7

Detrás de ti, detrás de mí

Mi familia regresa a España una semana después de la boda y el día en que lo hacen se me rompe el corazón. Una parte muy importante de mí se va y lloro sin poderlo evitar.

Papá llora. Mamá llora. La abuela Nira llora, mientras el resto intenta mantener el tipo y yo sollozo como una cría.

¿Por qué de pronto soy tan sentimental?

Con disimulo, observo a mi abuela Ankie despedirse de su vaquero. Ambos sonríen y, tras darle él un delicado beso en los labios que los deja a todos, excepto a Coral y a mí, sin palabras, Ambrosius nos mira, se toca el sombrero a modo de saludo y se va.

Mi padre mira a su madre en busca de una explicación y mi abuela dice:

—Soy mayor de edad, ¿verdad, hijo?

Mi padre asiente y ella aclara:

—Ambrosius me gusta. Soy viuda, no estoy muerta y no hago daño a nadie porque disfrute de mi sexualidad. ¿O te hago daño a ti?

Mi padre lo piensa, niega con la cabeza y finalmente sonríe. Qué bonachón es mi papi.

Con cariño me despido de todos ellos y, cuando llego a mi abuela Ankie, esta me dice:

—Cuídate y cuida a Dylan. Lo creas o no, él es y será siempre el centro de tu vida. Ah… y si puedes, visita de vez en cuando a Ambrosius. Le encantará saber de ti y a mí me encantará que le eches un ojito a ese bribón.

Eso me hace sonreír. Genio y figura… ¡Esa es la abuela Ankie!

Cuando me despido de mi más que llorosa Coral, Dylan le recuerda que la llamará. Conoce a varios hosteleros que le podrían dar trabajo en algún buen restaurante. Eso me hace feliz. ¡Tener a Coral cerca sería alucinante!

Una vez se marchan, tras decirnos adiós mil veces y lanzarnos millones de besos, Dylan me abraza y, besándome en la frente, murmura:

—Vamos, cariño. Regresemos a casa.

Los días pasan… Dylan se incorpora del todo a su trabajo en el hospital. Añoro a mi familia. No hemos podido viajar a Tenerife por el trabajo de él y en Los Ángeles todo es diferente. Ni mejor ni peor. Sólo diferente.

Las Navidades lejos de España no me parecen Navidades, pero decido disfrutarlas con el hombre al que adoro y que veo que se desvive por hacerme feliz.

Anselmo y la Tata vienen con la pequeña Preciosa desde Puerto Rico y, junto con Tony, celebramos la Nochevieja en casa de Omar y Tifany.

Sin lugar a dudas, esta ha decidido seguir parte de mi consejo y me encanta ver cómo la pequeña Preciosa va tras ella y está contenta a su lado. Tifany me mira sorprendida. ¡Han conectado! Se ha dado cuenta de que la niña no se lo pone difícil; al contrario, le facilita las cosas. Preciosa entrega cariño a raudales y eso, a la superguay de mi cuñada, le llega al corazón. La conmueve y emociona. No me cabe la menor duda de que será una buena madre para la pequeñina.

Omar las contempla con orgullo y yo sonrío. Espero que también él las quiera como se merecen y deje de comportarse como el pichabrava que demuestra ser cada dos por tres.

Anselmo, por su parte, las observa con recelo. Sin duda, sigue en sus trece con mi cuñada. Pero algo ha cambiado en él. Al menos ahora incluye a Tifany cuando habla de Omar y la niña, y eso para él ya es mucho.

Durante la cena, Omar plantea de nuevo traerse a la pequeña a Los Ángeles, pero Anselmo se niega. Se ha tomado muy en serio lo de ejercer de abuelo y sólo permitirá que la niña se vaya de su casa cuando comience el curso escolar, no antes.

Tras mirar a Tifany, Omar asiente y seguimos cenando en paz y armonía.

A finales de enero, un día voy al hospital a buscar a Dylan. Quiero ver dónde trabaja y pasa tantas horas lejos de mí. Al verme aparecer, mi amor sonríe y, encantado, me presenta a todo el mundo. Contenta, saludo a infinidad de personas, aunque la sonrisita se me borra al instante al ver cómo muchas enfermeras me miran de arriba abajo.

Son mujeres como yo y nos entendemos. ¡Vaya si nos entendemos!

Dylan me presenta al superjefe, el doctor Halley. Es un hombre mayor y de pelo blanco, que sonríe mientras me estrecha la mano. Durante un rato, hablamos con él amistosamente, pero algo me dice que él me mira con recelo. Me olvido del asunto y, una vez nos quedamos solos, Dylan me lleva a su despacho.

Este es increíble. Sin duda alguna, el doctor Ferrasa está muy bien considerado en el hospital y me gusta saberlo. Una vez salimos de su despacho, me enseña el centro y, al pasar por oftalmología, comento que me encantaría operarme de la miopía y así olvidarme de las gafas y las lentillas.

Al instante, Dylan entra en la consulta de su amigo, el oftalmólogo Martín Rodríguez, y le comenta el asunto. Rápidamente me hacen un estudio de los ojos y cuando salgo del despacho, ya tengo fecha para operarme una semana después.

Increíble. ¿Por ser la señora Ferrasa todo es así de fácil?

Durante la semana estoy histérica perdida y cuando llega la mañana de la operación no sé dónde meterme de los nervios que tengo. Una vez entramos en el hospital, Dylan se queda conmigo. Me echan unas gotitas en los ojos y, cuando unas enfermeras vienen a buscarme, me besa con cariño y me dice con una sonrisa:

—Te esperaré aquí, cariño. No puedo entrar.

Entro en una sala poco iluminada donde Martín me saluda con su encantadora sonrisa, me tranquiliza y, tras hacerme tumbar en una camilla que parece la nave Enterprise, me sujeta la cabeza y, despierta pero con la zona de los ojos dormida, me opera primero un ojo y después el otro. La intervención no dura ni quince minutos y no duele absolutamente nada.

Cuando el doctor Rodríguez acaba, una enfermera me ayuda a levantarme de la camilla y me acompaña a una sala. Me dice que me quede allí unos minutitos tranquila y que cuando yo me sienta segura ya me puedo ir.

Espero un rato y luego abro un poco los ojos. Me los noto como con arenilla, pero veo. ¡Bien! Ciega no me he quedado.

Permanezco allí sentada un poco más. Quiero encontrarme bien cuando vea a Dylan. De pronto, oigo unas voces de hombre que proceden del despacho de al lado. Reconozco la del jefe de Dylan, el doctor Halley, que pregunta:

—¿Has operado a la mujer del doctor Ferrasa?

—Sí —contesta el doctor Martín Rodríguez, el oftalmólogo.

—¿Y qué tal todo?

—Bien —responde Martín—. Todo normal.

Tras unos segundos de silencio, oigo decir al doctor Halley:

—Espero que Dylan sepa con quién se ha casado. Esa jovencita no es lo que le conviene a un reputado doctor como él. Confiemos en que esa cantante no provoque ningún escándalo.

—¿Cantante? —repite el oftalmólogo—. Dylan no me ha comentado nada.

—Normal —afirma Halley con voz seca—. No creo que esté muy orgulloso de la profesión de ella.

Me tenso. Pero ¿quién es ese idiota para pensar así de mí?

Me levanto del sillón y, abriendo los ojos con cuidado, salgo de la habitación y regreso a donde he dejado antes a Dylan.

—¿Te encuentras bien, cariño? —me pregunta él.

Asiento sin decir nada. Aún estoy asustada, y no sólo por la operación. Me acompaña hasta el coche. Una vez allí, me enseña las recetas que le ha dado el doctor Rodríguez y me explica lo que tendré que hacer hasta la próxima visita. Yo no digo nada de lo que he oído. No quiero preocuparlo.

Cuando llegamos a casa, se empeña en que me meta en la cama. No me resisto, porque estoy agotada. Los nervios apenas me dejaron dormir anoche, pero ahora no puedo parar de dar vueltas a lo que he oído.

¿Tan malo es ser cantante?

¿O lo realmente malo es casarse con un reputado doctor?

Rendida y con dolor de cabeza, finalmente me duermo. Horas después, Dylan me despierta. He de tomarme los medicamentos y me echa unas gotas en los ojos. Tras darme un beso, se va y yo me vuelvo a tumbar en la habitación a oscuras. Me duermo. No quiero pensar.

Así me paso dos días. Dylan no va a trabajar. No se separa de mí y es un enfermero increíble. El mejor. Al tercer día me levanto de la cama y al salir al pasillo alucino de lo bien que veo.

Feliz y contenta, abrazo a mi chico y, encantada con mi nueva perspectiva de la vida, le murmuro al oído:

—Gracias, doctor Ferrasa.

—¿Por qué?

Sonriendo, lo miro a los ojos y digo:

—Por cuidarme como a una reina y por quererme como me quieres.

Los días pasan y mi vida se normaliza. Veo la mar de bien y hasta distingo los carteles de la carretera cuando voy en coche.

El día de San Valentín, Dylan me sorprende con una maravillosa cena para dos en casa. La ha encargado a un conocido restaurante y cuando llego, tras haber estado con Tifany y sus insoportables amigas, me lo encuentro todo preparado y de fondo, música de Maxwell.

¡La noche promete!

Como lo conozco y sé que es el hombre más romántico del mundo, tengo un regalo para él. Le he comprado una camisa de rayitas azules a juego con una corbata con las que va a estar increíble. Pero su regalo me supera.

Me ha comprado un precioso bolso negro de noche de Swarovsky que un día vi en una tienda yendo con él y dentro hay una nota que pone «Vale por un fin de semana en Nueva York».

Me lo como a besos. ¿Cómo puedo tener un marido tan maravilloso?

Dos fines de semana después, nos vamos a Nueva York, ciudad que disfrutamos a tope y adonde nos prometemos regresar.

El 4 de marzo, me despierto y veo que mi amorcete no ha ido a trabajar. Es el día de mi cumpleaños y quiere pasarlo conmigo. Emocionada por tenerlo un día entero para mí, lo disfruto al máximo mientras él me colma de regalos y caprichos.

Mi familia y la de Dylan llaman para felicitarme y yo sonrío al ver los regalos que mi marido tenía escondidos y que me da de parte de ellos.

Tras hacer el amor con tranquilidad, nos vamos a la playa, donde paseamos y luego comemos en un bonito restaurante. Por la noche lo celebramos con los amigos de Dylan, que ya son mis amigos. A la fiesta vienen también Omar y Tifany, y mi cuñadísima me regala una preciosa pulsera de Cartier. Un rato después aparece Martín Rodríguez, el oftalmólogo que me operó y al que no cabe duda de que le caigo bien. Sólo hay que ver cómo me mira.

Encantada con mi fiesta, bailo, canto y lo paso genial.

En un momento dado, mientras Dylan habla con unos amigos, yo me acerco al oftalmólogo y le digo:

—¿Puedo comentarte una cosa?

—Claro, Yanira —asiente Martín.

—Pero tienes que prometerme que no le dirás nada a Dylan.

Sorprendido, me mira y contesta:

—Me estás preocupando. ¿Qué ocurre?

Acercándome un poco más, para que nadie pueda oírme, le digo:

—El día de mi operación, oí lo que el doctor Halley te dijo sobre mí.

Él asiente. Sabe de lo que hablo y pregunto:

—¿El problema es que sea joven o cantante?

Martín sonríe y niega con la cabeza.

—El problema es que Halley querría que Dylan estuviera las veinticuatro horas del día en el hospital. Y en cuanto a lo de armar escándalo, es porque hace años él se casó con una actriz. Tres años después se separó y el hospital estuvo lleno de periodistas molestando día y noche. Halley no lo llevó bien, eso es todo. No le des más vueltas.

—Eh… Rodríguez, ¿ligando con mi mujer? —pregunta Dylan, acercándose.

Divertida, miro a mi chico, que, tras brindar con su amigo con la cerveza que tiene en la mano, añade:

—Lo siento, colega, pero yo la vi antes.

Entre risas y besos me olvido de la conversación y vuelvo a disfrutar de la fiesta y de los regalos. Pero según pasan las horas sólo ansío uno que mide metro ochenta y siete, es moreno y se llama Dylan Ferrasa. Él es mi mejor y mayor regalo.

Al llegar a casa, Dylan teclea en el panel y desconecta la alarma. Una vez dejo todos los paquetes sobre la mesa del comedor, me coge por la cintura y murmura:

—Tengo un último regalo para ti.

Su gesto provocador me hace sonreír, y poniéndose rápidamente un bigote de mentira, me mira y dice con acento francés:

—Adivina quién soy esta noche.

Suelto una carcajada. Qué gracioso está con bigote.

Nos besamos y su mirada me indica que está caliente, muy caliente, y que vamos a jugar. Instantes después, me coge la mano y me la besa con galantería diciendo con el mismo acento francés:

—Encantado de conocerla, señorita…

Rápidamente pienso «¡Soy francesa!» y respondo:

—Claire. Claire Lemoine.

Dylan me besa la mano y dice:

—Encantado, señorita Lemoine. Yo me llamo Jean-Paul Dupont.

Me entra la risa. Mi marido no deja de sorprenderme. Entonces, se encamina al mueble bar y me pregunta:

—¿Qué desea tomar?

—Un whisky solo.

Boquiabierto por mi petición, va a decir algo cuando añado:

—Sólo un dedito.

Prepara las bebidas y a continuación se dirige a una estantería donde tiene su colección de música. No puede negar que le gusta y, poco después, cuando unos primeros compases suenan por los altavoces, me mira y pregunta:

—¿Le gusta la música, señorita Lemoine?

Hago un gesto de asentimiento con la cabeza y respondo:

—Un poco.

Mi moreno sonríe y yo le devuelvo la sonrisa. Cuando jugamos a «Adivina quién soy esta noche», nunca pone a Maxwell. La música de este es para cuando somos Yanira y Dylan.

—¿Qué ha puesto? —pregunto.

Acercándose a mí con una sensualidad que me seca la boca, dice:

—The Pasadenas. Un grupo inglés muy identificado con el sonido Motown de los años sesenta. Mezclaban el funky con el rhytm & blues y el pop. Eran muy buenos. —Y deteniéndose frente a mí, pregunta—: ¿Y qué hace una joven como usted, sola en este lugar?

Cojo el vaso que me tiende y, tras beber un trago que me sabe a rayos, respondo:

—Estoy de viaje y he decidido salir a tomar una copa.

—¿Sola? —insiste.

Loca porque me toque y me bese, me acerco un poco más a él y murmuro:

—Sola no, estoy con usted.

Dylan sonríe. Sabe que he entrado en el juego y, tras beber un sorbo de su bebida, dice:

—¿Sabe, señorita? A mí me gusta ver y admirar cosas bonitas.

—Vaya…

Mi amor asiente y repite:

—Sí, vaya…

Durante un rato nos miramos sin decir nada. Ambos estamos deseosos de dar el siguiente paso.

—Señorita Lemoine, ¿quiere bailar conmigo?

—Por supuesto, señor Dupont. Pero llámeme Claire. Es más íntimo.

Me entrego a sus brazos y, cuando acerca su cuerpo al mío, pregunto al oír cómo comienza otra canción:

—¿Esta canción también es de The Pasadenas? —Dylan asiente y yo digo—: ¿Y cómo se llama?

Enchanted Lady.

Bailamos. Disfruto de la maravillosa música y de la sensualidad con que se mueve mi amor. Noto cómo su peligrosa boca pasea por mi oreja y el vello se me pone de punta cuando murmura:

—Baila muy bien, señorita Claire.

—Usted tampoco lo hace mal, señor Dupont.

—Llámeme Jean-Paul. Es más íntimo.

Madre mía… madre mía… ¡Cómo me está poniendo el jueguecito!

Me dejo llevar.

—Me está excitando nuestra cercanía, ¿a usted también? —dice.

Asiento. No puedo ni hablar; posa las manos en mi trasero y cuchichea:

—Al fondo del local hay un hombre que no le quita ojo. Sin duda le atrae tanto como a mí. —Sus manos comienzan a subirme el vestido y cuando las introduce debajo, musita—: ¿Le importa que la toque mientras él nos mira?

Niego con la cabeza. Estoy tan excitada que no me importa nada. Mientras seguimos bailando al compás de la sensual canción, noto sus grandes y calientes manos en mi trasero. Me lo estruja y yo gimo con descaro.

Dios, ¡qué morbo!

Dylan sonríe y, pasando un dedo por el borde inferior de mi tanga, prosigue:

—Tiene una piel sedosa, Claire, y me enloquece el olor de su cabello.

No digo nada. Sigo sin poder hacerlo. Si le digo lo que a mí me enloquece, se acabará el juego allí mismo, por lo que sigo bailando en silencio. Dejo que sus ávidas manos se adentren cada vez más bajo mi tanga. Mete un dedo en mi vagina y lo mueve con delicadeza. Me masturba mientras me habla en francés al oído. No comprendo lo que dice. Sólo entiendo su seguridad, su erotismo y su pasión para llevarme a la cumbre más alta del placer, mientras lo oigo susurrar:

Je t’aimeJe t’aime

¡Eso sí lo entiendo!

Cuando creo que voy a explotar de amor, de felicidad y de gusto, Dylan retira el dedo de mí y, sin decir nada, me empieza a desabrochar los botones del vestido. Lo miro y su boca va derecha a la mía, pero no me besa. Pasea los labios por los míos y, cuando no puedo más, la tentación me hace morderle el labio inferior. No lo suelto mientras él sigue desabrochándome los botones.

Cuando mi vestido cae al suelo y me quedo sólo con el sujetador y el tanga, le suelto el labio y él dice:

Tigresse passionnée.

Creo que me ha llamado «tigresa apasionada». ¡Qué monoooooo!

Miro su bigote y me río al ver que se le despega de un lado. Se lo pego de nuevo. Parece que se va a reír él también, pero entonces sus manos van al cierre delantero de mi sujetador, lo suelta y, cuando mis pechos quedan descubiertos ante él, exclama:

Oh là là…! Précieux!

Ambos sonreímos y, tras chuparme los pezones hasta ponérmelos duros, mientras yo jadeo como una loca, baja la boca hasta mi ombligo y me lo besa. Sus manos rodean mi cintura y me llena de besos calientes e íntimos. Yo jadeo y, cuando su boca se desliza más abajo, hacia mi tanga, depositando dulces besos sobre la tela, lo oigo decir:

Souhaitable.

No sé qué ha dicho. No sé francés, pero me importa tres pepinos. No quiero que pare. Quiero que continúe. Tiemblo ante sus caricias y entonces, levantándose, susurra cerca de mi boca, mientras noto que se desabrocha el pantalón:

—Claire, date la vuelta, separa las piernas y sujétate al sillón que tienes detrás. Voy a follarte como nadie lo ha hecho nunca.

¡Guau, qué morbo!

Hago lo que me pide. En cuanto separo las piernas, me posa una mano en la zona de los riñones y aprieta hacia abajo, mientras, sin hablar, acerca la punta de su pene a mi húmeda vagina y de un solo empellón me penetra.

Ambos gritamos ante la ruda intromisión. Oh, Dios, qué calientes estamos. Mi amor rota las caderas para entrar más y más en mí y siento cómo mi cuerpo lo acepta gustoso.

Agarrándome del pelo, me hace echar la cabeza hacia atrás con suavidad y me murmura al oído:

—Así, Claire… muy bien. Arquéate para que pueda entrar más en ti. Te gusta… te gusta así.

Como puedo, respondo:

Oui

Mon amour —sisea él entre dientes—. Un poco más. Permíteme entrar un poco más. Así… así… Ahhhh…

El alcance de su penetración hace que ambos temblemos. Sin duda alguna, Jean-Paul quiere dejarme huella.

—Toda… así… toda —gime.

—Dylan…

Un azote me hace regresar a la realidad. Se para y dice:

—Soy Jean-Paul. Dylan no tiene cabida en este juego. ¿Entendido?

Asiento. Se me ha ido la pinza. Para que todo funcione, no he de salirme del juego.

Vuelve al ataque. Arremete contra mí como un loco y lo oigo gemir, mientras noto que su pene llega hasta el final de mi vagina y yo me arqueo para darle toda la profundidad posible.

—Eso es… Eso es…

—Mmmm —jadeo.

—Así, Claire… Muy bien, pequeña… Déjame que te folle.

Mi gemido y mis suplicas lo avivan. Sabe que disfruto con lo que me hace y no duda en repetirlo. Una y otra vez se hunde en mí sin piedad, dispuesto a arrancarme cientos de gritos de lujuria, hasta que pasa una mano por mi vientre y, bajándola hasta mi sexo, lo abre, lo toca y murmura con voz apasionada, mientras su dedo me acaricia el clítoris:

—He invitado al hombre que nos miraba a unirse a nuestro juego. ¿Te parece bien?

Oui —contesto excitada.

Esto me pone cardíaca y Dylan lo nota, porque murmura en mi oreja:

—Ahora seremos tres. Ábrete más de piernas… más. —Me obliga a hacerlo—. Deja que él te chupe. ¿Lo notas? ¿Notas cómo te succiona el clítoris con la boca, mientras yo te follo y te hago mía?

No puedo responder. El placer, el morbo, la lujuria del momento me invaden mientras farfulla en francés:

Je ravis de vous avoir. Vous êtes délicieuse.

Prosigue su asedio como un loco, mientras yo grito y jadeo de placer, exigiéndole que no pare y que me folle más fuerte.

Mi último regalo está siendo especial, increíble y no quiero que acabe nunca.

Esa noche, Jean-Paul y un invitado le hacen el amor a Claire en varias ocasiones y cuando ellos dos se van, mi amor y yo nos metemos en la cama, felices y satisfechos tras nuestro morboso juego.