8

Una historia importante

Esa tarde, cuando Coral y yo nos despedimos de Jordi y Aída, me parto de risa. Parece que nos vayamos de vacaciones, con nuestras maletas y nuestras gorras modernas, cuando en realidad, lo que vamos a hacer es trabajar mientras otros disfrutan de sus vacaciones.

¡Qué asco de vida! ¿Por qué no habré nacido rica?

Los trabajadores tenemos que estar en el buque, de nombre Espíritu Libre, veinticuatro horas antes de que lleguen los pasajeros. Engullidas entre el personal fijo, Coral y yo nos miramos encantadas. ¡Qué cantidad de gente!

Un coordinador nos indica nuestro número de camarote. Éste es diminuto, pero sólo es para nosotras dos y nos sobra y nos basta.

Una vez deshecho el equipaje, subimos a cubierta, donde otro coordinador nos entrega los uniformes y las placas con nuestros nombres que todos debemos llevar. Me sorprendo al encontrarme con dos músicos con los que he actuado alguna vez en Tenerife.

—Pero, mi niña, ¿qué haces tú aquí? —me saluda Richi, mientras Josele me da dos besos.

—¿Trabajáis aquí? —pregunto alucinada.

Ambos asienten y Richi pregunta:

—¿Te han contratado para la orquesta?

Niego con la cabeza y, encogiéndome de hombros, explico:

—No, estaban todos los puestos cubiertos. Aquí soy camarera.

Veo que se miran sorprendidos y de pronto presiento que tengo dos aliados. ¡Bien! Si ellos están en la orquesta, no dudo de que harán todo lo posible por que yo cante en ella.

Al reconocerlos, Coral se lanza a sus brazos y, tras ponernos todos al día, nos vamos a dar una vuelta por el barco. A mí me entra la morriña tonta cuando al llegar a un enorme salón de fiestas, Richi y Josele se despiden de nosotras y se van con los otros miembros de la orquesta, mientras yo debo encaminarme hacia el comedor, donde me toca ya empezar a colocar servilletas y cubiertos en las mesas.

Mientras rumio mis penas, noto que alguien me pone una mano en la cintura y al volverme veo que es Tomás.

—Hola, preciosa, ¿cómo va eso?

—Bien.

—¿Qué te ocurre? —pregunta, al verme desanimada.

Y yo, incapaz de callar lo que siento, respondo:

—Soy cantante, no camarera, y me encantaría estar en la orquesta en vez de aquí, colocando servilletas y cubiertos.

Él sonríe. Tiene una sonrisa bonita y hasta lo veo guapo cuando pregunta:

—¿En qué camarote estás?

Bueno… bueno… bueno, el pollo no se anda con rodeos. Eso me hace gracia y, levantando una ceja, le suelto:

—En uno en el que tú no vas a entrar.

—Puedo averiguar fácilmente dónde duermes —replica él con voz ronca.

¿Jueguecitos a mí?

Divertida, asiento y respondo en plan matón:

—Y yo sé dónde trabajas.

Tomás se ríe, pero en su risa noto cierta precaución. Sin embargo, sin poder evitarlo, el muy merluzo musita mientras se aleja:

—Difíciles. Así me gustan a mí las chicas.

De pronto, a dos metros de mí, veo pasar a Dylan, el impresionante morenazo del Starbucks, llevando una caja al hombro.

Por favor… por favor… por favor… ¡qué lujo para la vista!

Es verlo y me entran los siete males. No. Los ocho, porque ya estoy toda temblona.

Quiero que me mire. Quiero que me reconozca. Quiero que me pregunte cuál es mi camarote. Pero para mi desconsuelo, ni me mira, ni me reconoce, ni me pregunta nada de nada. ¡Mierda!

Coral, que sale de la cocina, me pilla mirándolo con descaro y la muy lagarta se acerca y me murmura al oído:

—Tela… telita… tela… cómo está el madurito.

Asiento con la cabeza mientras, con la boca seca, digo:

—Impresionante.

Ella, que me conoce más que mi madre en temas de hombres, pregunta:

—¿Cuál es tu plan?

Divertida por la pregunta y sin apartar la vista del tío bueno que desaparece por una puerta del fondo, respondo muy segura de mí misma:

—Sólo tengo el plan A. Voy a conocerlo.

Esa noche, tras dejar el comedor del Cocoloco preparado para la llegada de los pasajeros al día siguiente, varios de los trabajadores nos reunimos en una zona común que tenemos para nosotros, donde rápidamente empezamos a charlar y a conocernos.

En el buque trabaja una variedad de gente increíble. Hay rusos, alemanes, colombianos, americanos, españoles, finlandeses, ¡de todo! Hablo con una chica italiana. Se llama Gina y lleva cinco años de cocinera en el crucero. ¡Menuda curranta! Alucinada, me entero de que sólo ve a su familia un mes y medio al año. ¡Flipante!

Yo no podría estar sin ver a los míos tanto tiempo. Estoy segura de que me moriría de pena.

Mientras hablo con Gina y ésta me presenta a Nelson, un ecuatoriano muy simpático, yo busco entre la gente a mi morenazo, pero no hay ni rastro de él. Eso me corta un poco el rollo.

Tomás sonríe al verme y su sonrisa lo dice todo. Sé bien lo que quiere, pero paso. No es mi tipo. Él me agobia con la mirada y después con sus continuas insinuaciones, pero por esta vez decido comportarme y no demostrarle lo borde que puedo llegar a ser. Criarse con tres hermanos es lo que tiene, que te enseña a defenderte cuando lo necesitas.

Tras divertirme un buen rato, voy a buscar a Coral, que ha ligado con Fredy, y nos vamos las dos a dormir, pues tenemos que estar estupendas para el día siguiente.

Cuando suena el despertador y bajo de mi litera, veo que estoy sola. Como Coral está en las cocinas, tiene que madrugar más que yo. Lo primero que hago es darme un golpe en el pie y lo segundo, descubrir que estoy mareada. Creo que el barco y yo no nos vamos a llevar bien.

Una vez me pongo el uniforme y me recojo el pelo tal como me han dicho, me miro al espejo y me río de mí misma.

¡Vaya pinta de monja que tengo!

Sin querer pensar más en ello, me pongo la chapita con mi nombre en la solapa y me encamino hacia el salón del Cocoloco.

Tras una mañana sin parar, a las doce comienzan a llegar los pasajeros. Curiosa, me asomo a la barandilla para verlos y observo sus gestos emocionados mientras recorren la pasarela de embarque. Se los ve contentos y eso me hace sonreír. El crucero sale al día siguiente a las seis de la mañana y todos quieren pasarlo bien.

Durante horas, la gente sigue llegando y subiendo al barco; parece que no se vaya a acabar nunca. Yo voy de un lado a otro sin parar, y a las seis de la tarde se abren las puertas del restaurante para que los pasajeros puedan cenar.

Mi jefe me ha colocado en la zona vip. Yo pensaba que ahí trabajaría menos, pero todo lo contrario. Esta gente adinerada come delicatessen como salvajes, vamos, que tienen el mismo apetito que los que se acaban de bajar de un andamio.

Sin descanso, llevo platos limpios a las mesas, recojo cubiertos sucios, saco grandes bandejas de salmón, anoto pedidos y abro botellas de champán hasta que de pronto oigo:

—¡¿Yanira?!

Al oír mi nombre, miro y veo a un tipo elegante. Rápidamente lo identifico: ¡es Tony!, el tiarrón que se quedó dormido en el sofá. Eso sí, ahora está repeinado y más fresco que una lechuga. Al ver que lo miro, se me acerca y cuchichea:

—Muchas gracias por no dejarme tirado en la calle, linda. Creo que bebí de más.

—¿Crees?

Al ver mi cara, Tony suelta una carcajada y asiente.

—Lo admito. Me emborraché.

—Eso está mejor. —Sonrío divertida—. Pero te aconsejo que no lo repitas. Beber tanto no es sano. ¡Y a ciertas edades hay que cuidarse!

Su expresión cambia y pregunta:

—¿Me estás llamando viejo?

Suelto una carcajada y, bajando el tono de voz, respondo:

—No. Pero los cuarenta ya no los cumples.

—Qué cruel eres —replica.

Ambos nos reímos y añade:

—Siento haberme marchado de vuestra casa sin despedirme.

—Ah, no pasa nada. Nos hacemos cargo de la situación.

—¿Mi hermano fue amable con vosotras?

Recordar la conversación telefónica con ese hombre me hace resoplar y contesto:

—No lo conozco en persona, pero diría que se comportó en su línea: como un borde. Por cierto, la musiquita de Tiburón para sus llamadas le viene al pelo.

Tony sonríe, se toca su repeinado cabello y arruga la frente.

—Lo siento —dice—. Espero que Tito, que fue quien me recogió, fuera más amable.

—Tranquilo, Tito fue muy amable. Y en cuanto a tu hermano, te aseguro que yo tampoco me quedé atrás. Me despaché a gusto con él.

De pronto, veo que el encargado me mira y rápidamente me pongo a recoger unos platos vacíos.

—¿Trabajas aquí? —me pregunta Tony.

Mirándolo con cara de «¡Tú eres tonto!», le digo:

—No, qué vaaaaa… En realidad soy la dueña de la compañía, pero me gusta ponerme este ridículo uniforme con esta chapita para que todo el mundo sepa cómo me llamo, y recoger unas cuantas mesas. ¿Tú qué crees?

Ambos sonreímos y él añade:

—¿Coral también está aquí?

—Sí.

Tony sonríe. Veo que le gusta la noticia. Y tras indicarles a unos hombres, los mismos del otro día, que se sienten, dice:

—Pues entonces nos veremos todos los días mientras dure el viaje. Incluso puede que conozcas a mi hermano. Por motivos de trabajo, no podrá incorporarse al crucero hasta la escala de Marsella.

¡¿Su hermano?!

¡¿El tiburón?!

¡¿El mamarracho?!

¿Voy a tener que conocer a ese energúmeno?

Pero guardándome para mí todos los piropos que ese tipo hace que se me ocurran, miro a Tony y cuchicheo:

—Entonces ya nos veremos por aquí. Ahora tengo que trabajar.

Y me marcho con una bandeja llena de platos sucios.

Llego a la cocina, dejo la bandeja y, sin poder creer mi mala suerte, me golpeo suavemente la frente contra una de las cámaras frigoríficas.

—¿Qué te ocurre? —me pregunta Coral, acercándose.

Dándome la vuelta para mirarla yo pregunto a mi vez:

—¿A que no sabes quién está en el crucero?

Coral, secándose las manos con un trapo, va a contestar, pero yo me adelanto y digo:

—¡Tony!

—¿El hombretón de anteayer? —pregunta sorprendida.

—Sí —resoplo.

—¡¿El que se pilló la cogorza, que supongo que es gay y que me dejó a dos velas?!

—Síííí.

Sin entender lo que me ocurre, Coral añade extrañada:

—¿Y cuál es el problema?

—Que el mamarracho de su hermano, ese que me puso de los nervios por teléfono, subirá también al barco en Marsella. Y lo peor de todo es que se sientan en la zona vip, lo que significa que, además de que deben de estar podridos de dinero, me tocará a mí atenderlos. —Me retiro el pelo de la cara con brío y mascullo—: Espero no encontrarme con ese idiota, porque, como se entere de quién soy, igual me busca problemas.

Coral suelta una carcajada, pero yo no estoy para risitas. Pensativa, cojo una tartaleta de beicon con puerros recién hecha y, justo cuando me la meto en la boca, aparece mi encargado, el señor Martínez, al que ya le hemos bautizado como el Rancio. No para de gruñir y regañar a todo el mundo. Ni siquiera hemos salido del puerto y ya nos tiene a todos estresados.

Su cara de vinagre asusta y Gina, la italiana que conocí anoche y que trabaja con Coral, comenta que es insufrible. Vamos, lo que se suele decir un amargado.

—¿Qué hace aquí perdiendo el tiempo, señorita? —me pregunta el Rancio.

Cuando consigo tragarme la tartaleta sin ahogarme y voy a responder, él dice, con unos gritos que me asustan incluso a mí:

—¡Haga el favor de cumplir con sus obligaciones o me veré forzado a prescindir de su presencia! Mire, joven, hay mucha gente en el paro como para que holgazanas como usted vengan aquí a quitarles el puesto.

Alucinada por ese ataque tan directo, lo miro e, incapaz de mantener cerrada esta boquita que Dios me ha dado, replico:

—Señor, no soy una holgazana y estoy cumpliendo con mis obligaciones. He venido a recoger…

—Yo la veo comiendo, señorita… —mira la chapa con mi nombre— Yanira. Si es o no una holgazana, aún me lo tiene que demostrar. Y de momento permítame decirle que lo que veo no me gusta. Para usted aún no es hora de comer, sino de trabajar y cumplir con sus obligaciones, ¿entendido?

Me callo. Tampoco me gusta a mí que me escupa cuando habla. Pero mejor me callo o como salga la Yanira contestona, aquí se lía la de Dios y este idiota me pone de patitas en la calle antes siquiera de que comience el viaje.

Cuando el Rancio se da la vuelta y se va, varios compañeros me miran con gesto cómplice. En sus miradas veo que se apiadan de mí y Coral cuchichea:

—Tranquila… respira… respira… que te conozco.

—Joder —gruño—. No me ha hablado así ni mi padre cuando le quité el coche y lo metí en la playa, ¿por qué tengo que aguantarlo de éste?

—Porque «éste» es nuestro jefe —contesta ella, encogiéndose de hombros.

—¡Qué asco de tío! Qué amargura tiene encima.

Me doy la vuelta y de pronto veo que no muy lejos de nosotras está parado Dylan, el moreno que me gusta. Nos observa con gesto serio y seguro que ha oído la conversación. Avergonzada, cojo la bandeja de tartaletas que Coral acaba de terminar y regreso al comedor. Estoy que trino.

¿Por qué ha tenido que ponerse así conmigo?

Mientras rumio mis penas, oigo unas risitas. El Rancio ríe muy obsequioso con unos pasajeros y se me pone la carne de gallina al ver que se trata de Tony, el tal Tito y otros de su grupo.

Sigo trabajando, no puedo parar. La gente pide comida y bebida constantemente y me toca a mí servirlos.