VII

Gia estaba de muy mal humor. Su señor la había enviado a la cabaña de Dag para matar al ángel y a aquel gusano de Bran. En otras circunstancias, Gia no habría tenido el menor inconveniente en obedecer las órdenes. El ángel de la reina Marla merecía, en su opinión, la más atroz de las muertes, y en cuanto a Bran… bueno, hablaba demasiado. Pero no entendía por qué el Rey de la Ciénaga se había dejado embaucar por aquella sabandija. Gia había sabido desde el primer momento que ellos no cumplirían su parte del trato. Deberían haber matado al ángel cuando lo tenían al alcance de la mano. Gia se habría ahorrado aquella expedición inútil. Los informadores habían dicho que Bran y el ángel habían llegado a los límites de Gorlian y después habían evitado deliberadamente la corte del Rey de la Ciénaga para ir a visitar al viejo Dag. Las órdenes del rey eran terminantes: matar al ángel y a Bran, pero no al anciano. Incluso, para el Rey de la Ciénaga, Dag era toda una institución en Gorlian.

Gia resopló y siguió avanzando cautelosamente hacia la cabaña. El ángel se había quedado sentada en la plataforma durante un rato, pero después había vuelto a entrar. Si se había percatado de su presencia, no había dado señales de ello. De todos modos, los fugitivos no serían rival para Gia y su grupo. Sólo eran tres: un ángel que no podía volar, un tipejo con más lengua que músculos y un viejo con reuma.

—¿A qué estamos esperando? —murmuró alguien.

Gia lo hizo callar con un gesto y estudió la cabaña. Todo parecía silencioso y tranquilo. Demasiado tranquilo. La mujer sacudió la cabeza. ¿De qué tenía miedo?

—Adelante —dijo solamente.

El grupo abordó la plataforma y Gia echó la puerta abajo de una patada.

—¡Vosotros dos…! —empezó, pero calló de pronto y dio una mirada circular, incrédula.

La cabaña estaba vacía, a excepción del jergón, desde donde Dag los observaba, perplejo. No había nadie más, y el lugar no ofrecía ningún escondite que pudiese ocultar a un ángel y un humano, por escuálido que éste fuese.

—¿Eh? ¿Qué…? ¿Cómo…? —murmuró Dag, aturdido, parpadeando.

Gia atravesó la pequeña cabaña hecha una furia y sacó al viejo de debajo de las pieles.

—¡Tú! —vociferó—. ¿A dónde han ido?

—¿Cómo… quiénes? ¡Ah! Te refieres a Bran y la señorita Ahriel… ¿no están aquí?

—Sabes de sobra que no —siseó la mujer—. Sólo te lo repetiré una vez: ¿a dónde han ido?

—Oh, yo… no lo sé. Me quedé dormido. Deben de haberse marchado y…

—¿Y cómo lo han hecho? ¿Acaso insinúas que se han esfumado en el aire?

—No lo sé, yo estaba dormido… aunque ahora recuerdo que la señorita Ahriel mencionó algo al respecto…

—¿Sí? —el tono de voz de Gia descendió peligrosamente—. ¿Sobre esfumarse en el aire?

—Una habilidad propia de los ángeles —aseveró Dag, muy serio—. Lo llaman «tele… tele… telepor…».

—¡Silencio! —gruñó Gia; soltó al anciano, malhumorada, y Dag se dejó caer de nuevo sobre el jergón con un gemido.

La mujer salió de nuevo al exterior, ignorando las sonrisas maliciosas de sus compañeros. ¿Cómo podían haber escapado delante de sus narices? Aquella absurda patraña del viejo no resultaba creíble. Si Ahriel fuera capaz de hacer algo así, sin duda no habría pasado tantos días arrastrándose por la Ciénaga. Pero, por otro lado, no había modo de escapar de la cabaña. La tenían completamente rodeada. A no ser…

Gia dio un respingo. Se volvió hacia sus hombres.

—¡Abajo! ¡Todos! Buscad por los alrededores. ¡No pueden haber ido muy lejos!

Un poco más lejos, dos cañas se deslizaban lentamente a través del pantano. Los matones de Gia no podían llegar a verlas desde donde se encontraban, pero momentos antes las dos cañas habían pasado junto a ellos sin ser advertidas. Ahora se desplazaban lentamente hacia un grupo bastante compacto de árboles del fango que las ocultaría de miradas indiscretas.

Mientras Gia reorganizaba a su tropa, las dos cañas emergieron totalmente del barro, seguidas por dos cabezas completamente enfangadas. Ahriel se quitó el barro de los ojos y la boca y respiró una amplia bocanada de aire húmedo. Miró a Bran, quien, a su lado, espiaba los movimientos de sus perseguidores desde detrás del árbol.

—No los hemos engañado —dijo; inmediatamente, escupió el barro que le había entrado en la boca—. Han comenzado a buscarnos.

—¿Crees que habrán descubierto la trampilla?

—Dag dijo que colocaría su jergón encima para taparla, pero puede que ésos sean más listos de lo que creíamos. En cualquier caso, hemos pasado junto a ellos sin que se diesen cuenta.

—Sí, pero, ¿cuánto tiempo podremos ocultarnos bajo el fango?

—En teoría podemos estar aquí abajo indefinidamente. Pero no soy optimista: comprendo que es demasiado desagradable.

Ahriel no dijo nada. Limpió con cuidado uno de los extremos de su caña, se lo puso en la boca y volvió a sumergirse bajo el fango. Bran la siguió.

La capa de fango era bastante más fluida en aquella zona, y tenía poco más de un metro de espesor. Eso les permitía avanzar por debajo de la superficie con el vientre pegado al suelo, pero se movían muy lentamente, y completamente a ciegas. Ninguno de los dos se habría atrevido a abrir los ojos con la cabeza sumergida en el lodo. Aquella sustancia era demasiado inmunda.

Pero se movían. Bran avanzaba delante, tanteando con las manos. Había estudiado atentamente el terreno desde uno de los ventanucos de la casa de Dag antes de escapar por la trampilla que se abría en el suelo de la cabaña, y que el anciano utilizaba a veces para poder pescar sin moverse de su refugio cuando la artritis no lo dejaba levantarse. Aunque el plan era arriesgado, Bran había calculado la distancia que debían recorrer hasta poder sentirse más o menos a salvo, y sabía también en qué dirección debían avanzar, y los posibles obstáculos que podían encontrar en su camino.

Con todo, no había previsto aquello.

Tras varios angustiosos minutos moviéndose bajo la capa de lodo, Bran alargó la mano para tantear el terreno y la sintió salir a la superficie. Perplejo, avanzó un poco más y la parte superior de su cuerpo quedó desprotegida. Se quitó el barro de los ojos, volvió la cabeza y vio las alas de Ahriel sobresaliendo por encima del fango. Inspiró hondo.

La cabeza del ángel salió también a la superficie. Los dos se miraron, desconcertados.

La capa de lodo ya no era lo bastante profunda como para ocultarlos.

—Corre —dijo Bran.

Se pusieron en pie. El barro les llegaba por debajo de las rodillas. Echaron a correr sin mirar atrás.

Oyeron tras ellos un grito de advertencia. Los habían visto. Les llevaban un buen trecho de distancia, y no había duda de que sus perseguidores encontrarían tantas dificultades como ellos a la hora de avanzar a través del barrizal, pero ellos eran un grupo numeroso y, por otro lado, no podían estar huyendo siempre…

Ahriel apartó de su mente aquellos pensamientos. Se limitó a seguir a Bran, que parecía correr en una dirección determinada. El humano podía ser flaco y algo neurótico, pero desde luego no le faltaba ingenio.

Ahriel vio que se dirigían hacia un promontorio. Oía a sus perseguidores cada vez más cerca, y se preguntó qué andaba tramando Bran.

Lo averiguó enseguida.

El joven se detuvo bruscamente, y Ahriel casi tropezó con él.

—¿Qué haces?

Bran no respondió. El ángel lo vio escudriñar la superficie de la ciénaga con un brillo calculador en la mirada.

—¿Están muy lejos? —preguntó. Ahriel miró por encima del hombro.

—A menos de cincuenta pasos de distancia. Bran se mordió el labio inferior. Ahriel no lo consideró una buena señal.

—Se acercan —informó—. Menos de cuarenta pasos.

Bran tenía todavía los ojos fijos en el barro. Ahriel siguió la dirección de la mirada. Percibió una ondulación en la superficie del lodo, un poco más allá.

—Bran —dijo, estremeciéndose—. ¿Qué…?

—Cuando yo te diga, salta —dijo él.

—¿Qué…?

Pero en aquel momento los hombres de Gia irrumpieron en el lugar lanzando salvajes alaridos, que se confundieron con el grito de Bran:

—¡¡Ahora!!

Ahriel sintió que su compañero la agarraba del brazo y tiraba de ella hacia adelante. Instintivamente, trató de desplegar las alas, pero el cepo se lo impidió. Fue vagamente consciente de que ambos saltaban por encima de algo sinuoso y resbaladizo que emergía del barro con sorprendente rapidez, descubriendo un cuerpo espantosamente grande…

Ahriel chocó contra la base del promontorio y se sintió momentáneamente aturdida. Bran tironeó de ella con urgencia, y Ahriel se obligó a sí misma a ponerse en pie y trepar hasta lo alto del calvero mientras resonaban en sus oídos los gritos aterrorizados de sus perseguidores. Una vez allí, jadeando, se volvió para mirar.

Deseó no haberlo hecho.

Una gigantesca serpiente de pantano se cernía sobre los hombres de Gia, que huían aterrorizados. Su cabeza deforme parecía haber sido modelada por un bebé gigante que hubiese estado estrujando una bola de arcilla. Su cuerpo, lleno de bultos como enormes verrugas, se retorcía de dolor y de furia.

Ahriel contempló, sobrecogida, cómo la boca de la serpiente se cerraba sobre el último rezagado, que desapareció en su interior con un horripilante grito de pánico.

—Ahí va mi pequeñuela —dijo Bran—. Justo a tiempo para sacar a papá de los líos en que se mete.