No puedo vivir sin ti
Cuando me despierto tras la increíble noche de sexo que he tenido con mi marido, estoy algo desconcertada. Pero en cuanto miro el color frambuesa de las paredes, sé dónde me encuentro y sonrío. Por primera vez desde que estoy aquí, al abrir los ojos me he sentido en mi casa.
Miro el reloj digital que hay en la mesilla y veo que son las nueve y cuarto.
La puerta del baño se abre y de pronto sale Dylan, con una toalla negra enrollada en la cintura. Me mira, se muerde el labio inferior y pregunta:
—¿Todavía no estás satisfecha?
Lo miro y, al ver su mirada lasciva, respondo:
—No, y menos si te muerdes el labio así.
Se carcajea e, invitándolo a que se tumbe a mi lado, cuchicheo:
—El placer no ocupa lugar.
—Dirás el saber… —puntualiza divertido.
Encantada de estar a su lado, resoplo y replico:
—Sin duda alguna, tratándose de ti es el placer.
Dylan, mi romántico marido, acerca la boca a la mía y me vuelve loca cuando tararea:
Tell me how am I supposed to live without you.
Now that I’ve been loving you so long
Qué voz más bonita tiene. Escucharlo cantar esta canción de Michael Bolton mientras me besa y me mira a los ojos es sexy, caliente y provocador. Muy provocador.
Cuando termina con un beso, estoy a punto de hacerlo mío sin piedad, pero consciente de que es necesario, le digo:
—Tenemos que hablar muy seriamente.
Me pasa un dedo por el óvalo de la cara y murmura:
—Enfadada estás muy guapa.
Lo que dice me gusta, pero respondo:
—Y tú eres un cursi.
Dylan suelta una carcajada y sin dejarme ir, explica:
—Te lo acabo de decir cantando. Cómo se supone que voy a vivir ahora sin ti. —La sangre se me revoluciona y, mirándome a los ojos, añade—: No quiero volver a pasar por lo que hemos pasado estos días y te aseguro que, por mi parte, nunca más se va a volver a repetir.
¡Me lo como a besos! Y cuando voy a hacerlo, un sonido interrumpe nuestro mágico momento. Se trata del busca de Dylan. Maldice y no se mueve y al final soy yo quien lo cojo de la mesilla y, cuando se lo entrego, digo:
—Puede ser importante.
Él lo coge con gesto molesto, lo mira y blasfema. Sin duda es importante.
—Tengo que ir al hospital. Uno de mis pacientes…
Le pongo un dedo en la boca. No tiene que darme explicaciones. En sus manos están las vidas de otras personas.
—He hablado con un amigo que tiene una inmobiliaria —dice mientras se viste—. He concertado una cita con él para esta tarde a las cinco y media. A esa hora ya habré terminado en el hospital; ¿qué te parece si pasas a buscarme a las cinco y comenzamos a mirar casas para mudarnos?
—¿Lo dices en serio?
Me acaricia el pelo con mimo y contesta:
—Totalmente en serio. Yo sólo puedo ser feliz si tú lo eres, cariño.
Como siempre, su romanticismo me deja sin palabras y, contenta, asiento con la cabeza.
—Luego podemos ir a cenar —continúa él—. Tenemos que hablar de lo ocurrido y si venimos a casa te desnudaré y no lo haremos. ¿Qué opinas?
—A las cinco estaré en el hospital.
Media hora después, Dylan se marcha y yo me quedo sola. Lo que va a hacer por mí es muy importante. Sé lo mucho que a él le gusta esta casa y que piense en venderla para comprar otra por mí, me hace muy… muy feliz.
Durante el día, me dedico a hablar con todos los Ferrasa. Menudo clan. Uno tras otro llaman a casa para saber si estoy bien y si nuestra crisis se ha resuelto. Me río al hablar con el ogro. El hombre, emocionado por mi regreso, incluso lloriquea y todo.
Hablo también con Ambrosius. Quiero que se quede tranquilo y también llamo a Valeria, que se alegra de nuestra reconciliación. Quedo en ir a verla un día con Dylan para presentárselo. Ella acepta ilusionada, aunque, cuando cuelgo, tengo la sensación de que no me ha creído. Estoy convencida de que piensa que me voy a olvidar de ella.
Por la tarde, tras ponerme un bonito y sencillo vestido turquesa, llego al hospital un poco antes de las cinco y decido subir a la planta donde está el despacho de mi maravilloso marido. Al abrirse las puertas del ascensor, lo veo al fondo, hablando con otro médico con su gorrito azul en la cabeza.
¡Qué mono mi doctor macizo!
No me acerco a él. Parece concentrado mirando con el otro una tablet que lleva en la mano. Se acerca una enfermera y le entrega unos papeles, pero por cómo lo mira, estoy segura de que le entregaría algo más.
Por el amor de Dios, ¿será descarada, la mala pécora?
Pero vamos a ver, ¿es que esa tiparraca no ve el anillo que mi marido lleva en el dedo?
No cabe duda de que, cuando nos lo proponemos, las mujeres somos unas auténticas arpías egoístas. Y en este instante esa lo está siendo.
Sin moverme de mi sitio, observo cómo Dylan mira los papeles, mientras ella pone morritos y se toca el pelo en plan coqueto.
¡Al final le cortaré las orejas!
La sangre española me bulle y cuando ya no puedo más con tanto meneo, me acerco a ellos y saludo como un huracán.
—Hola, cariño.
Al verme, Dylan sonríe, me besa en los labios y contesta:
—Hola, tesoro, ¿hace mucho que has llegado?
Contenta al ver que no tiene nada que ocultar, dejo que me coja por la cintura. Él mira a sus compañeros y pregunta:
—¿Conocéis a mi mujer, Yanira? —Los dos niegan con la cabeza y mirándome, Dylan me dice—: Ellos son Olfo y Tessa.
Los saludo a ambos con cordialidad, abrazo a Dylan por la cintura y digo:
—¿Te queda mucho? Si quieres, esperaré en tu despacho.
Él sonríe, se quita el gorrito azul y responde:
—A partir de este instante, soy todo tuyo, preciosa.
Sonrío mientras los otros dos me miran. La expresión de Tessa ha cambiado totalmente y me dan ganas de decirle: «¡Jó-de-te!». Pero en vez de eso, tras una rápida y más que significativa mirada, suspiro y, guiñándoles un ojo, me despido de ellos.
De la mano camino por el hospital y sonrío al reconocer a varios de los médicos. Nos encontramos con Martín Rodríguez, el oftalmólogo, y quedamos en salir otra noche a cenar.
Una vez entramos en su despacho, Dylan cierra la puerta y mientras me besa murmura con urgencia:
—Dios, nena, no veía el momento de que llegaras.
Eso me hace reír y cuchicheo:
—Oye, ¿sabes que estás muy sexy vestido así? Creo que deberías llevarte a casa un gorrito de estos y una bata, ¿no crees?
Dylan suelta una carcajada y yo añado:
—Me muero de ganas de jugar contigo al médico y la paciente.
Divertido, se quita la bata y entra en un cuartito para vestirse. Lo sigo.
Hay una pequeña cama y, sin dudarlo, me lanzo de nuevo a sus brazos y, dos segundos después, estamos sobre el pequeño camastro. Sin decir nada, le meto la mano en los pantalones y, acariciándolo, murmuro:
—¿Se anima el doctor a echar uno rapidito?
Sonríe dudando. Le tienta la oferta, pero finalmente, se levanta de la cama y comenta:
—La puerta está abierta y todos saben que estamos aquí. Prometo echarte todos los que quieras una vez lleguemos a casa.
Hago un puchero y él cierra la puerta del cuartito y dice, desabrochándose el pantalón:
—Ven aquí, caprichosa.
Me coge entre sus brazos y me apoya contra la puerta que ha cerrado, como para asegurarse de que nadie podrá abrir. Sus manos se meten bajo mi vestido y, sin quitarme las bragas, me las echa a un lado y, mientras me mira, susurra:
—Reprime los gritos o todo el hospital sabrá lo que estamos haciendo.
Me penetra. El placer es intenso, increíble.
Le rodeo la cintura con las piernas y me dejo llevar. Me dejo follar. Me dejo poseer. Yo lo he incitado a que lo haga y ahora simplemente he decidido disfrutar de mi triunfo.
Como bien he dicho, la cosa es rápida, sin preliminares, ¡a saco Paco! Cuando acabamos, me suelta en el suelo y, tras limpiarnos, cuchichea divertido mientras abre la puerta:
—Anda, vámonos de aquí antes de que echemos otro no tan rapidito.
—Mmmm… —me mofo—. Ni te imaginas lo que se me ocurre que podríamos hacer tú y yo en esa cama.
—Vamos, provocadora, ¡sal de aquí!
Entre risas, entramos en el ascensor y bajamos al parking, donde cogemos su coche y vamos directos a la agencia de su amigo. Cuando me preguntan cuál es mi ideal de casa, me explayo. ¡Por pedir que no quede! Les digo que me gustaría una con tejado de pizarra negra, dos plantas, cuatro o cinco habitaciones, varios baños, cocina espaciosa y que si tuviera piscina, ya sería un sueño.
Nos enseñan tres casas que se ajustan a lo que quiero, pero ninguna me llama la atención. La que tiene una cosa no tiene otras y quedamos con su amigo en que volveremos otro día para ver más. Y, tras despedirnos de él, nos vamos a cenar. El lugar elegido por Dylan está en las afueras. Se trata de un hotel-restaurante llamado California Suite. Sabe que las berenjenas me vuelven loca y dice que las de ahí me van a encantar. Y así es, están de muerte.
—Bueno… —empieza mi chico con determinación—, creo que el turno de palabra lo voy a tomar yo. Lo primero, quiero pedirte disculpas por todo lo que ocurrió. Creo que estoy siendo egoísta en lo referente a ti. Te quiero tener tan en exclusiva que a veces no me doy cuenta de que te mereces más.
—¡¿Más?!
Dylan asiente.
—Mereces alcanzar tu sueño. Tú has nacido para cantar, no para estar en casa pintando paredes y moviendo muebles. —Sonreímos—. Además, una de las cosas que me enamoraron de ti fue tu personalidad y tu bonita voz. Pero tengo miedo de pensar que, quizá, si consigues tu sueño te olvides de mí y…
—Dylan, ¿cómo puedes pensar eso?
—Porque tú, sin querer, en ocasiones me haces dudar de todo. Sé que me quieres, lo sé, cariño. Pero mi madre ha sido una de las mayores artistas del planeta y he visto cómo mis padres se amaban y se odiaban por ello. Y ahora que yo estoy en la misma tesitura, inconscientemente tengo miedo. Miedo de que te centres tanto en tu carrera que te olvides de mí. De que en tus viajes conozcas a alguien o de que…
—Pero ¿qué tontería estás diciendo? —lo corto—. Yo no soy tu madre y…
—Ella fue una gran mujer, dentro y fuera del escenario —me interrumpe—. Pero la fama y su carrera a veces la hacían tomar decisiones no acertadas y…
—Yo no lo haré —afirmo con seguridad.
—Será inevitable, cariño. Créeme, sé de lo que hablo.
—No las tomaré —insisto.
Dylan sonríe, me acaricia la mejilla y dice:
—Sólo quiero que recuerdes que te necesito y te quiero. Únicamente eso.
¡Oh, Dios, oh, Dios!
Si es que me lo tengo que comer a besos.
¿Cómo puede ser tan guapo y además decirme estas cosas tan románticas?
Con una sonrisa, me acerco a él y, recordando la canción de Michael Bolton, murmuro:
—Y tú no olvides que yo ya no puedo vivir sin ti.
¡Toma yaaaaaaaa! Cada día mi capacidad de romanticismo se amplía.
Dylan sonríe. Sin duda esa canción es muy especial para nosotros y, tras besarme, continúa:
—Perdóname, por favor. El otro día todo se me fue de las manos. Me sentí celoso durante la fiesta y…
—¿Por qué te sentiste celoso?
Bebe un trago de su bebida y contesta:
—Vi el buen rollo que tenías con muchos de los de allí. No puedo obviar que tengo once años más que tú y…
—Y pensaste que con ellos me podía divertir más que contigo, ¿verdad?
No lo niega y, acercándome a él, susurro enamorada:
—Pero ¡qué tonto eres, cariño, con los años que tienes!
Su expresión lo dice todo y, soltando una carcajada, añado:
—Pero ¿tú no recuerdas que una vez te dije que, para mí, la edad sólo es importante para los vinos y el queso? —Al verlo sonreír, añado—: Que te quede claro que nunca me han gustado los chicos de mi edad. Siempre los he preferido más maduritos. Vamos, como tú.
Su gesto de incomodidad no se suaviza e insisto:
—Y… desde que te conocí, sólo tengo ojos para mi maravilloso maridito. —Al ver que no cambia la cara, siseo—: Y, o cambias el gesto, o te juro que aquí se va a armar la de Dios como me enfade.
Su expresión se modifica de golpe y sonríe. Eso me gusta y, aprovechando el momento, digo:
—Me toca preguntar. ¿Por qué me echaste del despacho y no me dejaste entrar?
—Porque estaba enfadado, y cuando me enfado es mejor que me quede solo y me relaje si no quiero estallar. Me conozco, y es preferible que lo haga.
—¿Y va a ser así siempre?
—No. Porque si cuando salga del despacho tú no vas a estar, prefiero estallar ante ti y que tú recojas los pedazos.
—No sé si me convence esa respuesta.
—Pues no hay otra, cariño. Tengo treinta y siete años y durante todo ese tiempo, cuando me ha ocurrido algo, lo he resuelto de igual forma. Solo. Pero ahora no estoy solo y…
—Y no lo vas a volver a hacer, ¿verdad?
Dylan niega con la cabeza.
—Quiero preguntarte otra cosa.
—Tú dirás.
—¿Has tenido algún lío con Tessa?
Desconcertado por el giro que ha dado la conversación, me mira sin entender y yo insisto:
—Tessa, la enfermera del hospital. ¿Acaso no te has dado cuenta de que te mira con ojitos nada decentes?
Dylan sonríe y responde:
—No, cariño. No he tenido nada con ella.
—¿Seguro?
—Segurísimo. No te voy a mentir en algo tan tonto y, por favor, no veas fantasmas donde no los hay. No te voy a negar que ciertas féminas del hospital son algo más simpáticas con unos médicos que con otros, pero, tranquila, la única que me puede esclavizar a su cama y a su antojo eres tú.
—Mmmmm… me encanta —digo contenta, chupando la cuchara de mi helado.
—Me toca preguntar —dice Dylan—. ¿Dónde has estado metida estos días y estas noches?
—En un aparthotel llamado Dos Aguas, con Valeria.
—¿Quién es Valeria? —pregunta sorprendido.
—Una chica encantadora, por cierto de Madrid, a la que conocí la noche que me fui de casa. Se puede decir que es quien ha cuidado de mí estos días y que tengo una amiga en Los Ángeles, fuera del círculo de los Ferrasa. Es más, si quieres, ahora cuando terminemos la podemos ir a ver al bar donde la conocí. Esta mañana he hablado con ella y hoy trabaja de noche. ¿Te apetece?
—Sí. Quiero agradecerle que haya cuidado de ti.
—Hablando de agradecer, Valeria tiene un pequeño problema y quizá tú puedas ayudarla.
—Por supuesto —contesta Dylan—. ¿Qué le ocurre?
Le cuento lo que Valeria me explicó y, cuando acabo, él me mira con gesto serio y pregunta:
—¿A eso lo llamas tú «un pequeño problema»?
—Me gustaría que tuviera los mejores médicos y sé que tú se los puedes proporcionar. Lleva tiempo ahorrando y desea acabar de una vez por todas. Quizá tú se lo podrías acelerar. Tienes contactos y estoy segura de que…
—Lo miraré, cariño, ¿vale?
Asiento y entonces Dylan añade:
—Omar me comentó el otro día que los de la discográfica se quieren reunir contigo.
—¿Para?
—Quieren producir tu disco. Están como locos por lanzar tu carrera.
Al decir eso, veo que se ensombrece y murmuro:
—Ahora no… Ahora sólo quiero estar contigo.
Dylan clava sus ojos castaños en mí y, levantando el mentón, responde:
—Sabes que si por mí fuera me olvidaría del tema. Pero quiero que seas feliz a mi lado y no voy a ser un obstáculo en tu camino. Tú has aceptado mi trabajo con mis horarios y mis viajes, y yo voy a aceptar el tuyo. Quiero que grabes ese disco por ti y por mí.
Su seguridad y sus palabras me ponen el vello de punta.
—¿Estás seguro?
Sin apartar la mirada de la mía, asiente y, en tono bajo, susurra:
—Te entregué la llave de mi corazón. Estoy seguro.
Todo en él me enamora y, sin importarme quiénes nos miren, me levanto, me siento en sus piernas y, abrazándolo con adoración, lo beso y digo:
—No vuelvas a echarme de tu lado nunca más o lo vas a lamentar, ¿entendido?
—Lección aprendida, caprichosa.
Ambos sonreímos. Él pide la cuenta y, abrazados, salimos del bonito restaurante. Luego, con el coche de Dylan vamos hasta el muelle de Santa Mónica, donde aparcamos y, cogidos de la mano, nos dirigimos al bar donde trabaja Valeria. Al entrar, varios hombres nos miran y cuando ella se da la vuelta y me ve, una amplia sonrisa le ilumina la cara.
Deja una bandeja y se acerca a nosotros tímidamente, y entonces yo la abrazo. Ella me devuelve el abrazo con desesperación y la oigo murmurar:
—Gracias, gracias, gracias, Yanira.
Emocionada por lo que este «gracias» significa para ambas, la miro y, señalando a Dylan, que nos observa, digo:
—Valeria, te presento a mi marido, Dylan.
Él la saluda con afabilidad y, tras darle dos besos, le coge la mano y dice:
—Muchas gracias por cuidar de mi mujer en mi ausencia.
Valeria se ruboriza y responde:
—Lo hice encantada.
Una vez hechas las presentaciones, ella nos pregunta qué queremos tomar.
—Un whisky con hielo —pide Dylan y, mirándome, pregunta—: ¿Dónde está el baño?
—Al fondo a la derecha —le indico.
Cuando nos quedamos solas, Valeria me mira y cuchichea:
—Por el amor de Dios, si me llegas a decir que tu marido está tan bueno, te habría matado y cortado en cachitos para quedarme yo con él. Pero, Yanira, ¡qué pedazo de marido tienes!
Divertida, sonrío y afirmo:
—Es el mejor.
Emocionada, Valeria se va detrás de la barra, coge un par de vasos, prepara lo que Dylan le ha pedido y, sin preguntarme a mí, me pone un ron con Coca-Cola.
—¿Todo se ha arreglado? —me pregunta.
—Sí. Al final decidí dar yo el paso y regresar. Nos queremos y nos merecemos la oportunidad de intentarlo.
—Me alegro, cariño. Pero ata a ese pedazo de cañón en corto, porque sin duda alguna habrá mucha lagarta que lo quiera atrapar entre sus piernas. —Y dándose aire, añade—: Pero si hasta me he puesto nerviosa yo cuando lo he visto.
Suelto una carcajada y cuando Dylan aparece, los tres mantenemos una amigable charla. Contenta, observo cómo él habla con Valeria sin ningún prejuicio, tratándola como se merece. Se muestra caballeroso, atento y encantador con las dos. Reímos, conversamos y cuando Valeria cuenta que metía el móvil en el minibar, mi chico me besa y sonríe al escucharla.
Así estamos como una hora y media, hasta que decidimos marcharnos. Con cariño nos despedimos de mi amiga y prometo llamarla otro día. Esta vez su sonrisa me dice que sabe que lo haré, y eso me tranquiliza.
Al llegar a nuestra casa, nos contagiamos del silencio del lugar y cuando Dylan desconecta la alarma y cierra la puerta, lo empujo contra la pared y murmuro:
—Hoy la conejita está mandona y quiere que te desnudes.
—¡¿Ya?!
—Ya.
—Aquí… —ríe Dylan.
—Ajá… aquí. Quiero que esta noche seas mi pornochacho.
—¿Pornochacho?
Me entra la risa. Dylan no tiene ni idea de lo que le hablo y le aclaro:
—En España, se hicieron famosas las pornochachas. Eran mujeres de servicio, vestidas de manera sexy para alegrar a sus contratantes. Pero yo voy más allá. Quiero a mi pornomarido. Deseo que me prepares algo de beber y me lo traigas al comedor totalmente desnudo.
Dylan me mira. No pilla la idea de lo que quiero e insisto:
—Vamos, estoy esperando. Desnúdate y dame tu ropa. Estamos en casa y quiero disfrutar de las vistas que me ofrece mi pornomarido.
Entrando en el juego, finalmente hace lo que le pido. Cuelga el abrigo de cuero negro y luego se quita la chaqueta del traje, la corbata, la camisa, los zapatos, los calcetines y el pantalón, pero cuando va a quitarse los calzoncillos, lo paro y digo:
—Esto te lo quito yo.
—Vaya… —ríe Dylan, mientras yo meto los dedos por la cinturilla y, lenta y pausadamente, se los bajo, dejándole un reguero de besos desde su ombligo hasta las rodillas.
Una vez está desnudo y yo con toda su ropa en las manos, suspiro y, con gesto guasón, le digo, levantándome:
—Tengo sed. Tráeme algo de beber.
—¿Qué desea la señora?
Lo miro con anhelo y, una vez le he dicho lo que quiero con la mirada, resoplo y contesto:
—De momento algo fresco. Lo que tú quieras.
Mi amor se encamina hacia la cocina. Entonces me dedico a mirar su duro trasero, sus largas piernas, su ancha espalda tan morena y digo para mí:
—Madre mía…, cómo está…
Cuando desaparece en la cocina, suelto la ropa en el suelo y lo sigo como hipnotizada. Necesito continuar mirándolo. Al entrar veo que abre un armario, coge dos vasos, los llena con hielo y, cuando se vuelve y me ve, le ordeno:
—No te muevas.
Dylan se para con los vasos en la mano. Yo me muerdo los labios y le indico:
—Da un paso hacia mí.
Lo hace. Miro su miembro hinchado y duro y, resoplando, añado:
—Continúa con lo que estabas haciendo, antes de que cambie de idea.
Mi comentario lo enardece, lo excita y, con gesto divertido, abre la nevera. Saca una Coca-Cola y cuando pasa por delante de mí de camino al salón, le doy un azote y murmuro:
—Continúa tu camino.
Divertido, hace lo que le pido. Me encanta mirar cómo anda desnudo. Qué clase y estilazo tiene. Las piernas me tiemblan por la excitación que yo sola me estoy provocando y decido sentarme en el enorme sofá negro. Dylan prepara las bebidas mientras yo me limito a mirarlo y a admirarlo. Cuando por fin termina, se acerca a mí y, tendiéndome el vaso, dice:
—Aquí tiene la señora lo que me ha pedido.
Ya ha entrado en el juego de la noche. Cuando tomo un sorbo de mi bebida, Dylan pregunta:
—¿El pornomarido se puede sentar?
Dejo el vaso en la mesa y contesto:
—No.
Sorprendido, me mira y yo digo:
—Báilame algo sexy.
Dylan alucina. ¡Flipa en colores!
No se mueve y al final yo suelto la carcajada. Lo último que mi amor haría sería marcarse un bailecito exótico.
—Deja tu bebida en la mesa y acércate a mí. —Y lo apremio doblando un dedo.
Sentada en el sofá, mi cabeza queda casi a la altura de su duro y erecto pene y, sin miramientos, lo agarro con la mano.
Dylan da un respingo y sonríe. Yo sonrío también y, sin decir nada, me lo llevo a la boca y lo chupo.
Está duro, muy duro, y delicadamente lo sujeto con las manos mientras digo:
—Hoy serás mi sirviente y yo, tu señora. Harás todo lo que te pida, ¿de acuerdo?
Asiente excitado. Vuelvo a meterme su pene en la boca y, tras hacerlo estremecer con varios lametones que sé que lo enloquecen, me levanto, lo miro y murmuro, empujándolo sobre el sofá:
—Siéntate.
Mientras Dylan hace lo que le pido, yo comienzo a desvestirme. Prenda a prenda lo caliento y cuando estoy totalmente desnuda, me siento a horcajadas sobre él y lo veo sonreír. Ya sabe que me tiene, el muy bribón. Mimosa, le sonrío también y cuando paso mi húmeda vagina por su duro y erecto pene, murmura:
—Señora, no sé si voy a ser capaz de no tomar el mando de la situación.
Niego con la cabeza y, chasqueando la lengua, respondo:
—Ni se te ocurra.
Nuestras miradas cargadas de pasión nos hacen saber cuánto nos deseamos el uno al otro. Sin pudor, poso la boca sobre la suya e introduzco la lengua. Rápidamente, Dylan la acoge en su húmeda cavidad y juguetea con ella. Se deleita con mi sabor y yo lo disfruto. Me vuelve loca.
Dispuesta a poner a mi pornomarido y sirviente a dos mil por hora, hago la tentativa de introducir su pene en mi interior. Mmmm, ¡qué tentación! Él está lleno de deseo, pero creo que yo lo estoy aún más. Así que para no acabar con el juego tan rápido, me levanto de sus piernas y, desconcertándolo, digo:
—Vamos, sígueme.
Se levanta y, entre besos y arrumacos, subimos hasta nuestra habitación. Al ver la cama, sonríe. Qué truhán.
Plan A: me lo tiro.
Plan B: me lo tiro.
Plan C: me lo tiro.
Plan D: me lo tiro.
Plan E: me lo tiro.
Al final decido cumplir el abecedario entero: ¡me lo tiro!
Pero dispuesta a seguir el caliente juego, pregunto:
—¿Qué te parece tu señora?
—Tentadora y deseable —me contesta mirándome apasionado.
¡Bien! Sin duda me ha dicho lo que quería escuchar y exijo:
—Siéntate sobre la cama.
Dylan lo hace y vuelvo a tentarlo con roces de lo más pecaminosos. Como es lógico, me ataca como un lobo hambriento, pero cuando me toca, le doy un manotazo y, regañándolo, le digo:
—Soy tu señora, no me toques sin permiso.
Mi amor resopla, se contiene y con su habitual gesto de perdonavidas, murmura:
—Disculpe, señora.
Sentada sobre él a horcajadas, le agarro el pene con la mano y sin quitarle los ojos de encima paseo su tentador músculo por mi vagina.
Dylan tiembla mientras yo creo que voy a entrar en erupción de un momento a otro.
—Señora, me está volviendo loco —dice con un hilo de voz.
—¿Muy loco?
Asiente y clava los ojos en mí.
—Loquísimo.
¡Wepaaa…! ¡Sin duda, eso es lo que pretendo!
La boca se me hace agua al imaginar lo que podemos hacer si se lo permito y, sin poder evitarlo, lo introduzco en mí.
Sí… ¡Bendita locura!
Dylan posa las manos en mis caderas y, tras dos embestidas que me saben a gloria y avivan mis ganas de sexo, musito:
—¿Tu señora te ha pedido que hagas eso?
Da otra nueva embestida que me hace jadear de placer y responde con ímpetu:
—No.
Voy a moverme, pero no me deja. Nuevas arremetidas me poseen y finalmente me lo dejo hacer, aunque, cuando se para, salgo de él con rapidez. Eso lo desconcierta. A mí me joroba, pero lo hago. He de seguir con mi papel de «señora».
Me levanto y camino hacia la terraza.
—Ven —lo llamo.
Una vez estamos los dos en la terraza cubierta, miro el sillón negro de los tríos que Dylan compró para jugar y, con toda la picardía, le indico:
—Prepáramelo; voy a jugar con él yo sola.
Su semblante se ensombrece. Lo último que le apetece es sentirse excluido del juego. Pero dispuesto a continuar, asiente y yo, deseosa de excitarlo aún más, declaro:
—Tú mirarás.
Noto que aprieta la mandíbula y las venas del cuello se le tensan. El asunto no le hace ni pizca de gracia, pero no se queja. Encaja el derechazo que le acabo de dar y calla dispuesto a dejar que yo lleve las riendas.
Con descaro, me tumbo en el sillón boca arriba. Vamos, ni la reina más reina del porno lo hace como yo. Coloco los pies en los laterales del sillón y, bajo su atenta mirada, me abro de piernas con desfachatez para que vea lo húmeda que estoy.
—Coloca en el brazo articulado un pene grueso —le ordeno.
Lo hace sin rechistar. Pobrecito, mi niño. Es un santo. Me pide a mí eso y le suelto un berrido que lo dejo temblando.
Lo miro cada vez más excitada por el juego y cuando acaba de colocar lo que le he pedido, exijo:
—Pon en marcha la máquina e introdúceme lentamente el pene del sillón. Quiero que controles las acometidas y me hagas alcanzar las siete fases del orgasmo. ¿Entendido?
Resopla. No lo dice, pero se tiene que estar acordando de toda mi familia.
Con el cejo fruncido, piensa en lo que le he pedido. Duda, no sabe qué hacer, pero al final obedece y cuando el vibrador del sillón comienza a moverse y sus dedos tocan mi vagina para introducírmelo, grito:
—¡Para!
Lo hace aunque no entiende nada, y me mira desconcertado. Me levanto del sillón, le cojo la mano y hago que se tumbe boca arriba.
Sonríe.
Mimosa, me siento a horcajadas sobre él y, besándolo, murmuro:
—¿De verdad creías que iba a permitir que una máquina fría e impersonal hiciera lo que tú haces mil veces mejor que ella?
Su sonrisa se ensancha mientras yo me deslizo por su pene.
¡Joder, qué placer!
De pronto, me da un azote sonoro y seco. Lo miro a los ojos y Dylan murmura con deleite:
—Esto por perversa… señora.
Sonrío. Me inclino sobre su boca y, dispuesta a todo, cuchicheo mientras me muevo en busca de nuestro mutuo placer:
—Ahora vas a saber lo que es ser perversa.
Muevo las caderas sin descanso, provocándole oleadas de placer. El juego lo ha excitado más de lo que él imaginaba y, sin poderlo evitar, queda totalmente a merced de mis caprichos.
Me sujeta por la cintura, me quiere sobre su pene. Mis acometidas son tan certeras que se arquea y se deja llevar por el deleite que le ocasiono.
Oh, sí… así quiero tenerlo.
Meto y saco su pene de mi cuerpo mientras me agarro a sus hombros; yo soy la que marca el ritmo en todo momento. Arriba… abajo… arriba… abajo. Al ver que se muerde el labio inferior, cambio de movimiento y me restriego contra él. De nuevo las fuerzas le fallan y sólo puede jadear y entregarse a mí con lujuria.
Mis jadeos apenas se oyen. Quedan eclipsados por los de mi amor y eso me provoca aún más. Aprieto con fuerza las rodillas contra sus costados y sigo moviéndome con rotundidad.
Dylan se estremece y, mirándome, consigue murmurar:
—Me estás volviendo loco… caprichosa.
Se acabó el juego. ¡Adiós señora y pornochacho! Volvemos a ser nosotros.
Su voz, cargada de pasión y erotismo, me excita sobremanera; lo miro y murmuro con un quiebro de cadera que lo hace gritar:
—Eres mío y nadie te hará el amor como yo.
—Sí —ruge.
—Sí —afirmo yo.
Sus temblores son cada vez más patentes y salvajes. Lo estoy llevando al séptimo cielo. No puedo besarlo. Si lo beso, la fuerza que estoy haciendo se debilitará y no quiero eso. Quiero ver cómo se corre, exijo todo su placer para mí, como otras veces él ha hecho conmigo.
Un nuevo empujón y su pene llega hasta mi útero. Ahora me arqueo yo. La profundidad es extrema y lo veo estremecerse mientras mi vagina lo absorbe con deleite.
—Oh, sí… sí… —jadea frenético.
—Córrete para mí —exijo.
—No pares, conejita… no pares —reclama entre dientes.
Enloquecida al verlo así, acelero mis acometidas y le sujeto las manos; lo tengo totalmente a mi merced. Las venas del cuello se le hinchan, un sonido ronco y varonil sale de su garganta y, tras un último envite que la propia convulsión de su cuerpo provoca, noto cómo su simiente me llena y nuestros fluidos se mezclan para convertirse en uno solo.
Dylan se sacude de placer. Nunca he sido testigo tan directo de su orgasmo y me encanta. Me vuelve loca. Me hace sentir poderosa y ahora entiendo por qué a él le gusta someterme y verme en la misma tesitura.
Cuando sus temblores de placer cesan, relajo la presión de mis rodillas, me inclino hacia su boca y lo beso con mimo. Paladeo su deliciosa boca y sus últimos jadeos son para mí, sólo para mí, mientras lo oigo decir:
—Prepárate, perversa conejita, porque en cuanto el lobo cruel se reponga, te va a dar su merecido.
Sonreímos y sé que ambos somos felices.