La batalla de Tesino
Norte de la península itálica, noviembre de 218 a. C.
La caballería cartaginesa, siguiendo las órdenes de su general, se lanzó al ataque a galope tendido. El cónsul romano observó la carga y ordenó que la infantería ligera de primera línea se preparara para arrojar sus jabalinas, pero la caballería cartaginesa empezó a acelerar en su avance hasta transformar su carga ofensiva en un auténtico estruendo con miles de caballos haciendo volar sus pezuñas sobre la tierra de aquel valle. Los centuriones de la infantería ligera romana gritaron sus órdenes.
—¡Esperad a la señal! ¡No lancéis jabalinas hasta la señal! ¡Tenemos que esperar hasta que estén a nuestro alcance!
Pero la caballería cartaginesa avanzaba a tanta velocidad que, cuando los centuriones dieron la orden de arrojar las jabalinas, todo pareció ocurrir al mismo tiempo. Los legionarios romanos lanzaron sus afiladas armas y algunas de éstas alcanzaron sus objetivos, cayendo derribados decenas de jinetes cartagineses, pero todos los que no habían sido derribados al segundo alcanzaron la formación romana y arremetieron contra las líneas de velites arrasando todo a su paso. Primero embistieron a los legionarios de la primera fila ensartando a muchos con sus lanzas alargadas que arrastraban a un metro y medio de altura del suelo buscando los pechos de los soldados enemigos y enseguida, una vez clavadas sus lanzas en los cuerpos de los primeros legionarios, cogieron las que les quedaban partidas aún en sus manos, las arrojaron contra los enemigos que huían y desenfundaron las espadas. La caballería romana avanzó dejando espacios para que los legionarios de la infantería pudieran replegarse tras ellos. Y así lo hicieron a toda velocidad, esto es, los que pudieron salvarse de la sangrienta escabechina que la caballería cartaginesa en su carga había hecho entre sus filas.
Las dos caballerías se enfrentaron sin espacio para cargar la una contra la otra. Toda la primera línea de batalla se transformó en un inmenso desorden de miles de caballos y hombres, donde el nerviosismo de las bestias hacía cada vez más difícil que los jinetes pudieran o bien defenderse de los golpes del contrario o bien ser precisos en sus estocadas. Tanto los jinetes de un bando como de otro terminaban por desmontar para seguir la lucha cuerpo a cuerpo desde tierra. Los jinetes romanos se veían entonces reforzados por el regreso de la infantería superviviente a la carga inicial cartaginesa, que ahora se reagrupaba junto a los jinetes romanos para entre todos luchar cuerpo a cuerpo, metro a metro, contra los cartagineses.
El cónsul combatía en el centro de ese tumulto de hombres y bestias. Su hijo observaba desde la retaguardia los acontecimientos. El joven Publio, con su destacamento de caballería junto a otros tres grupos de jinetes de similar número que el cónsul había ordenado que quedaran retrasados como tropas de refresco, vislumbraba también en la distancia al general cartaginés, subido en su caballo, rodeado de un nutrido contingente de caballería que le salvaguardaba en todo momento, actuando a modo de lictores de aquel general extranjero. Pero lo peor, pensó Publio, estaba por venir, pues el general cartaginés disponía aún de dos inmensos contingentes de caballería a ambos extremos de su formación inicial. Se trataba de sendos regimientos de guerreros númidas procedentes del norte de África, excelentes jinetes, los mejores del mundo conocido. Aníbal había ordenado que el grueso de su caballería se lanzara sobre los romanos desde el centro de su formación, pero aún disponía de estos dos remanentes de caballería en los flancos. Publio, nervioso, observó cómo Aníbal alzaba su brazo; en el combate la enorme algarada de soldados, caballos enfurecidos y sangre envolvía a su padre. La batalla estaba igualada. Aníbal bajó su brazo de golpe, como si lo dejara caer, y los dos regimientos de la caballería númida se lanzaron contra los romanos. En su avance rodearon el gran tumulto sobrepasando las líneas de combatientes cartagineses y romanos hasta situarse en la retaguardia de la caballería romana. De esta forma el cónsul y sus tropas quedaron bloqueados. Los velites, entre agotados, muchos de ellos ya heridos, y aterrorizados por los refuerzos del enemigo, comenzaron a escapar en una desordenada huida. Unos doscientos jinetes númidas los siguieron. La infantería era un objetivo fácil de batir por una caballería bien entrenada, especialmente cuando se perseguía a soldados aterrorizados que, obnubilada su razón por el miedo, olvidaban protegerse. Uno a uno, todos iban siendo acuchillados por la espalda. La infantería romana estaba siendo aniquilada, ensartado cada legionario como si de fruta madura se tratara.
Uno de los escuadrones de tropas de refresco, al observar el desastre en el que la batalla se estaba transformando para las tropas romanas, dio la vuelta y empezó su retirada. Acto seguido, los otros dos escuadrones que estaban a la derecha de Publio empezaron a agitar sus monturas nerviosos. Sus decuriones contemplaban a la turma del joven Publio, aunque en realidad tenían sus ojos fijos en Cayo Lelio, el oficial más experimentado de los que habían quedado en retaguardia.
Los númidas que observaron la retirada de una de las turmae de caballería romana y el nerviosismo del resto de los escuadrones romanos de la retaguardia, enfervorizados por su clara victoria, se lanzaron en persecución de los jinetes enemigos que habían iniciado la huida mientras otros aguardaban los movimientos de las restantes tropas.
Publio, atónito, observaba el desastre. Su padre estaba rodeado por las fuerzas cartaginesas, apenas ayudado por sus lictores y un centenar de sus hombres más fieles que le envolvían y protegían mientras éste intentaba dar órdenes para poder organizar una retirada razonable. Fue entonces cuando el joven Publio tomó la decisión. Se dirigió a Lelio y dio su primera orden como decurión en un campo de batalla.
—Vamos a atacar. Hay que salvar la vida de nuestro general.
—Esto… —Lelio dudó, pensó y continuó al fin con firmeza—. Esto ya no es posible, decurión. Es demasiado tarde. Demasiado tarde.
Publio le miró fijamente a los ojos. Lelio evitó sostener aquel pulso visual. El oficial romano estaba igualmente aturdido por lo que estaba ocurriendo pero su experiencia le decía que la batalla estaba perdida, que no había nada que hacer, más que buscar la forma de escapar vivos de aquella carnicería. Quizá éste era el momento, con decenas de númidas entretenidos en la persecución del escuadrón de retaguardia que había huido y el resto de los cartagineses ocupados en su combate con el grueso de la caballería romana. Recordó además la orden que había recibido del propio cónsul: evitar que su hijo entrara en una acción donde su vida estuviera en claro peligro. Puede que fuera posible lanzarse e intentar ayudar al cónsul. Quizá si no tuviera la otra orden del cónsul, del propio cónsul ahora rodeado, eso sería lo que intentase él mismo, aunque en el empeño perdiera la vida y probablemente la de todos sus hombres.
El joven Publio se quedó mirando a Lelio. Esperando una explicación a la respuesta que había dado. Como el oficial no decía nada, Publio repitió su orden. Esta vez más despacio, pronunciando cada palabra, como si aquél no le hubiera entendido.
—He dicho que vamos a atacar. No he preguntado lo que piensas y no me interesa si crees que es posible o imposible lo que yo he ordenado. Te he dado una orden, una orden concreta. Prepara los hombres para el ataque. Me aseguraste que no tendría problemas de disciplina.
Lelio sintió aquellas últimas palabras como una daga en su vientre, tragó saliva y decidió cumplir la orden, pero aquélla recibida y oculta dada por el cónsul. Volvió a hablar.
—Eso es una locura total. La batalla está perdida y, aunque lo lamente mucho, el cónsul también está perdido.
Los soldados escuchaban el debate entre su experimentado oficial y el nuevo decurión, apenas un muchacho, al mando del regimiento. Todos compartían la visión de Cayo Lelio. Lo mejor era buscar la forma de replegarse. Sin embargo, volvieron a escuchar la voz de Publio Cornelio, de aquel joven muchacho de diecisiete años, decidida y firme en su orden. Esta vez les habló directamente a ellos, sin mirar ya a Lelio.
—¡Jinetes de Roma, os doy una orden como vuestro oficial superior! ¡Vamos a atacar bajo mi mando! Seguidme. Tenemos la obligación de defender a nuestro general en jefe. ¡No podemos permitir que un cónsul de Roma caiga en manos de los cartagineses!
Y sin más, sin esperar a ver la reacción de sus hombres, sin volver a mirar a Lelio, simplemente inspirando profundamente, desenfunda su espada, aprieta fuerte las riendas de su caballo y se lanza, solo, hacia la vorágine de la batalla, cabalgando directo hacia donde se encuentran su padre y sus hombres luchando entre la vida y la muerte en un círculo cada vez más pequeño.
Cayo Lelio desmonta de su caballo. Arroja su escudo al suelo con rabia. Maldice su suerte y la de sus hombres y a todos los dioses. Pone los brazos en jarras contemplando al decurión alejarse al galope. Siente las miradas de los jinetes a su espalda. Nadie se mueve, ninguno obedece las órdenes de aquel decurión enloquecido que cabalga hacia su muerte.
Cayo Lelio inhala aire con profundidad hasta llenar por completo sus pulmones del viento frío de aquel valle aquella mañana de noviembre de 218 a. C. Henchido de locura monta de nuevo sobre su caballo. Agita entonces las riendas con fuerza y grita al aire que respiran, a las montañas que los envuelven y a los enemigos que matan y mutilan a los romanos.
—¡Al ataque! ¡Por Roma, por el cónsul!
Los jinetes de la turma se miran entre sí y azuzan sus monturas con golpes de talón en el vientre de los animales y chasquidos de las riendas. Una enorme polvareda se levanta a su partida y tras ellos sólo queda el silencio.
El cónsul daba las órdenes con decisión. Era lo único que le quedaba: firmeza en el mando, pues la estrategia había quedado ya abandonada. Se trataba de sobrevivir.
—¡Mantened las líneas, nos replegaremos manteniendo la formación! ¡Manteneos unidos! ¡Juntos!
Los soldados romanos luchaban con gran energía, pero los cartagineses combatían con una fuerza inusitada. La visión del cónsul tan próximo a ellos los animaba. Todos querían participar en el apresamiento o en la muerte de un cónsul de Roma. El premio que recibirían de su general en jefe sería magnífico.
Los romanos habían intentado mantener dos líneas en el círculo defensivo que había en torno a la posición de Publio padre, para de esa forma ir turnándose en el combate, sustituyendo los de la segunda fila a los de la primera cuando éstos estaban extenuados o bien cuando eran heridos; pero muchos habían sido ya los que habían caído o los que habían sido gravemente heridos o yacían completamente exhaustos. Tantas habían sido las bajas que sólo quedaba una línea de defensores en torno al cónsul. Éste no lo dudó ni un instante. Había llegado su turno y pensaba cumplir con su obligación de soldado igual que lo habían hecho y lo seguían haciendo sus hombres. Espada en mano se lanzó a cubrir la posición de uno de los soldados extenuados y empezó a combatir cuerpo a cuerpo. Los cartagineses, cada vez mayores en número, parecían multiplicarse por segundos.
El cónsul para un golpe con su espada. Se revuelve con rapidez y hiere de muerte al soldado cartaginés en el vientre. Otro soldado africano le sustituye. El cónsul vuelve a parar otro golpe con su escudo, y otro más de un nuevo soldado cartaginés que se ha unido en la lucha contra él. Publio, cónsul de Roma, retrocede un paso. Caen nuevos golpes que frena con un escudo abollado. Los golpes son cada vez más fuertes y se suceden con mayor velocidad. En una de las acometidas pierde el escudo, que queda en el suelo, perdido. El cónsul retrocede unos pasos. En circunstancias normales un grupo de sus soldados saldría a protegerle de forma inmediata, pero la batalla ya no se desarrolla en circunstancias de normalidad. Todos los lictores han fallecido en la contienda. Los pocos jinetes romanos que aún luchan junto al cónsul lo hacen ya por su propia supervivencia. Están rodeados por los cartagineses, más numerosos, más crecidos en su afán de victoria absoluta. Cada soldado romano está combatiendo por su propia existencia.
El cónsul se encuentra solo, con su espada, ante varios cartagineses que le acometen desde ambos flancos. Frena un nuevo golpe con la espada, se revuelve y hiere a uno de los enemigos en el hombro, pero no tiene tiempo y en ese momento, desde el lado contrario, una espada cartaginesa desgarra la piel de su pierna. El cónsul pierde el equilibrio primero; luego llega el dolor. La sangre brota por el muslo. Intenta incorporarse, pero la pierna derecha se niega a darle el impulso que necesita para levantarse. Cae otro golpe poderoso que detiene nuevamente con la espada. Intenta alzarse de nuevo, pero es imposible. La pierna derecha no responde y el dolor se acrecienta. En el sufrimiento siente el sudor que le cae por la frente. Ésta será su última batalla. Con un esfuerzo ímprobo se alza de nuevo, quemando así todas las reservas de su espíritu. Si ha de morir que sea de pie, luchando junto a sus hombres en el campo de batalla. Recuerda a su mujer y a sus hijos. Tarde para corregir cosas, tarde para decirles palabras que debería haber dicho. Los cartagineses se abalanzan sobre él. Es el fin del cónsul de Roma. Publio Cornelio Escipión cae de rodillas; un soldado cartaginés se aproxima a él para asestar el golpe de gracia. La espada enemiga desciende poderosa, orgullosa sobre el cuello del general romano pero cuando está a punto de alcanzar su objetivo otra espada se interpone en su ruta mortal. El joven Publio acaba de llegar. Ha cabalgado al galope sin mirar hacia atrás hasta llegar junto a su general en jefe, junto al cónsul de Roma, junto a su padre. El joven soldado, con la furia y la fortaleza que otorga la juventud y su natural inconsciencia, se interpone entre su padre herido y los soldados cartagineses ávidos por abatir al cónsul y así conseguir las recompensas prometidas por Aníbal; pero en su lucha, dos de los cartagineses caen rápidamente a manos del joven oficial romano recién llegado. El joven Publio combate con la destreza adquirida en sus años de adiestramiento en Roma y con una extraña frialdad que sorprende a su mismísimo padre. El cónsul abatido, aún de rodillas, observa al oficial que le ha salvado la vida, por el momento, y enseguida reconoce la silueta de su hijo combatiendo. En un instante sus sentimientos se confunden. En un primer instante la felicidad lo embarga por ver su vida salvada y, más aún, porque un cónsul de Roma sea salvado nada menos que por su propio hijo; admira y se deleita en el valor de su primogénito, pero inmediatamente se percata de que la situación no puede ser más triste. Ese día no será el día de su propia muerte, sino también el día en el que vea morir a su hijo con él. La situación de la batalla no ha cambiado. No entiende bien cómo ha llegado hasta allí su hijo solo y sin refuerzos, pero todo apunta a una locura propia del joven espíritu de su vástago. El cónsul intenta levantarse, pero las piernas no le sostienen; intenta dar órdenes, pero la voz no le responde. Ha perdido mucha sangre en el esfuerzo anterior para alzarse y luchar de pie. Sin embargo, más allá de toda esperanza y de toda lógica, cuando el ánimo y la fe en los dioses se han desvanecido, de pronto, decenas de jinetes romanos irrumpen en la batalla. Son tropas de caballería romana de refresco que llegan con renovadas energías a la contienda. Acometen a los cartagineses con un vigor sorprendente que enseguida termina con varios de los enemigos más próximos a alcanzar al cónsul y a su hijo. Acto seguido el oficial que los dirige pone un caballo junto al cónsul. Dos jinetes desmontan y ayudan al general a subir a la montura. Entretanto ya son un centenar de jinetes romanos los que se han abierto camino y hacen que los cartagineses se retiren. Y siguen llegando más jinetes romanos que aseguran la posición. Los cartagineses intentan montar de nuevo sobre sus caballos, pero muchos de éstos han desaparecido en el fragor de la batalla. Así, a pie, los cartagineses se retiran.
Cayo Lelio ha dirigido el destacamento del joven Publio hasta donde se le había ordenado por parte de su oficial al mando. Y al lanzarse él con el destacamento contra los cartagineses, las otras turmae romanas que estaban a punto de emprender la huida se unieron a la carga y de esa forma habían juntado unos doscientos cincuenta jinetes que ahora mantenían a raya a los cartagineses. No obstante, la situación era de inferioridad en el conjunto de la batalla y no podían dilatarse en aquella lucha que los cartagineses dominarían en cuanto se recompusieran de la sorpresa inicial ante la llegada de estos refuerzos romanos ya inesperados.
—¡Hay que replegarse a toda prisa! ¡Montad en los caballos y retiraos! —gritó el joven Publio.
En esta ocasión nadie discutió su orden. Los romanos buscaron monturas, igual que lo hacían los cartagineses, y se subieron a ellas, con la diferencia de que los que no encontraban caballo subían junto con otro jinete en el mismo caballo y retrocedían juntos. El cónsul se mantenía sobre el animal que le habían proporcionado, escoltado por cuatro jinetes que Lelio había asignado para su protección. En el repliegue Lelio y el joven Publio cruzaron sus miradas. El joven oficial no ocultó su mezcla de sentimientos: desprecio ante las dudas iniciales de Lelio y su negativa a seguir las órdenes de un superior y alegría indescriptible de que al fin, fuera como fuera, allí hubiera llegado Lelio con los hombres necesarios para hacer posible la retirada suya y, más importante aún, la de su padre, la del cónsul. El general en jefe de las tropas romanas, al menos este cónsul, no caería en manos de Aníbal. No hubo tiempo para palabras. En unos segundos todos cabalgaban al galope en dirección al río Tesino.
Los cartagineses se reagrupaban con rapidez. Aníbal descendía desde la colina en la que había observado toda la acción y en unos minutos llegó junto a sus tropas. Se puso al frente y cabalgaron decididos tras los romanos, todos bajo su mando, seguros de su victoria cercana, encendidos por la sangre romana que habían derramado por doquier.
Aníbal pensaba, absorto, abrumado por los recuerdos. La entrada de aquel joven oficial romano para ayudar in extremis[*] al cónsul ya abatido y rodeado le había traído a su memoria otra batalla, muy lejana ya en el tiempo, que se había esforzado en distanciar de su mente, que había intentado enterrar con infinidad de nuevas contiendas y lances para al fin poder olvidarse por completo de la misma. Y, sin embargo, aquel joven oficial romano había devuelto toda la viveza a sus recuerdos. De pronto, aquel atardecer junto al Tajo había regresado a su cabeza como empujado por el mismísimo Baal. Veía la figura de su padre Amílcar luchando entre espadas y escudos enemigos, con decenas de iberos golpeando sobre él, sobre su casco, contra su espada y escudo, luego agrietándole la coraza con afiladas puntas, y veía ahora la sangre de su padre ya tendido en el suelo, junto a aquel maldito arroyo que moría en el Tajo, cortando con su líquido transparente y en silencio la respiración de su padre, mientras que él, distraído por los enemigos, se afanaba en defender el cuerpo de su padre caído de los golpes mortales que cada guerrero ibero pugnaba por asestar sobre el general cartaginés abatido. Aníbal bajó la mirada. La cabeza parecía explotarle hasta el punto de que se llevó una de sus manos a las sienes y se quitó el casco. El aire frío de noviembre pareció devolverle un poco la compostura y trasladar algo de sosiego a su espíritu desolado. ¿Cómo algo tan lejano de pronto podía reavivarse hasta mortificar el corazón con tan extrema crueldad?
Maharbal se aproximó a su superior.
—¿Os encontráis bien, mi general?
Aníbal asintió y lentamente volvió a ponerse el casco. Sacudió las riendas y todos aceleraron el paso de sus caballos hasta avanzar al trote, evitando numerosos cadáveres de romanos repartidos por el valle. Algunos buitres comenzaban a trazar grandes círculos, aún lejanos, en lo alto de un cielo lánguido.
—¿Quién sería ese oficial? —preguntó Maharbal, entre hablando para sí mismo y dirigiéndose a su general. Realmente no esperaba recibir respuesta, pero Aníbal, con voz clara, transmitió la conclusión a la que sus recuerdos le habían conducido, pues entre el dolor y el sufrimiento de la memoria, había tenido ya fuerzas para deducir quién podía luchar de aquella forma por salvar la vida del cónsul.
—Aquél, sin duda, era su hijo, Maharbal. Era el hijo del cónsul. Sólo un hijo, para salvar a un padre, combate con esa esperanza en una posición perdida. Yo lo intenté, pero el agua de un arroyo me privó de la compañía de mi padre y a Cartago de su mejor general. Este joven ha tenido a sus dioses más atentos y su valor, porque hay que reconocerlo, ha sido valiente, se ha visto recompensado. Pero la mañana no ha terminado. No hemos terminado. Todavía estamos en combate. Adelante. —Y dirigiéndose a todos volviendo su rostro a sus jinetes—: ¡Al galope, a por ellos, que no crucen el río! ¡Hacia el río!