WOMBE, DREVLIN,
REINO INFERIOR
Dos guías gegs, Limbeck, Jarre, Haplo y, por supuesto, el perro recorrieron una serie de pasadizos sinuosos y retorcidos que se entrecruzaban, se bifurcaban y taladraban el subsuelo bajo la Tumpa-chumpa. Los túneles eran construcciones antiguas y espléndidas, recubiertos de losas que, por sus formas regulares, parecían producto de la mano del hombre o de las manos metálicas de la Tumpa-chumpa. Aquí y allá, tallados en las losas, descubrieron unos curiosos símbolos. Limbeck estaba absolutamente fascinado con ellos y Jarre a duras penas consiguió convencerlo de que debían darse prisa, recurriendo de nuevo a darle unos tirones de la barba.
Haplo podría haberle contado muchas cosas acerca de los símbolos. Podría haberle explicado que en realidad eran runas, signos mágicos de los sartán, y que aquellas runas grabadas en la piedra eran lo que mantenía secos los túneles a pesar del casi constante flujo de agua de lluvia que rezumaba a través de la coralita porosa. Eran aquellos signos lo que mantenía abiertos los túneles siglos después de que sus constructores los hubieran abandonado.
El patryn estaba tan interesado en los túneles como Limbeck. Cada vez se hacía más evidente que los sartán habían abandonado su trabajo. No sólo eso, sino que lo habían dejado inacabado…, y tal cosa no era en absoluto propia de aquellos humanos que habían conseguido el poder y la consideración de semidioses. La gran máquina, cuyos latidos, golpes y martilleos seguían oyéndose incluso a gran profundidad, funcionaba (según había observado Haplo) por sí misma, siguiendo sus propios impulsos y haciendo su propia voluntad.
Y no hacía nada. Nada creativo que Haplo pudiera observar. Acompañando a Limbeck y a los miembros de la UAPP, Haplo había viajado a lo largo y ancho de Drevlin y había inspeccionado la enorme máquina allí donde había estado. La máquina derribaba edificios, excavaba agujeros, construía nuevos edificios, rellenaba agujeros, rugía y resoplaba, y zumbaba y echaba vapor, todo ello con un inmenso gasto de energía. Pero el resultado de todo ello era que no hacía nada.
Una vez al mes, según había oído Haplo, los «welfos» descendían de lo alto con sus trajes metálicos en sus naves voladoras y recogían la sustancia más preciosa: el agua. Los welfos llevaban siglos haciéndolo y los gegs habían terminado por convencerse de que éste era el propósito último de su amada y sagrada máquina: producir agua para los divinos welfos. Sin embargo, Haplo había constatado que el agua era un mero subproducto de la Tumpa-chumpa, tal vez incluso un producto de desecho. El propósito de la fabulosa máquina era, sin duda, algo más importante, algo mucho más grandioso que escupir agua para saciar la sed de la nación elfa. No obstante, cuál pudiera ser ese propósito y por qué los sartán se habían marchado antes de alcanzarlo eran dos incógnitas que Haplo no podía ni empezar a desentrañar.
No iba a encontrar la respuesta en los túneles. Tal vez diera con ella más adelante. Haplo, como todos los patryn, había aprendido que la impaciencia —el menor desliz en el control de las tensas riendas con que uno se dominaba a sí mismo— podía conducir al desastre. El Laberinto no tenía piedad con los descuidados. La paciencia, una paciencia infinita, era uno de los regalos que los patryn habían recibido del Laberinto, aunque les llegara empapado en su propia sangre.
Los gegs se mostraban excitados, ruidosos y vocingleros. Haplo avanzó por los túneles tras ellos, sin causar más ruido del que hacía su sombra, recortada por la luz de las lámparas de los gegs. El perro avanzaba al trote junto a él, silencioso y vigilante como su amo.
—¿Estáis seguros de que éste es el camino? —preguntó Jarre en más de una ocasión, cuando daba la impresión de que estaban caminando en interminables círculos.
Los guías gegs le aseguraron que sí. Al parecer, varios ciclos atrás, el cerebro mecánico de la Tumpa-chumpa había decidido que debía abrir los túneles. Y así lo había hecho, taladrando el suelo con sus puños y pies de hierro. Los gegs se habían afanado debajo de ella, apuntalando los muros y proporcionando apoyo a la máquina. Entonces, tan de improvisto como había empezado, la Tumpa-chumpa había cambiado de idea y se había lanzado en otra dirección totalmente distinta. Los dos gegs que ahora los conducían habían formado parte de aquel truno de zapadores y conocían los túneles casi mejor que sus propias casas.
Por desgracia, los túneles no estaban desiertos, como había esperado Haplo. Los gegs los utilizaban para desplazarse de un lugar a otro y, camino de la Factría, los miembros de la Unión se cruzaron con muchos de ellos. La presencia de Haplo creó una gran expectación y los guías se sintieron obligados a proclamar a todos quién era, y que el geg que lo acompañaba era Limbeck. Así, casi todos los gegs que no tenían otros asuntos más urgentes que atender decidieron seguir a la comitiva.
Pronto se congregó una multitud de gegs que avanzaba por los túneles camino de la Factría. «Adiós al sigilo y a la sorpresa», se dijo Haplo, a quien le quedó el consuelo de saber que podría haber recorrido el túnel un ejército de gegs a lomos de dragones aullantes sin que nadie en la superficie se enterase de ello, debido al estruendo de la máquina.
—Hemos llegado —gritó uno de los gegs con voz atronadora, y señaló una escalera metálica vertical que ascendía por un hueco hasta perderse en la oscuridad. Haplo echó un vistazo al siguiente tramo del túnel, observó la existencia de otras numerosas escaleras similares colocadas a intervalos (era la primera vez que encontraban un fenómeno semejante) y dedujo que el geg tenía razón. Evidentemente, aquellas escaleras conducían a alguna parte. Confió en que llevaran a la Factría.
Haplo indicó por señas a los guías, a Jarre y a Limbeck que se acercaran. Con un gesto de la mano, Jarre mantuvo a distancia al resto del numeroso tropel de gegs.
—¿Qué hay en lo alto de la escalera? ¿Cómo entramos en la Factría?
Los gegs le explicaron que había un agujero en el suelo, cubierto con una tapa de metal. Moviendo la tapa, se accedía a la planta baja de la Factría.
—Esa Factría es un lugar enorme —dijo Haplo—. ¿A qué lugar de ella saldremos? ¿En cuál se encuentra ahora ese dios?
Sus preguntas provocaron una larga discusión. Un geg había oído que el dios estaba en la sala del dictor, dos pisos por encima de la planta baja. Según el otro geg, había sido conducido a la Sala de Juntos por orden del survisor jefe.
—¿Qué es eso? —preguntó Haplo con voz paciente.
—Es el lugar donde se celebró mi juicio —explicó Limbeck, a quien se le iluminó el rostro con el recuerdo de su momento de suprema importancia—. Presiden el lugar la estatua de un dictor y la silla que ocupa el survisor jefe durante el juicio.
—¿Dónde queda esa sala?
Los gegs calcularon que un par de escaleras más allá y todo el grupo avanzó en esa dirección. Los dos guías continuaron discutiendo entre ellos hasta que Jarre, tras lanzar una avergonzada mirada a Haplo, les ordenó en tono severo que cerraran la boca.
—Les parece que es por aquí —añadió a continuación, apoyando la mano en los peldaños metálicos de la escalera vertical.
Haplo asintió.
—Yo iré delante —indicó, en el tono de voz más bajo que le permitiera hacerse oír sobre el estruendo de la máquina.
Los guías gegs protestaron. Era su aventura: ellos conducían al grupo y ellos tenían que ser los primeros en subir.
—Ahí arriba podría haber gardas del survisor jefe —insinuó Haplo—. Y ese presunto dios podría ser peligroso.
Los gegs se miraron el uno al otro, volvieron los ojos hacia Haplo y se apartaron de la escalera. No hubo más discusiones.
—¡Pero yo quiero verlos! —protestó entonces Limbeck, que empezaba a pensar que habían llegado hasta allí para nada.
—¡Silencio! —Lo reprendió Haplo—. Ya los verás. Sólo voy a subir para…, para echar un vistazo. Un reconocimiento. Volveré a buscarte cuando no haya riesgos.
—Haplo tiene razón, Limbeck, así que estate quieto —intervino Jarre—. Tú tendrás tu oportunidad muy pronto. ¡Sería un desastre que el survisor nos detuviera antes del mitin de esta noche!
Insistiendo en la necesidad de guardar silencio —al oír lo cual todos los gegs lo miraron como si estuviera completamente chiflado—, Haplo se volvió hacia la escalera.
—¿Qué hacemos con el perro? —preguntó Jarre—. No puede subir los peldaños y tú no puedes llevarlo encima.
Haplo se encogió de hombros, despreocupado.
—No le pasará nada, ¿verdad, perro? —Se inclinó y dio unas palmaditas en la cabeza al animal—. Tú, quieto aquí, ¿de acuerdo? Quieto.
El perro, con la boca abierta y la lengua fuera, se tumbó en el suelo y miró a su alrededor con interés y con las orejas muy erguidas.
Haplo inició el ascenso, escalando los peldaños lenta y cuidadosamente y dando tiempo a que sus ojos se acostumbraran a la creciente oscuridad a medida que se alejaba de la brillante luz de las lámparas. La subida no fue muy larga y pronto advirtió que la luz procedente del fondo del hueco arrancaba reflejos como alfileres de una superficie metálica situada encima de él.
Extendió el brazo hacia la plancha metálica, apoyó la mano en ella y empujó hacia arriba con cautela y suavidad. La plancha cedió sin ofrecer resistencia y —comprobó aliviado— sin hacer ruido. No era que temiese problemas, sino que deseaba tener ocasión de observar a aquellos «dioses» sin que ellos lo vieran. Pensando con tristeza que, en los viejos tiempos, la amenaza —o promesa— del peligro habría movido a los enanos a lanzarse escaleras arriba en un vociferante tropel, Haplo maldijo en silencio a los sartán, levantó discretamente la tapa y asomó la cabeza.
Los focos bañaban la Factría con una luz mucho más intensa que la del día. Haplo pudo observar el lugar con toda claridad y comprobó, complacido, que los guías habían acertado en sus cálculos. Justo en su línea de visión se alzaba la estatua de una figura alta, envuelta en una túnica y encapuchada. Descansando en las inmediaciones de la estatua había tres siluetas humanas: dos adultos y un niño. A primera vista, ésta fue la impresión que le causaron, pero Haplo se dijo que los sartán también eran de ascendencia humana.
Inspeccionó detenidamente a cada uno de los tres pero, aun así, se vio obligado a reconocer que no era capaz de distinguir, por su mero aspecto, si aquellos humanos eran o no sartán. Uno de los adultos estaba sentado a la sombra de la estatua. Vestido con ropas sencillas, parecía de mediana edad y tenía un cabello ralo, con grandes entradas que destacaban aún más su frente abovedada y sobresaliente, y su rostro surcado de arrugas y cargado de inquietud. El hombre se movió, nervioso, y volvió una mirada preocupada hacia el niño. Al hacerlo, Haplo advirtió que sus movimientos, en especial los de manos y pies, eran torpes y desgarbados.
En agudo contraste con éste, el otro adulto presente tenía un aspecto tal que Haplo habría podido tomarlo por un colega superviviente del laberinto. Ágil y musculoso, el hombre producía la impresión de mantenerse en un involuntario estado de vigilia a pesar de que yacía en el suelo, relajado, fumando una pipa. Su rostro, con los profundos y oscuros cortes y la barba negra y crespa, reflejaba un alma de duro y frío hierro.
El niño era un niño, nada más, aunque era de destacar su considerable guapura. Un extraño trío. ¿Qué los habría juntado? ¿Qué los habría llevado allí?
Al pie de la escalera, uno de los excitadísimos gegs olvidó la orden de guardar silencio y preguntó a gritos —en lo que a él debió parecerle apenas un susurro— si Haplo podía ver algo.
El hombre de la barba crespa reaccionó al instante, se puso en pie de un brinco y sus ojos recorrieron las sombras mientras cerraba la mano en torno a la empuñadura de una espada. Haplo escuchó un resonante bofetón debajo de él y supo que Jarre había castigado convenientemente al infractor.
—¿Qué sucede, Hugh? —preguntó el hombre sentado a la sombra de la estatua. La voz era humana y temblaba de nerviosismo.
El hombre al que había llamado Hugh se llevó los dedos a los labios y dio unos pasos cautos en dirección a Haplo; no bajó la mirada pues de lo contrario habría visto la plancha, sino que continuó escrutando las sombras.
—Me ha parecido oír algo.
—No sé cómo puedes oír nada, aparte del matraqueo de esta maldita máquina —declaró el chiquillo mientras daba cuenta de un pedazo de pan, vuelto hacia la estatua.
—Cuida tu lenguaje, Alteza —lo regañó el hombre nervioso. Éste se había puesto en pie y parecía dispuesto a unirse a Hugh en su búsqueda, pero dio un traspié y sólo se salvó de caer de bruces agarrándose a la estatua—. ¿Ves algo, Hugh?
Los gegs, debido sin duda a la amenaza de recibir una caricia de Jarre, lograron guardar completo silencio. Haplo permaneció inmóvil, sin atreverse a respirar apenas, mirando y escuchando con atención.
—No —respondió Hugh—. Vuelve a sentarte antes de que te mates, Alfred.
—Habrá sido la máquina, hazme caso —replicó Alfred con cara de querer convencerse a sí mismo.
El muchacho, aburrido, arrojó el pedazo de pan al suelo y anduvo unos pasos hasta colocarse justo delante de la estatua del dictor. Una vez allí, alargó la mano para tocarla.
—¡No! —gritó Alfred con voz alarmada.
El muchacho dio un brinco y retiró la mano.
—¡Me has asustado! —exclamó en tono acusador.
—Lo siento, Alteza. Por favor…, aléjate de la estatua.
—¿Por qué? ¿Me va a hacer daño?
—No, Alteza. Sólo sucede que la estatua del dictor es…, es sagrada para los gegs. Seguro que no les gustaría ver que la molestas.
—¡Bah! —Replicó el pequeño, echando un vistazo a la Factría—. Se han ido todos. Además, parece como si la estatua quisiera darme la mano o algo así —soltó una risilla—. Tal como tiene puesta la mano, realmente parece que quiera estrecharla con la mía…
—¡No! ¡Alteza!
Pero el torpe hombrecillo llegó tarde para impedir que el muchacho alargara el brazo y encajara su mano en la palma mecánica del dictor. Para delicia del príncipe, el globo ocular parpadeó con una luz brillante.
—¡Mira! —Bane apartó la mano desesperada de Alfred, que intentaba tirar de su brazo—. ¡Déjame seguir! ¡Se ven imágenes! ¡Quiero mirar!
—¡Alteza, debo insistir! ¡Ahora estoy seguro de que he oído algo! Los gegs…
—Me parece que podemos tratar con esos gegs —lo interrumpió Hugh, acercándose para observar las imágenes—. Déjalo seguir, Alfred. Yo también quiero ver qué aparece.
Aprovechando la distracción del trío, Haplo emergió furtivamente del agujero, llevado también él de un profundo interés por la estatua.
—¡Mirad, es un mapa! —exclamó el pequeño, muy excitado.
Los tres estaban concentrados en el globo ocular. Haplo se acercó con sigilo por detrás y reconoció las imágenes que parpadeaban en la superficie del ojo como un mapa del Reino del Aire. Un mapa considerablemente parecido al que su amo había descubierto en las Mansiones de los Sartán, en el Nexo. En la parte superior estaban las islas conocidas como los Señores de la Noche. Debajo de ellas quedaba el firmamento y en sus proximidades flotaba la isla del Reino Superior. Después venía el Reino Medio. Más abajo aparecían el Torbellino y la tierra de los gegs.
Lo más sorprendente era que el mapa se movía. Las islas se desplazaban en sus órbitas oblicuas, las nubes de la tormenta giraban en espiral y el sol quedaba oculto periódicamente por los Señores de la Noche.
Luego, de pronto, las imágenes cambiaron. Las islas y continentes dejaron de trazar sus órbitas y se alinearon en fila, cada reino inmediatamente debajo del superior. A continuación, la imagen parpadeó, titubeó y se detuvo.
El llamado Hugh no pareció muy impresionado.
—Una linterna mágica. Ya las había visto en el reino de los elfos.
—Pero ¿que significa? —Preguntó el muchacho, mirando con fascinación el globo—. ¿Por qué todo da vueltas y, de pronto, se detiene?
Haplo estaba haciéndose la misma pregunta. También había visto con anterioridad una linterna mágica. En su nave llevaba algo parecido, que proyectaba imágenes del Nexo, pero había sido diseñado por su amo y era mucho más complicado. A Haplo le dio la impresión de que debía haber más imágenes de las que estaban viendo, pues se habían detenido bruscamente y se advertía que quedaba alguna a medio pasar.
Se escuchó entonces un grave chirrido y, de pronto, las imágenes se animaron de nuevo. Alfred, a quien Haplo tomó por una especie de criado, empezó a extender la mano para estrechar la de la estatua, con el probable propósito de detenerlas.
—Por favor, no lo hagas —dijo Haplo con su voz calmosa.
Hugh giró en redondo, desenvainó la espada y se enfrentó al intruso con una agilidad y una habilidad que Haplo aplaudió interiormente. El hombre nervioso cayó derrumbado al suelo y el niño, volviéndose, contempló al patryn con unos ojos azules en los que, más que miedo, había astucia y curiosidad.
Haplo permaneció donde estaba con las manos en alto, mostrando las palmas.
—No estoy armado —le aseguró a Hugh. Al patryn no le daba ningún miedo la espada del hombre. No había en aquel mundo ninguna arma que pudiera herirlo, protegido como estaba por las runas grabadas en su cuerpo, pero debía evitar la lucha pues el mero acto de protegerse pondría al descubierto, a ojos conocedores, quién y qué era realmente—. No le deseo ningún mal a nadie. —Sonrió y se encogió de hombros, siempre con las manos levantadas y visibles—. Soy como el chico. Sólo quiero ver las imágenes.
De todos ellos, fue el chico quien más intrigó a Haplo. El cobarde criado, hecho un patético guiñapo en el suelo, no mereció su interés. Respecto al hombre que parecía ser un guardaespaldas, también podía despreocuparse de él una vez que hubo comprobado su fuerza y agilidad. En cambio, cuando miró al chiquillo, Haplo notó un escozor en los signos mágicos de su pecho y supo, gracias a esa sensación, que le estaba afectando algún encantamiento. Su propia magia entraba en acción automáticamente para repelerlo, pero Haplo advirtió con sorpresa que el hechizo que intentaba arrojarle el pequeño no habría funcionado en ningún caso. Su magia, fuera cual fuese el origen, había sido destruida.
—¿De dónde has salido? ¿Quién eres? —exigió saber Hugh.
—Me llamo Haplo. Mis amigos, los gegs —señaló el agujero del que había salido; al escuchar una conmoción, supuso que el siempre curioso Limbeck había subido tras él— y yo nos hemos enterado de vuestra llegada y hemos decidido que debíamos encontrarnos y hablar en privado, si era posible. ¿Hay gardas del survisor jefe por aquí?
Hugh bajó un tanto la espada, aunque sus ojos pardos siguieron atentos al menor movimiento de Haplo.
—No, se han marchado. Pero probablemente nos vigilan.
—Sin duda. Entonces, no tenemos mucho tiempo antes de que se presente alguien.
Limbeck apareció detrás de Haplo, jadeando y resoplando después de su rápido ascenso por la escalerilla. El geg miró de reojo la espada de Hugh, pero pudo más la curiosidad que el miedo.
—¿Sois dictores? —preguntó, pasando la mirada de Haplo al muchacho.
Haplo, que observaba atentamente a Limbeck, vio una expresión de asombro que alisaba su rostro. Los ojos miopes del geg, empequeñecidos tras las gafas, se abrieron como platos.
—Tú eres un dios, ¿verdad?
—Sí —respondió el niño, en el idioma de los gegs—. Soy un dios.
—¿Alguno de ésos habla la lengua de los humanos? —preguntó Hugh, indicando a Limbeck, Jarre y los otros dos gegs, que asomaban con cautela la cabeza por el agujero.
Haplo dijo que no con la cabeza.
—Entonces, a ti puedo decirte la verdad —le confío Hugh—. Ese chico es tan dios como tú o como yo. —A juzgar por la expresión de los ojos pardos, Hugh había llegado a la misma conclusión respecto a Haplo que éste respecto a él. Seguía mostrándose cauto, suspicaz y alerta, pero las posadas llenas obligan a veces a dormir con extraños compañeros de cama, si no quiere uno pasar la noche al raso—. El Torbellino atrapó nuestra nave y la estrelló contra Drevlin, no lejos de aquí. Los gegs nos han encontrado y nos han tomado por dioses, de modo que les hemos seguido la corriente.
—Igual que yo —dijo Haplo, asintiendo. Dirigió una mirada al criado, que había abierto los ojos y miraba a su alrededor con aire confundido—. ¿Quién es ése?
—El chambelán del chico. Yo soy Hugh, la Mano. Ése es Alfred y el niño se llama Bane y es hijo del rey Stephen de Ulyandia y las Volkaran.
Haplo se volvió hacia Limbeck y Jarre —que observaba al trío con intensa suspicacia— y efectuó las presentaciones. Alfred se incorporó, tambaleándose, y contempló a Haplo con una curiosidad que aumentó al ver sus manos vendadas.
Haplo, advirtiendo la mirada de Alfred, tiró tímidamente de las vendas.
—¿Estás herido, señor? —Preguntó con aire respetuoso el chambelán—. Perdona la pregunta, pero me he fijado en los vendajes que llevas. Tengo cierta experiencia en curaciones y…
—No, gracias. No estoy herido. Se trata de una enfermedad de la piel, habitual entre mi pueblo. No es contagiosa ni me causa ningún dolor, pero las pústulas que produce no son agradables de ver.
En el rostro de Hugh apareció una mueca de desagrado. Alfred palideció ligeramente y se esforzó por expresar su condolencia con las palabras adecuadas. Haplo observó la reacción general con secreta satisfacción y consideró que nadie iba a hacerle más preguntas acerca de sus manos.
Hugh envainó la espada y se acercó.
—¿Tu nave también se estrelló? —preguntó a Haplo en voz baja.
—Sí.
—¿Y quedó destruida?
—Por completo.
—¿De dónde procedes?
—De más abajo. Soy de una de las islas inferiores. Probablemente, nunca habrás oído hablar de ellas. No son muchos lo que conocen su existencia. Estaba librando un combate en mi tierra cuando la nave resultó alcanzada y perdí el control…
Hugh avanzó unos pasos hacia la estatua. Profundamente absorto en la conversación, al parecer, Haplo lo imitó. Sin embargo, tuvo tiempo de echar una mirada indiferente al criado. La piel de Alfred había adquirido una palidez mortal y sus ojos seguían fijos en las manos del patryn, como si el chambelán ansiara con desesperación atravesar las vendas con la mirada.
—Entonces, tú también estás atrapado aquí, ¿no es eso? —inquirió la Mano.
Haplo asintió.
—¿Y quieres…? —Hugh no terminó la frase. Estaba seguro de cuál iba a ser la respuesta, pero quería que fuera su interlocutor quien la pronunciara.
—¡… quiero salir! —completó sus palabras Haplo, categóricamente.
Esta vez fue Hugh quien asintió. Los dos hombres se entendían a la perfección. Entre ellos no existía confianza, pero ésta no era necesaria mientras cada uno de ellos pudiera utilizar al otro para conseguir un objetivo común. Eran compañeros de cama que, al parecer, no se pelearían por las mantas. Los dos continuaron su conversación en un murmullo, estudiando el problema que debían resolver.
Alfred seguía mirando las manos del desconocido. Bane, con el entrecejo fruncido, observaba también a Haplo. Los dedos del chiquillo acariciaban el amuleto que colgaba de su cuello. Sus pensamientos se vieron interrumpidos por la pregunta de Limbeck.
—Entonces, ¿no eres un dios? —Llevado por un impulso irresistible, Limbeck se había acercado a Bane.
—No —respondió éste, apartando los ojos de Haplo. Cuando se volvió hacia el geg, el príncipe dulcificó rápida y cuidadosamente su áspera expresión—. No lo soy, pero mis compañeros me han aconsejado que le dijera lo contrario a ese rey vuestro, el survisor, para que no nos hicieran daño.
—¿Haceros daño? —Limbeck parecía desconcertado. Tal idea escapaba de su comprensión.
—En realidad, soy un príncipe del Reino Superior —prosiguió el chiquillo—. Mi padre es un poderoso hechicero. Ibamos a verlo cuando nuestra nave se accidentó.
—¡Me encantaría ver el Reino Superior! —Exclamó Limbeck—. ¿Cómo es?
—No estoy seguro. No lo he visitado nunca, ¿sabes? He pasado toda mi vida en el Reino Medio, con mi padre adoptivo. Es una larga historia.
—Tampoco yo he estado nunca en el Reino Medio, pero he visto grabados en un libro que descubrí en una nave welfa. Te contaré cómo lo encontré.
Limbeck empezó a recitar su narración preferida: la de cómo había topado con la nave elfa. Bane, impaciente, volvió la cabeza para mirar a Haplo y Hugh, que conferenciaban delante de la estatua del dictor. Alfred seguía murmurando para sí. Nadie prestaba la menor atención a Jarre.
A ésta no le gustaba nada de lo que veía. No le gustaban los dos dioses altos y fornidos que intercambiaban ideas y hablaban en un idioma incomprensible para ella. No le gustaba la manera en que Limbeck miraba al niño dios, ni la manera en que éste miraba a los demás. Ni siquiera le gustaba cómo había tropezado y caído al suelo el otro dios alto y desgarbado. Jarre tuvo la sensación de que aquellos dioses, como parientes pobres que llegaran de visita, iban a devorar toda la comida y, cuando hubieran dado cuenta de ella, se marcharían dejando a los gegs con la despensa vacía.
Jarre se acercó furtivamente a los dos guías gegs, que aguardaban nerviosos junto a la boca del pozo.
—Decid a todos que suban —les dijo en el tono de voz más bajo posible para un geg—. El survisor jefe ha tratado de engañarnos con unos falsos dioses. ¡Los capturaremos y los llevaremos ante el pueblo para demostrar que el survisor es un falsario!
Los guías observaron a los presuntos dioses y cruzaron una mirada. Aquellos dioses no parecían demasiado impresionantes. Eran altos, sí, pero no muy robustos. Sólo uno de ellos portaba un arma de aspecto intimidador. Si se le echaba encima un montón de gegs, no tendría ocasión de emplearla. Haplo había lamentado la desaparición del legendario valor de los gegs, pero la llama no se había apagado por completo. Sólo había quedado enterrada bajo siglos de sumisión y de trabajos forzados. Ahora que se habían removido las ascuas, esa llama empezaba a parpadear de nuevo aquí y allá.
La pareja de gegs descendió por la escalerilla, presa de una gran excitación. Jarre se inclinó hacia adelante y observó cómo bajaban los peldaños. El rostro cuadrado de la enana, débilmente iluminado por las luces del fondo del pozo, resultaba imponente, casi etéreo, visto desde abajo. Más de un geg evocó de improviso una imagen de los tiempos antiguos, cuando las sacerdotisas de los clanes los convocaban a la guerra.
Ruidosos, pero exhibiendo la misma disciplina con la que habían aprendido a servir a la gran máquina, los gegs subieron uno tras otro por la escalera. El estruendo incesante que lo llenaba todo hizo que nadie los oyera.
Olvidado en la confusión, el perro de Haplo permaneció tendido al pie de la escalera. Con el hocico sobre las patas, miró y escuchó, y pareció sopesar si su amo había hablado en serio, realmente, al decirle que se quedara allí, quieto.