Fue una ventosa mañana de otoño cuando entré en el rascacielos de cristal del centro de Manhattan, dejando tras de mí el estruendo de las bocinas y la algarabía de los peatones para entrar en una fresca quietud. Mis tacones tamborilearon sobre el mármol oscuro del inmenso vestíbulo con un ritmo que reproducía como un eco el de mi corazón acelerado. Con las palmas húmedas, deslicé mi documentación sobre el mostrador de seguridad. Mi nerviosismo aumentó cuando recogí la tarjeta de visitante y me encaminé al ascensor.
¿Alguna vez habéis deseado algo tanto que no os cabía en la cabeza no conseguirlo?
Había dos cosas en mi vida por las que me había sentido así: el hombre del que había cometido la estupidez de enamorarme y el puesto de secretaria para el que estaban a punto de entrevistarme.
Lo del hombre me había salido fatal; en cuanto al trabajo, podía cambiar mi vida de manera asombrosa. Ni siquiera podía imaginarme saliendo de la entrevista sin haberlo conseguido. Tenía en lo más hondo de mi ser la sensación de que trabajar como secretaria de Lei Yeung era justo lo que necesitaba para desplegar mis alas y echar a volar.
Aun así y, a pesar de que por dentro no paraba de darme ánimos, me quedé sin respiración cuando salí al décimo piso del rascacielos y vi la entrada de cristal ahumado de Savor Incorporated. El nombre de la empresa, grabado en una letra metálica y femenina en la puerta de doble hoja, parecía desafiarme a soñar a lo grande y a disfrutar de cada momento.
Mientras esperaba para entrar, observé a las jóvenes bien vestidas sentadas en la sala de espera de recepción. No llevaban, como yo, ropa de segunda mano de la temporada anterior. Dudaba, además, de que alguna de ellas hubiera tenido tres trabajos para pagarse la universidad. Estaba en desventaja en casi todos los sentidos, pero eso lo había sabido desde el principio y no me intimidaba… demasiado.
Me abrieron la puerta de seguridad y al entrar me fijé en las paredes de color café con leche, cubiertas de fotografías de cocineros famosos y restaurantes de moda. Olía ligeramente a galletas, un olor reconfortante que recordaba de mi infancia. Pero ni siquiera eso consiguió que me relajara.
Respiré hondo, hablé con la recepcionista, una chica afroamericana muy guapa y sonriente, y me alejé para buscar un hueco junto a la pared en el que esperar. ¿La hora de mi cita, para la que llegaba casi con media hora de antelación, sería una broma? Pronto me di cuenta de que estábamos todas destinadas a una audiencia de cinco minutos, y de que las chicas entraban y salían con toda puntualidad.
Una ligera capa de sudor nervioso enrojeció mi piel.
Cuando me llamaron, me aparté de la pared tan bruscamente que me tambaleé sobre los tacones. Mi torpeza fue como un reflejo de mi maltrecho y tembloroso aplomo. Seguí al chico joven y atractivo por el pasillo, hasta un despacho que hacía esquina, con una sala de recepción diáfana y desierta y otra puerta doble que conducía al salón del trono de Lei Yeung.
El chico me indicó con una sonrisa que pasara.
—Buena suerte.
—Gracias.
Cuando crucé aquellas puertas, lo primero que me sorprendió fue el estilo moderno y desenfadado de la decoración y después la mujer que estaba sentada detrás de un escritorio de nogal tan grande que la empequeñecía. Habría parecido fuera de lugar en aquella inmensa habitación, con sus deslumbrantes vistas del horizonte de Manhattan, de no ser por el púrpura sorprendente de sus gafas de leer, que combinaba a la perfección con el carmín de sus labios carnosos.
Me detuve un momento a observarla atentamente, admirada por la pericia con que había sido moldeado el mechón de canas de su sien derecha para que armonizara con su complicado recogido. Era delgada, de cuello grácil y brazos largos. Y cuando levantó la vista de mi solicitud para mirarme, me sentí desnuda y vulnerable.
Se quitó las gafas y se recostó en su silla.
—Siéntate, Gianna.
Avancé por la moqueta de color crema y ocupé una de las dos sillas de cuero y acero cromado que había delante de la mesa.
—Buenos días —dije, y oí en el último instante un rastro de mi acento de Brooklyn, del que había intentado librarme a fuerza de ensayar. No pareció notarlo.
—Háblame de ti.
Carraspeé.
—Bueno, esta primavera me gradué con matrícula de honor en la Universidad de Nevada en Las Vegas y…
—Eso acabo de leerlo en tu currículum —suavizó sus palabras con una sonrisa tenue—. Dime algo que no sepa ya sobre ti. ¿Por qué el sector de la restauración? El sesenta por ciento de los establecimientos nuevos fracasa en menos de cinco años. Seguro que ya lo sabes.
—El nuestro no. Mi familia tiene un restaurante en Little Italy desde hace tres generaciones —dije con orgullo.
—Entonces ¿por qué no trabajas allí?
—No la tenemos a usted —tragué saliva. Había sonado demasiado personal.
Lei Yeung no pareció molestarse por mi salida de tono, pero yo sí.
—Quiero decir que no tenemos su magia —añadí precipitadamente.
—¿Tenemos?
—Sí —hice una pausa para rehacerme—. Tengo tres hermanos. Los tres no pueden hacerse cargo del Rossi cuando se jubile mi padre y tampoco quieren. El mayor se quedará con el restaurante y los otros dos… En fin, quieren tener su propio restaurante.
—Y tu contribución es un título en gestión de hostelería y muchas ganas.
—Quiero aprender para ayudarles a hacer realidad sus sueños. Y también quiero ayudar a otras personas a lograr los suyos.
Asintió y tomó de nuevo sus gafas.
—Gracias, Gianna, te agradezco que hayas venido.
Me despachó así, sin más. Comprendí entonces que no iba a darme el trabajo. No había dicho lo que fuera que ella quería oír para declararme la indiscutible ganadora.
Me levanté. Se me agolpaban las ideas en la cabeza, pensando en cómo podía dar la vuelta a la entrevista.
—Quiero de verdad este trabajo, señora Yeung. Trabajo muy duro. Nunca me pongo enferma. Tengo mucha iniciativa y soy muy previsora. No tardaré mucho en darme cuenta de qué necesita antes de que lo necesite. Conseguiré que se alegre de haberme contratado.
Me miró.
—Te creo. Tuviste varios trabajos a la vez y aun así conseguiste mantener tus buenas notas. Eres lista, decidida y no te asusta el trabajo. Estoy segura de que lo harías muy bien. Pero no creo que yo sea la jefa más indicada para ti.
—No entiendo —se me encogió el estómago al ver que el trabajo de mis sueños se me escapaba. Sentí una punzada de decepción.
—No hace falta que lo entiendas —dijo con suavidad—. Confía en mí. Hay cientos de restauradores en Nueva York que pueden darte lo que estás buscando.
Levanté la barbilla. Siempre había estado orgullosa de mi físico, de mi familia, de mis raíces. Ahora odiaba tener que estar cuestionándomelo todo continuamente.
Llevada por un impulso, decidí confesarle por qué tenía tantas ganas de trabajar con ella.
—Señora Yeung, escúcheme, por favor. Usted y yo tenemos mucho en común. Ian Pembry la subestimó, ¿no es cierto?
Sus ojos se iluminaron con un súbito resplandor al oír mencionar por sorpresa a su antiguo socio, que la había traicionado. No respondió.
Yo ya no tenía nada que perder.
—Una vez hubo un hombre en mi vida que me subestimó. Usted demostró a la gente que se equivocaba. Yo quiero hacer lo mismo.
Ladeó la cabeza.
—Espero que lo consigas.
Comprendiendo que había llegado al final del camino, le di las gracias por su tiempo y me marché con toda la dignidad de que fui capaz.
Aquel fue uno de los peores lunes de mi vida.
—Te digo que es una idiota —dijo Angelo por segunda vez—. Tienes suerte de que no te haya dado el trabajo.
Yo era la pequeña de la familia, tenía tres hermanos mayores. Angelo era el menor. Al verlo tan enfadado, tuve que sonreír.
—Tiene razón —dijo Nico. El mayor de los Rossi, y el más bromista, apartó a Angelo de un empujón para ponerme delante la comida con una reverencia.
Había preferido sentarme en la barra porque el restaurante estaba de bote en bote, como de costumbre. Había un montón de gente cenando, gente bulliciosa y conocida. Teníamos un montón de clientes fijos y a menudo venían también uno o dos famosos de incógnito a comer tranquilamente. La agradable mezcolanza de gente era señal segura de que el Rossi se había ganado a pulso su fama de ofrecer un ambiente acogedor y una comida excelente.
Angelo dio otro empujón a Nico con el ceño fruncido.
—Yo siempre tengo razón.
—¡Ja! —Vincent se asomó a la ventana de la cocina, puso dos platos humeantes en la repisa y arrancó las notas correspondientes de sus chinchetas—. Solo cuando repites lo que yo digo.
Me reí de mala gana al oírle. Sentí una mano en la cintura antes de oler el perfume de Elizabeth Arden que tanto le gustaba a mi madre.
Me dio un beso en la mejilla.
—¡Qué bien verte sonreír! Todo sucede…
—Por un motivo —concluí yo—. Lo sé. Pero aun así es un fastidio.
Yo era la única de la familia que había ido a la universidad. Había sido una labor de equipo: hasta mis hermanos habían arrimado el hombro. Sentía que los había decepcionado, no podía remediarlo. Había cientos de restaurantes en Nueva York, claro que sí, pero Lei Yeung no se limitaba a convertir a cocineros desconocidos en marcas célebres: era una fuerza de la naturaleza.
Hablaba con frecuencia de las mujeres en el mundo empresarial y había salido en unos cuantos programas matutinos de televisión. Sus padres eran inmigrantes, se había pagado los estudios trabajando y había conseguido triunfar por sus propios medios después de que su socio y mentor la traicionara. Para mí, trabajar para ella habría sido todo un acto de afirmación.
Al menos, eso era lo que me había dicho a mí misma.
—Cómete los fetuccini antes de que se te enfríen —dijo mi madre mientras se alejaba para recibir a los clientes que acababan de entrar.
Pinché un poco de pasta chorreante de salsa Alfredo mientras la miraba. También la miraban muchos de los clientes. Mona Rossi estaba más cerca de los sesenta que de los cincuenta, pero nadie lo habría adivinado al verla. Era guapísima e increíblemente sexy. Llevaba el pelo de color caoba cardado lo justo para darle volumen y enmarcar una cara de simetría clásica, labios carnosos y ojos oscuros del color de las endrinas. Su figura de curvas generosas era escultural, y tenía debilidad por las joyas de oro.
Los hombres y las mujeres la adoraban por igual. Mi madre se sentía a gusto en su propia piel, segura de sí misma y aparentemente despreocupada. Eran muy pocos los que sabían cuántos quebraderos de cabeza le habían dado mis hermanos de pequeños. Ahora los tenía bien adiestrados.
Respiré hondo y me dejé embeber por la cómoda atmósfera que me rodeaba: el sonido delicioso de las risas de la gente, el olor irresistible de la comida preparada con mimo, el estrépito de los cubiertos al chocar con la porcelana y de las copas entrechocando en alegres brindis. Ansiaba algo más en la vida, y por eso a veces me olvidaba de lo mucho que tenía ya.
Nico volvió y me miró fijamente.
—¿Tinto o blanco? —preguntó al poner su mano sobre la mía y apretármela suavemente.
Era el favorito de los clientes en la barra, sobre todo de las mujeres. Era guapo, moreno, con el pelo crespo y una sonrisa traviesa. Coqueto empedernido, tenía su propio club de fans, señoras que frecuentaban el bar solo por disfrutar de sus deliciosos cócteles y su conversación cargada de insinuaciones.
—¿Qué te parece champán? —Lei Yeung se deslizó en el taburete de al lado, que acababa de dejar libre una pareja joven cuya mesa ya estaba lista.
Parpadeé.
Me sonrió. Parecía mucho más joven que en la entrevista, vestida con pantalones vaqueros y una blusa de seda rosa. Se había soltado el pelo y no llevaba ni pizca de maquillaje.
—Hay un montón de críticas entusiastas sobre este sitio en Internet.
—La mejor comida italiana del mundo —dije yo, y sentí que se me aceleraba el corazón de la emoción.
—Muchas dicen que ya era estupendo, pero que es aún mejor desde hace un par de años. ¿Me equivoco al suponer que se debe a que has puesto en práctica parte de lo que has aprendido?
Nico puso dos copas delante de nosotras y las llenó hasta la mitad con burbujeante champán.
—Es cierto —dijo él.
Lei agarró el pie de una copa y lo acarició con los dedos. Me miró a los ojos. Nico, que sabía perfectamente cuándo sobraba, se fue al otro extremo de la barra.
—Volviendo a lo que dijiste… —comenzó a decir.
Empecé a encogerme y luego me estiré. Lei Yeung no había ido hasta allá para echarme la bronca.
—Ian me subestimó, pero no se aprovechó de mí. Culparle sería concederle demasiada importancia. Yo dejé la puerta abierta y él se marchó.
Asentí con la cabeza. Las circunstancias concretas de su ruptura pertenecían al ámbito de su vida privada, pero yo había deducido muchas cosas leyendo artículos de revistas de restauración, blogs y columnas de cotilleos. Habían levantado entre los dos un imperio culinario compuesto por un plantel de cocineros famosos, varias cadenas de restaurantes, un sello editorial de libros de cocina y una línea de utensilios de cocina a precio asequible que se vendían por millones. Después, Pembry había anunciado el lanzamiento de una nueva cadena de restaurantes financiada por actores y actrices de primera línea, y Lei se había quedado fuera del proyecto.
—Me enseñó muchas cosas —añadió Lei—. Y me he dado cuenta de que yo también a él —hizo una pausa, pensativa—. Me estoy acostumbrando demasiado a estar sola y a hacer las cosas a mi manera. Necesito a alguien que lo vea todo con nuevos ojos. Quiero saciar las ansias de otra persona.
—Quiere un protegido.
—Exacto —esbozó una sonrisa—. No me había dado cuenta hasta que tú me lo hiciste notar. Sabía que estaba buscando algo, pero no sabía qué.
Yo estaba absolutamente entusiasmada, pero mantuve mi tono profesional. Me giré hacia ella.
—Yo estoy dispuesta, si me acepta.
—Olvídate de los horarios de trabajo normales —me advirtió—. Este no es un trabajo de nueve a cinco. Voy a necesitarte los fines de semana y puede que te llame en plena noche. Trabajo constantemente.
—No pienso quejarme.
—Yo sí —Angelo apareció detrás de nosotras.
Mis tres hermanos habían deducido con quién estaba hablando y, como de costumbre, ninguno de ellos se cortó.
—Yo necesito verla de vez en cuando.
Le di un codazo. Compartíamos un apartamento en Brooklyn, grande y a medio terminar: mis tres hermanos, yo y la mujer de Angelo, Denise. Casi siempre nos quejábamos de que nos veíamos demasiado.
Lei le tendió la mano y se presentó a Nico y a Angelo y luego a mi madre, que había vuelto para ver qué era todo aquel jaleo. Mi padre y Vincent pegaron un grito por la ventana de la cocina. Pusieron delante de Lei una carta y una cesta con pan recién hecho y aceite de oliva importado de una pequeña explotación de Toscana.
—¿Qué tal está la panna cotta? —me preguntó Lei.
—No probará una mejor —contesté—. ¿Ha cenado ya?
—Todavía no. Lección número uno: la vida es muy corta. No dejes lo bueno para más tarde.
Me mordí el labio para no sonreír.
—¿Significa eso que el trabajo es mío?
Levantó su copa e inclinó enérgicamente la cabeza.
—Salud.