3

Yo no te pido la Luna

Al día siguiente ya estoy en casa.

Debo tener el brazo inmovilizado una o dos semanas, hasta que deje de dolerme. También tengo que tomar antiinflamatorios.

Anselmo, el padre de Dylan, nos llama por teléfono. Habla con su hijo y luego conmigo, pero yo no me bajo de la burra. No voy a denunciar a esa mujer.

Le comentamos lo de la boda y me da la sensación de que se alegra y mucho. ¿Es posible que ahora me quiera tanto?

Wilma, la mujer que viene a limpiar la casa y que es un encanto, desde el minuto uno se desvive porque me encuentre perfectamente, aunque al enterarse de lo de la inminente boda, decide hacer una limpieza general. ¡Lo que me faltaba!

Al final, Dylan me hace llamar a mi familia para comentarles lo ocurrido. Se lo suavizo. No les cuento toda la verdad, sólo que crucé por donde no debía. Como es de esperar, todos me regañan y me llaman loca.

Yo aguanto y sonrío y luego remato con la noticia de que la boda se adelanta. Mi padre rápidamente me pregunta si estoy embarazada. Divertida, lo saco de su error. Antes de colgar, me aseguran que pedirán los papeles que necesito para el enlace.

Pasan diez días, en los que toreo a Dylan y a Wilma como puedo para no tomar leche. ¡Qué pesaditos están con lo del calcio! Y por fin me puedo liberar del cabestrillo. Me lo habría podido quitar antes, pero tener a un médico cerca es matador.

Dylan también hizo venir a un fisio a casa a atenderme. Según él, no estaba de más prevenir problemas futuros, y la verdad es que me ha ido muy bien.

Pero el día en que doy por finalizados todos los cuidados, me siento feliz. ¡Vuelvo a ser yo!

Quedan dos semanas para la boda. Está programada para el 21 de diciembre y aún no puedo creer que me vaya a casar. Tanto Dylan como yo somos unos antibodas y aquí estamos, dispuestos a pasar por la iglesia, con cura, convite, bailecito romántico y corte de tarta.

Mi chico está un poco apurado porque no tendremos luna de miel. Después de casarnos, se reincorporará al hospital tras su larga ausencia y no va muy bien que ahora nos marchemos de viaje. Lo posponemos. A mí no me importa mucho. Sólo quiero estar con él donde sea. Nada más.

Yo no me ocupo de nada del enlace y Dylan lo hace todo. Dice que espera sorprenderme. Confío en él. No me queda otra.

Pero tengo un problema. Un gran problema.

Odio el sitio donde vivimos. Todo lo que me rodea me recuerda a ella. A Caty. A la mujer que casi me manda al otro barrio y que, en su momento, ayudó a Dylan a decorar su casa.

Cuando le cuento a él lo que me pasa, me entiende e insiste en que redecoremos la casa. El problema es que está tan liado con la boda que ahora es complicado hacerlo.

Plan A: redecoro incluso con el lío de la boda.

Plan B: espero que pase la boda.

Sin lugar a dudas, creo que lo más acertado es el plan B. Esperaré.

Tifany me busca el vestido de novia. Ella fue diseñadora de moda para una marca que adora, pero al conocer a Omar lo dejó. Lo abandonó todo por amor. Por su bichito.

Una tarde, junto con sus amigas, me lleva al mundo de las novias glamurosas. Ni que decir tiene que me pruebo los mejores vestidos del mundo mundial y, aunque me cueste aceptarlo, estoy divina de la muerte con ellos.

No hay vestido que me quede mal. Estoy cuqui. ¿Me estaré volviendo una creída?

Al final, me decido por uno de corte romántico, con falda de tul y lazo gris en la cintura, de la diseñadora Vera Wang, que me encanta y a Tifany, como dice ella, le rechifla. Dice que es del estilo del que llevó Kate Hudson años atrás en la película Guerra de novias.

Con él puesto, escojo un bonito velo. Un tul sedoso que me colocan en una especie de moño bajo y, cuando me miro al espejo con toda la parafernalia, me quedo sin habla.

Pero ¡si hasta parezco buena!

Sonrío al imaginar a Dylan o a mi familia cuando me vean así. Sé que los voy a sorprender, ¡porque la primera sorprendida soy yo!

Pregunto el precio varias veces. No me cabe la menor duda de que todo esto cuesta un pastón, pero no me lo dicen. Tifany se niega. Es su regalo y el de Omar por nuestra boda. Al final acepto. No me queda otra.

—Ahora debes elegir otro vestido para la fiesta —dice una de sus amigas.

Al oírla las miro y respondo:

—Ni de coña.

Tifany y las demás dan un paso atrás y se llevan las manos a la boca asustadas. Joder. Ni que les hubiera dicho que voy a atracar la tienda y a matarlas.

—Debes hacerlo —insiste Ashley volviendo en sí—. Es obligatorio tener más de un modelito que lucir. Uno para la ceremonia y quizá un par de ellos para la fiesta posterior.

¡¿Cómo?!

¡Yo flipo!

¿Cómo que más de un vestido? ¿Desde cuándo?

Mi madre sólo tuvo un vestido de novia. ¡Uno! ¿Por qué ahora yo tengo que tener dos o más? No. Me niego.

Y enfrentándome al pijerío que me quieren imponer, les aclaro con convicción:

—Sólo quiero un vestido. Este traje no me lo volveré a poner nunca más y quiero disfrutarlo a tope.

—Pero lo cool es cambiarse de vestido y…

—Lo que se lleve a mí me importa tres pepinos —interrumpo a Tifany, que se queda con la boca abierta. Sólo quiero este vestido. Ni uno más.

Al final, a regañadientes, ella y sus amigas se dan por vencidas. Deben de pensar que estoy como una chota, pero me da igual. Ese día quiero bailar y disfrutar con mi único vestido puesto. Ese que un día miraré, como hace mi madre cuando saca el suyo del baúl, y sonreiré al recordar los bonitos momentos que pasé con él.

Cuando esa noche llego a casa estoy muerta. Tifany y sus amigas van a acabar teniendo razón cuando dicen que salir de compras es agotador. Nunca me había probado tantos vestidos, y menos de novia.

El 16 de diciembre estoy esperando a mi familia emocionadísima en el aeropuerto. Al verlos salto y grito, mientras corro para recibirlos. Ellos hacen lo mismo y pocos minutos después nos besamos y abrazamos como locos.

Dylan los recibe tan contento como yo, y nos dirigimos en un par de coches hacia la que ya es mi casa.

En el camino, mi madre me dice que Arturo y Luis me envían millones de besos. Qué pena no tenerlos aquí para que me griten eso de «¡Tulipana!». Yo ya sabía que no iban a venir por trabajo. Lo sabía, pues lo hablé con ellos por teléfono y me apena mucho. Me habría encantado verlos, pero tal como está la situación laboral en España, mejor no pedir nada, no sea que te den el finiquito.

Mamá me comenta también que envió todas mis cosas en barco y que ha escondido entre mis pertenencias varios paquetitos de jamón de bellota y fuet del que me gusta. ¡Yo aplaudo contenta!

Mi hermano Argen y Patricia deciden ir a un hotel cercano. Quieren intimidad, y Dylan y yo los entendemos. Pero mis padres, mis otros dos hermanos y mis abuelas se alojan en nuestra casa.

Y Coral, mi loca Coral, ha decidido acampar en el salón. No quiere dormir con mis abuelas. Dylan la mira extrañado, como siempre, y yo me río. Su familia no es tan ruidosa como la mía, pero la casa está a rebosar de vida y alegría, y eso me encanta.

Como es lógico, mi Gordicienta particular exige mi despedida de soltera. ¡Faltaría más! Y Tifany, que conoce mejor que yo Los Ángeles, organiza una cena de chicas. Eso sí, en el sitio más pijo de toda la ciudad. La cara de Coral cuando conoce a Tifany y a sus amigas es para verla.

¡Me meo de risa!

A la despedida vienen Ashley, Cloe y Tifany, junto con mis abuelas, mi madre, Coral y yo. El restaurante donde cenamos es muy pero que muy bonito y la comida está buenísima. El problema es que las cantidades son tan mínimas, tan escasas, tan light que todo nos sabe a poco.

—Vamos a ver —cuchichea Coral, mirando a Tifany y a sus amigas—; pero ¿de dónde han salido estás Topladies?

Me río sin poderlo remediar.

—Cállate y no la líes —le advierto.

—¿Que no la líe? Pero ¿tú has visto que especímenes? ¡Estas en el National Geographic no tienen precio!

Me río de nuevo e, intentando mantener un equilibro entre las Topladies y la Gordicienta de mi amiga, le digo, también en voz baja:

—Coral, ellas son como son y tú eres como eres. Simplemente hay que aceptar a cada persona y…

—Pero dicen todo el rato gilipolleces como «¡Es cuquiiiiii!», «¡Me superencantaaaaaaaaaaaa!» o «¡Amorrrrrrrrrrrrrrr!». Y ya no te digo cuando se despiden de sus chupiamiguitos con eso de «Chaíto. Besitos de caramelito».

Me vuelvo a reír y ella continúa:

—¿Cómo pueden partir un langostino en cachitos y superencantarles? Joder… a mí que me traigan una docena y entonces los saborearé. Pero ¡con uno solo…!

Coral tiene razón. Nos han traído una ensalada de lo más chic y fashion con un solo langostino encima. ¡Uno! Y antes de que yo pueda decirle nada, añade:

—Si te vuelves como ellas, te juro, Yanira Van Der Vall, que te arranco las orejas.

Me tapo la boca para no reírme a carcajadas. Sin duda alguna, nunca seré como Tifany y sus amigas. Primero, porque yo misma no me lo voy a permitir, y segundo, porque quiero conservar mis orejas.

Una vez salimos del restaurante, Coral propone que vayamos a un local de striptease masculino. Quiere ver carne fresca, pero las chicas se niegan y al final vamos a tomar un cóctel a un lugar llamado Fashion and Look. Cuando llegamos, es lo que me imaginaba: un sitio glamuroso y lleno de gente guapa, donde miran a mis abuelas como bichos raros. Nos quedamos ahí una horita, hasta que mamá y la abuela Nira dicen que se quieren marchar. Están cansadas y tanta música, gente y ruido las agobia.

Pero la abuela Ankie no se quiere ir a dormir todavía y Coral tampoco. ¡Menudas son ellas! Al final, cuando mamá y la abuela Nira se marchan en un taxi, mi amiga me mira y pregunta:

—¿Qué tal si vamos a un burger? Estoy muerta de hambre y necesito una grasienta y enorme hamburguesa doble con queso.

Mi carcajada lo dice todo y la cara de horror de Tifany y sus amigas, también. Al final, como con Coral no hay quien pueda, ¡todas al burger!

Cuando nos acabamos nuestras grasientas y dobles hamburguesas con aros de cebolla y patatas fritas, Coral insiste en que vayamos a un sitio de boys, pero al ver la poca aceptación que tiene su idea por parte de las Topladies, como las ha bautizado Gordicienta, mi abuela Ankie propone ir al Cool and Hot de su amigo Ambrosius.

De repente, recuerdo las veces que la he oído hablar de él. Fue un noviete que tuvo antes de casarse con mi abuelo. Sorprendida, le pregunto:

—Pero ¿sigues en contacto con él?

Ankie asiente y dice:

—Y más desde que existen Facebook y las redes sociales.

¡Vaya con mi abuela!

Desde que he llegado a Los Ángeles, nunca he ido al Cool and Hot, pero sólo con ver las caras de las tres Topladies ya sé que el sitio es de todo menos glamuroso, lo que se confirma cuando Ashley dice:

—Cuquita… ese lugar es antiestético y feote.

Mi abuela, que las ha calado hace rato, responde sonriendo:

—No siempre lo más puesto y decorado es lo mejor, cariñito. —Y sin dar tregua, exclama—: ¡Vamos, Ambrosius nos espera!

—¿Nos espera? —pregunto alucinada.

Mi abuela asiente y, guiñándome un ojo, cuchichea:

—Acabo de hablar con él por teléfono y está deseoso de verme.

Coral sonríe. Yo no lo hago, porque me encuentro entre dos aguas.

Nos montamos todas en el coche de Tifany y, en el camino, la abuela Ankie nos explica que el local es un sitio de músicos, donde quien quiere puede cantar.

Ambrosius es un viejo cantante de country nacido en Dallas. Sonrío al pensar que las raíces musicales de mi abuela determinan también sus amistades.

El lugar se encuentra a las afueras de Los Ángeles y, al llegar, vemos que la puerta está llena de motos de gran cilindrada. Tifany se me acerca y murmura:

—No he oído hablar bien de este lugar.

—¿Por qué?

Antes de que ella me pueda responder, la puerta del bar se abre de golpe y un rubio grande como un armario y con más músculos que Schwarzenegger saca a un hombre borracho y grita:

—¡Si vuelves a entrar, lo vas a lamentar, capullo!

Todas nos quedamos paradas al oírlo y, al vernos, el rubio nos pregunta con cara de mala leche:

—¿Van a entrar, señoritas?

Tifany y sus amigas tiemblan como chihuahuas asustados, pero mi abuela, plantándose ante el tipo, dice:

—Busco a Ambrosius Ford.

—¿Quién lo busca? —pregunta él con brusquedad.

Sin amilanarse, mi valerosa abuela lo mira de arriba abajo y responde:

—Dile que ha venido Ankie la holandesa. Él sabrá.

De pronto, el enorme bicho cambia la expresión y, con voz aterciopelada, murmura:

—¿Tía Ankie, eres tú?

Mi abuela lo mira y, sorprendida, exclama:

—¡¿Dewitt?! Pero, criatura de Dios, ¡qué grande te has hecho!

Me quedo anonadada cuando veo que mi pequeña abuela y ese gigante se abrazan y besuquean, mientras Coral comenta divertida:

—¡Vaya con la abuela! Esta nos da sopas con honda.

Ankie nos presenta una a una al desconocido y nos informa de que es el hijo de su amigo Ambrosius. Las Topladies se han quedado mudas y el tal Dewitt, encantado, nos hace entrar en el local, mientras va apartando con rudeza a los moscones que se nos acercan.

¡El Cool and Hot es la bomba!

Ni lujos ni leches en vinagre. El techo está tapizado de billetes y las paredes llenas de guitarras y fotos de cientos de cantantes. De pronto, del fondo del local aparece un hombre maduro de pelo cano. Tiene una pinta de vaquero total y más con el sombrero que lleva. Mi abuela y él se miran, se sonríen y finalmente se funden en un abrazo, tras darse un picazo en los labios que dura más de lo que yo estimo necesario.

¡Qué fuerteeeeeeeeeeee!

La alegría de mi abuela es patente y nos vuelve a presentar. El hombre, al saber que soy su nieta Yanira, dice:

—Es tan linda como tú, Ankie.

Ella, con voz aterciopelada, le da un golpe cariñoso en el antebrazo y replica:

—Oh, tonto… Tú que me miras con buenos ojos.

Durante más de diez minutos, veo a mi abuela reír como nunca antes. La veo coquetear, parpadear y hacer caídas de ojos.

Coral cuchichea:

—Joder con Ankie, ¡es toda una Lobacienta!

Asiento y sonrío. Ver a mi abuela así para mí es de lo más curioso y me quedo fascinada contemplándola, hasta que me fijo en Tifany y sus amigas. Parecen estacas de lo tiesas que están, mientras los hombres que pululan por el local les dicen infinidad de cosas. En un momento dado, Tifany le suelta a uno:

—Selecciónate y suprímete.

Ellos se parten de risa ¡y no es para menos!

Como puedo, me meto en la conversación de mi abuela y Ambrosius y le pido a él que nos lleve a donde nos podamos sentar.

Una vez entramos en lo que él considera la zona vip, me relajo. Es un pequeño espacio con sillones de lo más cutre, pero al menos allí los hombres no nos acosan. En ese preciso instante, oigo a Ashley susurrar:

—Estoy superasustada.

No sólo la oigo yo, también mi abuela, que, agarrándola del brazo, dice:

—Pues déjate el susto para otro momento, niña, y si alguno se acerca a ti con fines no muy buenos, le arrancas los dientes. Que altura y manos no te faltan, jovencita.

Ashley cierra el pico. Creo que ahora la que la asusta es mi abuela.

Me río con ganas. Una camarera con grandes pechos y una cortísima minifalda vaquera nos sonríe y se acerca a nosotras. Ambrosius nos la presenta como Tessa, la mujer de su hijo, y le dice:

—Tráeles seis destornilladores. —Después nos mira y, guiñándonos un ojo, explica—: ¡Es nuestra bebida estrella!

—Yo… yo prefiero un Shirley Temple con dos guindas —dice Ashley.

¡Pa matarla!

La joven camarera la mira. Sin duda alguna debe de estar pensando de dónde habrá salido, y con paciencia infinita le explica:

—No tengo, cielo. Pero el destornillador te aseguro que te gustará. Me salen muy buenos.

—¡Destornilladores para todas! —exclama mi abuela.

Cuando la camarera se va, Coral, que está a mi lado, murmura:

—Estas se nos hacen caquita hoy aquí.

Las miro. La verdad es que me dan pena. Resoplo y digo:

—Este no es su ambiente. Hay que entenderlo.

Pero cuatro destornilladores más tarde, han cambiado de actitud y hasta parecen pasarlo bien.

Como era de esperar, mi abuela, acompañada por Ambrosius, sube al escenario y nos deleita con la canción Sweet Home Alabama. Los demás nos lanzamos a la pista de baile, moviéndonos al son de la música.

Cuando acaban la canción, les pedimos un bis y mi abuela me anima a subir al escenario. Canto con ella y con Ambrosius. Al ver cómo se miran entiendo por qué mi abuela siempre incluye esa cancioncita en sus actuaciones.

¡Qué calladito se lo tenía!

Cuando termina la música, me bajo del escenario mientras la gente aplaude y, cuando mi abuela se va a bajar también, Ambrosius la coge de la mano, la hace sentarse en un taburete y él se sienta en otro.

¿Qué van a hacer?

A una seña de él, las luces del local bajan y Ambrosius dice:

—Amigos, hoy es un día muy… muy… muy… especial para mí. La preciosa mujer que está sentada a mi lado fue, ha sido y será hasta el día en que me muera mi único y verdadero amor. ¡Mi chica!

Encantados, todos aplauden y vitorean, mientras yo, descolocada, bebo un trago de mi destornillador. Ambrosius continúa:

—He conocido muchas mujeres, incluida a la madre de mis dos hijos, que un día se marchó para no volver, gracias a Dios. —Todos ríen, aunque yo no le veo la gracia—. Pero mi preciosa Ankie es la única que me robó el corazón y nunca me lo ha devuelto. Hace ya varios años nos reencontramos por casualidad en un concierto en Londres. Ella actuaba con su banda y yo con la mía y, amigos, ¡las chispas saltaron de nuevo! —La gente silba—. Pero por aquel entonces cada uno tenía su vida y decidimos proseguir con ellas. Aunque ante vosotros reconozco, y ella lo sabe, que pese a que desde entonces no nos hayamos visto más de diez veces, la adoro con todo mi corazón.

—Oh, porfaplissssss… ¡Qué bonitoooooooo! —murmura Tifany, mirándome.

—Cuqui, ¡es idealllllll! —afirma Ashley con su destornillador en la mano.

Yo, descolocada, sonrío. Coral, acercándose a mí, susurra:

—¿Ha dicho porfaplis?

Asiento, pero no puedo prestarle atención. Estoy pendiente de mi abuela y de Ambrosius, que me están volviendo loca.

Pero ¿qué me he perdido?

Ella sonríe con coquetería y Ambrosius le retira el pelo de la cara y dice:

—Hay una canción que el primer día que la escuché supe que era para que la cantáramos mi chica y yo —explica, señalando a Ankie—. Se la envié por esas modernidades que hay hoy en día del Facebook para que la escuchara y un día, en una de nuestras conexiones por Skype, la animé a que la cantáramos juntos. —Mi abuela sonríe y él pregunta—: ¿Te atreves a cantarla esta vez mirándome a los ojos, cielo?

¿Mi abuela sabe lo que es Skype?

Con una sonrisa, ella asiente.

¡Joder… joder… joder con mi Lobaabuelacienta!

Acabo de descubrir en quién pensaba todos estos años cuando cerraba los ojos y cantaba. Sin lugar a dudas, ahora entiendo muchas cosas.

Ambrosius sonríe mientras todos los miramos y, cuando un foco amarillento los ilumina, dice:

—La canción se llama If I didn’t Know Better.

Comienza a tocar la guitarra y, tras los primeros acordes, mi abuela comienza a cantar en un tono de voz bajo:

If I didn’t know better I’d hang my hat right there.

If I didn’t know better I’d follow you up the stairs.

Con la boca abierta, me siento en una silla a escucharlos.

No conocía esta lenta y pausada canción. Pero escucharla me resulta, como poco, embriagador.

Tifany, emocionada, me mira y me susurra que esa canción salió en una serie llamada Nashville. No la conozco. No la he visto, pero la buscaré y la veré.

Una vez mi abuela calla, Ambrosius comienza a cantar y suspiro al entender la letra, que habla de una pasión oculta por una amistad, de un amor duro y descarnado.

¡Vaya tela… vaya tela!

Observo cómo mi abuela y su amigo cantan mirándose a los ojos una más que sensual canción, mientras se hablan a través de la música y la mirada.

—Aquí hay tema que te quemas —cuchichea Coral.

Asiento. Aquí hay tema, temazo y retemazo, y no sólo yo me estoy dando cuenta. En el escenario, mientras cantan, Ambrosius y Ankie no ocultan lo que sienten el uno por la otra y yo no sé si reír, llorar o salir corriendo.

Cuando la canción acaba se hace el silencio en el local. La gente casi no respira, hasta que finalmente estallan en aplausos y yo consigo reaccionar.

—Me ha superencantadooooooo —aplaude Tifany.

—¡Qué cucadaaaaaaaaaa! —elogia Ashley.

Coral, con su para mí habitual gesto de mofa, va a decir algo cuando, mirándola, le ordeno:

—Cierra el pico, Gordicienta.

Minutos después, mi abuela por fin baja del escenario y se dirige hacia nosotras. Todos le dan la enhorabuena y cuando llega hasta mí, nos miramos y, sin que yo diga nada, murmura:

—Sí, cariño. Él es el amor de mi vida.

A las cuatro de la madrugada, tras una noche de lo más divertida, plagada de destornilladores, bailes mil y canciones sobre el escenario, dejamos a Ashley y a Cloe en sus casas con una bolinga más que considerable. Creo que cuando se den cuenta de todo lo que han bailado y cantado sin pudor, me van a odiar. Pero, bueno, ya cuento con ello.

Acompañamos también a Tifany, que no está en condiciones de conducir, y después Coral, mi abuela y yo cogemos un taxi hasta mi casa.

Una vez allí, mi abuela, aún en su nube particular, se va a dormir, y Coral y yo nos dirigimos a la cocina. Abrimos la nevera y ella, al ver una botella de champán con etiqueta rosa, la coge encantada y dice:

—¡Este! Que me han hablado muy bien de él.

No sé de lo que habla, pero accedo. A mí me da igual el color de la etiqueta.

Nos sentamos en el suelo de la cocina y nos apoyamos en los muebles. Coral empieza a hablar del increíble lugar en que estamos y yo, cansada y con varias copas de más, le hago saber lo mucho que odio esta cocina y esta casa. Cuando le confieso el porqué de mi odio, ella, boquiabierta, me pasa la botella y dice:

—¿Cómo que no vas a denunciar a esa zorramplona? ¡Te quiso matar!

Bebo un trago a morro y luego digo:

—No empieces tú también con eso.

Durante un rato, escucho cómo protesta sobre lo mal que hago al no denunciarla, pero yo estoy a lo mío. Miro la encimera roja y no puedo dejar de imaginar a Dylan y a Caty sobre ella haciendo el amor.

¿Por qué? ¿Por qué me hago esto a mí misma?

Irritantes imágenes de mi chico mordiéndose el labio y lo que no es el labio pasan por mi mente y, furiosa, me levanto.

—No quiero hablar más de ello.

—Floricienta, relájate.

—Bastante tengo con tener que vivir en esta casa y con esta cocina. Veo estas puñeteras encimeras rojas y siento… siento ganas de vomitar y…

—Nadie te dijo que fuera fácil estar con un hombre como Dylan. Y, además, te vas a casar con él.

Me vuelvo a desplomar en el suelo, a su lado, y, dando otro trago a la botella de champán, contesto:

—Ya te digo… pasado mañana.

Coral murmura divertida:

—Te envidio y, aunque no hayamos tenido una despedida de soltera de las que a mí me gustan, con tíos cachas y granujientos, tengo que decirte que Dylan es un hombre estupendo y sólo hay que ver cómo te mira para saber que está total y completamente colado por ti. Ojalá se hubiera fijado en mí y no en ti. Si es que hasta para eso tienes suerte, jodía.

—Lo sé. —Sonrío al pensar en mi chico—. Dylan es el hombre más maravilloso, atento, romántico, irresistible, apasionado y ardiente que he conocido en toda mi vida. Y lo reconozco: ¡lo quiero todo para mí! Absolutamente todo. Me estoy volviendo una posesiva increíble.

—Haces bien. Porque te aseguro que si lo sueltas, lo pillo yo.

Ambas reímos y en ese momento se enciende la luz de la cocina. Es mi abuela Ankie, que no puede dormir. Tras un rato charlando las tres, Coral se marcha al salón, se tira en el sofá y se queda frita.

Una vez solas ella y yo, mi abuela me mira y dice:

—Quise a tu abuelo con todo mi corazón. Conocí a Ambrosius en un viaje que hice a Estados Unidos cuando era jovencita. ¡Oh, qué guapo y joven era! Lideraba una banda de country y yo una de música pop. Tuvimos un romance maravilloso, pero cuando regresé a Holanda, una discográfica nos contrató a mí y a mi grupo y decidí olvidarme de sentimientos y seguir mi camino con la música. En esa época no existían ni Facebook, ni Skype, ni nada para mantener el contacto y, cuando dejé de recibir sus cartas, pensé que se había olvidado de mí.

»Años más tarde, conocí a tu abuelo y con el tiempo decidí casarme con él y seguir con mi música. El tiempo pasó, tuve a tu padre, luego llegó la enfermedad de tu abuelo y, hace diez años, cuando estuve en Londres con mi banda, la vida volvió a poner frente a mí a Ambrosius. Y, oh, Yanira…, verlo fue brutal. Electrizante. Increíble. Fue mirarnos, reconocernos y sentir lo mismo que habíamos sentido cuando éramos unos chavales. Y bueno… tras tres días juntos, ocurrió lo que tenía que ocurrir entre nosotros.

»No me siento orgullosa de haber engañado a tu abuelo, pero él estaba enfermo y…

—No tienes por qué justificarte, Ankie.

Ella sonríe y, mientras me sujeto el pelo con un pasador, dice:

—Lo sé, cariño. Lo sé. Pero quiero y necesito contártelo. Tu abuelo estaba enfermo. Nuestra vida de pareja siempre fue muy limitada y, cuando me reencontré con el amor de mi vida, mi cuerpo se rebeló y mi mente se nubló. Te juro, Yanira, que no vi más.

Sonrío. Entiendo de lo que habla. A eso yo lo llamo «pasión».

Ver a esa persona que adoras y no poder resistirte. Es lo que yo sentía y siento por Dylan y si no pudiera estar con él, cada vez que nos reencontráramos, siempre acabaríamos igual.

—Luego murió tu abuelo y Ambrosius y yo nos hemos visto siempre que hemos podido. ¿Recuerdas las veces que he viajado a Barcelona, Roma u Holanda? —Asiento y ella prosigue—: Era para estar con él. Cada cual tiene su vida y sus responsabilidades, pero sin lugar a dudas Ambrosius y yo tenemos nuestra particular historia de amor. Por eso, y a pesar de lo que sé que te gusta cantar, si realmente quieres a Dylan como sé que lo quieres, no desperdicies el tiempo. Vive, cariño. Disfruta. Saborea la vida como si fuera tu último día. En cuanto a lo de cantar, ¡no lo abandones! Lucha por tu sueño. Pero nunca dejes de guiarte por el corazón o algún día lo lamentarás.

Cuando de madrugada subo a la habitación, esta está a oscuras, pero siento la presencia de Dylan. Con cuidado, me pongo un liviano camisón amarillo, pero estoy torpe. He bebido más de la cuenta. Mis ojos poco a poco se adaptan a la oscuridad y una sonrisita me asoma a los labios al oír que mi amor se mueve. No dice nada, pero sé que está despierto y me observa. Me espera.

Miro el reloj digital de números naranja que está sobre la mesilla. Las cinco y dieciocho. Me acerco a la cama. Dylan está boca arriba. Lo miro. Tiene el torso descubierto y los ojos cerrados.

¡Qué sexy y tentador es!

Me subo a la cama e, impaciente, me siento a horcajadas sobre él. Sonrío al ver que se le curvan las comisuras de los labios.

¡Qué bribón! Ya sabía yo que estaba despierto.

Me acerco a él despacio. Me encanta su olor varonil. Le beso la frente, la mejilla izquierda, la derecha, la punta de la nariz, la barbilla y, finalmente, acercándome a su boca, murmuro:

—Eres mío. Sólo mío.

Sonríe.

Sé que le gusta oírme decir algo tan de él.

Abre los ojos y, como siempre, su mirada me hace arder.

—¿Has ligado mucho? —pregunta.

Honestamente le tendría que decir que sí. En el bar de Ambrosius me han tirado los tejos, los trastos y todo lo habido y por haber, pero contesto:

—Con nadie tan maravilloso como tú.

Me da un azote que suena a hueco e insiste:

—Entonces, es cierto, has ligado.

Sin ganas de que se enfade por esa tontería, respondo:

—Teniéndote a ti no necesito a nadie más.

Deja que devore su boca y, cuando nos separamos, cuchicheo:

—¿Qué te parece si nos sentamos en ese sillón que nos espera junto al jacuzzi y hacemos un trío? Tú, él y yo.

No responde. Sé que lo enloquece la propuesta. Lo noto temblar y, apretándome contra él, murmura:

—Mmmmm… estás juguetona.

Asiento y digo mimosa:

—Juguemos a «Adivina quién soy esta noche».

Sus manos vuelan por mi cuerpo y sonríe. Sin duda, ese juego morboso y caliente, durante el cual dejamos de ser Yanira y Dylan para convertirnos en otras personas, cada vez nos gusta más. Responde:

—Estoy tan caliente, tan receptivo, tan loco por ti, que en este instante sería capaz de abrirte las piernas para que otro te follara mientras yo observo y…

—¿Lo harías…? —lo corto, excitada por lo que oigo.

Los tríos son algo que ambos hemos experimentado por separado y yo espero que algún día podamos vivirlo juntos. Imaginar lo que ahora me propone me pone a mil. Dylan lo sabe, lo intuye, lo nota y, tras soltar un jadeo, musita:

—Por ti soy capaz de hacer muchas cosas…, conejita.

Intenta moverse para controlarme, pero yo no se lo permito. Clavo las rodillas con fuerza en la cama y murmuro, tomando las riendas:

—No… no… hoy mando yo.

Con sensualidad, levanto los brazos y me quito el pasador. Mi rubia melena que a Dylan tanto le gusta cae sobre mis hombros y él rápidamente me la acaricia. Mimosa, busco su mano con la boca y se la beso con dulzura mientras noto mis latidos acelerados.

Dylan me aviva el corazón. Nadie lo hace como él.

Me estremezco bajo su mirada e, inclinándome, lo incito a que me bese los pechos. Dylan lo hace por encima del camisón. Me los mordisquea hasta que el juego le sabe a poco y, bajando la tela con urgencia, accede a mis pezones, que devora con su boca caliente.

Oh, Dios, ¡qué gustazo!

Me arqueo hacia él. Me entrego. Su lengua juega con mis pezones, poniéndomelos erguidos, mientras yo imagino que su locura se debe a lo que he propuesto del trío. Con fervor, me lame, chupa y muerde con deseo. Con descaro, yo muevo las caderas sobre él y siento su enorme erección crecer debajo de mí.

¡La boca se me hace agua!

Cuánto lo deseo.

—Esto me estorba —lo oigo decir.

Y, de un tirón, me quita el camisón, que cae a un lado de la cama.

Sonrío.

Su locura es mi locura, mi pasión es su pasión… y cuando su boca abandona mis pezones y se acerca con urgencia a la mía, sé que voy a perder el combate y que él va a tomar las riendas de la situación. Experimento un espasmo de placer al notar su dominio.

Sólo me toca… Sólo me besa… Pero es tal su posesión que mi cuerpo y toda yo ya nos hemos rendido a él.

Con un rápido movimiento, me coloca debajo de él. Caigo sobre el colchón y, mientras Dylan se pone sobre mí, lo oigo decir:

—Te echaba de menos, cariño.

Ardo…

Me quemo…

Me abraso entre sus brazos…

Disfruto de sus caricias y un mundo plagado de dulces y atractivas tentaciones me incendia mientras mis gemidos son mi única válvula de escape.

¡Qué placerrrrrrrrrrrr!

—Esto me estorba también —vuelve a decir.

Entonces, da de nuevo un tirón, y yo sonrío. Se acaba de cargar mis bragas.

¡Adiós conjuntito!

Menos mal que era de los baratos…

Su boca, su exigente boca, baja por mi vientre dejando a su paso cientos de dulces besos. Lo que siento es insoportable. Oh, sí. Mi amor me abrasa, me hace arder, me calcina y yo disfruto mientras lo dejo hacer.

—Esta noche no jugaremos a «Adivina quién soy», conejita.

—¿Por qué? —pregunto, dispuesta a todo.

Dylan sonríe y murmura:

—Porque esta noche quiero tener a mi caprichosa.

Con pasión, me muerde, me besa, me lame y, cuando llega entre mis piernas, exijo entre temblores de deseo y pasión:

—¡Hazme tuya!

Dylan levanta la cabeza. Me mira, sonríe y, subiendo por mi ardiente y entregado cuerpo, llega hasta mi boca y musita:

—Todavía no.

¡¿Cómo que todavía no?!

Pero no puedo protestar. Su boca se apodera de la mía con fiereza y explora cada rincón, haciéndome vibrar.

Oh, sí… adoro que haga esto.

—Un día seré capaz de realizar esa fantasía del trío con otro hombre —musita—. Ese día, te cogeré las manos para que no le toques y te exigiré que abras las piernas para él…

—Sí… sí…

Mi voz susurrante y febril lo incita y, entregada a sus caricias, me arqueo hacia él. Cuando siento que me separa las piernas con las rodillas y que toca mi humedad, vuelvo a jadear, impaciente.

—Eso es… Así… Húmeda te follaremos ese hombre y yo y tú disfrutarás, ¿verdad, conejita?

—Sí… Oh, sí… —gimo, al borde del orgasmo.

Durante varios minutos, Dylan me susurra cosas calientes y morbosas. Sin duda alguna, mi futuro marido y yo lo vamos a pasar muy bien.

—Me vuelve loco oír tus jadeos —murmura.

Lo beso. Me lanzo a su boca y ahora soy yo la que con afán disfruta de cada milímetro de su lengua y de él. Lo adoro. Lo quiero. Lo necesito.

Nuestro instinto animal, ese que nos enloquece en la intimidad, está a flor de piel mientras jugamos y nos damos placer de mil y una maneras. Su miembro está duro, preparado, abultado, mientras yo estoy caliente, húmeda y abierta para él.

Deseosa y anhelante por recibirlo en mi interior, me muevo hasta notar la punta de su pene en la entrada de mi temblorosa vagina.

¡Sí, cariño…! ¡Oh, sí!

¡Lo quiero dentro y lo quiero ya!

Dylan lo sabe, lo intuye, lo imagina. Agarra su miembro y lo introduce en mi interior, pero sólo un poco. Un poquito. Mi respiración se acelera a la espera de más y me aferro a sus hombros mientras abro las piernas y muevo las caderas para facilitarle el acceso, dispuesta y loca por sentir sus embestidas duras, rápidas y posesivas.

¡Las necesito!

Pero Dylan no me lo da. Se dedica a tentarme, a volverme loca, a martirizarme. Y cuando ya no puedo más, con todas mis fuerzas lo tumbo sobre la cama hasta quedar de nuevo sentada a horcajadas sobre él.

Sorprendido por ese salvaje ataque, sonríe y murmura:

—Nena… estás muy caliente. ¿Qué has bebido?

Por supuesto que estoy caliente y bebida y encantada del momento.

—Un poco de todo —contesto.

Dispuesta a dar satisfacción a mi deseo, le agarro el pene, pero cuando voy a encajarme sobre él, me sujeta con fuerza por las caderas para mantenerme en el aire, mientras murmura:

—Todavía no.

—Dylan, lo necesito —le pido excitada.

Él sonríe y susurra:

—Hoy quiero ampliar las seis fases del orgasmo a siete. Quiero que conozcas un nuevo nivel que llamaré fase estrellada.

Sonríe y, mientras yo me vuelvo loca con lo que me dice, él exclama con voz ronca y cargada de deseo:

—Quiero que tras tu fase homicida veas las estrellas.

Resoplo y me río. Mi chico y su particular sentido del humor me hacen feliz.

La sangre se me acelera. Lo deseo.

No puedo esperar más, pero cuando voy a volver a protestar, Dylan me deja caer sobre su miembro y el placer que siento es único, irrepetible e inigualable, y ¡veo las estrellas!

Un largo jadeo cargado de deseo sale de mi interior y apenas me puedo mover. La excitación ha sido tal que sentirlo por fin dentro me deja sin aliento. Él, sin soltar mis caderas, entra y profundiza mientras se recrea mirándome y apretándose contra mi cuerpo.

—¿Te gusta así? —lo oigo preguntar.

Asiento.

—¿Has visto las estrellas?

Suelto un gemido de placer y, con un hilo de voz, respondo:

—Y todo el firmamento.

Sonríe mientras yo me muerdo los labios para no gritar de placer y despertar a toda mi familia. ¡Menudo corte!

Mi cuerpo es una bomba nuclear llena de terminaciones nerviosas que disfrutan más cada segundo. Sin dejar de mirarme a los ojos, sus embestidas se aceleran al tiempo que yo, sin fuerzas, dejo que me mueva. Entonces veo que se muerde el labio inferior y me pide:

—Di mi nombre, cariño.

Tomo aire y murmuro mimosa:

—Dylan…

Su cuerpo se contrae y el empellón profundiza más en mí cuando vuelve a insistir, loco de deseo:

—Otra vez.

—Dylan…

La locura se apodera de él tanto como de mí y el Dylan posesivo y territorial que me gusta hace acto de presencia en nuestra intimidad. Enloquecida, oigo sus jadeos y los míos mientras él entra y sale de mí. Pierdo el control y le clavo las uñas en los hombros.

Al ver que me muerdo los labios para no gritar, acerca la boca a la mía mientras su miembro palpita en mi interior.

—Así, cariño… así… veamos las estrellas juntos.

Lo hago. Lo hace. Lo hacemos.

Sin duda que lo hacemos, mientras su boca me devora y un nuevo empellón penetra más profundamente y una nueva oleada de placer me toma y siento cómo nuestros fluidos nos empapan.

Mi placer lo enloquece y el suyo me hace perder la razón. Me agarra el trasero con las manos y comienza a moverme de atrás hacia delante, imprimiendo un agónico movimiento que lo lleva finalmente al clímax.

¡Oh, sí! Quiero verlo llegar al éxtasis.

Minutos después y cuando ambos recuperamos el resuello, sigo tendida sobre su pecho. No me suelta. Le encanta tenerme así y a mí me encanta que me tenga. Es tan cariñoso que me pasaría la vida encima de él.

Pero debemos asearnos, ambos estamos empapados. Estiro la mano, cojo los kleenex que hay sobre la mesilla y, sacando un par de ellos, lo beso y murmuro:

—Toma, límpiate.

Luego, mi chico me besa en la frente, me acurruca de nuevo sobre él y pregunta:

—¿Lo has pasado bien en tu despedida de soltera?

Asiento. Mientras disfruto de sus mimos, susurro:

—No veo el momento de casarme contigo, cariño.

El cuerpo de Dylan se mueve al reír y, abrazándome para que me duerma, dice:

—Descansa, amor mío… Sin duda has bebido de todo un poco.