Yo no me doy por vencido
La gira latinoamericana dará comienzo en breve y los ensayos son más intensos. Queremos sorprender a nuestro público y nos esforzamos en que el espectáculo sea magnífico. Y aunque en la discográfica protestan, omito la canción How Am I Supposed to Live Without You. Para mí tiene demasiado significado y me niego a cantarla.
Bastante tengo con cantarla en casa, como para hacerlo también en público y demostrarles a mis miles de seguidores lo desesperada que estoy. No. ¡Definitivamente suprimida!
La noche antes de comenzar la gira salgo con unos amigos y Valeria. Vamos a cenar y a celebrar el cumpleaños de Justin, un modelo que me tira los tejos, y luego tomaremos algo en un bar al que ya he ido en otras ocasiones con mi exmarido. Cuando estamos cenando, de pronto el mundo se detiene. Acaba de entrar Dylan acompañado de una mujer.
Pero vamos a ver, ¿cómo sabe siempre dónde estoy?
Valeria, que lo ve, me agarra la mano por debajo de la mesa y murmura con disimulo:
—Tranquila, cielo. Él no te ha visto.
Asiento. Él no, pero yo sí. Desde donde estoy, observo sus manos, esas hermosas manos que me volvían loca cuando me tocaban, y ya no puedo comer.
¡Qué calentón me estoy dando con sólo pensar!
Mis acompañantes no se dan cuenta de lo que me ocurre, excepto Valeria. Yo intento disimular, sonrío y me integro en la conversación, pero, en realidad, ni sé de qué hablan. Sólo puedo mirar la espalda de Dylan y ver las sonrisas de la idiota que está sentada frente a él.
¡Le arrancaría toda la dentadura!
Cuando terminamos la cena, me excuso y voy al servicio con Valeria. Una vez allí, me echo agua en el cuello mientras ella me da aire.
—Respira, que me estás asustando.
Vuelvo a echarme agua en el cuello.
—Qué mala suerte tengo, ¡joder!
—¿Por qué?
Más que convencida de que Valeria entiende por qué lo digo, contesto impaciente:
—Porque cuanto más hago por no verlo, más me lo encuentro. Pero si ya he cambiado de número de teléfono cuatro veces. ¡Joder, ¿qué más tengo que hacer?!
La pobre no sabe qué decir y, cogiéndome las manos, susurra:
—Tranquila.
Asiento. Por supuesto que asiento.
Pero cuando salimos del servicio, me quiero morir al ver a nuestro grupo hablando con Dylan y musito horrorizada:
—No… no… no… qué mala suerte.
—Pues sí, cielo para qué te lo voy a negar —afirma Valeria.
Plan A: salgo por la puerta de atrás.
Plan B: me meto en el baño hasta que cierren el local.
Plan C: me uno al grupo como si nada.
Elijo el plan H: salgo por la ventana del baño.
Junto a una incrédula Valeria, que no para de protestar, salimos como dos ratas por ese ventanuco desollándonos las rodillas. Una vez en la calle, nos echamos a reír. Desde luego, me estoy volviendo tarumba.
¡Si me ve algún periodista, flipa!
Una vez fuera y recompuestas, vamos a la entrada del restaurante para esperar a los demás. Cuando salen nos miran sin dar crédito. ¿Por dónde hemos salido?
Feliz por haber escapado de Dylan y furiosa por haberlo dejado allí con aquella mujer, camino con el resto del grupo, mientras me comentan que lo han visto. Yo me hago la sueca, aunque soy española, y respondo con calidez:
—¿Ah… sí? Pues yo no lo he visto. Si no, lo habría saludado.
Justin, el cumpleañero, agarrándome por la cintura dice:
—Me alegra saber que te llevas tan bien con tu exmarido.
—Somos adultos y civilizados —respondo.
En ese instante, suena mi móvil. Mensaje. Dylan.
Dile al gilipollas ese que te suelte.
Joder, acabo de decir que somos civilizados. Me deshago instintivamente de la mano de Justin y miro a ambos lados, pero no hay nadie. Apago el móvil. ¿Cómo ha conseguido mi número nuevo? ¿Acaso me ha puesto un microchip?
Justin, que no se ha percatado de nada, sigue con la conversación:
—Yo con mi exmujer me llevo a matar. Tienes suerte de estar tan bien con él. A mí me encantaría algo así, pero ella no quiere. Por cierto, los he invitado a él y a su acompañante a la fiesta. Quizá luego se acerquen un ratito.
Valeria me mira y yo resoplo. Joderrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr…
—¡Qué cuqui! —suelta ella.
Al llegar al local donde se celebra la fiesta de Justin, todos tenemos ganas de pasarlo bien. Yo la primera. Una orquesta ameniza el evento y, dispuesta a olvidar todo lo que me está pasando, bebo y me dejo llevar por la música.
Pero un rato después, cuando estoy bailando un merengue con uno de los chicos, Valeria, que está con otro cerca de mí, me dice con disimulo:
—Lo siento, reina, el Ferrasa ha llegado con su acompañante.
¡Chupi! ¡Ya estamos todos!
Dios mío, ¡quiero salir corriendo de allí!
¿El baño tendrá ventanuco?
Mi amiga, que parece que me ha leído el pensamiento, levanta un dedo y sisea:
—¡Ni se te ocurra otra vez!
No quiero mirar, me niego. Pero la morbosa que hay en mí al final lo hace y veo llegar a Dylan a la barra de la mano de aquella mujer, mientras saluda a varios de los presentes.
Cuando la canción acaba, con otro amigo bailo un perreíto, el baile más calentito que hay y que es lo que yo necesito para desfogarme. ¿O no? Cuando la música termina, mientras me dirijo hacia mi mesa, mis ojos se encuentran con los de Dylan. Me saluda con un movimiento de cabeza y yo hago lo mismo.
Uf… qué calor, por Dios. Y eso que sólo nos hemos saludado.
A partir de ese instante, mi paz interior, exterior y mundial se acaba. Cada vez que lo miro está observándome y eso me pone cardíaca. Sé lo que hace, lo conozco, intenta ponerme nerviosa para provocarme y que me acerque a él. Pero no lo va a conseguir. ¡No me acerco a él ni loca!
Una hora después, veo que la plasta de su acompañante coge su bolso y casi aplaudo de alegría. ¡Se van!
Pasan por mi lado sin despedirse, y yo los sigo con la mirada clavada en su espalda hasta que salen del local.
—Ea, reina… ahora a disfrutar —dice Valeria saliendo a bailar.
Asiento. Sin duda ahora sí voy a disfrutar de la fiesta. Pero cuando Dylan desaparece de mi vista, cierro los ojos y siento ganas de llorar. No hay quien me entienda. Me siento incómoda cuando me mira, pero cuando se va la desolación me consume.
Más liberada por no tenerlo cerca, por fin me puedo apartar del grupo y voy hasta la barra para pedir un dry martini.
Mientras me lo preparan, me estoy tocando mi dedo sin alianza, cuando oigo a mi espalda:
—¿Bebes lo mismo que una tal señorita Mao a la que conocí una vez?
Se me hiela la sangre. ¿Dylan está aquí?
Me doy la vuelta y lo veo detrás de mí, más cerca de lo que yo esperaba. No se mueve y yo tampoco y, cuando el camarero deja mi bebida sobre la barra, le doy la espalda.
¿Por qué ha vuelto?
¿Por qué no ceja si me ve incómoda?
¿Por qué me tiene que recordar lo de la señorita Mao? ¿Por qué?
Dos segundos después, ya está a mi derecha. Lo miro con el rabillo del ojo mientras bebo y veo que me observa.
Su olor…
Su cercanía…
—¿Por qué has apagado el teléfono?
—A ti te lo voy a decir —me mofo.
Veo que cabecea. Llama al camarero y pide una botella de agua sin gas. De esas de diseño que tanto le gustan. Observo la etiqueta. No la conozco. Dylan se la sirve en el vaso y dice:
—¿Sabes?, el agua aclara las ideas y te hace ver las cosas con mayor nitidez. Si quieres, puedo pedir otro vaso para ti, aunque ya sabes, con agua no se brinda o atraeremos a la mala suerte.
Sorprendida porque recuerde eso, lo miro mientras dejo mi dry martini.
—¿Quieres un poco de agua?
Lo que quiero es beberla de su boca, pienso, mientras le miro los labios, pero niego con la cabeza.
Sonríe, bebe y, cuando deja el vaso, dice:
—Enhorabuena. Me enteré de que estás nominada a los American Music Awards.
Asiento, e intentando reponerme del calentón global que estoy sufriendo por tenerlo tan cerca, respondo al ver que Valeria me hace señas con la mano para que me aleje de él:
—Gracias. Estoy muy contenta.
—Es para estarlo.
Vuelvo a asentir y de pronto me percato de que lleva colgada al cuello la llave que yo le devolví. La llave de su corazón. La miro y leo «Para siempre». Siento necesidad de tocarla, pero no muevo un dedo.
Por el amor de Dios, ¡parezco tonta!
En silencio, vuelvo a coger mi dry martini mientras él me sigue observando.
Joder… joder… joder… ¡que me da!
Dylan me coge un mechón de pelo y lo acaricia. Se recrea en él. El corazón se me desboca y lo oigo decir:
—Siempre me gustó tu pelo.
Oh, Dios… ¡Oh, Dios! Estoy perdida. Totalmente perdida. El huracán boricua viene directo hacia mí y si sigue así me va a destrozar.
Acerca la boca a mi hombro desnudo y, sin tocarlo, murmura mientras yo noto su aliento:
—También, siempre me gustó tu piel.
Bueno… bueno… bueno… ¡que me infarto!
Estoy nerviosísima y para cortar ese momento tonto, pregunto, retirándome:
—¿Tu acompañante no tarda mucho? —Y al ver cómo me mira, añado—: Lo digo por si la pobre se ha quedado encerrada en el baño y está pidiendo auxilio para salir.
Dylan sonríe y, con voz íntima, susurra:
—O quizá se haya marchado por la ventana del baño.
Increíble. ¿Cómo lo sabe? Pero antes de que yo responda, dice:
—Ariadne sólo es una amiga que me ha acompañado para acercarme a ti. Ahora he vuelto solo, a buscarte.
Wepaaaaaa, ¡un momento! ¿A buscarme?
Definitivamente, me va a dar algo. De pronto, hace ese gesto que siempre me vuelve loca: se muerde el labio inferior y me mira con intensidad. ¡Será cabrito! Lo miro extasiada. Lo contemplo, lo disfruto. Mi jodida mente calenturienta recuerda las veces en que se ha mordido el labio mientras me hacía el amor.
¡Qué calor!
Finalmente, consigo salir de mi burbujita rosa y, acalorada, oigo que dice:
—Recibí tu envío.
—¿Qué envío?
Tocándose la llave que lleva al cuello y que yo ya he visto, susurra:
—Sólo tú tienes el acceso a mi corazón. ¿Por qué me devolviste la llave?
Mis ojos recorren su piel tostada con deleite y respondo:
—Es tuya. Tu madre te…
Me pone un dedo en los labios para acallarme.
—Tú eres la única propietaria de mi corazón y lo sabes, conejita.
Buenooo, ¡al final la liamos!
Tiemblo. Me siento como Caperucita Roja al ver al lobo dispuesto a comerme.
Tengo que ser fuerte. Tengo que resistirme a sus encantos. He de hacerlo por los dos.
«¡Vamos, Yanira, que tú puedes!», me animo.
Aunque él sea un Ferrasa, yo soy una Van Der Vall. ¡Con un par!
La música del local cambia y se vuelve íntima. ¡Joder! La voz de Luis Miguel comienza a sonar por los altavoces y yo maldigo mientras oigo:
Tengo todo excepto a ti y el sabor de tu piel.
Bella como el sol de abril…
Mi expresión es de agobio total. Ay, Luis Miguel, con lo que te quiero, ¡no me hagas esto! No, por Dios, ¡esta canción ahora nooooooooo!
—¿Bailas? —pregunta Dylan, tendiéndome la mano.
Niego con la cabeza. No. ¡Ni loca voy a abrazarme a él con esta canción!
Él, que me conoce como nadie en el mundo, se acerca y murmura, mirándome a los ojos:
—Como dice la canción, tengo todo excepto a ti.
No respondo, no puedo. Al final noto que me va a dar un bajón de tensión aquí mismo. ¡Uno gordo gordo!
Sin dejar que me recupere de su ataque, observo que retira algo de mi cara. Al enseñarme la pestaña que tiene entre los dedos, sonrío sin querer. Es algo tan nuestro, tan íntimo, que me quiero morir cuando susurra:
—Pide un deseo y sopla.
Lo hago.
Sin duda, el deseo ya lo tengo delante y, cuando la pestaña desaparece, Dylan murmura:
—Espero que se te cumpla.
De pronto, me da un dulce beso en los labios como siempre hacía. Parpadeo ojiplática.
¿Me acaba de besar?
Y antes de que yo pueda protestar, pide:
—Arráncame una pestaña. Yo también quiero pedir un deseo.
Suelto una carcajada. La conversación, desde luego, es de besugos. Por el amor de Dios, ¿es que Dylan no va a parar?
Sin dejar de mirarme, pregunta:
—¿Te han salido muchos pretendientes tras la entrevista?
Bueno… bueno… bueno.
—Vi cómo Angelina animaba a los hombres a cortejarte —prosigue.
No respondo. Me niego. ¿A qué viene esa preguntita?
—Espero que ninguno se propase, o tendré que partirle la cara —añade.
Asombrada, lo miro y siseo:
—Tú te vas a estar quietecito.
Dylan chasquea la lengua.
—Lo siento, cariño, pero si tocan lo que es mío, lo van a lamentar.
¡¿Y ahora «cariño»?!
Ese sentimiento de posesión me excita. ¡Joder, qué imbécil soy! Y añade para rematar:
—Me pone enfermo pensar que alguno, por mi idiotez, pueda disfrutar del sabor de tu piel y de tu boca.
—Mira, Dylan —lo corto, excitada y cabreada a partes iguales—, lo que yo haga o deje de hacer con otros no…
Me besa, ¡y vaya besazo!, mientras Luis Miguel sigue cantando.
Su beso me deja sin fuerzas. Introduce la lengua en mi boca para desarmarme como sólo él sabe hacerlo y, cuando se separa de mí, susurra:
—Dime que mi beso no te ha gustado. —No digo ni pío y él insiste—: Dime que no sientes por mí lo que yo siento por ti, cariño.
Con la respiración entrecortada, no contesto y miro para otro lado para reponerme.
Joder… joder… joder…
Plan A: lo requetebeso.
Plan B: lo requetemato.
Plan… Plan… Plan… ¡No logro decidirme por ninguno!
Atraída como por un imán, siento que mi cuerpo se muere de ganas de acercarse al suyo, pero me resisto. Intento reprimir el deseo que siento por él, cuando dice:
—No puedo vivir sin ti, caprichosa.
—Dylan, no —replico enfadada.
—Sí, cariño… sé que aún me quieres. Me lo dicen tus ojos, tus besos y tu piel. Me acerco a ti y tus pupilas se dilatan tanto como las mías. Cometí el error más grande de mi vida el día que me empeciné en olvidarte, y me equivoqué. Pero estoy dispuesto a recuperarte como sea… Como sea —repite.
Bloqueada, alucinada, flipada por estar oyendo eso que tanto necesitaba oír cuando me daba cabezazos contra el sofá de los abrazos, susurro:
—La respuesta es no.
—Conseguiré que sea un sí —contesta él.
Resoplo, me irrito, pataleo por dentro y, cuando logro calmarme, digo:
—¿Sabes qué, Dylan?
—Dime, cariño.
—¡No me llames «cariño»!
El muy cabrito, sonríe y responde:
—De acuerdo, cariño.
Lo mato. Juro que lo mato. Lo que no sé es si a besos o a guantazos.
Si alguien sabe enamorarme y cabrearme ese es Dylan Ferrasa.
Suelto mosqueada:
—No vas a conseguir un sí, porque no quiero amargarte la vida otra vez. No soy buena para…
Su boca cubre la mía, silenciándome. Me pega a su cuerpo y me besa con locura, con pasión, con deseo. Su cuerpo y el mío se acoplan a la perfección e, incapaz de apartarme, de resistirme al huracán Dylan, me dejo besar y lo disfruto. Cuando segundos después separa la boca de la mía, murmura a escasos milímetros:
—Eres lo mejor de mi vida.
—No… No…
—Me equivoqué, cariño.
Ahora soy yo la que se lanza como un tsunami a su boca. Sólo quiero besarlo y que me bese. El resto en ese instante me da igual. Su actitud posesiva y cómo me agarra me recargan las pilas como hace tiempo nada me las recargaba, cuando oigo que dice:
—Cásate conmigo.
Dios mío… Dios mío… Anselmo tenía razón.
¿Dylan quiere volver a incumplir su norma?
Me revuelvo para soltarme entre sus brazos. Esto no puede estar pasando. No puedo ser tan facilona de nuevo con él. Me niego. Pero me vuelve a besar y me vuelve a vencer. Ante su asedio devastador estoy totalmente perdida. Soy facilona… soy tan facilona como quiera.
Mi respiración se acelera. La suya ya es como una locomotora, y siento que me coge en brazos, me lleva hasta la parte trasera del bar, cierra la puerta con la llave, que está puesta, y repite:
—Cásate conmigo.
Cuando voy a protestar, me aprieta contra su cuerpo y me besa.
¡Cuánto he llegado a añorar sus besos. Su masculinidad. Su todo…!
Acabado el beso, pasea la boca por mi rostro mientras murmura, volviéndome loca:
—Te deseo. Te deseo con todo mi ser.
Con el vello de punta y sintiendo lo mismo que él, dejo que me siente sobre una mesita.
—La primera vez que te hice mía fue en un almacén, ¿lo recuerdas? —murmura.
Asiento y ya tengo claro que esta última vez también será en un almacén.
Segundos después, mi vestido cae al suelo junto a su camisa, sus pantalones y nuestra ropa interior. Cuando estamos desnudos, soy capaz de musitar:
—¿Qué estás haciendo, Dylan?
—Lo que tendría que haber hecho hace tiempo —responde, mirándome con amor.
Los pezones se me endurecen ante su respuesta. Lujurioso, me los toca, los estruja, los acaricia, mientras yo no puedo dejar de mirar su duro y tentador pene, que ya deseo dentro de mí. Sin hablar, me abre las piernas, introduce un dedo en mi interior y, cuando ve mi gesto de aprobación, lo empieza a mover mientras se muerde el labio inferior.
Dios… ¡cómo me pone eso!
Excitada y olvidándome de todos mis reproches, agarro su pene y lo estrujo en la mano. Oh, Dios… su tacto…
—Si continúas así —tiembla—, dejaré lo que estoy haciendo para poseerte con urgencia.
Sonrío, eso es lo que quiero.
Cuando su dedo sale de mí y me toca el clítoris, siento una enorme descarga eléctrica y suelto un jadeo gozoso, de deseo, de anhelo y lujuria. Y entregándome al hombre que me hace perder la razón, murmuro:
—Poséeme como quieras, pero hazlo.
Dylan asiente, mientras su dedo continúa excitándome el clítoris para darme más placer. Me conoce. Sabe lo que me gusta y, cuando lo aprieta y yo vuelvo a jadear, susurra contra mi boca:
—Cásate conmigo, caprichosa.
—No —consigo responder.
—Eres mía. —Su tono posesivo y sus palabras me llegan al alma, pero niego con la cabeza.
Un bufido de frustración sale de su garganta, mientras cubre mi boca con la suya y su dedo sigue en mi clítoris.
Me muevo, tiemblo, me derrito en sus manos y cuando me tiene totalmente bajo su voluntad, se agacha. Besa mi sexo, lo muerde y, acto seguido, su lengua roza el botón que ha preparado y el placer me estremece y hace que me empape aún más.
—Oh, sí… no pares —susurro en voz baja.
Gozosos espasmos recorren mi cuerpo ante lo que Dylan me hace. Su boca y su dedo exploran mi interior y yo aprieto mi sexo contra su boca entregándome a él.
Enajenada por el momento, me tumbo sobre la mesa y, arqueando la espalda, le dejo ver lo mucho que disfruto, mientras lo siento temblar y sé lo mucho que él disfruta de mí.
Cuando aparta la boca, me coge con cuidado del cuello y, tras un beso con sabor a sexo, me vuelve a sentar. Pasa las manos por debajo de mis rodillas para abrirme a él. Coloca la punta de su erecto pene en mi más que húmeda vagina y, tirando de mí, me arrastra hacia él hasta hundirse totalmente en mi interior.
—Ahhhh… —gimo.
Mi voz…
Mi gemido…
Mi cuerpo…
La unión de todo esto veo que lo enloquece y, asiéndome con más fuerza aún, se vuelve a hundir otra vez en mí.
—¿Te gusta esto, caprichosa?
—Sí —jadeo, con el corazón acelerado.
—Y esto también, ¿verdad?
Me vuelve a penetrar con otra potente embestida que me nubla la mente.
—Sí.
—¿Y esto?
Un grito de placer sale de mi boca, mientras siento que la piel me arde y él murmura:
—No voy a permitir que ningún hombre te posea como te poseo yo. Cásate conmigo.
—No… No…
Apretando con las caderas entre mis piernas, insiste:
—Cásate conmigo.
Grito. Mi vagina lo succiona. Ella parece decir que sí y lo veo sonreír. Posa las manos en mi trasero, me aprieta contra él y no me deja que me separe. Su pene está totalmente en mi interior y, mientras yo jadeo por estas sensaciones que tanto necesitaba, él murmura sobre mi boca, temblando:
—Eres mía y yo soy tuyo. Lo notas, ¿verdad?
Me tiembla la barbilla mientras echo la cabeza hacia atrás a punto del desmayo, cuando Dylan afloja. Pero después de eso, me penetra sin parar una y otra vez. Se adentra en mí con una mezcla de locura y posesión y dice:
—No hay nada más hermoso que tú.
Nos miramos a los ojos. Con mimo, le rodeo la cintura con las piernas y, con los dedos en su pelo, reclamo su boca. Me la da, me la entrega y yo la devoro mientras me levanta de la mesa y sigue.
Sin soltarme y con una posesión irreverente, me hace suya una y otra vez, mientras yo me abro para él y disfruto de nuestro morboso juego. Su fuerza redobla la mía y, avivada por la llama de la pasión como llevaba tiempo sin sentir, susurro:
—Apriétame.
Dylan me entiende. Siempre nos hemos entendido en materia de sexo; agarra mis hombros, adelanta las caderas y se aprieta contra mí con fuerza, mientras estallamos de placer.
Somos dos animales en celo en nuestros encuentros y, sin duda, este está siendo glorioso. En la relación sexual para nosotros no existen límites, ni tiempo, ni nada. Sólo disfrutamos sin fronteras, ni tabúes.
Vuelve a apretarse contra mí y gimo gozosa, mientras noto cómo mi cuerpo lo absorbe y se contrae para él. Segundos después, nuestros gritos y el sonido de nuestros cuerpos al chocar nos llevan al límite del placer.
Se nos oye jadear en la minúscula estancia, mientras los dos, desnudos, nos abrazamos e intentamos respirar. Nos miramos. No hablamos. Sólo nos miramos y cuando me deja en el suelo, nos vestimos todavía sin decir nada.
—Cásate conmigo —insiste él luego, y yo tiemblo.
—Noooo.
—Dime que sí.
—Pero ¿tú estás loco?
—Estaría loco si no te lo pidiera. Te acabo de hacer el amor. Te acabo de demostrar cuánto nos deseamos, nos necesitamos, nos queremos. Estamos hechos el uno para el otro, ¿no lo ves? Cariño, me faltas tú. Te necesito. ¿Qué mas necesitas para decir que sí?
Dios, ¿por qué vuelve a ser tan romántico conmigo?
Pero dispuesta a no ceder a pesar de lo que acaba de pasar entre nosotros, respondo:
—No te quiero, Dylan. Ya no.
—Mientes. Me quieres con toda tu alma. Lo sé.
—Serás creído… —contesto.
Él sonríe y, acercándose a mí, murmura:
—Te conozco y sé cuándo mientes, y ahora lo estás haciendo, cariño.
Niego con la cabeza. Intento apartarme, pero no me lo permite.
—Dylan. No… no soy buena para ti.
Con una media sonrisa que desarmaría a cualquiera, asegura:
—Lo correcto sería decir que tú eres demasiado buena para mí y que fui el hombre más idiota del mundo al presionarte para que nos divorciáramos.
Me derritoooooooooooo.
Pero no podemos volver a destrozarnos la vida, así que le doy un empujón y lo aparto.
—No, Dylan… otra vez no.
Le doy vuelta a la llave, abro la puerta y salgo igual que un toro a la plaza. Con mirada desesperada busco a Valeria, que, al verme, corre a mi lado. Sin que yo se lo cuente sabe lo que ha pasado. Sólo hay que ver mis pelos y mi cara.
Dylan nos persigue y, cuando salimos del local, sin importarle que Valeria esté delante, dice:
—No voy a desistir hasta que digas que sí.
En el coche de Valeria, esta lo pone ante mí a caer de un burro. Yo me callo. No quiero decir nada. Al final, ella desiste.
Es lo mejor.