9

Diles

Al día siguiente, a las seis de la mañana, cuando Dylan se levanta para ir a correr, no le dejo hacerlo. Lo retengo en la cama conmigo.

Tenemos que hablar de lo ocurrido. Él lo sabe tan bien como yo, y con la cabeza apoyada en la almohada, dice:

—No sé qué me ocurre contigo. Quiero, pero no puedo y…

—Tranquilo —susurro—. Ya te dije que no necesitamos a nadie más. Tu imaginación y la mía pueden con ello, ¿no crees?

Sonreímos y él añade:

—Pero a ti te gusta. Lo vi ayer en tus ojos, en tu boca, en tu cuerpo, en cómo te arqueabas de placer cuando te abrí los muslos y te ofrecí al otro hombre. —Al ver mi gesto apurado, sonríe y dice—: Lo creas o no, yo también lo disfrutaba hasta que algo me bloqueó y tuve que pararlo. Cuando vi la cara de mi amigo, yo…

—Quizá el problema es que era tu amigo, ¿no crees?

Dylan lo piensa y finalmente responde:

—No era la primera vez que ambos compartíamos una mujer.

Noto una punzadita de celos en el corazón, pero digo:

—Quizá ese fue el problema. En otras ocasiones, has compartido con él mujeres por las que no sentías lo mismo que por mí. Piensa que yo soy tu mujer.

—Sí… —contesta—. Creo que tienes razón. Las otras no me importaban como tú y ver cómo te poseía me puso enfermo. —Ambos sonreímos y él musita—: Lo repetiremos con otra persona. No quiero privarte, ni privarme, de algo que nos gusta a los dos.

Voy a hablar, pero él me pone un dedo en los labios y murmura:

—Cariño, me estoy poniendo duro sólo de pensarlo. —Me coge una mano y me la coloca sobre su pene, ya erecto—. Ayer la excitación casi me hace explotar. Verte abierta de piernas para otro hombre y para mí, ser testigo de cómo te humedecías y…

—Me estás poniendo como una moto, doctor —me mofo.

Y mi amor sonríe y, sin decir nada, me da lo que le pido.

Los días pasan. No hemos vuelto a mencionar lo ocurrido, ni a repetirlo, pero sí jugamos a «Adivina quién soy esta noche» y lo pasamos de fábula. En nuestro morboso juego en el que somos quienes deseamos: policías, médicos, carpinteros, militares, azafatas, recepcionistas…, todo vale para nuestro disfrute particular.

Dylan se sumerge totalmente en su trabajo y cada día lo añoro más. Sus largos turnos en el hospital me matan, pero como diría mi madre, no he de quejarme, pues tiene trabajo, y además uno que le apasiona.

Siempre que voy a buscarlo al hospital, su jefe me saluda con amabilidad, pero sé lo que piensa en realidad. Me ve de la calaña de la actriz con la que se casó y teme que algún día yo triunfe en la música y a Dylan le pase lo mismo que a él.

Durante un tiempo, mi marido tiene que viajar bastante para asistir a distintos congresos. Sin que yo diga nada, me incluye en su viaje, pues, como dice, somos un pack indivisible. Yo sonrío.

Mientras él está en alguna de esas conferencias, reuniones u operaciones, yo me dedico a hacer turismo por la ciudad. Me gusta. Lo paso bien y conozco sitios que nunca pensaba que llegaría a conocer. Y lo mejor de todo es cuando nos reencontramos por la noche en la habitación.

Los días en que no trabaja, se olvida del resto del mundo y se centra total y completamente en mí. Para él sólo existo yo. Me mima, me besa, me ama. Salimos a cenar, a comer, me lleva a conocer Los Ángeles. Organiza románticos fines de semana en hoteles increíbles y yo, la verdad, no puedo ser más feliz. Hace todo lo que puede para demostrarme lo dichoso que es a mi lado y lo mucho que me quiere y me necesita.

No le he comentado nada de la gala de la que habló Tifany aquel día. Me encantaría ir, pero sé lo que piensa Dylan de esos eventos musicales. No le gustan nada y yo, con tal de no estropear el momento tan bueno que estamos viviendo, me callo. Sólo quiero ser feliz con él. Mi carrera musical ha quedado en un segundo plano.

Pero los días pasan y algunas veces me aburro como una ostra y no sé qué hacer. Leo, escucho música, veo películas. Hablo con mis amigas por Facebook y Twitter. Me pongo morada comiendo Cola Cao a cucharadas. Salgo con Tifany y sus amigas, voy de compras, me apunto a un gimnasio, pero nada me es suficiente.

¡Necesito hacer algo productivo!

Una mañana, Tony se pasa por casa a visitarme y decido acompañarlo. Va al estudio de grabación, donde tiene una reunión relativa a dos canciones que ha vendido.

Al llegar allí, no me sorprende encontrarme con Omar y algunos directivos de la discográfica. Me saludan con afabilidad y yo sonrío encantada, mientras miro a mi alrededor. ¡Qué pasote de estudio!

Cuando se marchan, animada por Tony entro en la cabina de grabación para no quedarme allí sola, y Stefano, uno de los técnicos de sonido, me explica el funcionamiento de todos aquellos aparatos.

¡Es increíble lo que hacen!

Una de las veces que regreso de la cafetería, veo a Omar con una provocativa morena que le sonríe ofreciéndosele descaradamente. Me da rabia verlo. Pienso en Tifany y en todo lo que está haciendo por ganarse su amor y conservar su matrimonio. Me indigno y me dan ganas de coger a Omar por la cabeza y arrancársela.

¡Menudo impresentable!

Rabiosa, decido dejar de mirar, pero antes de hacerlo, soy testigo de cómo mi cuñadísimo le da un azotito en el trasero a la morena, que ríe con lujuria.

Me doy la vuelta y, sintiéndolo mucho por Anselmo, me cago en su padre.

Cinco minutos más tarde, cuando vuelvo a estar en la cabina de cristal, veo pasar a un chico por fuera y alucino al ver ¡que es Kiran Mc!

Joder… joder… joder. A mi hermano Rayco y a mí nos encanta este cantante y en especial su rap llamado Cosa del talento. De manera inconsciente, lo empiezo a cantar mentalmente:

Volar aún más si cabe

olvidar lo que hay detrás.

Sumergirse en una historia

pa dejar atrás problemas.

Si con eso soy feliz,

qué les importa a los demás.

Me encanta… Me encanta… Me encanta.

Cuando le diga a mi hermano que lo he tenido a menos de dos metros, ¡va a flipar!

¡Viva Kiran Mc!

Contenta, suspiro y sonrío. De pronto, se abre la puerta de la pecera y veo entrar a unos músicos. Me quedo sin palabras cuando reconozco a J. P. Parker.

Por el amor de Dios, ¡J. P. Parker a un metro de mí!

Es alto, moreno, con unos espectaculares ojos grises y pinta de chulito por lo guapo que sabe que es. Al verme al otro lado del cristal, me saluda. Como una colegiala, yo le devuelvo el saludo con una sonrisita de tonta que hasta a mí me avergüenza.

¡Qué fuerte, me ha saludado J. P. Parker!

Lo miro trabajar con los ojos abiertos como platos y cuando me doy cuenta ¡han pasado tres horas! Pero esto se acaba y me entristezco.

¡Con lo bien que me lo estoy pasando…!

Cuando el estudio de grabación se queda vacío, Omar me hace una seña y me invita a entrar. Sabe que todo esto me gusta y no desaprovecha la oportunidad de tentarme con la música. Al salir, nos damos de bruces con Tony. No se lo ve muy contento. Viene acompañado por J. P. Parker y, mirándome, dice:

—Necesito tu ayuda. —Y antes de que yo pueda responder, añade—: Tienes que cantar esto con él.

Me entran los siete males… no, los ocho, y digo con un hilo de voz:

—¡¿Cómo?!

—Es una canción coral que le he compuesto, pero no le convence —explica Tony—. Pero estoy seguro de que si la cantas con él, le encantará.

Lo miro alucinada.

Plan A: salgo corriendo sin mirar atrás.

Plan B: digo que estoy afónica, aunque no me crean.

Plan C: me desintegro.

Tras pensarlo, decido que el mejor es el plan B. Estoy afónica.

—¿A ti te falta un tornillo? —digo—. ¿Cómo la voy a cantar? ¡Estoy afónica!

Tony sonríe y, tranquilamente, responde:

—No digas mentiras, que te va a crecer la nariz.

—Pero, Tony…

—Tienes una voz preciosa —me corta él— y sabes de música. Yo tocaré la melodía al piano para que veas el tono que quiero que le des. Tranquila, te lo explicaré y lo harás muy bien.

—No… no… no. ¿Estás loco?

—Loco estaría si no te lo pidiera. —Y cuchichea—: Tienes la voz que necesito para que J. P. se enamore de esta canción. Por favor, Yanira.

No puedo… ¡no puedo! Y me niego. Pero Omar entra en juego diciendo:

—Si no fuera importante, Tony no te lo pediría. Hazlo por él, por favor.

Molesta, miro y replico:

—Tú también podrías hacer algo por tu mujer, ¿no crees?

Omar me mira, pero no dice nada. Finalmente, me vuelvo hacia Tony y digo:

—Vale… de acuerdo.

Los dos hermanitos sonríen. Los Ferrasa pueden conmigo. Me acompañan ante un micrófono redondo, Tony se sienta al teclado y J. P., con gesto de enfado, se pone a mi lado.

Yo sonrío, él no, y eso me pone nerviosa. No le mola nada tenerme aquí.

Sin amilanarse, Tony toca una vez la canción de principio a fin y también la canta. Tras escuchar sus instrucciones, entiendo lo que quiere y me dispongo a hacerlo bien.

¿Lo conseguiré?

J. P. no está satisfecho con la canción y así lo manifiesta. Habla con Omar y con dos hombres más, mientras Tony me mira y me indica dónde quiere un agudo. Cuando comienza a tocar la melodía por segunda vez, me lanzo y la canto leyendo la letra en los papeles que me han dando.

J. P., Omar y los otros hombres se callan al oírme y me prestan atención. Entonces, el rapero coge los papeles que minutos antes había dejado sobre el piano y comienza a cantar conmigo.

Cuando acabamos, el corazón se me va a salir del pecho, pero J. P. le pide a Tony que la vuelva a tocar. Esta vez será él quien comience y yo quien replique. Así lo hago. Voy pillando el tono y empiezo a disfrutar. A la sexta vez, J. P. sonríe y, cuando acabamos, choca la mano con Tony y lo oigo decir:

—Quiero esta canción, hermano.

Abrazo a Tony y lo felicito. De pronto noto que alguien me agarra por el brazo. Al volverme, veo que se trata de J. P. que, sonriendo, pregunta:

—¿Cómo te llamas, ojitos claros?

—Yanira.

—Pues, Yanira, me encantaría que cantaras la canción conmigo en la grabación de mi disco. ¿Qué te parece?

Me bloqueo y no sé qué decir. Joder, ¡que es J. P. Parker!

Al oírlo, Omar dice rápidamente:

—Es la mujer de Dylan. En breve lanzaremos su carrera musical y esto os podría venir muy bien a los dos.

¿Que en breve lanzarán mi carrera musical?

Pero será mentirosooooooooooooooooo.

Joder… joder… ¡que me da!

J. P. me mira. Clava sus inquietantes ojazos grises en mí y con una seductora sonrisa, dice:

—Si me lo permites, estaré encantado de apadrinarte.

Me callo. Parezco tonta, pero no sé qué decir. Busco un plan, pero nada… ¡ni planes tengo!

Durante varios minutos, escucho cómo hablan sobre ese asunto. Sin duda alguna, que este cantante tan de moda me apadrinara sería para mí un bombazo mediático. Tony me mira y, guiñándome un ojo, me dice:

—Sabías que esto pasaría tarde o temprano, ¿verdad? —No respondo—. J. P. te puede abrir el mercado inglés. Un mercado competitivo, pero si gustas, tienes mucho ganado.

Sin que me llegue la camisa al cuerpo, salimos del estudio de grabación y entramos donde están los técnicos. Nos sentamos y Omar, tras sonreírle a la morenaza, que le lleva un café, le dice al técnico:

—Stefano, pásalo para que la oigamos.

Me quedo alucinada cuando escucho mi voz por los altavoces. ¿Han grabado la canción?

Ha quedado unida al rap de J. P. y el resultado es impresionante y original.

Joder, ¡qué bien canto!

Un rato después, cuando salgo del estudio con Tony y me subo a su coche, lo miro y digo:

—En menudo lío me has metido, Tony.

—¿Por qué? —Y al ver mi expresión asiente—. Ah… vale… Dylan.

—Sí, Dylan… —repito yo.

—Escucha, Yanira, mi hermano no es tonto y sabe que tú quieres dedicarte a esto. ¿Qué mal le ves?

—Le prometí tiempo, Tony. Tiempo para estar con él y…

—Y se lo estás dando.

—Lo sé y lo hago encantada porque me gusta. Soy tan feliz a su lado que no necesito nada más. Nada más.

—Te comprendo y me alegra saberlo. Dylan se merece ser feliz y me consta que tú le das esa felicidad, pero no puedes pasarte los días encerrada en casa, esperando que regrese del hospital. Tú no eres así. Eres una chica joven, dinámica, con un gran potencial. Y debes aprovecharlo. Y sé que mi hermano lo sabe. Lo sabe aunque no diga nada.

—Gracias por tus palabras, pero ahora no quiero hacer más que…

—¡No digas tonterías, Yanira! ¿Cómo no vas a querer conseguir tu sueño?

Molesta por su insistencia y empeñada en mi propia cabezonería, voy a responder de malos modos cuando él se me adelanta.

—Vale, Yanira… Me callo.

Y no dice más. Pobre. En el fondo sé que tiene razón.

Estoy siendo demasiado complaciente con Dylan en relación con mi profesión, pero también sé que los últimos meses han sido los más felices de mi vida. Sin embargo, dispuesta a intentarlo, miro a mi cuñado y digo:

—Le contaré a Dylan lo de esta canción con J. P. Parker.

Tony sonríe, asiente y, cuando ve que resoplo, se burla:

—Dylan no se come a nadie.

Pero esa noche, cuando llega a casa, soy incapaz de decírselo. Le comento que he visto a Kiran Mc y que J. P. Parker me ha saludado, pero nada más. Es nuestra noche de cine de terror y viene tan contento del trabajo por una exitosa operación, que no quiero que la alegría que veo en su rostro se oscurezca.

Pedimos comida china y cenamos entre risas, besos y arrumacos. Cuando terminamos y metemos los platos en el lavavajillas, Dylan me mira y, sentándose a mi lado con una bolsa, dice:

—Muy bien, cariño, comencemos nuestra noche de cine de terror.

—¡Biennnnn!

Abre la bolsa y saca cuatro películas.

—He comprado Expediente Warren, El último exorcismo, Scream 3 y Saw. ¿Cuál prefieres?

—Vaya… sí que son terroríficas —contesto, riéndome.

—¿Las has visto?

—No.

—Yo tampoco —dice él—. No es el tipo de película que más me va.

—Entonces las veremos todas —afirmo feliz.

—¡¿Todas?!

Asiento con chulería y él murmura:

—Yo había pensado ver una y luego darte un…

—Será una noche de terror total —lo corto. Y al ver su expresión, pregunto—: ¿Eres miedica?

—No soy miedica —replica.

Lo miro con mofa y canturreo bailando por la sala:

—Miedica… Dylan es miedicaaaaaaaaaaaaa.

Entre risas, finalmente elijo Expediente Warren. El título me llama la atención.

Antes de ponerla, decidimos preparar palomitas. Dylan también sirve algo de beber y, muy valiente, yo lo obligo a apagar las luces de la casa. Estas películas son para verlas a oscuras.

Pero a los pocos minutos de empezar, chillo, me tapo los ojos, me sobresalto y me arrimo a Dylan. En definitiva, ¡me muero de miedo! Él se parte de risa al ver mis reacciones.

La película es de esas que sólo la musiquita ya te pone los pelos de punta y la tensión no te deja vivir. ¡Y encima es un hecho real!

¡En qué momento he pedido que apagásemos las luces!

Cuando acaba la película, estoy sentada encima de él, que, sin encender las luces, pregunta:

—¿Te ha gustado, cariño?

Aún impresionada y con el corazón a dos mil asiento con la cabeza y Dylan dice:

—¿Cuál quieres ver ahora?

—¡¿Otra?!

Con una encantadora sonrisa, susurra, besándome el cuello:

—¿No querías una noche terrorífica?

Tiene razón. Llevo días machacándolo con la jodida noche de terror y ahora no me puedo echar atrás.

—Pon… pon la que quieras —digo en voz baja.

Sorprendido por mi docilidad, Dylan me mira y hace ademán de levantarse, pero yo no lo dejo.

—¿Adónde vas?

—Necesito ir al baño un segundo, cariño.

—¡¿Ahora?!

Él me mira y pregunta:

—¿Eres miedica?

—Nooooooooo.

—¿Tienes miedo de quedarte sola? —se mofa.

—No digas tonterías —contesto, mientras me quito de encima de él, liberándolo. Pero cuando se levanta, pregunto—: ¿Encendemos las luces?

—No. Déjalas así —responde él—. Es más emocionante.

Asiento, trago saliva e intento tranquilizarme.

Dylan se va y yo me quedo sola en el salón a oscuras. No se oye más ruido que el zumbido del televisor. Lo miro y de pronto me acuerdo de Poltergeist. Uf… ¡tengo taquicardias!

Madre mía… madre mía. Pienso en la película que acabamos de ver. ¡Qué miedo! Si eso me ocurriera a mí en una casa, al primer susto la palmaría. ¡Qué horror!

Noto un movimiento a mi derecha, pero al mirar no veo nada. Trago saliva. Otro movimiento a mi izquierda me vuelve a alertar. No hay nadie. Muerta de miedo, me levanto del sofá. No me llega la piel al cuerpo y el corazón me va a cien por hora. Miro detrás del sillón, pero no veo nada.

Estoy sola y de pronto las luces se encienden y se apagan. De un salto, me siento otra vez en el sofá y agarro un cojín para taparme.

¡Menuda defensa es un cojín!

Cuando consigo dejar de temblar como un caniche, estiro el cuello por encima del respaldo y, con un hilo de voz, llamo:

—Dylan.

Nadie responde.

La musiquita de terror se me ha metido en la cabeza y ahora hasta siento como si alguien me respirase en el cuello. Me estremezco.

No sé para qué veo películas de miedo, si luego siempre me pasa igual. Me gustan y me río cuando las veo, pero después lo paso fatal.

—Dylan, contesta, joder —insisto.

Espero que lo haga, pero no dice ni mu.

¿Dónde demonios se ha metido?

Oigo un ruido que viene del fondo del pasillo. Mi mente comienza a recrear escenas de la película que acabo de ver.

¡Qué mal rollo… qué mal rollo!

El corazón se me va a salir del pecho. Oigo que me late con fuerza y también oigo mi respiración.

Con el mando a distancia como arma camino lentamente hacia el pasillo, con la espalda pegada a la pared. Le doy al interruptor de la luz, pero no se enciende. Quiero gritar. ¡Tengo miedo!

¡Me va a dar algo, por Dios!

Debería salir de la casa, pero no puedo. No sin Dylan. Y entonces, hago lo mismo que hacen todas las idiotas de las películas: subir al piso de arriba en busca del ser amado, yo con el mando de la tele aún en la mano.

¿Por qué estoy haciendo lo que luego critico?

Una vez en el piso de arriba, me dirijo al cuarto de baño mientras vuelvo a llamar:

—Dylan…

Nada, sigue sin contestar. Mi mente comienza a jugarme malas pasadas.

¿Por qué no contesta? ¿Lo habrán asesinado?

Por favor… ¡no quiero ni pensarlo!

¡Dios, se me va a salir el corazón por la boca!

De pronto, una mano se posa en mi hombro y cuando me doy la vuelta, me encuentro con la horripilante máscara de Saw alumbrada por una linterna. Grito como una loca e intento escapar, pero al hacerlo me doy contra la pared. Reboto contra la de enfrente y en mi desesperada huida acabo en el suelo, chillando, mientras con el mando a distancia lanzo golpes a diestro y siniestro.

Alguien me agarra y, con la adrenalina a toda mecha, comienzo a dar patadas y codazos como una mala bestia, mientras grito enloquecida hasta que oigo:

—Cariño…, para… para, ¡que soy yo! ¡Cariñooooooooooooooo!

Dylan se quita rápidamente la careta de Saw y, mientras yo tengo ganas de matarlo, él pregunta:

—¿Quién es el miedica ahora?

—Pero ¡¿tú eres idiotaaaaaaa?! —grito, soltando el mando del televisor.

—Cariño…

—¡Gilipollas! —voceo descompuesta—. ¡Imbécil! ¡¿Cómo has podido hacerme esto?!

Dylan se parte de risa mientras yo me llevo la mano al corazón y vuelvo a gritar:

—¡Idiota! ¡Casi me da un infarto! ¡Imbécil!

Vaya tela. Lo estoy poniendo a caer de un burro y el tío no hace más que carcajearse.

Con el corazón en la boca, dejo que me abrace mientras lo oigo reír y cuando al fin comprendo lo ocurrido, me río yo también.

Joder… joder… joder… ¡qué susto me ha dado!

Con mimo, mi chico me coge en brazos, me lleva a nuestra habitación y, una vez allí, murmura divertido:

—Vaya, vaya, mi caprichosa se ha asustado.

Me río de la vergüenza que siento y al ver cómo disfruta, digo, llevándome la mano al corazón:

—Dylan, no lo vuelvas a hacer nunca. En serio, casi me da un infarto.

Él suelta una carcajada y pregunta:

—¿Te has hecho daño en la caída?

—No, sólo ha sido un golpe sin importancia, pero…

—¿Seguimos viendo películas o podemos pasar a mi plan B?

Sin duda alguna, no quiero más miedo esta noche y pregunto:

—¿Tu plan B?

Él asiente y, rozando mi nariz con la suya, contesta:

—Había pensado que tuviésemos una terrorífica noche de masajes, ¿qué te parece?

—Una más que excelente idea.

Cuando se va a separar de mí, lo agarro con desesperación y pregunto:

—¿Adónde vas?

—A conectar de nuevo la luz. La he quitado para asustarte.

—¡Serás capullo!

Lo acompaño entre risas. No quiero quedarme sola ni un segundo más.

Dylan se me echa al hombro como un saco de patatas y se pasea así conmigo por toda la casa, entre risas y jaleo. Cuando regresamos a la habitación, me suelta en la cama y pone música. Es Maxwell; la noche será apoteósica. Pero cuando enciende las luces de las mesillas y veo que las bombillas son rojas, no puedo parar de reír.

—Vaya, este color es…

—Sexy, como tú —finaliza él.

Encantada, le hago un gesto hasta que me doy cuenta de que estoy sentada sobre unas sábanas negras que parecen de plástico.

Dylan, al ver mi expresión sorprendida, me besa el cuello y pregunta:

—¿Qué te parecen los masajes?

—Me encantannnnnnnnnnn.

—Lo sé, caprichosa —responde, mientras me muerde el lóbulo de la oreja—. Por eso he comprado unos increíbles aceites para masaje con olor a manzana y mi intención es relajar a mi preciosa mujercita tras el miedo que acaba de pasar viendo esa horrible película. ¿Qué te parece mi plan?

—Muy bueno —contesto con una risita tonta. Estoy deseosa de recibir ese masaje y en especial de sentir sus manos sobre mi piel.

Sin perder tiempo, él me desabrocha los vaqueros, me los quita y, acto seguido, también me quita la sudadera. Cuando me quedo en ropa interior, sonríe satisfecho y, con un gesto de perdonavidas que me llega al alma, me desabrocha el sujetador, que deja caer al suelo, y luego se agacha para sacarme las bragas.

Una vez desnuda ante él, acerca la nariz a mi pubis y la restriega contra él. Tras darme un dulce beso, murmura:

—La idea era un masaje, pero ya comienzo a querer otra cosa.

Ambos sonreímos. Incorporándose, Dylan se desnuda y luego dice:

—Túmbate boca arriba.

Hago lo que me pide. Se sienta en una esquina de la cama, se echa un aceite de color naranja en las manos y se las restriega.

—Empezaré por los pies; así tu piel y tú os iréis acostumbrando al masaje.

—No me hagas cosquillas, por favor.

—Te lo prometo —contesta, sonriendo mimoso.

Con gesto seguro, me coge el pie y comienza a masajeármelo. Cuando me convenzo de que no me va a hacer cosquillas, cierro los ojos y disfruto del roce de sus manos, del contacto de su piel con la mía, mientras me dejo llevar por la sensual música de Maxwell y escucho cómo Dylan tararea.

El masaje es suave e increíblemente sensual, y lo disfruto encantada. Sus manos suben hasta mis tobillos, luego a mis rodillas y siguen avanzando por la parte externa de los muslos. Cuando se dirigen a la parte interna, se me pone la carne de gallina.

Oh, Dios, ¡no sé cuánto voy a aguantar!

—Tranquila, caprichosa —dice él sonriendo. Y posando las manos en mi vientre, murmura—: Esto es un masaje erótico, no te voy a masturbar. No… Me saltaré esa zona para regresar más tarde, ¿qué te parece?

—Fatal.

Dylan me tienta, me excita como sólo él sabe hacerlo y prosigue su sensual masaje.

Su tacto es suave y el ritmo lento, sin prisa, pero yo me acelero. Sentir sus manos sobre mi piel hace que desee algo más que un masaje. ¡No tengo remedio!

Se sienta a horcajadas sobre mí. Abro los ojos y veo que se vuelve a echar aceite en las manos y se las vuelve a frotar.

—Dicen que no es bueno verter el aceite directamente sobre el cuerpo. Es mejor calentarlo en las manos antes de aplicarlo. —Y posa las palmas en mi estómago y comienza a frotarlo—. ¿Qué te parece? —pregunta.

—Bien. Me parece bien —consigo responder, sintiendo su erección sobre mi vientre.

Miro sus pupilas y veo que las tiene dilatadas. Las mías deben de estar igual cuando, posando sus aceitosas manos sobre mis pechos, murmura:

—Dicen que hay cientos de maneras de dar un buen masaje. Pero el más clásico es realizando cierta presión, como si estuvieras amasando.

—Eso haces con mis pechos —susurro, al notar el movimiento.

Él asiente y, cuando uno de sus dedos me aprieta un pezón, musito:

—Me encanta lo que me haces.

Dylan sonríe y contesta meloso:

—¿Te gusta mucho?

Asiento con la cabeza y luego respondo con voz de loba:

—Me encantaría que volvieras al lugar que te has saltado antes.

Él baja una mano hasta mi sexo y, tocándome con suavidad, pregunta:

—¿Aquí?

Asiento, asiento y vuelvo a asentir.

¡Sin duda es ahí!

Mi respiración se acelera y Dylan, sentándose de nuevo a los pies de la cama, me coge una pierna, la posa sobre uno de sus hombros y comienza a masajeármela.

Estoy excitadísima y noto que sus ojos miran el húmedo centro de mi deseo. Sube las manos hasta casi tocarlo, pero antes de hacerlo desciende haciéndome rabiar. Veo cómo las comisuras de su boca se curvan hacia arriba.

Está disfrutando con mi frustración, hasta que de pronto doy un salto al notar uno de sus dedos en mi interior.

¡Oh, sí… sí!

—La conejita está muy caliente —lo oigo decir.

—Ardo —afirmo.

Subiéndome la otra pierna a sus hombros, Dylan se me acerca y yo suelto un suspiro de satisfacción cuando su pene entra completamente dentro de mí. Encantada, comienzo a moverme, pero él sale y se aprieta contra mi clítoris.

Jadeo.

Mi amor sonríe. Baja mis piernas de sus hombros, me sujeta las clavículas y, apretándomelas con ternura, susurra:

—Caprichosa…

Sé que no se va a resistir a besarme. Lo hace. Le muerdo el labio inferior y así lo retengo junto a mí. Nos miramos a los ojos a escasos centímetros y Dylan me entiende. Sin soltarle el labio, noto cómo sus manos van a mi húmedo sexo y mete un dedo en mi interior.

El jadeo hace que le suelte el labio y él se tumba sobre mí separándome las piernas con las suyas. Me penetra lentamente hasta que estamos como quiero.

Cierro los ojos y me dejo llevar por la lujuria, mientras Dylan entra y sale de mi cuerpo con su habitual dominio.

¡Es un gustazo!

Sus manos recorren mi piel con ansia, se detiene en mis pechos, juega con ellos, los acaricia, me besa y me lame, volviéndome loca.

Nuestras respiraciones son como una composición musical, mientras el hombre que adoro embiste, elevando mi temperatura y provocándome un ardor increíble.

—Me vuelves loco, cariño —dice.

Sonrío y, atrapándolo con las piernas por la cintura, me muevo y, cuando lo veo morderse el labio inferior de esa manera que tanto me gusta, exijo:

—Más.

Con movimientos suaves, me hace suya una y otra vez, y yo me abro para recibirlo y sentirlo totalmente dentro. Como siempre, nuestra parte animal aflora. Él me agarra con fuerza, se hunde en mí profundamente y yo no lo dejo salir, mientras le araño la espalda.

El éxtasis nos embarga. La locura se apodera de nosotros y el orgasmo nos alcanza, rompiendo nuestra armónica respiración y llenando la habitación de placenteros gemidos.

¡Qué maravilla!

Extenuados tras el asalto, permanecemos quietos mientras nuestras bocas se saborean.

—Has desbaratado mis planes de masaje.

—Lo sé —contesto divertida.

Veo a mi lado el bote de aceite, lo cojo y, con Dylan tumbado sobre mí, lo vacío sobre su espalda y murmuro, mientras el líquido resbala por su cuerpo:

—Quiero una noche aceitosa.

A partir de ese momento, las risas, los besos y el sexo caliente y feliz nos embarga y pasamos una gran y divertida noche, en la que el lobo y la conejita se comen mutuamente.