12

Emocional

Camino por las calles desiertas sin saber adónde ir. Emocionalmente estoy fuera de juego. No puedo ir a casa de Omar y Tifany, pues allí está Anselmo y avisará a Dylan. Si llamo a Tony, ocurrirá lo mismo. No me apetece que nadie opine ni se meta en nuestra discusión.

De pronto aparece un taxi y no lo dudo: lo paro, me subo y cuando el taxista me pregunta adónde vamos, no sé qué decir. Al final, sin saber por qué, le contesto que me lleve a Santa Mónica.

Una vez llegamos, me bajo del taxi, pero al hacerlo veo que el lugar está muy poco concurrido y le pido al hombre que espere unos segundos. Voy a un cajero que hay cerca y saco dinero. Quiero tener dinero en efectivo por lo que pueda ocurrir.

Cuando acabo, me voy a meter de nuevo en el taxi, pero veo un bar abierto. Pago la carrera y me encamino hacia allí. Al entrar, varios hombres me miran, pero yo me dirijo a la barra sin hacerles caso.

Me atiende una morenaza impresionante que, con una amable sonrisa y voz profunda, pregunta:

—¿Qué te pongo?

Tras pensarlo, contesto que un ron con Coca-Cola.

Dos minutos después, tengo el vaso ante mí y me lo bebo, sumida en mis pensamientos. Pido otro. La morenaza, de habla hispana, me la sirve y entonces me fijo en las manos tan grandes que tiene y, cuando se da la vuelta, en su minifalda vaquera. Menudas piernas tan bien torneadas.

Durante un buen rato, observo su rostro con disimulo mientras bebo. Sin duda esa nariz y esos labios tan perfectos no son naturales. Sin importarle mi escaneo, ella sonríe. Cuando voy a pedir el tercer cubata, dice:

—Lo siento, cielo, pero ya hemos cerrado. Si quieres seguir bebiendo, te tendrás que buscar otro sitio.

Pago y salgo del local.

En la calle no hay un alma. Tampoco veo ningún taxi y me quedo allí parada. No soy miedosa, pero reconozco que tampoco soy la mujer más valiente del mundo para ir sola por esas calles y a esas horas. No sé qué hacer y me siento en un banco que hay junto al bar.

Parece mentira que horas antes estuviera rodeada de lo más glamuroso de la música mundial y que ahora esté sola y desamparada en esta calle oscura.

Pienso en lo ocurrido con Dylan. ¿Cómo ha podido echarme de su despacho? ¿Cómo ha podido negarse a hablar conmigo? Eso me enerva. De pronto, las luces del bar se apagan y todo queda negro como boca de lobo.

Me levanto del banco alarmada. Debo irme de aquí cuanto antes. Este sitio no me da buen rollo, pero no sé adónde ir. De repente, una voz pregunta:

—Pero ¿qué haces aquí todavía?

Al volverme, me encuentro con la morenaza, que lleva unos impresionantes zapatos de tacón. Resoplando, respondo con voz algo agitada:

—Necesito un taxi, pero no veo ninguno.

Ella sonríe y, mirándome, contesta:

—Por aquí no pasan a estas horas. Tendrías que caminar un par de manzanas para encontrarlo.

—¿Hacia adónde?

Señala con el dedo y yo la miro y consigo balbucear:

—Gracias.

Cuando echo a andar, me pregunta:

—No serás española, ¿verdad?

Me paro, la miro y asiento como un perrillo abandonado.

—Sí.

La mujer, con una encantadora sonrisa, abre los brazos.

—¡Yo también!

Como si hubiera tenido enfrente a una amiga de toda la vida, camino hacia ella, la abrazo y, al separarme, pregunto:

—¿De dónde eres?

—De Madrid. ¿Y tú?

—De Tenerife, mi niña.

Tan emocionada como si me hubiese tocado la lotería, añado:

—Me llamo Yanira.

—Yo soy Valeria. —Y sin quitarme ojo, dice—: ¿Y qué hace una chica rubita y con clase como tú en un sitio como este a estas horas?

Sonrío. Lo de con clase me hace gracia y, tras resoplar, respondo:

—Pensar. He discutido con mi marido y…

—Oh… Oh… ¡No me digas más!

Suspiro, me encojo de hombros y continúo, mientras echo a andar de nuevo:

—Ha sido un placer conocerte. Otro día volveré por aquí.

Mis pasos resuenan en el silencio de la noche.

—Yanira, monta en mi coche —me indica Valeria—. No es bueno que camines por estas calles a estas horas. Te llevaré hacia la calle principal para que puedas coger un taxi. Vamos, ven.

Ni lo pienso. Estoy tan asustada de tener que andar por esas oscuras calles, que no temo subirme al coche de una desconocida. Ella arranca y, mientras nos dirigimos a la calle principal, me mira y pregunta:

—¿Llevas mucho tiempo casada?

—Meses.

Valeria sonríe y comenta:

—Oh, cariño, entonces la reconciliación será apoteósica.

Eso me hace sonreír. No quiero ni imaginarme la que se va a liar cuando Dylan se dé cuenta de que no estoy en casa. Al ver mi expresión, ella dice:

—Sea cual que sea el problema que tengas con él, espero que se solucione, y rápido. —Y entonces añade—: Mira, allí tienes una parada de taxis.

Miro hacia donde me indica y murmuro:

—Gracias por tu amabilidad.

Cuando voy a salir del coche, me coge el brazo e inquiere:

—Ahora irás a tu casa, ¿verdad?

Con decisión, niego con la cabeza.

—Creo que esta noche buscaré un hotel.

En el coche se hace el silencio, hasta que ella dice:

—Yo vivo en un aparthotel no muy caro. No tiene grandes lujos, pero está limpio y es respetable. Aunque está lejos de aquí. Si quieres llamo y pregunto si tienen habitaciones libres.

No sé qué responder.

No conozco a esta chica de nada. No sé si debería fiarme de ella, pero lo hago. Necesito una amiga y digo que sí con la cabeza. Ella sonríe, habla con alguien por teléfono y cuando cuelga explica:

—Isabella, que es la dueña, me ha confirmado que tienes habitación.

—Perfecto.

No sé adónde me lleva. Sólo sé que es un barrio al que con Dylan no he ido nunca. Una vez llegamos al hotel, veo que, efectivamente, el sitio parece limpio y decente. Fuera pone APARTHOTEL DOS AGUAS. Tras pagar en efectivo y por adelantado la noche que voy a pasar aquí, y saludar a Isabella, una italiana muy graciosa, esta me entrega la llave de mi habitación. Es la 15.

Cuando Valeria y yo caminamos hacia allá, ella se para ante la número 12 y pregunta:

—¿Quieres entrar o prefieres estar sola?

Sin duda alguna, no quiero estar sola. Me invita a su habitación y, al entrar, veo que aquel sitio es un pequeño hogar. Todo es de reducidas dimensiones, una cocina americana en el salón, cuarto de baño y, separada por una puerta, una habitación.

—¿Mi alcoba también es así?

Valeria sonríe y, dejando su bolso sobre un sofá de color naranja, responde:

—No, reina. Isabella me hace buen precio y yo tengo una doble. Como ves, he construido aquí mi pequeño paraíso. Soy peluquera y maquilladora, y mis clientas vienen aquí a que yo las ponga divinas.

Sonrío al ver sus uñas estupendas y su bonito corte de pelo. Sin duda, debe de ser buena en su trabajo y, encantada, observo lo que me rodea. No falta de nada y todo se ve cómodo, limpio y, sobre todo, hogareño.

—Voy a cambiarme.

Cuando desaparece en la otra habitación, miro con curiosidad las fotografías que tiene colgadas en la pared y sonrío al reconocer la famosa Puerta de Alcalá de Madrid. Hay fotos de personas que no conozco, que seguramente deben de ser su familia, pues Valeria se parece mucho a un par de ellos.

Cuando sale de la habitación, lleva ropa cómoda. Un vestido de color gris que le llega a mitad de los muslos y unas zapatillas.

Sin preguntar, saca de su pequeña nevera unas bebidas y, entregándome una, dice:

—Sólo tengo cerveza, lo siento.

Encantada, la cojo y le doy un trago. Me sabe a gloria. Nos sentamos en el cómodo sofá naranja y durante una hora charlamos sobre nuestra vida y de por qué hemos acabado en Los Ángeles. Yo le comento que conocí a Dylan en un barco y que nos enamoramos. Poco más. No sé quién es y no quiero darle excesiva información.

—Bueno, ya sabes que yo estoy en Los Ángeles por amor. ¿Y tú? —le pregunto.

Valeria da un trago a su cerveza y, encogiéndose de hombros, responde:

—Digamos que me quité de en medio para que mi familia viviera tranquila.

—¿En serio?

—Totalmente en serio.

—¿Y no saben dónde estás?

—Soy la oveja negra de la familia y estoy convencida de que cuanto más lejos me tengan, mejor para ellos.

Oírla decir eso me parece muy duro. Se supone que la familia es tu refugio. Tu casa. Me duele y murmuro:

—No sabes cuánto lo siento, Valeria.

Ella sonríe y, tocándose su bonita mata de pelo negro, responde:

—Yo lo sentí en su momento, pero, chica, a todo se acostumbra una.

Valeria se va al baño. Miro el móvil, las dos y doce de la madrugada. No tengo ninguna llamada perdida, ningún mensaje. Dylan debe de continuar encerrado en su despacho.

¡Será cabezota!

De pronto, suena el móvil de Valeria y, al mirarlo, veo que en la pantalla sale un nombre: Gemma Juan Giner. Sin saber por qué, lo cojo, me acerco al cuarto de baño, con la puerta abierta de par en par, y, al mirar dentro, me quedo alucinada.

Valeria se levanta de la taza y… y… y…

Joder, ¡¿qué es eso?!

¡¿He visto lo que he visto?!

¿Qué le cuelga a Valeria entre las piernas?

Nuestras miradas se encuentran y ella, al ver mi expresión, explica:

—Por esto precisamente soy la oveja negra de la familia.

La miro alucinada. Ni en mis más delirantes pensamientos habría imaginado esto de ella y murmuro confusa:

—Lo siento. Ha sonado el teléfono y yo… yo…

Ella sonríe, se baja el vestido, se lava las manos y cuando pasa por mi lado, me dice, cogiéndome del brazo para que nos sentemos en el sofá:

—Ven, no he sido totalmente sincera contigo.

—Valeria, por Dios —contesto apurada—. No tienes que contarme nada.

—Hace años que me planteé dejar de mentir.

Una vez nos acomodamos de nuevo en el sofá, ella, recogiéndose en una coleta su pelazo oscuro, explica, mientras se quita el maquillaje con una toallita:

—Desde pequeña supe que me ocurría algo. Tenía que jugar con los chicos, pero yo me moría por hacerlo con las muñecas de las chicas. Las Barbies me encantaban y se las quitaba a mis vecinas siempre que podía para peinarlas a mi gusto. Soy hija única y en mi adolescencia siempre estaba nerviosa y me volví rebelde y contestona. Para mí fue muy traumático descubrir que estaba atrapada en un cuerpo que no me correspondía y que nadie, absolutamente nadie, me entendía ni me podía ayudar.

»En casa, la situación se volvió tan insoportable que afectó a todo, a la normalidad de mi hogar, a los estudios y, al final, mi padre, cansado de mi actitud, decidió sacarme del colegio y ponerme a trabajar. Durante un año estuve en el bar de uno de mis tíos, pero allí todo empeoró. Tenía que soportar que se mofaran de mí día sí y día también y cuando cumplí los dieciocho dejé ese trabajo, me independicé e intenté buscarme la vida como mejor pude o supe.

»Mi madre no me lo puso fácil y mi padre es militar, imagínate. Para él soy una vergüenza.

—Lo siento.

—Traté de hablar con ellos mil veces y hacerles entender lo que me ocurría, pero con llamarme «maricón» o «degenerado» lo resolvían todo. Para ellos siempre seré Juan Luis, el hijo varón que tuvieron, y no Valeria, la persona que verdaderamente soy.

—Valeria —murmuro, tocándole la mano—. Debió de ser terrible pasar por todo eso sola.

Asiente. Da un trago a su cerveza y añade:

—Fue más que terrible. El rechazo lo sufres por todos lados. Por la familia, por los amigos y, en cuanto a lo laboral o social, sólo ves desprecio y marginación. Para muchos eres un bicho raro y para otros, un degenerado.

»Cuando decidí marcharme de Madrid, estuve viviendo en Extremadura. Allí encontré empleo en un local de copas por la noche y por la mañana estudié peluquería. Con paciencia y pensando en mí, empecé un tratamiento psicológico y hormonal en el Servicio Público de Salud. Nunca ha sido fácil, pero la vida no es fácil, ¿verdad? —Asiento y ella prosigue—: He intentado hacer las cosas bien porque soy Valeria, una mujer responsable y dispuesta a luchar para salir adelante.

Doy un trago a mi cerveza y pregunto:

—¿Y cómo has terminado en Los Ángeles?

—Hace cinco años me enamoré de un americano. Él era de Chicago y, bueno, cuando llegué, me encontré con la sorpresita de que estaba casado y era padre de familia.

—Pero ¡qué cabronazo!

—Ya lo creo, querida. Pero tras un tiempo de estar hecha una mierda, la guerrera que hay en mí salió a flote y me mudé a Los Ángeles. Desde entonces, ahorro dinero para mis operaciones, que me voy haciendo a medida que me las puedo permitir. Aunque me falta la más cara. La CRS: cirugía de reasignación de sexo.

»Una vez me la haga, mi vida será por fin la que yo he querido siempre. Y aunque ya no creo en el amor, ni en los príncipes azules por los palos que me he llevado, sí creo en mí y quiero ser feliz.

La miro sobrecogida.

Lo que me ha contado es duro y terrible, pero sin duda alguna tengo ante mí a una mujer de los pies a la cabeza, con ganas de vivir y de ser feliz, a pesar de todas la complicaciones que la vida le ha puesto por delante.

¡Olé por Valeria! Tras su sonrisa, nunca habría imaginado su terrible historia. Charlamos durante un rato más, y cuando nos despedimos y me voy a mi habitación, me echo en la cama, me hago un ovillo y, con el corazón dolorido, me quedo dormida. Lo necesito.