Capítulo
3

Saqué el bolso del cajón de mi mesa antes de ir a recepción y lo agarré como si fuera un talismán que pudiera alejarme de Jax antes de que se diera cuenta de quién era. El trayecto hasta la entrada se me hizo eterno.

Me sabía muy mal darme cuenta de que Jax seguía impresionándome tanto. Había formado parte de mi vida muy poco tiempo. Yo había tenido otros dos amantes después de él, y creía haber pasado página.

Estaba mirando un expositor de nuestros libros de cocina más vendidos cuando doblé la esquina. De pronto me quedé sin respiración. El traje de corte perfecto que se había puesto en señal de respeto a Lei (lo cual no pude dejar de agradecerle) realzaba su cuerpo alto y musculoso. Yo nunca lo había visto en persona vestido así, tan formal. Nos habíamos conocido en un bar, nada menos. Yo había salido a tomar algo con unas compañeras de clase y él estaba asistiendo a una despedida de soltero.

Debí imaginar que no saldría bien.

Pero, Dios mío, era tan guapo… Tenía el pelo oscuro y lo llevaba muy corto por los lados y por detrás y un poco más largo por arriba. Sus ojos eran de un marrón tan oscuro que eran casi negros. Rodeados por densas pestañas, eran de una intensidad implacable. ¿De veras me habían parecido alguna vez dulces y tiernos? Me había dejado cegar por su boca carnosa y sensual y por su travieso hoyuelo. Pero Jackson Rutledge no tenía nada de tierno. Era un hombre vicioso y cruel, hecho de una pasta muy dura.

Me recorrió de pies a cabeza con una mirada lenta e intensa que hizo que se me encogieran los dedos al acercarme a él.

Todo el mundo sabía que era un entendido en mujeres. Me dije a mí misma que yo podía ser cualquiera y que aun así me miraría de ese modo, pero sabía que no era cierto. Mi cuerpo se acordaba de él. Se acordaba de sus caricias, de su olor, del roce de su piel contra la mía… Y por cómo me miraba, esos mismos recuerdos estaban haciendo arder su sangre.

—Hola, señor Rutledge —lo saludé formalmente porque él aún no había dado a entender que me reconocía. Pronuncié cada palabra con cuidado, con una voz comedida que no parecía la mía. Normalmente ya no tenía que preocuparme por mi acento de Brooklyn, pero Jax hacía que me olvidara de mí misma.

Y que me dieran ganas de olvidarme de todo.

—La señora Yeung saldrá enseguida —añadí, y me detuve a propósito a unos pasos de él—. Le acompaño a la sala de reuniones. ¿Quiere que le traiga agua? ¿Café? ¿Té?

Su pecho se hinchó con un profundo suspiro.

—Nada, gracias.

—Por aquí, entonces —pasé a su lado y conseguí sonreír a LaConnie al pasar cerca de ella, aunque la sonrisa me salió forzada.

Notaba el olor de Jax, esa mezcla sutil de bergamota y especias. Sentí su mirada fija en mi espalda, en mi culo, en mis piernas. Empecé a pensar en cómo caminaba y eso me hizo sentirme torpe.

No dijo nada y a mí me dio miedo hablar. Tenía la garganta tan seca que me costaba pronunciar palabra. Sentía un terrible anhelo: una necesidad casi desesperada de tocarlo como en algún momento había tenido derecho a hacerlo. Me costaba creer que hubiera estado en mi cama. Dentro de mí. ¿Cómo había tenido el valor de liarme con un hombre como él?

Fue un alivio llegar a la sala de reuniones. El picaporte me pareció deliciosamente fresco cuando lo toqué.

Su aliento sopló suavemente sobre mi oreja.

—¿Cuánto tiempo vas a seguir fingiendo que no me conoces, Gia?

Cerré los ojos cuando ronroneó el nombre que solo él había usado.

Empujé la puerta y entré sin soltar el picaporte para que no quedara duda de que iba a marcharme.

Se acercó a mí y me miró a cara a cara. Me sacaba más de una cabeza, a pesar de que yo llevaba tacones. Tenía las manos en los bolsillos e inclinó la cabeza hacia mí. Había invadido mi espacio personal. Todo aquello era demasiado íntimo. Demasiado familiar.

—Apártate, por favor —dije en voz baja.

Se movió, pero no como yo quería. Sacó la mano derecha del bolsillo y la deslizó por mi brazo desde el codo a la muñeca. Sentí su contacto a través de mi blusón de seda azul marino y me alegré de que fuera de manga larga, porque se me puso la carne de gallina.

—Has cambiado mucho —murmuró.

—Claro. Tanto que antes no me has reconocido.

—Dios mío, ¿de verdad crees que no sabía que eras tú? —se volvió, pero eso no mitigó el impacto de su presencia. La parte trasera era igual de espléndida que la delantera—. De mí no podrías ocultarte nunca, Gia. Te reconocería hasta con los ojos vendados.

Estaba tan sorprendida, tan confusa, que me quedé sin habla un momento. Habíamos pasado de un trato distante e impersonal a una intimidad abrasadora en un abrir y cerrar de ojos.

—¿Qué haces aquí, Jax?

Se acercó a las ventanas y contempló Nueva York. No muy lejos de allí, Central Park era una mancha de verdor salpicada ya por el rojo y el naranja del otoño, un vibrante estallido de color en medio de una jungla de cemento.

—Voy a ofrecerle a Lei Yeung lo que haga falta para que se vaya con la música a otra parte.

—No te dará resultado. Es una cuestión personal.

—Los negocios no deberían mezclarse con cuestiones personales.

Retrocedí hacia el umbral, ansiosa por escapar. La sala de reuniones era espaciosa y ventilada, con ventanas que iban del techo al suelo a uno de los lados y cristal transparente al otro. Las paredes de ambos extremos eran de un sedante tono de azul claro; a la derecha había una barra surtida con opulencia y a la izquierda una enorme pantalla. Aun así, la presencia de Jax lo dominaba todo. De pronto me sentí enjaulada.

—Nada es personal, ¿verdad? —dije, acordándome de cómo sencillamente un día no había aparecido. Ni ningún otro día después.

—Lo nuestro lo fue —contestó con voz ronca y aterciopelada—. Una vez.

—No, qué va —«para ti, no».

Se volvió bruscamente y yo di otro paso hacia atrás con cautela, a pesar de que estábamos cada uno en un extremo de la habitación.

—Entonces no me guardas rencor. Estupendo. No hay razón para que no lo retomemos donde lo dejamos. Mi reunión con Yeung no durará mucho. Cuando acabe, podemos ir a mi hotel para ponernos al día.

—Que te jodan —repliqué.

Esbozó una sonrisa y apareció aquel delicioso hoyuelo. ¡Ah, cómo le cambiaba aquel hoyuelo! Ocultaba lo peligroso que era con un toque de encanto infantil. Yo odiaba aquel pequeño huequito tan gracioso tanto como lo adoraba.

—Ahí lo tienes —dijo con una inconfundible nota de triunfo—. Casi me habías engañado, pensaba que la Gia que conocía había desaparecido.

—No juegues conmigo, Jax. No te rebajes hasta ese punto.

—Te quiero debajo de mí.

Yo sabía que acabaría por decir algo así si le daba pie, pero aun así había querido oírlo. Quería oír cómo lo decía. En cuestión de sexo, era directo, sensual y espontáneo como un animal. A mí me encantaba, porque yo también había sido así con él.

Ansiosa. Insaciable. Nunca nada me había hecho sentirme tan bien.

—Estoy saliendo con alguien —mentí.

Aparentemente no movió una pestaña, pero de algún modo tuve la impresión de que le costaba encajarlo.

—¿Con ese tal Williams? —preguntó con excesiva despreocupación.

—Hola, señor Rutledge —dijo Lei al entrar subida sobre sus impresionantes sandalias de Jimmy Choo—. Voy a dar por sentado que se trata de una agradable sorpresa.

—Puede ser —fijó su atención en ella tan completamente que me sentí desplazada.

—Os dejo —dije al salir.

Lei me miró a los ojos y comprendí el mensaje tácito. Hablaríamos pronto.

No volví a mirar a Jax, pero aun así recibí el mismo mensaje de él.

Llamé a Chad Williams tan pronto pasé por los torniquetes del vestíbulo.

—Hola —dije cuando oí su suave acento sureño—. Soy Gianna.

—Confiaba en que llamaras.

—¿Tienes planes para cenar?

—Eh… puedo cambiarlos.

Sonreí y me sentí un poco culpable al pensar en la persona a la que iba a dejar plantada, pero me vino bien que me acariciara un poco el ego. Mi seguridad en mí misma había recibido una buena tunda al volver a ver a Jax.

No podía olvidar cómo había sido conmigo años antes. Alegre, cariñoso, bromista. Si cerraba los ojos, todavía podía sentir cómo se acercaba a mí por detrás, me apartaba el pelo de la nuca y pegaba su preciosa boca a mi cuello. Todavía podía oír cómo gruñía mi nombre cuando estaba dentro de mí, como si el placer fuera tan intenso que no podía soportarlo.

—¿Gianna? ¿Sigues ahí?

—Sí, perdona —empecé a quitarme las horquillas que sujetaban mi pelo alisado en un elegante moño—. Conozco un restaurante italiano encantador. Muy acogedor. Informal. Y con una comida excelente.

—Me has convencido.

—Voy a llamar a un taxi. Puedo recogerte dentro de quince minutos. ¿Te viene bien?

—Estaré esperando.

Fiel a su palabra, estaba esperando en la acera cuando se detuvo el coche. Vestía vaqueros negros holgados, botas y una camiseta de cuello redondo verde oscura que combinaba de maravilla con sus ojos. Era de los hombres más guapos con los que había quedado.

Echó a andar hacia el taxi y luego soltó una maldición y dio un salto atrás cuando un mensajero en bici pasó a toda velocidad por delante de él.

—Madre mía —masculló al acomodarse en el asiento, a mi lado. Me miró mientras nos incorporábamos al tráfico de hora punta—. Me gusta tu pelo suelto. Te favorece.

—Gracias —había tardado algún tiempo en acostumbrarme a llevarlo recogido. Lo tenía tan fuerte y abundante que su peso me daba dolor de cabeza… como el que tenía en ese momento.

—Bueno —comencé a decir—, tengo que confesarte…

—Un pecado, espero.

—Eh, no. Que voy a llevarte a casa de mis padres.

Levantó las cejas.

—¿Vas a llevarme a conocer a tus viejos?

—Sí. Tienen un restaurante. No tendremos problemas para conseguir mesa sin haberla reservado, lo cual suele ser imposible un jueves por la noche. Y además no nos meterán prisa para que acabemos.

—¿Es que piensas estar conmigo mucho tiempo? —bromeó.

—Me gustaría. Creo que trabajaríamos muy bien juntos.

Asintió con la cabeza, poniéndose serio.

—Stacy sabe que lo que nos ofrecéis es justo lo que necesitamos, pero… se acuesta con Ian y eso lo está echando todo a perder.

—Me lo imaginaba.

Ian Pembry era un cincuentón apuesto y distinguido, de cabello gris plata y llamativos ojos azules. No era guapo como solía entenderse por tal, pero tenía carisma y una cuenta bancaria que hacía que muchas mujeres pasaran por alto sus defectos. Stacy lo tenía difícil: desde que había roto con Lei, nunca se quedaba mucho tiempo con una mujer.

—¿Qué os ofrece para que sigáis con él?

«¿Y qué pinta Jax en todo esto?». ¿Le habría impresionado verme?

—Ian dice que puede ofrecernos algo parecido a lo vuestro y mejor aún porque Lei no tiene lo que hay que tener. Que por eso intenta meterse en sus negocios.

—Tú sabes que eso es una idiotez.

—Sí, lo sé —sonrió—. Tú no trabajarías para ella si fuera del montón.

—Y la cadena Mondego tiene cinco estrellas —le recordé—. Ellos tampoco trabajarían con alguien del montón. Es una oportunidad única, Chad. No dejes que Stacy te la robe.

—Maldita sea —recostó la cabeza en el respaldo del asiento—. No creo que podamos triunfar por separado. Por eso la idea del duelo de cocinas iba a funcionar.

—Y funcionará. Pero tú también puedes triunfar solo.

Me miró fijamente.

—Sé sincera, Gianna. Serías capaz de decir cualquier cosa con tal de cerrar el acuerdo, ¿verdad?

Pensé en Jax y en lo que me había dicho acerca de los negocios y las cuestiones personales. Para mí, todo era personal. Me importaba la gente.

—Tengo mis motivos —reconocí. Jax era ahora uno de ellos. Me había esforzado demasiado para que llegara él, se pusiera a repartir dinero y lo echara todo a perder—. Pero yo nunca haría nada que pudiera perjudicarte. Si no tienes éxito, ni Lei ni yo sacaremos nada de esto. Te doy mi palabra de que no desapareceré en cuanto se seque la tinta del contrato.

—Además, voy a conocer a tus padres, ahora sabré cómo encontrarte —dijo más relajado.

—Llevan más de treinta años en el mismo sitio.

—Creo que no puede pedirse mejor garantía que esa.

Mi familia se desvivió cuando llegamos al Rossi. Dedujeron enseguida quién era Chad por la descripción que les había hecho de él. Nos sentaron en una mesa de rincón y fueron todos a presentarse, abrumando a Chad con la típica hospitalidad de los Rossi.

Le dije a Chad que se pusiera en el asiento corrido que miraba al resto del local y me senté en la silla, enfrente de él. Quería que sintiera la energía, que viera las caras de los clientes disfrutando de la comida. Quería que recordara por qué deseaba lo que le ofrecía Savor.

Después de brindar, dijo:

—Tienes razón. Este lugar es fantástico.

—Yo nunca te mentiré.

Se rio y me gustó su risa. Era tremendamente libre y un poco salvaje. Como él. Me sentía atraída hacia él de una manera cómoda. Nada parecido a la explosión física y emocional que había sentido desde el primer instante al ver a Jax, claro que nadie me hacía sentirme así, excepto Jackson Rutledge.

—Has sido muy astuta trayéndome aquí —comentó mientras pasaba la punta de un dedo por el borde de su copa de vino.

Sospeché que prefería la cerveza, pero no la había pedido.

—Hacerme ver que tú también llevas este negocio en la sangre. No es solo un trabajo.

—Mi familia acaba de abrir otro restaurante en Upper Saddle River.

—¿Dónde está eso?

—En Nueva Jersey. Un sitio pijo de narices. Lo lleva mi hermano Nico. Acaba de superar la marca de los tres meses.

—¿Y por qué no se asocia tu familia con Mondego?

—Porque no es lo que quieren. Quieren esto —hice un ademán, abarcando el restaurante—. Un sitio cercano. Nunca ha soñado con montar franquicias.

Me observó atentamente.

—Hablas como si tú tuvieras otros sueños.

Me recosté en la silla.

—Supongo que sí. Quiero ayudarles a conseguir lo que quieren, pero aspiro a algo distinto.

—¿Qué, por ejemplo?

—Todavía no lo he descubierto —«aunque creía que sí. Hace mucho tiempo…»—. Supongo que lo sabré cuando lo vea.

—Quizá yo pueda ayudarte a pasar el rato mientras esperas —sugirió con descaro.

Sonreí.

—Es una idea, ¿no?

Quizá Chad fuera lo que necesitaba. Hacía mucho tiempo que no salía con nadie. Trabajaba mucho y me quedaba poco tiempo para salir por ahí y relacionarme con gente. No me engañaba pensando que acostarme con otro hombre me inmunizaría contra Jax como por arte de magia, pero tampoco me vendría mal. Me endulzaría la vida mientras tanto, y Jax no se quedaría mucho tiempo en Nueva York. Dividía su vida y su trabajo entre Washington y el norte de Virginia, y muy pronto otro Rutledge lo necesitaría para algo. En su familia, era él el que lo arreglaba todo.

Me incliné hacia delante, abierta a cualquier posibilidad.

En la boca de Chad se dibujó una sonrisa muy masculina, la sonrisa ligeramente triunfal de un hombre que sabía que iba a ligar. Agarró mi mano y deslizó la mirada sobre mi hombro lánguidamente. Entonces se quedó quieto y frunció el ceño.

—Joder.

Supe a quién estaba mirando antes de darme la vuelta.