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Volveré junto a ti

Esa noche, cuando llegamos al restaurante donde hemos quedado con Omar y Tifany, nos sentimos muy felices. Hemos pasado una estupenda tarde solos, sin que nadie nos moleste, haciendo lo que más nos gusta: el amor de mil maneras distintas.

Dylan es mi vicio, mi amado, mi perversión, mi vida. Y lo mejor de todo es que yo lo soy también para él.

Nunca pensé que una felicidad como la que estoy viviendo con este hombre pudiera ser posible, pero sí, la felicidad total existe y Dylan lo es para mí.

Cuando vemos a Omar y a Tifany nos acercamos a ellos y nos sentamos. Tifany sin duda está en su salsa. Este lujo le gusta y, por primera vez, la veo disfrutar de algo y no quejarse.

Bebemos champán y brindamos por un más que bonito futuro juntos. Dylan me besa y yo recibo su beso gustosa. Está feliz. Lo veo en su cara y estoy segura de que él ve mi felicidad en la mía.

La comida es excelente y yo me río cuando Dylan le pide al camarero que nos traiga una botella de agua de diseño. Nos sirve a todos y, levantando la copa, pregunta mirándome:

—¿Brindamos?

Yo sonrío y digo:

—Da mala suerte.

Dylan sonríe también. Y, finalmente, olvidándome de mis supersticiones, brindamos con agua. Nada puede salir mal. Todo es mágico y, cuando nos vamos a volver a besar, oímos a nuestra espalda:

—Dylan, ¿eres tú?

Al oír la voz nos volvemos y mi sonrisa de pronto languidece. La reconozco en décimas de segundo. Es Caty, su ex. La pediatra.

—Pero, bueno, ¡qué casualidad! —exclama ella.

Sin duda alguna, pienso yo, mientras maldigo por haber brindado con agua. Con la cantidad de sitios que debe de haber en Los Ángeles y nos la hemos tenido que encontrar allí justo la primera noche.

Dylan, al verla, se quita la servilleta que tiene sobre las piernas, se levanta y la abraza encantado. El abrazo dura algo más de lo normal e intento entenderlo. Fue su novia y compartieron muchas cosas. Omar la saluda también y después Tifany. Cuando ha saludado a todos los de la mesa, Caty me mira y Dylan, cogiéndome de la mano, nos presenta:

—Caty, ella es Yanira, mi prometida.

Sin perder su sonrisa, la mujer de ojos negros como la noche me mira. Me escanea con el mismo descaro con que la escaneo yo y, cuando se da por satisfecha, se acerca a mí, me da dos besos y dice:

—Encantada de conocerte.

—Lo mismo digo —respondo con amabilidad.

Acto seguido nos presenta a su acompañante. Un hombre más joven que ella y bastante guapo, que noto que se siente algo descolocado, pero sonríe.

¿Sabrá que Dylan y ella fueron novios?

Una vez acaban los saludos, Dylan los invita a que se sienten con nosotros. Caty acepta sin contar con su acompañante y los camareros colocan dos servicios más y traen dos sillas para ellos. Tifany me mira. Sin duda piensa lo mismo que yo, pero ambas callamos. Debo ser cortés. Pero cuando volvamos a casa, le voy a decir cuatro cositas sobre este acto reflejo a mi Ferrasa.

Una cosa es conocer a su ex, la famosa Caty, saludarla o sonreírle y otra tener que cenar con ella. ¡Menudo mal rollo!

Pero durante la cena, cambio de opinión: Caty es encantadora y divertida. Hablo con ella y me cuenta que tiene treinta y cinco años y adora su trabajo en su clínica pediátrica. Yo le comento que trabajé durante un tiempo en una guardería y eso le llama la atención. Hablamos de niños y queda patente que a las dos nos encantan. Omar le dice que soy cantante y eso la sorprende. Mira a Dylan, que sonríe. Sin duda alguna, conoce su regla número uno en contra de estar con una cantante y el descubrimiento parece dejarla estupefacta.

Durante la cena hablamos de mil cosas y cuando ve el anillo que llevo en el dedo, lo reconoce y, con una agradable sonrisa, dice:

—Es precioso, ¿verdad? —añade tras mi asentimiento—: Me alegra saber que Dylan encontró a quién dárselo. Sin duda alguna te quiere.

Sonrío y agradezco sus palabras y cuando termina la cena, la idea que tenía de ella al principio de la noche ha cambiado totalmente. Esta mujer no me mira como a una rival ni hace nada inapropiado para que yo me sienta molesta. Al revés, sus ojos se han dulcificado y parece encantada por nuestro próximo enlace.

Cuando terminamos de cenar, decidimos ir juntos a tomar algo. Caty propone el Cheers y me quedo sorprendida cuando su acompañante se desmarca. Sin duda alguna no le hace gracia la compañía. Alejándose unos pasos, veo que Caty habla con él. Intenta convencerlo y finalmente lo hace.

Cada pareja se dirige al local en su coche. Dylan está tan contento que no digo nada. Ya hablaré en otro momento con él sobre este asunto. Al fin y al cabo, Caty me ha demostrado ser una chica encantadora y civilizada.

Cuando llegamos al Cheers, mi chico se encuentra con algunos colegas del hospital. Varios médicos cubanos nos saludan y se alegran al saber que Dylan volverá a ejercer en breve y que pronto se va a casar. Todos brindan con nosotros por nuestro próximo enlace y él, levantándome en sus brazos a modo de trofeo, me hace reír.

Su alegría es tal que hasta baila conmigo en la pista una preciosa balada y, enamorados, nos besamos mientras mi particular Ferrasa me dice las cosas más románticas y bellas que cualquier mujer querría escuchar.

Lo pasamos muy bien y me siento totalmente integrada hablando con sus amigos y con su ex. Son encantadores. En un momento dado, las mujeres vamos al servicio y, mientras nos damos brillo de labios ante el espejo, Caty dice, mirándome:

—Es la llave de su corazón, ¿verdad?

Asiento con una sonrisa y toco la llave que cuelga de mi cuello.

Ella, con una candorosa sonrisa, murmura en tono bajo, para que sólo yo la oiga:

—Si algo me ha gustado siempre de él es lo apasionado que es para todo. Romántico, caballeroso y ardiente. Ése es mi Dylan.

El comentario me toca las narices y la miro.

¿Qué es eso de «su» Dylan?

Mi gesto molesto y desafiante debe de ser muy elocuente, porque añade con una sonrisita que no me gusta nada:

—Por supuesto mujer, ahora tuyo.

Bueno… bueno… bueno… ¿a que la liamos al final?

Plan A: le arranco la cabeza.

Plan B: le borro la sonrisita de un guantazo.

Plan C: no digo nada e intento tranquilizarme.

Elijo el plan C. El A y el B me iban a a traer problemas y no sólo con Dylan.

De repente, Caty se da la vuelta y sale del servicio. Yo respiro y me tranquilizo, mientras por mi cabeza pasan las palabras: «sabandija», «marrana», «rastrera», «parásita», «alimaña», «guarra», «perra», «zorra» y no sigo porque si no voy a explotar.

Ya sé que entre ellos hubo algo, pero no me parece de buen gusto su comentario. Con una fría y enfadada sonrisa asiento a solas ante el espejo. Guardo mi brillo de labios en el bolso y decido no decir nada o, como abra la boca y salga todo lo que tengo dentro, la pongo fina.

Pero media hora más tarde, mi nivel de cabreo sube, sube y sube cuando la muy cerda, porque no tiene otro nombre, comienza a comentar ante las féminas del grupo detalles de cómo eligieron Dylan y ella la encimera roja de la cocina de la casa, por qué decidieron el color almendra para las paredes del salón o el estreno que hicieron del colchón de la habitación principal.

Mi gesto ya no es candoroso y creo que todas se dan cuenta menos ella.

Sus anécdotas fuera de lugar ya me tienen harta. Y, una de dos: o me voy de allí, o la lío gorda, gorda, ¡gordísima!

Miro a Dylan, que habla con sus compañeros y con Omar y Tifany, y sonríe ajeno a lo que Caty cuenta. Pero cuando nuestras miradas se cruzan, sabe que me ocurre algo. De pronto suena Sobreviviré, de Mónica Naranjo, y las mujeres, conscientes de que se va a liar, para quitarse de en medio se lanzan a la pista a bailar. Caty las sigue. Yo me contengo. Si lo hago, me la cargo en público y en plena pista.

Dylan se acerca a mí, me coge de la cintura y me pregunta al oído:

—¿Qué ocurre, cariño?

Volviéndome hacia él para que nadie me oiga, respondo:

—¡Quiero irme de aquí ya! Y cuando digo ya es ya.

Sin preguntar nada, asiente. Nos despedimos de los que nos rodean y Omar y Tifany aprovechan y se marchan con nosotros. Es tarde y están cansados.

Miro hacia la pista y la mirada de Caty y la mía se cruzan. ¡Menuda alimaña!

Yo la miro como diciendo «¡Cuidado conmigo!» y, agarrada de la mano de Dylan, nos vamos sin despedirnos de ella.

¡Paso de tonterías!

Al salir del local, caminamos un par de metros y nos despedimos de mis cuñados, que cruzan al otro lado de la calle para ir hacia su coche, mientras nosotros dos nos dirigimos al nuestro.

—¡Maldita bruja de mierda!

Dylan, que no sabe qué me pasa, me mira y dice:

—De acuerdo, cariño, ¿qué ha ocurrido?

Enfadada, me paro y siseo:

—Tu ex, esa sabandija con cara de angelito, ha tenido la poca vergüenza de decirme, para sacarme de mis casillas, que «su» Dylan es romántico, caballeroso y apasionado. Y por si eso fuera poco, no ha perdido ocasión de contarme, a mí y a todas las mujeres de tus amigos, por qué elegisteis la encimera roja de la cocina, el porqué del color almendra de las paredes, y para rematar, la muy asquerosa se ha pasado tres pueblos insinuando que el día que os llevaron el colchón de la cama principal le disteis un buen estreno.

Dylan se ha puesto serio.

—¿Ha comentado eso?

—Sí —afirmo—, lo ha hecho. No sé a qué quiere jugar esa perra, pero que tenga cuidado conmigo.

Él está desconcertado por mis palabras y murmura:

—Vale, cariño. Tranquilízate.

—Me tranquilizo. ¡Claro que me tranquilizo! —grito—. Pero ¿qué te parecería que un ex mío, delante de un grupo de hombres, presumiera de lo bien que lo ha pasado conmigo en la cama delante de ti? ¿A que jodería?

Sin duda le jodería. Sólo hay que ver cómo se desencaja cuando dice:

—Vamos, acompáñame.

—¿Adónde vamos?

Con gesto más que enfadado, Dylan sisea:

—A hablar con Caty.

Soltándome de su mano, protesto:

—Paso. No quiero verle la cara o te juro que al final la liamos.

Él insiste.

—Acompáñame. Es tarde y no quiero dejarte sola en la calle. Ven.

Sonrío ante su instinto protector.

—Con la mala leche que llevo en este instante —replico—, tranquilo que nadie me va a hacer nada. O se irá peor de cómo llegó.

Dylan sonríe ante mis palabras, me guiña un ojo y murmura, dirigiéndose al pub:

—Tardaré dos minutos. No te muevas de aquí.

Lo miro entrar en el local. Si a mí un ex me hiciera esto, desde luego que le diría cuatro cosas bien dichas. ¡Maldita perra!

Por mi mente comienzan a pasar los peores improperios que una persona puede decir. Me encantaría soltárselos todos a ella. Pero no. Mejor me callo. Con lo que Dylan le diga, seguro que es más que suficiente.

—Yanira.

Al oír la voz de Omar, miro al otro lado de la acera y lo veo con Tifany en su coche.

—¿Qué haces aquí sola?

Sin querer contarle la verdad de lo ocurrido, sonrío y contesto:

—Dylan se ha olvidado algo en el pub. Saldrá en seguida.

Omar para el motor, se baja del coche y dice, ignorando a Tifany:

—Esperaremos contigo. No quiero que estés sola en la calle.

Sonrío. Ésa es la galantería de los Ferrasa.

Encantada por el detalle, comienzo a cruzar la calle para acercarme a ellos mientras sonrío. Seguro que Dylan está poniendo fina a la asquerosa. De pronto, un coche enciende las luces a unos metros de mí. Lo miro y prosigo mi camino, pero el sonido de un estridente acelerón me hace volver a mirarlo y me detengo.

Los pies se me quedan pegados y el coche se acerca. El miedo me paraliza y en ese momento veo a Dylan salir del local. Nuestras miradas se encuentran y lo oigo gritar desesperado:

—¡¡¡Yanira!!!

Continuará…