Cuando nadie me ve
Un mes después de empezar a trabajar como chica de coro, todo va viento en popa. Por primera vez estoy haciendo lo que siempre he soñado y me siento la protagonista total de mi propia historia. Disfruto cantando con la banda y el día que me proponen interpretar una canción sola, ¡casi me muero de felicidad!
Por mi cabeza no han dejado de pasar imágenes de lo que vi esa vez en el bar de intercambio de parejas y, finalmente, una noche, cuando termino la actuación en el hotel, decido volver a ese local.
Aparco y me quedo mirando el letrero. Tomo aire y salgo del coche. Sin dudarlo, entro y, al ver a Susan, la saludo. Ella se acuerda de mí y me recibe con una sonrisa. En esta ocasión, sin necesidad de que me lo explique de nuevo, me encamino hacia la sala azul. He venido sola y por tanto sé que he de ir allí.
Una vez dentro, veo que la gente charla tranquilamente y que nadie me mira. Más segura que la vez anterior, me siento a la barra y pido un vodka con Coca-Cola. Apenas he bebido un sorbo, cuando oigo decir a mi lado:
—Ciao, bella. Me alegra verte de nuevo por aquí.
Reconozco su voz y recuerdo su nombre. Me vuelvo para mirarlo y saludo:
—Hola, Francesco.
—La última vez que nos vimos no me dijiste cómo te llamas.
Tras pensarme durante unos instantes si inventarme un nombre o decir la verdad, finalmente respondo:
—Yanira.
—Bellísimo nombre.
Sonrío y él hace lo mismo. Su acento italiano me gusta, pero si algo he aprendido es a tener cuidado con los extranjeros que vienen de vacaciones. Y más con los italianos, que ¡menudo peligro tienen!
Francesco es alto y delgado. Tendrá unos treinta y cinco años, melenita castaña y ojos oscuros. Sinceramente, resulta muy agradable a la vista y pronto descubro que al oído también. Durante un rato, hablamos de cosas insustanciales, hasta que me mira y pregunta:
—¿Qué te ocurrió el otro día?
Me río. Cuando estoy nerviosa, es lo que hago. Luego respondo:
—Nada. Sólo que decidí marcharme.
El italiano asiente y, tras beber un trago de su bebida, continúa:
—Susan me ha dicho que otra vez has venido sola.
—Sí.
—¿Qué vienes a buscar?
Me acaloro…
Me flaquean las piernas…
Pero dispuesta a ser la mujer segura de sus actos que quiero ser, contesto:
—He venido a tomar una copa y a conocer el local.
—¿Nada más?
Asiento como un muñequito, pero al ver su mirada, añado:
—De momento sí.
Francesco sonríe y, acercándose un poco más a mí, murmura:
—Aquí no encontrarás un novio ni nadie que te pida matrimonio, pero sí sexo. Por cierto, eso de «de momento», me gusta.
Me entra la risa floja. Si alguien no quiere novio y matrimonio ésa soy yo y, mirando al camarero, le pido otro vodka con CocaCola.
Cuando pone la copa ante mí, el italiano dice:
—Susan me comentó que era la primera vez que venías. —Asiento y él pregunta—: ¿En serio? ¿Y qué te trajo a este bar?
—La curiosidad —respondo sincera.
Francesco me mira sonriente y, acercándose más, susurra:
—Has de tener cuidado con esa curiosidad.
Me acaloro. ¡Cuánta razón tiene!
—¿Por qué?
—Porque lugares como éste te pueden asustar y además, ya sabes, ¡la curiosidad mató al gato!
Suelto una carcajada. ¡Qué nerviosa estoy! Pero intentando mantener mi apariencia de seguridad, respondo:
—Estoy convencida de que en un lugar como éste me puedo sorprender, pero asustar, ya te digo yo que no.
Ay, madre, ¡qué bien miento!
Una hora después, Francesco y yo ya nos hemos cogido más confianza. Es muy agradable y me hace sentir cómoda. Durante nuestra charla, me entero de que vive en Portofino, a unos 35 kilómetros de Génova, pero que desde hace dos meses está en la isla. Trabaja en el puerto de su ciudad como informático y su empresa lo ha enviado seis meses a Tenerife.
¡Interesante!
Cada segundo que paso con él me siento más y más receptiva a su seducción.
¿Qué tendrán los italianos que nos dejan bloqueadas?
¿Será su acento? ¿Su estilo? ¿O el elegante nudo de su corbata?
No me pone un dedo encima, pero su mirada de deseo habla por sí sola y eso me calienta como nunca habría llegado a imaginar.
¡Ay, madre!
Francesco y su sentido del humor me cautivan, me embelesan. Su carácter me lo pone fácil y su sonrisa, acompañada por su bonito pelo, me enamora. Llevo un par de copas y, aunque no estoy borracha, me percato de que cada vez que veo a una pareja desaparecer tras la cortina negra o la puerta de los reservados, me excito. Francesco se debe de dar cuenta, porque me pregunta:
—¿Te apetece bailar en la sala oscura?
Vaya, la propuesta es, como poco, interesante. ¿Qué hago? ¿Qué digo?
Estoy caliente, excitada, eso no lo voy a negar. El italiano es un bombón. Tiene unos labios fantásticos, unos ojos encantadores y un acento embaucador, y yo estoy dispuesta a pasarlo bien y a disfrutar de lo que mi cuerpo me exige.
—Depende —suelto.
Él sonríe.
—¿Depende de qué?
Como una vampiresa, me toco el pelo y respondo toda chula:
—De lo que pretendas que hagamos ahí.
Con un gesto felino que me hipnotiza, acerca su cabeza a la mía y me dice:
—La primera norma de estos locales es jugar sólo a lo que uno desea. ¿Tú quieres jugar? —No respondo, pero siento cómo se me acelera el corazón y él prosigue—: Está claro que me gustas, me atraes y yo jugaría contigo a todo lo imaginable. Pero también está claro que no eres una mujer experimentada en cierta clase de juegos, ¿verdad?
Su mirada me hace saber que espera una contestación y respondo:
—He tenido relaciones, pero… bueno, es la primera vez que…
No digo más porque se me corta la voz. Él asiente. Se levanta y, con galantería, me tiende una mano y murmura:
—Fíate de mí y pasemos a la sala oscura.
Dios santo, ¡ha llegado el momento de la verdad!
Lo pienso unos segundos. ¿He de fiarme de él o no? Pero mi radar no me alerta de ningún peligro y, decidida, me levanto y contesto:
—De acuerdo.
Francesco me coge de la mano y juntos nos encaminamos hacia las cortinas oscuras por donde a lo largo de la noche he visto aparecer y desaparecer a bastantes personas.
El estómago me da un vuelco. ¡Estoy histérica!
Una vez traspasamos las cortinas todo es oscuridad. Me agarro de su mano con fuerza y él, abrazándome, dice, mientras una sensual canción suena por los altavoces del local:
—Tranquila, bellissima, sólo llegaremos hasta donde tú quieras. Hasta donde tú desees. Nadie te va a obligar a hacer nada. Y si algo de lo que te haga te incomoda, dímelo y pararé.
Nuestros cuerpos se mueven al compás de la voz de Whitney Houston cuando noto que sus manos bajan hasta mi trasero y me lo aprietan por encima del vestido. Incitación.
¡Dios santo, estoy dejando que un hombre al que no conozco me meta mano!
Sin decir nada, dejo que sus manos se paseen por mi cuerpo, mientras su boca busca la mía y me besa. Lo hace muy bien y respondo a su beso. Atrapo su lengua en mi boca y la degusto, la disfruto. Así estamos varios segundos hasta que él se interrumpe y sus carnosos labios bajan hasta mi cuello, para acabar llenándome el escote de besos. Estimulación.
Siento que los pezones se me ponen duros y el estómago se me encoge ante este asolador ataque, pero no lo detengo. Disfruto. No quiero pensar en nada más. Sólo quiero disfrutar del morboso y caliente jugueteo. Me aprieto contra él y lo incito a que continúe.
La música…
La oscuridad…
Y la manera en que me toca hacen que pierda la razón y más cuando soy consciente de la dura y latente erección que hay bajo su pantalón. Tentación.
Sentirlo excitado por lo que hacemos me pone como una moto.
—¿Seguimos jugando? —me pregunta al oído.
—Sí.
Hasta el momento todo me gusta y quiero continuar.
—¿Puedo meter las manos bajo tu vestido y tocarte?
Me he quedado muda. No puedo contestar.
¿Dónde está mi chorro de voz?
Mucha gente calificaría como una indecencia lo que estoy haciendo, pero a mí me gusta. En todo caso, es mi indecencia. Es mi cuerpo con el que juego. Y no quiero parar. Cuando Francesco mete las manos por debajo de la falda de mi vestido, la respiración se me acelera. La sensación de su tacto subiendo por mis muslos hasta llegar a mi trasero es increíble. Aceptación.
Cuando mete los dedos por un lado de mis braguitas hasta alcanzar mi sexo me vuelvo loca, y más cuando lo oigo decir:
—… Separa un poco más las piernas. Así… Así… Mmmm… estás húmeda.
Dios… Dios… Diosssssssssssssssss…
Hago lo que me pide mientras, ya más acostumbrada a la oscuridad, comienzo a ver que a nuestro alrededor hay más gente y que una pareja baila junto a nosotros.
Sin demora, Francesco introduce un dedo en mi interior y yo suelto un gritito de sorpresa.
—¿Te gusta? —me pregunta.
Oh, sí… ¡claro que me gusta!
—Sí —respondo en un hilo de voz.
Noto que él sonríe y, tras morderme la barbilla, murmura:
—Cuando tú digas, pararé.
Asiento… y asiento, pero no le digo que pare.
¡Ni loca!
Mueve los dedos dentro de mí y, agitada, suelto un gritito lujurioso. Me masturba y yo, pegada a él, dejo que me excite y se haga dueño de mi cuerpo. La pareja que baila a nuestro lado oye mis jadeos y no me sorprendo cuando veo que comienzan a hacer lo mismo que nosotros.
Nunca he estado junto a otra gente haciendo algo así y me resulta enormemente excitante.
Tras varios placenteros minutos en los que la otra mujer y yo jadeamos, Francesco se me acerca al oído y pregunta:
—¿Continuamos el juego?
No lo dudo, de modo que contesto con rotundidad:
—Sí.
—Vayamos a uno de los sofás. Estaremos más cómodos.
Lo sigo hasta un lateral de la sala, donde hay varios y un par de parejas.
Nos sentamos y Francesco me besa. Vuelve a atacar mi boca mientras una de sus manos se mete de nuevo bajo mi falda para masturbarme. Sentada y sin necesidad de que me diga nada, abro las piernas cuando de pronto susurra:
—¿Puedo quitarte las bragas, Yanira?
¡¿Las bragas?!
Esto va en serio.
—¿Qué… qué vas a hacer?
Al oír mi pregunta, responde sin dejar de masturbarme:
—Te saborearé, si tú me lo permites. Posaré mi boca en tu caliente y delicioso sexo para besarte y mimarte como sé que deseas. Te abriré con los dedos y pasearé mi lengua dentro de ti para sumirte en oleadas de placer y finalmente, si tú quieres, te follaré. ¿Puedo?
Madre míaaaaaaaaaaaaaaaa.
Madre míaaaaaaaaaaaaaaaa.
Madre míaaaaaaaaaaaaaaaa.
Oírlo hablar así me excita. Me pone a mil revoluciones.
Plan A: sí.
Plan B: sí.
Plan C: sí.
Resoplo mientras, contradictoriamente, me pregunto: ¿cómo voy a dejar que me quite las bragas un extraño? Pero el morbo que todo esto me provoca me hace olvidar mi pregunta y contesto:
—Sí, quítamelas.
Francesco lo hace en dos segundos. Luego se pone de rodillas ante mí, y yo empiezo a jadear como una locomotora. Me toca los tobillos, me besa las rodillas y cuando sus besos suben por la cara interna de mis muslos y mis piernas se abren solas, estoy a punto de gritar. Durante varios segundos se dedica a besarme los muslos hasta que se incorpora para estar a la altura de mi boca y me dice:
—Recuéstate en el respaldo. Eso es… Sí… así… muy bien. Ahora abre las piernas… así… un poquito más… Sí… eso es… Y ahora déjame entrar en ti. —Cuando yo jadeo, él prosigue—: Primero te lavaré y luego prometo ser cuidadoso y llevarte al séptimo cielo. Y, recuerda, cuando algo no te guste o te incomode, solamente tienes que decírmelo y pararé. ¿Entendido, Yanira?
Asiento.
Me gusta que antes de hacer nada pregunte. Aprecio que esté pendiente de lo que yo quiero o necesito.
De una bolsa sellada que hay en un lateral del sofá, saca agua y una toalla y me lava con suavidad y luego me seca. Después empieza a darme de nuevo dulces besos en las piernas. Se me altera la respiración y más cuando veo que la pareja que hay a nuestro lado prosigue también con su juego.
Francesco mete las manos bajo mi trasero para acercarme más a él e instantes después me abre las piernas con seguridad.
¡Oh, Dios mío, qué calentura llevo!
Mi sexo, húmedo y palpitante, queda totalmente expuesto para él. Yo jadeo. Noto que el corazón se me desboca y un grito de lujuria sale de mi boca cuando siento cómo su dura y caliente lengua pasa por el centro de mi placer.
¡Oh, Señor…!, estoy permitiendo que un hombre al que no conozco chupe mis partes más íntimas.
¿Me he vuelto loca?
Sigo jadeando acalorada mientras él me agarra los muslos con gesto posesivo, me abre más y mete su lengua en mi interior, tras darme unos toquecitos en el clítoris.
¡Qué pasote!
Clavo las uñas en el asiento del sofá.
Oh, Dios… ¡qué placer!
Nunca, nadie, ningún hombre me ha chupado con tal ímpetu y el deseo de que continúe me hace abrir más las piernas. Le exijo que no pare y él sigue mientras yo me muevo incesantemente, loca de placer.
No sé cuánto rato pasa. Sólo sé que disfruto. Le sujeto la cabeza para apretarlo contra mí y me muevo contra su boca, mientras él parece disfrutar tanto o más que yo.
De pronto, siento una mano que no es la suya en mi muslo y, al mirar, veo que la mujer que está a mi lado y que está siendo penetrada por el hombre que la acompaña me mira. Nuestros ojos conectan. No le aparto la mano. El calor de ésta sobre mi piel es estimulante y más cuando me agarra con fuerza mientras siento las embestidas de su compañero y oigo sus gemidos.
La boca de Francesco me está volviendo loca y estoy totalmente desinhibida. Enredo mis dedos en su pelo.
¡Oh, sí, que no pare!
Aprieto su boca contra mi sexo y siento que comienzo a temblar. El italiano y la mano de la mujer me están llevando a un punto en el que nunca he estado y al que estoy segura de que quiero volver.
¡Voy a estallar!
Tiemblo. Comienza en los pies, sube por mis piernas, se pasea por mi estómago, continúa por mi pecho y cuando llega a mi cabeza explota, haciéndome chillar y convulsionarme de placer.
Francesco, al verme, sonríe, acerca su boca a la mía y me pregunta, mientras aún tiemblo:
—¿Puedo follarte ahora?
Le digo que sí con la cabeza. Él se quita el pantalón y el calzoncillo y con la oscuridad del lugar, apenas puedo distinguir su pene. Sin demora, lo veo ponerse un preservativo. Luego se agacha y, dándome un beso en los labios, murmura, mientras pasa un dedo por la entrada de mi sexo:
—Así me gusta, lubricación natural.
No puedo hablar.
No puedo razonar.
Sólo puedo animarlo a que haga lo que ambos deseamos.
Colocándose entre mis piernas, introduce la punta del pene en mi sexo y, agarrándome por la cintura, se hunde totalmente en mi interior. Ambos jadeamos. Cierro los ojos y me arqueo gustosa. Disfruto del momento y no quiero pensar en nada más. Me niego.
Francesco me penetra una y otra vez, mientras, en un italiano que me excita aún más, no para de decir:
—Bellissima… sei bellissima.
Así estamos unos minutos, hasta que de nuevo el clímax estalla en mí y le clavo las uñas en el trasero. Segundos después, tras un gruñido, él se queda totalmente quieto y al mirarlo veo que los tendones del cuello se le tensan y su expresión es de auténtico placer.
Dios santo, acabo de follar con un desconocido y ha sido una de las experiencias más placenteras de mi vida.
Al cabo de unos segundos, durante los cuales ambos nos reponemos de lo ocurrido, Francesco sonríe, sale de mí y se sienta a mi lado. Posa su boca sobre la mía y noto el sabor de mi propio sexo.
Nos besamos y nos tocamos con total libertad, hasta que su pene vuelve a estar duro y preparado de nuevo.
—Creo que, por hoy, para ser tu primera incursión en este mundo, ya has tenido bastante. ¿Qué crees tú, bellissima?
Alucinada, flipando y totalmente seducida por él, respondo muy acalorada:
—Creo que tienes razón.
Francesco asiente y, tras darme otro beso, susurra:
—Esta pareja me ha invitado a jugar, ¿te importa?
Miro al hombre y la mujer que tenemos al lado, y que parecen estar disfrutando plenamente del sexo, y respondo:
—No. No me importa.
Tumbada en el sofá, observo a Francesco, que se levanta, y esta vez sí puedo ver su enorme erección. La boca se me hace agua, pero he de parar. He de controlar mi cuerpo y mi locura. No debo hacer nada más o sé que me arrepentiré.
Sin dejar de mirarme, veo que se lava el pene y se pone un nuevo preservativo; después se coloca tras la mujer, que está sentada a horcajadas sobre su pareja, y, tras un movimiento seco, la penetra.
¡Joder… la acaba de penetrar con toda facilidad por el ano! ¡Qué dolor!
Pero el grito gozoso de ella me hace saber que de dolor nada y luego me lo confirma cuando la oigo suplicar: «Sigue… sigue, dame más».
Medio tumbada en el sofá, acalorada y sin bragas, los observo. Lo que están haciendo a menos de un palmo de mí me resulta estimulante, lujurioso, caliente y abrasador. El roce de sus cuerpos, unido a sus voces y sus jadeos, me hace desear participar también. Los envidio, pero sé que aún no estoy preparada.
Media hora después, salgo del local todavía en una nube y cuando llego a mi coche, oigo que me llaman. Al volverme veo que es Francesco. Viene hacia mí y, entregándome una tarjeta, dice:
—Llámame cuando quieras, ¿de acuerdo, bellissima? Como te he dicho, estaré un tiempo en la isla y ni que decir tiene que estoy a tu entera disposición.
Su propuesta y lo de «bellissima» me hace gracia. ¡Es tan italiano! Pero no digo nada.
Cojo la tarjeta, en la que hay un número de móvil y leo:
Francesco Galliardi
Asesor Financiero de RNTC
Portofino - Génova (Italia)
Sin un ápice de vergüenza por lo que ha ocurrido entre nosotros, pregunto:
—¿Pretendes ser mi profesor?
Él sonríe y, apartándose el pelo de la cara, contesta:
—Sólo pretendo enseñarte a jugar y a que lo pases bien.
Sonrío, me guardo la tarjeta en el bolso y, tras darle un beso en la mejilla, subo a mi coche y me voy. No le doy mi teléfono.
¡Aún no puedo creer lo que he hecho!
Cuando llego a mi casa todos duermen y voy directa a mi habitación. Me meto en la cama todavía alucinada por mi comportamiento.
¡Madre mía, si mi familia se enterase!