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Cosa más bella

El lunes a la ocho de la mañana llegamos al aeropuerto Luis Muñoz Marín de Puerto Rico y Anselmo dice:

—Tenéis que regresar pronto. Esta visita se me ha hecho corta.

Dylan sonríe y yo, encantada por cómo ha cambiado todo, respondo:

—Lo prometo, Anselmo. Tengo que retarte a un mano a mano de chichaítos.

Él se ríe y me abraza. Tifany, que está a nuestro lado, nos observa. Ella no le habla. Ni siquiera se le acerca. Tiene claro que no quiere nada con el viejo y yo la respeto. Tal como Anselmo la ignora, es como para no querer nada con él.

Preciosa sonríe en brazos de Omar y oigo que éste le explica:

—Papá se tiene que ir a trabajar, pero el viernes volverá a verte, ¿de acuerdo?

—Sí —asiente la niña.

Sonrío encantada al ver la escena. Sin duda alguna, Omar se ha tomado muy en serio su papel de padre y Preciosa ha sabido aceptar su nueva vida con facilidad. Está claro que los niños nos dan a los mayores cien mil vueltas en cuanto a adaptación. Pero cuando miro a Tifany, sé que para Omar las cosas no van a ser fáciles.

Una vez nos despedimos de Anselmo, Tony, Preciosa y la Tata, Omar, Tifany, Dylan y yo embarcamos rumbo a Los Ángeles.

El vuelo es directo. Como soy de las que se marean en avión, me tomo una biodramina y, como siempre, me entra sueño. Dylan, a mi lado, sonríe y, tras pedirle a la azafata una manta para mí, me besa y murmura:

—Duerme, cariño.

Oh, sí. No hace falta que me lo diga. Antes de despegar, ya estoy totalmente ceporra.

Noto que alguien me besa con dulzura en la cara y oigo que me dicen:

—Despierta, caprichosa. Estamos a punto de llegar.

Abro los ojos sorprendida. ¿Ya?

Una vez desembarcamos en el aeropuerto y recogemos nuestro equipaje, nos despedimos de Omar y Tifany. Pero ésta se empeña en quedar para cenar esta noche en un local de moda. Se pone tan pesadita que al final Dylan y yo aceptamos. A las ocho en un lugar llamado Open.

Ya en el taxi, Dylan, tras darle la dirección al taxista, me abraza. Somos dichosos y eso nadie nos lo va a quitar. Encantada, lo miro todo con curiosidad, mientras mi amor me explica por dónde pasamos. Es todo alucinante.

¡Estoy en Los Ángeles!

Miro entusiasmada por la ventanilla como niña con zapatos nuevos y doy un salto y grito como una quinceañera cuando veo en las colinas el cartel de Hollywood.

Dylan sonríe.

Media hora más tarde, llegamos a una calle llamada Devon Avenue. Se ve que es una zona cara y cuando el taxista se para ante una valla blanca, entiendo que hemos llegado a nuestro destino. Tras bajar las maletas y Dylan pagarle, el hombre se va y mi amor me mira, me agarra por la cintura y, sonriendo, dice:

—Bienvenida a tu hogar.

Sonrío emocionada. Dylan aprieta un mando que se saca del bolsillo y la valla blanca se abre. Observo con curiosidad la casa de aspecto minimalista que aparece frente a nosotros. Nada tiene que ver con la de Anselmo en Puerto Rico. Ésta es un edificio blanco, como dos cubos unidos. Tiene grandes ventanales y, sinceramente, ¡más fea no puede ser! Demasiado moderna para lo que yo considero un hogar. Pero no digo nada.

Cuando entramos, Dylan teclea unos números en el panel de la entrada. Me imagino que estará desactivando la alarma y, de pronto, todas las persianas comienzan a subir a la vez y las luces se encienden. Lo miro alucinada y me aclara:

—Es una casa domótica, cariño.

Asiento y miro a mi alrededor, en la entrada. Todo esta niquelado, limpio y en su sitio. Vamos, el lugar perfecto para que, en cuatro días, si no soy cuidadosa, lo tenga como una leonera.

—Llevo más de dos años sin venir por aquí.

—¿En serio?

Dylan asiente y comenta:

—Tony dice que se ha alojado en ella cuando ha venido a Los Ángeles por asuntos de trabajo y mi padre creo que un par de veces. Espero que Wilma haya cuidado bien de la casa.

—¿Quién es Wilma?

—La mujer que viene a limpiar. Lleva conmigo desde hace años y es un encanto. Ya la conocerás.

Una vez Dylan entra nuestro equipaje, me coge de la mano y dice:

—Ven, te enseñaré tu hogar.

La casa está dividida en dos plantas.

Está claro que allí vive un hombre y soltero. El lugar lo proclama a gritos.

La cocina es una pasada. Negra y roja. Armarios hasta el techo. Electrodomésticos integrados y una más que impresionante isla central con una bonita encimera de al menos tres metros en cuarzo rojo. Pero algo que veo en la nevera me crispa, aunque no digo nada.

Me enseña el salón, con un enorme televisor y un impresionante equipo de música. Mesas de cristal. Sillas negras. Un par de sillones megamodernos de color caqui y redondos y un gran sillón negro. Minimalismo a tope. Líneas sencillas y puras, pero al mirar a un aparador veo un par de fotos que me dejan alucinada. Tampoco digo nada.

Mi visita prosigue por las tres habitaciones de esta curiosa casa. Son a cuál más moderna. Roja. Verde. Azul. Camas grandes. Pocos muebles y decoradas con gusto, eso no lo voy a negar. Dylan me comenta que le compró la casa a una estrella de Hollywood hace unos años. Yo asiento. Desde luego, es la típica de las revista. Me enseña también una bonita sauna, un gimnasio y, en uno de los increíbles cuartos de baños veo un body azulón con puntilla negra allí colgado. No digo nada.

Bajamos de nuevo a la primera planta y me muestra su despacho. A diferencia del resto de la casa, la decoración de éste es clásica. Eso me llama la atención, pero aún me la llaman más un par de dibujos eróticos, que me recuerdan al que nos hicieron hace unos días. Eso me saca de mis casillas, pero tampoco digo nada.

La casa es bonita y perfecta. Tan perfecta y bonita que ya le he cogido manía sin poderlo remediar. Me callo. Y sigo sin decir nada.

Dylan, encantado, me lleva hasta su habitación. Es espaciosa y con una enorme cama que miro con recelo, igual que su baño. Imaginar todas las mujeres que han pasado por aquí me está matando. No digo nada en esta ocasión tampoco.

¡Menudo picadero tiene aquí montado mi chicarrón!

Cuando abre la puerta corredera de la terraza, veo algo tapado con una lona y a su lado un precioso jacuzzi rodeado de madera de teca oscura. Doy un silbido de aprobación y dice:

—¡Por fin algo que te gusta!

Su comentario me llama la atención.

—¿Por qué dices eso? —pregunto.

Él, acercándose, me abraza y responde mimoso:

—Te conozco, caprichosa, y que no digas nada no es buena señal. Vamos, cariño, dime qué te ocurre.

Con una ceja levantada estilo Cruella de Vil, pregunto a mi vez:

—¿De verdad quieres saberlo?

Dylan asiente y yo tomo aire. Aquí van mis reproches. Separándome de él, me acerco hasta un mueble, cojo un portafotos y salgo de la habitación. Dylan me sigue. Voy al baño, cojo la prenda femenina y él murmura:

—Cariño…

No lo escucho y prosigo mosqueada. Del despacho cojo los dibujos eróticos, de la cocina despego la foto de la nevera y, al llegar al salón, lo tiro todo sobre una mesa, cojo dos marcos de fotos y, cuando lo tengo junto, miro a Dylan y le recrimino:

—Si yo te hubiera llevado alguna vez a mi propia casa y tuviera estas cosas en ella, te aseguro que habría tenido la delicadeza de quitarlas para evitar problemas. Sabes bien lo que he sufrido en casa de tu padre al oír hablar de la encantadora Caty, como para que ahora tenga que soportar ver vuestras fotitos abrazados y sonrientes por todas partes.

Él observa las cosas que le señalo y asiente. Luego se acerca a mí, pero no se lo permito. Me aparto. Levanta las cejas. Yo también. Mi gesto no le ha gustado. Doy un paso atrás. Él da otro hacia mí. Vuelvo a dar otro paso hacia atrás. Él lo vuelve a dar hacia mí.

—No, Dylan, no me toques ni me beses. Estoy enfadada.

—Todo tiene su explicación.

Doy otro paso hacia atrás.

—Oh, claro que sí… ¡No lo dudo!

Mi trasero da contra el respaldo del sillón de terciopelo negro. Ya no puedo dar más pasos hacia atrás y Dylan, que está literalmente sobre mí, murmura con cara seria:

—Te he dicho al entrar que llevo sin estar en mi propia casa más de dos años, ¿no me has escuchado?

Tiene razón. Y él añade:

—Estas fotos estaban aquí cuando me marché. Caty las puso.

—Oh… la emoción me embarga —me mofo molesta.

—Cariño, no las recordaba, porque si así hubiera sido, te aseguro que nunca habría permitido que continuaran donde estaban. En cuanto a la ropa interior, no tengo ni idea de quién es, pero seguro que Tony tiene alguna explicación para ello. ¿Quieres que lo llamemos?

Sigo sin responder y Dylan, acercando su boca a la mía, murmura:

—¿Acaso me crees tan idiota como para traerte aquí y no quitar esas cosas que para mí no significan nada y que sé que a ti te pueden molestar?

Parpadeo. Miro sus ojos y sé que es totalmente sincero y, desinflándome como un globo, digo, echándole los brazos al cuello:

—Estoy celosa, Dylan. Terriblemente celosa.

Mi amor sonríe, me besa y, sentándome sobre el respaldo del sofá, me plantea en voz baja:

—¿Qué puedo hacer yo para que mi preciosa novia se relaje?

—De momento, quitar todo esto de mi vista.

Sin dudarlo, Dylan lo coge todo y desaparece en la cocina. Intuyo que lo ha tirado a la basura. Dos segundos después, aparece, vuelve a abrazarme y murmura:

—¿Algo más?

Me entra la risa y contesto:

—No sé…

Él levanta una ceja. Lo veo sonreír y, posando su mano sobre mis rodillas, me explica:

—Ordené comprar algo que está junto al jacuzzi. Es un regalo para nosotros. Algo para jugar y pasarlo bien. ¿Quieres que lo probemos?

—¿Me gustará?

Mi morenazo sonríe y responde:

—Creo que sí, pero para probarlo tengo que desnudarte.

Suelto una carcajada y, de un tirón, él me quita por la cabeza el liviano vestido que llevo, dejándome sólo con las bragas y el sujetador. Cogiéndome en brazos, me lleva hasta uno de los sofás redondos de diseño y, con delicadeza, me deja en él. Acto seguido, me quita las bragas, me besa el pubis, aspira mi aroma y se levanta. Sin decir nada, rodea el sillón y, cuando está detrás de mí, dice:

—Recuéstate.

Lo hago. Mis ojos lo miran con calentura. ¡Dios cómo me pone! Y me vuelve a pedir:

—Abre las piernas. Apóyalas sobre los brazos del sofá.

Sin dudarlo, lo hago y entonces, Dylan, desde detrás de mí, murmura:

—Qué preciosa vista la que me ofreces, cariño. ¿Preparada para disfrutar las seis fases del orgasmo?

Mi respiración se me acelera y estoy a punto de gritar: ¡Oh, síííííííííííííí!

Estoy en ese sofá, sin bragas y abierta para lo que él quiera. Instantes después, todavía desde detrás de mí, mi amor se inclina y lleva su boca directamente hacia mi intimidad, mientras con las manos me sujeta los muslos para que no los cierre.

¡Oh, Dios… es maravilloso!

Durante un buen rato, se dedica a chuparme, a lamerme, a jugar con mi clítoris y yo me entrego a él. Va alcanzando cada fase del orgasmo. Grito. Y, cuando llegamos a la fase homicida y le pido que no pare, él continúa. Cuando suelto un más que placentero gemido de placer, comienza a jugar con mi ano sin retirar la lengua de mi clítoris y yo jadeo mientras lo oigo reír.

¡Será malote…!

De pronto, para, se incorpora, rodea el sofá, me hace levantar y murmura, mientras me mira a los ojos:

—Nunca vuelvas a dudar de mi fidelidad hacia ti.

—Vale…

Su boca vuelve a besar mis labios y, cuando se separa, dice:

—Si alguien me vuelve loco de deseo y me quita el sueño, ésa eres tú. Y si alguien va a llenar esta casa de fotos y recuerdos, sólo vas a ser tú, ¿entendido?

Asiento. Acto seguido, me coge en brazos y me lleva a grandes zancadas hasta su habitación. Una vez allí, me deja en el suelo y, al ver cómo miro la cama, susurra:

—Redecoraremos la casa de arriba abajo, ¿de acuerdo?

Sonrío. Me parece una idea genial. Si va a ser mi casa, quiero sentirla mía por completo. Dylan se desnuda con rapidez. Ya no puedo mirar hacia otro lado y, cuando termina y veo su erección, la boca se me reseca. Me quita el sujetador, que todavía llevo puesto, y me ordena:

—Ven, sígueme.

Me coge de la mano y salimos a la terraza. Es privada. Nadie nos puede ver y Dylan, señalando una enorme lona, la quita y aparece una especie de inmenso sillón negro de cuero. Lo miro. En mi vida he visto algo igual. No sé lo que es y, entregándome una caja que está sin abrir, dice:

—Ábrela.

Sin demora, hago lo que me pide mientras él me mira con gesto divertido. Una vez la abro, me encuentro con una especie de rulo redondo y varios penes de distintos tamaños y colores. Desconcertada, lo miro y pregunto:

—¿Para qué es esto?

Dylan, riéndose al ver mi cara, me quita el rulo de las manos, lo acopla en un lateral del sillón de cuero y veo que se puede elegir la altura. Coge un pequeño y fino pene de silicona, lo toca, hace que yo lo toque y pregunta:

—¿Te parece suave?

Digo que sí con la cabeza. Él lo moja en el jacuzzi, lo incrusta en el centro del rulo y conecta el cable a un enchufe. Aprieta un pequeño mando a distancia y aquello comienza a rotar.

Me entra la risa.

Me da un folleto donde vienen las instrucciones y me sorprendo al ver las fotos.

—Como ves, también se puede utilizar a solas.

Yo miro una foto en la que se ve a una mujer sobre ese sillón, boca arriba con un grueso pene entrándole por la vagina.

Aprieta otro botón y el minipene cambia el ritmo y comienza a entrar y salir despacito del rulo.

—Dylan…, estás como una cabra.

Él suelta una carcajada y, enseñándole otra foto que veo, me mofo:

—Mira, también lo puedes utilizar tú.

Dylan mira la foto. En ella se ve a un hombre boca abajo, agarrado al sillón, mientras se deja penetrar el ano por un pene. Él lo mira, me mira, niega con la cabeza y murmura:

—Ni loco.

Me río. Le da de nuevo al mando a distancia y el pene se acelera, entrando y saliendo del rulo con mayor rapidez.

Yo lo miro alucinada. ¡Qué marcha! Dylan sonríe, lo para y, tumbándose sobre ese extraño sillón de cuero negro boca arriba, me indica:

—Ven. Siéntate sobre mí.

Hago lo que me pide y mirándolo divertida, pregunto:

—¿Lo estás pensando hacer de verdad?

Él asiente risueño y, besándome, murmura:

—Sólo si tú quieres.

¡Ya lo creo que quiero!

Con mi amor quiero hacer todo, absolutamente todo lo que deseemos.

—Una de las mañanas que desaparecí de la casa de papá fue para ir a comprobar su funcionamiento. Lo vi una noche en un canal de TeleTienda y pensé que tú y yo lo podíamos pasar muy bien con esto. Lo encargué. Lo trajeron hace tres días y le dije a Wilma que lo colocaran aquí.

Me río y contesto:

—Lo que te inventas para no hacer un trío como Dios manda.

—Lo haremos, cariño —dice él, levantándome unos milímetros para introducirse en mí. Una vez tengo su ya duro pene dentro, prosigue—: Tengo que estar preparado para compartirte y, de momento, como mucho te puedo compartir con esta máquina.

—Mmmm… me excita que digas eso —susurro, sintiéndolo en mi interior.

Me muevo sentada a horcajadas sobre él. Balanceo las caderas de adelante atrás y ambos gemimos de placer. Apoyo las manos en su moreno pecho y así estamos un rato, besándonos, tentándonos, disfrutando del momento, hasta que Dylan coge un pequeño bote de lubricante que hay en el suelo, lo abre mientras me muevo sobre él y murmura:

—Inclínate sobre mí.

Así lo hago y sus manos empapadas de ese incoloro gel, me untan el trasero, juguetean con él y, finalmente y con mimo, me mete un dedo en el ano.

—Mmmm… —jadeo.

—¿Te gusta?

Asiento. Sin duda, mi ano está cada día más deseoso de recibirlo. Mientras le doy cientos de besos en el cuello, él suelta el lubricante y coge el pequeño mando a distancia, lo acciona y un ruido suena detrás de mí. Al mirar, veo girar aquel pequeño pene.

—¿En serio lo probamos?

Digo que sí con la respiración acelerada y Dylan prosigue, parándolo:

—Acóplate bien sobre mi pecho.

Cuando lo hago, se mueve un poco sin salirse de mí y, cuando me tiene como desea, me mira y murmura:

—Si algo te incomoda, dímelo y lo pararé.

—Vale.

Sonríe y, con el mando en la mano, añade:

—Esto es para jugar, no para pasar un mal rato. ¿De acuerdo, cariño?

Asiento y Dylan me coge las caderas y, sin salir de mí, me coloca sobre el pequeño pene.

—¿Lo notas en la entrada de tu ano?

—Sí, lo noto.

Él le da al uno del mando a distancia y el pene de gel rota. Me río divertida. Me hace cosquillas y digo:

—Me siento como si me fuera a taladrar una broca.

Dylan sonríe.

—Tu imaginación me deja sin palabras.

Noto que él me abre las cachas del culo y me aprieta con delicadeza contra el pene de gel. Al sentir cómo entra en mí lentamente, me muevo y Dylan, mirándome para ver si estoy bien, afirma:

—Jugar con esta máquina será como si fuéramos tres.

Un jadeo sale de mí al notar cómo ese pene del tamaño de un dedo entra en mí y gira. Mi cuerpo se abre gustoso y lo disfruto. Arqueo las caderas para acoplarme a él, mientras mi amor no me quita ojo y, con un hilo de voz, musita:

—¿Cómo te sientes, cariño?

—Bien…

Dylan se aprieta contra mí. Siento temblar su pene duro en el interior de mi vagina. Nos miramos, nos besamos y ambos jadeamos de placer. Lentamente, mi ano se acopla a ese artilugio y mi cuerpo se relaja y calienta, deseosa de más.

—Si le doy al dos—murmura Dylan, al sentirme relajada—, el pene entrará y saldrá de ti mientras yo puedo disfrutar sin preocuparme de él.

—Hazlo.

Cuando Dylan le da al dos, el movimiento del pene de gel cambia. Ya no gira sobre sí mismo. Ahora entra y sale con lentitud y, mientras miro a Dylan a los ojos, confieso:

—Me gusta.

Él sonríe y, sin soltarme las cachas del culo, me sigue abriendo y susurra:

—A mí sí que me gusta verte disfrutar, caprichosa. Tu boca es una delicia y tal como la abres ahora mismo, me incita a meter en ella mil cosas. —Jadeo y prosigue—: Estás siendo penetrada por dos sitios, mi amor. Por el ano y por la vagina ¿Cómo te sientes?

—Bien… me siento bien.

Así estamos un buen rato. El momento es excitante para los dos. Dylan me penetra y al mismo tiempo, teniéndome abierta, permite que ese aparatito lo haga también y pronto mi trasero da en el tope del rulo, haciéndonos saber que el pene entra y sale totalmente dentro de mí.

—Ahhh… —exclamo al sentirlo y, mirando a Dylan, digo excitada—: Luego probaremos con otro pene más grueso, ¿de acuerdo?

—Dios, cariño… —tiembla él al oírme.

Cada vez que siento el tope del rulo dar en mi trasero, la sensación es como un azotito y sé que a mi chico, al sentirlo y apretarme contra él, lo vuelve loco.

—Súbelo al tres —exijo.

—¿Segura?

—Segurísima, ¡hazlo!

Dylan toca el mando a distancia y la máquina acelera su entrada y salida de mí y los azotitos son más rápidos. Más secos. Más aniquiladores.

¡Oh, Dios, qué placer!

Incapaz de quedarme quieta, me muevo en busca de mi goce y mi amor, enloquecido, con las manos en mis caderas, me ayuda a empotrarme contra el pene de gel. Recostada sobre él, lo beso mientras la máquina hace su trabajo y Dylan tiembla a cada acometida que me da y que él siente.

El momento es morboso, excitante y caliente, pero pasado un rato yo necesito moverme y le informo:

—Cariño… voy a tener que parar.

—¿Duele?

Niego con la cabeza y, sacando con cuidado ese pene de silicona de mi ano, me siento a horcajadas sobre el maravilloso pene de mi amor y murmuro, mientras comienzo a mover las caderas:

—No duele. Pero nada se puede comparar a esto.

Lo embisto apretando los muslos contra su cuerpo y un gemido sale de nuestras bocas.

Dylan me coge de las caderas y me ayuda a moverme sobre él. Se arquea. Lo siento temblar y veo que se muerde los labios. Yo muerdo también los míos y disfruto de su entrega y de la visión que me proporciona estar sobre él de esa manera.

¡Es tan sexy!

Sin parar, seguimos con nuestro maravilloso y glorioso juego. Mi amor me da algún azote en el trasero y me incita a que mueva las caderas con movimientos secos, embestidas perturbadoras y choques enérgicos.

—Ahhhh… —gime cuando lo hago.

Mis movimientos rápidos y contundentes le gustan. Grita. Jadea. Tiembla y yo me vuelvo loca. Lo vuelvo a repetir una y otra vez, mientras sus gemidos y cómo se le tensan las venas del cuello me hacen saber lo mucho que disfruta. Me encanta verlo así. Adoro hacerlo disfrutar.

Aumento la fricción de nuestros cuerpos, mientras mi empapada vagina succiona su pene y gemimos de gozo y lujuria. El calor es inmenso, apasionado y delicioso. Nuestros movimientos son frenéticos, exigentes, posesivos y, cuando mi cuerpo tiembla sobre el de Dylan y siento el suyo temblar debajo del mío, un explosivo clímax se apodera de los dos y caigo derrumbada sobre mi moreno, mientras él me aprieta con fuerza contra su cuerpo y lo oigo murmurar:

—Eres mi vida, Yanira… mi vida.

Nos abrazamos con la respiración entrecortada, mientras escuchamos el sonido de nuestros acelerados corazones y el rápido movimiento de la máquina que ha jugado con nosotros. Nos miramos y reímos. Sin duda, nos quedan por descubrir millones de cosas juntos y ésta ha sido una de ellas.