El hijo del cónsul
Norte de la península itálica, noviembre de 218 a. C.
El cónsul se afanaba en estudiar los mapas que sus exploradores habían bosquejado a partir de los reconocimientos de los días anteriores. El río Tesino era una frontera natural que los cartagineses tendrían dificultades en atravesar. Era allí donde se debía cerrar el paso de una vez por todas a Aníbal. ¿Qué hacer si el cartaginés emergía de las montañas con todo su ejército? Alguien le observaba. Un lictor había entrado en la tienda. El cónsul levantó la mirada.
—Se trata de su hijo, está aquí.
El cónsul sintió que el corazón le daba un vuelco de alegría.
—Que pase, que pase.
Al segundo apareció su joven Publio, alto, fuerte, con el uniforme de la caballería, sudor por los brazos, oliendo a caballo, con señales de fatiga por el largo viaje pero con una mirada brillante, atenta, intensa. El cónsul se levantó y abrazó a su hijo mayor.
—¡Por Cástor y Pólux y Hércules y todos los dioses! ¡Estás ya más alto que tu padre! ¡Si sigues así terminarás como tu tío!
El joven Publio sonrió.
—Eso lo dudo, padre, pero sí, parece que algo he crecido estos últimos meses.
—¿Meses ya? ¿Tanto tiempo? ¡Por Hércules, es cierto! Hace ya cinco meses que os dejé en Roma. Es cierto. —El cónsul parecía abrumado por la velocidad del tiempo. Casi ya medio año de campaña. Frunció el ceño. Y sólo una escaramuza con el enemigo. Aquello era lo más peculiar. Tantos días y ni una sola batalla campal. Era una guerra insólita.
—¿Estás bien, padre?
—¿Eh? Sí, sí claro. Ven, siéntate. Cuéntame, ¿qué tal el viaje?, ¿y tu madre, lleva bien mi ausencia y esta guerra extraña?, ¿y tu hermano?, ¿está bien Lucio?, ¿también ha crecido tanto como tú?
Publio sonrió. No sabía bien por dónde empezar. Su padre soltó una carcajada.
—Te he agobiado con preguntas y ni tan siquiera te he ofrecido algo de beber. ¿Agua? ¿Vino?
—Un poco de ambos estaría bien.
—Claro, claro —el cónsul llamó a un esclavo y éste salió de la tienda y regresó al instante con sendas jarras y copas y sirvió a padre e hijo. Entretanto el joven Publio intentaba calmar la curiosidad de su padre.
—Lucio ha crecido, no tanto, pero también ha crecido. Madre se ocupa de todos los asuntos, con ayuda del atriense[*]. Está bien. Te echa de menos. Lo dice a menudo. Al tío no parece echarlo tanto a faltar. Las cosas van bien, aunque en Roma hay mucho nerviosismo. ¿Es cierto que Aníbal ha cruzado los Alpes?
El cónsul se reclinó en su silla antes de responder.
—No lo sabemos con seguridad. Tengo exploradores por todos los valles desde aquí hasta las montañas. Si sale de aquellos desfiladeros, lo sabremos enseguida y estaremos preparados para recibirle. El cartaginés no debe pasar de aquí y no pasará. ¿Qué se cuenta en el foro?
Su hijo ya sabía a qué se refería su padre con aquella pregunta, así que no se anduvo por las ramas y fue directo al asunto.
—Fabio Máximo solivianta a senadores, patricios y pueblo por igual. Critica tu decisión de dividir las tropas y de venir al norte en lugar de a Hispania, según lo acordado, pero en el Senado muchos te respaldan. Emilio Paulo ha defendido tu decisión y muchos comparten su forma de ver las cosas: «un cónsul tiene que acudir allí donde vaya el enemigo», dijo. La gente ha aceptado la decisión.
—El viejo de Fabio teme una victoria mía contra Aníbal; cree que el cartaginés saldrá muy debilitado de los Alpes, sin duda, y que una victoria será cosa fácil. Por eso critica la decisión de que viniera aquí para detenerle.
Su hijo asintió.
—Eso mismo nos comentó Emilio Paulo la noche anterior a mi partida.
—Sí. Es interesante ver que coincidimos. En todo caso, la cuestión se zanjará pronto. En unos días nos enfrentaremos con Aníbal, o con lo que quede de él tras el paso por las montañas, al norte del río. He mandado construir un puente. ¿Lo has visto?
—Sí, padre. Al venir. Un gran trabajo.
Su padre sonrió orgulloso. Cambió de tema.
—Te he asignado una turma de caballería de buenos jinetes. Estaba al mando de un veterano, un hombre rudo pero leal, un buen legionario sin lugar a dudas. Cayo Lelio es su nombre.
—Cayo Lelio —repitió el joven Publio como grabando su nombre en su mente.
—Este decurión ha entrado infinidad de veces en combate. Sigue sus consejos. Tú estás al mando, pero déjate aconsejar por él. Has de intentar establecer una buena relación con este hombre: si él te acepta, todos le seguirán detrás, ¿me entiendes?
—Sí, padre.
—Bueno, pues eso es todo de momento. Es tarde ya. Todos debemos descansar y estar dispuestos para el combate. Pronto saldremos hacia el norte. Muy pronto.
Su hijo se levantó. El cónsul volvió a abrazar a su primogénito y lo acompañó a la salida de la tienda. Una vez fuera lo vio alejarse a lomos de su caballo en dirección al extremo del campamento donde se encontraba la turma de Cayo Lelio. Su hijo estaba allí. Sintió una mezcla confusa de sensaciones. Estaba feliz. Sólo verlo le había animado el espíritu, pero una profunda desazón le marchitaba la alegría inicial que aquel encuentro había despertado. Era demasiado joven para luchar. Demasiado joven. Si le pasara algo, no se lo perdonaría nunca. Le entraron dudas. ¿Sería Lelio el hombre adecuado para acompañar a su hijo? Estaba cansado. Ya no discernía bien lo correcto de lo inapropiado. Debía poner en consonancia sus acciones con sus palabras y predicar con el ejemplo.
—Buenas noches —dijo, dirigiéndose a los lictores.
—Buenas noches, mi general —respondieron los soldados de la guardia consular.
El general en jefe del ejército romano establecido junto al río Tesino entró en su tienda. Con ayuda de un esclavo se quitó la coraza, la espada y el resto de las prendas militares. Se quedó a solas. Apuró el vino que quedaba en su copa. Su hijo lo había bebido todo antes de salir. Influencia de Cneo. Ojalá el resto de las enseñanzas de su hermano hayan permeado igual, pensó. Se acostó e intentó dormir.
Era ya la hora de la primera guardia. El joven Publio dejó su caballo en los establos de la guarnición y se dirigió a su destacamento. Era demasiado tarde para encontrar a nadie despierto, más allá de los centinelas nocturnos y las patrullas de guardia con su ir y venir de tesserae y controles en los diferentes puestos de vigilancia, por eso se sorprendió al ver un oficial de caballería, un decurión, alto, maduro, junto a una de las hogueras que se habían usado para cocinar la cena de los legionarios. Publio se acercó a aquel hombre que, al abrigo de los rescoldos de la hoguera, buscaba calentarse las manos en aquella fría noche de noviembre. Se puso frente a él e imitó su gesto frotándose también las manos. El oficial tenía una profusa barba y una frente con incipientes arrugas. Iba armado y no tenía cara de ser un gran conversador, pero se le veía tan seguro de sí mismo que esa misma seguridad invitaba a hablar con él.
—No pensé que fuera a hacer tanto frío ya tan pronto —dijo el joven Publio para iniciar una conversación mientras seguía frotando sus manos una contra otra y aproximándolas a los rescoldos de la hoguera, inclinándose un poco para facilitar la operación.
El decurión le miró antes de responder.
—El norte es así —dijo con una voz grave.
Luego se hizo el silencio. Pasaron un minuto sin decir nada más, compartiendo el calor de la moribunda hoguera en aquella noche en vísperas de una guerra. Publio quería seguir hablando, pero no tenía muy claro por dónde continuar. Estaba pensando en marcharse sin más, cuando el decurión empezó a hablar.
—Es tu primera vez en campaña, ¿verdad?
—Sí, supongo que resulta demasiado evidente —respondió Publio.
El oficial le miró con detenimiento.
—No tanto. Es el hecho de que eres muy joven.
Publio asintió.
—¿Tienes miedo? —preguntó el oficial—, ¿por eso no duermes?
—Es que acabo de llegar de Roma para incorporarme a la caballería del ejército consular —luego Publio dudó en proseguir, pero al fin añadió—, pero mentiría si no dijera que tengo un poco de miedo.
El oficial abrió los ojos y escudriñó la mirada de su joven interlocutor nocturno.
—Todos lo tienen, aunque muy pocos lo admiten. ¿Tanto miedo como para flaquear en el campo de batalla? —preguntó el decurión.
—No, tanto como para eso no. Espero que no.
—Entonces todo está bien.
Publio pensó que era el momento de presentarse, pero le molestaba tener que desvelar que era el hijo del cónsul. Se dio cuenta de que aquélla era la primera conversación que mantenía con alguien que no conociera su auténtica personalidad en toda su vida. Junto a aquella hoguera que se consumía en la madrugada sólo había dos soldados, dos oficiales, uno muy joven, bastante nervioso en su primera campaña, y otro veterano, seguro, serio.
Volvieron a compartir el silencio de la noche durante varios minutos, hasta que el maduro oficial volvió a hablar.
—Mi nombre es Cayo Lelio, ¿y el tuyo?
El joven Publio no pudo evitar dar un pequeño paso hacia atrás. Ahora tenía que descubrir su nombre. Su interlocutor se acababa de presentar y además resultaba ser el oficial que estaba bajo su mando. Qué absurdo, pensó, que aquel hombre veterano, seguro y experto estuviera bajo sus órdenes y no al revés. En un instante pensó en cómo debería sentirse ante aquella humillación que su propio padre le había impuesto.
—Soy Publio… Cornelio Escipión.
Contrariamente a lo que esperaba Publio, el decurión no pareció sorprenderse.
—Sí, esperábamos al nuevo oficial al mando próximamente.
No había ni reconocimiento especial ni desprecio. El decurión se dirigía a él con corrección, sin mostrar más sentimientos. Otra cosa es lo que aquel veterano estuviera pensando.
Publio, una vez superada su sorpresa inicial, decidió saber más de la situación con la que se iba a encontrar.
—Los hombres, los jinetes de la turma…, ¿cómo se han tomado la asignación de un nuevo oficial al mando?
Lelio le miró como valorando hasta qué punto se podía ser sincero con aquel joven patricio hijo del cónsul. No llegó a ninguna conclusión clara. Decidió aventurarse.
—Mal.
—Entiendo —dijo Publio. La hoguera estaba prácticamente apagada. El frío de la noche húmeda parecía penetrar por todos sus huesos. Estaba cansado—. ¿Muy mal? —Publio buscaba un resquicio de esperanza en su primera campaña. Lelio no era compasivo en según qué circunstancias.
—Muy mal —sentenció el decurión.
Publio bajó la cabeza. Meditó. Alzó el rostro y mirando fijamente a Lelio preguntó de nuevo.
—¿Obedecerán o tendré problemas de disciplina?
Lelio no le miraba ahora, sino que había buscado con sus ojos las estrellas, pero le escuchaba atento. Aquélla era una pregunta muy apropiada en un oficial que asume el mando de una nueva turma o manípulo. El jovenzuelo también era alto y eso siempre quedaba bien ante los soldados bajo su mando. Era su extrema juventud lo que crearía esa extraña sensación de ir comandados por un niño.
—No —dijo al fin Lelio—, no habrá problemas de disciplina.
Publio comprendió aquellas palabras en su justa medida: puede que hubiera problemas de disciplina pero no los habría porque para eso estaba él, Cayo Lelio, para impedirlos. El joven oficial buscaba algo positivo que decir con que halagar a aquel hombre, algo que mitigara aquella incómoda situación de verse sometido en el mando a un inexperto y descaradamente joven nuevo oficial que además ha sido puesto en dicha posición por ser el hijo del general en jefe de aquel ejército.
—No sé si valdrá de algo —empezó Publio—, pero me gustaría que supieras que estoy seguro de que si mi padre ha elegido tu turma de caballería para que éste sea mi primer destino en mi primera campaña, es porque está convencido de la valía de tus hombres y de que tú eres uno de los mejores oficiales de todo este ejército. Espero no desentonar en exceso y no avergonzar el crédito que el destacamento se ha ganado por sus propios méritos. Ahora me voy a dormir. Buenas noches.
—Buenas noches —respondió Lelio, y se quedó mirando cómo aquel joven se alejaba.
El hijo del cónsul estaba nervioso. Con aquellas palabras estaba buscando congraciarse. Bueno. Mejor así. Lelio intentó ponerse en su lugar: no debía de ser sencillo ser siempre el hijo de alguien tan importante e intentar estar siempre a la altura de lo que se espera de uno. Él nunca tuvo esas presiones. Tuvo otras. Las de luchar para ascender desde la nada. No tenía claro que ambos caminos fueran comparables en los obstáculos a superar para alcanzar el respeto de los que te rodean, pero aquella conversación le había dibujado una imagen diferente a la que se había forjado en su mente: esperaba encontrarse con un mozalbete mimado y orgulloso y, pudiera ser que lo fuera, pero al menos no había quedado patente en aquel primer encuentro. Decidió no dedicarle más tiempo a aquellas elucubraciones sin sentido. Los dioses dispondrán el destino de aquel joven y, como siempre en una campaña militar, será finalmente el campo de batalla el que dictamine su sentencia definitiva. Habrá que esperar al combate. Lelio escupió en el suelo. En cualquier caso habría preferido una misión de reconocimiento en el norte.