pronto, clavó la mirada en el firmamento y frunció el ceño, preocupado.
—¿Qué…? —empezó Marla, pero calló al ver lo que Shalorak le señalaba.
Una figura, negra y blanca, sobrevolaba los tejados de la ciudad. Sus grandes alas batían el aire alejándolo del castillo en dirección al sol naciente.
—Un ángel —murmuró Shalorak—. No se trata de Ahriel —se apresuró a aclarar, al ver que Marla se había puesto pálida—. Pero, aun así, no es una buena señal. Pase lo que pase en la batalla que Furlaag tiene entre manos, los ángeles no nos olvidarán fácilmente. Ahriel vendrá, tarde o temprano, y entonces…
Marla cerró los ojos un momento. Su frágil felicidad había vuelto a hacerse pedazos.
—Deberíais haberla matado cuando tuvisteis ocasión —le recordó Shalorak con delicadeza.
—Lo he intentado, de veras. Pero no sería capaz de matarla yo misma, así que…
—… Así que siempre se lo dejáis a otros. Pero Ahriel sobrevivió a Gorlian y venció al Devastador, y mientras ella viva, vos no tendréis un instante de paz. Aun así —reiteró, dirigiendo una nueva mirada pensativa a la silueta alada que se alejaba—, sigo sin entender qué hacía ese ángel por aquí. Y me inquieta, mi reina. Temo que no esté solo. Quizá haya venido a acompañar a Ahriel. Quizá ella esté ya en este mismo castillo, buscándoos.
Dio media vuelta, separándose de Marla, con brusquedad. Ella se envolvió aún más en su bata, rogándole con la mirada que no se fuera.
—Confiad en mí —la tranquilizó Shalorak—. Sólo voy a asegurarme de que estáis a salvo. No tardaré.
Y, con un susurro de ropas negras, el hechicero abandonó la alcoba.
—Vaaaya —murmuró Zor, impresionado, mirando a su alrededor.
—Cierra la boca, que te van a entrar moscas —gruñó Mac, pero el chico se sentía incapaz de ignorar las maravillas que había a su alrededor.
Había encontrado absolutamente sorprendente el mundo que se abría más allá de la Fortaleza. Tan grande, tan verde, tan brillante… Aunque Mac y Ubanaziel habían dicho que la devastación producida por los demonios era claramente visible, a Zor seguía pareciéndole un lugar hermoso. Cierto, los caminos estaban bordeados de cadáveres desmembrados, y los pueblos aún ardían en llamas, lanzando negras columnas de humo hacia el firmamento. Era verdad que aquel silencio mortuorio parecía cubrirlo todo… pero el cielo era grandioso, el horizonte no tenía límites y el mar era tan azul… y había tantas criaturas hermosas… bellas de verdad, no pegajosas como los peces del fango, ni contrahechas como los engendros. En su breve vuelo hacia la ciudad de Karishia, Zor había creído que, a diferencia de lo que sucedía en Gorlian, ningún hogar, por cómodo y confortable que fuera, podría compararse a la experiencia de dormir al raso, con aquella inmensa cúpula celeste sobre su cabeza.
Había cambiado de idea al entrar en el palacio de la reina Marla.
Lo había sorprendido el concepto de «ciudad». Jamás habría podido imaginar que pudiesen vivir tantas personas juntas en un mismo sitio. Y todas ellas habitaban en casas sólidas, bien construidas. Zor no podía creerlo. Los habitantes del exterior eran increíblemente hábiles e inteligentes. Allí, hasta la cabana más cochambrosa superaba a los mejores refugios de Gorlian.
Y el palacio… era tan inmenso que, cuando Mac le dijo que allí sólo vivían la reina Marla y sus sirvientes, pensó que le estaba tomando el pelo. Sólo aquel palacio podía dar cobijo a todos los habitantes de Gorlian juntos. Y aún sobraría sitio.
Habían aterrizado en lo alto de una de las torres. No había guardias allí; todo el palacio, en realidad, parecía estar anormalmente desierto. Ubanaziel había adivinado lo ocurrido tras contemplar la ciudad intacta, en contraste con los pueblos arrasados que habían visto por el camino.
—La guardia ha abandonado al rey Bargod —dijo—. Algunos habrán salido a defender los pueblos vecinos, encontrando la muerte en manos de los demonios. Otros han acudido a proteger a sus familias —movió la cabeza, preocupado—. Si Marla y Shalorak están aquí, no habrán encontrado problemas para reducir al rey. Quizá esté ya muerto.
—Nos ocuparemos de eso después —prometió Mac—. Ahora, nuestra prioridad debe ser encontrar a Shalorak.
—Tened mucho cuidado —les aconsejó el ángel—. Ese joven puede reservaros más de una sorpresa.
Se despidieron de él y se quedaron un momento junto a las almenas, observándolo mientras se perdía en el horizonte. Entonces, el Loco Mac se volvió hacia sus compañeros.
—Muy bien, escuchadme atentamente: hemos venido aquí a matar a Shalorak. Dudo mucho que ninguno de vosotros dos haya matado alguna vez a sangre fría. Tal vez en defensa propia, pues Gorlian es un mundo cruel… Pero esto es distinto.
—Yo lo considero defensa propia —replicó Zor, molesto porque Mac parecía tenerlo por un pusilánime—. Ese tal Shalorak por poco nos mata en la Fortaleza, y lo intentaría de nuevo si nos sorprendiera aquí; además, ha abierto las puertas del infierno y ha provocado un gran desastre. Es un tipo peligroso y, si no podemos escondernos de él ni evitarlo de ninguna manera, habrá que matarlo.
Mac miró fijamente a Zor, y comprendió que lo decía en serio. El muchacho podía ser ingenuo y muy impresionable en ciertos aspectos, pero en otros se notaba que era un hijo de Gorlian, y que había crecido en un mundo en el que la única ley era la de la supervivencia.
Zor extrajo su puñal de la vaina. Se lo había hecho su abuelo, mucho tiempo atrás, con un hueso de engendro. El chico recordaba cómo había pasado días enteros afilándolo hasta convertirlo en una hoja mortífera. Y había aprendido a utilizarlo con habilidad, pero también era consciente de que su arma no podía compararse con los puñales y espadas de acero que tenían otros guerreros de Gorlian. Y, aunque Mac le había aplicado el conjuro de disolución, Zor seguía sin tenerlas todas consigo.
Mac lo vio sopesar la daga, dubitativo, y adivinó sus pensamientos.
—Eso podría servirte en Gorlian, y podría incluso valerte contra un hombre armado, si eres lo bastante rápido. Pero vamos a enfrentarnos a un mago, lo cual significa que, probablemente, no tendrás ninguna posibilidad de acercarte a él lo suficiente como para que puedas usarlo —concluyo, con una serie de escandalosas risotadas.
Zor alzó la cabeza, desconcertado, recordando cómo Shalorak había paralizado a dos poderosos ángeles y casi los había matado a él y a Cosa con un hechizo sin necesidad de tenerlos cerca.
—¿Qué se supone que debemos hacer, entonces?
—Cogerlos por sorpresa —respondió Mac—. Shalorak cree que habéis muerto bajo los escombros. Además, probablemente apenas se haya fijado en vosotros, porque cree que no sois rivales para él. Sin embargo, yo desbaraté su magia, y, si me ve, centrará su atención en mí.
—Comprendo —asintió Zor—. Quieres desafiarlo abiertamente mientras nosotros nos mantenemos escondidos. Así, mientras lo distraes, podremos acercarnos por detrás y…
No terminó la frase, pero todos entendieron lo que quería decir.
—Con un poco de suerte, podré derrotarlo yo con el conjuro de disolución —prosiguió Mac—, pero, si me viera en dificultades, tendrías que intervenir tú, muchacho. Recuerda que un ataque físico sólo servirá para nuestros objetivos si lo realizas con ese puñal. ¿De acuerdo?
Zor asintió, muy decidido. Cerró los dedos en torno a la empuñadura de su daga, y sintió que la magia negra que la alimentaba le cosquilleaba en la piel. No encontró que fuera una sensación desagradable, al contrario de lo que le sucedía a Ubanaziel. Zor sólo era medio ángel y, además, había crecido en Gorlian, que respiraba magia negra por los cuatro costados.
Mac se volvió para mirar a Cosa:
—Y tú, ¿cómo estás? —le preguntó.
Parecía que su herida estaba ya casi curada, gracias a los cuidados de Ubanaziel, pero se había dado cuenta de que el engendro no se movía con la agilidad acostumbrada.
—Bbbbinn —respondió ella, dedicándole una sonrisa en la que le mostró una hilera de dientes torcidos. Mac asintió.
—Me alegro —dijo—. Pero, de todos modos, ándate con ojo, ¿me oyes?
Cosa asintió con energía. Mac los contempló a ambos un momento antes de proseguir:
—Vamos a entrar a buscar a Shalorak, pero vosotros debéis ocultaros de él. Si no sabe que estáis aquí, tendremos más oportunidades de derrotarlo.
De modo que ahora estaban allí, recorriendo los pasillos del palacio de Marla, en busca de Shalorak. Al principio, Zor había caminado con cautela y algo de miedo, echando de menos la reconfortante presencia del poderoso Ubanaziel, pero enseguida se había dejado llevar por el asombro ante lo que veía. Todo le llamaba la atención: las vidrieras, las mullidas alfombras, los cuadros, las enormes arañas de cristal…
—Mantente alerta, chaval —le recordó Mac más de una vez—. No hemos venido aquí de excursión.
Zor se obligó a sí mismo a centrarse. Él y Cosa caminaban varios pasos por detrás de Mac, dejando que fuera él quien entrara primero en las habitaciones o torciese las esquinas de los pasillos. A Zor no le gustaba la idea de dejarlo solo en la vanguardia, pero era la única manera de asegurarse de que Shalorak no los descubriese si se topaban casualmente con él.
Sucedió en una amplia galería adornada con los retratos de los antiguos reyes de Karish. Una de sus fachadas daba al exterior, y las ventanas estaban cubiertas con amplios cortinajes de terciopelo. Por eso, Zor y Cosa pudieron ocultarse entre ellos en cuanto oyeron la voz, suave y templada, del joven hechicero:
—Ah, de modo que eras tú.
Mac se puso en tensión y dio un paso atrás. Shalorak lo miró con indiferencia y un cierto desprecio.
—¿Y esto es todo? —preguntó—. ¿El ángel te ha traído a ti solamente para detener a Marla? ¿Dónde está Ahriel?
—Lo último que supe de ella fue que había ido a alertar a los ángeles de la que habéis montado, pimpollo —se burló Mac—. Qué, jugar con magia negra tiene consecuencias imprevistas, ¿eh?
Shalorak le dedicó una fría sonrisa.
—Sé quién eres. Marla me ha hablado de ti. El maestro Karmac, arrojado a Gorlian por tener demasiados escrúpulos. ¿Qué te hace pensar que todo lo que ha sucedido no estaba planeado de antemano?
—¿La invasión de los demonios? —Mac sacudió la cabeza y se le escapó una serie de risotadas convulsivas—. No me hagas reír. Comprendo que Marla estuviera dispuesta a pagar el precio para salvar su miserable pellejo, pero a ti ni te iba ni te venía. Y ninguna mujer vale tanto como para destruir el mundo por ella. Te lo dice alguien que habría roto todos los límites del espacio-tiempo con tal de recuperar a la suya.
Zor, que atendía a la conversación desde su escondite, estudiando la manera de ganarle la espalda a Shalorak, detectó que Cosa se movía a su lado, y la vio trepar en silencio por los cortinajes y encaramarse a la barra que los sostenía. La penumbra disimulaba su presencia, y si Shalorak no alzaba la cabeza, no tenía por qué detectarla. El muchacho inspiró hondo, preocupado. A pesar de que el engendro había ganado una posición un poco más ventajosa, seguía estando demasiado lejos de su enemigo.
—Me aburres —dijo Shalorak—. ¿Para eso has regresado de Gorlian, viejo harapiento y apestoso, para sermonearme? Mis sentimientos por Marla no son asunto tuyo.
—Más respeto, pimpollo, que estás hablando con uno de los grandes maestros de la Hermandad —replicó Mac, ofendido—. Y sí es asunto mío si tu obsesión por esa bruja lleva a la destrucción de mi mundo. Advierte que lo llamo obsesión y no amor, muchacho, porque si tuvieras un mínimo de eso que te atreves a llamar sentimientos, los remordimientos no te dejarían vivir.
Shalorak alzó una ceja, divertido.
—Muy interesante. En otro momento quizá me tomaría la molestia de discutir contigo al respecto, pero ahora mismo, como comprenderás, mis sentimientos por Marla, o mi obsesión, o como quieras llamarlo, me instan a impedir que te acerques un solo paso más a ella. Además, sólo el olor que despides bastaría para turbar a cualquiera, así que me temo que no podrás pasar de aquí.
Mac le dedicó una sonrisa siniestra.
—¿Quién te ha dicho a ti que hoy he venido por Marla?
Shalorak ladeó la cabeza, intrigado, pero no dijo nada. Alzó las manos y movió los labios, apenas un poco, sin que ningún sonido pareciera salir de ellos. Y, de pronto, unas sombras oscuras, largas y retorcidas como culebras, emergieron del suelo para enroscarse en torno a los tobillos del Loco Mac. Éste sintió cómo aquella niebla negra absorbía su esencia vital con escalofriante rapidez, como una siniestra sanguijuela. Luchó por desasirse, pero las sombras atraparon sus muñecas y treparon por sus brazos, amenazando con cubrirlo por completo.
Zor se quedó un momento paralizado de miedo; para cuando logró reunir suficiente valor, Mac estaba ya realizando el contrahechizo. Con un esfuerzo sobrehumano, abrió los brazos y echó la cabeza hacia atrás; y, para sorpresa de Zor, su cuerpo absorbió la niebla negra hasta hacerla desaparecer.
Shalorak lo observaba, con una mezcla de interés e irritación.
—¿Se puede saber a qué juegas, viejo?
—No todos tenemos la ventaja de contar con un demonio que nos proporciona poder casi ilimitado, jovenzuelo. Y, como la edad no perdona, mi propia energía es bastante escasa. Así que no me quedará más remedio que tomar un poco de tu magia. Para hacer el enfrentamiento más justo y más interesante, ya sabes.
Shalorak sacudió la cabeza, disgustado. Alzó una mano y una centella de luz roja brotó de entre sus dedos en dirección a su oponente, que tuvo que echarse al suelo para esquivarla.
—Intenta tragarte eso, si puedes —murmuró el mago, sombrío.
—No, eso no podría absorberlo —reconoció Mac. Se puso en pie de un salto y retrocedió hasta llegar a la altura de Zor, mientras murmuraba algo entre dientes. El muchacho descubrió un breve y sutil destello frente a su amigo.
—¿Un escudo de protección? —dijo Shalorak, interesado—. ¿Qué has estado haciendo todo este tiempo en Gorlian, viejo? ¿Cómo puedes acordarte de todo eso?
«Porque aprovechó nuestra visita a la biblioteca para refrescar su memoria mientras Ubanaziel no miraba», pensó Zor, entre aliviado y exasperado. Pero Mac rio como un loco y respondió:
—¡Tuvimos el mismo maestro, pimpollo! ¿Qué te hace pensar que te enseñó mejor que a mí?
Tal y como esperaba, estas palabras hicieron mella en Shalorak, cuya expresión se transformó en una máscara de ira.
—¡A ti te arrojó a Gorlian, viejo! —le espetó—. ¡Yo era su mejor discípulo, su mayor esperanza!
—¡Y así se lo pagaste, abandonándolo a su suerte en el infierno! —le pinchó Mac—. ¿Qué diría si supiera que preferiste rescatar a una mujer en vez de a él?
—¡No trates de confundirme! ¡Los demonios mataron a Fentark en cuanto la puerta de Vol-Garios lo absorbió!
—¿Ah, sí? ¿Y quién te dijo eso? ¿Furlaag? Una fuente de toda confianza, sí señor.
Desde su escondite, Zor vio que Shalorak titubeaba.
—¿Tienes idea de lo larga que puede resultar una eternidad en el infierno? —prosiguió Mac, sin piedad—. Seguro que tu querida Marla ya te ha contado algo al respecto, ¿no?
—¿Qué es lo que quieres, viejo? ¿Has venido aquí solamente para hablar?
—Claro que no. Me ha costado años escapar de Gorlian, y no estoy dispuesto a quedarme de brazos cruzados mientras la Hermandad a la que serví queda en manos de un mocoso incompetente como tú.
El rostro de Shalorak se ensombreció.
—¿Cómo me has llamado?
—Y encima, susceptible —añadió Mac, con una risotada demente—. ¿A cuántos de los nuestros has sacrificado para abrir todas las puertas del infierno? Si no recuerdo mal, eran tres por puerta, ¿no? Si exceptuamos la de Vol-Garios, que ya estaba abierta… Eso hace un total de dieciocho hermanos que han dado su vida para que tú recuperaras a tu amante. Teniendo en cuenta esto… y que has traicionado a tu maestro por una mujer… por no olvidar el hecho de que has desencadenado el fin del mundo… Después de todo esto, comprenderás que hay gente que ya no te quiere como líder. Represento a estos hermanos que no están contentos y, por tanto, te desafío.
Shalorak lanzó una carcajada.
—¿Un anciano maloliente y piojoso como tú pretende ser el líder de la Hermandad?
—Ya fui medio líder en tiempos de Fentark —replicó Mac, ofendido—. Y ya está bien de echarme en cara mi olor corporal. Si hubieses pasado tres décadas recluido en Gorlian tú tampoco despedirías un aroma a rosas, precisamente. Además, no tengo piojos. Bueno, no demasiados.
Shalorak sacudió la cabeza.
—Estás loco.
Alargó la mano hacia él, con expresión de hosco disgusto, y después la cerró bruscamente, apretando el puño. Y, de pronto, Mac se llevó la mano al pecho con un jadeo, y se dejó caer de rodillas al suelo, con los ojos desorbitados. Zor ahogó una exclamación y estuvo a punto de salir de su escondite para socorrerlo, pero, en medio de su agonía, Mac volvió la cabeza hacia él y sus labios formaron una negativa.
—¿Qué te parece esto, viejo? —sonrió Shalorak—. No es una magia que puedas absorber, ni tampoco rechazar con un escudo. Imaginaba que jamás habías aprendido a usarla. No va contigo.
Haciendo heroicos esfuerzos por respirar, Mac se retorció sobre la alfombra y gateó hacia la puerta como pudo, tratando de alejarse de él. Pareció que funcionaba, porque logró tomar una bocanada de aire momentos antes de que Shalorak acortara en dos zancadas la distancia que los separaba.
—Se lo diré… a Marla… —pudo decir Mac, desde el suelo—. Todo…
Aquellas palabras supusieron un jarro de agua fría para Shalorak. Su rostro se transfiguró en una expresión de espanto y desconcierto que a Zor le resultó inquietante, mientras abría el puño de golpe. Mac respiró profunda y ansiosamente.
—¿Qué quieres decir, viejo? —lo apremió Shalorak, intranquilo—. ¿De qué estás hablando?
Por el ajado rostro del Loco Mac cruzó una sonrisa malévola.
—De tu secreto… claro —logró decir—. Lo que… no te has atrevido a contarle… Oh, puedes matarme, naturalmente, pero eso no servirá de nada, porque se lo he contado a mis amigos… a los ángeles… a los compañeros de la Hermandad que me apoyan… he dado instrucciones de que esa información llegue a Marla, de una manera o de otra. Quizá sea una carta que reciba a través de una paloma mensajera, una nota deslizada subrepticiamente bajo su almohada por el servicio, unas palabras susurradas en el corazón de sus sueños… Cualquier cosa, Shalorak. Y tú no podrás evitar que se entere, tarde o temprano.
—Es un farol —repuso el mago, recuperando la calma en parte.
—Puede que sí, o puede que no. Puedes matarme ahora, pero te quedarás con la duda, y sospecharás de cualquiera que se acerque a ella. ¿Y qué harás entonces? ¿Esperar, como un condenado a muerte, a que ella lo descubra? ¿O aislarla de todo y de todos, para que no exista siquiera esa posibilidad? No es mala idea, ¿verdad? Puedes crear otro Gorlian sólo para ella…
Mac calló cuando una fuerza invisible lo lanzó hacia atrás, aplastándolo contra el suelo alfombrado.
—Ahora sí que has acabado con mi paciencia, viejo —murmuró Shalorak.
Zor, en su escondite, se estremeció de terror. Una extraña aura sobrenatural envolvía al mago, y un viento invisible revolvía su cabello rubio, despejando su rostro, oscurecido por una máscara de ira y odio.
Mac retrocedió un poco más, y Shalorak avanzó un paso hacia él.
Y, entonces, los acontecimientos se precipitaron.
Mientras tanto, en el cielo, los ángeles se habían replegado hasta llegar casi hasta los mismos límites de Aleian. Astarel, general de la duodécima escuadra, batió las alas para elevarse por encima de la batalla y miró a su alrededor. Las alas negras de los demonios parecían cubrirlo todo, y por todas partes veía ángeles heridos precipitándose desde las alturas, en una nube de plumas ensangrentadas. Palmo a palmo, las huestes infernales ganaban distancia, y Astarel comprendió que no podía hacer otra cosa. Su mirada se cruzó con la de Galdabel, general de la vigesimotercera, y ambos asintieron. No había otra salida.
Astarel inspiró hondo y gritó, con todas sus fuerzas:
—¡Guerreros de Aleian! ¡Replegaos! ¡Guerreros de Aleian! ¡Retirada!
—¡Retirada! ¡Retirada! —corearon Galdabel y otros tres generales más.
La orden recorrió el ejército angélico como la pólvora; pronto, todos los ángeles batieron las alas e iniciaron el regreso a casa, replegándose hacia la ciudad. Eran conscientes, sin embargo, de que aquello no era una rendición; en Aleian se unirían a las escuadras defensoras y lo darían todo por proteger la ciudad de los invasores.
Miles de gargantas demoníacas lanzaron aullidos de triunfo, y las hordas del infierno volaron tras los ángeles, hostigándolos en su retirada. Cuando la sombra de sus alas ya se cernía sobre Aleian, los demonios toparon con un muro infranqueable: todos los ángeles supervivientes habían formado una apretada defensa que cubría el acceso principal a Aleian. Irritados, algunos demonios trataron de elevarse sobre los guerreros angélicos para sobrepasar su barrera y alcanzar la ciudad, pero ellos no se lo permitieron. Y, una vez más, ambos bandos chocaron, con toda la fuerza del odio de los demonios y de la desesperación de los ángeles.
Con un agudo grito de guerra, Cosa saltó sobre Shalorak desde su puesto en la barra de la cortina. El mago alzó la cabeza, sorprendido, y trató de protegerse, y aquél fue el momento que Zor eligió para precipitarse sobre él, cuchillo en ristre, desde su escondite. La hoja de hueso se hundió en los ropajes de terciopelo negro y casi alcanzó la carne del hechicero; pero éste alzó los brazos y dio un paso atrás para protegerse de Cosa, y la daga de Zor no llegó a su objetivo. Con un grito de ira, Shalorak abrió los brazos, y una invisible explosión de energía lanzó a Cosa y a Zor hacia atrás, aplastándolos contra la pared.
—¡Gusanos inmundos! —estalló el hechicero, furioso; su rostro estaba rígido de ira, y sus pupilas parecían dos volcanes en erupción—. ¿Cómo os atrevéis?
Instintivamente, Zor bajó un ala para proteger a Cosa, que había caído sobre su regazo. Pero el golpe de Shalorak no llegó. El mago, colérico, vio cómo su magia se desvanecía cuando estaba a punto de alcanzarlos. Y de pronto reinó en el corredor la más absoluta e impenetrable oscuridad. Cosa gritó, aterrorizada, y Zor se abrazó a ella, no menos inquieto. Entonces dos manos semejantes a zarpas los agarraron por los brazos y tiraron de ellos. Cosa chilló otra vez, pero Zor le tapó la boca con la mano, movido por un presentimiento, y se dejó llevar.
Cuando Shalorak logró deshacer el hechizo de oscuridad, sus enemigos se habían esfumado.
—¿Qué está pasando, Shalorak? —oyó la voz de Marla a sus espaldas.
El joven trató de dominarse.
—Son ellos, mi reina —murmuró, volviéndose hacia ella—. Están vivos.
Vio que Marla palidecía.
—¿Ahriel?
—No, que yo sepa: su hijo, el maestro Karmac y ese… ese… esa criatura.
Marla sonrió, burlona.
—¿Te han puesto en apuros, acaso?
—Karmac es un hábil hechicero —se limitó a responder él.
—Por supuesto. Fue uno de mis maestros, Shalorak, no lo olvides. Y Fentark lo temía lo suficiente como para deshacerse de él.
El joven mago reprimió un suspiro de cansancio.
—Esa condenada prisión de Gorlian —gruñó—. Jamás debió existir. Todo habría sido mucho más sencillo si, en vez de encerrar a sus enemigos en un lugar del que supuestamente nunca volverían, Fentark se hubiese limitado a matarlos a todos. La muerte no deja escapar a nadie —añadió, sombrío.
Marla se encogió de hombros.
—Tal vez tengas razón —asintió—, pero Gorlian ya no existe, así que no habrá más remedio que matarlos, como querías. Sin embargo, estoy pensando que puede que el maestro Karmac sea un rival demasiado poderoso para que te enfrentes a él a solas. Iré contigo y…
—No, mi reina —la detuvo él—. No será necesario. Puede que antes fuera el maestro Karmac, pero ahora no es más que el Loco Mac. Estoy seguro de que podré con él.
Marla le dirigió una intensa mirada.
—Confío en ti —murmuró.
Shalorak hizo una profunda reverencia ante ella.
—No os defraudaré —respondió.
Después, dio media vuelta y desapareció pasillo abajo en un momento, apenas una sombra envuelta en ropajes negros. Marla lo vio marchar y se retorció las manos, preocupada. Tenía la extraña sensación de que Shalorak le ocultaba algo. Temiendo por su seguridad, decidió seguirlo y estar disponible por si él llegaba a necesitar su ayuda para deshacerse de los intrusos. Porque podrían ser sólo una molestia, pero también podrían suponer algo más y, a aquellas alturas, Marla no estaba dispuesta a correr ningún riesgo. Y menos si la vida de Shalorak estaba en juego.
Cuando se hizo la luz, Cosa y Zor se encontraron ocultos en un dormitorio suntuosamente decorado.
—¿Estáis bien? —jadeó junto a ellos el Loco Mac, sobresaltándolos.
—Sí —susurró Zor—, pero no sé cómo vamos a acabar con él. Hemos escapado vivos de milagro… otra vez. A la próxima, no tendremos tanta suerte.
—Puede que sí, chaval, si jugamos bien nuestras cartas —respondió Mac misteriosamente.
Zor recordó la conversación que había escuchado.
—¡Es verdad! ¿Cuál es ese secreto del que hablabas? ¿Qué es eso que Shalorak no quiere que Marla sepa?
Pero Mac lo sorprendió al responder:
—No tengo ni idea.
—Entonces, ¿sí que era un farol? —inquirió el chico, desilusionado.
—No del todo, chaval. Piensa un poco: ese tal Shalorak se ha hecho con el poder de la Hermandad en muy poco tiempo, sustituyendo a Fentark, cuando me juego el cuello a que había adeptos más veteranos y mejor preparados que él. Por otro lado, es un tipo soberbio y misántropo que se cree superior a todo el mundo y no tiene ningún problema en permitir la destrucción del mundo si ello conviene a sus planes. Pero al mismo tiempo… y esto es muy significativo… se comporta con Marla de un modo humilde y servil.
Zor se rascó la cabeza.
—Pues no entiendo a dónde quieres llegar.
—Ese jovenzuelo tiene talento, no lo niego, y probablemente eso lo lleva a creerse mejor que los demás. Pero ha cometido un grave error: se ha enamorado hasta las trancas. Y, muy en el fondo, tiene miedo de que ella no le corresponda. Se siente superior a todo el mundo, pero inferior a su amada, ¿lo entiendes?
—Ahora sí: no está bien de la cabeza.
—No, no es eso, chaval… bueno, un poco sí, pero me refiero a otra cosa: Shalorak tiene algo que ocultar, un oscuro pasado, un secreto inconfesable que lo hará perder puntos frente a la única persona que le importa, si ella llegara a enterarse. Y es ese secreto el que lo hace creerse indigno de ella. Eso es lo que lo reconcome por dentro y lo lleva a mostrarse tan sumiso con ella; intenta serlo todo para Marla, ganarse su corazón de mil maneras, demostrarle que, pese a eso, puede aspirar a su amor. O demostrárselo a sí mismo, quizá.
»Y apostaría un buen estofado a que ese secreto tiene que ver con Fentark. O, más bien, con su desaparición. Sospecho que Shalorak sí pudo elegir, y dejó a su maestro pudriéndose en el infierno. O quizá la caída de la Hermandad la propició él para hacerse con el poder, quién sabe. Y probablemente no le importe que lo sepa el resto del mundo, porque se siente por encima de juicios y consideraciones humanos, pero sí le importa, y mucho, lo que Marla piense de él. Después de todo, ambos le debían mucho a Fentark. Más de una vez le oí decir a Marla que su maestro Fentark era casi como un padre para él.
—Bueno… visto así… vale, parece claro que algo oculta, pero… ¿de qué nos sirve eso ahora?
—Conoce a tu enemigo —sentenció Mac, muy serio—. Cualquier detalle que sepas acerca de él puede serte útil. Y date cuenta de que mi «farol» de antes nos ha salvado el cuello.
—Y también ha conseguido cabrear más a Shalorak —murmuró Zor.
Mac lanzó una carcajada histérica.
—Un enemigo cabreado es un enemigo propenso a cometer errores, chaval. Recuérdalo.
Se levantó y se sacudió su mugrienta indumentaria de piel de engendro. Por primera vez, Zor fue consciente del aspecto astroso que ambos presentaban, y que tanto contrastaba con la limpia y radiante belleza de aquel lugar, de las ropas de la gente del exterior.
—Andando, chaval —ordenó Mac, devolviéndolo a la realidad—. Tenemos mucho que hacer. Tengo un plan, y espero que funcione.
—¿De qué se trata?
—Por la forma en que Shalorak miraba a Cosa, deduzco que no está muy habituado a tratar con engendros —respondió el Loco Mac, con una sonrisa torcida—. Así que sospecho que nunca habrá utilizado el conjuro de red invisible. No lo reconocerá cuando se tope con él, y eso nos da una oportunidad.
Zor no preguntó nada, pero adoptó una expresión dubitativa. Mac se enfadó.
—¿Qué pasa, acaso tienes una idea mejor para acabar con Shalorak?
Zor no la tenía. Sin embargo, sintió que Cosa le tiraba de la ropa para llamar su atención.
—… rmmmannnu —dijo ella.
El chico le sonrió.
—Sí, Cosa, yo también te aprecio —respondió, pero ella negó con la cabeza.
—… rmmmannnu —insistió.
Zor arqueó una ceja, intrigado, pero Mac tiró de él, sacándolo de la habitación a trompicones y riendo como un loco.
—¡Andando, andando, no hay tiempo que perder!
Cuando Ubanaziel divisó a lo lejos las blancas cúpulas de Aleian, también vio una nube de oscuras alas, como cuervos de mal agüero, sobrevolando la ciudad. Sintió que su corazón dejaba de latir un breve instante. «No puede ser», pensó. «¿Tan lejos han llegado?». Se preciaba de ser un gran conocedor de la historia del mundo demoníaco, pero no recordaba que se hubiese dado jamás una situación tan grave como la que estaba presenciando.
Al acercarse un poco más, sus peores temores se hicieron realidad: las huestes infernales atacaban la Ciudad de las Nubes, y un reducido grupo de ángeles valientes, lo que quedaba del orgulloso ejército de Aleian, trataba de hacerles frente como podía.
Ubanaziel batió las alas con más fuerza. Esquivó a un par de diablillos con ganas de gresca que le salieron al encuentro, porque no podía permitirse el lujo de entretenerse con ellos. Debía encontrar a Furlaag cuanto antes y derrotarlo. Era la única posibilidad de salvación que le quedaba a Aleian… y al resto del mundo.
Desenvainó la espada cuando llegó a los alrededores de la ciudad. Por el camino, descargó varios mandobles que segaron alas y cabezas de demonios que le salieron al paso, tratando de detenerlo. Algunos ángeles resistentes alzaron la cabeza al ver caer tantos demonios del cielo, y reconocieron la imponente figura de Ubanaziel cuando sus alas taparon el sol durante un momento. Muchos se quedaron boquiabiertos, pues la noticia de su muerte ya había llegado a todos los rincones de Aleian, pero otros reaccionaron y lo vitorearon, celebrando su llegada, especialmente los guerreros de la decimocuarta escuadra, la que él comandaba. Y algunos demonios se estremecieron de miedo al verlo, sin saber exactamente por qué.
Ubanaziel, en cambio, no se sentía feliz de haber regresado. Por todas partes, manchando de sangre las blancas avenidas de Aleian, yacían cadáveres de ángeles y demonios, con las alas torcidas y los cuerpos rotos. La ciudad, en general, seguía más o menos intacta, pero constantemente caían más y más cuerpos sobre ella, como gotas de una lluvia macabra.
El Guerrero de Ébano movió la cabeza, apenado, y decidió que era hora de poner fin a todo aquello. Batió las alas para elevarse un poco más y voló hasta la más alta aguja de la más alta torre del palacio más alto de Aleian. Se posó delicadamente sobre la atalaya y gritó, con toda la potencia de sus pulmones:
—¡Furlaag! ¡Furlaag el Cruel, Azote del Infierno, Corruptor de Humanos, Señor de los Condenados! ¡Ubanaziel, el Guerrero de Ébano, Consejero Angélico, general de la decimocuarta escuadra, te desafía!
Su voz rebotó en todos los muros de la ciudad y se elevó hasta el cielo, hasta más allá de la dura batalla que se librara sobre las cúpulas de Aleian. Y, pese al fragor de la lucha, todos, ángeles y demonios, la escucharon con claridad. Ubanaziel tomó aliento y demandó de nuevo:
—¡Furlaag! ¡Sal de dondequiera que estés y atrévete a aceptar mi desafío! ¡Yo, Ubanaziel, te estoy esperando!
Ahriel era vagamente consciente de la batalla que se desarrollaba sobre la ciudad. Se había sentado en un rincón, con los ojos cerrados, en un cómodo estado de semiinconsciencia, ausente de lo que sucedía a su alrededor. Probablemente no habría escuchado el llamamiento de Ubanaziel, de no ser porque, momentos antes de que éste se produjera, un enorme demonio se precipitó desde las alturas, abatido por uno de los guerreros angélicos, y cayó pesadamente sobre el edificio en el que ella se encontraba. El tejado cedió bajo su peso, y el cuerpo de la criatura aterrizó, en medio de una nube de escombros, en el interior de la celda de Ahriel, destrozándolo todo a su paso. Ella volvió a la realidad, sobresaltada, y se quedó mirando el rostro sin vida del demonio, congelado para siempre en un horrible rictus de odio. Ahriel tardó unos instantes en comprender lo que estaba sucediendo. Alzó la mirada hacia el boquete que el cadáver del demonio había abierto en el techo y, en el pedazo de cielo que se veía a través de él, alcanzó a distinguir una nube de oscuras figuras aladas enzarzadas en una lucha sin cuartel.
Y fue entonces cuando le llegaron los ecos de la llamada de Ubanaziel:
—¡Furlaag! ¡Furlaag el Cruel, Azote del Infierno, Corruptor de Humanos, Señor de los Condenados! ¡Ubanaziel, el Guerrero de Ébano, Consejero Angélico, general de la decimocuarta escuadra, te desafía!
Ahriel parpadeó, desconcertada. ¿Estaría soñando? Había abandonado a Ubanaziel en las entrañas de la Fortaleza, a menos de diez pasos de una puerta infernal a punto de estallar, y con el mismo Furlaag a quien ahora reclamaba dispuesto a abalanzarse sobre él con toda su hueste pisándole los talones. Era imposible que su compañero hubiese sobrevivido a aquello y, sin embargo…
—¡Furlaag! —se oyó de nuevo aquella voz—. ¡Sal de dondequiera que estés y atrévete a aceptar mi desafío! ¡Yo, Ubanaziel, te estoy esperando!
«Ubanaziel está vivo», se dijo ella, de pronto. «Está vivo, y sigue luchando».
Ignoraba si aquello quería decir que todavía les quedaba alguna remota oportunidad de sobrevivir al fin del mundo; pero, si el Guerrero de Ébano estaba dispuesto a morir luchando, ella no iba a abandonarlo a su suerte otra vez.
Se puso en pie, decidida. Se aseguró de que su espada seguía bien ceñida a su costado, desplegó las alas y, batiéndolas con fuerza, se elevó hacia el cielo por la brecha abierta en el techo de su celda, para reunirse con Ubanaziel y luchar por su gente y por la libertad de su mundo.