15

La distancia

En marzo, Dylan tiene que viajar a Canadá a un congreso médico. Me propone que lo acompañe y yo acepto, pero tras hablarlo con la discográfica veo que es imposible. Debo estar esos días en Los Ángeles para grabar con J. P.

—Serán sólo cuatro días, ¿no puedes retrasar la grabación? —le pregunto a Omar.

Tras mirar a Dylan, que lo observa con gesto serio, mi cuñado responde:

—Lo siento, Yanira, pero no puede ser. Esto es un negocio y los demás no estarían de acuerdo. J. P. tiene una agenda muy apretada y debemos grabar los días acordados. De verdad que lo siento.

Miro a mi amor compungida y él, encogiéndose de hombros, me guiña un ojo. Cuando salimos del estudio, al ver mi mal humor, me besa y murmura:

—Tranquila.

—Joder, tu hermano podría haberlo arreglado. Son sólo cuatro días.

—No depende de él —contesta Dylan abrazándome— y piensa que, además, J. P. viene desde Londres para grabar el disco. Como te ha dicho Omar, esto es un negocio, uno que mueve millones de dólares, y ahora que la maquinaria se ha puesto en marcha, no se puede parar. Como te comenté en su día, todo tiene su parte buena y su parte mala.

Dos días después, mi amor y yo nos tenemos que despedir. Veo la pena en sus ojos, pero no dice nada. Al contrario, intenta sonreír y hacerme sonreír a mí. Los dos primeros días lo echo muchísimo de menos, pero el trabajo que tengo con la canción al final consigue distraerme y me centro en ello.

Hoy es el día de la grabación y estoy hecha un manojo de nervios. Casi no he podido dormir y, al levantarme, siento un ligero mareo. No puedo comer. No me apetece ni siquiera el Cola Cao a palo seco que suelo tomarme cada mañana.

Ay, madre, ¡qué malita estoy!

Añoro a Dylan cada segundo, cada instante del día. Si estuviera aquí me animaría y, sobre todo, me tranquilizaría. Nadie lo hace como él.

Cuando llego al estudio, la secretaria de Omar, esa a la que se tira entre reunión y reunión, me dice que tengo una llamada en espera. Intrigada, cojo el teléfono y contesto:

—Sí, dígame.

—¿Cómo está mi preciosa conejita?

Es Dylan. Al oírlo casi lloro de la emoción. Con todo su amor, me dice mil veces que me va a salir genial, me tranquiliza y me pide que cierre los ojos, que me concentre en lo que quiero hacer y que lo haga.

Cómo me conoce.

Después de hablar con él más de veinte minutos, cuelgo y sonrío con las pilas recargadas. Sin duda alguna, Dylan es el centro de mi vida.

Tony me abraza al verme. Sabe que he hablado con su hermano y lo feliz y especial que Dylan me hace sentir, y lo disfruta como si fuera su propia felicidad.

Diez minutos más tarde, Omar entra en la sala y me saluda. Detrás de él vienen J. P. y su séquito. Hablamos sobre lo que vamos a cantar e intento mostrarme lo más profesional que puedo. Lo consigo, e incluso me lo creo yo misma.

Durante una hora, ajustamos voces con sus raperos y cuando J. P. está satisfecho, procedemos a la grabación.

Grabamos la canción por partes. Hay una que a él no le gusta cómo queda y al final paramos para el almuerzo. Por fin mi estómago se ha relajado y consigo comer algo y tranquilizarme. No me está saliendo tan mal.

Mientras estamos comiendo, se acerca a saludarnos Sandy Newman, una cantante que le gusta mucho a mi madre. Le pediré una foto y se la enviaré. Le encantará. Al presentarnos, Sandy dice:

—Vaya, vaya, así que tú eres la famosa Yanira.

¡Flipo! ¿Sabe quién soy?

—Sí, efectivamente —afirma mi cuñado Omar—. Es mi nueva representada.

Ella, tras mirarme con detenimiento con sus bonitos ojos, pregunta:

—¿Tú también eres de las que menean el trasero mientras cantan, como todas las vocalistas de ahora?

Ese tono de desprecio no me gusta y respondo:

—Me encanta menear el trasero mientras canto. ¿A ti no?

—¡Por Dios, qué vulgaridad! Yo creo que en el escenario hay que demostrar elegancia. Nunca se me ocurriría hacer algo así. Si algo está claro es que en mis espectáculos no admito el mal gusto ni la vulgaridad.

De repente esta diva me cae fatal y mi madre se queda definitivamente sin su foto.

—Tu estilo y el de Yanira no tienen nada que ver, Sandy —opina Tony.

La madura cantante arruga la nariz y, con maldad, afirma:

—Por suerte para mí.

¡Será imbécil la tía!

—Sandy —interviene Omar—, esta nueva generación de cantantes bailan y cantan. Por suerte, son muy completas y…

—Y eso marca la diferencia entre una artista como yo y personajillos como ellas —finaliza.

Me sale humo por las orejas y, si no hablo, reviento. Por muy Sandy Newman que sea, me está tocando los pies y cuando ya no puedo más, suelto en plan víbora:

—¿Sabes, Sandy? Mi madre era muy fan tuya. Te escuchaba cuando estaba embarazada de mí.

Oigo que Tony suelta una exclamación en voz baja.

¡Toma derechazo, Sandy Newman!

Mis cuñados sonríen y la mujer, tras mirarme con verdadero odio, se da la vuelta y se va. Una vez nos quedamos solos, miro a los de la mesa, que intentan contener la risa, y pregunto:

—Pero ¿de qué va esta?

Tony suelta una carcajada y cuchichea:

—Mi madre tiene que estar riéndose en el cielo, Yanira. Sandy y ella no eran precisamente muy amigas.

Omar, divertido, pone una mano sobre la mía calmándome.

—Tranquila, Yanira —dice—. La envidia es muy mala.

Asiento. Ya lo creo que es mala.

Acabada la comida, retomamos la grabación, pero J. P. sigue sin estar satisfecho. Lo veo hacer arreglos con Tony y observo cómo mi cuñado se desespera. No consigue dar con lo que el rapero quiere, hasta que, harta de oír quejarse al divo del rap, lo cojo del brazo y digo:

—¿Puedo proponer una cosa?

Él me mira con superioridad y, tras contemplarme de arriba abajo, responde:

—Por supuesto, ojitos claros.

—Canta conmigo. Tú no pares y continúa, mientras yo te muestro lo que se me ha ocurrido para esa parte de la canción. —Señalo los papeles que tenemos delante y añado—: Ahora esta estrofa la haré yo mientras tú cantas; no rapees la mía, ¿vale?

J. P. asiente. No pierde nada con probar.

Tony nos observa y comenzamos a cantar juntos. Al llegar a la parte conflictiva, con un movimiento de mano, hago que J. P. se calle y rapeo yo. ¡Toma, ya sé rapear! Y cuando acabo, le pido que él cante mi estrofa.

Al terminar, J. P. me mira. No sé si le ha gustado lo que he sugerido, pero finalmente esboza una gran sonrisa y exclama:

—¡Eres buena, ojitos claros!

Sin duda ya me he quedado con el apodo. Satisfechos con la solución, Omar y el séquito de J. P. al otro lado del cristal levantan los pulgares. Les ha gustado mi idea y, tras probarla un par de veces más, procedemos a grabar esa parte.

Cuando por fin acabamos, el rapero se quita los cascos y propone:

—¿Qué tal si esta noche tú y yo salimos a tomar unas copas?

Lo miro sonriendo y respondo:

—Gracias, pero no. Tengo planes.

Sin embargo, él se acerca más a mí. ¡A que le doy! Y entonces, Tony entra en escena y dice para cortar el momento:

—J. P., hay un periodista de la revista Rolling Stones que te espera para hacerte una entrevista.

Mi mirada y la del rapero se encuentran y este dice:

—Te debo una cena, ojitos claros. Me gusta trabajar contigo y quiero tenerte cerca.

Cuando desaparece, miro a mi cuñado y le guiño un ojo. Tony sonríe y murmura:

—No cabrees a Dylan.

Entre risas y colegueo, pasamos a la cabina, donde el técnico nos pone lo grabado. Omar y Tony me miran, y yo sonrío.

¡Estoy emocionada!

Las voces de J. P. y la mía suenan de maravilla juntas y cuando me oigo rapear, me parto de risa.

Acabada la entrevista, el rapero entra de nuevo en el estudio. Volvemos a escuchar la canción y él me guiña un ojo mientras afirma que la canción es la bomba.

Tras brindar con champán J. P. y los suyos se van y yo cierro los ojos emocionada al pensar en lo que acabo de hacer.

Comento que me voy a casa, pero Tony me pide que lo espere. Tiene que terminar una cosa con otro cantante y, mientras tanto, decido sentarme en la pecera a verlo trabajar.

Un par de horas después, Omar me entrega unos contratos para que les eche un ojo. La discográfica cada día me presiona más para que firme con ellos. Todo lo que leo me suena a chino, y entonces siento que alguien me besa en el cuello. ¡J. P. se acaba de pasar tres pueblos! Pero al volverme para darle un guantazo al osado, me quedo sin palabras. Es Dylan.

Como movida por un resorte, doy un grito, salto por encima del sofá y me lanzo a sus brazos, mientras Omar y Tony sonríen, conchabados con su hermano.

Emocionada por tenerlo a mi lado, no lo suelto y Omar le pone lo que hemos grabado hoy con J. P.

Dylan escucha atentamente la canción y, cuando esta termina, me mira y dice:

—Es imposible hacerlo mejor, cariño.

Lo beso conmovida, mientras él me acaricia la rodilla por debajo del vestido. Tras hacerle una seña a la morena, Omar me aprieta:

—Dime qué día quieres que tengamos la reunión con los de la discográfica. Nos morimos de ganas de ficharte. Además de uno de tus jefes, seré tu mánager y velaré por tus intereses. ¡Eres una Ferrasa! No tienes que preocuparte de nada.

—Omar, mira que eres pesadito —respondo y omito decir que en realidad soy una Van Der Vall.

—No, Yanira, pesadito no —se defiende él—. Cuando la canción de J. P. salga a la luz, te van a llover infinidad de propuestas y mi deber es ficharte antes que otros. ¡Joder, que eres de la familia!

No puedo evitar sonreír ante lo de la lluvia de propuestas. ¡Qué fuerte! Dylan no dice nada. Deja que sea yo quien decida, pero intuyo que él ya ha hablado con sus hermanos. Omar añade finalmente:

—Yanira, esto es un negocio y, si nos dejas, podemos conseguir que triunfes en el mundo de la música, como siempre has deseado. Tienes voz, talento, personalidad y presencia. ¡No te falta de nada!

—Y sé mover el trasero —añado, haciéndolos reír—. ¿Tú qué piensas? —le pregunto a Dylan.

—Es tu sueño —responde él mirándome cariñoso—. Tú debes decidir cuándo comenzarlo. —Y, divertido, añade—: En cuanto a eso de menear el trasero… ¡habrá que hablarlo!

Durante unos segundos pienso, pero finalmente me doy cuenta de que estoy retrasando lo inevitable. Deseo ese disco. Actualmente tengo los medios y, con Dylan a mi lado, me siento capaz de todo. De modo que, sin soltar su mano, pregunto:

—¿Estarás conmigo en esa reunión con la discográfica?

—Sí tú quieres, cariño, por supuesto.

—Quiero —insisto.

Él asiente y, tras mirar sus horarios en su tablet, le dice a Omar:

—¿Qué te parece el lunes que viene a las diez de la mañana?

—Estupendo —exclama Tony—. Así tendré tiempo de terminar un par de canciones que estoy seguro de que a Yanira le gustarán.

—Genial —le contesta Omar a Dylan y, pasándole una nota a su secretaria, dice—: Convoca a Jason, a Lenon y a Jack para el lunes a las diez. —Ella asiente y, frotándose las manos, mi cuñado concluye—: Así pues, el lunes a las diez en mi despacho.

La secretaria, de nombre Sherezade, le dedica a Omar una sonrisita de lo más lasciva. Pobre Tifany. Cuando Omar y ella se marchan, presto a mi marido toda mi atención.

—No te esperaba hasta mañana.

Dylan asiente y, acercando la nariz a mi cuello, responde mientras aspira mi aroma:

—No podía estar más tiempo alejado de ti.

Yo sonrío y me abrazo a él. Tony nos mira y pregunta:

—¿Molesto?

Lo miramos los dos y contesto:

—No, tonto. Tú nunca molestas.

Entonces, propone:

—Vamos, cuñada, ya que estamos solos, date el gusto de grabar la canción que quieras. Sólo dime qué música de fondo necesitas y yo te grabaré la voz.

Titubeo, pero Dylan me anima a hacerlo. Al fin, achuchada por ambos, digo:

—Me gustaría Cry Me Out, de Pixie Lott.

Tony busca la música y, una vez la localiza, salgo de la pecera. Me voy al otro lado del cristal y, cuando me pongo los cascos y escucho la melodía, comienzo a cantar en cuanto él me hace una seña.

La letra fluye de mi interior mientras miro a mi moreno, tan guapo e impresionante con ese traje y su corbata oscura.

You’ll have to cry me out.

You’ll have to cry me o-o-out.

The tears that will fall, mean nothing at all.

It’s time to get over yourself.

Me gusta ver su sonrisa, me encanta verlo feliz y sin lugar a dudas en este momento lo es, mientras yo canto la canción para él. Sólo para él.

Cuando minutos después acabo, me quito los cascos y entro en la pecera. Allí, Tony me pone por los altavoces el resultado de lo que ha grabado.

Me escucho incrédula. Siempre he cantado en orquestas y me he oído por los altavoces, pero nunca había tenido el lujo de grabar algo en un estudio profesional como este.

La escuchamos encantados y, cuando acaba, Tony abre una carpeta y, tras mirar a su hermano, que asiente, me tiende una partitura y dice:

—Dylan la escribió para ti y yo compuse la música.

¿Dylan escribe canciones?

Alucinada, cojo el papel que Tony me da como si fuera oro en paño y, tras echarle una ojeada, le pregunto a mi marido:

—¿En serio has escrito tú esta canción?

Los dos hermanos se miran y Dylan contesta:

—Lo hice cuando te perdí tras nuestra tonta discusión. Sentí la necesidad de plasmar en un papel lo que sentía en ese momento y luego Tony me ayudó y le puso una bonita música. Espero que te guste.

Veo que la canción se llama Todo y la leo con manos temblorosas. Cuando acabo, murmuro, besando a Dylan:

—Es preciosa, cariño. Muchas gracias.

Henchido de amor, él me besa, devora mis labios, hasta que oímos:

—Creo que aquí sobro.

Dylan y yo sonreímos y, volviéndonos hacia Tony, lo abrazamos.

—Gracias, cuñado —le digo.

—El mérito es de tu marido, yo sólo lo ayudé. Peroooooooooo… tengo otras canciones que espero que te gusten y cuando decidas sacar tu disco, confío en que me las compres.

Sonrío encantada y dos segundos después, animados por Dylan, Tony y yo nos metemos en el estudio de grabación. Él se sienta al piano y comienza a cantar la canción.

Te vi y me enamoré.

Fue tal el flechazo que no supe ni qué decir.

Tu olor, tu piel.

Tu tacto, tu mirada, tu sonrisa, tu boca y todo tu ser.

El cielo, el mar y un barco.

Fue testigo de nuestro amor.

Mientras Tony canta y toca la melodía, no puedo dejar de mirar a Dylan. Esa letra habla de nosotros, de nuestra historia de amor y sonrío… mientras mi cuñado llega al estribillo y canta:

Será la noche que te ilumine.

Será el sueño que nos unió.

Serán tus besos y mis caricias.

Lo que siempre quise, y ahora lo tengo… todo.

Sin quitarle la vista de encima a mi maravilloso marido, que nos escucha al otro lado del cristal, siento que el corazón se me acelera y me lleno de amor. Él, con sus besos, sus caricias, su continuo romanticismo y ahora esta canción, es lo mejor que me ha pasado en toda mi vida y no puedo dejar de sonreír, al tiempo que él me guiña un ojo.

Cuando Tony acaba la canción, lo oigo preguntar:

—¿Qué te parece?

Emocionada, asiento y, levantando la mano, le pido un segundo. Salgo del estudio y me encamino hacia la pecera donde está Dylan. Una vez dentro me lanzo a sus brazos para besarlo con auténtica pasión. Lo que acabo de oír son sus palabras, sus sentimientos, su amor, y una vez finalizo el beso, lo miro y afirmo:

—Te quiero, Dylan Ferrasa.

Tras prodigarnos sin ningún pudor cariño, dulzura y pasión, finalmente salgo y vuelvo junto a Tony, donde cantamos juntos la canción.

Mi cuñado me enseña luego algunas otras composiciones suyas, en concreto una canción llamada Divina. Después de que él la cante, le hago unas sugerencias respecto a los tonos y, divertido, comprueba cómo su suave melodía se ha convertido en una canción cañera y bailona.

—¿Te gusta más así? —me pregunta.

Yo lo pienso, miro a Dylan, que está al otro lado del cristal, y pregunto a mi vez:

—¿Cómo te gusta más a ti, cariño?

Dylan abre un micrófono y responde:

—La vas a cantar tú, escoge la versión que prefieras.

Asiento y, mirando a Tony, sugiero:

—Podría comenzarla en un tono bajo y tranquilo y, a partir de esta estrofa, le doy caña en plan setentero; ¿qué te parece?

Sorprendido por el cambio, Tony se muestra de acuerdo, le pide a Dylan que grabe y comienza a tocar el piano con las modificaciones apuntadas por mí, mientras yo la canto. Segura de lo que hago, recurro a graves o agudos para dar más fuerza a la canción en distintos momentos y, cuando terminamos, Tony me mira divertido y dice en tono de mofa:

—Eres la caña, «ojitos claros». Cuando la oiga Omar, le va a encantar.

Finalmente, los tres nos vamos del estudio. Tony se despide de nosotros, pues ha quedado con una de sus chicas, y, al llegar al coche, Dylan me mira y pregunta:

—Entonces ¿estás contenta de que esté aquí?

—¿Tú qué crees? —Río abrazándolo.

Nos besamos y, con nuestro beso, nos decimos cuánto nos hemos echado de menos. Dylan se aparta de mí y dice:

—Tengo una sorpresa para ti.

—¿Me gustará?

—Creo que sí.

Nos metemos en el coche y él conduce hasta una calle que no conozco. No está lejos de nuestra casa y, tras abrir una cancela, vemos una edificación de dos pisos, con tejado de pizarra negra y grandes ventanales.

—Me hablaron de esta casa y Marc me envió las fotos por email. Al parecer, era de una antigua estrella de cine francesa. Al no tener hijos, cuando murió se la dejó a uno de sus sobrinos, que, simplemente, se olvidó de ella y al final se la quedó un banco. No te dije que vinieras a verla sola porque estabas nerviosa por la grabación y no la habrías apreciado. Pero ahora, ven, tengo las llaves. Vamos a verla.

Cogida de su mano, entramos en la vivienda. El recibidor es amplio y de ahí pasamos a una inmensa cocina vieja y destartalada. Dylan dice:

—Podremos construir la cocina que quieras. Tú sólo piensa en las posibilidades que tiene esta casa, ¿vale?

Asiento con la cabeza. Sin duda alguna he de imaginármela, porque tal como está es una auténtica ruina. El salón y las habitaciones son grandes y, cuando terminamos, Dylan me mira y dice con una amplia sonrisa:

—Es justo lo que querías. Una casa con tejado de pizarra negra, dos plantas, cinco habitaciones, varios baños, una cocina espaciosa, piscina y…

—No me gusta.

Mi rotundidad lo desconcierta y pregunta:

—¿Por qué no?

Miro a mi alrededor. La casa es un desastre. Todo es viejo, está sucia y medio derruida.

—No es que no me guste —explico—, es que la veo tan dejada y necesita tanto trabajo que soy incapaz de imaginar que algún día pueda ser bonita.

Dylan sonríe y, acercándome a él, apoya mi espalda en su pecho y dice:

—Imagínate lo que te voy a explicar, ¿vale? —Digo que sí con la cabeza y enumera—: En el salón pondremos suelos de madera oscura, muebles nuevos y una chimenea en aquel rincón, con una bonita y ancha repisa para tener las fotos familiares. También había pensado abrir una puerta en aquella pared para tener acceso a la piscina desde aquí y no sólo desde la cocina. En aquel rincón podríamos colocar unos cómodos sillones con una mesita y un televisor para nuestras noches de cine. ¿Te lo imaginas?

Asiento con una sonrisa. Tal como lo dice, sí lo imagino y, al ver mi sonrisa, propone:

—Ven, continuemos.

Vamos a la terrible cocina y, al entrar, pregunta:

—¿Cómo te gustaría que fuera la cocina? No pienses en cómo la ves ahora, piensa en cómo la querrías ver.

—Me gustaría que fuera de madera blanca con las puertas de arriba de cristal esmerilado. La encimera de cuarzo negro con motitas plateadas. La vitrocerámica en una isla central y que tuviera encima una bonita campana. Los electrodomésticos de acero inoxidable y que en esa pared hiciéramos todo un ventanal y delante pusiéramos una mesita para comer. ¿Te gusta así?

Dylan me abraza y, con una cariñosa sonrisa, me murmura al oído:

—Me encanta.

Subimos a la primera planta, donde el desastre es absoluto, con las ventanas rotas y los suelos totalmente levantados. Es como si por allí hubiera pasado un huracán. La habitación grande la decoramos mentalmente como la nuestra. Entre risas, hablamos de la importancia que tiene para nosotros nuestro jacuzzi y nuestra máquina de juegos. Después entramos en otra habitación y Dylan dice mientras me abraza:

—Esta y la de enfrente podrían ser las de los niños; ¿qué me dices?

Me atraganto. ¡¿Niños?!

Nunca hemos hablado de ello, pero los niños me gustan y, sin dudarlo, pregunto:

—¿Cuántos quieres tener?

Sorprendido por mi pregunta, camina hacia la ventana y no responde. Divertida al verlo así, digo:

—Supongo que dos o tres sería genial, ¿no crees?

Me mira con una sonrisa, finalmente asiente y, cogiéndome por la cintura y levantándome del suelo, murmura:

—Comenzaría a fabricarlos ahora mismo, pero está todo tan sucio que…

—Wepaaaa, Ferrasa… ¡que te está saliendo tu vena gay!

Dylan se ríe. Sabe que lo digo por la época en el barco en que yo creía que era gay; me suelta y susurra:

—Quítate las bragas o te las arrancaré yo.

Y, agarrándome del trasero, me acerca a él. Mete la mano por debajo de mi vestido e insiste:

—Tienes dos segundos. —Se quita la chaqueta y la tira al suelo—. Ya sabes que no me gusta repetir las cosas.

Plan A: le hago caso.

Plan B: le hago caso.

Plan C: le hago caso.

Sin dudarlo, adopto los planes A, B y C mientras él se desabrocha el cinturón y la cremallera del pantalón. Mi lobo ha regresado.

Me quito las bragas y, mirando a nuestro alrededor, murmuro:

—Vamos, inauguremos esta habitación.

Loco de deseo, mi amor me quita las bragas de la mano, las guarda en el bolsillo de la chaqueta y, alzándome entre sus brazos y sin acercarme a ninguna pared, dice, mientras introduce con urgencia su duro pene en mi ya lubricada vagina:

—Esta será la habitación de nuestro primer hijo.

El empellón al introducirse en mí de golpe me hace arquear la espalda y, sujetándome con fuerza por el trasero, pide:

—Conejita, rodéame la cintura con las piernas y sujétate a mi cuello.

Hago lo que me ordena; cuando vuelve a entrar en mí, sonríe al ver mi expresión mientras me aprieta el trasero y susurra:

—Te haré el amor en cada estancia de esta casa hasta dejarte sin aliento.

—Sí, hazlo —exclamo, ya entregada al placer.

Me agarro a su cuello para no caerme, y él entra y sale de mi cuerpo con precisión. Tres días sin vernos han sido mucho para nosotros y el deseo nos nubla la razón.

Oír sus jadeos mientras me penetra y sentirlo tan apasionado me vuelve loca, así que lo miro y murmuro:

—Gracias por la canción que me has escrito.

Dylan asiente y, hundiéndose deliciosamente en mí, responde:

—Gracias por quererme.

Ante esas palabras no puedo decir nada. ¿Cómo me puede dar las gracias por eso? Sin detener nuestro morboso encuentro, lo vuelvo a besar y, cuando mi boca abandona la suya y veo que se muerde el labio inferior para hundirse de nuevo en mí, musito:

—Oh, sí… sí…

—¿Te gusta, caprichosa?

—Tanto como nuestra canción —contesto.

Las comisuras de sus labios se arquean. Le gusta lo que ve, lo que oye, y mientras entra una vez más dentro de mí, dice:

—Me voy a correr…

Enloquecida de pasión, me abro para él. No quiero que pare. Adoro su actitud posesiva, cómo me hace el amor, las cosas tan maravillosas que me dice. Pero lo bueno se acaba y, tras un par de empellones más que me hacen alcanzar la séptima fase del orgasmo, los dos temblamos y llegamos al clímax a la vez.

Permanecemos un par de minutos en aquella postura, hasta que el aire que entra por la ventana me hace mirar y digo:

—Las vistas son preciosas.

Dylan mira también y, tras darme un beso en la nariz, me baja al suelo y pregunta:

—Así pues, ¿te gusta la casa?

No cabe duda de que mi percepción de ella ha cambiado y, encantada, lo miro y respondo con picardía:

—Creo que ahora debemos visitar la habitación de la niña.