Capítulo
9

El lunes fue un día como otro cualquiera, a pesar de lo distinta que me sentía. Me costó un gran esfuerzo no pensar en Jax. Al menos hasta que llegué a la oficina.

Llegué con media hora de antelación, pero Lei ya estaba allí. Estaba sentada ante su mesa, vestida con una falda negra y una chaqueta con estampado rojo. Se había recogido el pelo hacia arriba y llevaba las gafas de montura rojas apoyadas suavemente en la delicada nariz. Levantó la vista cuando crucé la puerta. Su boca pintada dibujaba una línea dura y precisa.

—Ian ha hablado con Isabelle este fin de semana y la ha reclutado —se quitó las gafas.

—¿Qué? ¿Cómo se ha enterado?

Se recostó en su asiento.

—Buena pregunta.

Sentí un hormigueo nervioso en el estómago.

—Yo no se lo he dicho a nadie. A nadie.

Asintió con amargura.

—Te creo.

—¿Crees que Isabelle le prefiere a él antes que a ti?

—Es posible —se echó hacia atrás y me indicó que me sentara en una de las sillas que había delante de su mesa—. Ian es más conocido que yo.

Gracias a los restaurantes de temática hollywoodiense que ella había proyectado y cuya idea le había robado él. Una amarga ironía.

—Pero no lo creo —añadió—. Una de las cosas que atraía a Isabelle de trabajar con nosotros es que Savor lo dirige una mujer. Ian tiene que haberle hecho una oferta tan buena que no ha podido rechazarla.

—Me pregunto cuál será esa oferta.

—Pienso averiguarlo. He quedado con Isabelle para comer. Intentaré sonsacárselo.

Tomé asiento.

—Debería hablar con Chad. Invitarlo a comer, quizá.

—Sí, iba a sugerírtelo —se quedó mirándome—. ¿Has visto a Jackson Rutledge este fin de semana?

Titubeé durante una fracción de segundo antes de responder. Tuve la sensación de que una trampa se cerraba a mi alrededor.

—Sí —confesé—, pero no hemos hablado de trabajo. Ni siquiera de pasada.

—¿Confías en él?

—Pues… —arrugué el ceño. Le había confiado mi cuerpo. Y había dejado que viera lo mucho que me importaba mi familia. ¿Había algo más?—. ¿En qué sentido?

Sonrió y comprendí que sabía por qué había dudado.

—¿Qué vamos a hacer respecto a él?

Me recosté en la silla y me quedé pensando. Había estado todo el fin de semana eludiendo distintas variantes de esa misma pregunta, pero en realidad había dedicado mucho tiempo a pensarlo. ¿Qué iba a hacer? De pronto me sorprendió darme cuenta de que nunca había hecho nada respecto a Jax. Él había decidido cuándo empezar y cuándo terminar nuestra relación, dónde nos veíamos y cuándo y cómo nos acostábamos. Yo solo me había dejado llevar desde el principio.

Era hora de que empezara a fijar mis propias normas. Alguna más, aparte de pedirle que se despidiera de mí cuando decidiera que habíamos acabado.

—Todavía no estoy segura —contesté con franqueza. Pero iba a meditar sobre ello.

Cuando llegué a mi mesa, llamé al Four Seasons y dejé un mensaje en recepción para que Chad me llamara. Era todavía temprano y no quería arriesgarme a despertarlo. Necesitaba que estuviera fresco y en forma para repasar nuestros planes empresariales.

Isabelle se había desvinculado del proyecto. Necesitábamos a alguien que la sustituyera. Y rápido.

Estuve revisando mis notas, pensando en los cocineros que me habían interesado anteriormente. No había muchos especializados en comida italiana, sobre todo porque teniendo en cuenta el ambiente en el que me había criado resultaba muy difícil que alguno me impresionara. Claro que decantarse por otro chef italiano era problemático: sería complicado explicar la defección de Isabelle sin que el nuevo candidato se sintiera plato de segunda mesa.

Me puse a darme golpecitos con el boli en la mandíbula mientras pensaba.

—Americano, europeo…

Lei salió de su despacho.

—¡Asiático! —exclamé.

Se paró en seco con las cejas levantadas.

—¿Cómo dices?

Me levanté.

—Chad representa la gastronomía estadounidense. Inez, la europea. Creo que tenemos que encontrar a alguien que represente…

—La asiática —cruzó los brazos—. ¿Tienes idea de lo difícil que sería organizar una carta con esa mezcla?

—Más fácil que convencer a algún cocinero o cocinera de que no estamos desesperadas y por eso recurrimos a él o a ella.

Frunció los labios.

—Tienes razón. ¿Se te ocurre alguien?

—David Lee.

Lei curvó ligeramente la boca y sus ojos se suavizaron en una mirada de aprobación.

—Es bueno, pero no sé si está preparado.

Asentí. Estaba de acuerdo con ella.

—Por eso creo que voy a llevar a Chad al restaurante asiático en el que trabaja Lee. Para presentarles, a ver si congenian. Chad podría servirle de guía.

—Un mentor —asintió, pensativa—. Está bien, adelante. Hablaremos después de comer. Tenemos que darnos prisa, pero disponemos de todo el día para decidir qué hacemos.

Agradecí su confianza y resolví no decepcionarla.

—Gracias.

Sonrió.

—Me gusta lo rápido que piensas, Gianna. Estoy impresionada.

Le respondí con otra sonrisa y me puse manos a la obra.

Poco después de las diez llegó un precioso ramo de lirios. Me quedé sin respiración al ver a LaConnie llegar con ellos. Supe que eran de Jax. Eran mis flores preferidas y él lo sabía.

—¿Quién te manda esto, niña? —preguntó LaConnie, dejando el ramo sobre mi mesa—. Debe de ser algo serio.

«Ojalá». Tomé la tarjeta, pero no quería abrirla delante de nadie. Era algo demasiado íntimo.

—Alguien con buen gusto.

Me miró entornando los ojos antes de retroceder.

—Me encanta tu vestido —le dije, mirando el estrecho vestido negro que llevaba, con un remate de color azul eléctrico a juego con sus zapatos de tacón.

—No vas a distraerme cambiando de tema. Sigo queriendo saber quién te manda esas flores —me advirtió.

—Luego te lo digo —le prometí.

Meneó el dedo, mirándome.

—No creas que te vas a escapar.

Cuando estuvo bien lejos, en el pasillo, saqué la tarjeta de su sobre y la abrí.

¿Cenamos juntos esta noche?

Era tan típico de Jax no andarse por las ramas que tuve que sonreír. Pero aun así las cosas tenían que ser distintas esta segunda vez. Jax había sabido colarse en mi vida tan hábilmente que yo no había podido escapar de los recuerdos hasta que me había marchado de Las Vegas. Yo, en cambio, apenas había dejado huella en la suya. Cuando volviera a dejarme, me ocurriría lo mismo en Nueva York: vería recuerdos suyos por todas partes. Él, por su parte, estaría a salvo de mi fantasma.

Eso tenía que cambiar. Esta vez, pensaba atormentarlo como él me había atormentado a mí.

Saqué mi móvil del bolso y busqué el número desde el que me había llamado la noche que había llevado a Chad a la peluquería de Denise. Le envié un mensaje de texto: Solo si cocinas tú. ¿En tu casa?

Pasaron cinco minutos antes de que vibrara el teléfono sobre mi mesa. ¿A qué hora paso a buscarte al trabajo?

La euforia que sentí me alegró el día. A las 5:30. Y x cierto: gracias x las flores. Preciosas.

Igual que tú, contestó.

Escribí una respuesta a toda prisa: Y lo dice el tío más bueno que conozco.

Pasó otro rato, tan largo que pensé que ya no contestaría. Luego respondió: La belleza está en el interior.

Aquello me dejó buen sabor de boca para muchísimo rato.

Cuando Chad me devolvió la llamada, le pedí que fuera a verme a la oficina. Pensé que convenía recordarle el éxito que tenía Lei. Apareció justo antes de mediodía, guapísimo con sus pantalones chinos y su camisa de vestir remetida, con el cuello abierto y los puños remangados.

Salí a recepción y lo llevé a mi mesa con la excusa de ir a buscar mi bolso. Quería que viera otra vez la oficina.

—Me alegro de que me hayas llamado —me dijo mientras caminaba a mi lado—. Con todo lo que está pasando, estoy empezando a tener muchas dudas.

—No me extraña. Porque, cuando uno se encuentra con tantos obstáculos, en algún momento empieza a tomárselo como una señal, ¿no?

—Exacto —me lanzó una sonrisa agradecida—. Lo has entendido perfectamente.

—Claro que sí. Por eso espero que confíes en que, si llega el momento de tirar la toalla, te lo diré —llegamos a mi mesa y me paré frente a él—. Yo no voy a perjudicarte, Chad. Eso te lo prometo.

Se metió las manos en los bolsillos.

—Estoy en medio de un tira y afloja entre Ian y Lei y no puedo evitar pensar que eso significa que a mí nadie me presta atención, excepto tú. Podría no ser yo, sino otro cualquiera.

—Pero tú no eres cualquiera. Eres uno de los cocineros con más talento que hay en el mundo en estos momentos y yo voy a encargarme de que brilles.

Se inclinó hacia mí y me tomó de la mano.

—Gracias.

—Gracias a ti por darme la oportunidad de que esto suceda.

Miró los lirios de mi mesa.

—Bonitas flores. ¿Son de un admirador? ¿Tengo un rival?

—No es nada serio.

—Cuesta tener una relación seria trabajando tanto como trabajamos nosotros.

—¿Verdad que sí? —agarré mi bolso y cerré el cajón—. Estoy casada con mi fabulosa carrera.

Asintió con la cabeza.

—Sé lo que es eso. Me alegro de que vayamos a trabajar tanto juntos estos próximos meses. Si es que se solucionan las cosas, claro. Tal vez encontremos hueco para divertirnos un rato. Sin ataduras.

Esbocé una sonrisa.

—Tal vez. ¿Estás listo?

—Lo estoy desde que te conocí, cariño.

Me reí, lo agarré del brazo y salimos.

—Rutledge Capital.

Levanté la vista cuando Lei se acercó a mi mesa. Había estado esperando a que volviera para contarle la buena noticia: lo de David Lee iba a funcionar. Chad y él habían congeniado enseguida. Además, cuando le había hablado vagamente a David de nuestros planes con Chad, no se había mostrado tímido. Había dicho enseguida que él también estaba esperando a que una oportunidad como aquella se cruzara en su camino.

—¿Qué ocurre? —pregunté, poniéndome en pie.

—Según Isabelle, Rutledge Capital ha invertido una suma importante en la empresa de Pembry. Isabelle dice que habló con el propio Jackson el domingo y él se lo confirmó.

Sentí un nudo helado en el estómago.

—¿Ayer?

El fin de semana que Jax había pasado conmigo. Dentro de mí.

Me hundí lentamente en mi silla.

Lei asintió con la cabeza, muy seria.

—Ian le ofreció a Isabelle un contrato increíblemente lucrativo. Habría sido idiota si lo hubiera rechazado —cerró los ojos y se pellizcó el puente de la nariz—. ¡Qué estúpido ha sido! Y qué mezquino. Lo está haciendo fatal. Y Rutledge también.

Yo me había levantado de la cama de Jackson y él me había clavado un puñal por la espalda.

—Podemos conseguir a David Lee —dije con voz ronca. Tenía que concentrarme en el objetivo inmediato. Lo conseguiría si ponía el empeño necesario—. Le gusta la idea del trío. Así tendrá menos presión hasta que pueda abrirse camino solo.

—Ah —respondió Lei con sorna—. ¿De veras es tan humilde?

—Es un movimiento estratégico. Al final querrá cortar amarras, seguramente no tardando mucho, pero creo que podemos contar con él un par de años.

Lei dejó escapar un suspiro dramático.

—Me he lanzado y he conseguido que Inez firmara antes de que Ian le hiciera otra oferta. Depende de nuestro acuerdo con Mondego, claro, pero de momento salva la situación.

—Así que volvemos a tener posibilidades —miré las flores de mi mesa. Si Jax pensaba decirme adiós esa noche, iba a llevarse una sorpresa. No iba a permitir que entrara tranquilamente en mi vida y lo pusiera todo patas arriba… otra vez.

No me gustaban las revanchas, pero yo también sabía hacer el papel de mala cuando la situación lo exigía.

—¿Estás bien? —preguntó Lei mientras observaba mi cara.

—Sí —contesté con calma, y sentí que el frío que notaba en las entrañas se extendía y me entumecía—. Deberíamos pedirle a David que firme cuanto antes.

—De acuerdo. Me encargaré de ello.

—Y seguramente deberíamos llevar a Chad a dar una vuelta por el Mondego de Atlanta. Para que tenga la sensación de que las cosas avanzan de verdad.

—Quieres hacerlo tú —no era una pregunta.

—Creo que me vendría bien pasar un par de días fuera.

Apoyó la cadera en mi mesa.

—¿Lejos de Jackson?

—La verdad es que esta noche ceno con él.

Algo en mi tono debió de revelar lo que estaba pensando, porque Lei esbozó una sonrisa irónica.

—Será interesante.

—Puedes apostar a que sí —con un suspiro expulsé el dolor que no podía contener y dejé que se extendiera la rabia. Pero enseguida le siguió la preocupación—. No te molesta que me vea con él, ¿verdad?

—No he olvidado por qué te contraté, Gianna —se dirigió a su despacho—. No te preocupes, yo estoy bien y tú lo estarás dentro de poco.

Sí, lo estaría. Pero aún no lo estaba.

Llegaron las cinco y aumentaron mis nervios. No solo porque Chad había aceptado que viajáramos a Atlanta al día siguiente y porque estaba dispuesta a salir de la ciudad, sino porque, la verdad, estaba deseando ver a Jax y enfrentarme a él. Tuve que obligarme a aflojar el paso cuando lo vi esperándome en la acera después del trabajo, a hacer como si no pasara nada y tuviera todo el tiempo del mundo.

Estaba apoyado en un McLaren negro. Reconocí el coche porque uno de los chefs de Lei se había comprado uno para celebrar el quinto aniversario de su primer restaurante. Tenía los brazos y los tobillos cruzados, en una pose relajada y sexy. Las gafas de sol protegían sus ojos de los reflejos deslumbrantes de los rascacielos. Iba vestido con pantalón negro, camisa blanca y corbata gris. Tenía el pelo oscuro revuelto, como si se hubiera pasado la mano por él y no hubiera hecho más esfuerzo por peinarse.

Las mujeres lo miraban al pasar, volvían la cabeza para observarlo mientras seguían caminando. Los hombres le lanzaban una ojeada y cambiaban ligeramente el curso de sus pasos, como si reconocieran instintivamente a un macho alfa en reposo. Jax siempre había surtido ese efecto sobre la gente. Cuando entraba en un sitio, lo dominaba de inmediato.

Cuadré los hombros, empujé la puerta y me fui derecha a él. Llevaba un vestido ceñido de Nina Ricci, de color negro. Era un vestido elegante y clásico, y lo había combinado con los zapatos de Louboutin beige que me habían regalado conjuntamente mis hermanos en mi último cumpleaños.

Parecía la clase de mujer con la que saldría Jackson Rutledge. Mejor aún: me sentía como tal.

Me acerqué a él con paso decidido, lo agarré por la corbata con una mano y me puse de puntillas para besarlo. Apasionadamente.

Mi recompensa fue un gruñido. Después, su cuerpo fornido y grande se irguió. Me abrazó antes de que pudiera apartarme, me agarró por la nuca y la cadera y me apretó contra él al tiempo que me besaba con la boca abierta.

De pie en la calle, entre la gente y el tráfico, nos besamos como si estuviéramos solos.

—Hola, preciosa —dijo con voz ronca cuando por fin me aparté para respirar.

Frotó su mejilla contra la mía.

Me desasí con un giro rápido y le di una bofetada.

El golpe le hizo volver la cabeza y el aliento le salió con un siseo entre los dientes. Frotándose la mandíbula, me miró con furia.

—Supongo que esto no significa que quieres que me ponga duro.

—Me has jodido, Jax. Justo después de joderme literalmente. ¿Te duchaste primero? ¿O todavía olías a mí cuando hiciste la llamada?

—Sube al coche, Gia.

—Eres un capullo —procuré refrenar mi enfado. Con él y conmigo misma. Con toda aquella situación. Pero sobre todo con él.

—Siempre lo he sido —contestó con acritud. Se irguió y abrió la puerta del copiloto, para lo cual tuvo que tirar de ella hacia fuera y levantarla—. Has tardado mucho tiempo en darte cuenta.

Me quedé allí un momento, mirándolo. Me sostuvo la mirada con los ojos ocultos detrás de las dichosas gafas de sol. Su boca era una línea inflexible.

—No pierdas tu aplomo ahora —dijo, provocándome suavemente.

Mi mente daba vueltas como un torbellino, llevaba así todo el día. ¿Por qué quería Jax que fuera con él? ¿Por qué me había mandado las flores y la invitación a cenar?

—¿Tienes intención de que echemos un polvo de despedida?

—No voy a ponerle fin a esto. Te deseo. Pero eso no es ninguna novedad.

Su actitud brusca y desafiante me hizo rechinar los dientes. Era como si me estuviera retando a ser yo quien lo dejara.

Subí al coche y me abroché el cinturón de seguridad.

Bajó la cabeza. Me miró por encima de las gafas de sol.

—Para futuras ocasiones, lo de la bofetada ha sido ensañamiento. Ya me habías dejado k.o. con el beso.

Se incorporó y cerró la puerta.

Sonreí amargamente. Jackson Rutledge iba a descubrir que conmigo no se jugaba, ni en la sala de juntas, ni en la cama.

Entró en el garaje subterráneo de su edificio de apartamentos y salieron a recibirnos dos aparcacoches con pajarita. Mientras uno de ellos me ayudaba a salir del coche, me sorprendió otra vez el abismo económico que me separaba de Jax. Su riqueza no me intimidaba, pero seguramente a él aquella disparidad le suponía un gran problema.

Pensarlo no mejoró precisamente mi humor.

Jax me agarró de la mano, entrelazó sus dedos con los míos y me condujo al ascensor. Yo casi me había esperado que me llevara en avión a Virginia o a Washington, y de pronto me di cuenta de que nunca se me había pasado por la cabeza que tal vez viviera en Nueva York por temporadas. Pero, naturalmente, era lógico que tuviera casa allí. A fin de cuentas, Nueva York era el centro financiero del país.

Las puertas del ascensor se cerraron detrás de nosotros y enseguida me apretó contra sí. Le dejé. Se apoyó contra el pasamanos dorado, separó las piernas y me hizo colocarme entre ellas mientras acariciaba mi espalda.

Hacía tanto tiempo que no me abrazaban con tanta ternura, tan íntimamente…

«Ha estado en Nueva York todo este tiempo…».

Cerré los ojos y absorbí el calor de su cuerpo, el olor de su piel, la caricia suave de su aliento en mi sien. Llevaba mucho tiempo negándome a mí misma el placer de las caricias de un hombre.

—¿Qué tal el día? —murmuró.

—Muy ajetreado. ¿Y el tuyo?

—No he dejado de pensar en ti.

Cerré los ojos y refrené mi irá con decisión. Me costó más de lo que debía. Jax apoyó la mejilla en mi sien.

—Lo siento, Gia.

—¿Qué es lo que sientes? ¿Haber ayudado a Pembry a fastidiar el contrato en el que estaba trabajando?

Suspiró.

—Tú sabías cómo estaban las cosas. Ya hemos hablado de esto.

—Eso no es excusa. No acepto tus disculpas.

—No me extraña, pero estoy seguro de que te las arreglarás. Es un contratiempo sin importancia y no te costará superarlo.

Lo miré a los ojos.

—Tienes mucha razón.

Sonó el tintineo del ascensor, anunciándonos que habíamos llegado a su piso. Cuando me di la vuelta y vi un pequeño vestíbulo y una puerta de doble hoja, me di cuenta de que Jax vivía en el apartamento del ático. Lo que explicaba por qué el ascensor no se había detenido entre el garaje y la última planta.

Volvió a agarrarme de la mano, avanzó por el suelo de mármol con vetas doradas y abrió la puerta posando la palma de la mano sobre un panel de seguridad empotrado en la pared.

—Apuesto a que a tus ligues les encanta este rollo a lo James Bond —comenté cuando la gruesa puerta de nogal se abrió automáticamente. Logré decirlo como si no me importara, pero me reconcomían los celos cuando me lo imaginaba con otras mujeres.

—¿Qué te parece a ti? —preguntó, mirándome por encima del hombro.

—Bueno, es que yo en el fondo soy una chica sencilla —recorrí con los ojos el cuarto de estar, con su moqueta blanca como la nieve, sus sillas de cromo y cuero negro y su alfombra azul zafiro. Un piso de soltero aséptico y descaradamente masculino.

Fruncí el ceño.

—Esto no es propio de ti.

La puerta se cerró a nuestra espalda.

—¿No?

Yo me esperaba colores cálidos, tejidos variados, arte moderno de colores llamativos, una decoración que reflejara el carácter vibrante aunque ligeramente hosco y a veces caprichoso del hombre al que amaba.

Al penetrar en la habitación, sentí una profunda decepción y me esforcé por mantenerla a raya. ¿Tan equivocada estaba respecto a él?

—¿Te apetece una copa? —preguntó con calma, acercándose a mí por detrás. Se detuvo tan cerca que noté el calor que irradiaba su cuerpo.

—Claro.

Su hoyuelo pareció hacerme un guiño.

—No me la arrojarás a la cara, ¿verdad?

—Reconozco que me dan tentaciones —contesté con sorna.

Apoyó las manos sobre mis hombros.

—¿Te acuerdas de aquella noche en el Palms?

Cerré los puños.

—Eso es un golpe bajo, Jackson.

Nunca olvidaría aquella noche en la terraza del piso cincuenta y cinco, bajo el cielo descubierto, con Jax abrazándome por la espalda y una copa de vino blanco que compartíamos en la mano. La ciudad y el desierto se extendían ante nosotros por espacio de kilómetros y kilómetros y el resplandor de las luces de neón se difuminaba en un cielo negro como la tinta.

—Qué bonito —había dicho yo, inclinándome contra él. Me sentía entonces más feliz que nunca. Estaba saliendo con el hombre perfecto, un hombre que me hacía gozar por las noches e iluminaba mis días. «Jax va a cambiar mi vida», había pensado. «Va a cambiarme a mí a mejor».

Ahora me parecía ridículo. Cambiar era responsabilidad mía. Tener un novio estupendo era solo un aliciente.

Empecé a apartarme, pero me sujetó.

—Lo siento —dijo otra vez.

Tiré un poco y me soltó. Al verme libre, me volví para mirarlo cara a cara.

—Entonces, ¿por qué lo hiciste?

—¿Por qué hago las cosas? —gruñó con una mirada dura y sombría—. Porque soy un Rutledge. Nosotros nos dedicamos a putear a la gente, Gia. Somos así.

—A eso se le llama escurrir el bulto —repliqué.

—Es la verdad.

Me alejé mientras miraba a mi alrededor.

—Si quieres marcharte, no voy a impedírtelo. Pero me gustaría que te quedaras.

Me detuve y me di la vuelta para mirarlo a la cara. Vi que su cara no reflejaba ninguna emoción y me pareció detestable.

—Eso es lo que quieres, ¿verdad? Quieres que sea yo quien corte. Que me vaya hecha una furia. No sería una ruptura tranquila, y desde luego sería un poquitín engorrosa, pero aun así sería rápida y tajante. Como a ti te gusta.

—Me sabría muy mal que eso ocurriera, Gia, pero la verdad es que no te convengo —pasó a mi lado y entró en la cocina.

Arrojé mi bolso a un sillón.

—Supongo que soy una masoquista.

Sacó una botella de vino blanco del frigorífico y la puso sobre la encimera. La cocina era tan impersonal como el cuarto de estar: los armarios y la encimera eran negros, y únicamente la cafetera de una sola taza evidenciaba que allí vivía alguien. A mí, que procedía de una familia en la que la cocina era el centro de la casa, aquello me pareció deprimente.

Jax me miró cuando me quité los zapatos.

Al levantar los brazos para soltarme el pelo le advertí:

—Voy a devolverte la puñalada por la espalda desafiándote a un asalto de sexo furioso.

Entreabrió los labios cuando metí las manos bajo mi vestido para quitarme las bragas.

—Gia…

—Yo también sé jugar a esto —le arrojé las bragas y sonreí, tensa, cuando las agarró—. Y sé ganar.