Sueños rotos
La noticia de nuestra separación cae sobre todos como un jarro de agua fría. Mi familia no lo entiende, la suya tampoco y mis amigas no dan crédito a lo que ocurre.
¿Cómo se lo he podido ocultar?
La prensa es otro cantar. En algunos medios hablan de que nos separamos por mis continuos escarceos amorosos con otros hombres y en otras sacan fotos de archivo de Dylan con distintas actrices.
Por decir, se dice de todo. Pero todo es mentira. Yo lo sé y espero que él lo sepa también.
Los periodistas se instalan a las puertas de mi casa y no se mueven, pero lo que más me agobia es cuando me cuentan que también lo están haciendo en la casa de Dylan y en el hospital. Su jefe, el doctor Halley, debe de estar contento conmigo, y Dylan también.
Pasa un día, dos, tres, cinco, nueve, catorce, diecisiete y veinte y no lo veo ni sé nada de él.
Veinte tortuosos, terribles, largos y crueles días con sus respectivas noches. La tristeza que me embarga es infinita, pero intento no dejarme vencer por ella. Cada rincón de esta enorme casa es de los dos. Mire a donde mire lo veo. Lo siento. A veces incluso me parece oír su voz cuando me llamaba desde el piso de arriba. Duermo con su ropa sobre la cama. Conserva su olor y la necesito para conciliar el sueño. Es mi placebo para descansar.
Dylan no pasa por casa para recoger nada. Con eso me deja claro que no necesita nada que tenga que ver conmigo y me duele, me duele mucho. Nunca quise ser tan perjudicial para él, pero al parecer lo he sido. Y me martirizo al pensar que debería haber cumplido esa regla que se impuso de no casarse con una cantante como su madre. Pero lo hizo, se dejó llevar por el corazón y el tiempo le ha demostrado que se equivocó. O eso creo yo. Que no venga a verme, que no me llame y que no regrese me hacen pensar eso.
Escucho una y otra vez nuestras canciones, que bailábamos a la luz de las velas, enamorados y felices, y canto nuestra canción, mientras grito desesperada cómo se supone que voy a vivir ahora sin él.
Veo nuestros vídeos, miro nuestras fotos, lloro sola en el sofá de los abrazos, me pongo ciega a cucharadas de Cola Cao, me visto con sus camisetas y me torturo todos los días pensando lo mal que lo he hecho.
Siento haber perdido el bebé, pero sin lugar a dudas, más siento haberlo perdido a él. Nunca me perdonaré haberle amargado la vida y la existencia. No haber sido buena para él. Esas palabras se han quedado grabadas en mi roto corazón y soy incapaz de digerirlas.
En esos días, si no fuera por mis amigas no sé qué sería de mí. Tifany me acuna, Coral me consuela y Valeria me mima. Cada una a su manera intenta que tire para adelante y al final Valeria, la que está más libre de todas, se muda a mi casa para tenerme más cerca. No debo quedarme anclada en el pasado o nunca me recuperaré. Si alguien me puede enseñar a ser fuerte, sin duda es ella.
Omar me llama un día emocionado: he sido nominada a los American Music Awards en la categoría de mejor artista extranjera. Cuando me lo dice, me sorprendo y alegra. Pienso en Dylan. Me encantaría darle la noticia, pero no tiene sentido. A él no le importaría.
A mediados de agosto, mi suegro nos cita a los dos en un despacho de abogados. Ya tiene los papeles del divorcio preparados. Con la angustia en el rostro, acepto y voy.
Temblando como una hoja, llego sola. Pregunto por Anselmo Ferrasa y me acompañan a una sala. Al entrar me encuentro a Dylan y a su padre, junto con un empleado del despacho. Por fin veo a Dylan, después de tantos días. Tiene ojeras, está más delgado y su gesto es serio. Demasiado serio. Anselmo, al verme, me abraza con semblante triste y, tras darme un beso, murmura:
—Estás demasiado delgada, rubita.
Sonrío. No puedo dejar de mirar a mi amor y, finalmente, él se acerca a mí, me da dos besos rápidos en las mejillas y se aleja como si lo quemara. Su olor… su cercanía… inundan mi cuerpo y quiero abrazarlo. Necesito hacerlo, pero no debo. Está claro que él no me aceptaría.
—¿Nos sentamos? —pregunta Anselmo.
Lo hago y Dylan toma asiento frente a mí. Anselmo comienza a hablar y a explicar los términos del divorcio.
Miro a Dylan con disimulo. Ya tiene la ceja curada. No me mira. Está atento a lo que dice su padre. Por favor, que me mire. Sé que si lo hace, todo esto puede acabar. Sé que me quiere y yo lo quiero a él. ¿Qué estamos haciendo?
No sé cuánto tiempo paso sumida en mis pensamientos, pero de pronto veo que Anselmo le pone a su hijo unos papeles delante y dice:
—Yanira pasa a ser la propietaria de la casa donde vive y tú de la que ya tenías. Las cuentas del banco ya están separadas y como ninguno quiere nada del otro y no hay hijos, sólo tenéis que firmar debajo de donde están vuestros nombres.
Joder… joder… el corazón me late a toda mecha.
Dylan se saca del bolsillo interior de la chaqueta el bolígrafo que yo le regalé en nuestro viaje a Nueva York.
Vaya… Quién me iba a decir a mí que le estaba regalando el boli con el que firmaría nuestro divorcio. ¡Qué puta vida!
Sin mirarme y con decisión, firma las tres copias, mientras mi suegro me observa con ojos tristes. Pobre, ¡qué disgusto le estamos dando!
Una vez acaba Dylan, le entrega los papeles a su padre y este me los pasa a mí.
Cuando los cojo, los miro.
¡Joder, son los papeles de mi divorcio!
Firmar esto supone el fin de mi vida con Dylan. Lo miro y me sorprendo al ver que me está mirando. La tristeza que veo reflejada en sus ojos es comparable a la mía. Me entrega el bolígrafo para que firme. Me lo exige y yo lo cojo con frialdad.
Maldito amor. Maldito romance. Maldita mi vida.
Antes de firmar, abro mi bolso y saco la carta que el día de mi boda me entregó Anselmo. La miro y, mientras me quito el anillo de su madre, digo:
—Estas cosas son tuyas. Creo que yo ya no las debo tener. —Y para martirizarme un poco más, añado—: Espero que encuentres a la mujer que verdaderamente te haga feliz y se las entregues a ella.
Su gesto se descompone. Se debilita.
Siento que mis palabras le duelen tanto como a mí. Pero sin hablar, sin decirme que estamos haciendo una locura, coge la carta y el anillo y se los guarda en el bolsillo de la chaqueta.
Durante unos segundos, lo miro esperando que me diga que no firme los papeles, que los rompa, pero como no lo hace, al final pongo mi nombre y se los paso a Anselmo.
—Esperad aquí. Os traeré una copia sellada a cada uno —dice mi suegro, levantándose.
Sale del despacho, acompañado del hombre que ha ejercido de secretario y el silencio se apodera del lugar. Ninguno se mueve de su sitio. Nos miramos desde nuestros asientos y finalmente digo sin poder remediarlo:
—Sé que no me engañaste. Lo sé.
Él no contesta. Permanece inexpresivo, e insisto:
—¿Cómo se supone que voy a vivir ahora sin ti?
Dylan cierra los ojos, respira hondo y, al abrirlos, responde:
—Deja de decir cosas que no te corresponden. Te recuerdo que aquí el romántico siempre fui yo. No sobreactúes. Y en cuanto al divorcio, tranquila, lo superarás. Esos amigos tan maravillosos que tienes seguro que estarán encantados de ayudarte.
Su frialdad me descoloca y cuando entra su padre, se levanta, coge una de las copias y se marcha sin despedirse.
Afligida, me miro las manos y veo la marca blanca que me ha dejado el anillo. Me toco el dedo y cierro los ojos para no llorar. ¿Cómo puedo ser tan tonta?
Anselmo se sienta a mi lado y, tras un rato en silencio, dice:
—Felicidades por la nominación a los American Music Awards. Te lo lleves o no, estar nominado ya es un premio.
Sonrío con tristeza y respondo:
—Gracias. Aunque, sinceramente, Anselmo, eso en este momento es lo que menos me importa.
Creo que me entiende y me pregunta con cariño:
—¿Estás bien, rubita?
Niego con la cabeza. No quiero mentir. Estoy desolada.
—Te puedo asegurar, y lo sé de buena tinta, que el cabezota de mi hijo está fatal —dice—. Sé lo que está pasando y lo que está sintiendo en este mismo instante. Pero hasta que recapacite, no se va a dar cuenta de lo que ha hecho.
Resoplo, me encojo de hombros y, acalorada, me levanto el pelo.
—Todavía no puedo creer que esto haya ocurrido.
Mis manos rozan algo y de pronto me doy cuenta de que llevo en mi cuello la llave que Dylan me regaló. Con un movimiento reflejo, voy a quitármela, pero Anselmo me detiene y me dice:
—No, muchacha, no. Ya se la darás a él cuando lo veas.
—Dudo que nos volvamos a ver nunca.
—Yo no. Dylan te quiere.
—Y si me quiere, ¿por qué se divorcia de mí? —pregunto con tristeza.
Él cabecea y, tras pensar, responde:
—Porque todo esto lo ha superado, Yanira. No es fácil ser el marido de una artista y sé de lo que hablo. A ti y a mi hijo os ha pasado como a mi Luisa y a mí. Demasiada pasión entre vosotros, demasiados titulares y trabajos muy diferentes.
No respondo. Me toco la llave que llevo al cuello y él añade:
—Me divorcié de Luisa dos veces y me casé tres veces con ella.
—¿Y?
Sonríe.
—Pues que conozco bien a mi hijo y te quiere demasiado, rubita. Te ama como yo amaba a su madre y regresará a buscarte. Y lo sé porque Dylan es como yo, un hombre apasionado al que no le vale cualquier mujer. Sólo la ideal.
—Yo no tengo nada de ideal.
—Tú para él lo tienes todo, preciosa —afirma.
—Por mi culpa ha sufrido en su vida, en el trabajo y se olvidó de la regla número uno de no casarse con alguien como yo —replico desolada.
—El amor, como el destino, es caprichoso, Yanira. ¿Sabes lo que me decía Luisa siempre que nos reconciliábamos? —Niego con la cabeza y continúa—: Decía que el amor debe ser como el café. A veces fuerte, otras dulces, a veces solo, otras acompañado, pero nunca frío.
Al oírlo, sonrío y, cogiendo las manos del ogro gruñón que ya no es mi suegro, murmuro emocionada:
—Me habría encantado conocer a Luisa.
—Y a ella, sin duda, le habría gustado conocerte a ti —afirma, abrazándome con cariño.