34

Con los años que me quedan

Horas después, estoy ante el espejo de mi habitación, arreglándome para la fiesta que se da en nuestro honor. Todavía tengo el sabor de Dylan y el recuerdo de lo que hemos hecho hace un rato en mi boca y en mi cuerpo y sonrío mientras me miro al espejo.

Me he recogido el pelo en un moño alto pero despeinado que mi madre siempre dice que me queda bien.

Me observo, ataviada con un vestido negro de falda corta de plumas. Dylan nunca me ha visto con él puesto, pero estoy segura de que le gustará. Y más cuando vea que llevo los zapatos de esta tarde.

Suenan unos golpecitos en la puerta y al volverme veo que se abre y entra el hombre en el que estoy pensando. Me quedo sin palabras.

¡Está impresionante con ese traje!

Su mirada me hace saber que a él también le gusta lo que ve y, haciéndome una seña con el dedo, me pide que me dé la vuelta. Lo hago y, cuando termino de darla, ya lo tengo a mi lado, besándome.

—Estás preciosa y elegante cariño.

Yo resoplo y contesto:

—Pues tú estas buenísimo y tentador.

Dylan sonríe y, sin soltarme, murmura:

—No sé si quiero que te conozcan o no.

—¿Por qué? —pregunto divertida.

Tocándome el cuello responde:

—Los conozco. Querrán bailar contigo y te alejaran de mí.

Mimosa, me abrazo más a él y digo:

—Pero tú tienes en exclusiva lo que ellos nunca tendrán. Mi surtido de besos, mi cuerpo, mis jadeos. Tranquilo, lobo, tu conejita sólo se muere por ti.

Él suelta una sonora carcajada y, dándome un delicado azote en el trasero, afirma:

—Salgamos de aquí antes de que decida comerte.

Bajamos la escalera entre risas y arrumacos y me sorprende ver la casa ya llena de gente. De pronto, me veo sumergida en una vorágine de personas a las que no conozco y que están encantados de conocerme. Mis cuñados sonríen al verme y cuando veo a Anselmo, le digo:

—Estás guapísimo.

El halago le gusta y, besándome la mano, contesta:

—Y tú eres la más bonita de la fiesta.

Sin soltarme ni un segundo, Dylan me besa delante de todos y pregunta:

—Papá, ¿por qué crees que me voy a casar con ella?

De pronto, Preciosa se lanza a mis brazos. Con su vestidito celeste de seda es una muñeca. Durante varios minutos, nos cuenta emocionada y a su manera lo que ha comido, hasta que la Tata se la lleva, quitándomela de los brazos.

Oigo música y cuando miro a Anselmo, que no me ha quitado ojo, éste dice:

—¡Una fiesta sin música no es una fiesta!

«Villa Monasterio» se ha convertido de pronto en «Villa Melodía».

De la mano de mi chico salgo al jardín, donde veo más gente y, sobre una tarima, varios músicos tocando salsa. ¡Me encanta!

—Como ves, papá sigue implorando tu perdón —cuchichea Dylan en mi oído.

Eso me conmueve y, mirando a Anselmo, que habla con unos desconocidos, exclamo:

—¡Pobrecito, pero si ya lo perdoné…!

A partir de ese momento, todo se convierte una locura. Todos me quieren conocer y Dylan no me suelta. Se lo agradezco. De pronto, un hombre se para frente a nosotros y yo me quedo sin habla. Por el amor de Dios, ¡es Marc Anthony!

Los dos se saludan con afabilidad y Dylan me presenta. Marc resulta ser un tipo muy normal y me enamora su profundidad al hablar y su sentido del humor. De pronto, me doy la vuelta y el corazón se me paraliza: acabo de ver a Ricky Martin, que saluda a Omar y a Tony. Dylan, al verlo, me coge de la mano y me lleva hasta él.

Oh, Dios, ¡no me lo puedo creer!

Estoy en una nube. Los Ferrasa me presentan a Juan Luis Guerra, Chayanne, Gloria Estefan, Luis Fonsi, Thalia, y varios jugadores de baloncesto, a cuál más mono. Y creo que me va a dar un infarto cuando veo a Bisbal.

Oh, Señor, mi David Bisbal está aquí.

¡Anda, que no he cantado yo sus canciones!

Al presentármelo y decirle que yo soy española, David se alegra mucho y charlamos un buen rato. ¡Es de lo más salado! Y cuando se entera de que he cantado en orquestas, como él, charlamos de eso, mientras, divertido, Dylan nos escucha contar algunas anécdotas.

Cuando la cena comienza estoy como loca. Deslumbrada. Profundamente impresionada. Tengo los ojos abiertos como platos por verme rodeada de toda esa gente. Dylan me dice al oído:

—Maxwell no ha podido venir. Tiene concierto esta noche y te manda un saludo. Te lo presentaré cuando estemos en Los Ángeles.

—¿En serio?

Él sonríe. Debe de verme sobrepasada por la emoción de lo que estoy viviendo y me aclara, acercándose a mí:

—Tranquila, cariño. Son gente como tú y como yo.

—Pero Dylan, ¡son mis ídolos! He ido a sus conciertos y aún tengo guardada como oro en paño una camiseta que me firmó Ricky Martin y la entrada de cuando Bisbal vino a tocar a Tenerife.

Dylan sonríe y comenta:

—Pues acostúmbrate a tratarlos como a iguales. Y recuerda, ellos no son más que tú. Sólo hacen su trabajo como cualquier persona hace el suyo.

Asiento. Intento aceptar lo que dice, pero me resulta increíble ver a mis ídolos sentados en este bonito jardín, festejando que se vaya a celebrar nuestra boda. Cuando se lo cuente a mis padres o a Coral, ¡no se lo van a creer!

Fotos. Necesito fotos con todos ellos y, mirando a Dylan, murmuro:

—¿Estaría mal que luego les pidiera que se hicieran una foto conmigo?

Mi amor se limpia la boca con una servilleta, suelta una carcajada y responde:

—No. Luego se harán una foto contigo. Ahora come.

Pero no puedo hacerlo. Sólo puedo mirar y sonreír cuando me sonríen.

La cena se acaba, nos levantamos de las mesas y vamos a la zona donde está el escenario con los músicos. Una vez llegamos allí, Anselmo sube al estrado y dice unas bonitas y breves palabras dedicadas a Dylan y a mí. No se extiende, la emoción le puede.

Cuando termina, todos aplauden y llega el momento de los tíos de Dylan. Divertidos, hablan de él y de mí y todos se ríen, hasta que se emocionan al recordar a su hermana. Todos levantamos las copas y, mirando al cielo, brindamos por Luisa. Al parecer, era un gesto que ella hacía para brindar por los suyos que ya no estaban.

Miro a Dylan y lo veo emocionado. Lo beso y me sonríe. Después miro a Tony y a Omar, que están a mi lado y al verles la misma reacción que Dylan, les doy un pellizco en el brazo para llamar su atención. Ese gesto los hace sonreír y les guiño un ojo.

—Esta canción —prosigue Héctor desde el escenario— era una canción muy especial para mi hermana y el gruñón de mi cuñado. —Todos se ríen y, mirando al cielo, concluye—: ¡Va por ti, Leona!

La música comienza. Rápidamente identifico la canción. Es una preciosa canción de Puerto Rico llamado Lamento Boricano. ¡Me la sé! ¡Es muy bonitaaaaaaaaa!

Rodeada por los cuatro emocionados hombres Ferrasa, sé que tengo que hacer algo para sacarlos de su tristeza. Así que, para llamar la atención de todos y que piensen en otra cosa, miro a Anselmo y, tirando de él, digo:

—¿Me concedes este baile?

Él me mira asombrado y antes de que diga nada, insisto:

—Vamos, suegro. No me puedes decir que no.

El hombre sonríe. Le guiño un ojo a Dylan, que asiente, y veo sonreír a Omar y Tony.

Una vez salgo a la pista, abrazo al hombre que me hizo la vida imposible durante un breve período de tiempo y le digo:

—Vale. El plan A es que nadie te vea lloriquear como una nenaza, o perderás el título de gruñón oficial del reino.

Anselmo suelta una carcajada y reconoce:

—Me gusta tu plan A.

—Genial… —Sonrío mientras bailo con él y los músicos cantan:

Y alegre, el jibarito va pensando así,

diciendo así, cantando así por el camino.

Si yo vendo la carga, mi Dios querido,

un traje a mi viejita voy a comprar.

—Por cierto Anselmo, cuando llegue la parte de salsa calentita, ¿qué te parece si nos marcamos un bailecito?

Él me mira alucinado.

—Estoy un poco torpe, Yanira.

Me río, le guiño un ojo y replico:

—¡No disimules! Siendo un Ferrasa tienes que hacerlo de lujo.

El hombre se muere de risa. Ha olvidado las penas y, mientras bailamos, yo hablo y hablo y no paro de hablar y de decir tonterías para que no pueda pensar en sus penas. Cuando llega la parte de salsa que ambos esperamos, él sonríe y me deja boquiabierta al ver lo bien que baila el jodido Ferrasa.

Los invitados nos jalean y mi futuro suegro y yo nos marcamos una salsa que los deja a todos sin palabras. Cuando la canción acaba y todos aplaudimos, contentos, Anselmo, alias el Ogro, dice:

—Nunca olvidaré este momento.

Nos acercamos hasta donde están Dylan y sus hermanos, que aplauden a su padre. Éste se ríe divertido y yo me río con él. Tras darme un beso en la mejilla, dice, mirando a su hijo:

—Esta joya vale su peso en oro. Átala corto.

—Lo sé papá. Lo sé —admite Dylan, mientras yo me río.

De pronto, el ritmo de la música cambia. ¡Salsa bailona! Tony me pregunta:

—¿Bailamos, cuñada?

Acepto sin dudar y disfruto en brazos de mi guapo cuñado, mientras me dejo llevar y noto el orgullo en la mirada de mi futuro marido. Dylan prefiere bailar en privado, por lo que no espero que baile conmigo esta noche.

A partir de ese instante, todos quieren bailar conmigo y yo acepto y, cuando Marc Anthony me anima a subir al escenario a cantar con él, creo que me voy a morir.

Ay, Dios bendito, como diría la Tata.

Dylan me guiña un ojo y Marc me pregunta qué canción quiero cantar. Yo rápidamente le digo Valió la pena. Él sonríe y se lo dice a los músicos. Antes de empezar, miro a Dylan, le guiño un ojo y digo sin palabras, «¡Para ti!». Ésta es la canción que sonaba cuando hice por primera vez el amor con él en el almacén del barco.

Marc comienza a cantar y yo lo miro alucinada.

¡Por Dios, voy a cantar con Marc Anthony!

Cuando me señala, dándome paso para cantar, creo que voy a sufrir un infarto. Cierro los ojos y respiro hondo y, cuando los abro, sé que a partir de ese instante todo saldrá bien. Canto dándole la réplica a Marc y disfruto. Cuando él me ve más tranquila, me coge de la mano y comienza a bailar salsa conmigo mientras continuamos cantando. No me amilano y lo sigo, mientras los demás aplauden encantados. El primero, mi Dylan. El segundo, mi suegro.

Cuando terminamos la canción, Marc y yo nos abrazamos y, a partir de ese momento, no vuelvo con Dylan. Cuando no es uno es otro y al final canto con todos. El ritmo es frenético y disfruto de la calurosa acogida que me brindan. Cada vez que subo al escenario mis ojos y los de mi amor se encuentran y en los suyos veo deseo y felicidad. Un deseo increíble y eso me provoca, me calienta y me fascina. Y me da una felicidad que me llena el corazón.

Una de las veces que bajo del escenario, tras cantar con Bisbal su canción Dígale, unas manos me agarran con fuerza por la cintura. Al mirar, veo que es Dylan. Con una encantadora sonrisa, me acerca a él me besa y dice contra mi boca:

—Sígueme.

No lo dudo. Lo seguiría al fin del mundo.

Me aleja de la fiesta y me lleva hacia la parte de atrás de la casa, donde no hay nadie y, al llegar junto a una pared, me aprisiona contra ella y me besa. Me devora con locura. Cuando se separa de mí, sin decir nada, me hace entrar en el garaje. Allí, sin luz, iluminado únicamente por la luna que entra por la ventana, veo aparcado su coche.

Me apoya en su vehículo y me vuelve a besar. Me toca. Me provoca. Le ofrezco mi lengua y él la saborea delicadamente, hasta que le oigo decir:

—Quítate el vestido y la ropa interior si no quieres que te lo rompa todo.

—¿Aquí?

—Sí. Aquí.

Al ver su excitación no lo dudo. Rápidamente me quito el tanga (sujetador no llevo), y me deshago del vestido. No quiero que me lo rompa. Sería muy embarazoso, volver a la fiesta con el vestido hecho trizas.

Una vez me quedo desnuda, mi amor me besa las mejillas, el cuello, lame mis pechos y chupa mis pezones, haciéndome disfrutar.

Me coge como a una muñeca y me tumba sobre el capó del coche. Está frío, pero no me quejo, más bien se agradece, tras el calor que él me provoca. Sin hablar, me besa el vientre, el ombligo y, tras clavar las manos en mis caderas, llega a mi pubis.

¡Oh, Diosssssss!

Me huele, aspira mi olor y, cuando vuelve a mirarme, murmura con voz ronca, mientras se desabrocha el pantalón:

—El lobo está hambriento de ti, cariño.

Con la respiración a mil y la adrenalina a dos mil, deseosa de alimentar a mi depredador, separo las piernas y sonrío. Dylan se acerca, me coge por las caderas y, tumbandose sobre mí, me penetra. Yo le rodeo la cintura con mis piernas para no dejarlo salir. Con mimo, me besa los pechos mientras se mueve dentro de mi vagina y yo jadeo de placer.

¡Oh, sí!

Un inmenso gozo, cargado de sentimiento, lujuria y descontrol se apodera de los dos. No hablamos. Sólo disfrutamos. Nuestros gemidos se entremezclan, mientras Dylan me hace suya una y otra vez y yo le hago mío hasta que nuestros cuerpos se tensan al mismo tiempo y, tras un extasiado jadeo, nos dejamos vencer por el placer.

Nos miramos con la respiración agitada. Dylan me retira el pelo de la cara y murmura:

—Me haces perder la razón cuando te deseo.

Sonrío.

Con cariño, me besa los hombros, el cuello, las mejillas, y yo entreabro la boca para recibir un beso lleno de ternura y amor. Lo disfruto, lo saboreo hasta que él se retira de mí y yo me escurro por el capó del coche.

Me sujeta y, una vez me pone de pie, me suelta. Abre su coche, saca un paquete de kleenex y nos limpiamos. Cuando me visto y ambos estamos presentables, lo miro divertida y pregunto:

—¿Qué te ha pasado?

Dylan sonríe y, negando con la cabeza, afirma:

—Verte y no poder tocarte es para mí una agonía.

—¿Ahora qué quieres hacer? —le pregunto otra vez sonriente.

—Lo que quiero hacer tiene que posponerse hasta después de la fiesta, cariño —susurra.

—¿Regresamos a la fiesta entonces?

Dylan me besa, asiente y responde:

—No hay más remedio, aunque lo que no sé es cuántas veces te voy a traer aquí.

Regresamos entre risas y nos unimos a la diversión. Es nuestra fiesta de compromiso y tiene que ser inolvidable.