31

Menos mal

Al día siguiente por la mañana, cuando Dylan se va al hospital, llamo a Valeria y a Coral. Ambas acuden raudas a mi casa y, aunque se alegran mucho al enterarse de la noticia de mi embarazo, y me juran por lo que más quieren que no hablarán de ello con nadie, les dejo claro que ahora lo importante es Tifany.

Asienten y le prodigan mil mimos a mi cuñada, que se lo agradece de corazón.

Tras la comida, Coral y Valeria la acompañan a su casa para que recoja algo de ropa y yo decido ir al hospital. Seguramente, la pobre Preciosa habrá preguntado por su mamá. Disfrazada con mi peluca, y tras enseñarle al vigilante de seguridad el pase especial que Dylan me ha conseguido, aparco en el hospital sin levantar sospechas.

Me quito la peluca, la guardo y me meto en el ascensor. Cuando entro en la habitación, todos me miran y Dylan me abraza encantado. Preciosa está dormida y la Tata y Tony, tras besarme, preguntan por Tifany. Les digo que está bien y con gente de confianza. Anselmo, que aún no ha abierto la boca, al acercarme a él para darle un beso, con gesto abatido, murmura:

—¿Puedo ayudar en algo?

Asombrada, lo miro y, negando con la cabeza, respondo:

—Ahora ya no, pero gracias.

Omar no dice nada al verme. Ninguno de los dos se acerca al otro. Ambos estamos molestos y enfadados.

Cuando se despierta y me ve, la pequeña rápidamente mira la habitación en busca de la persona que quiere ver y, al no encontrarla, hace un puchero y me pregunta por su mamá.

Los miro a todos sorprendida. Ninguno ha tenido el valor de decirle que Tifany se ha ido para no volver, y no dispuesta a ser yo quien le dé la mala noticia, respondo:

—No se encontraba bien, cariño, y el médico le ha dicho que tenía que acostarse un rato. Te manda besitos.

La niña asiente. No sé si me cree, pero al menos deja de preguntar.

El pediatra, al entrar y ver a tanta gente, le pide a Dylan que salga. Eso no me huele bien. Salgo tras él y a continuación lo hacen los tres Ferrasa. La Tata se queda con Preciosa. Al mirar a Dylan, sé que algo no va bien. Me lo dicen sus ojos y el rictus de su boca. Omar mira a su hermano y le pregunta al pediatra:

—¿Qué le pasa a mi hija, doctor?

Este, tras intercambiar una mirada con Dylan, que asiente con la cabeza, explica que la fiebre se debía a un simple resfriado sin importancia, pero que tras repetirle los análisis de sangre, han descubierto que Preciosa tiene diabetes mellitus tipo 1.

¡Joder… joder… joder! Es la misma enfermedad que tiene mi hermano Argen. ¡Qué putada!

Todos se miran desconcertados. Ninguno de ellos, excepto Dylan, entiende lo que significa, hasta que Tony pregunta:

—¿Es diabética?

—Sí —asiente Dylan—. Y a partir de ahora habrá que inyectarle insulina para regular la glucosa de su sangre el resto de su vida.

Todos nos quedamos callados y el médico prosigue:

—El desmayo se debió a una bajada de azúcar. Podría haber entrado en coma diabético o haber tenido daños cerebrales, pero tranquilos, todo está bien, gracias a la rapidez con que reaccionó la madre de la pequeña.

Pensar en Tifany me llena los ojos de lágrimas. Omar pregunta entonces, totalmente desconcertado:

—Pero ¿cómo puede ser diabética? Yo no lo soy y nunca he oído que su madre lo fuera.

El pediatra responde con paciencia:

—La diabetes es una enfermedad que…

De pronto, Anselmo se derrumba, se sienta en una de las sillas y se echa a llorar. Yo lo miro incrédula. ¿El ogro llorando? Sin duda las enfermedades lo asustan y que su pequeña tenga una lo ha bloqueado.

Dylan rápidamente se ocupa de él, mientras el pediatra también lo tranquiliza. Le explica en qué consiste la enfermedad y le hace ver que una diabetes controlada no tiene por qué ser un peligro para nadie.

Omar, por su parte, está horrorizado y Tony, con cariño, le pone una mano en el hombro para mostrarle su apoyo.

—Pediremos una segunda opinión —dice el ogro—. Las enfermedades hoy en día se curan y…

—Papá —lo interrumpe Dylan—, he visto las pruebas de la niña y sabemos muy bien de lo que hablamos. ¿No te fías tampoco de mí?

El pediatra, al ver cómo se miran padre e hijo, dice para tranquilizar los ánimos:

—No te preocupes, Dylan. Me parece bien que pida otras opiniones. —Y mirando a Omar, concluye—: Mi deber es decirle lo que yo he encontrado ahora en su hija, y es una diabetes incurable que le durará toda la vida.

Anselmo no lo puede asimilar. Se toca el pelo con desesperación y yo, sentándome a su lado, le cojo la mano y le explico:

—Mi hermano Argen tiene el mismo tipo de diabetes que Preciosa y te aseguro que está bien a pesar de su enfermedad. Controlándola, puede llevar una vida relativamente normal. Ahora, lo que debemos hacer es enseñarle a Preciosa a vivir su vida tal como se le presenta, ¿de acuerdo?

El ogro asiente después de cubrirse la cara con las manos mientras el pediatra, tras despedirse de nosotros, se va. Los Ferrasa al completo están hundidos. Se ve en sus gestos, en sus caras y en su manera de mirarse unos a otros. Así que tomo las riendas del asunto y digo, atrayendo su atención:

—Muy bien, chicos, el plan es entrar en la habitación y que Preciosa no os vea así. Y siento deciros que en esta ocasión sólo hay un plan, que es el A. Sois Ferrasa y los Ferrasa pueden con todo. Y Preciosa también va a poder con esto. Por lo tanto, os quiero a todos con una enorme sonrisa en la cara para que la niña os vea tranquilos y bien, ¿de acuerdo?

Mis palabras los hacen reaccionar. Dylan se acerca a mí y, orgulloso, me da un beso en la cabeza. Mi suegro se levanta de la silla y, acariciándome la mejilla, dice:

—Sin duda, tú eres la más Ferrasa de todos. Y en cuanto a lo que diga la prensa, ¡ni caso! No hacen más que inventar. No me creo nada de lo que dicen ahora.

Eso me hace sonreír, pero me inquieta. ¿Qué habrán dicho ahora de mí? Segundos después, todos entramos en la habitación, donde Preciosa nos espera con la Tata.

A media mañana, me escapo a la cafetería, aunque antes paso por el quiosco del hospital. Me quedo ojiplática al ver una foto mía en una revista. En ella estoy con una copa en la mano, riendo junto a Louis Preston, un cantante australiano, y los muy desgraciados han cortado a Dylan, que estaba a mi lado. El titular es: «Louis y Yanira, ¿nueva pareja no sólo musical?». Cabreada, salgo afuera. Necesito respirar.

Minutos después, todavía enfadada como una mona, entro en el ascensor para regresar a la habitación y en él me encuentro al doctor Halley. Este, al verme, me pregunta:

—¿Qué tal su sobrina?

—Bien. Tranquila.

El hombre asiente con la cabeza y, mirándome a los ojos, me suelta:

—¿Está usted decidida a acabar con la carrera de su marido?

—¿Cómo dice? —pregunto atónita.

—Mire, señora Ferrasa, sé que me estoy metiendo donde no me llaman, pero debo decirle que su marido ha tenido varios encontronazos con alguna gente del hospital por su culpa.

¡Alucina, vecina, y yo sin enterarme!

—¡¿Qué?!

—Sus continuos escándalos y líos amorosos son muy comentados por aquí y a él ese tipo de publicidad no lo beneficia en nada. Nunca podrá avanzar en su carrera si las cosas siguen así.

En ese instante se abren las puertas del ascensor y el muy malandrín se marcha, dejándome descorazonada y con la boca abierta.

Minutos después, cuando entro en la habitación, miro a Dylan. Parece tranquilo. Sin duda, que Preciosa sea diabética le preocupa más que lo que la prensa dice de mí. Pero yo me angustio al saber que no me ha contado nada y que no lo está pasando bien.

De pronto, la puerta de la habitación se abre y aparece Tifany con Coral y Valeria.

La pequeña grita y abre los brazos emocionada. Con una radiante sonrisa, Tifany se acerca a ella y la abraza. Le besa el pelo con amor y, cuando deja de temblar, le brinda una enorme bolsa llena de cajas de regalo y se dispone a abrirlos junto a ella, y esta sonríe.

—O la traíamos o la matábamos —cuchichea Coral, acercándose a mí.

Mi suegro la mira boquiabierto. Está tan sorprendido como todos de su presencia y, por la expresión de Omar, parece que este no da crédito. Durante un par de horas, la habitación se llena de júbilo y algarabía y la niña sonríe como no lo había hecho en todo el día.

Valeria y Coral se marchan. Y detrás de ellas los cuatro Ferrasa. ¿Adónde van?

Angustiada, pienso que van a hablar sobre lo que ha salido en la revista. Pero ¡es mentira! Dylan estaba conmigo esa noche y lo sabe. Eso es lo único que me tranquiliza.

Con el corazón encogido, me quedo con la Tata y con Tifany y esta me cuchichea que luego le cuente lo que ha dicho el médico. Asiento y sigue jugando con la pequeña. Un par de horas más tarde, regresan los demás. Vienen con semblante serio, pero parecen tranquilos. Miro a Dylan cohibida. Él se acerca a mí y pregunto:

—¿Todo bien?

Mi amor asiente. Está muy serio, pero me besa en la frente. Quiero preguntarle, pero no me atrevo. Sé que no es el momento. Todos están delante y no quiero dejar a Tifany sola con los Ferrasa.

Por la noche, después de cenar, cuando Preciosa se queda dormida, Tifany decide marcharse. Omar no se ha acercado a ella en todo el día y todos se lo agradecemos.

Veo que mi cuñada coge el bolso para irse y yo también cojo el mío: me la llevaré a casa. Después de despedirse de Tony y de la Tata, sin mirar a Omar ni a Anselmo, sale de la habitación.

¡Vaya par de narices le echa al asunto! Yo flipo con su seguridad.

Dylan sale de la habitación con nosotras y le dice a Tifany que vayamos a su despacho y le explicará lo que le pasa a Preciosa. Ella no lo duda ni un segundo. Una vez allí, mi marido cierra la puerta y le explica lo que ha dicho el pediatra. A diferencia de los demás, Tifany no se derrumba, se interesa por lo que hay que hacer para que la niña esté bien.

De pronto, la puerta del despacho se abre y entran Anselmo, Omar y Tony y el viejo declara:

—Necesitamos una reunión familiar.

Dylan mira a su padre y, ofreciéndole su silla, dice:

—Siéntate, papá.

Yo los miro sin dar crédito. ¿Van a ponerse a discutir aquí?

Tifany coge su bolso para irse, pero Omar la para.

—No me toques —sisea ella.

—Tifany, tenemos que hablar.

—Yo no tengo nada que hablar contigo. Ya lo harán nuestros abogados —responde molesta, dándole un empujón.

Omar se aparta, pero el ogro, que aún está en la puerta, no se mueve y pide:

—Por favor, Tifany, siéntate.

—No. —Y mirándolo a los ojos, le reprocha—: Según usted, nunca he sido una Ferrasa; ¿para qué quiere que me quede?

Sin moverse, Anselmo la mira y responde:

—Mi Luisa, la madre de estos tres muchachos, decía que la medida del amor era el amor sin medida, y eso es lo que tú me has demostrado que sientes por Preciosa y por el imbécil de mi hijo. Por favor, muchacha, siéntate.

Tifany me mira y, señalando la silla que hay al lado de la mía, va hacia ella y se sienta.

Todos lo hacemos alrededor de la mesa y Anselmo dice:

—El primer punto es la prensa y Yanira.

—Papá —sisea Dylan—, ya te he dicho que de eso me encargo yo.

Se me encoge el corazón. Joder… joder… joder… ¿Qué habrán hablado?

—Rubita —me dice Anselmo con cariño, pasando de su hijo—, está claro que han visto en ti a alguien con quien llenar las revistas, pero, tranquila, los Ferrasa estamos contigo, ¿entendido?

Asiento. No puedo hablar. Miro a Dylan y, cuando él también me mira a mí, su gesto se suaviza y murmura:

—No te preocupes por nada, cariño… por nada.

Sonríe y sé que todo está bien. Me tranquilizo.

Anselmo prosigue:

—El segundo punto es Preciosa. Esa muñequita no va a parar de sorprendernos y ahora lo hace con su enfermedad. Por ello, todos los que estamos aquí, incluida la Tata, que está ahora con ella, debemos aprender a cuidarla para garantizarle una buena calidad de vida. Dylan nos puede decir qué hemos de hacer y Yanira nos puede explicar cómo han vivido la enfermedad de su hermano en casa. Por favor, Yanira, ¿serías tan amable de decirnos cómo cuidar a alguien con diabetes?

Vaya marrón me ha caído, pero dispuesta a ayudar en lo que pueda, respondo:

—Si hay algo que recuerdo de pequeña es lo insistente que era mi madre con mi hermano Argen para que nunca, pasara lo que pasase, se quitara la placa en la que se indicaba que era diabético. Aunque no lo creáis, esa información le puede salvar la vida en caso de accidente. Por lo tanto, hay que comprarle una a Preciosa.

—Ya está encargada —dice Dylan.

Sonrío ante lo previsor que es siempre y prosigo:

—Habrá que inyectarle insulina varias veces al día para regular los valores de glucosa de su cuerpo, además de controlar la alimentación y el ejercicio. Mamá siempre procuraba que Argen comiese cinco veces al día, sin espaciar las comidas muchas horas para que la glucosa no le bajara y le produjera una hipoglucemia.

Veo que la palabra «hipoglucemia» les asusta tanto como «diabetes», por lo que continúo:

—Una cosa que debemos tener todos desde ahora en nuestras cocinas es una tabla de hidratos de carbono y una báscula para pesar los alimentos. Sin duda, el pediatra os dirá cómo utilizarla.

—Pero ¿puede comer de todo? —pregunta Tifany.

Niego con la cabeza.

—Hay alimentos prohibidos. Chocolate, helados, chuches, tartas, Coca-Cola, vamos, cualquier cosa dulce. —Y al ver su expresión, añado—: Pero, tranquilos, alguna que otra vez, Preciosa se podrá dar algún capricho. No os preocupéis.

Todos asienten y yo continúo:

—El tema pinchazos al principio será complicado. Preciosa se enfadará con nosotros, llorará y no entenderá por qué le hacemos eso. Pero pasado un tiempo se acostumbrará y lo verá como algo normal en su vida.

—Pero ¿tanto se tiene que pinchar? —gruñe Anselmo.

—Sí, papá —afirma Dylan—. Será vital que sepamos cómo está su glucosa. Y para ello se tendrá que pinchar en varias ocasiones.

Anselmo se desespera. Pensar en pinchar a la pequeña irrita al viejo y, antes de que empiece a protestar, sigo:

—Existen dos tipos de insulina, la rápida y la lenta. La rápida se inyecta antes de cada comida. Y la lenta se pone una o dos veces al día, su efecto dura veinticuatro horas y mantiene los valores durante la noche y antes de las comidas.

Tony no dice nada. Se limita a escuchar con atención y sé que será el primero en aprender todo lo que estoy diciendo.

—¿Dónde hay que pincharla? —pregunta Tifany.

—En los brazos, las piernas, la barriga o el culete. Hay que ir cambiando las zonas para evitar lesiones de piel.

—Me tienes alucinado, cariño —me corta Dylan con una sonrisa—. Sin duda alguna eres una estupenda enfermera. Estoy a punto de contratarte.

Sonrío e intento desdramatizar:

—Mi hermano Argen se merecía que todos aprendiéramos a cuidarlo, él lo habría hecho también por los demás.

—Es muy bonito eso que dices, Yanira —comenta Tony—. Sin duda, Argen tiene que estar muy orgulloso de su familia.

—Otra cosa importantísima —prosigo—: El aparato de medir la glucemia siempre con vosotros. A donde vaya Preciosa, va él. Es con lo que le podréis medir el azúcar antes de las comidas y dos horas después y así calcular la cantidad de insulina que se le debe inyectar.

—Dios mío —murmura Omar, desolado—. Todo lo que cuentas es angustioso. Pinchazos, controles…

—Al principio te lo puede parecer —respondo—, pero por muy difícil que te resulte de creer, te aseguro que a medida que vaya creciendo, Preciosa aprenderá y será ella misma la que se ocupe de todo antes de lo que te imaginas.

La desolación y la tristeza están presentes en sus caras. Nadie a excepción de Dylan parece entender que con esta enfermedad se puede vivir. Sé que lo que acabo de decir es duro, pero la diabetes es así. Sin duda alguna, Preciosa crecerá y se enfrentará a ella como lo hacen Argen y millones de personas en el mundo diariamente y les demostrará a todos que, pese a eso, es feliz.

Dylan, que ha escuchado pacientemente a mi lado, dice:

—Otra cosa importante: Todos debemos tener en casa una inyección de glucagón en la nevera para casos de emergencia. Si Preciosa entra en coma hipoglucémico, hay que ponérsela para que recupere el conocimiento y de ahí directa y rápidamente al hospital, ¿entendido?

Todos asienten, y Omar murmura, hundido:

—No sé si voy a poder con ello… no lo sé.

Tifany responde con voz grave:

—Sin lugar a dudas, eres un flojo. Gracias a Dios que el resto de las personas que estamos aquí sí vamos a poder con ello. ¿Y sabes por qué? —Todos la miran y ella prosigue—: Porque queremos a Preciosa y deseamos verla feliz y contenta; si eso supone estar a su lado las veinticuatro horas del día, lo estaremos hasta que aprenda a manejarse solita y no nos necesite para controlar su enfermedad.

—Muy bien dicho, muchacha —asiente Anselmo—. Así habla una Ferrasa.

Por primera vez desde que he entrado en esta peculiar familia, veo que el ogro y su nuera se miran y sonríen. Luego, Anselmo pregunta, mirando a su hijo:

—Todo lo que nos ha contado Yanira nos lo daréis escrito en un papel cuando nos vayamos a casa, ¿verdad? No quiero cometer ningún error con mi nieta.

—No te preocupes, papá —contesta Dylan—. Cuando os den el alta, yo mismo me encargaré de darte por escrito todas las explicaciones que necesites.

En el despacho vuelve a hacerse el silencio y el viejo mira a Tifany y dice:

—Y el punto tres que tratar es Tifany.

—No, papá, eso es asunto mío —replica Omar.

Anselmo asiente mirando a su hijo y, dejándonos a todos sin palabras, suelta:

—Está claro que yo soy un viejo cascarrabias e insoportable que nunca se lo ha puesto fácil a Tifany, pero lo que ha quedado más claro aún es que tú eres un gilipollas infiel que no te mereces la mujer ni la hija que tienes.

Wepaaaaaaaa… ¡Lo que le ha dicho!

Tifany y yo nos miramos, y Anselmo prosigue:

—Sé que no voy a poder arreglar el daño que te he hecho cada vez que nos hemos visto, pero también sé, como en su momento le dije a Yanira, cuándo tengo que pedir perdón por idiota y desconsiderado. Eres una buena chica y yo no he sabido apreciarlo hasta que te he visto con mi nieta. Los niños nunca mienten y en ellos puedes ver reflejado el amor puro y verdadero. —Me emociono. Voy a llorar. ¡Joder con mis hormonas!—. Los Ferrasa somos fieles y romanticones, pero lo siento, muchacha, has ido a dar con el que no sabe tener el bicho dentro de los pantalones cuando ve pasar una perdiz por delante de él. Y mira lo que te digo, Omar —lo señala—: si tu madre estuviera aquí, ya te habría matado a palos. Lo que haces no tiene vergüenza ni perdón y creo habértelo reprochado en más de una ocasión, ¿no es así? —Omar asiente—. Dylan, Tony y yo somos hombres de palabra y de ley. Y precisamente porque lo somos, sabemos dar la importancia que se merece a la mujer que está a nuestro lado, cuidándola y protegiéndola. No como tú, hijo, que ves unas faldas y te olvidas completamente de quién está en casa esperándote.

Sonrío. El hombre no está dejando nada bien a su hijo, pero aún no ha terminado, y prosigue:

—Por ello, y viendo que Omar es un caso perdido, te pido ayuda, Tifany. Ayuda para criar a Preciosa y también que, por favor, no dejes de quererla como la quieres. Para ella eres su mamá, la persona más importante que hay en su vida, y quiero que siga siendo así. El hecho de que te divorcies del gilipollas de mi hijo no te privará de ser la madre de Preciosa y te prometo que, como abogado, me encargaré de asegurarlo todo para que la niña sea feliz.

Ay, Dios mío, ¡si me cortan no sangro!

Miro a Dylan con los ojos anegados en lágrimas y él me guiña un ojo. ¿Qué ha pasado aquí que me lo he perdido?

Tifany, tan alucinada como yo, se retira un mechón rubio y responde:

—Quiero seguir siendo la madre de Preciosa y puede contar conmigo para todo lo que necesite, Anselmo.

Él, estirando la mano, coge la de mi cuñada y, tras darle unas palmaditas, murmura:

—Lo mismo te digo, muchacha. Lo mismo te digo.