—He encontrado algo que vincula a Pembry con los Rutledge —le dije a Lei a primera hora del viernes, cuando llegó a trabajar y la seguí a su despacho—. Un artículo de la revista FSR.
Me miró.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—Una media hora —pero había estado levantada hasta muy tarde, haciendo mis deberes. No había podido dormir. Necesitaba saber por qué se estaba metiendo Jax en mi vida y cómo podía librarme de él.
No quería que se disculpara, ni que me diera una explicación. No quería que fuéramos amigos. No quería tener ningún motivo para hacerme ilusiones, porque por desgracia me había dado cuenta de que seguía enamorada de él. Y ahora él también empezaba a sospecharlo.
Había escarmentado la primera vez, y él mismo lo había dicho: nuestra relación tenía que acabar en algún momento. Nada de segundas partes.
Deslicé el artículo de la revista sobre su mesa.
—Mencionan de pasada que Pembry apoyó y contribuyó a las campañas de los Rutledge en un reportaje acerca de la relación entre restauradores y políticos.
—Umm —sus astutos ojos se clavaron en los míos—. Viví cinco años con Ian. En ese tiempo no votó en ningunas elecciones. Y es demasiado tacaño para gastarse la cantidad de dinero que haría falta para que los Rutledge se tomen un interés personal en él.
Se echó hacia atrás y giró su silla de lado a lado.
—Dicho esto —añadió—, no creo que un inversor se haya interesado por mis rifirrafes empresariales con Ian sin una motivación personal. Es absurdo.
Levanté las manos y reconocí:
—Yo tampoco me lo explico.
—¿Crees que Jackson te diría a qué viene tanto interés si se lo preguntaras?
—Puede ser —me senté delante de su mesa—. Pero él no es el factor decisivo en esto. Stacy prefiere a Ian. Chad nos prefiere a nosotras. Todavía no hemos perdido la batalla.
—¿No tienes curiosidad?
—No tanta como para tomarme la molestia de hablar con él. Está empezando a darse cuenta de que me tomé nuestro lío más en serio de lo que debería y para mí es un poco… violento.
Lei me miró con afecto.
—Creo que lo mejor es acabar con esto de una vez. Hoy voy a hablar con la gente de Mondego para que sigamos adelante solo con Chad. No están tan entusiasmados como antes, lo cual es normal, pero creo que puedo ofrecerles una alternativa interesante.
Me incliné hacia delante y sonrió al verme tan interesada.
—Estas dos —giró su monitor hacia mí y vi a dos mujeres muy distintas entre sí. Una era morena y exótica y la otra rubia y muy jovencita—. Me fijé en ellas hace un par de meses. Isabelle, la morena, está especializada en comida italiana regional, mientras que Inez, la rubia, tiene talento para la comida francesa.
Solté una risa suave.
—Un duelo de cocinas internacional.
—Habrá que trabajar más para organizar la carta, pero, si no puedes ofrecer dos, sube la apuesta a tres.
—Increíble.
Lei se frotó las manos.
—Con un poco de suerte, todavía descorcharemos alguna botella de champán.
Oí sonar mi teléfono al otro lado de la puerta abierta y me levanté. Lei empujó el suyo hacia mí.
—Puedes contestar aquí.
Levanté el teléfono, marqué la tecla de mi línea y contesté.
—Señorita Rossi, soy Ian Pembry. Buenos días.
Enarqué las cejas y le dije «Ian» a Lei sin emitir sonido. Esbozó una sonrisa.
—Buenos días, señor Pembry. Justamente estaba pensando en usted.
—He estado esperando que me llamara y luego me he puesto impaciente —el tono cálido y divertido de su voz surtió sobre mí el efecto que seguramente surtía sobre casi todas las mujeres. No había duda: tenía una voz supersensual.
—¿Podríamos comer juntos? —pregunté, lanzando una mirada a Lei para asegurarme de que le parecía bien. Asintió con un gesto.
—Me halaga que me prefiera a mí antes que a Jackson —dijo, y me puse alerta—. Pero confiaba en que pudiéramos quedar para cenar. Esta noche tengo un compromiso y necesito una acompañante.
Alargué el brazo y pulsé la tecla de manos libres.
—¿Qué me dice de Stacy?
—Es maravillosa, desde luego, pero preferiría llevarla a usted. Tú también querrás venir, Lei —dijo, dirigiéndose directamente a ella— y cuidar de tu chica, lo cual está muy bien. Cuantos más seamos, mejor. Es un acto de gala. Tenéis que estar en el helipuerto de Midtown a las seis.
Lei sonrió. Saltaba a la vista que le gustaba aquel desafío aunque no hubiera contestado.
—Está dando por sentado que no tengo planes un viernes por la noche —dije.
—No se lo tome a mal, señorita Rossi —pareció divertido—. Es un cumplido a su dedicación al trabajo. Lei no la habría contratado si no antepusiera su profesión a todo lo demás. Nos vemos esta noche.
Se cortó la comunicación y dejé el teléfono en su sitio.
—Bueno… ¿Qué opinas?
—Opino que tenemos que ir de compras.
Cuando volví a mi mesa encontré un paquete esperándome.
Rompí el envoltorio de papel marrón y descubrí dentro una caja de bombones. El arrebato de deseo que me atravesó al ver aquella marca en concreto (Neuhaus) y los recuerdos que evocó en mí hicieron que se me acelerara la respiración. Me ardía la piel.
Había probado las trufas belgas una sola vez antes, cuando las había comido de las puntas de los dedos de Jax. El calor de su contacto las derretía. Luego, Jax pintaba palabras sobre mi cuerpo con el chocolate y las lamía con tórridas pasadas de su lengua.
«Gia, tan sexy. Tan dulce». Y mi favorito: «mía».
Se me tensaron los muslos y crucé los tobillos. Mi sexo se había crispado, ávido y ansioso. A mi cuerpo no le importaba que me hubiera dejado plantada sin una palabra. Deseaba a Jax. Frenéticamente.
La nota adjunta era muy sencilla y no llevaba firma.
Te reconocería hasta con los ojos vendados.
No sabría decir adónde me llevó Lei a comprar un vestido. Era una tienda pequeña y sin distintivos que tenía permanentemente colgado de la puerta el letrero de CERRADO. SE ATIENDE SOLO CON CITA PREVIA. En cuanto el coche de Lei paró delante de ella, nos hicieron pasar a una showroom en la que dominaba un lujo discreto y nos sirvieron champán con fresas maduras. No se veían etiquetas con precios por ningún sitio.
La hora siguiente pasó en medio de un torbellino de sedas y tafetanes. Yo estaba aturdida.
Había habido veces, desde que trabajaba para Lei, en las que me había visto expuesta a un mundo absolutamente desconocido para mí. En esas ocasiones, tenía que hacer un esfuerzo por disimular mi cara de pasmo y procuraba fijarme mucho en Lei, que parecía desenvolverse como pez en el agua en aquellos ambientes. A veces tenía que recordarme a mí misma que sus orígenes no eran tan distintos de los míos. Había adquirido lustre con el paso de los años, y yo también podía hacerlo.
Estaba mirando un vestido negro con mangas de encaje cuando Lei me puso la mano sobre el hombro.
—Eso te haría muy mayor —dijo.
La miré.
—A mí me parece sobrio y elegante.
—Y lo es, para una mujer de mi edad. Tú tienes veinticinco años. Disfrútalos.
—Debo tener cuidado —expliqué.
Mi jefa era delgada como un junco, ligera y grácil. Yo tenía demasiadas curvas.
—Tengo las tetas demasiado grandes. Y también el trasero.
—Eres muy sexy —afirmó ella con naturalidad—. En el trabajo lo disimulas, y lo entiendo y te lo agradezco, pero no desperdicies esa ventaja. Es un mito espantoso que una mujer de éxito no pueda ser sexy sin perder su credibilidad. No te lo creas.
Me mordí el labio. Paseé la mirada por la sala, un poco intimidada por el aroma a riqueza que exhalaba. Estaba fuera de lugar allí. Por el amor de Dios, en las paredes no había papel pintado: ¡estaban forradas de seda de color marfil! Y los canapés que acababan de traernos estaban colocados en una bandeja que seguro que era de plata maciza.
—¿Puedes echarme una mano? Me temo que yo elegiré mal.
—Para eso estoy aquí, Gianna —hizo una seña a una de las tres mujeres que estaban atendiéndonos—. Veamos qué tienen para una joven bella y voluptuosa.
Cuando salí de mi cuarto unas horas después y oí un silbido, me emocioné y me puse nerviosa al mismo tiempo. Denise había vuelto temprano de trabajar para peinarme y se había traído a Pam, una de sus estilistas, para que me maquillara. Angelo estaba arrellanado en el sofá, viendo algo que había grabado con la grabadora digital para matar el tiempo mientras llegaba su turno de las ocho en el Rossi.
—Caramba —dijo mi hermano, incorporándose—. ¿Quién eres tú y qué has hecho con mi hermana?
—Cállate —contestamos Denise y yo al mismo tiempo.
—Parece una estrella de cine —dijo Pam al volver de la cocina, donde había estado limpiando sus brochas—. Pero de las auténticas diosas, diría yo. Una Raquel Welch o una Sofía Loren.
—¿Quién? —preguntó Denise arrugando el ceño.
Yo, en cambio, la entendí: siempre había pensado lo mismo de mi madre.
El vestido que habíamos elegido al final era también negro, pero mucho más sexy. Un broche de pedrería sostenía la única hombrera. El pecho era de raso negro fruncido, un fino cinturón de pedrería brillante ceñía la cintura y la falda tenía una raja en el lado derecho que llegaba desde medio muslo a los pies. Pensé que por suerte Vincent ya estaba en el restaurante. Se habría asustado un poco al ver cuánta pierna enseñaba. A Nico, que ahora vivía en Nueva Jersey, le habría encantado.
Denise se dejó caer en el sofá con dos cervezas en la mano, le pasó una a su marido y puso la otra sobre la mesa baja para Pam. Desde que sabía que estaba embarazada, solo tomaba agua y zumos de frutas. Los aros dorados que había entre su pelo crespo relucieron.
—¿Chad también va? —preguntó.
—No tengo ni idea.
—¿Y Jax? —añadió Angelo con voz crispada.
Me encogí de hombros, pero se me aceleró el pulso. Había intentado no pensar en Jax mientras me arreglaba, pero aun así deseé que pudiera verme así vestida. Estaba muy sexy.
—Ya sabes lo que hay —me advirtió mi hermano.
—Sí —dije—, lo sé.
Sonó mi teléfono y comprendí que había llegado el chófer de Lei.
—¡Tengo que irme!
Caminé a toda prisa por la tarima pulida de nuestro loft para recoger mis zapatos de tacón, mi bolsito y mi chal del banco que había junto a la puerta y le dije adiós a Pam con la mano antes de salir. Prescindí del montacargas, que era viejo y tenía muy mal genio, y bajé los tres tramos de escaleras hasta la calle. El chófer de Lei estaba acostumbrado a esperar.
Nico, Vincent y Angelo habían comprado el loft con la idea de reformarlo y venderlo a mayor precio. Yo me había instalado allí después de acabar la carrera y había acabado comprando la parte de Nico cuando él se mudó a Nueva Jersey. Luego Vincent y yo nos habíamos dividido el coste de la parte de Angelo cuando él se fue a vivir con Denise, pagando el cincuenta por ciento cada uno. Estábamos pensando en venderlo cuando Denise había descubierto que estaba embarazada y Angelo y ella habían vuelto a instalarse en el piso para ahorrar dinero.
A mí me encantaba volver del trabajo y encontrarme la casa llena de gente y echaba de menos a Nico. No estaba muy segura de cómo me habría sentido viviendo sola. Creo que tener siempre a alguien a mi alrededor me ha ayudado a concentrarme en mi trabajo y a salir menos de lo que habría salido normalmente. Me sentía a gusto así, pero tal vez me había estado ocultando a mí misma que aún me estaba recuperando de un desengaño amoroso. Tal vez debería haberlo afrontado antes. Ahora, desde luego, era hora de afrontarlo.
Me senté en el asiento trasero del coche casi sin aliento por la carrera y nos dirigimos a casa de Lei. El barrio en el que vivía era muy distinto al mío. Su casa estaba en Manhattan, y aunque solo un puente separaba su barrio del mío, podríamos haber vivido en distintos planetas. Cruzamos el río East con el sol aún pendiendo en el cielo. Un afanoso remolcador rompía sus reflejos en el agua.
No dejaba de asombrarme haber creído en algún momento que Jax podía sentirse a gusto allí. Había llegado a relacionarlo tan completamente con Washington que ya no me lo imaginaba en otra parte.
Salvo en mi cama. Allí no me costaba imaginármelo…
Estaba pensando en cómo podía sonsacarle información a Ian Pembry cuando el coche se detuvo delante del edificio de apartamentos de Lei.
Yo ya había visto su vestido, pero con el peinado y el maquillaje a juego hacía un efecto completamente distinto. De estilo griego y color verde esmeralda, se deslizaba suavemente sobre su esbelto cuerpo cuando salió del edificio sonriendo al portero. El color vivo del vestido realzaba su piel blanca e impecable y enfatizaba el rojo de sus labios, y un precioso pasador de pedrería hacía destacar los mechones plateados de su sien derecha.
Se acomodó a mi lado en el asiento y enseguida noté su tensión.
—¿Estás bien? —pregunté.
—Claro.
No hablamos durante el corto trayecto al helipuerto, absortas ambas en nuestros pensamientos. Al doblar la esquina, me fijé en un parque para perros y en los animales peludos y bulliciosos que corrían libremente dentro de él. Su energía juguetona y su placer indisimulado me hicieron sonreír, a pesar del cariz sombrío que habían ido tomando mis reflexiones a lo largo del día.
Detestaba reconocerlo, pero me dolía que Ian supiera que Jax me había invitado a comer. Cuando Jax me había llamado, yo había pensado que la invitación le salía del corazón. Había creído que era algo privado, que quería de verdad que volviéramos a hablar aunque solo fuera para disculparse. Supongo que siempre había esperado demasiado de él. En lo que a él respectaba, mi instinto nunca daba en el clavo.
Cuando estuvimos sentadas en el helicóptero con los cinturones de seguridad puestos, me fijé por fin en Lei. Estaba mirando por la ventanilla mientras el suelo quedaba cada vez más abajo, desplegando la ciudad ante nosotros como un manto espectacular de cemento revestido de atardecer y cristal reluciente. Me había pasado todo el día meditando acerca de la experiencia de trabajar con Lei. Mi familia tenía una visión limitada del mundo y así les gustaba. Yo siempre había ansiado algo más grande, ver el mundo a través de una lente mucho más amplia.
—¿Sabes dónde vamos? —pregunté.
Negó con la cabeza.
—Ian intenta decirnos algo con esta invitación. Supongo que vamos a quedarnos boquiabiertas.
A eso de las ocho me encontré saliendo de una limusina, delante de una enorme mansión de Washington D. C.. Me había ido poniendo cada vez más nerviosa a medida que pasaban los kilómetros desde que habíamos subido a bordo de un avión privado en el aeropuerto, y mi nerviosismo no había hecho más que aumentar cuando la auxiliar de vuelo nos había informado de nuestro destino.
—Esta vez se ha superado —masculló Lei cuando Pembry bajó por la amplia escalinata de la casa para darnos la bienvenida.
El restaurador estaba impresionante con su esmoquin clásico y el cabello gris plateado peinado hacia atrás. Me saludó a mí primero con un beso en la mano y a continuación fijó sus ojos azules en Lei.
—Estás jugando con una persona de mi confianza —dijo ella con frialdad, mirándolo impasible cuando él se llevó su mano a la boca—. Antes no eras cruel.
—Antes tenía corazón —contestó él tranquilamente— y alguien me lo rompió.
Los miré a los dos tratando de interpretar la tensión que había entre ellos. Tuve la sensación de que estaban jugando conmigo y de que todo el mundo entendía las reglas del juego menos yo.
Muy bien. Si mantenía la boca cerrada y los oídos bien abiertos, acabaría por enterarme.
Ian se volvió y me ofreció el brazo.
—¿Vamos?
Me llevó por la escalinata mientras Lei nos seguía. Al mirarla un momento vi que subía con paso majestuoso y la cabeza bien alta sobre ese largo cuello que yo tanto envidiaba. Por las puertas abiertas salía luz a raudales y detrás de nosotros las limusinas descargaban a sus pasajeros en oleadas constantes. Era una fiesta espléndida y eso que aún ni siquiera había cruzado el umbral.
—Confío en que el vuelo haya sido agradable —comentó Ian.
Lo miré y vi que me estaba observando con atención.
—Sí, gracias.
—¿Habías estado alguna vez en Washington?
—Es la primera vez.
—Ah —sonrió y vi un asomo de su encanto—. Tal vez te apetezca quedarte a pasar el fin de semana. Tengo una casa en Georgetown. Si quieres, puedes usarla.
—Eres muy amable.
Se rio, soltó mi brazo y apoyó la mano en mis riñones para que entrara delante de él.
—Confío en que digas más de dos palabras seguidas a medida que avance la velada, señorita Rossi. Me gustaría conocerte mejor, sobre todo teniendo en cuenta el interés que demuestran por ti tanto Jackson como Lei.
Aflojé el paso al ver lo que me pareció una fila de bienvenida.
—¿Qué es este evento?
—Una fiesta privada para recaudar fondos —me susurró junto al oído.
De pronto comprendí a qué se refería Lei al decir que era cruel.
—¿Para un Rutledge?
—¿Para quién si no? —contestó divertido.
Pasamos rápidamente por la fila que habían formado los organizadores para dar la bienvenida a los invitados. Los hombres nos estrecharon enérgicamente la mano y las mujeres nos la apretaron con leve gesto afectuoso. Iban todos perfectamente arreglados, sin un pelo fuera de su sitio, y lucían grandes sonrisas bien ensayadas que dejaban ver sus dientes de un blanco cegador.
Me alegré de dejarles atrás y acepté una copa de champán de la bandeja que me ofreció un camarero sonriente. Pero más aún me alegré de ver a Chad, que parecía tan incómodo como yo. Se le iluminó la cara cuando nos vio, caras conocidas en medio de una muchedumbre de desconocidos, y se encaminó hacia nosotros.
—Me he tomado la libertad de emparejarte con Chad, Lei —dijo Ian, mirándola de soslayo.
Recorrí el salón con la mirada buscando a Jax. No lo vi. Claro que había muchísima gente pululando por el salón de baile en el que nos habían indicado que entráramos. ¡Una casa con salón de baile, por amor de Dios!
¿Quién podía vivir así?
Di un buen trago a mi copa de vino frío. Jax vivía así. El elegante hombre de negocios al que había visto en Savor encajaba en aquel ambiente, no el amante al que había conocido años atrás.
«Solo creías que lo conocías».
Chad se acercó a mí pasándose un dedo por debajo del cuello de la camisa.
—¿Te lo puedes creer? Acabo de conocer al gobernador de Luisiana. ¡Y sabe quién soy!
Ian sonrió, muy ufano. Pero yo seguía sin entenderlo.
—¿Qué tiene que ver la política con el sector de la restauración? —le pregunté.
—Reconozco que forman una extraña pareja —agarró mi copa vacía y la cambió por otra llena cuando pasó un camarero—. Pero a fin de cuentas todo el mundo come.
—Pero no todo el mundo vota —comentó Lei con una copa en la mano.
—Tú siempre has sido mucho más escrupulosa que yo en esos temas —convino Ian—. ¿Y tú, Gianna? Puedo llamarte Gianna, ¿verdad? ¿Ejerces tu derecho al voto?
—¿La política no es uno de esos temas que conviene evitar? —miré una bandeja de canapés que pasaba por allí y me di cuenta de que estaba tan nerviosa que hasta pensar en comer me resultaba imposible.
—¿Por qué no bailamos, entonces? —sugirió él.
Acepté, pensando que sería una rara oportunidad de hablar con él a solas. Chad agarró mi copa de champán y la vació de un trago.
—Te advierto que no bailo muy bien —le dije a Ian mientras me conducía a la zona reservada para bailar. Había tomado algunas clases para sentirme más segura, pero nunca había tenido ocasión de bailar fuera de la academia de baile y por falta de tiempo solo había ensayado los pasos básicos. Nunca, desde luego, había bailado con la música de una orquesta en vivo.
—Tú sígueme —murmuró Ian, apretándome contra él.
Nos sumamos a las pocas parejas que había en la pista de baile. Yo estaba tan concentrada en no pisarlo que durante un minuto más o menos no abrí la boca.
—Cuéntame cómo es que conoces a Jackson —dijo él.
—No lo conozco —y era verdad, en todo lo importante.
Enarcó las cejas y sus ojos azules escudriñaron mi cara.
—Ayer no fue la primera vez que os veíais.
—Dado que estoy segura de que ya lo sabías antes de meterlo en esto, me interesa más saber cómo lo conociste tú.
—Conozco a su padre, Parker Rutledge. Fue él quien nos presentó —miró más allá de mí—. Hablando del rey de Roma…
Me puse tensa. Giré la cabeza y perdí el paso al ver bailando con una joven muy guapa a un hombre que se parecía extrañamente a Jax.
Sentí de pronto un impulso frenético de marcharme de allí. No pintaba nada en una fiesta de recaudación de fondos para un partido político, no había sitio para mí en un mundo que no tenía nada que ver con el mío. Ignoraba cómo me habían llevado hasta allí dos hermanos cocineros y en aquel momento tampoco me apetecía averiguarlo. Mi sensación de que la noche iría de mal en peor era cada vez más fuerte.
—¿Por qué nos has traído aquí, Ian?
Contestó con otra pregunta:
—¿Hasta qué punto eres ambiciosa, Gianna?
—Le soy leal a Lei.
Sonrió.
—Yo también le era leal. Por desgracia, algún día descubrirás que ella, en cambio, no lo es tanto. Tú sabes tan bien como yo que ni a Chad ni a Stacy les conviene separarse. Se necesitan mutuamente.
—Pueden salir adelante solos. Los dos tienen talento propio —mi sentimiento de irritación aumentó—. ¿Por qué no podíamos hablar de esto en Nueva York?
—Estoy luchando por mi medio de vida. Es lógico que ponga todas mis armas en juego.
—Lei forma parte de tu mismo ambiente. Yo no.
—Te sientes fuera de lugar aquí —dijo con suavidad, con aire tranquilizador—. Yo conozco a esta gente. Me encantaría ayudarte a hacer contactos y a labrarte tu propio camino.
Lo miré fijamente.
—¿Por qué me ofreces eso? ¿Por Jackson? Si crees que quiero volver a tener algo que ver con él, no podrías estar más equivocado.
Acabó la canción y me retiré, lista para ir en busca de Lei para ver si ella también quería marcharse.
Pembry captó el mensaje y me acompañó fuera de la pista de baile. Casi estaba a salvo cuando una alta figura se interpuso en mi camino. Levanté la vista y contuve el aliento. Durante una fracción de segundo pensé que Jax había ido a la fiesta, después de todo.
Entonces me di cuenta de que era su padre.
—Ian —dijo Parker tendiéndole la mano. Su voz imponía respeto, igual que su porte. El patriarca de los Rutledge controlaba a una familia con enorme poder político. El alcance de su influencia era impresionante, pensándolo bien, cosa que no pude evitar hacer cuando fijó sus ojos oscuros en mí.
—Creo que no conozco a tu encantadora acompañante.
Me sorprendió percibir en su voz un ligero acento que no pude identificar.
Ian hizo los honores:
—Parker, esta es Gianna Rossi. Gianna, Parker Rutledge.
—Hola —dije.
—Señorita Rossi, un placer. Esta es mi esposa, Regina.
Miré a la rubia que iba a su lado, con la que había estado bailando y pensé que no podía ser mayor que yo. No tenía edad para ser la madre de Jax, eso desde luego. Ni un cirujano plástico genial podría haberla conservado tan bien.
—Hola, señora Rutledge.
Sonrió con la boca, pero no con los ojos.
—Regina, por favor.
—Baila conmigo, Regina —dijo Ian, y le tendió la mano haciendo una floritura.
Ella miró a Parker, que asintió con la cabeza. Luego volvió a mirar a Ian.
—Quiero que me hables del nuevo chef con el que has venido esta noche. ¿Qué clase de cocina practica?
—Sureña modernizada.
—¿En serio? —se alejaron—. Dentro de un par de semanas doy una cena de gala. ¿Crees que…?
—Nadie lo diría al verla —comentó Parker, poniendo una mano en mi cintura antes de que pudiera rehusar la invitación—, pero le encanta comer.
—A mí me cuesta entender a la gente a la que no le gusta.
Parker me llevó a la pista de baile con un paso impetuoso y yo me armé de valor y me obligué a respirar.
—A Regina le encantan las fiestas —añadió—. Claro que ella es joven y bonita. Como tú.
—Gracias.
—Te dedicas a la hostelería, ¿verdad? Creo que fue lo que me dijo Ian. A ti también debe de entusiasmarte una buena fiesta. ¿Qué opinas de esta?
—Es… —me esforcé por encontrar una respuesta—. Todavía estoy meditándolo.
Soltó una risa que no se parecía nada a la cálida y suave risa de Jax. La de Parker era una carcajada retumbante, una de esas risas que llamaban la atención. Y era extrañamente contagiosa. Me sentí sonreír de mala gana.
—Gianna… —dijo de nuevo con aquel deje—. Es un nombre poco frecuente, ¿verdad? Jackson conoció a una Gianna en Las Vegas hace unos años.
Tal y como esperaba, la noche estaba pasando rápidamente de incómoda a desastrosa. Yo había dado por sentado que lo nuestro era un secreto. Y al parecer Jax le había hablado a todo el mundo de mí, cosa que no me entusiasmó precisamente.
—Es un nombre de familia —contesté, tensa, y me sentí terriblemente violenta.
—Debe de haber sido una sorpresa agradable verlo de nuevo.
Me quedé mirándolo. ¿Se parecería Jax a su padre cuando tuviera su edad? Esperaba que no. Esperaba que tuviera más arrugas de reírse alrededor de los ojos y menos tensión en torno a su bella boca.
—Me ha sorprendido más que Ian sintiera la necesidad de involucrarlo en nuestros negocios.
—Fui yo quien metió a Jackson en eso —murmuró, y miró por encima de mi cabeza con los ojos entornados—. Ian me hizo un favor maravilloso al presentarme a Regina, así que yo lo ayudo siempre que puedo —me miró de nuevo—. Pero no sabía lo tuyo. Imagino que Ian sí.
Sentí un escalofrío de inquietud en la espalda. Me sentía como un pez payaso nadando entre tiburones: completamente fuera de mi elemento.
—Disculpad.
¡Dios mío! La voz de Jax resonó como un eco dentro de mí.
—Voy a interrumpiros.
Parker se detuvo y yo giré la cabeza y se me aceleró el corazón al encontrarme cara a cara con él.
—Pensaba que no vendrías —le dijo Parker a su hijo.
Jax me miró y luego volvió a mirar a su padre.
—No me has dejado elección.
Pensé por un segundo en escabullirme mientras se miraban duramente el uno al otro. Entonces Jax me pasó el brazo por la cintura desde atrás y me atrajo hacia sí, apartándome de su padre.
Parker me miró.
—Me retiro. Te veré en la cena, Gianna. Que te diviertas.
Jax se puso delante de mí, impidiéndome ver cómo se alejaba su padre.
—Estás impresionante —dijo en voz baja, apretándome contra sí.
Yo estaba tan tensa que me dolían los hombros.
—Me alegro de que me des el visto bueno.
Dio el primer paso y lo seguí.
—Respira, Gia —me reconvino—. Ya te tengo.
—No quiero estar aquí.
—Ya somos dos —acarició mi espalda suavemente con la mano—. Odio estas cosas.
—Pero estás en tu salsa.
Una emoción que no supe identificar ensombreció sus ojos.
—Nací en este ambiente. Pero no vivo en él.
El calor de su cuerpo comenzó a calar en el mío. Cada vez que respiraba, sentía su olor. Cada movimiento que él hacía despertaba el eco de un recuerdo que me recorría por entero.
—Eso está mejor —dijo—. Apóyate en mí y relájate, nena.
—No.
—Ahora estás en mi mundo, Gia. Con mis normas.
Sacudí la cabeza.
—Me han engañado para venir aquí.
Me apretó contra sí y apoyó los labios en mi sien.
—Lo siento.
—Tenías que airearlo a los cuatro vientos, ¿verdad? No veo el motivo. Está claro que yo no era el sucio secretillo que creía ser.
—Sucio, no —bajó la voz—. Salvo cuando tú querías. Un poco bruto, un poco tosco, sí. Dios mío… Me volvías loco.
Le pisé a propósito.
Se rio y su risa me recorrió como una oleada.
—Has estado bebiendo —le dije con reproche al notar un leve aroma a licor en su aliento.
—No me ha quedado otro remedio —se echó hacia atrás, apretando la mandíbula—. No sabía que sería tan duro volver a verte.
—Te lo pondré fácil. Ayúdanos a Lei y a mí a salir de aquí.
—Todavía no —su boca suave rozó mi frente—. Yo pasé una noche con tu familia. Tú tienes que pasar una noche con la mía, me lo debes.
—¿Y luego puedo desaparecer y no volver a verte?
Quería hacerlo de verdad. La Cenicienta del baile había vuelto a convertirse en una chica que no encajaba allí. Su torso rozó mis pechos cuando me apretó contra sí.
—Ese es el plan.
Me hizo bailar dos canciones más, negándose en redondo a dejarme en brazos de Ian o de otros dos señores que intentaron bailar conmigo. Capté el mensaje tan claramente como todos los demás, sin duda alguna: había llegado con Ian, pero ahora estaba con Jax.
En ese momento decidí hacer de Cenicienta hasta el final. Mandé a un rincón de una patada a la vocecilla que llevaba dos días deprimiéndome y flexioné los dedos dentro de mis zapatitos de cristal.
—Quiero champán —anuncié de pronto.
Me miró fijamente.
—¿Ah, sí?
—Sí.
Sus ojos adquirieron un brillo malévolo que reconocí al instante.
—Vamos.
Me agarró de la mano, me llevó fuera de la pista de baile y nos abrimos paso entre el gentío que se agitaba a nuestro alrededor intentando retenernos allí. Jax, sin embargo, era un experto escabulléndose con un rápido saludo o un gesto de pasada. Distinguí una cara conocida, la de la bella Allison Kelsey, la esposa del hombre cuya despedida de soltero nos había unido a Jax y a mí, y de pronto el panorama cambió y vi un pasillo profusamente iluminado. Desde allí, Jax me llevó a través de una puerta basculante a una cocina de tamaño industrial en la que reinaba una actividad frenética.
Miré a mi alrededor, fijándome en las múltiples encimeras y en los uniformes blancos y negros que solo había visto en las películas. Jax arrancó una botella de champán de las manos de un camarero, rodeó hábilmente el pie de una copa con el dedo y me hizo salir por una puerta lateral que daba a otro pasillo.
—¿Adónde vamos? —pregunté, desconfiada todavía por estar a solas con él. Lo deseaba. Nunca había dejado de desearlo.
—Ya lo verás.
El ruido de la fiesta se intensificó y procuré ignorar la punzada de desilusión que sentí al pensar que íbamos a volver a ella. En serio: tenía que aclararme.
Me condujo a través de unas puertas abiertas que daban a una terraza con vistas a un jardín mágico. O eso me pareció a mí, por lo menos, con sus senderos de grava iluminados con farolas y sus preciosos y viejos árboles en los que brillaban bombillas blancas.
—¿De quién es esta casa? —pregunté.
—Es una finca de los Rutledge.
Lo dijo con más prurito de propietario del que reflejaban sus palabras.
—Ya.
—Finge que nos hemos colado en la fiesta —dijo mientras me llevaba por unos escalones empedrados hasta un banco de mármol en forma de media luna.
Me senté y lo vi servir el champán y pasarme la copa.
—Por lo visto hemos estado fingiendo desde el principio, ¿no?
Bebió de la botella y se limpió la boca con el dorso de la mano, descuidadamente y con aire un poco desafiante.
—Puede ser. Pero aun así te conozco mejor de lo que crees.
—Yo tengo la sensación de no conocerte en absoluto.
—Pues intenta conocerme —me dijo en tono retador—. ¿De qué tienes miedo?
Bebí un sorbo de champán.
—De agotarme en el intento y de encontrarme un callejón sin salida.
—¿Es que no puedes sencillamente disfrutar del trayecto?
¡Ah, me habría encantado! De pronto me atravesó una oleada de ardiente anhelo.
Puso la botella en el banco, a mi lado.
—Voy a besarte.
Me quedé sin respiración.
—No, nada de eso.
—Intenta detenerme.
Me levanté de un salto.
—Jackson…
—Cállate, Gia —tomó mi cara entre sus manos y se apoderó de mi boca.
Por un momento no me moví, paralizada al sentir sus labios sobre los míos, tan suaves y sin embargo tan firmes. Tan dolorosamente familiares. Tan tiernos. Su lengua se deslizó por la comisura de mi boca. La abrí para él con un suave gemido y deslizó la lengua dentro.
Solté la copa. Oí vagamente cómo se hacía añicos, pero no me importó. Rodeé con los brazos sus anchos hombros, hundí los dedos en su pelo sedoso. Paladeé su sabor a champán y a Jax y me puse de puntillas para besarlo con más ansia.
Como siempre, me dio lo que le pedí.
Sujetándome con fuerza, me comió la boca acariciándola con aterciopeladas pasadas de su lengua, mordisqueándome con los labios y los dientes y deslizando los labios sobre los míos de un lado a otro como si me saboreara, convirtiendo un simple beso en una fusión erótica que me hizo temblar de placer.
¡Dios, cuánto lo había echado de menos! Echaba de menos cómo me hacía sentir.
Gruñó y aquel áspero sonido resonó dentro de mí. Deslizó las manos hacia abajo, frotó mi espalda y me sujetó al tiempo que movía las caderas y restregaba el bulto duro y grueso de su pene erecto contra mi pubis. Sentía una oleada de deseo que acaloró mi piel. Quería extraviarme en él como en otro tiempo, apretando mi cuerpo desnudo contra el suyo hasta que ni el aire pudiera interponerse entre nosotros.
—Gia —murmuró con voz ronca mientras deslizaba los labios por mi mejilla—. Dios, cómo te deseo.
Cerré los ojos y mis manos se cerraron sobre los gruesos mechones de su pelo. Ardía en deseo por él, sentía la piel tensa y erizada.
—Ya me tuviste.
—Cometí el error de marcharme —su aliento rozó mi frente—. Eso no significa que no lo lamente.
Un vocecilla de alarma gritaba dentro de mi cabeza.
—Acabarás haciéndome daño.
—Voy a idolatrarte —agarró mi nuca con una mano mientras con la otra agarraba mi cadera, apretando su verga dura contra mi clítoris—. Te acuerdas de cómo era. Horas y horas acariciándote con las manos y la boca, mi polla dentro de ti…
—¿Por cuánto tiempo? —mis entrañas empezaron a tensarse, exigiendo un orgasmo.
—Semanas —gruñó—. Meses. Dios mío, la tengo tan dura que me duele.
Luché por desasirme.
—Yo necesito algo más que sexo.
Me soltó, pero tenía una mirada ardiente y feroz.
—Te daré todo lo que tengo.
—¿Durante unas cuantas semanas? —temblé por el esfuerzo de mantenerme alejada de él a pesar de lo mucho que lo deseaba—. ¿Un par de meses?
—Gia —se pasó las manos por la cara—. Maldita sea, acepta lo que puedo darte.
—¡No es suficiente!
—Tiene que ser así. Dios mío… ¡no me pidas que te convierta en uno de ellos!
Me aparté de un salto, sorprendida por su vehemencia.
—¿De qué estás hablando?
Se volvió, dando la espalda a la casa, agarró la botella de champán y le dio un largo trago.
Lo observé, confusa, y vi solo una terca determinación. Miré más allá de él, hacia el salón de baile, y vi a las elegantes parejas del interior de la casa. Lei apareció en ese momento. Había salido a la terraza del brazo de Chad.
Entonces comprendí hasta qué punto ansiaba desvelar el misterio de Jax, tanto que no me importaba el precio que tendría que pagar por ello.
—¿Os importa que os hagamos compañía? —preguntó Lei cuando se acercaron.
Me miró a los ojos. Me dejé caer en el banco, estremecida todavía por el deseo insatisfecho.
Al mirar a Jax, vi que tenía los ojos clavados en mí. En sus oscuras profundidades brillaba un desafío. Alargué el brazo y agarré la botella de champán por el cuello cuando me la dio.
La levanté en un brindis y bebí por aquel reto.