Una descarga que conocía muy bien recorrió mi piel. Decidí no girarme para no darle a Jax la satisfacción de ver mi cara, que seguramente reflejaba sorpresa, enfado y frustración.
Había que tener las pelotas de acero para ir al Rossi después de haberme roto el corazón. Mi familia se acordaría de él, se acordaría de la última noche que habíamos pasado todos juntos. Habíamos ido a Nueva York en viaje relámpago de fin de semana para presentarle a la familia de la que tanto hablaba yo. Nos habíamos quedado en el restaurante mucho después de la hora de cierre, comiendo, bebiendo y riendo con mis hermanos y mis padres. Se habían quedado prendados de él lo mismo que yo. Fue esa noche cuando me convencí de que lo nuestro iba para largo.
Y no había vuelto a verlo hasta que entró en el bar del Four Seasons.
Chad me miró.
—¿También has invitado a Stacy?
—No —desconcertada, miré por fin hacia atrás. Rechiné los dientes al ver a Jackson ayudando a Stacy a quitarse la chaqueta vaquera. Chad no había sabido de antemano adónde íbamos, pero Jax lo había adivinado.
Y, cómo no, se fue derecho hacia nosotros con Stacy. Mi madre les cortó el paso con una sonrisa tan amplia como siempre, pero con las plumas erizadas como las de una gallina clueca defendiendo a su polluela.
Miré a Chad.
—Podríamos escabullirnos por la puerta de atrás.
Se rio, pero tenía una mirada dura.
Angelo se acercó.
—¿Has quedado con él? —preguntó señalando a Jax con la cabeza.
—No —miré a Chad—. No tienen que sentarse con nosotros.
—Bien —se echó hacia atrás, enfadado—. Estoy harto de malas compañías. Stacy puede seguir con Ian si quiere. Yo me quedo con vosotras y con el Mondego.
—Muy bien —Angelo me miró—. Me aseguraré de que se sienten en otro sitio.
Bebí un trago de vino mientras se alejaba.
Chad se quedó mirándome un momento.
—Se ve que cuida de ti.
—Es lo normal en nuestra familia.
—Stacy y yo también éramos así. Antes de que apareciera Ian.
—¿En serio? —intenté ignorar la sensación de que Jax me estaba mirando. Notaba su mirada fija en nosotros—. ¿Qué pasó?
Se encogió de hombros.
—Qué sé yo. Se le subió a la cabeza. Ya ni siquiera sé si piensa en la comida. Está demasiado ocupada intentando ser rica y famosa.
Mi madre apareció con más vino y me puso la mano en el hombro mientras llenaba nuestras copas. Sentía la presión suave de sus uñas perfectamente cuidadas y oí la pregunta que no quería hacerme en voz alta: «¿Estás bien?».
Contesté poniendo mi mano sobre la suya y apretándosela. No estaba bien, pero ¿qué podía decirle? Ni yo ni mi familia íbamos a darle a Jax la satisfacción de negarnos a servirle. Cenaría de maravilla, disfrutaría de un servicio impecable y la casa le invitaría a una copa de vino de su elección.
Echarían el resto. Lo matarían a base de amabilidad. Le demostrarían que no éramos ni mezquinos, ni ruines. Pero ¡ay, lo que nos costaría! A todos. Yo sentía que habían invadido mi refugio, que su poderosa energía inundaba el espacio y traspasaba mis sentidos. Todos mis nervios hormigueaban, llenos de expectación.
Se acercó Lori, una de las camareras, para tomarnos nota. Decidimos compartir un plato de pasta. Mientras tomábamos los aperitivos y la ensalada, esperé que Jax se acercara. Estaba absolutamente pendiente de él, era incapaz de prestar atención a Chad. Él también estaba muy callado, tenía la mirada fija en la comida o en mi cara, y los dos nos esforzábamos por no mirar a los demás clientes.
Yo estaba segura de que Jax se lo estaba pasando en grande haciéndome rabiar. ¿Por qué había salido con Stacy si ella estaba saliendo con Ian? ¿O acaso estaba disponible para los dos? A fin de cuentas, no había vacilado en besar a Jax con fruición en la mejilla cuando se habían visto.
Justo antes de que nos sirvieran el plato principal, Chad se disculpó para ir al aseo y yo eché un vistazo a mi smartphone. Tenía una llamada perdida de Lei. Cuando regresó Chad con una cerveza en la mano, le sonreí y dije:
—Enseguida vuelvo.
Me encaminé a los aseos, pero en vez de entrar me metí en la oficina de atrás y cerré la puerta para no oír el ruido del restaurante. Llamé a Lei y me acerqué el teléfono a la oreja.
—Giana —contestó—, tengo que aplaudirte por tu gusto en cuestión de hombres.
—Ni que pudiera escogerlos —me acerqué a la pared del fondo, donde colgaba el retrato de toda la familia. Yo tenía unos doce años en aquella foto, llevaba aparato en los dientes y tenía el pelo alborotado. Nico, Vincent y Angelo estaban los tres larguiruchos y desgarbados, aunque en distinto grado. Mi padre había quedado inmortalizado en la flor de su vida, al igual que mi madre, que había envejecido poco desde entonces.
—¿Qué tal ha ido?
—Como esperaba. Tenías razón, por cierto. Jackson me ha dicho que se había metido en esto por hacerle un favor a alguien.
—Lo siento, no he tenido tiempo de averiguar nada. He estado con Chad desde que me fui de la oficina, pero seguramente será alguien de la familia Rutledge. Cuando no está jugándose millones en la bolsa, está resolviendo los líos de su familia —«o saliendo con bellas mujeres»—. En cuanto a Chad, se queda con nosotras, pero creo que convendría redactar un contrato nuevo lo antes posible, por si ocurre algo y cambia de idea. Jax no va a retirarse por las buenas. Se ha presentado en el Rossi en hora punta y para colmo se ha traído a Stacy.
Lei se rio.
—Lo siento, pero me cae bien.
Sonreí de mala gana.
—Qué se le va a hacer.
—Me ha llamado Ian.
—¿Sí? ¿Y qué tal?
—Me ha preguntado si podíamos vernos esta noche.
—Ah. Quizá por eso Jax está con Stacy. Haciendo de niñera —aquello me llenó de alivio, y volví a enfadarme conmigo misma.
—Podría ser. En todo caso, le he dicho que no. Tengo la sensación de que nuestros chicos están cerrando filas, lo que significa que vamos por buen camino. Si te digo la verdad, hacía años que no me divertía tanto.
«Nuestros chicos». Solté un bufido y me volví a tiempo para ver que se abría la puerta… y que aparecía Jax.
—Tengo que dejarte, Lei, pero llámame si me necesitas.
—Mañana hablamos. Buenas noches, Gianna.
—Igualmente —dejé el teléfono a un lado.
Estuvimos mirándonos un minuto. Él llevaba el jersey gris y los pantalones de esa mañana. Aquel aspecto informal me resultaba mucho más familiar… y me encantaba. Un mechón de pelo le caía sobre la frente, suavizando su belleza severa. Se había apoyado de espaldas contra la puerta, tenía las manos en los bolsillos y los tobillos cruzados. Pero solo un idiota dejaría de sentir su tensión, semejante a la de un depredador. Sus ojos entornados, sagaces y vigilantes, veían demasiadas cosas.
—Echo de menos los rizos de tu pelo —dijo por fin.
Retrocedí hasta la mesa de mi padre y apoyé el trasero en ella. Crucé los brazos.
—Ese comentario llega muy tarde —«unos años tarde».
—Cuando he llegado, estabas a punto de abalanzarte sobre tu presa. ¿Estás pensando en tirarte a Chad Williams porque te apetece o porque quieres que firme en la línea de puntos?
Quizás alguna otra mujer se habría mordido la lengua porque la pregunta no merecía respuesta. Yo no dije nada porque me sentía demasiado dolida. Jax nunca había sido mezquino ni cruel conmigo intencionadamente. Se había limitado a desaparecer de mi vida.
—Gia…
—No me llames así.
—¿Cómo prefieres que te llame?
Di unos golpecitos con el pie en el suelo, nerviosa.
—Prefiero no verte ni saber nada de ti.
—¿Por qué no?
—Creía que era evidente.
Su boca, maravillosamente sensual, se tensó.
—Para mí no. Nos conocemos. Nos llevamos bien. Muy, muy bien.
—¡No voy a acostarme contigo! —repliqué, sintiéndome encerrada entre aquellas cuatro paredes. Siempre había surtido ese efecto sobre mí. Cuando estábamos juntos, no era consciente de nada más.
—¿Por qué no?
—¡Deja de preguntarme eso!
Se enderezó y el despacho se volvió aún más pequeño. Se me aceleró la respiración y miré ansiosamente la puerta, a su espalda.
—Es una pregunta válida —echó la cerradura sin apartar los ojos de mí—. Dime por qué estás tan enfadada.
La ansiedad se apoderó de mí.
—¡Te esfumaste de la faz de la Tierra!
—¿Sí? —dio un paso hacia mí—. ¿Estás diciendo que no sabías dónde encontrarme?
Fruncí el ceño, confusa.
—¿De qué estás hablando?
—Tenía que acabarse, y se acabó —se acercó—. Tranquilamente. Sin malos rollos. Sin recuerdos desagradables. Nos…
—Cortaste por lo sano —respiré hondo, herida en lo más hondo. Y le ataqué para defenderme—. Así que ¿para qué estropearlo volviendo a empezar?
—¿No podemos ser amigos?
—No.
Invadió mi espacio.
—¿No podemos hacer negocios juntos?
—No —descrucé los brazos. Sentía la necesidad de ponerme a la defensiva—. Tú has convertido esto en algo personal desde el principio.
Sonrió, exhibiendo su dichoso hoyuelo.
—Te pones increíblemente sexy cuando te enfadas. Debería haberte hecho enfadar más a menudo.
—Apártate, Jax.
—Ya me aparté. Y no sirvió de nada.
—Claro que sirvió. Vuelve a tu mundo y olvídate de mí.
—A mi mundo —su sonrisa se desvaneció junto con el brillo de sus ojos—. Entiendo.
Dejó de acercarse y yo pasé a su lado rápidamente, consciente de que llevaba mucho tiempo fuera y Chad estaba esperándome.
Me agarró del brazo, abarcándolo con su mano, y me dijo al oído:
—No te le folles.
Me estremecí. Estábamos hombro con hombro, mirando en direcciones opuestas, como un reflejo de toda nuestra relación. Sentí su olor, su calor, me acordé de otras ocasiones en que me había susurrado al oído.
Jax sabía cómo seducirme y nunca escatimaba esfuerzos. Incluso cuando me tenía segura, pasaba mucho rato excitándome antes de llevarme a la cama. Me lanzaba largas miradas abrasadoras, me tocaba a menudo, me murmuraba turbadoras promesas que me hacían sonrojarme.
—¿Es que ahora practicas la abstinencia, Jax? —repliqué.
—Lo haré si tú lo haces.
Solté una risa áspera.
—Sí, ya.
Me miró a los ojos.
—Ponme a prueba.
—No me interesan tus juegos.
De pronto comenzó a sacudirse el pomo de la puerta y me sobresalté.
—¿Gianna? ¿Estás ahí?
«Vincent».
—¡Sí! —grité—. Espera.
—No te le folles —repitió Jax con una mirada dura en los ojos oscuros—. Lo digo en serio, Gia.
Me desasí, giré la cerradura atropelladamente y abrí la puerta de par en par.
Mi hermano se detuvo con la llave de la oficina en la mano y miró a Jax con enfado por encima de mi hombro.
—¿Es que tienes ganas de morir, Rutledge?
Puse los ojos en blanco y lo empujé hacia atrás.
—Déjalo.
—Vete a olisquear a otra —añadió mi hermano, bloqueando la puerta en cuanto me aparté.
Pensé un momento en intervenir y luego decidí no hacerlo. Eran mayorcitos. Podían arreglárselas solos.
Cuando volví al comedor, encontré una gran bolsa para llevar encima de la mesa, delante de Chad, que se levantó al verme.
—¿Qué te parece si nos llevamos esto al hotel y cenamos en paz? —preguntó.
Recorrí el comedor con la mirada y enseguida vi brillar el pelo de Stacy al suave resplandor de las lámparas de hierro forjado. Nos lanzaba unas miradas como puñales.
—Tengo una idea mejor —dije mientras recogía mis cosas—. Conozco un sitio donde nadie nos encontrará.
Lo llevé al salón de belleza de mi cuñada Denise, en Brooklyn. Denise cerró el local, buscó unos platos de papel y nos dimos un festín de ragù bolognese tibia pero deliciosa en el cuarto de la esteticista, en la parte de atrás, lejos del olor a tinte y laca.
—Tienes acento de Nueva York —comentó Chad cuando llevábamos un rato contándonos absurdas anécdotas de nuestros clientes—. Nunca me había fijado.
Me encogí de hombros.
—Sí. Como el que se oye en cientos de series policíacas de la tele.
Se rio.
—Eso es porque ahora está en su territorio —explicó Denise.
No dije nada. No me molestaba que lo hubiera notado. Siempre me salía el acento cuando estaba con mi familia o con mis amigos, cuando me relajaba y me sentía como la que había sido siempre.
—Es monísimo —bromeó Chad, exagerando su propio acento—. Yo también tengo acento, pero eso ya lo sabéis.
—A Gianna se le da muy bien disimularlo —comentó Denise. Llevaba el pelo teñido de color platino, con las puntas de un rosa vivo, y recogido en complicadas trenzas. Tenía varios piercings en la nariz y las cejas y una ristra de tatuajes en el brazo izquierdo. Además estaba embarazada de cinco meses y empezaba a notársele. Yo estaba emocionadísima con su embarazo. Me moría de ganas de ser tía.
Empezó a sonar mi teléfono en el bolso y alargué el brazo hacia la encimera para sacarlo. Quizá Lei me necesitaba, después de todo. Lo que había dicho sobre mi horario al contratarme no era ninguna broma. A veces me llamaba a las dos de la madrugada y los fines de semana, pero me encantaba que lo hiciera, porque era en esos momentos cuando estaba más entusiasmada con algo.
Miré la pantalla, pero el número no era de Nueva York. Estaba a punto de dejar que saltara el buzón de voz cuando decidí obsequiar un poco más a Chad con mi acento.
—Despacho de Gianna Rossi —dije con naturalidad—. ¿En qué puedo ayudarle?
Oí un silencio y luego…
—Gia…
Contuve la respiración, turbada por cómo decía Jax mi nombre. Por cómo solía decirlo cuando éramos amantes y me llamaba solo para oír mi voz.
—Di algo —dijo en tono gruñón.
Fortalecida al ver mi cara de pasmo en el espejo, contesté con gélida calma:
—¿Cómo has conseguido este número?
—No me vengas con esas —replicó—. Habla como solías hablar antes. Como eres tú de verdad.
—Eres tú quien me ha llamado.
Masculló algo en voz baja.
—Ven a comer conmigo mañana.
—No —me levanté y me dirigí hacia la parte delantera del salón de belleza.
—Sí, Gia. Tenemos que hablar.
—No tengo nada que decirte.
—Entonces escúchame.
Froté la punta de mi tacón de aguja contra la grieta de una baldosa. Denise acababa de empezar a obtener beneficios y quería hacer reformas en el local. El salón de belleza estaba en un barrio que había vuelto a ponerse de moda, y ella había tenido el acierto de decorarlo con muebles retro y preciosos carteles vintage en las paredes que distraían la vista de pequeños defectos.
Dios, estaba hecha un lío por culpa de Jax. Mi cerebro bullía con ideas encontradas. Me concentré en el hombre que me estaba volviendo loca.
—Si como contigo, ¿me dejarás en paz?
—No voy a prometerte eso.
—Entonces la respuesta es no —repliqué—. No tienes derecho a invadir así mi vida. Nada de esto es asunto tuyo. No deberías estar metiéndote donde…
—¡Maldita sea! No sabía que estuvieras enamorada de mí, Gia.
Cerré los ojos para bloquear el dolor que me produjo oír esas palabras de sus labios.
—Si eso es verdad, es que no me conocías en absoluto.
Colgué.