Quiero ser
Ataviada con un glamuroso vestido plateado que me ha costado un ojo y parte del otro, y con unos taconazos de infarto, llego a la gala cogida del brazo de Dylan. Entre tanto cantante y famosete, soy como una niña pequeña en una tienda de chuches, pero disimulo. Aunque cada vez que veo a alguno de mis ídolos, aprieto con fuerza el brazo de mi pobre marido.
Omar y Tifany vienen a saludarnos. Van cogidos del brazo y mi cuñada está impresionante con el modelazo que lleva, guapa y sexy. Tifany es una diosa, no sé cómo el tonto del culo de mi cuñado le es infiel. Tras saludarlos, me sorprende ver también a mi suegro junto a Tony, que rápidamente me da un abrazo.
—Wepaaa, cuñada, ¡estás preciosa!
—Tú sí que estás guapo —contesto divertida.
Anselmo me guiña un ojo con complicidad y cuchichea:
—¿No abrazas a tu ogro preferido?
Riéndome, me lanzo derechita a sus brazos. Cinco minutos después, rodeadas por los impresionantes Ferrasa, Tifany y yo nos mezclamos con los invitados a la fiesta.
Los nervios me devoran y Dylan sonríe al verme. Miro a mi alrededor curiosa, y no me puedo creer dónde estoy.
¡Músicos y cantantes a los que llevo media vida adorando están aquí!
Los Ferrasa saludan a todo el mundo. Dylan, Tony, Omar o Anselmo me presentan a muchos de los asistentes, que veo que son personas de carne y hueso como yo, y me sorprendo al saber que han oído hablar de mí.
Omar sonríe. Dylan, no.
De pronto, veo al fondo de la sala a Marc Anthony, que, al verme, me guiña un ojo y se acerca para saludarnos. ¡Qué simpático es! Además de buen cantante es agradabilísimo como persona. Si antes me encantaba, ¡ahora lo adoro!
Después de él se acercan varios artistazos más y cuando decidimos buscar nuestra mesa para sentarnos, Dylan me mira y, acercándose, me dice al oído:
—¿Ves como se acuerdan de ti?
Sí, eso me ha sorprendido y me hace sentir importante.
A nuestra mesa ya están sentados los tíos de Dylan. Nos saludamos con cariño y, después, cogiéndome de la mano, Anselmo me presenta a unos hombres que me quieren conocer. Soy la última incorporación a la familia Ferrasa y me muestra con orgullo.
Cuando nos sentamos, Dylan me coge una mano, me besa los nudillos y pregunta:
—¿Todo bien?
Asiento. Cualquiera dice que no. Frente a mí veo a Beyoncé más guapa que nunca y en otra mesa Madonna habla y ríe con Bryan Adams. Esto para mí es el paraíso. Pero cuando casi me muero, pero morirme de muertecita de verdad, es cuando Dylan me lleva hasta un chico moreno y, al darse la vuelta, veo que es mi adorado, querido, amado e insuperable Alejandro Sanz.
¡Oh, Dios, qué momentazo!
Alejandro es tal como siempre me lo había imaginado. Simpático, atento y encantador y, tras hablar con él un rato, nos despedimos, y Dylan me coge de la cintura y murmura divertido:
—Estoy celoso… muy celoso.
Yo sonrío, lo beso y cuchicheo, aún en mi nube:
—Gracias, cariño, gracias por presentármelo.
La cena comienza. Encantada, hablo con Anselmo y con los demás, cuando de pronto J. P. se acerca a nosotros y, mirando a Dylan, le pregunta:
—¿Puedo robarte a tu mujer?
—No —responde él con rotundidad.
J. P. suelta una carcajada y, tras chocar una mano con Dylan en plan colegas, dice:
—Me acaban de decir que Alicia Keys no ha podido venir y yo tenía que cantar una canción con ella. Y, bueno, lo he hablado con Omar y le he propuesto que tú y yo cantemos la canción que grabamos juntos. Te vendrá bien que te oigan cantar muchos de los que están aquí; ¿qué me dices?
—Yo le he dicho que es una idea excelente —afirma Omar.
Con el rabillo del ojo, veo que Dylan mira a su hermano con gesto hosco, aunque disimula. No le hace ninguna gracia esa intromisión.
¡Yo me muerooooooooo!
Mi cara debe de ser de tal alucine que todos sonríen a mi alrededor, mientras a mí me parece que el corazón se me va a parar de un momento a otro.
Niego con la cabeza. No. No puedo hacerlo. Los tíos de Dylan me animan. Tifany también. Anselmo me escudriña con la mirada y Dylan casi no respira. No puedo cantar esa canción así porque sí. No. No. No.
—Lo harás de lujo, Yanira. ¡Vamos! —me aprieta Omar.
—Bichito, no la atosigues —le dice Tifany, al ver mi expresión.
—No lo dudes, cuñada —interviene Tony—. Sabemos que lo vas a hacer muy bien. ¡Vamos, cántala!
Anselmo no dice nada y su silencio es muy significativo para mí.
—No. No es momento —respondo. Y mirando a J. P., que está esperando, añado—: Te lo agradezco, pero no. No hemos ensayado y…
—Pero qué dices, Yanira —me corta Omar, sin importarle la cara de Dylan—. Llevas toda la vida cantando con orquestas y tienes facilidad para amoldarte a cualquier situación sin ensayar. Lo harás de fábula. Además, J. P. tiene razón, te vendrá bien que te oigan los que están aquí.
Tiemblo. No sé qué hacer. Finalmente, miro al único hombre que allí me importa, Dylan. Está serio, pero al final, presionado por cómo lo miran los otros, se da por vencido y asegura, intentando sonreír:
—Cariño, lo harás genial.
J. P. me coge de la mano, me hace levantar y, tirando de mí, dice:
—Ven, vamos a hablar con mi grupo. —Mira a Dylan y añade—: Tranquilo, hermano, en veinte minutos te la devuelvo.
—Que sean diez —le oigo decir a él cuando me marcho con el rapero.
Sin poder negarme, me dejo guiar por este, mientras veo cómo se miran mi suegro y Dylan. Sé lo que piensan y me angustia.
Entramos en un cuartucho donde hay varios muchachos de mi edad, vestidos a cuál más hortera. J. P. habla con ellos, que asienten, y el rapero me indica:
—Acompáñame un segundo.
—Oye, J. P. —digo—. De verdad que no tienes por qué hacerlo. Yo no sé si voy a estar a la altura de…
—Pero ¡qué dices! —me corta él sonriendo—. Lo harás fenomenal. Si lo hiciste genial aquel día en el estudio, sin saberte la canción ni el ritmo, ¿cómo crees que te va a salir hoy? Además, preciosa, mi intención es ser tu padrino musical y Omar no da puntada sin hilo. Sabe que va a ser un éxito. Vamos… ¡sé positiva, ojitos claros!
Joder con Omar. Menuda celestina musical está hecho.
Tras ensayar un par de veces la dichosa canción, vuelvo a la mesa. J. P. me avisará cuando tenga que subir al escenario. Al llegar, me siento en mi sitio entre Anselmo y Dylan, miro a mi chico y murmuro:
—Creo que voy a vomitar.
Se ríe. Parece que su humor ha cambiado y responde, dándome un beso en la sien:
—Tranquila, cariño. Lo harás estupendamente.
Pero a partir de ese instante ya no puedo comer. Mirar la comida me pone enferma, a pesar de que veo que el gesto ceñudo de Dylan y de Anselmo ha desaparecido y en cierto modo eso me calma.
Sin embargo, mis nervios se acrecientan cuando distintos artistas suben al escenario a cantar. No puedo disfrutar de nada. Sólo sufro pensando que en breves minutos yo también estaré allí y que todos los presentes me verán hacer el ridículo.
¿Por qué me he dejado convencer? ¿Por qué?
Cuando veo a J. P. salir al escenario, busco con urgencia las salidas de emergencia.
Plan A: pongo pies en polvorosa.
Plan B: me meto debajo de la mesa.
Plan C: me da un infarto.
Dios, estoy tan nerviosa que no me decido por el A, el B o el C.
No puedo pensar. Pero ¿por qué me meteré en estos líos?
Dylan, que me debe de leer el pensamiento cuando le da la gana, me agarra la mano con fuerza. Yo tiemblo como una hoja, mientras J. P. canta uno de sus éxitos y sus bailarines se mueven por el escenario, llenándolo de luz, sonido y color. Su seguridad mientras canta y baila me fascina, pero cuando acaba la canción y me señala, me quiero morir.
¡Socorrroooooo!
Un gran foco de luz ilumina nuestra mesa, y cuando J. P. dice mi nombre, todo el mundo aplaude.
¡Joder… joder… joder!
Dylan y todos los de la mesa se levantan también y aplauden, mientras yo me siento chiquititaaaaaaaaaaaaaaaa. Diminutaaaaaa. Pequeñitaaaaa, y no me puedo levantar.
Ay, Dios, que me desmayo y hago el mayor ridículo de mi vida.
Las piernas no me sostienen y mi chico, que es más listo que nadie en el mundo, me coge de la cintura con fuerza, tira de mí y me acompaña caballerosamente hasta la escalerilla que sube al escenario. Una vez allí, me da un beso en los labios y murmura:
—Ya no hay remedio, así que, ¡cómetelos!
Sé por qué dice que ya no hay remedio, y me angustio. Pero ver que me sonríe y me guiña un ojo me deja algo más tranquila.
Con piernas como de goma subo la escalerilla, mientras J. P. se dirige a los asistentes con desparpajo y me presenta como la mujer de su amigo Dylan Ferrasa y su futura compañera de discográfica.
Todos los allí presentes me miran con curiosidad y no me cabe duda de que, tras esta noche, ya no voy a ser una desconocida para ellos.
J. P. explica cómo nos conocimos en el estudio, cómo le di una lección de positividad, y todos sonríen al escuchar la anécdota. Durante varios minutos, dialogamos sobre el escenario bajo la atenta mirada de todos los invitados. El rapero pregunta y yo le sigo el juego, mientras los asistentes ríen al ver nuestro desenfado y naturalidad.
Intuyo que J. P. me está dando esos minutos para que me calme, y así es. Comienzo a sentirme más segura y noto que la sangre ya me corre por las venas.
«¡Vamos, Yanira —me digo—, que tú puedes!» La tranquilidad me va invadiendo y ahora sé que soy capaz de hacerlo.
Cuando suenan los primeros acordes de la canción y los bailarines comienzan a moverse a nuestro alrededor, yo hago lo mismo. Empiezo a bailar a mi bola. De pronto, la increíble voz de J. P. comienza a cantar. Se mueve por el escenario mientras rapea y yo intento acompasar mi respiración. Tiro de profesionalidad, cierro los ojos, me dejo envolver por esta música cañera y, cuando me toca dar la réplica, lo hago tan bien que ni yo me lo creo.
Él rapea y yo canto. La unión de nuestras voces y nuestros dos estilos gusta a la gente y aplauden mientras ambos actuamos con soltura.
Al ver la buena aceptación, me dejo llevar por la música y, olvidándome de los nervios, hago eso que tanto me gusta, que es cantar. Disfruto como llevaba meses sin hacerlo e incluso bailo con J. P.
Intento buscar a Dylan con la mirada, pero los focos son tan potentes que no lo veo. Pero sé que me mira. Lo sé. Lo siento.
La canción habla de amor. De un amor duro y descarnado separado por las clases sociales. El tiempo se hace increíblemente corto y de repente la gente aplaude. Sonrío radiante mientras el rapero me agradece que haya cantado la canción con él. Yo apenas puedo hablar del subidón que tengo.
Vamos, ¡ni cuatro porros me habían hecho flipar así en mis tiempos locos!
De la mano de mi compañero de actuación, bajo los escalones y, al llegar abajo, Dylan está esperándome con una resplandeciente sonrisa y, besándome en los labios, murmura:
—Caprichosa, eres la mejor.
Me hincho de orgullo.
Oír decir eso al hombre que me tiene robado el corazón es increíble.
Cuando llego a la mesa, todos me aplauden y mi suegro me dice en el momento en que me siento:
—Has estado fantástica, rubita.
Yo me río y él añade, mirándome fijamente a los ojos:
—Ahora, recuerda, los pies en el suelo, Yanira. No lo olvides.
Asiento, mientras la mano de Dylan aprieta la mía y sé que no he de olvidarlo.
El resto de la noche estoy como en una nube. Pero si hasta mi Alejandro Sanz viene a darme la enhorabuena por mi interpretación… ¡Qué fuerte!
Todo el mundo me quiere conocer y Dylan sonríe a mi lado, orgulloso. Aunque su cara cambia cuando algunos cantantes jóvenes hablan conmigo y me entregan sus tarjetas para que me ponga en contacto con ellos. Omar observa y disfruta. Ve negocio en mí y sonríe satisfecho.
En varias ocasiones, diferentes cantantes conocidos me sacan a bailar y yo acepto encantada, y mi amor me observa mientras habla con su padre y otros hombres.
En un par de ocasiones, veo que varias mujeres de lo más guapas y espectaculares se acercan a él, pero observo que mi chico se las quita de encima.
¡Viva mi Ferrasa!
La noche es joven y divertida. Hablo con Justin Timberlake y el tío es un fenómeno. Bailamos una canción y compruebo de primera mano lo bien que se mueve. También me presentan a un grupo de moda llamado One Direction. Sé quiénes son y puedo ver lo majos que son en persona. Soy tres o cuatro años mayor que ellos, pero nos entendemos la mar de bien mientras bailamos y charlamos.
Al grupo se nos unen J. P. y sus raperos y cuando Dylan se acerca a mí, se mofan de él con cariño. Lo llaman «abuelo» por nuestra diferencia de edad. Él sonríe con su whisky en la mano y no les hace ni caso. Pero lo conozco, por lo que lo defiendo como una loba. Adoro a mi madurito y nadie delante de mí dirá nunca nada que le pueda molestar.
Por la noche, cuando llegamos a casa, el humor de Dylan no es el mejor. Para mi gusto, ha bebido demasiado y sé que él también es consciente de ello.
Hoy tendremos gresca sí o sí. Estoy segura.
Está enfadado, y mucho. Es la primera vez que lo siento así conmigo y no sé qué hacer. Por eso, al entrar me voy directa a la cocina. Necesito dos segundos para pensar. Además, tengo la boca seca y quiero beber agua.
Cuando cierro la puerta de la nevera, Dylan está en la entrada de la cocina, quitándose la pajarita. Me mira con mala cara y pregunta:
—¿Lo has pasado bien? —Cuando asiento me espeta—: Seguramente habrías preferido irte con los de tu edad a continuar la juerga, ¿verdad?
—No, Dylan, yo…
—No me mientas, ¡joder! —protesta enfadado—. No había más que ver el buen rollo que tenías con ellos.
Me callo, creo que será lo mejor. Pero él, señalándome con un dedo, sisea:
—A partir de ahora, esto será siempre así, a no ser que tú lo pares. Piensa qué es lo que quieres, Yanira. Ya sabes lo que quiero yo.
—Dylan, escucha, yo…
—Por primera vez —me corta— he sentido nuestra diferencia de edad. Hoy me he sentido mal. Muy mal.
Vaya. Ya sabía yo que lo de «abuelo» me iba a pasar factura a mí y digo:
—Pero, cariño, yo te quiero y…
—Tienes que parar esto, Yanira… Debes hacerlo.
—¿Y qué puedo hacer? ¿No cantar? ¿Rechazar la oferta que me va a llegar de la discográfica de Omar? —replico—. ¿Acaso he de ser la típica mujercita que se queda en casa haciendo punto, mientras su marido trabaja y trae el jornal a casa? Oh, no… yo no soy así, y lo sabes, Dylan. Lo sabes muy bien.
—No te estoy pidiendo eso. Piensa, por favor.
—¿Qué me pides entonces?
—Tiempo.
Su respuesta es tan contundente que no sé qué decir, hasta que murmuro:
—Te lo estoy dando, Dylan. Te lo llevo dando desde que llegué a Los Ángeles, y no me puedes decir que no es verdad. Esta noche no he hecho nada para que estés así conmigo. Sólo he cantado una canción y luego he sido amigable con la gente que hablaba conmigo. Dime, ¿qué debería haber hecho?
—De entrada, no haberme dejado solo.
—Pero, Dylan, yo…
—¡Cállate y piensa! ¿Cómo te sentirías tú si yo hiciera lo mismo en mi gremio? Cuando has venido conmigo de viaje o asistido conmigo a las cenas, nunca, ¡nunca! te he dejado ni un segundo sola. ¿Acaso no lo recuerdas?
Tiene razón. En esos viajes o cenas siempre está pendiente de mí.
Lo miro asustada. Nunca lo he visto tan bebido y enfadado.
Sin mirarme, camina a grandes zancadas hacia la nevera, abre el congelador, saca un par de cubitos de hielo y, tras echarlos en un vaso que coge de un mueble, se marcha dejándome sola, mientras yo grito a su espalda:
—¡¿No crees que ya has bebido suficiente?!
No contesta, maldita sea. Lo sigo.
Entra en su despacho y yo detrás. Allí, tras coger una botella, se sirve en el vaso.
Sabe que estoy allí. Ha debido de oírme, pero al no volverse, lo llamo, dispuesta a aclarar el malentendido.
—Dylan…
No me hace caso. Para cabezón, él.
—Dylan… mírame.
No lo hace. No se mueve. Sólo bebe y luego rellena otra vez el vaso con whisky.
Cabreada y no dispuesta a consentir ese trato, me quito un zapato y se lo tiro. Le doy en la espalda. Esta vez sí se vuelve y, mirándome, sisea:
—¿Te has vuelto loca?
—No, mi niño, no me he vuelto loca, pero si eres un jodido desagradable que no me contesta cuando lo llamo, no te enfades si luego te tiro algo.
—¿Cómo crees que me sienta ver a mi mujer bailando y divirtiéndose con todos menos conmigo?
—¡Eso es mentira! —grito.
—¡No, no lo es! —vocea más alto.
Esto parece un festival de gritos por lo que, bajando el tono, añado:
—Claro que me divierto contigo. ¿Por qué crees que no? Pero tú no bailas, odias bailar en público. ¿Acaso yo tampoco puedo hacerlo?
No contesta. Bebe más whisky y suelta:
—Yanira, tengo unos cuantos años más que tú y sé qué es lo que algunos hombres quieren de ti.
—No digas tonterías —protesto—. Nadie se me ha insinuado y…
—¡Les arranco la cabeza si lo hacen! —grita, fuera de sí.
Alucinada por el cariz que está tomando la conversación, resoplo y digo:
—Te he visto charlando tranquilamente con tu padre y…
—Qué remedio —me corta él—. ¿Qué querías que hiciera?
—Dylan…
Se quita la chaqueta del traje con brusquedad, la tira de cualquier manera sobre uno de los sillones y añade:
—Hablaba con ellos mientras te esperaba a ti. ¿Todavía no te has dado cuenta de que sólo te esperaba a ti? Que he ido a esa jodida fiesta por hacerte feliz y que no me gusta el mundo que se mueve en ese ambiente. ¿De verdad todavía no te has percatado de eso?
Tiene razón. Sin duda alguna, si por él hubiera sido no habría ido a ese acto, pero cansada de su mal humor, contesto:
—De acuerdo, lo asumo. Otra vez lo he hecho mal.
—Muy mal, Yanira… muy mal.
—Bueno, tampoco te pases. No dramatices.
—¡No dramatizo! ¡Es la verdad! —sube el tono de nuevo.
Atónita por el giro que están tomando las cosas, pregunto:
—Pero ¿me quieres decir qué debería haber hecho?
Dylan no contesta. Sólo me observa y, cuando ve que me quito el otro zapato, masculla, señalándome con un dedo:
—Como se te ocurra hacerlo, lo vas a lamentar.
Sin dudarlo se lo tiro. ¡Para chula yo!
Esta vez lo para con el brazo. Menos mal, porque le iba derechito a la cara. ¡Mira que si le salto un ojo…!
Lo oigo maldecir. Deja el vaso de malos modos sobre la mesa y camina hacia mí. No me muevo. Que sea lo que Dios quiera. Y cuando lo tengo frente a mí, antes de que me toque digo:
—Al menos te has acercado.
Con ímpetu animal, me coge entre sus brazos y me besa. Se apodera de mi boca y, cuando siento que me voy a desmayar por falta de aire, me aparta de él y murmura:
—Si entras en la vorágine de la música, ya nada volverá a ser igual. Pero ya te lo dije el otro día, no voy a ser yo quien te lo impida. Quiero que cantes, quiero que disfrutes de tu sueño, pero luego no te quejes si algo cambia entre nosotros.
—Pero ¿qué va a cambiar? —pregunto.
Dylan cierra los ojos, acerca su frente a la mía y susurra:
—Tú. Cambiarás tú, cariño. Y perderte teniéndote a mi lado es lo que más me va a doler.
¿Cómo me va a perder si me tiene?
Intento entenderlo. De verdad que lo intento, pero soy incapaz.
No me va a perder. Si algo me enseñaron mis padres es la importancia de ser feliz con el ser amado, por encima de todas las cosas. Se lo digo como puedo. Dylan escucha, pero su expresión no cambia. A cada palabra, su desesperación crece más y más y cuando ya no puedo soportarlo, murmuro:
—Abrázame.
Me mira desconcertado y yo insisto:
—He dicho que necesito un abrazo.
—No, Yanira… ahora no me apetece dártelo.
—¡¿No?!
—No.
—¡Te necesito! —grito furiosa—. ¡Bésame, abrázame, hazme el amor!
Pero Dylan no se mueve.
No me hace caso. No quiere besarme, ni abrazarme, ni jugar conmigo, y cuando no puedo más de indignación, me pongo a gritarle como una loca. Él, sin contemplaciones, me echa del despacho y cierra la puerta.
¡Será gilipollas…!
Subo furiosa la escalera. Muy furiosa.
Las lágrimas y mi enfado me nublan la razón y al llegar al cuarto me quito el bonito vestido y lo tiro sobre la cama. Abro el armario para coger un pijama, pero me detengo. Odio esta puñetera casa.
Desde que he llegado a Los Ángeles, no he hecho nada más que estar pendiente de Dylan. Vivo en un sitio que odio, que no me da buenas vibraciones, y con esta absurda discusión he llegado al límite de mi angustia.
Miro los vaqueros. Sin dudar un segundo, me los pongo. No estoy para pijamas.
Pero cuando me los abrocho, me siento fatal. Nunca he querido que Dylan se sintiera mal. Maldigo. No quiero estar enfadada con él y, deseosa de que lo arreglemos, abro un cajón y cojo mi camiseta de las reconciliaciones, esa en la que pone «Te cambio una sonrisa por un beso», y sonrío. Sin duda, cuando la vea, no se podrá resistir.
Me la pongo, me calzo unas deportivas y bajo al salón. Necesito hablar con Dylan. La puerta del despacho sigue cerrada. Me paro ante ella y oigo música. En este caso, música clásica. ¿Le gusta este tipo de música?
Sonrío, cojo el pomo de la puerta y, al intentar abrir, me percato de que la puerta está cerrada por dentro.
¡¿Cómo se atreve?!
Eso me cabrea, me cabrea y me cabrea y grito:
—¡Dylan, abre la puerta!
No responde y yo, olvidándome de que llevo la camiseta de las reconciliaciones, vuelvo a gritar:
—¡Abre la maldita puerta si no quieres que la tire abajo!
Como respuesta, sube la música.
¡Será idiota…!
Eso me enciende la sangre y maldigo. Grito todos los improperios que se me ocurren, pero él continúa sin abrir. Durante un rato lo sigo intentando y cuando ya lo doy por perdido, miro a mi alrededor. Todo lo que hay aquí es ajeno a mí. No me identifico con nada. Si acaso con las fotos de la boda, que están en el marco digital.
Abatida, conecto el marco y durante varios minutos miro las fotos de nuestra boda. En ella se nos ve felices, sonrientes, y ahora sonrío también al verlas. Me encanta ver a Dylan tan feliz. Las fotos van pasando una y otra, hasta que no puedo mirarlas más y decido sentarme en el sillón de terciopelo negro del salón sin saber qué hacer.
El tiempo pasa y al no obtener ninguna respuesta de Dylan, cabreada como nunca en mi vida, abro el perchero, cojo una cazadora blanca de cuero, mi bolso y salgo de la casa. Un poco de aire fresco me vendrá de maravilla.