5

Manías

—¡Buenos días, dormilona!

Un cojinazo en toda la cara me despierta.

Abro los ojos y los achino para ver mejor. Los miopes siempre hacemos eso para intentar enfocar con claridad. Veo a mi hermano Argen con un cojín en una mano y una taza de café en la otra. La expresión de sus bonitos ojos claros, tan parecidos a los de papá y los míos, me hace sonreír y, sentándome en la cama, pregunto:

—¿Qué hora es?

—Las nueve y media y…

Tumbándome de nuevo, me tapo con la almohada y protesto:

—Por Dios, Argen… Me acosté tardísimo, déjame dormir.

—Vamos, levanta. Hoy hace un día estupendo para hacer surf.

Acaba de decir la palabra mágica.

Me levanto de un salto, me pongo las gafas y miro por la ventana. El día está algo nublado, pero cuando miro el mar y veo su movimiento, sonrío y digo:

—En media hora estoy en el coche.

Cuando mi hermano se va de la habitación, lo veo sonreír. Argen y yo nos parecemos mucho. A los dos nos encantan los deportes, en especial el surf.

Me ducho a toda mecha y cuando bajo a la cocina, mi abuela Ankie, que está tomando un café con él, pregunta:

—¿Adónde van mis artistas?

—A surfear —contestamos mi hermano y yo al unísono.

Ankie nos mira sonriente y me pone delante un vaso de leche. Pongo cara de asco y lo aparto. Luego cojo el bote de Nesquik, lo abro y me meto una cucharada en la boca.

—Hummm…

—Por favor, Yanira —protesta mi abuela—. Te hemos dicho mil veces que el cacao es para la leche, no para que te lo tomes así.

—Es que me encanta —digo, metiéndome una nueva cucharada. La disfruto, la paladeo.

Mi abuela refunfuña. Rápidamente, me como otra cucharada y le sonrío a mi hermano, que se parte de risa al verme los dientes negros.

Yo también me río, pero al hacerlo, el polvo del cacao se me va por el otro lado y me ahogo. Toso, salpicando por todas partes.

Mi abuela me da unas palmadas en la espalda y gruñe:

—Esta niña…, todos los días igual.

Argen, acostumbrado, coge rápidamente un vaso de agua y me lo pone delante, mientras se carcajea. Bebo y me ahogo y cuando la angustia se me pasa, oigo preguntar a mi abuela:

—Hoy no trabajas, ¿verdad, Yanira?

Todavía acalorada por mi casi ahogamiento nesquitero, le digo que no con la cabeza y ella exclama:

—¡Genial! Esta noche, mi grupo actúa en el bar La Chusma y te necesitamos para los coros, ¿vendrás?

Asiento. Me encanta acompañar y cantar con mi abuela y sus amigas. Ankie sonríe y, tras ponerme de nuevo el vaso de leche delante y llevarse el Nesquik, le pregunta a mi hermano:

—¿Te has puesto la insulina, cariño?

Él responde:

—Sí, Ankie. Insulina puesta e hidratos de carbono ingeridos.

Los tres sonreímos. El pobre tiene que decir eso mil veces al día.

—¿Hoy no vas al taller? —le pregunta mi abuela entonces.

Mi hermano es un artista de la cerámica, que se gana la vida con ello, y explica:

—Sí iré, pero primero haré un ratito de surf con Yanira. Por cierto, ¿dónde están Han Solo y el guaperas?

Mi abuela y yo soltamos una carcajada y ella responde:

—No lo sé. Se han levantado temprano y se han ido. Por cierto, me ha dicho Nira que hoy hay de comida rancho canario, ¿qué os parece?

—Mmmm… ¡qué rico! —digo.

Ella y Argen se miran. Saben que soy de buen comer.

Tras despedirnos de la abuela con un par de besos, Argen y yo nos metemos en su escarabajo amarillo. Este coche tiene más años que nosotros, pero nos encanta. Fue donde mi padre se declaró a mi madre y mi hermano lo cuida con mimo.

Mientras él conduce hacia la playa del Socorro, yo canturreo lo que suena en la radio, la canción de Carly Rae Jepsen Call me maybe.

Hey, I just met you

and this crazy

but here’s my number

so call me, maybe!

It’s hard to look right

at you baby,

but here’s my number

so call me, maybe!

Argen Sonríe. Siempre le ha gustado cómo canto y cuando la canción acaba, pregunta:

—¿Es cierto que ya no estás con Sergio?

—¿Quién te ha ido con el cuento?

Él niega con la cabeza y dice:

—¿Cuándo vas a desblindar tu corazoncito?

—Nunca.

Argen es con quien más he hablado de mi fobia a enamorarme. Fue a él a quien le conté mi drama cuando el neozelandés me rompió el corazón.

—Me encontré con Sergio ayer por la calle —explica— y me comentó que no quieres nada serio. Dice que él te quiere, pero que sabe que tú no lo quieres a él. Pero mira, ahora que ya no estáis juntos, quiero que sepas que siempre he pensado que Sergio no era para ti. Tú necesitas otra cosa.

Divertida por su comentario, pregunto:

—¿Y qué otra cosa necesito yo?

—Un hombre.

—Vayaaaaaaaa… ¿Y Sergio qué es, una salamandra?

Argen suelta una carcajada y mientras aparca, añade:

—Sergio es un buen tío, pero tú con ese carácter que tienes, ¡te lo meriendas! Es demasiado blando para ti y me alegra saber que ya has puesto en marcha tu plan B para conocer a alguien más.

Ahora la que se ríe soy yo al oír lo de plan B. ¡Yo y mis planes!

Bajamos del coche, abrimos la puerta trasera del escarabajo y comenzamos a ponernos nuestros trajes de neopreno, mientras observamos las olas.

—Quítate las lentillas —me recuerda mi hermano.

Yo me río, pero lo hago y me pongo las gafas. He perdido demasiadas lentillas en el agua.

Una vez terminamos, cogemos las dos tablas de surf que llevamos en la baca del coche y Argen me coge de la mano mientras caminamos hacia la orilla del mar.

Antes de quitarme las gafas, busco un punto de referencia, como hago siempre. Una roca picuda al fondo y una sombrilla enorme de Pepsi. Las corrientes me mueven y, si no tengo una referencia clara, cuando salgo del mar sin gafas no veo nada.

El mar está algo picado y los bañistas sólo toman el sol y observan a los surfistas.

Cuando llegamos a la orilla, clavamos nuestras tablas en la arena mientras saludamos a varios amigos. Todos son surferos como nosotros, y juntos contemplamos el oleaje y a los que ya disfrutan de las olas.

Al cabo de unos minutos, mi hermano y yo nos lanzamos también al agua. Boca abajo sobre las tablas, nadamos con los brazos para adentrarnos en el mar. Una vez lo hacemos, nos sentamos a la espera de una buena ola y charlamos con los amigos que están cerca.

Surfear es divertido. No necesito ver con nitidez, una vez en la tabla sólo necesito sentir. Durante un par de horas, cabalgamos las olas y gritamos satisfechos cuando el subidón de adrenalina nos desborda.

Cuando salgo del agua, busco la sombrilla de Pepsi y la roca y una vez en la arena, clavo mi tabla y saco de la bolsa una toalla para secarme la cara. Luego me pongo las gafas y me siento a observar a mi hermano. Es buenísimo. Él fue mi maestro y quien me inculcó el amor por este deporte.

Oigo la música que suena por los altavoces del chiringuito y, mientras miro el mar, tarareo la canción Single ladies, de Beyoncé, mientras muevo los hombros siguiendo el ritmo. Me encanta esta cantante.

Pienso entonces en lo ocurrido anoche. Todavía no puedo creer lo que hice. Si alguien se entera, me muero de vergüenza, pero sonrío al recordar lo bien que lo pasé y que, en realidad, sólo yo sé lo que ocurrió allí.

Poco después me entra sed, así que me levanto y me encamino hacia el chiringuito:

—Una garimba fresquita —le pido al encargado.

El hombre, que ya me conoce de otras veces, me sonríe y les grita a sus ayudantes:

—Marchando una cervecita fresca para la guapa surfera rubia.

Divertida por la guasa que se traen, cojo mi bebida y, cuando voy de regreso hacia mi tabla, oigo que alguien me llama.

Me vuelvo curiosa para averiguar quién es y me quedo de piedra al ver ante mí al de Portofino, el italiano que conocí anoche.

Me entran las calandracas de la muerte, «¿qué hace él aquí?».

Sonríe y, acercándose a mí, murmura:

—Con gafas estás guapísima.

Y una mierda.

¡Joder! No me gusta que me vean con gafas. Siempre las he odiado. En el colegio me llamaban Yanira la Gafitas y recuerdo que me sentaba fatal. Así que procuro ponérmelas sólo en casa y cuando no me queda más remedio, como ahora en la playa.

Qué mala suerte. ¿Por qué he tenido que encontrarme a este hombre?

Mi cara debe de ser todo un poema, porque el pobre se acerca rápidamente y, cogiéndome del brazo, pregunta:

—¿Qué te pasa?

Me pasa de todo. Pero mirándolo fijamente, cuchicheo:

—No se te ocurra comentar nada de lo ocurrido entre tú y yo, ¿entendido?

La que es ahora un poema es su cara y, acercándose más, responde:

—Yanira… eso es algo entre nosotros, no para ir contando por ahí ni para fanfarronear. —Y al ver mi expresión, sonríe y murmura—: Creo que aún tienes que aprender muchas cosas del mundo Swinger.

Sus palabras me tranquilizan, veo que puedo fiarme de él, y señalando hacia la playa, digo, al ver a Argen salir del agua:

—Ven, te presentaré a mi hermano.

Francesco y él se caen de maravilla. Al final, los tres nos volvemos a acercar al chiringuito y tomamos algo mientras bromeamos sobre mis gafas. Según Francesco, estoy bellissima con ellas. Yo, en cambio, no veo el momento de tener dinero para operarme y así no tener que llevarlas nunca más.

Luego hablamos sobre la isla y el trabajo y cuando nos vamos a despedir, mientras mi hermano camina hacia el coche, el italiano me pregunta:

—¿Me llamarás?

Paseo la vista por este hombre que tan buena pinta tiene y, tras pensarlo un momento, respondo:

—¿Qué tal si nos vemos mañana sobre la una en el mismo sitio?

Él sonríe y, guiñándome un ojo, asiente y se va.

Cuando llego al coche, mi hermano, que se está quitando el traje de neopreno, me mira divertido y dice:

—Es majo el bellissima.

—Sí. Es simpático.

Tras un silencio, Argen añade:

—Pero ése tampoco es un tío para ti. ¡Tú a ése te lo meriendas, como a Sergio!

Me entra la risa y él pregunta:

—¿De qué lo conoces?

Comienzo a quitarme yo también el traje y respondo:

—Lo conocí una noche, tomando una copa.

—Pásalo bien con él, hermanita —me dice Argen—, pero recuerda, ese plan B no es para ti. Inicia ya tu plan C.

Sonrío divertida. Sé que tengo carácter y más me vale, después de haberme criado con tres hermanos varones en casa siendo yo la única niña y encima la pequeña.

Cuando vamos a subir al coche, suena el teléfono de Argen.

—Era Jonay —me dice al colgar—. Su primo ha empezado a trabajar en el Siam Park y nos invita a pasarnos cuando queramos.

—¡Cámbate! Qué bien.

Al oírme esta expresión de admiración tan de la tierra, mi hermano se ríe. Sabe que adoro ir al Siam Park, un parque acuático al sur de la isla, en cuyas piscinas hay las olas artificiales más grandes del mundo. En alguna ocasión hemos ido a ver practicar a los mejores surfistas del momento. Cuando cierran el parque, lo abren para ellos y es maravilloso verlos cabalgar esas impresionantes olas.

De pronto, un coche se para a nuestro lado y veo en él a la chica que Argen idolatra desde hace años: Patricia, su amor platónico.

Lo miro divertida y él me devuelve la mirada con el cejo fruncido. Acercándome, le pregunto:

—¿Algún plan?

Argen niega con la cabeza y yo digo:

—Plan A: ¡salúdala!

—No.

—Plan B: hazte el encontradizo.

—No.

—Plan C: dejo caer mi tabla sobre su coche, le hago un bollo y seguro que nos mira.

—Te mato —sisea él.

Me río y miro al grandullón de mi hermano volverse chiquitito ante la presencia de esa joven. A su edad, Argen ha tenido ya varias novias, pero ninguna cuaja. Tarde o temprano todas lo dejan, al parecer por su enfermedad. Y sin duda alguna, no se atreve a acercarse a Patricia por eso mismo. Teme ser rechazado, pero yo insisto:

—Plan D: saludo al chico que va con ella, que lo conozco, y…

—No —gruñe mi hermano—. Déjate de planes y sube al coche, que nos vamos.

Me callo y no propongo ningún plan más. Está visto que Argen no quiere mi ayuda para que Patricia se fije en él. Durante todo el camino de vuelta, me mofo de él, que no para de protestar.

Una vez llegamos a casa, le digo adiós y me encamino hacia mi habitación. Cuando entro, me miro al espejo y sonrío contenta. Esta noche cantaré con mi abuela y sus amigas y mañana he vuelto a quedar con Francesco. ¿Qué más se puede pedir?

Tras pasar parte de la tarde en la tienda de mis padres, a las siete regreso a casa para cambiarme y vestirme para la actuación de esta noche. A diferencia de cuando canto en el hotel, para acompañar a mi abuela y su grupo no me pongo zapatos de tacón. ¡Qué descanso! Con ellas lo que pega son los vaqueros, el cuero y las botas de roquera.

Una vez lista, bajo al salón, donde mi abuela ya está preparada y al verme dice:

—Estás preciosa, cariño.

—Gracias, Ankie.

La abuela Nira nos mira y niega con la cabeza, pero no dice nada. Se lleva bien con Ankie, pero la sigue descolocando su faceta de roquera, aunque lo acepta. Igual que Ankie acepta que a ella le encante mirar revistas del corazón y el cotilleo diario de la tele.

Tras despedirnos, mi abuela coge su adorada guitarra y subimos a mi coche. Veinte minutos después, llegamos al local y sonrío al encontrarme con el resto de la banda. Cuatro mujeres de la misma edad que mi abuela, todas roqueras, cachondas y divertidas.

¡Menudo peligro tienen cuando se juntan!

Cuando entramos en el local, la gente nos mira. Alucinan al verlas tan mayores y vestidas con pantalones de cuero, chupas vaqueras y con los instrumentos a cuestas.

En general, la gente se ríe. No las entiende y eso me joroba cantidad. ¡Me subleva este ponerle etiquetas a la gente por su edad!

Pero cada vez que voy con ellas, vuelvo con alguna lección aprendida. Y me encanta su lema de «Que digan lo que quieran, porque con la edad que tengo, con mi vida, mi música y mi cuerpo hago lo que me da la gana».

Mientras ellas acaban de colocar los instrumentos en el escenario, los turistas las observan con curiosidad. Están desconcertados. No saben qué esperar de lo que están viendo, pero, desde luego, nada bueno.

En cambio, Pepe, el dueño del local, está tranquilo. Me guiña un ojo y yo le sonrío. Sabe que cuando el grupo comience a tocar, se los meterán a todos en el bolsillo.

Se sube en el escenario y dice en inglés, alemán y español:

—Buenas noches a todos.

El publico grita, levantan sus bebidas y dicen alguna que otra inconveniencia al ver a las abuelas en el escenario, pero Pepe prosigue:

—¡Es un placer tener aquí a Las Atacadas! Recibámoslas con un gran aplauso.

La gente aplaude y silba, pero sin muchas ganas. Están convencidos de que no les va a gustar el espectáculo, hasta que Ankie enciende el amplificador, lo enchufa a su guitarra y, tras mirarme con cara de «¡Éstos se van a cagar!», se marca un riff de lo más cañero que los deja a todos sin habla y luego grita en plan macarra por el micrófono:

—¡Viva el rock and roll!

Sus compañeras se van incorporando a la melodía. Primero la batería, luego el teclado y, finalmente, los dos bajos eléctricos. Y uno a uno, todos los presentes se quedan sin habla y empiezan a aplaudir.

La gente se vuelve loca. Bailan, se mueven, se divierten. Lo pasan de fábula y yo, en un lateral del escenario, sonrío encantada mientras bailo también.

Siempre pasa igual.

Siempre la misma reacción.

Disfruto cuando mi abuela y sus amigas los dejan a todos boquiabiertos.

Canción a canción se hacen las dueñas del local hasta que tocan la suave Flor de Luna, de Santana, antes de parar un poco. A Ankie le encanta esa canción y la toca como nadie.

Tras un descanso de quince minutos, subimos de nuevo al escenario y esta vez el recibimiento no tiene nada que ver con el anterior. ¡Es brutal! La gente quiere caña y el grupo de mi abuela se la da durante otra hora, hasta que suenan los primeros acordes de guitarra de la canción She’s got the look, del grupo Roxette y sé que eso significa que es la última canción. Con su peculiar voz, mi abuela comienza a cantar la pieza y yo le hago los coros.

She’s got the look, she’s got the look.

She’s got the look, she’s got the look.

What in the world can make a brown-eyed girl turn blue.

When everything I’ll ever do, I’ll do for you.

And I go: la la la la la.

She’s got the look.

Todos los presentes se la saben y participan encantados. Cuando acabamos e intentamos bajarnos del escenario, no nos dejan. Mi abuela y sus amigas sonríen y deciden darles un final apoteósico, por lo que tocan You shook me all night long, de los AC/DC.

El local se viene abajo de los aplausos, mientras yo me siento orgullosa de mi abuela a más no poder.