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Un agridulce amanecer

Cartago Nova, 209 a. C.

Publio se sentó en una escalinata que daba paso al foro de la ciudad. Allí envainó su espada ensangrentada e intentó ir recuperando el aliento. A su alrededor los lictores velaban por su seguridad. La ciudad estaba sometida, pero aún podía haber algún enemigo oculto con ansia de vengar la caída de la fortaleza segando la vida del general que había doblegado sus defensas. Así, nerviosos, miraban alrededor con tensión y cierta desconfianza. Habían perdido a tres de sus compañeros en el ataque al muro, pero no sentían ningún rencor contra el general. Ya no eran guardianes de un joven patricio, sino que eran la escolta del conquistador de Cartago Nova. Se sentían orgullosos. Sus compañeros habían muerto con honor en una gloriosa batalla. Intuían que al lado de aquel joven general no iban a tener una vida sosegada, pero no importaba si eso era a cambio de victorias y honra como aquélla.

El foro estaba lleno de legionarios. Los centuriones intentaban reorganizar los manípulos. Hasta aquella gran explanada llegaban los gritos de los ciudadanos que eran abatidos por los victoriosos romanos. Una matanza singular empezaba a cobrar forma. Los romanos querían vengar la muerte de sus compañeros caídos en las murallas de la ciudad segando vidas de cartagineses y ciudadanos iberos por igual y mercaderes y esclavos y esclavas, hombres, mujeres y niños y niñas, todos entraban en un mismo saco y tenían así el destino marcado en el rostro gélido de los legionarios sedientos de más sangre.

Marcio apareció abriéndose paso entre las tropas de infantería. Venía acompañado por un manípulo formado por los soldados de la flota que, tras la caída de la muralla oriental habían conquistado el sector sur de la ciudad.

—Por Cástor y Pólux —dijo Publio sin levantarse; aún estaba cansado—. Aquí tenemos a la marina. Ya te dije que hoy, Marcio… que hoy nos veríamos todos en el foro de la ciudad. ¿Y Lelio? ¿Dónde está?

—Así es —respondió Marcio sin saber qué más añadir. Lo que sabía prefería no decirlo.

—¿Cuál es la situación actual? —preguntó el general.

Marcio se sintió más cómodo al ver que el general no insistía en saber más del almirante.

—El general cartaginés se ha refugiado en la ciudadela —y señaló al norte de la ciudad con su espada en ristre—. Lo llaman el Arx Hasdrubalis. Quiere negociar. El resto de la ciudad está bajo nuestro control. El pillaje ha empezado y va a comenzar la matanza. —Marcio hablaba sin emoción sobre el asunto. Exponiendo lo que ocurría y lo que debía acontecer. Asesinar a todo el mundo tras un asedio era una forma de transmitir el miedo al resto de las poblaciones, un modo de asegurarse que no se volverá a encontrar resistencia en otras fortificaciones. Era una parte más de la guerra. Era, en fin, necesario.

Publio se pasó ambas manos por el pelo, despacio. Luego pidió agua.

—¡Agua para el general! —gritó Marcio.

Al segundo apareció un legionario con un pellejo repleto de agua. El general bebió con auténtica ansia. Todos le observaban, admirados, respetuosos. El general quería agua después de conquistar lo inconquistable, pues que bebiera agua y vino y que hiciera lo que quisiera. Todos querían atenderle.

—Que se detenga la matanza —dijo Publio en voz baja. Se percató de que entre lo inesperado de la orden y el suave volumen de voz empleado, no se le había entendido bien—. ¡No habrá matanza! —repitió con vigor—. ¡No se matará a ningún ibero hasta nueva orden! ¡Se confiscará el oro y la plata y cereales y pertrechos militares y todas las armas, pero se respetará la vida de todo el mundo hasta nueva orden! Y a ese general cartaginés, decidle que, si se rinde, le perdonaré la vida, pero tiene una hora para decidirse. Después la oferta ya no seguirá en pie.

Los oficiales estaban confundidos. Detener la matanza no tenía sentido. ¿De qué servía conquistar una ciudad si después de que ésta había mantenido la mayor de las resistencias, luego sus habitantes no eran castigados? Eso sólo animaría a que el resto de las poblaciones se mostraran igual de hostiles, ya que nada tenían que perder: si se defendían podían ganar y, si perdían, sabían que se les iba a perdonar la vida.

Publio se alzó lentamente.

—Ésta será la última vez que lo diré: ¿hasta cuándo tendré que repetir mis órdenes para que éstas se cumplan?

Los centuriones se sintieron avergonzados. Acababan de conseguir la mayor de las victorias para todos. Nadie allí había participado en una conquista semejante. Ni siquiera las victorias de los Escipiones, del tío y el padre del actual general, eran equiparables en gloria a la conquista de aquella ciudad, y, sin embargo, después de aquella exhibición de genialidad militar de su líder, aún dudaban si obedecerle. Una voz emergió entre los oficiales.

—Nunca más, mi general, nunca más tendrás que repetir una orden —todos se volvieron y vieron a Quinto Terebelio, envuelto en un mar de sangre.

—Parece que aprendiste a nadar —dijo el joven general entre sorprendido y agradecido.

—No, mi general; parece que Neptuno nos hizo flotar sobre la laguna. Los dioses están de tu parte. Alcanzamos tierra firme. Luego fue cosa de empeño.

—¿Estás herido? —preguntó Publio.

—No, mi general. Algún corte, pero nada importante. Es sangre cartaginesa la que me cubre. Con su permiso, voy a controlar a mis hombres antes de que organicen una matanza por su cuenta. Están encendidos.

El general asintió. El resto de los centuriones se dispersó para hacer lo mismo que Quinto. Marcio se quedó con el general.

—Parece que me he ganado al fin algo de respeto —dijo Publio.

—No sólo eso; hoy has ganado algo más —precisó Marcio.

—¿Algo más?

—Sí. Algo mucho más valioso e infinitamente más poderoso. Algo temible.

—¿Y qué es? —preguntó Publio con curiosidad sincera.

—Te has ganado lealtad. Eso no tiene precio.

—Ya tenía lealtad. La tuya y la de Lelio y otros oficiales.

—Sí —confirmó Marcio—, pero ahora tienes la lealtad de dos legiones.

En efecto, en cuestión de minutos, las legiones formaban repartidas una en la explanada del foro en el interior de la plaza conquistada y la otra en la ladera junto a las puertas de Cartago Nova, justo en el exterior de la ciudad. Los centuriones habían dado ya las órdenes precisas de no matar a nadie respetando la vida de todos, ciudadanos, hombres y mujeres, libertos, mercaderes, artesanos, esclavos y esclavas, niños y niñas. Los esfuerzos de los soldados se concentraron entonces en acumular en el foro todo el oro, plata, víveres y armas que encontraban.

—¿Y Lelio? —volvió a preguntar el joven general. Ahora se sentía mejor, tras descansar un poco y haber bebido algo de agua. Marcio, no obstante, no decía nada. Aquello le extrañó.

—¿Dónde está Cayo Lelio, Marcio? Debía estar aquí con nosotros hace tiempo.

Marcio permanecía en silencio. Miraba al suelo.

—Estoy esperando una respuesta, tribuno.

Marcio sabía que no podía dilatar por más tiempo la espera del general.

—Lelio cayó luchando en la muralla sur —dijo y se retiró unos pasos. Publio sintió como un mazazo en el estómago. Se mareó. Dio dos pasos hacia atrás hasta encontrar la escalinata que daba acceso al foro de la ciudad. Se sentó. Lelio muerto. No podía ser. Había perdido a su tío y a su padre, no podía perder a Lelio ahora.

—Quiero verlo. Que me traigan el cuerpo —dijo el general, sin mirar a Marcio. El centurión engulló la saliva reseca de su boca.

—No tenemos el cuerpo, mi general.

Publio alzó la mirada.

—Cayó al mar, desde lo alto de la muralla. Toda la flota está buscando el cuerpo.

El joven general asintió.

—Desde lo alto de la muralla has dicho, ¿verdad?

—Así es, mi general.

—Así que después de todo cumplió hasta el fin.

Marcio dudó, pero al fin se atrevió a añadir más.

—No sólo eso, sino que junto con un centurión fue el primero en acceder a la muralla sur. Los marineros estaban dándose por vencidos y fue él junto con ese centurión el que se arrojó sobre las escalas y empezó a trepar hasta alcanzar el muro. Me han contado que derribó al menos a cinco o seis cartagineses antes de que le alcanzara una flecha.

—Una flecha tuvo que ser, por todos los dioses, sólo una flecha podía llevárselo —el general hablaba ensimismado, distante.

Marcio empezaba a preocuparse. Se había conseguido una magnífica victoria. Siempre había bajas. La pérdida del almirante era algo tremendo, pero el veterano centurión empezaba a detectar una desazón incontenible en aquel joven general. Publio Cornelio Escipión no parecía haber perdido al almirante de su flota, sino a alguien de su propia familia. Sólo entonces Marcio comenzó a entender que un extraño y complejo vínculo unía, había unido, a aquellos dos hombres.

Absortos en sus pensamientos, ni centurión ni general se percataron de un marinero que llegaba a todo correr desde el sector sur de la ciudad.

—¡Mi general, mi general! ¡Han encontrado al almirante! ¡Aún vive!

Publio se levantó como empujado por un resorte.

—¿Qué dices, soldado? —preguntó el joven general—. ¡Más te vale no equivocarte!

—Está herido, mi general —continuó el marinero, nervioso, respirando entrecortadamente, pues no había tenido tiempo de recuperar el aliento—, y ha tragado mucha agua, pero respira. Un médico le está atendiendo en el campamento general del istmo.

—¡Vamos para allá! ¡Marcio, encárgate de la ciudad! ¡Ya sabes que no quiero matanzas! ¡Luego me ocuparé de todo!

Marcio se puso firme y con la mano en el pecho asintió con la cabeza.

El marinero explicaba al general lo ocurrido. Avanzaban entre las casas de la ciudad con rapidez, rodeados por los lictores. Todas las calles estaban atestadas de legionarios que iban y venían con oro, plata, víveres y armas de todo tipo que estaban confiscando y acumulando en el foro de la ciudad. Se veía alguna pugna entre ciudadanos que se resistían a entregar alguna de sus pertenencias, pero no había matanza indiscriminada de los habitantes de la ciudad. Muchos observaban con asombro la figura de aquel joven general que en seis días había conquistado su ciudad inexpugnable, bendecida por los dioses cartagineses. Asdrúbal, quien sustituyera al gran Amílcar, se encomendó a Baal cuando establecieron allí la capital de su imperio en Hispania y predijo que aquella ciudad nunca sería conquistada ni por tierra ni por mar. No entendían bien cómo podía haber ocurrido lo que estaba pasando.

—Desde que cayó al mar —iba diciendo el marinero—, se le ha estado buscando, pero no ha sido hasta que terminó el combate en la muralla sur que todos los hombres pudieron volcarse en la búsqueda. Apareció agarrado a un madero de uno de los barcos hundidos, flotando a la deriva. Lo subieron a una de las naves. Estaba muy débil, herido y magullado, pero hablaba. Preguntó si habíamos conquistado la muralla y le dijimos que sí. Luego perdió el sentido. Le hemos trasladado al campamento, con los médicos.

El general, acompañado del marinero y de la escolta, salió de la ciudad. A paso de marchas forzadas alcanzaron el campamento romano en cuestión de minutos. Decenas de heridos se acumulaban en largas hileras a la espera de que alguno de los médicos pudiera atenderlos. Eran hombres valientes los que yacían allí tendidos que habían luchado con bravura. El general se sintió orgulloso y ralentizó su marcha. Empezó a acercarse a alguno de los heridos y a interesarse por su estado. En el fondo, sólo deseaba llegar a la tienda donde tenían a Lelio, pero no podía pasar por delante de aquellos hombres que habían luchado más allá de sus fuerzas mostrando su indiferencia ante ellos y su sufrimiento. Los soldados, sorprendidos por la preocupación de su general, intentaban incorporarse en la medida de sus posibilidades y en tanto lo permitían sus heridas. Pasó un cuarto de hora antes de que el general llegase a la tienda en la que, según el marinero, estaba el almirante de la flota. Publio reconoció entonces una voz potente y familiar que relajó su preocupación y le iluminó el rostro con una amplia sonrisa.

—¡Maldito médico! ¡Por Hércules que haces más daño que todos los cartagineses juntos! ¡Por todos los dioses, más vino! ¡Aaaag! ¡Animal!

Publio entró en la tienda. Tendido en un catre, empapado en agua salada y sangre yacía su almirante de la flota, maldiciendo y amenazando con el puño a un temeroso médico de mediana edad que se afanaba en coserle una gran brecha en un hombro por donde aún salía un pequeño reguero de sangre.

Publio se puso serio.

—Así que en lugar de en el foro, donde debías estar, te encuentro emborrachándote y durmiendo en el campamento. Bonita forma de cumplir las órdenes.

Lelio, que no se había percatado de la entrada de Publio, dio un respingo de alegría que, para su mala fortuna, se tornó en agudo grito de dolor, al tirar del hilo con el que el médico intentaba coserle.

—¡Publio… aaaaagh!

—Mejor no te muevas, Lelio —dijo el joven general y se sentó a su lado—, parece que te han agujereado un poco.

—Un poco, sí, pero después de alcanzar la muralla —hablaba conteniendo aullidos de dolor que pugnaban por brotar de su garganta.

Un legionario de los velites entró en la tienda con un ánfora de vino. Rápidamente sirvió una copa para el almirante, que la bebió sin rebajar con agua de un solo trago.

—¿Mejor? —preguntó Publio.

—Me… jor… sí. Mejor.

—Escucha entonces, Lelio. Quiero que descanses aquí esta noche. Mañana vendré a verte. Cuídate. Por hoy ya has hecho bastante. Has hecho más de lo que esperaba. Más de lo que habría hecho nadie. No, calla, no digas nada. Guarda tus fuerzas. La ciudad es nuestra. Ahora volveré para ocuparme de todo. Quinto tomó la muralla norte, según lo planeado. Cruzó la laguna por la noche y escaló la muralla, mientras tú hacías lo propio en el sur y Marcio y yo atacábamos la puerta este. Ahora descansa y deja que los médicos hagan su trabajo y, a ser posible, no lo mates, que hay muchos heridos que necesitan de sus servicios. Bebe todo el vino que quieras. Y ya sabes, por todos los dioses, cuídate y descansa, que te necesito.

—Para ganar más batallas, ¿eh, Publio? —dijo Lelio, medio incorporándose en su catre, con una sonrisa en su boca; sentía el efecto del vino aturdiéndole y diluyendo el dolor de sus heridas abiertas—, y conquistar más ciudades.

El general se levantó sin dejar de mirarle.

—Sí, para eso también, pero sobre todo te necesito para otra cosa.

Lelio se mantuvo medio incorporado, un poco confuso.

—¿Para qué otra cosa me necesitas?

El joven general le miró unos segundos antes de responder.

—Te necesito, Lelio, para ganar esta guerra —dijo, y tras dirigir una rápida mirada al médico que le atendía, salió de la tienda acompañado por su escolta.

Al instante el médico apareció en el exterior. Tenía las manos repletas de sangre seca y mojada, su túnica parecía más la de un carnicero que la de un curandero. Se le veía cansado pero no exhausto.

—¿Cómo está? —inquirió el joven general sin dilación.

—Está bien, mi señor. Ha perdido bastante sangre, tiene una herida en el hombro y un corte en el cuello. Ninguna de las dos brechas es mortal. También tragó algo de agua en el mar, pero el almirante es un hombre fuerte y creo que saldrá de ésta. Lo que me preocupa es el ánfora y media de vino que lleva bebida desde que lo trajeron…

Publio se echó a reír. Era una carcajada limpia, feliz, relajada, que se contagiaba a los que le rodeaban. Los hombres de su escolta hicieron un coro con sus risas. El médico sonrió.

—Por Cástor y Pólux —reinició el general—, eso no es preocupante, sino buena señal. Que beba todo lo que quiera —Publio se transformó y volvió a adquirir una expresión seria antes de proseguir—. ¿Y tú, médico, dispones de todo lo necesario? ¿Cuántos ayudantes tienes?

El médico se vio sorprendido por aquel interés inesperado del general por sus trabajos.

—Tengo tres ayudantes. Uno está aquí conmigo. Los otros dos están con el resto de los heridos y se las apañan bastante bien, pero…

—Habla, médico, di lo que necesitas.

—Verá, mi general, son muchos los heridos, puedo arreglármelas con mis ayudantes, pero si dispusiera de algunos hombres más para transportar a los heridos, podría organizar todo esto un poco mejor y algunas tiendas más también, algunos heridos están muy débiles y, si queremos darles una oportunidad, necesito más tiendas donde guarecerlos o, bueno, lo ideal sería un lugar bajo techo, en la ciudad, pero yo no sé si esto es demasiado —el médico no estaba acostumbrado a poder pedir nada y no sabía bien hasta dónde llegar con sus deseos.

El general asintió y se dirigió a uno de sus escoltas.

—Que se proporcione a este hombre todo lo que pida: selecciona un manípulo de hombres de la tercera legión para transportar los heridos a la ciudad y pedidle a Marcio que seleccione un edificio donde alojar a los heridos. Que este médico tenga todo lo que le haga falta —se volvió entonces hacia el veterano doctor que le miraba con sorpresa y admiración—. Si te hace falta algo más, habla con Marcio. ¿De acuerdo?

—Sí, mi señor.

—¿Cómo te llamas, médico, y de dónde procedes?

—Soy Atilio, señor, nací en Roma, pero mi familia es de Tarento.

—¿Es allí donde aprendiste tu profesión, Atilio?

—En Roma y Tarento sí, pero hice también un viaje a Grecia.

—Bien, Atilio. Cuida bien de mis hombres y seré generoso contigo, pero si recibo quejas de los oficiales con respecto a tus servicios, también lo tendré en cuenta.

—Los legionarios serán bien atendidos, mi señor —respondió Atilio e hizo una leve reverencia en señal de reconocimiento.

El general se puso en marcha. El almirante estaba bien. Ahora tenía una ciudad conquistada de la que ocuparse. En los próximos días, cuando Lelio estuviera recuperado de sus heridas y, a poder ser, sobrio, le explicaría sus proyectos con más detalle. Era curioso, pero con Lelio vivo, sentía que podía conseguir cualquier cosa que se propusiera.

Durante los días siguientes el joven Escipión tomó decisiones importantes: los diferentes rehenes iberos fueron liberados y les permitió que regresaran a sus casas sin ponerles otra condición que la de abstenerse de levantarse en armas contra los romanos. A las mujeres presas las trató con especial tacto, impidiendo que nadie abusara de las mismas y enviando mensajeros a sus respectivas ciudades y pueblos para que allí se personasen sus familiares y las recogiesen sanas y salvas. La generosidad en el trato con los vencidos que tanto se habían resistido a la toma de la ciudad en connivencia con la guarnición cartaginesa confundía a los oficiales romanos, pero nadie se atrevía ya a levantar la voz o tan siquiera a dudar de una orden de aquel joven general. Publio se movía con seguridad por la que ahora era su ciudad. Iba y venía al ala sur del palacio que en tiempos fuera de Asdrúbal, yerno de Amílcar, y luego del propio Aníbal, donde Marcio había instalado a la mayoría de los heridos. El joven general se ocupaba de saludarlos uno a uno, interesándose por sus circunstancias y por la forma en la que habían recibido las heridas. Llegó también el momento de repartir recompensas, en especial la corona mural[*] que, como era costumbre, sólo debía recibir un hombre de entre todos los que habían participado en el asalto a la ciudad. Y ese hombre no podía ser otro sino aquél que hubiera alcanzado la muralla el primero, dando así ejemplo al resto. Cayo Lelio, en ya franca recuperación de sus heridas, habló en defensa de Sexto Digicio, de la marina, pero las legiones de infantería aclamaban a Quinto Terebelio, el centurión al que el propio general había ordenado que escalase la muralla norte, cruzando la laguna en una misión que se había transformado en la comidilla tanto entre conquistadores como entre los propios ciudadanos conquistados, quienes empezaron a murmurar confundidos: no entendían cómo la ciudad podía haber caído tras el compromiso que el viejo Asdrúbal pactó en sus ofrendas con las deidades púnicas a las que rogó que la fortaleza nunca fuera tomada ni por tierra ni por mar. Mientras los habitantes de la ciudad estaban envueltos en esa discusión, el joven general veía cómo se establecía un enconado debate en el foro entre los partidarios de conceder la corona mural a uno o a otro y cómo aquello podía derivar en algo más que una disputa. Necesitaba a todos sus hombres y los necesitaba unidos. El joven Publio se levantó de la silla desde la que asistía a las propuestas de la infantería y la marina para conceder aquel excelso reconocimiento. Todos callaron.

—He escuchado a los tribunos de las legiones y al almirante de la flota. Dos son los hombres propuestos para recibir el mayor reconocimiento por su participación en esta victoria: Sexto Digicio por la marina y Quinto Terebelio por la infantería. Ambos han sido valientes. Los dos lo han sido, pero la ley dictamina que sólo uno de ellos puede ser acreedor de esta preciada distinción —el general se detuvo para observar de qué modo eran recibidas sus palabras. Detectó interés y tensión. Continuó—. Ésa es la ley y así ha sido siempre y ésta es mi decisión: los dos, no obstante, tanto Sexto Digicio como Quinto Terebelio, se han consagrado merecedores a mis ojos y entiendo que a los ojos de todos para recibir la corona mural por la conquista de Cartago Nova.

El general se sentó y asistió a los raptos de júbilo que se extendían por toda la explanada del foro: tanto legionarios como marineros estaban exultantes y vitoreaban los nombres de cada uno de los condecorados. Marcio y Lelio se acercaron a Publio. Fue Lelio el que habló por los dos.

—Nunca antes se habían concedido dos coronas; ¿qué pensarán de esto en Roma?

—Es una costumbre muy antigua —añadió Marcio.

—Muy antigua, sí —dijo el general—, pero nunca antes se había conquistado una ciudad en seis días.

Con esta frase Publio dio por cerrado el asunto y siguieron atendiendo otras cuestiones. La tarde culminó con la rendición y el apresamiento del comandante cartaginés de Cartago Nova, Magón, tras renegociar el plazo de su entrega para asegurarse de que se le respetaría la vida. El general lo cubrió de cadenas y mandó embarcarlo para enviarlo a Roma como muestra de su victoria junto con otros oficiales púnicos.

Un grupo de legionarios trajo consigo entonces ante el general a una hermosísima joven ibera que había estado presa en manos de Magón. La muchacha temblaba, presintiendo que iba a pasar de unas manos a otras como una esclava, pero Publio le preguntó por su procedencia.

—Vengo de Carpetania, mi señor —dijo la joven sin alzar la mirada.

El joven Publio se acercó hasta ella y le levantó la barbilla con la mano.

—Eres muy hermosa.

La muchacha no dijo nada.

—Alguien debe de tenerte en especial estima.

—Mi padre y mi novio, mi señor, me esperan en Carpetania.

Publio volvió a sentarse. La joven esperaba ser conducida a alguna habitación donde aquel nuevo conquistador culminase lo que el comandante cartaginés estaba a punto de hacer cuando estalló el ataque a la ciudad.

—¿Hay más gente de tu tierra entre los rehenes?

—Varios guerreros, mi señor.

—Sea entonces —sentenció el general—. Que liberen a esta joven y que la pongan a resguardo de su gente. Luego que se los escolte al amanecer hasta la frontera de su tierra.

La muchacha alzó el rostro con la faz iluminada.

—Gracias, mi señor.

Publio asintió sin concederse importancia. Hizo una señal y los legionarios que custodiaban a la joven se la llevaron guardando cuidado de no molestarla.

—Voy a acostarme —comentó Publio a Lelio y Marcio.

Se levantó y se retiró a su estancia: una amplia sala de aquel palacio en la que había un gran ventanal. Hasta él se acercó. Desde allí se veía la vasta llanura más allá de la laguna. No lo sabía, pero desde aquel mismo sitio Aníbal exhibió su ejército de invasión de Italia al enviado de los galos hacía ya nueve años. Lo que sí pensó, al sentarse en el lecho blando y de sábanas suaves que le habían preparado, fue que seguramente por allí habría pasado más de uno de sus enemigos, incluido Aníbal. Ahora estaba agotado. Un esclavo le ayudó a quitarse la coraza, las armas, sandalias y a cambiarse de ropa. En un minuto quedó rendido, durmiendo al fin con algo de sosiego desde hacía meses.

El amanecer trajo consigo dos noticias importantes para Publio: los carpetanos habían remitido un enviado afirmando que, en agradecimiento por la liberación de una de las hijas de sus jefes, pronto llegaría a Cartago Nova un destacamento de jinetes de su pueblo para entrar al servicio del general romano que la había dejado marchar. Una vez recibido aquel mensajero, llegó otro que se acercó hasta el general y le entregó una tablilla.

Publio abrió la misma y de inmediato reconoció la letra.

—Es de Emilia —dijo mirando a Lelio, que le acompañaba durante el desayuno—. Dice que está embarazada.

—¡Por Cástor y Pólux, mis felicitaciones! —exclamó Lelio.

Publio no acertó a decir nada más. Sólo le miraba sonriendo. Quizá esta vez fuera un niño. Quizá fuera un niño.

Una vez superado el momento inicial de la emoción por la noticia, el joven general recondujo la conversación hacia terrenos más propios de dos soldados.

—¿Cómo va todo en la ciudad? —le preguntó a Lelio.

—Todo va perfectamente. Los habitantes están confusos. No entienden lo que ha pasado.

—¿Y eso? ¿Por la rapidez en la caída de la ciudad, supongo?

—No, no es sólo eso —añadió Lelio—. Es que cuando fundaron la fortaleza, se conoce que los cartagineses, Asdrúbal, el que era yerno de Amílcar…

—¿Sí…?

—Pues que parece que hizo un pacto con sus dioses consistente en que éstos velarían por que Qart Hadasht, como los cartagineses la llaman, no podría nunca ser tomada ni por tierra ni por mar.

—¿Y por qué están confusos los habitantes de la ciudad?

—Bueno, porque los dioses no parecen haber cumplido con su pacto; se discute sobre qué dioses son más fuertes, si los nuestros o las deidades púnicas.

—¿Y tú qué piensas, Lelio?

—No sé. El experto en religión eres tú.

—¿Quieres saber lo que pienso yo?

Lelio asintió con vivo interés.

—No sé qué dioses son más poderosos. Llevamos ya nueve años de guerra y aún no está claro de qué lado se decantará la victoria final. Lo que sí sé es que los dioses púnicos cumplieron con su palabra con meticulosidad extrema, pues la ciudad no cayó ni por tierra ni por mar.

Lelio le miró confundido.

—Cartago Nova —le aclaró Publio— ha sido conquistada por la laguna que no es ni tierra, ni mar. Es cierto que entramos por el istmo y que tú te hiciste al fin con la muralla que daba al mar, pero ni tú ni yo hubiéramos conseguido nuestros objetivos sin la confusión que las tropas de Terebelio causaron una vez que habían accedido al interior de la ciudad. La laguna, fue la laguna la que nos abrió el camino. Asdrúbal debió haber medido mejor sus palabras al encomendarse a los dioses.

Lelio le observó con admiración y sorpresa. Aquélla era la única explicación que conciliaba el pacto entre los cartagineses y sus dioses con la realidad que había surgido del ataque dirigido por Publio.

—Conocías ese pacto entre los cartagineses y sus dioses, ¿no es cierto? —preguntó Lelio.

—Hay que conocer bien al enemigo para descubrir sus puntos débiles.

Lelio cabeceó afirmativamente, con lentitud, sopesando la capacidad inquisitiva de su joven amigo y general. ¿Adónde los conduciría aquel muchacho con su intuición?