7

Eso de saber

¡Estoy en Barcelona!

Coral se informó sobre lo del crucero y no pagan mal. No me han contratado como cantante, sino de camarera. Eso sí, les he dejado muy claro a qué me dedico y lo han apuntado. Espero que no lo olviden y me llamen si me necesitan.

Y aquí estoy, dispuesta a disfrutar de una nueva experiencia al lado de la loca de mi amiga.

—¡Qué pasada de sitio! —exclamo, mirando a mi alrededor.

El crucero es un impresionante hotel flotante. Caben en él tres mil personas y tiene siete cubiertas e instalaciones increíbles para organizar veladas con espectáculos y animación.

Los nuevos tenemos una reunión con el jefe, que nos explica que en el buque hay cuatro categorías de camarotes. Y nos los enseña.

Los interiores, sin ninguna apertura al exterior, que son los más económicos y con seguridad el que yo podría pagar. Los exteriores, que son igual que los interiores pero con un ojo de buey. Otros exteriores mejores, con balconcito privado. Y, por último, las lujosas suites, espaciosas, con balcón privado, jacuzzi y salón, que están ubicadas en la cubierta superior y que son una pasada.

—Bonita suite —le dice de pronto un joven rubio a otro pelirrojo, caminando hacia nosotras.

—Para disfrutar a tope en ella, ¿no crees? —responde Coral, dejándome boquiabierta.

¡Será descarada!

Desde que ha dejado a Toño está desatada. Ha pasado de ser la dulce Coral que creía en los cuentos de hadas, a la devorahombres que se crea sus propios cuentos de princesa traviesa.

Miro al chico que está al lado del rubio, sonrío y pienso: «Pelirrojo, prepárate».

El que ha hablado, al ver que ambas sonreímos, sonríe a su vez y se presenta.

—Hola, me llamo Tomás.

—Yo Fredy —dice el pelirrojo.

Nosotras también les decimos nuestros nombres Y, en seguida, Tomás se pone a mi lado y comienza a bromear conmigo, mientras Coral parpadea y coquetea ya con el tal Fredy.

—Trabajo aquí desde hace tres años —me explica Tomás, mirándome.

—Vaya, qué suerte —contesto.

Cuando acabamos de visitar los diferentes tipos de camarotes, se nos explican las obligaciones de cada uno y Tomás sonríe al ver que estamos en el restaurante Cocoloco junto con él y que es uno de nuestros encargados.

Desganada, escucho que deberé atender en el restaurante y, si es necesario, echar una mano en la barra durante los espectáculos nocturnos.

De pronto, veo que se abre una puerta lateral y un morenazo vestido con pantalones de camuflaje y una camiseta blanca cruza la estancia mirando un móvil que tiene en las manos.

¡Madre míaaaaaaaaaa!

Sin poder evitarlo lo sigo con la mirada. Se lo ve un hombre interesante, no un muchacho, como Tomás. Me atrae su pinta de tipo duro. Su mentón cuadrado, su seguridad al andar. Cuando desaparece por otra puerta, vuelvo a prestar atención a las aburridas explicaciones.

Escucho al jefazo de todo el tinglado, el señor Martínez, mientras nos explica cómo atender a los clientes. ¿Por qué casi todos los encargados son tan serios? ¿Acaso nunca se han divertido?

El señor Martínez, que es como él quiere que lo llamemos, nos hace mucho hincapié en que debemos ser corteses, no descuidar nuestra apariencia ni nuestro vocabulario y facilitarle el viaje al cliente.

Después nos habla de la noche de gala del capitán y resoplo al darme cuenta de que yo no seré de esas mujeres glamurosas que están junto a él, bebiendo champán. Yo más bien seré de las que estarán trabajando a saco ¡y el champán ni olerlo!

Cuando la reunión se acaba, todos los nuevos curritos nos bajamos del buque, felices por haber conseguido este trabajo. Tras despedirnos Coral y yo de Tomás y Fredy, miro a mi alrededor con la esperanza de ver al morenazo, pero nada, ni rastro. Mi amiga, feliz por esta aventura juntas, me coge del brazo y dice mientras caminamos:

—¡Qué pasote de sitio! Estoy convencida de que lo vamos a pasar genial.

Asiento. No dudo ni un segundo de que así será, pero añado:

—Me compraré unas pastillas antimareo por si las necesito. Mejor que me sobren que no que me falten.

Ambas nos reímos. El crucero zarpará dentro de dos días y yo soy una mujer muy previsora. Una vez salimos de la farmacia, le pregunto a Coral:

—¿Qué te parece si nos vamos a un Starbucks por un frappuccino?

—Excelente idea —contesta ella.

Encantadas de la vida, nos encaminamos hacia el Starbucks más cercano al puerto. Al llegar hay una cola enorme, pero dispuestas a tomarnos nuestro frappuccino de moca blanca, esperamos con paciencia.

De pronto, me fijo en un hombre que espera a que le entreguen su consumición y el corazón se me acelera inmediatamente.

¡El morenazo del barco!

Lo vuelvo a mirar y cuando levanta la vista del móvil, me quedo sin palabras. Ay, Dios, tiene la boca más sensual que he visto nunca y una mirada desafiadora que me encanta. Se pasa una mano por su corto pelo y después por la barbilla. Su magnetismo y su virilidad me dejan clavada en el sitio y cuando consigo respirar, le susurro a mi amiga:

—Atención, morenazo más que impresionante a las doce en punto.

Sin ningún disimulo, Coral estira el cuello y tras escanearlo a conciencia, exclama:

—¡Vaya tela, cómo está el hombre!

—Interesante.

—Yo diría que madurito.

—Ya sabes que los niños no me gustan.

Ella asiente y murmura:

—Éste los treinta y cinco ya no los cumple. —Y asintiendo con la cabeza, añade—: Yanira, con este hombre te digo yo que las seis fases del orgasmo las cumples a rajatabla.

Me río. No sé a qué se refiere con eso de las seis fases y ella me lo aclara bajando la voz.

—La primera es la que se denomina asmática y es cuando dices lo de «¡Ah… ah…!». La segunda es geográfica: «¡Aquí… aquí!». La tercera, matemática: «¡Más… más!». La cuarta, religiosa: «¡Ay, Dios mío!». La quinta, suicida: «¡Ay, que me muero!». Y la sexta, y no menos importante, la homicida, que es cuando le sueltas: «¡Si te paras, te mato!».

Mi carcajada hace que todo el mundo nos mire. Pero ¿dónde ha aprendido eso la santurrona de mi amiga?

Entre risas, me cuenta quién se lo enseñó y yo me parto. Después observamos al madurito mientras él sigue esperando su consumición hablando por el móvil. Desde luego, yo estaría más que encantada de probar esas seis fases del orgasmo con un hombre así.

No parece contento. Su cejo fruncido y los movimientos que hace con la mano libre me dan a entender que la conversación lo irrita. Me encanta su cara de perdonavidas, y cuando se da la vuelta, me quedo sin aliento al ver su ancha espalda y su estupendo trasero.

Por favor… qué culito más mono.

Poco después, cuando la camarera del local le entrega un vaso de café con una sonrisa de lo más encantadora, murmuro:

—Acabo de encapricharme a primera vista.

—Y yo…

Molesta, miro a Coral y digo:

—No jorobes. ¿Del mismo que yo?

Ella niega con la cabeza.

—Tranqui, mi niña —responde—. A mí me pone más el de la camiseta pistacho que hay a las tres en punto. Debe de ser medio tonto, pero me encanta esa nariz aguileña.

Miro hacia donde indica y sonrío cuando añade:

—Qué le voy a hacer si ahora me gustan los jovenzuelos.

Sonriendo, vuelvo a mirar a mi morenazo, que se acerca a nosotras en su camino hacia la salida.

Qué nervios.

¡Y qué alto es!

Me excito sólo mirándolo. Su seguridad al caminar, al mirar, al respirar me hace pensar que yo a éste, como diría mi hermano Argen, ¡no me lo meriendo! Y eso me provoca. Me vuelve loca.

De pronto, Coral, en su estilo más loco, le corta el paso y pregunta:

—¿Tienes un cigarro?

Él clava su impresionante mirada en nosotras y dice:

—No.

—¿No fumas? —insiste ella empujándome para que diga algo.

—No.

Vaya, ¡es parco de palabras!

Y tras un incómodo silencio, durante el cual no sé qué decir ante su penetrante mirada, al ver que va a seguir su camino, miro el vaso que lleva en la mano e, incapaz de dejarlo marchar, digo:

—Vale, pues adiós, Dylan.

Me escudriña con la mirada y de pronto me siento como una tonta.

¿Por qué he tenido que decir eso?

Coral se ríe. La madre que la parió.

Yo me río. La madre que me parió a mí también.

Y el hombre, sin quitarme ojo y más que serio, pregunta en tono molesto:

—¿Nos conocemos?

Pero ¡qué bordeeeeeeeee!

—No —contesto.

Desconcertado, se inclina un poco para estar a mi altura. Me saca un palmo por lo menos. Clava sus impresionantes ojos castaños en mí y pregunta:

—Entonces, ¿cómo es que sabes mi nombre?

Plan A: le digo la verdad.

Plan B: le cuento una milonga.

Plan C: le doy un besazo de tornillo y que salga el Sol por Antequera.

Finalmente me decido por el plan A, pues el C es demasiado arriesgado y respondo:

—He supuesto que tu nombre es el que está escrito en el vaso del Starbucks.

El morenazo lo mira, lee lo que pone en él y pregunta:

—¿Y si no fuera ése?

Me derrito al perderme en sus ojos y, encogiéndome de hombros, digo con sonrisa de lela:

—Pues habría metido la pata hasta el fondo.

Me traspasa con la mirada y luego me contempla desafiante, con los ojos entornados. Aprieta los labios y yo me río de nervios. Parece que va a decir algo, pero finalmente niega con la cabeza y se va.

¡Ohhhh… qué penaaaaaaaaaaa!

Lo miro totalmente extasiada. Me ha impresionado más que cuando Ricky Martin me firmó un autógrafo hace unos años y me guiñó un ojo.

Coral, que se da cuenta de todo, suelta una carcajada y, acercándose a mí, cuchichea:

—Recoge las bragas del suelo, que nos toca pedir.

Vuelvo en mí. ¿Qué me ha ocurrido?

Empujo a mi amiga y, todavía algo acalorada, le pido los frappuccinos a la camarera.

Salimos del local riéndonos y cuando unas chicas que pasan corriendo me empujan sin querer, caigo como una tromba sobre alguien.

—Weeepaaa —oigo.

Mi frappuccino se derrama sobre ese alguien y al mirar veo que es un hombretón moreno. Apurada, digo:

—Ay, Dios… lo siento mucho.

Él, todavía sujetándome entre sus brazos, me suelta y, mirando su camisa empapada por mi bebida, dice en castellano, con un acento de guiri que no puede con él:

—No te preocupes. No ha sido culpa tuya.

—Ya, pero…

Sin dejarme acabar la frase, ese tiarrón me suelta:

—Te has manchado el pañuelo de Hermès que llevas.

¡Será pijoooooooooo! Me entra la risa y respondo divertida:

—Te podría decir que sí, pero es de los chinos. Concretamente, de la tienda de mi vecino Yuyun.

Sorprendido, toca una punta del pañuelo y musita:

—Son increíbles estos chinos. Desde luego, parece un auténtico Hermès.

Sonrío sorprendida por su amabilidad. Ese tipo de hombres tan pijos y repeinados no suelen ser tan simpáticos. Mientras lo miro, él se da la vuelta y habla con un grupo de hombres a cuál más arreglado. Los observo y rápidamente deduzco que son gays musculitos y guapitos. ¡Con esta pinta, no me cabe la menor duda!

—¿Estás bien? —pregunta Coral.

—Sí. Pero necesito otro frappuccino.

Caminamos de nuevo hacia la cola y mientras esperamos, mi amiga exclama:

—¡Qué tiarrón! ¿Por qué no chocaré yo con tíos así?

Divertida, estoy a punto de contestarle que a ese hombre creo que le va otra cosa, cuando alguien me coge del brazo y, al volverme, veo que se trata de él, que me pregunta:

—¿Qué estabas bebiendo, linda?

Alucinada, respondo:

—Un frappuccino de chocolate blanco, sin café.

Ya nos tocaba y veo cómo él lo pide y un par de minutos después me lo entrega. Agradecida, digo:

—Gracias y también por sujetarme para que no hincara los dientes en el suelo.

El tiarrón sonríe y entonces se nos acerca un hombre algo mayor y regordete, con unas enormes gafas de sol. Le toca la cabeza en un gesto que se me antoja protector y pregunta:

—¿Qué ha ocurrido, Tony?

¿Será su novio?

El tal Tony va a responder, cuando yo salto:

—He sido yo. Unas chicas me han empujado y…

Sin dejarme terminar la frase, el recién llegado dice:

—Vayamos al hotel. Allí podrás cambiarte.

Al ver su mala educación, Coral interviene:

—Yanira, vámonos. Ahí están Jordi, Aída y los demás.

Cuando nos juntamos con sus amigos, ella me los presenta y me olvido del incidente. A Jordi y Aída ya los conozco: son sus compañeros de piso. Entre todos proponen ir al Obsesión a cenar y a tomar una copa. Yo encantada. No conozco Barcelona y donde me lleven me va bien. Pero al dirigirnos hacia los coches, el hombre al que le he tirado mi frappuccino encima se acerca y pregunta:

—¿Adónde vais?

Coral, que ya le ha echado el ojo, responde, encantada con su presencia:

—A cenar y luego de fiesta.

Observo que él mira hacia atrás y veo que el grupo con el que estaba ya no está.

—¿Os importa si voy con vosotros? Me compraré una camiseta, aunque sea en los chinos, así no tengo que ir al hotel.

Vaya… no es tan pijo como yo creía, pero intuyo que esto nos va a traer problemas. Lo sé. Mi sexto sentido de mujer me dice: «¡Alerta!».

Pero Coral, que lo mira con ojitos de loba, pero de loba… loba, sonríe.

—Claro —contesta Coral—. ¿Cómo te llamas?

—Anthony, pero me puedes llamar Tony.

Sin más, se une al grupo y nos vamos todos de juerga. Miro a Coral y sonrío al ver que ya ha elegido a su siguiente víctima, aunque no dudo que tardará poco en darse cuenta de que con éste no hay nada que hacer.

Sobre las cuatro de la mañana, tras bailar hasta quedar agotados y Coral ser por fin consciente de que el tiarrón no pasará por su cama a no ser que sea para dormir a pierna suelta, decidimos regresar a casa, pero no sabemos qué hacer con Tony.

¡Está como una cuba!

Ha bebido más de la cuenta y, tras meditarlo, Coral y yo decidimos no dejarlo abandonado en mitad de la calle y llevarlo a la casa donde nos alojamos. Ayudadas por Jordi y Aída, conseguimos subirlo hasta el piso, que está en la Villa Olímpica, y Tony cae como una piedra sobre el sofá.

—Pero ¿qué ha bebido? —pregunto, mirando a Coral.

—No lo sé. Yo sólo lo he visto con un bacardí con Coca-Cola. Eso sí, ¡toda la noche!

Agotada y cansada por la juerga, decido irme a dormir. ¡Lo necesito! Pero sobre las ocho de la mañana, un ensordecedor ruido, que identifico como la música de la película Tiburón, me despierta y me levanto buscando su origen.

No lo encuentro. Corro por mis gafas, pero sigo sin dar con él.

Tutu… tutu… tutu… tutuuuuuuuu.

¡Oh, Dios…, esta estridente musiquita me está volviendo loca! Jordi, Aída y Coral aparecen en el comedor y con cara de cansancio, preguntan:

—¿Qué es esto que suena?

Tiburón —respondo, a punto del infarto.

Tony sigue dormido como un ceporro sobre el sofá, boca abajo, y me doy cuenta de que el ruido proviene de uno de los bolsillos de su pantalón. Con cuidado, le damos la vuelta y el ruido se hace más ensordecedor.

Tutu… tutu… tutu… tutuuuuuuuuu.

—Debe de ser su móvil —comenta Jordi, tapándose los oídos—. Páralo, por favor.

Meto la mano en el bolsillo trasero del pantalón y saco el móvil. Es una llamada. ¡Menuda musiquita…! El teléfono suena y suena y Tony no se despierta. Cuando ya no puedo más, abro el móvil y, sin mirar la pantalla, grito:

—¿Quién es?

—¿Quién es usted? —oigo que responde un hombre y, al no recibir contestación, me dice—: Haga el favor de decirle a mi hermano Tony que se ponga al teléfono.

Oh… oh… ¡aquí está el problema! Resoplando, contesto:

—Imposible. Aún no se ha despertado.

El tipo suelta toda una serie de improperios y cuando por fin agota su bonito vocabulario, pregunta:

—¿Tony ha bebido?

Miro al susodicho. Más que beber ha debido de absorber el licor por todos sus poros.

—Bueno —digo—, la verdad es que…

Ahora el que resopla es él, y pide:

—Deme su dirección. Iré a buscar al loco de mi hermano.

Pienso qué hacer. No me apetece que ese idiota aparezca por el apartamento, pero me guste o no es lo mejor para todos. Así que, con la misma frialdad con que él me ha hablado, le doy la dirección y, tras colgar, miro a Coral, Jordi y Aída y digo:

—Volved a la cama. Yo esperaré a que venga el simpático hermanito de Tony a buscarlo y luego también me acostaré.

Sin poner la más mínima objeción, los demás desaparecen mientras yo paso al cuarto de baño para peinarme y lavarme los dientes. Mi aspecto nada más levantarme es, como poco, aterrador. Eso sí, no pienso cambiarme de ropa para recibir a nadie y menos a ese prepotente. Con mi pijama rojo de pantalón corto estoy más que presentable.

Cuando me estoy tomando una taza de café, suena el timbre del portero automático. Corro a abrir para que no vuelva a sonar y veo por el monitor que se trata del hombre gordito de las gafas de sol que le dijo ayer a Tony que fuera al hotel a cambiarse de ropa.

¡El novio!

Durante unos segundos, lo observo sin ser vista y lo primero que me llama la atención es su cara bonachona mientras pregunto por el intercomunicador:

—¿Quién es?

—Disculpe, señorita, vengo a buscar a Tony.

Una vez le doy al botón, voy hacia la puerta de la casa y la abro.

—Buenos días —saludo.

El hombre asiente con la cabeza y al ver que no se mueve, digo lo más jovialmente que puedo:

—Puedes pasar. Vamos, no te quedes ahí.

Una vez dentro, me tiende la mano y dice:

—Soy Tito Fernández.

Yo se la estrecho y contesto:

—Y yo Yanira Van Der Vall.

Cuando cierro la puerta, le hago un gesto con la cabeza y él me sigue hasta el salón. Tony está tirado en el sofá y al ver su estado, el hombre se acerca, le pasa la mano por el pelo y murmura:

—Joder, Tony…

No digo nada. Entiendo su gesto. Ver las condiciones en que está el otro es para decir «Joder» y algo más.

Recuerdo cuando yo he tenido que ir a recoger en alguna ocasión a Rayco en este estado para que mis padres no se enterasen. «Joder» fue lo más suave que dije.

Finalmente, tras un tenso silencio, suena su móvil. El hombre lo coge. Lo oigo hablar en inglés y, de pronto, tendiéndome el móvil, dice:

—El hermano de Tony quiere hablar con usted.

Sorprendida, cojo el teléfono y saludo jovialmente:

—Hola, hermano de Tony.

Como esperaba, continúa enfadado y responde sin saludar:

—Tito dice que tiene el coche aparcado en la puerta.

—¡Perfecto! Ayudaré a bajar a tu hermano.

—¡¿Cómo?!

—Que ayudaré a bajarlo hasta tu coche —repito.

—¿Usted?

Resoplo. Este tío es tonto. No pienso llamarlo de usted por mucho que él me siga tratando así. No me extraña que Tony le pusiera la música de Tiburón.

—Sí. Yo. Aunque no me conozcas, tengo que aclararte que tengo más fuerza de la que imaginas.

Noto que está alucinado y añado entre risas:

—Me he criado con tres hermanos varones y no sería la primera vez que me encuentro en una situación como ésta.

—Señorita, ¿qué le hace tanta gracia?

Menudo borde. Estoy a punto de colgar el teléfono, pero finalmente contesto:

—Me río de la absurda situación.

Sé que mi respuesta no le gusta, ¡porque él también resopla! No puedo evitar soltar otra carcajada.

—¿Puede dejar de reír?

—No puedo, mi niño —digo.

Uf… qué momento tan inoportuno para reírme. ¡Siempre me pasa igual!

Tony, borracho como una cuba, el novio mirándome desesperado y el hermano al teléfono con ganas de estrangularme y yo sin poder dejar de reír.

—No soy un niño y menos «tu niño» —protesta él.

Consciente de que no me ha entendido, aclaro, mientras el hombre que tengo delante sonríe con disimulo:

—Ya sé que no eres un niño, ni «mi niño», pero de donde yo vengo, decir «mi niño» es una frase cariñosa y me ha salido sin querer. Pero vale… ¡lo retiro!

Tras un tenso silencio, pregunta:

—¿Lo pasó bien con mi hermano?

Sonrío. La verdad es que me lo pasé genial bailando con él. Menuda marcha que tiene Tony y qué bien baila salsa. Pero su tono de voz me hace entender que no me ha preguntado eso y poniéndome en jarras, siseo, deseosa de tenerlo enfrente:

—¿¡Qué estás insinuando!?

—Yo no insinúo… yo afirmo.

Resoplo de nuevo. Este idiota se está pasando y, dispuesta a merendármelo con patatas, doy un paso al frente y en plan macarra de barrio le suelto:

—Mira, pedazo de imbécil, ten cuidado con lo que afirmas, porque conmigo estás metiéndote en arenas movedizas y yo no soy de las que se callan cuando las cosas no son verdad. Afortunadamente para ti, no te tengo delante y además hay varios amigos durmiendo en la casa y no tengo ganas de despertarlos con las palabritas que me encantaría dedicarte, de lo más desagradables todas ellas, por borde, creído y prepotente. Así pues, y una vez dicho esto, haz el favor de irte a la mismísima mierda.

—¡Oiga!

—Ah… y ahora no voy a ayudar a bajar a tu hermano, porque no me sale del mismísimo potorro. ¡Gilipollas!

Voy a colgar cuando lo oigo decir:

—Nunca he conocido a una mujer tan desagradable y mal hablada como usted.

—Me alegra saberlo. Las mujeres como yo solemos tener gusto y criterio. Y ahora desaparece de mi oído, mamarracho, y espero no volver a hablar contigo nunca más.

Resopla. Yo resoplo también y cuelgo.

A borde no me gana nadie.

Histérica, miro al otro hombre, que me tiende la mano para que le devuelva el teléfono. No dice nada. Sólo sonríe. Luego se agacha, agarra a Tony con facilidad, se lo echa al hombro y cuando llega a la puerta, dice:

—Gracias por cuidar de él.

Asiento. No tengo ganas de hablar ni de pensar y, cuando se marcha, me voy derecha a la cama, muerta de sueño.