9

Te iré a buscar

Definitivamente, mi jefe la tiene tomada conmigo. Es verme y comenzar a observarme, a seguirme y a echarme la bronca por todo. Vale, soy nueva, pero no tonta. Y él me agobia hasta unos extremos que me comienzan a hartar.

Tony es un tío majísimo y su acompañante, que supongo que es su pareja, también. Las veces que coincido con ellos, son siempre encantadores conmigo. Tony parece muy pijo, pero como diría mi abuela, ¡vale un potosí!

Por su parte, el morenazo que me tiene loca sigue sin hacerme caso. A veces noto que me mira, pero cuando lo miro yo también para comprobarlo, desvía la vista rápidamente. Alguna noche, tras acabar el turno, hemos coincidido en la sala que tenemos los trabajadores para relajarnos, pero nunca se acerca a mí.

Yo lo miro para provocarlo, pero, por lo que parece, la única que se provoca y calienta a sí misma soy yo. Una de tres, o este tío es un témpano de hielo, o es más miope que yo o está claro que no le gusto absolutamente nada. ¡Qué penita!

Aun así, no desisto. Mi plan es que se fije en mí sea como sea, de modo que bailo, canto y me divierto con mis nuevos compañeros, mandándole todas las señales habidas y por haber para que se dé cuenta de que me interesa. Pero nada de nada.

Día a día me arriesgo más. Pongo mi mirada de Tigresa Yanira y le grito en silencio «Ven», pero él o bien no habla mi mismo idioma o lo que entiende que le digo es «Vete», porque siempre termina marchándose y dejándome con cara de tonta.

Pero con el paso de los días, mi sexto sentido me hace intuir que algo le atraigo. Sí… sí… sí… Lo he pillado mirándome durante breves instantes, pero esos instantes son mágicos, increíbles, sensuales. Así que me tranquilizo y no desisto de mi plan.

En horas de trabajo, siempre que lo veo aparecer por las cocinas, cargado con cajas, intento parecerle interesante y cruzar alguna palabra con él, aunque a veces me sienta ridícula con tanta sonrisita tonta. En mis ratos libres, si coincidimos, sonrío feliz, camino con seguridad e intento hacerle ver que soy algo más que una chica mona. Pero él sigue pasando totalmente de mí.

¡Ya no sé qué hacer!

A medida que transcurren los días, el trabajo se me hace más llevadero. Mi jefe sigue vigilándome, pero al menos ya se ha dado cuenta de que sé hacer las cosas y de que no soy tonta. Un par de noches me ha tocado retén en la cocina. Es un turno divertido. Somos pocos y en las horas muertas solemos cantar o contar chistes.

Lo peor de todo es que, aunque trabajo a toda mecha e intento no pensar en ello, el mareo me acompaña a todas horas.

Entro en la cocina con una bandeja de platos sucios y, una vez la dejo sobre una de las mesas, mi estómago me indica que se está revolviendo por momentos.

Miro a Coral en busca de apoyo moral, pero mi amiga está muy atareada junto a Gina y decido seguir trabajando. He de hacerlo o el Rancio me montará un pollo.

Saco bandejas y más bandejas de comida, pero Dios santo, ¡son como pirañas!

Sonrío. Soy amable. Soy encantadora. Soy entusiasta, pero joder… ¡qué mareo!

De pronto, un ruido de cristales hace que todo el mundo mire en una dirección. Por suerte no he sido yo. ¡Menos mal!

Veo a Nelson, uno de mis compañeros, despatarrado en el suelo en la entrada a cocinas.

Ay, pobre… Ay, pobre…

Corro hacia él y choco con alguien. ¡El morenazo! El estómago se me pone del revés por todo y, mirando a Nelson, le pregunto:

—¿Estás bien?

Él me mira rojo como un tomate y, avergonzado de sentirse el centro de las miradas, responde:

—Me resbalé y…

Pero no dice más, pone los ojos en blanco y cae hacia atrás, inconsciente.

Dios… Dios… Diosssssssssss, ¡¿se ha muerto?!

Me entran todos los males y no sé que hacer, hasta que Dylan, que está a mi lado, dice al ver mi desconcierto:

—Tranquila, sólo se ha mareado. Saquémoslo de aquí y pongámosle los pies en alto.

Noto unas grandes y fuertes manos en la cintura, que con delicadeza me apartan a un lado y cuando nuestras miradas se encuentran de nuevo, se nos acercan varios pasajeros junto con el Rancio.

¡Oh… oh… no me gusta nada la cara que trae éste!

Se arma un poco de lío a nuestro alrededor hasta que Tito Fernández, el hombre que fue a recoger a Tony a casa, mira la reluciente chapita que llevo en la pechera y dice:

—Yanira, traiga un poco de agua y unas servilletas limpias, por favor.

Sin dudarlo, hago lo que me pide, mientras, junto con Tito, el encargado y un par de camareros levantan a Nelson del suelo y lo lleva a un salón anexo y vacío en estos momentos.

Cuando regreso con lo que me ha pedido, veo que mi compañero está tendido sobre una mesa, rodeado por varios hombres. Cuando comienza a reaccionar y abre los ojos, Dylan, que está a su lado, le dice:

—Tranquilo, Nelson, estás bien.

Por su parte, el encargado murmura con gesto agrio:

—¡Qué fatalidad! Justo hoy. —Y tras un silencio, añade—: Lo siento, joven, pero en su estado no puede trabajar. Aprovechando que estamos haciendo una escala, lo mejor será que abandone el barco hasta el siguiente viaje. En éste no nos es útil.

Al oírlo, Nelson se pone verde y susurra:

—Señor Martínez, le prometo que trabajaré como cualquier otro. Por favor, necesito este trabajo. Mi mujer y mis hijos dependen de este dinero para vivir y…

—Imposible —afirma sin piedad el muy mugroso—. En cuanto lo examine el médico, le exijo que abandone el crucero. Yo hablaré con la oficina para que manden a un sustituto.

Yo lo miro incrédula. ¿Es que este tío no tiene corazón?

Miro a Dylan, que permanece callado y, con el corazón encogido, observo cómo a Nelson se le llenan los ojos de lágrimas mientras insiste:

—Por favor, déjeme trabajar. Por favor.

Ay, qué pena, por Dios, ¡qué pena! Como lo siga oyendo suplicar, me voy a echar a llorar con él.

—Señor Martínez —interviene Dylan en ese momento—. Lo que ha ocurrido ha sido culpa mía. Nelson y yo hemos abierto la puerta a la vez y…

—No me importa de quién sea la culpa —lo corta el encargado—. Nelson ya no es productivo.

Incapaz de quedarme de brazos cruzados ante la desesperación del pobre hombre que está sobre la mesa, digo:

—Señor, yo doblaré turnos. Mientras Nelson se recupera, yo haré su trabajo.

—Cuente conmigo también —afirma Dylan.

Ese gesto lo honra, pero el encargado es inflexible e insiste:

—Lo siento, pero debo mirar por el interés del buque. —Luego, dirigiéndose a Tito, que no ha abierto la boca, añade—: Señor, muchas gracias por su amable ayuda y siento mucho lo que ha ocurrido. Por favor, regrese a su mesa y ordenaré que les lleven una botella del mejor champán en agradecimiento.

Qué injusta es la vida. Nelson suplicando una nueva oportunidad tras un incidente que el pobre seguro que no ha propiciado y el encargado regalándole champán a un hombre que ni se lo ha pedido y que seguramente se lo puede pagar sin problema.

Estoy horrorizada y cabreada y entonces oigo que Dylan dice, insistiendo:

—Señor Martínez, es sólo un pequeño corte en la mano. Con un par de puntos se resuelve.

El hombre se remueve nervioso y le espeta:

—¿Se cree usted médico, joven? Cállese y vuelva a su trabajo. Todos ustedes no hacen más que darme quebraderos de cabeza.

Lo miro disgustada. ¿Cómo puede ser tan desagradable? Si no fuera porque necesito el trabajo, a éste le arrancaba yo la cabeza por imbécil.

En los ojos de Dylan veo la misma indignación que en los míos. Observo que aprieta los puños y es evidente que va a contestar, cuando, de pronto, Tito, que hasta ahora se ha mantenido en un segundo plano, mira al Rancio e interviene:

—Como pasajero del buque, debo decir que no me parece correcto lo que pretende hacerle al muchacho, y más cuando dos compañeros se están ofreciendo para cubrir sus turnos. —El encargado va a contestar, pero Tito prosigue—: Si usted lo permite, yo mismo me ocuparé de la herida de Nelson.

—¿Usted, señor? —pregunta Dylan, sorprendido.

El regordete Tito contesta con una agradable sonrisa:

—Sí, soy médico.

Sorprendida por su maravilloso gesto, estoy a punto de dar palmas de alegría cuando lo veo que habla con el encargado sin darle tregua y mi morenazo le pregunta a Nelson:

—Te impresiona la sangre, ¿verdad?

El pobre asiente y él, tapándole la mano ensangrentada con una servilleta, le dice:

—No te preocupes. Intenta no mirar. Te has cortado con unos cristales, pero la herida es limpia. No tienes nada grave.

Cuando Tito termina de hablar con el encargado, se saca una tarjeta dorada del bolsillo del pantalón y, dirigiéndose a mí, me la tiende y dice:

—Yanira, vaya a mi camarote. Es el número 22. En el armario encontrará un maletín azul oscuro, tráigamelo en seguida, por favor.

El camarote de Tony sé que es el 21. ¡Lo que yo digo, aquí hay tomate!

Miro al encargado, que asiente con gesto impasible, mientras Dylan mira molesto hacia el techo. Cojo la tarjeta y corro hacia la cubierta superior hasta llegar al camarote.

Nada más entrar, me quedo impresionada por el amplio espacio que me rodea. Nada que ver con el agujero donde yo me alojo.

¡Qué pasote y qué lujazo!

Veo unos bombones sobre la enorme cama, pero, sin tiempo que perder, abro el armario y sonrío al ver lo pulcramente que el hombre tiene colocadas sus camisas, ordenadas por colores. Vamos, igualito que yo, que soy un desastre. Eso me hace sonreír y, sin pensar, acerco la nariz a las camisas e inspiro hondo. Huelen de maravilla.

Acto seguido, agarro el maletín y al hacerlo me fijo en un traje oscuro. Soy incapaz de no tocarlo. La tela es liviana y suave. La más suave que he tocado en toda mi vida.

Un ruido de fuera me hace volver en mí y, tras dejarlo todo como estaba, salgo del camarote a toda mecha.

Cuando llego al salón donde tienen a Nelson, le entrego el maletín a Tito sin decir nada. Él mira al encargado.

—Señor Martínez, si quiere puede regresar al restaurante —sugiere—. Estoy seguro de que sus trabajadores lo necesitan. Yo me ocuparé de Nelson.

Al encargado no sé si esas palabras le gustan o no, pero con cara de ajo pocho pregunta:

—¿Necesita la presencia de la camarera y del hombre de mantenimiento?

Dylan y yo nos miramos y Tito, tras pasear la vista por nuestros rostros, contesta:

—Sí. Los necesitaré a ambos.

El señor Martínez se va de muy mala gana y miro al médico abrir el maletín. Nelson está nervioso y cuando Dylan levanta la servilleta para dejar la mano al descubierto, la curiosidad lo hace mirar y al cabo de tres segundos ya se ha vuelto a desmayar.

—Tranquila —dice el morenazo al ver mi gesto preocupado—. Está bien.

Ver la mano ensangrentada a mí no me marea, pero sí me impresiona. Retrocedo unos pasos e inspiro hondo para no montar un numerito. Entre mi estómago revuelto y la sangre estoy apañada. Sólo falta que me desmaye yo también.

Tito y Dylan murmuran algo, mientras observan la herida y, finalmente, el primero me dice:

—Yanira, vaya por favor a la cocina y tráigame agua hirviendo y gasas. Tengo pocas en el maletín.

Asiento y miro a Dylan, que parece enfadado, pero, sin más, me marcho y corro hacia las cocinas. Allí, Coral y Gina me preguntan sobre lo sucedido, mientras yo pongo un cazo con agua en el fuego.

—Nelson está bien. Sólo se ha hecho un corte en la mano, pero un pasajero muy amable le va a dar unos puntos.

—Pobre… —susurra Coral.

—Pero ¿qué ha pasado? —pregunta otro joven de mantenimiento, acercándose.

—Según he oído —digo—, tu compañero Dylan y él abrieron la puerta al mismo tiempo y…

—¿Dylan? —me interrumpe él. Cuando yo asiento, dice—: Pero si Dylan estaba conmigo al fondo cuando oímos el ruido de cristales. ¿Cómo va a haber sido él?

Eso me sorprende, pero no digo más. ¿Por qué entonces se ha echado la culpa?

Pasados unos minutos, con el agua hirviendo, varias gasas que he cogido del botiquín de primeros auxilios y con cuidado de no abrasarme, regreso hasta donde están ellos y encuentro a Dylan y Tito hablando. Al verme, se callan y éste, quitándose unos guantes de látex manchados de sangre, dice:

—Gracias, Yanira. Al final no he necesitado el agua. Lo he podido solucionar con suero.

Una vez dicho esto, cierra el maletín, nos mira a Dylan y a mí y dice antes de marcharse:

—Quédense con él hasta que se despierte. Que se incorpore poco a poco y se vaya a descansar a su camarote. Hoy no podrá hacer nada con la mano así.

Cuando se da la vuelta y empieza a alejarse, me acerco a él.

—Muchas gracias, señor —le digo—. Gracias a usted, Nelson podrá seguir trabajando en el barco.

Me gusta su mirada bonachona y, con una agradable sonrisa, responde:

—Ha sido un placer y ahora, regrese junto a sus compañeros y no se preocupe de nada.

Cuando se marcha, me acerco a Dylan, que está apoyado en la pared, y, sonriendo, comento:

—Todavía hay gente buena en el mundo.

Él asiente.

—Es un placer saberlo, ¿no crees?

—Ya te digo. —Y, mirándolo, le pregunto—: ¿Por qué te has echado antes la culpa si tú no has abierto la puerta con Nelson?

Veo que mis palabras lo sorprenden y sosteniéndome la mirada, responde:

—No me gusta que nadie cargue al ciento por ciento con las culpas de un tonto accidente. Y si eso hace que el idiota de su jefe baje el tono con él, merece la pena.

—Ha sido un bonito detalle por tu parte.

Él no responde ni me mira, sigue con los ojos fijos en Nelson. Está visto que pasa totalmente de mí. Tengo que asumirlo y aceptarlo.

Pues no, ¡ni de coña! No lo acepto.

Voy a seguir con el plan A: ligármelo.

Mientras esperamos a que nuestro compañero se despierte, me siento en una silla e intento parecer interesante y atractiva a pesar de mi ridículo uniforme. Me toco el pelo con el mismo glamour con que lo hace Paris Hilton, atusándomelo para llamar la atención de Dylan, pero ¡ni aun así me hace caso!

Lo observo con disimulo. Pelo oscuro, piel morena, unos increíbles ojos castaños, labios que quitan el sentido y todo un cuerpazo. ¡Vamos, un escándalo de hombre!

No sé quién es, ni dónde vive, ni cuál es su apellido, ni si le gustan los macarrones o el arroz, pero me encantaría conocerlo. ¡Me chiflaría! Y me joroba ver que yo a él le resulto indiferente.

Pienso que para llamar su atención he de redoblar mis argucias de mujer y, sintiéndome perversa, cruzo las piernas a lo Instinto básico.

¡Ni caso!

Diossssssssssss…, ¿qué hago?

¡Qué calor… qué calor… qué calor!

Cojo un botellín de agua y me lo bebo. Pero como sigo sedienta, me bebo otro. Me estoy muriendo de calor sólo de imaginar lo bien que lo podría pasar en la cama con este morenazo, mientras recorro las seis fases del orgasmo.

Joder… joder soy lo peor. ¿Qué estoy imaginando?

Pero como soy una morbosa, mi mente continúa con su particular historia y lo imagino desnudo sobre una cama. Impresionante. Dylan desnudo tiene que ser para que se te pare el corazón.

Madre mía… Definitivamente, ¡estoy muy mal!

Debo dejar de pensar en eso, por lo que paso al plan B. Cierro los ojos e imagino a mi abuela tocando la guitarra. Eso me hace sonreír. Ankie siempre me hace sonreír.

Pasados unos minutos en los que pensando en mi abuela he conseguido enfriarme, miro a Dylan de nuevo. De pronto, él me mira a su vez y pregunta:

—¿Por qué sonríes?

—Porque estaba pensando en mi abuela.

Veo que se ha quedado sorprendido con mi respuesta y añado en tono cómplice:

—Le encanta tocar la guitarra y pensar en ella haciéndolo me hace sonreír.

Dylan asiente. No entiende nada.

—¿De dónde eres, Yanira? —pregunta.

—De Tenerife. ¿Y tú?

—De Puerto Rico.

—¿Boricua?

Asiente y, con un aire en cierto modo prepotente, afirma:

—Al ciento por ciento.

Divertida y tras un doble parpadeo que nunca falla, murmuro:

—Si ya decía yo que ese tono de piel era muy tostado.

Dylan sonríe.

¡Por fin sonríe!

¡Por fin me mira directamente a los ojos y sonríe!

¡Dios existe!

Durante unos segundos en los que su penetrante mirada se pasea por mi rostro y yo siento que me pongo roja como un tomate, me estremezco y, finalmente, rompiendo el silencio, él comenta:

—Tu piel y tu cabello no son muy isleños que digamos.

Ahora sonrío yo.

—Mi padre es holandés y he salido más holandesa que tinerfeña.

Ambos asentimos y un silencio sepulcral nos envuelve. Veo que se saca del bolsillo un pequeño tarro de crema y que se la extiende por las manos. Huele bien.

«Vamos, Yanira…, vamos, di algo».

—Por cierto —consigo balbucear—, sé que trabajas en el barco, lo que no sé es en qué.

—Mantenimiento —dice, guardándose de nuevo el bote de crema en el bolsillo.

—Oh, qué interesante, ¿y cuál es tu cometido?

—Arreglo los desperfectos que se puedan ocasionar y ayudo en el almacén de la cocina. Si algún cocinero necesita algo, llama al almacén y otro compañero y yo somos los encargados de suministrárselo.

En ese momento, Nelson se mueve y nuestra conversación se acaba. Ambos lo atendemos mientras se despierta y al verse la mano dice:

—Gracias… gracias por estar conmigo.

Dylan lo ayuda a incorporarse.

—Ahora te voy a llevar con cuidado hasta el camarote —le dice—. Mañana tu mano y tú estaréis muchísimo mejor. Por el turno de hoy no te preocupes, yo te cubro.

—Te cubriremos los dos —aclaro, dispuesta también a ayudar.

Pasándose una mano por el pelo, Nelson murmura:

—Gracias. Os debo una.

La mirada de Dylan y la mía se cruzan y sonreímos. Nos sentimos felices por Nelson. Aunque yo creo que también sonrío porque me siento feliz por mí. Al fin he conseguido hablar con mi morenazo.

Quizá no le guste como mujer, pero esa sonrisa me acaba de asegurar que al menos le gusto como persona.

Segundos después, los dos chicos desaparecen de mi vista y yo sonrío mientras vuelvo a mi trabajo.

Y en este mismo instante decido que ese morenazo puertorriqueño es muy… muy ¡sexy!