2

Mi medicina

En el hospital, tras hacerme radiografías e inmovilizarme el brazo con un cabestrillo, un enfermero empuja la silla de ruedas donde voy sentada. Se para ante una puerta y al abrirla me encuentro con Dylan.

—Hola, mi vida —dice al verme.

Se lo ve preocupado. El que empujaba mi silla me ayuda a sentarme en una cama y luego se va, dejándonos solos. Cariñoso, Dylan me da un rápido beso en los labios, me acaricia la mejilla y me pregunta si me duele mucho.

Noto una pequeña molestia, pero nada que ver con el dolor que tenía antes.

—Es soportable —le contesto. Entonces, consciente de todo lo que ha pasado, añado en voz baja—: ¿Y Tifany cómo está?

—Tiene una luxación en una costilla y magulladuras en las piernas y en los brazos, como tú. Pero, tranquila, sobrevivirá y le sacará a mi hermano ese anillo que tantas ganas tenía de comprarse y seguramente algo más.

Ambos sonreímos.

—¿Quieres que llamemos a tus padres? —me pregunta.

Lo pienso un momento, pero finalmente niego con la cabeza. Sé lo mucho que se preocuparán a tantos kilómetros de distancia. Prefiero que no lo sepan. Estoy bien y no quiero que sufran por mí.

Cierro los ojos. Estoy molida. Como si me hubieran dado una paliza, pero aun así digo:

—¿Caty está bien?

Tras un incómodo silencio, Dylan asiente.

—Sí. —Y con un profundo suspiro, añade—: Cuando se recupere, tendrá un gran problema con nosotros y con la ley. Te aseguro que lo que ha hecho no va a quedar impune. He hablado con mi padre y él nos representará. Me encargaré de que pague lo que ha hecho. Lo que ha intentado hacer la…

—Dylan, no —lo corto—. No puedo hacerlo.

—¿Cómo que no puedes hacerlo? Ha estado a punto de matarte, cariño.

Asiento. Lo sé. Sé que lo que Caty quería hacer en ese instante era eso, pero continúo:

—Tranquilízate y piensa. Por favor… Si alguien odia a esa mujer con ganas, esa soy yo, pero no puedo olvidar que sufre por amor. Te quiere. Se le ha ido la cabeza, ha bebido de más y… y además, yo cruzaba por donde no debía. También tengo parte de culpa, ¿no lo ves?

—Yanira —dice él con voz grave—. Te ha podido matar. Si hubiera cumplido su propósito, tú y yo ahora no estaríamos aquí, hablando, ¿no te das cuenta?

Vuelvo a asentir. Claro que me doy cuenta, sin embargo, insisto:

—Pero lo estamos, Dylan. Estoy aquí contigo y voy a seguir estándolo mañana y al otro y al otro. —Intento sonreír, sin éxito, cuando prosigo—: No voy a denunciarla, cariño. Lo siento pero no puedo. Creo que bastantes problemas tiene ya con superar lo ocurrido.

—Eres demasiado buena, demasiado, y creo que…

—No. He dicho que no —sentencio.

Me mira boquiabierto y cuando asume que no me va a hacer cambiar de opinión, murmura:

—Nunca pensé que Caty pudiera hacer algo así. Nunca. No sé cómo pedirte perdón por ello y…

—Dylan —lo corto—. Tú no tienes que pedirme disculpas porque tú no tienes la culpa de nada, cariño. Se le ha ido la pinza; ¿qué tienes tú que ver en ello?

—Me siento culpable. Debería haber sido más previsor.

—¡¿Previsor?!

Adopta una expresión compungida y explica:

—Caty padece depresión desde hace años. Se medica y…

—Joder…

—Un amigo del hospital me comentó el otro día que vendió su clínica pediátrica al año de desaparecer yo. Ya no es la dueña. Sólo trabaja allí unas horas y yo… yo debí haber imaginado que podría pasar algo así.

Recuerdo que esa misma noche, mientras cenábamos, ella nos había hablado de su clínica y pregunto:

—Y sabiendo la verdad, ¿por qué no has dicho nada durante la cena?

—¿Cómo lo iba a decir, Yanira? No podía ser tan cruel. Además, no sé qué le ha contado de su vida al hombre que la acompañaba y no quería meter la pata. Tampoco quería preguntarle por su enfermedad. No era el momento ni el lugar, cariño. Deseaba hablar con ella, llamarla un día para ver cómo estaba. Por eso hoy, al verla, la he invitado a cenar con nosotros sin pensarlo. Merecía ser bien recibida por nosotros dos, por la familia Ferrasa. Siempre ha sido una buena amiga, aunque ella pensara…

—Ella pensaba que era algo más para ti, ¿verdad?

Dylan asiente y, tras resoplar, añade:

—Siempre he sido sincero con ella. Cientos de veces le he dicho que nunca habría nada serio entre los dos, pero Caty se empeñaba en continuar a mi lado y yo, egoístamente, lo aceptaba. Lo creas o no, no sólo lo hice por mí, sino también por ella. La veía feliz, con su problema controlado, y eso me valía. Pero ahora me doy cuenta de que lo que he hecho no ha estado bien.

—No te angusties, cariño.

—Por eso digo que es mi culpa, Yanira —prosigue él—. Sin querer, yo he provocado lo ocurrido. Yo soy el culpable, ¿no lo ves?

Al notar la desesperación en sus ojos, respondo:

—No, mi vida, tú no lo has provocado. Es cierto que has jugado con sus sentimientos sin pensar en el dolor que le podías ocasionar a ella, pero tú no la has obligado a ponerse al volante, a apretar el acelerador y a lanzar el coche contra mí. —Dylan no responde y yo continúo—: Y ahora, sabiendo lo que sé, ¿cómo pretendes que la denuncie? Si antes no podía, ahora menos.

Mi moreno no contesta y, dispuesta a dejarlo todo claro, afirmo:

—Lo que no voy a permitir es que te culpabilices de todo lo que sucede a tu alrededor. Las cosas pasan porque tienen que pasar y punto. ¿O acaso eres también responsable de lo de la capa de ozono? ¿O del hambre del Tercer Mundo? —Consigo que me mire y concluyo—: Que te quede claro, señor Dylan Ferrasa, que para mí sólo serás culpable de lo que puedas hacerme directamente, ¿entendido?

No se mueve. Sólo me mira.

Incrédula, veo que igual que con su madre, el sentimiento de culpa no lo deja vivir. ¿Por qué se siente así?

Pero yo no estoy dispuesta a que viva con esa angustia e insisto:

—No pienso dirigirte la palabra hasta que me digas que me has entendido y que tú no tienes la culpa de lo que ha ocurrido, ¿vale, amor mío?

Asiente con la cabeza y, tras unos tensos segundos, sonríe y contesta:

—Sólo para que me llamaras «amor mío», ha merecido la pena escucharte.

—¡Dylan! —protesto.

Él sonríe y finalmente accede.

—De acuerdo, caprichosa. Te he entendido y yo no tengo la culpa.

—¡Bien!

Cuando me abraza con cuidado, oímos que se abre la puerta de la habitación. Es Tifany en una silla de ruedas, acompañada de Omar y una guapa enfermera morena.

Cuando llega a mi lado, Tifany me coge la mano. En ese momento me entra la llorera tonta y digo entre sollozos:

—Tifany, dime que estás bien o…

—Ay, amorrrr, no lloresssss. ¡Arriba esas pestañas! —bromea, con su cara de pizpireta.

—Siento mucho lo que te ha pasado.

—Tranquila, Yanira —interviene Omar sonriendo, tras guiñarle un ojo a la enfermera que ha entrado con ellos—. Te aseguro que mi mujercita sacará provecho de su heroicidad una vez salga del hospital.

—Bichitooooo… —se queja ella divertida—. No digas eso, tontuso.

Veo cómo Omar y la enfermera se miran hasta que esta sale de la habitación.

¡Qué descaro!

Si Dylan hace eso delante de mí, como poco le arranco los ojos.

Cuando mi cuñado se acerca a su hermano para comentarle algo, Tifany baja la voz y me dice:

—La semana que viene nos vamos de compras, ¿vale?

Me entra la risa y asiento divertida. Entonces, ella añade:

—Esa listilla no me ha dado buena espina y creo que te lo he hecho saber con la mirada durante la cena, cuando he visto cómo se derretía cada vez que contemplaba a Dylan. Y en el pub, ¡oh, en el pub!, cuando ha empezado a contar ciertas intimidades, me he marchado porque estaba a punto de gritarle «Guapa, ¡haz clic y minimízate!», pero no quería ser ordinaria.

Como siempre, su manera de hablar me hace gracia. ¡Tifany no podría ser ordinaria ni queriendo!

—No sé cómo darte las gracias.

Ella sonríe y, bajando la voz, contesta:

—Vamos, cuqui, ¿acaso tú no habrías hecho lo mismo por mí?

Asiento. Sin duda lo habría hecho.

—Te superquiero —concluye Tifany con una bonita sonrisa.

Yo sonrío también. Le agradezco sus muestras de cariño en un momento como este. Casi no nos conocemos, pero creo que la he juzgado demasiado rápido y que se merece otra oportunidad. Y me alegra que piense que yo habría hecho lo mismo por ella.

Los hermanos Ferrasa nos miran divertidos y Omar dice:

—Hermano, al final papá va a tener razón con eso de que las rubias sólo dan problemas.

Eso me hace reír, pero Tifany protesta:

—Bichitooooooooooo, no digas eso, tontusete.

Los cuatro nos quedamos esa noche en el hospital. Dylan se niega a que nos den el alta a Tifany y a mí, y nosotras decidimos claudicar.

¡Menudo fin de fiesta y llegada a mi nuevo hogar!

De madrugada, cuando me despierto, veo que Dylan está sentado en el butacón que hay frente a la cama, leyendo un libro. Lo observo entre las pestañas. Él no me ve. Como siempre, está guapo y sexy y aún más con ese gesto tan serio y con la camisa abierta. Sé que se martiriza por lo ocurrido. Lo veo en sus ojos y en el rictus de su boca. Se preocupa por mí.

Ay, mi niño.

Durante un rato, me dedico a observarlo y a disfrutar de las vistas, pero en cuanto ve que me muevo, deja el libro sobre una mesita, se levanta y rápidamente se acerca a mí.

—¿Qué ocurre, cariño?

Su voz me reconforta. Su presencia me da seguridad e, incapaz de callarme, murmuro:

—Sólo quería decirte que te quiero.

Sonríe. Me toca la frente y, con expresión cómica, cuchichea:

—Me parece que el golpe ha sido más fuerte de lo que creía en un principio. ¿Me tengo que preocupar?

Su humor y su gesto guasón me hacen sonreír. ¡Menuda vena romántica la mía! Durante unos segundos ambos nos reímos, hasta que de pronto digo:

—Quiero casarme contigo mañana mismo.

Sorprendido, mi amor clava sus bonitos ojos color castaño en mí.

—¿Estás segura? —pregunta.

—Vayámonos a Las Vegas tú y yo —contesto—. Hagamos una boda loca, diferente y…

—Cariño —me corta él—, nos casaremos cuando tú quieras, pero en Las Vegas no.

—¿Por qué?

—Porque quiero casarme contigo ante los ojos de Dios.

Vaya… ¿Desde cuándo es tan creyente?

Hago un mohín, él sonríe y finalmente yo también sonrío. Pero ¡qué facilona soy con este hombre…!

Dylan me besa y afirma:

—Yo me ocuparé de todo.

—Vale, pero te pido una cosa.

—¿Qué?

—Quiero una fiesta muy divertida.

—Te lo prometo —responde abrazándome.